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El trimestre económico

versión On-line ISSN 2448-718Xversión impresa ISSN 0041-3011

El trimestre econ vol.90 no.360 Ciudad de México oct./dic. 2023  Epub 19-Feb-2024

https://doi.org/10.20430/ete.v15i60.1875 

Artículos

Transición hegemónica y progresismo: ¿es posible lograr cambios estructurales?1

Hegemonic transition and progressivism: Is it possible to achieve structural changes?

Blanca Rubio* 

*Blanca Rubio, Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Ciudad de México, México (correo electrónico: blancaa@unam.mx).


Resumen

El objetivo de este trabajo consiste en analizar el fenómeno del progresismo en América Latina, al indagar en las causas por las que éste no ha tenido la capacidad para impulsar cambios estructurales y cuáles serían las probabilidades de lograrlo con el avance de la transición hegemónica y capitalista por la que atraviesa el mundo. Si el progresismo logra continuar y preservarse hasta el punto de la transición donde surja la clase capitalista de avanzada en sustitución de la clase decadente, podría alcanzar, en alianza con aquélla, cambios que modifiquen la estructura productiva en favor de las clases subalternas.

Palabras clave: progresismo; transición; transformaciones estructurales; perspectivas

Clasificación JEL: E61; E65; O25

Abstract

The aim of this paper is to analyze the progressivism in Latin America, by inquiring about the peculiarities for which this phenomenon could not promote structural changes and what would be the chances of achieving them with the advance of the hegemonic and capitalist transition that the world is going through. If progressivism manages to continue and preserve itself to the point of the transition where the advanced capitalist class emerges to replace the decadent class, it could achieve, in alliance with the latter, the promotion of changes that modify the productive structure in favor of the subaltern classes.

Keywords: Progressivism; transition; structural transformations; perspectives

JEL codes: E61; E65; O25

Introducción

El progresismo2 se ha convertido en uno de los fenómenos más estudiados y debatidos en América Latina, ya que abrió la posibilidad para nuestros países de tomar otros derroteros, frente a un régimen de acumulación excluyente y devastador.

Emergió como un proceso disruptivo en momentos de crisis política y exacerbación de las contradicciones económicas y sociales, a la vez que se ha sostenido por más de dos décadas, pues, a pesar del agotamiento del llamado primer ciclo (1999-2016), surgió uno nuevo a partir de 2018, con el ascenso de gobiernos como el de Andrés Manuel López Obrador en México, Alberto Fernández en Argentina, Luis Arce en Bolivia, Pedro Castillo en Perú, Xiomara Castro de Zelaya en Honduras, Gabriel Boric en Chile, Gustavo Petro en Colombia y Lula da Silva en Brasil.

El desarrollo del progresismo, como un proceso que ha tomado carta de ciudadanía en nuestra región, permite entonces reconocer sus alcances y limitaciones, a la vez que perfilar sus posibilidades de desenvolvimiento, en el marco del caos y las turbulencias que provoca una fase de transición hegemónica como la que vivimos.

En este artículo partimos de una visión histórica estructural según la cual los procesos que ocurren en el presente y aquellos que vendrán en el futuro son el resultado, entre otros fenómenos, de las contradicciones del capital y de su forma de superarlas históricamente. Aunque resulta difícil predecir el porvenir, y con mayor razón en épocas de intensa transformación, como en las fases transicionales, estimamos que los procesos históricos que antecedieron al progresismo constituyen una herramienta fundamental para observar hacia dónde se dirige este proceso y, sin afanes deterministas, los alcances que pueda tener. Asimismo, consideramos que las perspectivas pueden observarse mejor a través de las tendencias que se perfilan tanto en el ámbito político como en el económico, pues en ellas se delinea el destino del progresismo como forma de Estado.

Los ejes analíticos fundamentales se constituyen, en consecuencia, por el proceso de transición y crisis hegemónica que emerge en 2003, así como por el declive del régimen de acumulación neoliberal, toda vez que los gobiernos alternativos surgen en periodos de ruptura del capitalismo.

En este contexto, el objetivo del presente artículo consiste en indagar por qué el progresismo no ha podido realizar cambios estructurales en las economías latinoamericanas y cuáles son las posibilidades de lograrlo con el avance del proceso de transición.

Se pretende demostrar que los gobiernos progresistas han surgido en una etapa temprana de la transición, en la cual ya se han manifestado los elementos de ruptura, pero todavía no aparecen en forma definida los factores germinales de la nueva hegemonía y del naciente régimen de acumulación. Si bien se observa la fractura en el ámbito político, perdura el dominio de las clases hegemónicas del neoliberalismo (el capital financiero y corporativo) y no se vislumbra aún la clase de avanzada que vendrá a sustituirlas en el nuevo régimen de acumulación. Por ello, los gobiernos progresistas se han visto obligados a sostener pactos de gobernabilidad3 con las clases dominantes, sin poder aliarse con una clase de avanzada sustituta.

Tenemos como referente histórico el caso del populismo surgido en la transición hegemónica de Gran Bretaña a los Estados Unidos, que emergió en el tiempo exacto para enfrentar a las oligarquías exportadoras y aliarse con la burguesía industrial de avanzada, lo cual le permitió impulsar el régimen de acumulación conocido como sustitución de importaciones y con ello alcanzar cambios estructurales que dejaron huella en las clases subalternas.4

Sostenemos, por lo tanto, que el progresismo podrá impulsar cambios de mayor envergadura si logra continuar y preservarse hasta el punto de la transición en el cual emerja la clase de avanzada que vendrá a sustituir al capital parasitario de índole financiera, lo que podría potenciar su capacidad transformadora.

En este artículo ponemos énfasis en el tratamiento del primer ciclo del progresismo, en tanto es el que se ha desarrollado en mayor medida y, por lo tanto, expresa con más claridad sus alcances y limitaciones. Asimismo, aun cuando analizamos el conjunto de países progresistas, tomamos como referente aquellos más avanzados, como Brasil, Argentina y México, donde pueden observarse mejor las trabas para una transformación estructural.5

En la sección I analizamos los conceptos de progresismo y populismo como los ejes del ensayo. En la sección II abordamos la transición hegemónica actual y el declive del neoliberalismo. En la sección III estudiamos el progresismo, su caracterización, alcances y limitaciones, mientras que en la sección IV analizamos las perspectivas que enfrenta. Al final se presentan algunas conclusiones.

I. La visión teórica

Se ha observado que en distintas transiciones epocales,6 ya sean totales -que incluyen el cambio de hegemonía y de régimen de acumulación- o parciales -que solamente se remiten al régimen-, han surgido en América Latina gobiernos que se enfrentan a las clases decadentes e impulsan políticas redistributivas del ingreso con tintes nacionalistas. Así ocurrió en la transición hegemónica de Gran Bretaña hacia los Estados Unidos con gobiernos como el de Perón en Argentina, Vargas en Brasil y Cárdenas en México, entre otros. En la transición actual, frente al declive de la hegemonía estadunidense y el agotamiento del neoliberalismo, surgieron gobiernos como el de Hugo Chávez en Venezuela, Lula y Dilma Rousseff en Brasil, Néstor y Cristina Kirchner en Argentina, Tabaré Vázquez y José Mujica en Uruguay, Evo Morales en Bolivia, Manuel Zelaya en Honduras, Rafael Correa en Ecuador, Fernando Lugo en Paraguay y Mauricio Funes en el Salvador, además de los ya mencionados del segundo ciclo.7

A este conjunto de regímenes de gobierno emanados de ambas transiciones los llamamos nacional-populares, como un término genérico que los abarca todos.8 El principal rasgo en común consiste en que emergen en un vacío de poder, como resultado del debilitamiento de las élites mundiales y locales ante la crisis que atraviesa el sistema capitalista.

