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El trimestre económico

versión On-line ISSN 2448-718Xversión impresa ISSN 0041-3011

El trimestre econ vol.90 no.359 Ciudad de México jul./sep. 2023  Epub 19-Ene-2024

https://doi.org/10.20430/ete.v90i359.1946 

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Estrategia de desarrollo sinérgico, un desafío para América Latina1

Synergistic development strategy, a challenge for Latin America

Cristóbal Kay* 

*Instituto Internacional de Estudios Sociales de La Haya, Países Bajos (correo electrónico: kay@iss.nl).


Resumen

Este artículo realiza un análisis comparativo que contrasta las estrategias de des­ arrollo nacional llevadas a cabo por la mayoría de los países de América Latina respecto a las de Corea del Sur y Taiwán durante la Guerra Fría. Busca averiguar por qué estos dos países del Sudeste Asiático, aunque partieron de un nivel de desarrollo mucho más bajo que el de la mayoría de los países latinoamericanos al comienzo de la Guerra Fría, pudieron alcanzar niveles de vida mucho más altos y equitativos hacia el final. El argumento es que la principal diferencia en el desempeño entre ambas regiones se explica, sobre todo, por la capacidad de los países asiáticos para seguir una estrategia de desarrollo sinérgico, mientras que los países latinoamericanos no la tuvieron. La extensión, el alcance y el momento de realización de una reforma agraria redistributiva fueron un ingrediente clave de tal estrategia, así como los eslabonamientos establecidos entre los sectores económicos. Se concluye que una estrategia de desarrollo sinérgico ofrece las mejores posibilidades de impulsar un proceso de desarrollo más dinámico, sostenible y equitativo en América Latina.

Palabras clave: estrategia de desarrollo sinérgico; reforma agraria; eslabonamientos intersectoriales; estudios comparativos; América Latina; Asia

Clasificación JEL: O13; P11; Q15

Abstract

This article undertakes a comparative analysis by contrasting the national development strategies followed by most countries in Latin America with those of South Korea and Taiwan during the Cold War period. It seeks to find out why these two South-East Asian countries, though starting at a much lower level of development than most Latin American countries at the beginning of the Cold War, were able to achieve much higher and equitable standards of living at the end of it. Its argument is that the remarkable difference in the performance between both regions is mainly explained by the ability of these Asian countries to pursue a synergetic development strategy, whereas the Latin American countries failed to do so. The extent, scope, and timing of a redistributive land reform were key ingredients of such a strategy, as well as the linkages established between the economic sectors. It is concluded that a synergistic development strategy offers the best chances of promoting a more dynamic, sustainable, and equitable development process for Latin America.

Keywords: Synergic development strategy; land reform; intersectoral linkages; comparative studies; Latin America; Asia

JEL codes: O13; P11; Q15

Introducción

La propiedad de la tierra o el control sobre ella es una fuente de riqueza y poder para terratenientes y agricultores capitalistas, pero para los campesinos es una fuente de sustento, a menudo de tipo precario. Ha habido revoluciones, rebeliones y protestas de campesinos y trabajadores rurales por la falta de acceso a la tierra y por las relaciones de explotación en el campo. La lucha por la tierra determinó el destino de terratenientes y campesinos, así como la senda de desarrollo de los países. En este artículo discutiré cómo los países del Sur global han abordado el tema de la tierra y hasta qué punto esto fue fundamental para su estrategia nacional de desarrollo durante el periodo de la Guerra Fría, mediante una comparación de la experiencia de América Latina con Corea del Sur y Taiwán en ese lapso. Por lo tanto, el análisis comienza con las secuelas de la segunda Guerra Mundial y termina aproximadamente con la caída del Muro de Berlín, la desintegración de la Unión Soviética y la desaparición del comunismo en Europa del Este a finales de la década de los ochenta y principios de la de los noventa.