Los regímenes nacional-populares no pueden ser considerados como una alternativa al sistema capitalista. Por su naturaleza, son una forma de Estado inmersa en el capitalismo, que surge cuando se agotan los mecanismos de dominio del capital en una configuración determinada. Constituyen, en este sentido, una alternativa dentro del mismo sistema, pero llevan intrínseca, sobre todo en las transiciones totales, una rebelión contra el imperio y una vocación popular que los tornan atractivos para las clases subalternas. Además, en algunos casos pueden impulsar cambios estructurales, dependiendo del avance de la transición, como ocurrió en los años treinta y cuarenta del siglo XX.9

Los gobiernos nacional-populares son de carácter transitorio y constituyen la expresión de una ruptura. Se trata de una forma de Estado consustancial a la decadencia de una configuración capitalista, pero también al ascenso y la germinación de otra, por lo que son un parteaguas en la crisis epocal. Por lo tanto, suelen tener una duración corta, a la vez que albergan inestabilidad y conflicto ante los embates de la clase decadente (Borón, 2012: 139).

En este contexto el concepto más utilizado para el análisis de los gobiernos nacional-populares es el de populismo. No existe un consenso en su definición ni se ha impuesto una visión en particular. Sin intentar un tratamiento exhaustivo en las interpretaciones, ya que no es el objetivo del artículo, aquí me referiré a las visiones más difundidas.

Existen las posiciones que consideran el concepto populismo como una categoría analítica que puede aplicarse ahistóricamente y, por lo tanto, caracterizan así a los gobiernos que surgieron en los años treinta y a los que se desarrollan actualmente (Freidenberg, 2007: 55).

También se ha utilizado el concepto de populismo para gobiernos de izquierda y de derecha, con base en criterios de tipo subjetivo de atracción popular del líder, como los planteamientos de Laclau (Mouzelis, 1994: 459). En este ensayo no tomamos tal postura, porque en ella no se considera el carácter histórico del concepto y, al incluir posiciones de derecha e izquierda, se pierde su especificidad política.

Por consiguiente, utilizamos los conceptos como categorías históricas y no analíticas, y, de acuerdo con ello, referidas a la etapa en la que surgieron (Moira y Petrone, 1999: 15). En este sentido, seguimos la perspectiva de autores como Octavio Ianni (1973: 85) y Carlos Vilas (1994: 92), quienes ponen énfasis en el contexto histórico en el que surgen los gobiernos nacional-populares.

De esta manera, el populismo constituye la expresión política de una configuración estructural determinada en ciertas sociedades de América Latina. Responde a una coyuntura histórica específica, y su característica funda­mental, para los fines de este trabajo, es que enfrenta a una clase social en particular -las oligarquías exportadoras (burguesías agrarias, financieras, comerciales )-, a la vez que impulsa a una clase del bloque dominante -la burguesía industrial nacional- con el apoyo de las clases populares, justo en el proceso en el cual dicha clase del bloque dominante es emergente y comanda un nuevo régimen de acumulación, en el marco del surgimiento de una nueva potencia hegemónica. Desde esta perspectiva, el populismo es un fenómeno de avanzada en el ámbito capitalista, en tanto enfrenta al mundo que está por morir.

En cuanto a la conceptualización de los gobiernos actuales, se han utilizado desde el marxismo los conceptos de bonapartismo y cesarismo, como aquellos que emergen de un equilibrio catastrófico de fuerzas y tienen un impacto importante en el debilitamiento y el control de los movimientos sociales (Modonesi, 2012: 148).

A pesar de que se trata de una posición crítica y rigurosa, no empleamos esta conceptualización debido a que, como señala Michael Löwy, el bonapartismo y el cesarismo surgieron de una confrontación entre las clases dominantes como una salida para conservar el poder (Modonesi, 2017), mientras que los gobiernos populistas y actuales emergieron, en algunos casos, de movimientos sociales de orden popular.

Se han utilizado otros conceptos para denominar el proceso actual, como el ya mencionado populismo, o bien el ciclo de impugnación al neoliberalismo (CINAL) (Thwaites y Ouviña, 2018: 20); el neodesarrollismo y el socialdesarrollismo (Katz 2015: 22); el proyecto de capitalismo extractivo (Alonso-Fradejas, 2018: 351); la nueva izquierda (Vilas, 1994); el neopopulismo (Pipitone, 2015: 262; Vergara-Camus y Kay, 2018: 388); el posneoliberalismo y el antineoliberalismo (Sader, 2009: 183); los Estados compensatorios (Webber, 2019: 114); los gobiernos populares (Osorio, 2016: 16), y los nacional-populares (Merino y Stoessel, 2019: 235), entre otros.

En este ensayo consideramos más apropiado llamarle progresismo, al ser el término que más impacto ha tenido en los estudios sobre el tema,10 además de que es un concepto amplio que incluye visiones desarrollistas, socialdesarrollistas, posiciones de izquierda y de centro-izquierda, enfoques populares, etc., lo cual permite caracterizar el fenómeno en su conjunto.

Distinguimos el progresismo del populismo toda vez que corresponde a otra etapa capitalista, y lo reconocemos como una categoría histórica que forma parte de la transición capitalista de la hegemonía estadunidense y donde ocurre un debilitamiento de las élites. Esto sucede fundamentalmente en el terreno político, expresado en el agotamiento de las representaciones políticas en el marco del declive del neoliberalismo, que permite el ascenso de gobiernos no alineados y sostenidos sobre las masas populares, los cuales impulsan procesos de nacionalización de los recursos naturales, así como políticas redistributivas del gasto público. Los gobiernos enfrentan, asimismo, un vacío de la clase capitalista de avanzada, por lo que establecen pactos de gobernabilidad con distintas fracciones de la burguesía dependiendo de cada país.

El progresismo constituye una nueva configuración de las relaciones de poder entre las clases sociales, y puede ser de carácter moderado, como en Brasil, Uruguay, Argentina y México, o radical, como en Bolivia, Ecuador y Venezuela, donde se impulsaron nuevas constituyentes favorables a las clases subalternas.11 Esta distinción, sin embargo, no afecta su esencia.

Los gobiernos progresistas surgen en muchos casos impulsados por movimientos sociales en una fase de disputa, en la que tanto las potencias y los capitales como las clases subalternas pugnan por imponer sus intereses ante el quiebre de las condiciones que permitieron una hegemonía plena. Dichos gobiernos forman parte de esta disputa, por lo que no constituyen un proceso unívoco, homogéneo ni lineal, sino que son contendientes sujetos a la correlación de fuerzas en la vorágine de la transición.

En este contexto y por la heterogeneidad de los progresismos, en el artículo nos referimos a las líneas generales de su desarrollo, sin abordar las especificidades de cada grupo de países, debido a las limitaciones del espacio.

II. La transición hegemónica y el declive del neoliberalismo

El mundo viejo se muere, el nuevo tarda en nacer y en este claroscuro, surgen los monstruos.

ANTONIO GRAMSCI (1981: 58)

La transición hegemónica empezó en la década de 1960, cuando sobrevino la crisis capitalista mundial. En este proceso los Estados Unidos perdieron su primacía productiva internacional ante el ascenso pujante de Alemania y Japón, que los superaron en la productividad del trabajo. Sin embargo, fue a principios de los años 2000 cuando la gran potencia inició una crisis de hegemonía entendida como aquella en la cual: “el Estado hegemónico vigente carece de los medios o de la voluntad para seguir impulsando el sistema interestatal en una dirección que sea ampliamente percibida como favorable, no sólo para su propio poder, sino para el poder colectivo de los grupos dominantes del sistema” (Arrighi, 2007: 160).

Con la derrota virtual de los Estados Unidos en la segunda guerra de Irak en 2003, se acentuó su detrimento de poder, primero con la devaluación del dólar y la pérdida del control sobre los precios del petróleo, posteriormente con la crisis ocurrida en 2008, con lo cual dicha potencia continuó su declive productivo al punto en que, según Gabriel Merino (2019: 91), en los últimos 15 años quebraron 60 000 empresas y se perdieron cinco millones de puestos de trabajo, con lo cual se debilitó su hegemonía económica. En consecuencia, como ha ocurrido en todos los imperios ante su declive productivo, los Estados Unidos impusieron la superioridad financiera a fin de conservar y acrecentar su poder mundial.

Otro rasgo de la decadencia lo constituye el declive del liderazgo mundial en tecnología de punta frente a países como China, Alemania, Rusia y Corea del Sur. Asimismo, se expresa en la debilidad del imperio, que lo obliga a elevar el gasto militar, lo cual le resulta cada vez más oneroso por su situación de deudor mundial. La decadencia se observa también en la necesidad del imperio de impulsar guerras proxi o sustitutas para enfrentar a sus rivales, China y Rusia; de éstas, la de Ucrania es un claro ejemplo, a pesar de lo cual no ha podido recobrar su supremacía (Arizmendi, 2018: 176).

Constituyen también reflejos de la decadencia la degradación del imperio que en los bancos de los Estados Unidos se lava 70% del dinero generado por el narco (Katz, 2017: 126), así como la fractura del bloque en el poder expresada por Donald Trump, quien representaba una fracción del capital distinta a la de Wall Street (Merino, 2019: 88).

En contraste con la decadencia de los Estados Unidos, se observa el ascenso pujante de China como potencia rival y probablemente sustituta. Es el país con la mayor reserva de dólares, además de que a partir de 2006 superó a la Unión Europea y a los Estados Unidos como principal exportador de manufacturas de alta tecnología, pues acaparó 16% del mercado mundial (Herrera, 2017: 112).

En el ámbito militar, China es hoy la tercera potencia nuclear, a la vez que en el plano comercial está impulsando la construcción de una inmensa red geoeconómica de transporte conocida como la ruta de la seda, que une su territorio con Europa, pasando por Rusia (Gandásegui, 2017: 74).

A pesar del avance de China, los Estados Unidos siguen siendo el principal inversor en el ámbito mundial, con una primacía indiscutible en el petróleo, así como en el medio agroalimentario, las armas y los metales raros. Pero lo más importante: tiene el control financiero mundial, pues su moneda sigue siendo el referente internacional, y posee el dominio militar.

En este sentido, mientras China ejerce un liderazgo económico sin hegemonía, los Estados Unidos imponen la dominación coercitiva sin hegemonía, por lo que empieza a imperar un vacío de poder en el ámbito mundial, que es la expresión más evidente de la transición hegemónica.

¿Cómo ha incidido el vacío de poder en la emergencia del progresismo? En primer lugar, la segunda guerra de Irak en 2003 despertó el interés de los Estados Unidos en Medio Oriente, pues deseaba apropiarse del petróleo de aquella nación, con lo cual América Latina quedó fuera de sus prioridades estratégicas como región subordinada.

Por otra parte, la devaluación del dólar a inicios de la década del 2000 generó el incremento en los precios de las materias primas en el ámbito mundial, lo cual repercutió en el mejoramiento en los términos del intercambio para los países de América Latina, a tal punto que, según Lichtensztejn (2009: 165), “hay que remontarse a más de un siglo para encontrar situaciones de bonanza algo parecidas a los términos del intercambio actuales en materia de condiciones de comercio exterior”.

Posteriormente, la crisis capitalista ocurrida en 2008 fortaleció la tendencia al incremento en los precios de las materias primas, con lo que se generaban excedentes en favor de los países latinoamericanos, y con ello se sentaron las condiciones para una mayor autonomía de los gobiernos, quienes podían impulsar políticas de nuevo corte sin ser obstaculizados por el imperio.

Finalmente, otra situación que benefició a los gobiernos progresistas en la transición la constituyó el acenso de China como hegemón emergente y su búsqueda de recursos naturales, lo cual trajo consigo el aumento de la inversión extranjera directa de este país en la región, pues entre 2009 y 2011 creció 45.2%, la más alta del mundo en el periodo (Webber, 2019: 110). Fue también fundamental el flujo de capital dinerario en forma de préstamos a los países, pues entre 2005 y 2011 alcanzó más de 75 billones de dólares; con ello superó los provenientes tanto de los Estados Unidos como del Banco Mundial (Webber, 2019: 159).

Junto con el declive hegemónico de los Estados Unidos, en la actual etapa se observa la decadencia del régimen de acumulación neoliberal. Para Valenzuela Feijóo (2013: 366) se trata de la crisis terminal del patrón neoliberal, expresada en su incapacidad para generar acumulación y crecimiento, mientras que las funciones históricas que cumplió -aumento del grado de explotación y sujeción del capital financiero- ya fueron satisfechas.

La crisis multisectorial ocurrida en 2008-2009 fue la expresión más nítida del agotamiento del régimen de acumulación, pues abarcó todos los planos del sistema. Sin embargo, no tuvo la fuerza suficiente para erosionar el dominio de las clases dominantes y abrir el camino para el ascenso de un nuevo régimen de acumulación, ya que los gobernantes de los países desarrollados optaron por rescatar el capital financiero, que era inicialmente el que había provocado la debacle.

El rescate masivo incidió fundamentalmente en el ámbito financiero, pues los créditos a la industria y el comercio no progresaron: “Las instituciones bancarias primero y los bancos después, utilizaron esta liquidez para invertir en mercados financieros” (Salama, 2010: 27).