Argumentaré que los países que adoptan una reforma agraria redistributiva radical antes o al mismo tiempo que su proceso de industrialización dentro de una “estrategia de desarrollo sinérgico” (EDS), de la que hablaré más adelante, tienen mayor probabilidad de lograr un proceso de desarrollo sostenible y equitativo que eleve el nivel de vida y reduzca la pobreza de manera drástica. Corea del Sur y Taiwán pudieron emprender este camino, mientras que América Latina no lo hizo, e incluso retrocedió de manera relativa durante la segunda mitad del siglo XX. Aunque el producto interno bruto (PIB) per cápita de Corea del Sur y Taiwán era de alrededor de una décima parte del de los Estados Unidos en 1960, la brecha se redujo de forma espectacular, pues el PIB de ambos países subió a 42 y 55% del PIB per cápita de los Estados Unidos en el 2000, respectivamente. En comparación, para Argentina y Uruguay, los países que en América Latina tenían la menor brecha del PIB per cápita con los Estados Unidos en 1960 —60 y 46%, respectivamente—, ésta se amplió, pues el PIB de ambos países disminuyó a 33 y 29% en el 2000, respectivamente. En pocas palabras, Corea del Sur y Taiwán, que comenzaron en 1950 con un PIB per cápita mucho más bajo en comparación con Argentina y Uruguay, alcanzaron un PIB per cápita mucho más alto para el 2000 (Khan y Blankenburg, 2009). Argentina y Uruguay no fueron la excepción, ya que en todos los países latinoamericanos se amplió la brecha con los Estados Unidos. Además, la distribución del ingreso es mucho mejor en Corea del Sur y Taiwán, y la pobreza es mucho menor en comparación con América Latina.2 ¿Cómo se produjo este revés radical en favor de Corea del Sur y Taiwán?

En cada uno de los siguientes apartados voy a comparar Corea del Sur y Taiwán, dos de los países más exitosos de Asia del Este, con América Latina. Comenzaré discutiendo el papel del Estado en el proceso de desarrollo. La cuestión por explorar es el grado de autonomía y la capacidad para diseñar y ejecutar estrategias de desarrollo de manera coherente, flexible y sostenida en el tiempo. A continuación, analizaré si los países implementaron una reforma agraria, en qué medida y en qué secuencia respecto al proceso de industrialización. Sobre todo, estoy interesado en descubrir qué políticas particulares siguió el Estado respecto a las contribuciones de la agricultura a la industrialización, y qué encadenamientos ―si los hubo― creó entre los sectores que podrían haber fomentado sinergias entre ellos y en toda la economía conducentes a aumentos de productividad en la economía mayores y más largos, que de otro modo no se habrían materializado. Luego continuaré con el análisis de las diferentes fases del proceso de industrialización, la medida en que éstas se relacionaron con el desempeño de la agricultura y el papel del Estado en todas las fases y las interacciones. A lo largo de este análisis comparativo señalaré los diferentes contextos que enfrentaron los países en cuestión. En la conclusión intentaré extraer algunas lecciones relevantes para los debates contemporáneos sobre las estrategias de desarrollo en vista de la crisis ecológica y el papel de los campesinos en este proceso.

I. Estrategias de desarrollo nacional

Poco después del final de la segunda Guerra Mundial, la alianza de guerra de las potencias aliadas se rompió y la Guerra Fría entre las “potencias occidentales” y los países comunistas comenzó a dominar la política mundial. Con la desaparición de los imperios después de la segunda Guerra Mundial y el proceso de descolonización, el objetivo estratégico geopolítico principal de los países desarrollados, bajo el nuevo poder hegemónico de los Estados Unidos, se convirtió en la contención y, al final, en la derrota del comunismo en todo el mundo. Una vez que los países coloniales lograron la independencia en África y Asia, sus antiguos gobernantes y otros países occidentales trataron de influir en sus estrategias de desarrollo con una variedad de proyectos de ayuda e inversión, acuerdos comerciales, apoyo militar y programas de asistencia técnica y económica para atar a estos países al sistema mundial capitalista. La expectativa era que esto evitaría que tales países recién independizados cayesen bajo la influencia de la Unión Soviética y China. Pero si estas políticas de contención no funcionaban, a menudo no dudaron en apoyar a las fuerzas contrarrevolucionarias o intervenir más directamente, a fin de evitar el surgimiento de regímenes comunistas en el Sur (Blum, 2014; Bello, 2019).