Esta situación llevó a que, a pesar de la decadencia del neoliberalismo, el capital financiero mantuviera su poder en una situación en la cual ya no tenía viabilidad histórica. En consecuencia, continuaron las políticas dictadas por el Fondo Monetario Internacional (FMI) para los llamados países emergentes, con lo cual se fortaleció el proceso de desindustrialización consustancial al neoliberalismo, y aumentaron el desempleo, la pobreza y la marginación de amplias masas; ello agudizó el descontento social:

La acción directa en el agro (Perú), la irrupción indigenista (Ecuador), la presión callejera (Argentina), el clima insurreccional (Bolivia), las ocupaciones de tierra (Brasil), el despertar político (Uruguay), las movilizaciones antiimperialistas (Chile) y las batallas contra el golpismo (Venezuela) jalonearon el nuevo ciclo de rebeldía que prevaleció en la región [Katz, 2008: 98].

En consecuencia, a pesar de que el poder de las élites económicas seguía preponderando, sus representaciones políticas ya no tuvieron la capacidad para generar consensos y atraer a la mayoría de la población. Se había roto primero el ámbito político del neoliberalismo, con lo cual se generaron las condiciones para la viabilidad histórica de los disidentes por la vía electoral. De ello se dio cuenta Hugo Chávez en Venezuela, ante el frustrado golpe de Estado que perpetró en 1992 y lo llevó a la cárcel. Dicha experiencia le permitió comprender que lo que se abría como espacio de transformación era el ámbito electoral, mientras la lucha armada había perdido vigencia (Monedero, 2019: 177).

Asimismo, vale mencionar que, antes de que los líderes progresistas llegaran al gobierno, las izquierdas fueron ganando en forma gradual elecciones subnacionales y municipales, por lo que gobernaron regiones importantes como Caracas, Brasilia, São Paulo, Montevideo, San Salvador y la Ciudad de México. “Este ejercicio de gobierno no sólo les permitió ganar experiencia en la gestión pública, sino también construir una buena reputación al respecto” (Torrico, 2017: 16).

III. El progresismo: caracterización, logros y limitaciones

Los líderes progresistas llegaron al gobierno en un escenario de disputa hegemónica (Thwaites y Ouviña, 2018: 37) en el cual constituyeron una resistencia política socialmente construida (Crespo y Ghibaudi, 2017: 30) con un rechazo implícito o explícito al régimen neoliberal y a la derecha, así como una orientación hacia el beneficio de los sectores populares. A pesar de que accedieron al gobierno, no obtuvieron el poder, pues éste siguió en manos de las clases dominantes.

Por esta razón, los gobiernos progresistas, principalmente los moderados, mantuvieron las reglas económicas de funcionamiento del neoliberalismo que benefician al capital financiero, como el control de la inflación, la estabilización de las monedas, las altas tasas de interés, la apertura comercial, así como otras políticas de institucionalidad macroeconómica, sobre el entendido de que el desvío de estos parámetros se convertiría en la puntilla para la fuga de capitales y el embate del capital financiero internacional.

Sin embargo, a pesar de ello lograron debilitar el poder instrumental de las élites, es decir, su capacidad para controlar y tener acceso a los recursos públicos y a la orientación de las políticas públicas directamente en su beneficio (Wolff, 2018: 104).

Por esta razón, al apoyarse en algunos casos en la burguesía interna,12 fueron capaces en primer término de impulsar el papel del Estado en la economía con una visión nacionalista, con lo cual cambiaron la forma de gobierno neoliberal, orientada a favorecer sin mediaciones a las élites dominantes, esto es, al capital financiero y corporativo trasnacional.

Una muestra clara de este poder fueron las nuevas constituyentes que se impulsaron en los gobiernos más radicales, como Venezuela, Bolivia y Ecuador, en las cuales se reivindicaron los derechos de los trabajadores y de la naturaleza, la soberanía alimentaria, el papel del Estado en las transformaciones económicas, los derechos de las mujeres y de los indígenas, entre otros cambios.

El vacío de poder en el ámbito mundial les permitió establecer un distanciamiento con los Estados Unidos, en mayor o menor medida, dependiendo de la correlación de fuerzas de cada gobierno, con lo cual pudieron impulsar una política integracionista, con el fin de formar un bloque regional expresado en la creación de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (Alba) en 2004, la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) en 2008 y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) en 2011.

A su vez, el debilitamiento de las representaciones políticas de las élites y el ascenso de los movimientos generaron una correlación de fuerzas favorable que dio lugar a una autonomía relativa de los gobiernos progresistas, la cual les permitió, dependiendo de la correlación de fuerzas, imponer mecanismos de contribución estatal a las élites, fundamentalmente extractivas, con lo cual, como señala Gudynas (2015: 322), pudieron “contener” al capital.

Para los gobiernos ello significó allegarse recursos públicos de forma ajena a la socorrida deuda pública neoliberal, por lo que impulsaron un conjunto de políticas con el fin de captar el excedente en favor del Estado.

En primer lugar, fomentaron la nacionalización de los recursos naturales, tanto en los gobiernos radicales como en los moderados: Evo Morales expropió en Bolivia los hidrocarburos, especialmente el gas; Hugo Chávez na­cionalizó en Venezuela 30 campos petroleros de la Faja del Orinoco, así como las compañías de telecomunicaciones, la industria siderúrgica más grande del país, tres cementeras, entre otras nacionalizaciones (Gaudichaud, 2019: 46-47); Cristina Kirchner expropió 51% de las acciones de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) a la empresa española Repsol, los fondos de pensiones y los ferrocarriles de propiedad inglesa; Brasil, por su parte, reestatizó los hidrocarburos, al rescatar a Petrobras para el desarrollo del país (Tipismana, 2020: 124); mientras que López Obrador recuperó el litio como propiedad de la nación y creó una empresa estatal para su usufructo y regulación.

Las nacionalizaciones les permitieron poner al servicio de los gobiernos los recursos usufructuados a los capitales, en su mayor parte extranjeros. A pesar de que la mayoría de dichas expropiaciones fue negociada “mediante la adquisición o la indemnización, o redefiniciones de los regímenes de regalías para imponer una mayor renta a favor del Estado” (Estrada, 2012: 315), afectaron los intereses del capital.

En segundo lugar, otro mecanismo fundamental para allegarse recursos fue constituido por la captación de la renta diferencial, obtenida por los capitales extractivos en la producción de los bienes agrícolas o mineros de exportación.

Asimismo, la lucha contra la corrupción tuvo un papel importante, como en México, donde se eliminó la condonación de impuestos a las grandes em­presas, a la vez que desaparecieron múltiples fideicomisos que captaban enormes recursos del gobierno, y se suprimió el robo de combustibles a Pemex, conocido como huachicoleo.

Sin embargo, en ninguno de los gobiernos se desarrolló una política fiscal para establecer impuestos a quienes obtienen ingresos altos. Es decir, fijaron impuestos y regalías a las ventas y las inversiones, pero dejaron intactos aquéllos a los bienes y los ingresos de las clases pudientes, toda vez que la correlación de fuerzas no era propicia:

Desde 1990, la tasa impositiva para estas élites en la región se ha incluso disminuido y para 2013 alcanzó a duras penas 3.5% del total del recaudo fiscal. En el mismo periodo, el impuesto al valor agregado (IVA), que supone una mayor carga sobre todo para las clases más pobres, subió un tercio hasta alcanzar 36% y se ha convertido hasta hoy en la mayor fuente de recaudo fiscal [Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), 2013; citado por Burchardt, 2016: 69].

Esta situación limitó la captación de recursos para los gobiernos progresistas.13

En relación con la incapacidad del progresismo para impulsar cambios estructurales, planteamos que, a diferencia del populismo, que emergió cuando había ocurrido el declive de la oligarquía exportadora, el progresismo surge cuando el capital financiero y especulativo no ha declinado. Este hecho resulta crucial, pues, en primer lugar, dicha fracción del capital impone sus intereses y obstaculiza cualquier intento de impulsar un proceso de industrialización y, con ello, lo que llamaríamos un círculo virtuoso de la acumulación, como el ocurrido en la posguerra (Flores, 1999: 290).

Más allá de que la mayoría de los gobiernos progresistas impulsó explícita o implícitamente un proyecto desarrollista centrado en la industria y el mercado interno, éste no ha tenido posibilidades de consolidarse, debido a que el capital financiero, para valorizarse, impone mecanismos que atrofian lo productivo, léase la industria y la agricultura.

Esto es así debido a que impone elevadas tasas de interés, con lo cual los industriales enfrentan un crédito caro que entorpece la inversión, y lleva a que sólo la esfera financiera y especulativa sea rentable; así, el propio capital industrial acaba fluyendo hacia ella, con el consecuente declive de la inversión productiva.

Además, las elevadas tasas de interés llevan a una revalorización de las monedas por la entrada de capitales, con lo que las importaciones se abaratan, y ello lleva a la preferencia de comprar en el exterior los bienes industriales en lugar de producirlos internamente.

Asimismo, para valorizarse el capital financiero requiere el control de la inflación, ante lo cual se abaratan los precios, lo que desincentiva la producción industrial. Además, las empresas industriales impulsan elevadas cuotas de explotación ante la debilidad de la clase obrera, con ello se estrecha el mercado por los bajos ingresos. Ante esta situación, las ganancias obtenidas no encuentran espacios suficientes para su valorización, con lo cual, de nueva cuenta, los capitales se vuelcan hacia las esferas financieras por su mayor rentabilidad.

Esta situación ha llevado a un proceso de desindustrialización, que se inició con el ascenso del neoliberalismo y con el dominio del capital financiero sobre el productivo con un carácter mundial; sin embargo, ha tenido graves consecuencias en América Latina, pues genera el declive de la inversión productiva, el estancamiento o el descenso de la productividad del trabajo, el atraso tecnológico, el desempleo estructural, la precarización laboral y el empobrecimiento entre las clases subalternas, lo que se conoce como un círculo vicioso de la acumulación de capital (Flores, 1999: 290).

Si bien lo expuesto atañe a las causas estructurales de la desindustrialización, este proceso se vio fortalecido por la apertura comercial en aquellos países que establecieron acuerdos comerciales con países desarrollados, como en México, en tanto se permite la entrada de bienes industriales más baratos o de mejor calidad que compiten, lo que desfavorece los bienes industriales internos.

En consecuencia, durante el desarrollo de los países progresistas en el primer ciclo se observa una agudización del proceso de desindustrialización. Si bien este proceso se había iniciado desde los años ochenta y, por lo tanto, el desmantelamiento de la industria venía de atrás, durante el progresismo no fue posible frenarlo, pues a las cuestiones estructurales que mencionamos se sumó lo que se conoce como el “síndrome holandés”,14 como resultado del auge en los precios de las materias primas, toda vez que, cuando existen recursos naturales con elevados precios en el mercado internacional, el capital industrial prefiere invertir en recursos naturales beneficiados por la bonanza, con lo cual se debilita aún más la industria. Esta orientación distorsiona la economía, “al recortar fondos que pudieran invertirse precisamente en sectores que generan mayor valor agregado, más empleo, mejor incorporación al avance tecnológico y encadenamientos productivos” (Acosta y Cajas, 2016: 401).

En consecuencia, la participación de las exportaciones industriales de la región en el producto interno bruto (PIB) de los países disminuyó entre el 2000 y 2014 de 15.7 a 13.4%. Asimismo, la proporción de exportaciones industriales en el total cayó de 32.2 a 21.4% entre 2003 y 2012 (Filmus, 2019: 46).

En el caso de Brasil, las exportaciones de soya y mineral de hierro a China generaron un retroceso en las exportaciones industriales, que fueron sustituidas por importaciones procedentes de Asia (Machado y Zibechi, 2016: 22). Además, la participación de la industria de transformación en el PIB bajó de 16.8% en 1996 a 15.8% en 2010 (Salama, 2012: 35):

en Bolivia, durante el gobierno de Morales y pese al fuerte apoyo estatal, el crecimiento industrial permanece ligeramente rezagado con respecto al crecimiento promedio […] en Ecuador, a pesar de grandes esfuerzos de planificación estatal y de las inversiones importantes realizadas, los logros de diversificación previstos en el lema del “cambio de la matriz productiva” promovida por el gobierno, también han sido escasos […] para Venezuela hay que constatar el fracaso total de la estrategia de diversificación [Purcell, 2013; Enríquez y Newman, 2016; citados por Peters, 2016: 35].

Puesto que los gobiernos no lograron colocar al sector industrial como el motor de la acumulación, la agricultura para el mercado interno no formaba parte de su proyecto de desarrollo estratégico. Por ello, se trató de fortalecer a la pequeña producción campesina, que era considerada como los pobres del país, a quienes había que apoyar productivamente y generarles mercados para que encontraran dónde vender sus productos, pero no como los productores esenciales del abasto alimentario nacional, de la forma en que ocurrió durante el populismo en los países con importante base campesina.

En cambio, a pesar de que se captó parte del excedente de los agronegocios, se mantuvo su prerrogativa para imponer los precios internos, expandir los monocultivos (algunos de ellos transgénicos) e impulsar una tecnología contraria a la preservación de la naturaleza (Vergara-Camus y Kay, 2018: 357-358).

Por esta razón, a pesar de la creación de ministerios de agricultura familiar en varios países, del impulso de programas de compras públicas en Brasil y Ecuador, así como de la erogación de enormes montos dirigidos a los pequeños productores, la agricultura familiar en la región no superó más allá de 10% en el valor de la producción de su sector agropecuario (Maletta, 2011; citado por Salcedo y Guzmán, 2014: 46).

De esta suerte, los gobiernos progresistas, carentes de un aliado nacional de vanguardia con el eje de la industria y bajo el dominio del capital financiero y corporativo, acabaron impulsando un proceso sustentado en actividades primario exportadoras al aliento de los elevados precios internacionales de las materias primas. Con ello, ocurrió la paradoja de que terminaron dependiendo del exterior; léase de los países desarrollados y el imperio, contra los cuales se habían pronunciado.

El impulso de las actividades extractivas trajo consigo un cambio en la fisonomía de la región, pues en cuanto a los minerales, la extracción se duplicó en los países sudamericanos, al acercarse a 600 millones de toneladas al año (Gudynas, 2015: 48). En el caso del avance de la sojización entre el 2000 y 2012, las plantaciones de América del Sur se ampliaron en 29 millones de hectáreas, extensión comparable al tamaño de Ecuador (Oxfam, 2016, citado en Svampa, 2018: 22). Por su parte, las exportaciones de bienes primarios regionales se incrementaron en la primera década del siglo XXI en casi 50% (CEPAL, 2010 y 2012, citado por Burchardt, 2016: 60).