A fin de comprender de manera adecuada la cuestión de la tierra y las estrategias de desarrollo nacional durante la Guerra Fría, es necesario enmarcarlas en la dinámica desigual del sistema mundial. Exploraré si se implementaron reformas agrarias y en qué medida, su carácter y momento, las relaciones entre la agricultura y la industria, así como el tipo y la secuencia del proceso de industrialización. Todo esto se encuadra en lo que llamo una “estrategia de desarrollo sinérgico” (EDS) que está anclada en una redistribución integral de la tierra, lo cual incluye una política agraria dinámica que conduce a la adopción generalizada de tecnologías que aumentan la productividad. Al mismo tiempo, esta estrategia intervencionista crea encadenamientos energéticos clave entre la agricultura y la industria; a su vez, éstos generan las condiciones para una red cada vez mayor de cadenas hacia adelante y hacia atrás en toda la economía y, más allá, provocan una dinámica de crecimiento del valor agregado en todo el sistema y dan como resultado niveles de vida más altos.

Los economistas ortodoxos argumentaron que los países en desarrollo deberían continuar produciendo sus recursos agrícolas y naturales, porque eran su ventaja comparativa en el mercado mundial. Sin embargo, Raúl Prebisch (1950), quien dirigía la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), argumentó que el Sur debería pasar de una estrategia de desarrollo “hacia afuera” a una “hacia adentro” y así promover la industrialización. El razonamiento de esta recomendación fue el siguiente: él, junto con el economista del desarrollo Hans Singer, descubrió que la tendencia de los términos de intercambio comercial del Sur con el Norte —la relación entre los precios de productos primarios, es decir, productos de recursos naturales exportados del Sur al Norte y los precios de los bienes manufacturados que importaba el Sur del Norte— se estaba deteriorando desde la década de 1880. Sin entrar en detalles de por qué había sucedido esto, significaba que el Sur tuvo que exportar una cantidad cada vez mayor de productos primarios con el tiempo al Norte, a fin de obtener la misma cantidad de productos industriales del Norte. Debido a que el progreso técnico creció más rápido en la industria en comparación con la producción de productos primarios, todo lo contrario debería haber ocurrido en un mercado competitivo. Por lo tanto, el Sur se benefició sólo parcialmente —si es que lo hizo— de esos aumentos de productividad en la industria que fueron retenidos en gran parte por el Norte. Lo contrario sucedió con los aumentos de productividad en el Sur, que fueron capturados en gran parte por el Norte. En resumen, hubo un intercambio desigual en el comercio entre el Sur y el Norte que favorecía al segundo. Este hallazgo iba en contra de las predicciones de la teoría ortodoxa del comercio internacional (Samuelson, 1948), y se conoció como la tesis de Prebisch-Singer del deterioro de los términos de intercambio. Por lo tanto, Prebisch (1950) propuso una estrategia de industrialización por sustitución de importaciones (ISI) como estrategia de desarrollo alternativa a la estrategia exportadora de productos primarios, así como un nuevo orden económico internacional para lograr un intercambio comercial más equitativo (Kay, 1989; FitzGerald, 2000; Toye y Toye, 2003).

Prebisch (1950) también ofreció una razón adicional para promover la industrialización relacionada con la existencia de mano de obra excedente en los países de la periferia, lo que condujo a salarios bajos y, por lo tanto, contribuyó a la subvaluación de esas exportaciones de productos primarios. Se esperaba que la industrialización redujera este excedente de mano de obra, lo que conduciría tarde o temprano a salarios más altos para los trabajadores agrícolas y así se disminuiría el deterioro de los términos de intercambio, porque los productos primarios se volverían más caros. Unos años más tarde, Arthur Lewis (1954: 146) publicó su artículo seminal “Desarrollo económico con suministros ilimitados de mano de obra”, en el que caracterizó a los países en desarrollo como países que tenían mano de obra excedente en lo que llamó el “sector de subsistencia”, pero más comúnmente se refirió a éste como el “sector tradicional”. Argumentó que trasladar a tales trabajadores de baja productividad al “sector capitalista” (es decir, al “sector moderno”) tendría como resultado tasas más altas de acumulación de capital y, por lo tanto, crecimiento económico, debido a que la productividad en el sector moderno era mucho mayor, pero los salarios de los trabajadores se mantuvieron bajos, aunque ligeramente más altos que en el sector tradicional, lo que generó mayores ganancias, inversión y crecimiento económico. Esto se conoció como el modelo de Lewis. Fue ampliamente utilizado en la literatura sobre desarrollo e interpretado en el sentido de la transferencia de mano de obra redundante y poco productiva del sector agrícola (principalmente familias campesinas de subsistencia) al sector industrial. Pero esto no es del todo exacto, porque los sectores moderno y tradicional pueden coexistir en el sector agrícola, así como en el industrial. Los argumentos de Prebisch y Lewis influyeron en las estrategias de desarrollo de varios países subdesarrollados de la época.

Los planteamientos de Prebisch y su equipo de la CEPAL, que más tarde se conocerían en la economía del desarrollo como la escuela estructuralista, dieron cierta legitimidad científica a la búsqueda de una estrategia de desarrollo de industrialización de este tipo. Como veremos, no todos esos intentos tuvieron éxito o, si lo tuvieron, fue en mucha menor medida de lo esperado, debido a la implementación tardía o la falta de ella de la reforma agraria, a la industrialización prematura y a la incapacidad de realizar una transición hacia una industrialización orientada a la exportación (IOE). Lo que llama la atención es la falta de atención adecuada al desarrollo agrícola recibida por parte de varios teóricos y, especialmente, de los formuladores de políticas. Hay, por supuesto, excepciones notables, como se verá más adelante.

Con la aparición de los llamados cuatro tigres (Hong Kong, Taiwán, Singapur y Corea del Sur) en las décadas de los setenta y ochenta, la atención de los analistas se desplazó hacia esos países. En este periodo de la Guerra Fría ningún otro país en desarrollo había sido capaz de lograr tasas tan consistentemente altas de crecimiento económico y al mismo tiempo mejorar la distribución del ingreso y reducir la pobreza de manera drástica como estos cuatro. A medida que una cantidad de investigadores trató de comprender las razones de su éxito, se propusieron distintas interpretaciones y surgieron los debates. Con el ascenso del neoliberalismo en las décadas de los ochenta y noventa, los defensores utilizaron el éxito de estos países de reciente industrialización para validar su opinión de que el libre mercado era superior a la intervención estatal. No obstante, esta idea fue cuestionada por los expertos en desarrollo Alice Amsden (1989), Robert Wade (1990), Dani Rodrik (1995) y Ha-Joon Chang (2003), entre otros, quienes demostraron que el Estado había tenido un papel esencial en este logro.

Mi argumento es que los formuladores de políticas en Corea del Sur y Taiwán lograron transformar países pobres y subdesarrollados al final de la segunda Guerra Mundial en los dos países mejor calificados que solían ser subdesarrollados, y que incluso se unieron a las filas del mundo desarrollado, ya sea por el diseño, la fuerza de las circunstancias, las coincidencias, el ensayo y error, un cierto proceso de dependencia de la trayectoria (path dependence), por hacer lo correcto en el momento correcto, por aprender de los errores, por aprovechar las oportunidades, por pura suerte, o por cualquier otro factor aún desconocido. De acuerdo con mi análisis, lograron esto porque buscaron lo que yo califico como una EDS después de haber obtenido la independencia al final de la guerra. En el comienzo de su proceso de desarrollo, es probable que no pensaran en esos términos, y que, incluso en la actualidad, aún no lo hagan. Sus políticas evolucionaron con el tiempo y fueron influenciadas por factores nacionales e internacionales en grados diferentes y cambiantes en sus interacciones a lo largo del tiempo. La idea de una EDS me ayuda a analizar los múltiples vínculos, articulaciones y relaciones entre los distintos sectores económicos y sus diversas dinámicas a medida que avanza el proceso de desarrollo y se encuentran nuevos desafíos y oportunidades para el Estado, sus responsables políticos, el sector privado y otros actores de la sociedad.