Los gobiernos progresistas establecieron, como mencionamos, pactos de gobernabilidad con los capitales extractivos, lo que allanó el camino a las actividades que depredaban los recursos naturales y permitió que capitales extranjeros se beneficiaran de los altos precios mundiales. Con ello, como señaló Ugo Pipitone (2015: 296): “Un nuevo populismo, entonces, que retoma del pasado aquello contra lo que el populismo de sus abuelos dirigió sus críticas: una economía agroexportadora y productora de estados rentistas”.

Toda vez que no se impulsó la industrialización, no se requería fortalecer el mercado interno para crear demanda. Tampoco eran necesarios los bienes alimentarios baratos para contener los salarios. La producción campesina carecía entonces de una funcionalidad productiva, al igual que los obreros y los campesinos de un papel como consumidores de la industria, por lo que sus ingresos no formaban parte de la reproducción del capital. No fue necesario, por lo tanto, impulsar los salarios y los ingresos de los campesinos para realizar las mercancías industriales. Por ello, en el progresismo los ingresos recabados por la captación de los excedentes no constituyeron herramientas de aliento productivo ni en el campo ni en la ciudad. En cambio, se destinaron a sectores marginados, en forma de los llamados subsidios condicionados mediante la focalización del gasto.

Se impulsó entonces una política de redistribución del ingreso, sustentada en el asistencialismo. Si bien se amplió la base social al integrarse sectores discapacitados, a la vez que se completaron con microcréditos, electrificación rural, elevación del poder adquisitivo de los salarios y el aumento del empleo formal, éstos siguieron teniendo una lógica de lo que Webber (2019: 114) llama Estado compensatorio, porque “compensaban” a los pobres con tales ayudas mínimas que, si bien les permitían en algunos casos enfrentar la pobreza, no les generaban, la mayoría de las veces, formas autónomas de manutención con empleos productivos.

[…] el programa Hambre Cero en Brasil, los bonos bolivianos Juancito Pinto (para familias con escolares), Renta con Dignidad (para personas mayores) y Juana Azurduy (para madres gestantes o recién nacidos); el Bono Desarrollo Humano en Ecuador, las ayudas focalizadas del Ministerio de Desarrollo Social de Uruguay, el antiguo esquema de Jefes y Jefas del hogar en Argentina, etc. (Gudynas, 2015: 301-302).

Se trataba de programas que no representaban un gasto social muy grande15 en el contexto de los gastos públicos totales, a la vez que redituaban “poderosos dispositivos clientelares y de construcción de lealtades políticas” (Modonesi, 2019: 213).

De esta suerte, los gobiernos eligieron el camino de construir una base social fragmentada y desorganizada mediante los subsidios estatales, y no un sustento proveniente de las organizaciones sociales, pues ocurrieron la desmovilización y el distanciamiento con dichas organizaciones, a pesar de que en muchos casos éstas otorgaron su apoyo para el ascenso de los líderes progresistas.

La desmovilización sucedió en primer término por la institucionalización de las luchas debido a la satisfacción de algunas demandas de los grupos beligerantes. En segundo lugar, porque varios dirigentes sociales se incorporaron como funcionarios del gobierno. En tercer lugar, porque las políticas asistencialistas trajeron consigo la neutralización de la acción social, en parte al “reducir la pobreza” y en parte porque algunos gobiernos comprenden la política como “pago de favores” (Estrada, 2012: 325). A la par con la desmovilización, varios gobiernos progresistas estigmatizaron a los movimientos de oposición, principalmente los que se orientan a la lucha por la defensa del territorio, a quienes acusaron de ser aliados de la derecha.

A pesar de su incapacidad para impulsar transformaciones estructurales, los gobiernos progresistas de la primera ola tuvieron logros importantes en el ámbito económico. El primero fue romper el mito neoliberal de primero crecer y después distribuir. El progresismo demostró que se puede hacer ambas acciones al mismo tiempo, pues se registraron crecimientos del PIB superiores a los que habían alcanzado los gobiernos anteriores.

Tal es la situación de Argentina, que a partir del gobierno de Néstor Kirchner en 2003 registró tasas del PIB muy altas, de entre 6.8 y 9.2%, mientras entre el 2000 y 2002 había registrado tasas negativas. Bolivia, por su parte, arrojó tasas anuales de crecimiento de 6.1% en 2008 y 5.2% en 2011. Todavía hasta antes del golpe perpetrado en 2018, registraba una tasa de crecimiento de 4.6%, superior a la del resto de la región. Brasil alcanzó tasas de 6.1% en 2007 y 7.5% en 2010, cuando antes del gobierno de Lula sólo había obtenido 4.3%. Venezuela llegó a crecer 18.4% en 2004 y 10.3% en 2005, mientras Ecuador registró 8% de crecimiento en 2011.16

Otra característica que comparten los gobiernos alternativos del primer ciclo ha sido la disminución de la pobreza a niveles no vistos en la etapa reciente. De esta suerte, la pobreza se redujo en Brasil de conformar 38.8% de la población en 2003 a 19.9% en 2017, mientras que en Bolivia el tránsito fue de 66.1% en el 2000 a 35.1% en 2017, y en Ecuador pasó de 64.4% en el 2000 a 22.8% en 2017 (CEPAL, 2019). En Argentina el porcentaje de la población en pobreza pasó de 57.5% en 2003 a 33.6% en 2018 (Banco Interamericano de Desarrollo [BID], 2019; Pontificia Universidad Católica Argentina [UCA], 2019).17

Asimismo, se logró aumentar la fuerza laboral, pues entre 2002 y 2013 el número de asalariados aumentó de 53 a 57% de la población económicamente activa (PEA) (Filmus, 2019: 35), mientras que el desempleo se redujo 4.8% entre 2004 y 2014 (Azamar y Azamar, 2015: 54).

A la par con los cambios económicos, los gobiernos progresistas des­arrollaron en mayor o menor medida una institucionalidad democrática; el impulso de procesos de justicia, como el procesamiento y el encarcelamiento de los verdugos de las dictaduras del Cono Sur; el reconocimiento de la diversidad étnica y, en algunos casos, de la igualdad de género; un trato menos represivo de los movimientos, y, en México y Ecuador, el combate frontal a la corrupción.

Podemos concluir en esta sección que los gobiernos progresistas avanzaron en aquello que la correlación de fuerzas les permitió, que no fue poco en el ámbito de la devastación social neoliberal, pero que tuvo la carencia de ser fugaz y transitorio, al no anclarse en cambios de la estructura productiva del sistema. Por ello, cuando el primer ciclo se agotó y fueron sustituidos por la vía electoral o por golpes de Estado “blandos”, los avances fueron completamente abandonados.

IV. Las perspectivas

Las condiciones económicas y políticas que permitieron el ascenso y la consolidación del progresismo en su primera etapa se empezaron a agotar a partir de 2014, con el declive de los precios del petróleo y de las materias primas, como puede verse en la Gráfica 1.

aPecios en dólares estadunidenses (eje izquierdo) por unidades de medida (eje derecho): agrícolas (toneladas), hierro y cobre (tonelada métrica) y petróleo (barril).

Fuente: elaboración propia con base en datos del Banco Mundial (2023), Pink Sheet. La gráfica se realizó el 8 de mayo de 2023 con el último dato de marzo de 2023.

Gráfica 1 Precio internacional de commodities, 2008-2023 (dólares estadunidenses)a 

Mientras esta situación trajo consigo una leve recuperación en los países desarrollados, los de la región se vieron inmersos en procesos de recesión, acentuados por la retracción de China y por la pandemia de covid-19, lo cual llevó al ascenso de la derecha en varios países latinoamericanos, entre otros factores.

Sin embargo, de nueva cuenta la agudización del enfrentamiento entre los Estados Unidos y China colocó en un segundo plano el control sobre América Latina, con lo cual se generaron las condiciones para el ascenso de una segunda ola del progresismo, inmersa en un contexto económico adverso, con líderes que han llegado al gobierno, en algunos casos por el rechazo a la derecha más que por los proyectos enarbolados. Varios de ellos no cuentan con la mayoría en los congresos y enfrentan una derecha más agresiva y adiestrada para pugnar por el poder que aquella que lidió con los primeros progresismos. En este terreno los progresismos llegan al gobierno, pero tienen más dificultades para alcanzar la hegemonía.

Pedro Castillo en Perú ha sido destituido por el congreso, mientras Argentina sufre una situación crítica de endeudamiento y 40% de la población ha caído en la pobreza (Giménez y Caciabue, 2022), sin contar la embestida de odio de la derecha que ha llevado al intento de magnicidio contra Cristina Kirchner. A su vez, Gabriel Boric perdió la aprobación de la constituyente y tiene apenas 33% de aceptación en su país (Fuentes, 2022).

El reciente triunfo de Lula en Brasil ha traído el caso inusitado de que las cuatro economías más grandes de la región ostenten gobiernos progresistas: México, Argentina, Colombia y Brasil. Sin embargo, este logro se da como una paradoja, pues ahora los gobiernos enfrentan más dificultades para consolidarse y alcanzar la unidad.

En este contexto, sin intentar ser deterministas, planteamos las tendencias que se observan para el fenómeno progresista, con el desenlace que ocurrió en la transición hegemónica de Gran Bretaña a los Estados Unidos como referente (Arrighi, 2007: 326).

Partimos del principio de que la transición hegemónica y el declive neoliberal van a continuar, en tanto, como señalamos, han aparecido los factores de ruptura, mientras los germinales empiezan apenas a vislumbrarse.

En este tenor, el declive hegemónico de los Estados Unidos se acentúa, acicateado, como pudo observarse, por la pandemia, proceso en el cual se evidenció su incapacidad para liderar la salida internacional: participó en la guerra de los insumos y fue uno de los países que más contagios y muertes registró.18

Se observa también su declive en la guerra de Ucrania, pues mediante este conflicto intenta golpear a China, pero, a pesar de los inmensos recursos erogados, sólo ha conseguido el acercamiento de este país con Rusia y otros países de la región.

Asimismo, las sanciones impuestas a Rusia por los Estados Unidos han traído como consecuencia el surgimiento del proceso conocido como “desdolarización”. Mientras, un conjunto de países, liderados por los BRICS,19 está impulsando la sustitución del dólar por las monedas locales en las transacciones económicas, con lo cual empiezan ya a avizorarse los procesos sustitutos de la hegemonía financiera estadunidense.

A pesar de ello, continúa el poder del capital financiero, quien se ha enriquecido enormemente tanto con la pandemia como con la guerra de Ucrania en el ámbito mundial. Al mismo tiempo, en la región persiste su poder a través de los bancos centrales autónomos, que rigen las políticas de ajuste estructural para su conveniencia.20

Este poder tiene intrínseca la debilidad de las representaciones políticas de la derecha, que se ven imposibilitadas para obtener consensos, por lo que pueden recobrar el gobierno y el poder, pero por periodos breves. Por lo tanto, una tendencia relevante está constituida por una crisis de gobernabilidad en América Latina, tanto para los gobiernos de derecha como para los de izquierda, en virtud de que avanzan las movilizaciones sociales, pero también se fortalecen los poderes extralegales, como el narcotráfico, la violencia y la degradación de las élites, convertidas en lumpenburguesías o en burguesías mafiosas (Beinstein, 2016: 3).

En este contexto, persisten las condiciones que hicieron surgir al progresismo en los años 2000: el vacío de poder mundial y la crisis política de la derecha, a lo que se suma ahora la lección que dejó la pandemia en relación con la necesidad del Estado en las economías. Ante tal situación, es factible que continúen los procesos de alternancia entre los gobiernos de izquierda y de derecha, pues desde la percepción de la población, ninguno es capaz de frenar el caos, la violencia y la incertidumbre consustanciales a la transición.

El progresismo puede fortalecerse en el caso en que Lula comande un proceso de integración en la región, siempre y cuando los gobiernos progresistas puedan aprovechar en su favor el conflicto entre los Estados Unidos y la dupla China-Rusia. No será un proceso sencillo, pues no existe una cohesión como la que había en el primer ciclo del progresismo.

Otra tendencia que se observa en el plano mundial, en cuanto a los procesos emergentes, la constituye la “desglobalización”, según la cual se está imponiendo entre los países desarrollados la orientación de la producción industrial hacia el mercado interno, proceso iniciado con fuerza por China. Las rupturas de la cadena productiva que trajo consigo la pandemia están llevando a los países a garantizar el abasto de las materias primas estratégicas en su zona cercana de influencia, lo que se conoce como el fenómeno del nearshoring o deslocalización (Garrido, 2022: 16), lo cual puede romper la lógica desindustrializante del capital financiero. Aun cuando todavía se encuentra en un plano incipiente, tiene un carácter irreversible, pues el predominio del mercado mundial está en decadencia.21

También se observa en el plano internacional el ascenso del autoritarismo y la imposición de gobiernos de derecha, debido a una necesidad del capital de elevar la cuota de explotación, con el fin de remontar la recesión y resolver la crisis de 2008, lo cual exacerba las contradicciones sociales e impulsa los movimientos de clase, principalmente en los países desarrollados.

En este contexto, se avizoran tres posibles escenarios: a) uno en el cual la decadencia de la hegemonía estadunidense y del régimen neoliberal se resuelve mediante otra crisis sistémica de gran envergadura, como la ocurrida en 2008; b) otro escenario donde se resuelve a través de una guerra mundial, o bien c) un tercero donde ocurren tanto la crisis como la guerra. Si la humanidad sobrevive, los Estados Unidos como perdedores se podrían tornar en un aliado sometido a China, como ocurrió con Gran Bretaña al terminar la segunda Guerra Mundial. En este escenario devastador, la potencia emergente tiende a convertirse en el regente financiero mundial y el depositario del poder militar, con lo cual se reconfigura el sistema internacional.

En tales escenarios tiende a declinar el poder del capital financiero y emerge un nuevo régimen de acumulación comandado por un sector productivo, que puede ser el industrial, lo cual fortalecería el proceso de desglobalización, con énfasis de los países en su mercado interno.

En cualquiera de los escenarios mencionados, y mientras se construyen las hegemonías nacientes, pueden surgir progresismos realmente transformadores: aliados con la clase capitalista emergente y de avanzada, y sustentados en movimientos sociales, capaces de cambiar la estructura productiva al privilegiar la industria y la agricultura, con la inclusión de los obreros y los campesinos; de recobrar la soberanía energética y alimentaria, y de impulsar políticas de redistribución del ingreso sustentadas en el empleo y el elevamiento de los ingresos por el desarrollo tecnológico. Con ello crearían condiciones productivas duraderas como las que construyó el populismo clásico en la primera mitad del siglo XX.

Sin embargo, una vez concluida la etapa de crisis o conflagración, al instaurarse y consolidarse el poder del nuevo hegemón e impulsarse el régimen de acumulación emergente, ya no tienen cabida los regímenes progresistas. Su viabilidad histórica declina, pues una vez superado el vacío de poder, la clase capitalista naciente puede tomarlo y generar consensos que le permitan gobernar, superando así la crisis de las representaciones políticas. Pero cabe la posibilidad de que esta nueva configuración capitalista sea el resultado de intensas luchas de las clases subalternas que permitan imponer condiciones de vida en favor de las grandes mayorías.

V. A manera de conclusión

Podemos concluir que el progresismo tiene un largo aliento en la transición hegemónica y capitalista. Sin embargo, a pesar de que más países tienen gobiernos progresistas en relación con el primer ciclo, su fuerza se ha menguado, pues el avance de la transición profundiza las contradicciones, con lo que se dificulta el desarrollo de los gobiernos no alineados.

Asimismo, no están dadas aún las condiciones para el régimen de acumulación emergente, con lo cual se obstaculizan las transformaciones estructurales que logró el populismo del siglo pasado.

En este ámbito, se abre el camino de las luchas sociales y los movimientos antisistémicos. Sólo mediante la conjunción de las fuerzas electorales y sociales será posible aprovechar el debilitamiento de las élites y las potencias decadentes, en beneficio de los más desfavorecidos. Éste es el reto que tenemos adelante.

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1Su contenido es responsabilidad exclusiva de la autora.

2Más adelante se define este concepto.

3Decimos pactos de gobernabilidad en lugar de alianza, pues esta última implica la conjunción de actores sociales que tienen un objetivo común, lo cual no ocurre en este caso, ya que los gobiernos progresistas no buscan el impulso del capital financiero, corporativo y extractivo, sino un proyecto desarrollista y nacionalista.

4Por cambios estructurales nos referimos a aquellos que inciden en la estructura productiva y la forma de organización del régimen de acumulación, como los procesos industriales y agrícolas internos.

5Para los gobiernos populistas fue también en estos países donde pudo impulsarse el desarrollo industrial en el proceso de sustitución de importaciones.

6Dichas transiciones son “épocas de cambio, tanto de la agencia principal de los procesos de acumulación de capital a escala mundial, como de las estructuras político-económicas en las que estaban inmersos estos procesos” (Arrighi y Silver, 2001: 29).

7Los gobiernos de Chile con Michelle Bachelet, Perú con Ollanta Humala y Nicaragua con Daniel Ortega no son considerados gobiernos progresistas, toda vez que en los dos primeros casos no impulsaron cambios importantes que los distinguieran del neoliberalismo, mientras que en Nicaragua se trata de un gobierno que se aleja de los cánones democráticos del progresismo.

8El concepto de lo “nacional-popular” es de origen gramsciano, planteado como “una forma de la realidad sociocultural producida y/o reconocida por una articulación entre intelectuales y pueblo-nación que, al expresar y desarrollar un ‘espíritu de escisión’ frente al poder, es capaz de distinguirse de éste” (Portantiero e Ipola, 1981: 10).

9Los gobiernos populistas impulsaron el régimen de acumulación por sustitución de importaciones que permitió colocar a la industria como el eje de la acumulación, superar la orientación primario exportadora y, en el ámbito rural, posicionar a la agricultura como un sector estratégico de la acumulación, como sostén de la industria. Dichos cambios estructurales generaron procesos incluyentes —en el marco del capitalismo— para los obreros y los campesinos.

11Entre los numerosos autores que reconocen esta clasificación de los progresismos podemos mencionar a Stoessel (2014: 10); Webber (2019: 98); Modonesi (2019: 191); Borón (2018: 21-22), y Arkonada y Klachko (2016: 106-114).

12El autor brasileño Armando Boito Jr. (2018: 308) retoma el concepto de burguesía interna, de Nicos Poulantzas, para referirse a una fracción de la burguesía vinculada con el capital trasnacional, pero que conserva una base de acumulación interna y con ello una posición autónoma frente al capital dominante. Dicha fracción estableció pactos de gobernabilidad con algunos gobiernos progresistas, entre ellos, Brasil.

13Los gobiernos progresistas del nuevo ciclo están impulsando reformas fiscales más profundas que van dirigidas a gravar el patrimonio de los propietarios de grandes fortunas, tanto en Argentina como en Bolivia y Colombia, aunque no está claro si tienen la fuerza para imponerlas (Escobar Toledo, 2023).

14Según Gabriel Palma (2019: 930), ocurre una desindustrialización como efecto del síndrome holandés en América Latina, ante políticas públicas que frenaron a la industria para retomar el camino primario exportador, proceso que ocurrió a principios de la etapa neoliberal en países como Brasil, Uruguay y Argentina. Aquí en cambio nos referimos al síndrome holandés como un proceso que este autor denomina “tradicional”, que ocurre por el aumento de los precios de las materias primas en una coyuntura determinada. Es lo que ocurrió de 2003 a 2014 en los países exportadores de soya, maíz y minerales, como Brasil, Argentina, Uruguay, Bolivia y Ecuador, por mencionar aquellos con gobiernos progresistas durante este periodo.

15Según Gudynas (2015: 306), “la asignación de los dineros recaudados por el IDH muestra que dos tercios recaen en gastos corrientes […] y sólo un tercio es dedicado a inversiones en infraestructura, educación, salud”.

16Datos definitivos, obtenidos de CEPALstats el 4 de junio del 2013 (CEPAL, 2019).

17Las cifras de pobreza corresponden al último dato disponible en cada caso.

18Mientras los Estados Unidos registraron 107 280 827 contagios y 1 167 763 muertes, así como sólo 69.4% de la población vacunada, China alcanzó solamente 4 903 524 contagios y 121 390 muertes, con 92.81% de la población vacunada —según datos de la Universidad John Hopkins (2023), revisados el 26 de junio de 2023—.

19Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica.

20Como un ejemplo para México, las ganancias de los principales bancos, todos de capital extranjero, se incrementaron en 30.9% en 2022 respecto a 2021 (Gutiérrez, 2023).

21Según el FMI, el retraimiento del comercio mundial de bienes, servicios y finanzas respecto del PIB cayó de 45 a 33%, además de que se registra un aumento de hasta 400% de medidas restrictivas y proteccionistas (García, 2023).

Recibido: 31 de Enero de 2023; Aprobado: 29 de Junio de 2023

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