II. El Estado y las clases en el proceso de desarrollo

Las acciones del Estado son fundamentales para determinar qué tipo de estrategias de desarrollo y de reformas agrarias, si es que las hay, se buscan. Se ha observado que los países en desarrollo que quieren acelerar su desarrollo necesitan fortalecer la capacidad del Estado para implementar una estrategia con el fin de lograr tal objetivo. No debe olvidarse que después de la segunda Guerra Mundial las circunstancias eran relativamente propicias para esta tarea. Después de todo, el esfuerzo bélico había supuesto un ejercicio masivo de planificación económica e intervención estatal en la sociedad.

Aunque los países comunistas del Sur, como Corea del Norte, Vietnam del Norte, China y Cuba, siguieron variaciones del modelo soviético en sus estrategias de desarrollo, la mayoría de los demás países del Sur global siguió una estrategia capitalista, con diferentes grados de planificación e intervención de mercados por parte del Estado. El historial de desarrollo en el Sur global varió mucho, y la mayoría de las expectativas iniciales de alcanzar al Norte, o incluso reducir la brecha de ingresos per cápita entre ambos polos, no se cumplió. Sólo unos pocos países lograron hacerlo, y Corea del Sur y Taiwán son particularmente relevantes para el estudio, pues pudieron construir un Estado desarrollista que buscaba una EDS. ¿Cómo lo lograron y qué características tenía este Estado desarrollista?

Después de la segunda Guerra Mundial, cuando Corea del Sur y Taiwán obtuvieron su independencia después de la derrota de Japón, ambos países se enfrentaron a la tarea urgente de reconstruir sus economías. Corea del Sur estuvo bajo ocupación militar estadunidense de 1945 a 1948 y, a partir de entonces, tuvo una serie de gobiernos autoritarios hasta el comienzo de su proceso de democratización en 1988. Mientras tanto, Taiwán estaba bajo el control de Chiang Kai-shek, el líder del partido nacionalista en China, quien después de ser derrotado por las fuerzas comunistas de Mao Zedong estableció exiliado un gobierno en Taiwán, que controló hasta su muerte en 1975. Los nuevos gobernantes fortalecieron su dominio sobre la sociedad por medios autoritarios, pero también implementaron ciertas reformas, como la agraria, a fin de ganar legitimidad en la sociedad. Debido a que esos países enfrentaban a los regímenes comunistas de Corea del Norte y China, respectivamente, recibieron apoyo de los Estados Unidos en forma de ayuda económica, inversión privada dirigida por el Estado y relaciones comerciales favorables. Esto le dio a cada uno más espacio para maniobrar respecto a sus clases dominantes internas, en especial porque se habían debilitado durante la ocupación colonial japonesa, mientras que las organizaciones y los simpatizantes comunistas restantes fueron perseguidos y derrotados.

En pocas palabras, la sociedad civil era débil y el Estado era fuerte en Corea del Sur y Taiwán, lo que permitió a los gobiernos de ambos países lograr un grado de autonomía respecto de las fuerzas sociales. Davis (2004) se refiere a la “capacidad disciplinaria” del Estado, los “regímenes disciplinarios”, el “ethos disciplinario” y el “desarrollo disciplinario”. A su juicio, estas diversas situaciones son impulsadas por las clases medias rurales y urbanas, las cuales están imbuidas de estos valores disciplinares. Sin embargo, aunque las clases medias han tenido un papel progresista en la historia, también han sido fuerzas contrarrevolucionarias cuando se han sentido amenazadas por las clases trabajadoras (Bello, 2019). De hecho, el Estado desarrollista de Corea del Sur y Taiwán estaba formado en parte por empleados de clase media y era capaz de dominar a las clases bajas; también pudo ejercer un control significativo sobre las clases altas, aunque éste se debilitó en décadas posteriores (Teichman, 2015). A pesar de que la afirmación de Davis es digna de ser examinada, su noción de que fueron las clases medias quienes crearon las bases para la prosperidad en el este de Asia es controvertida. Desde mi perspectiva, Davis proyecta sobre los países en desarrollo una visión centrada en los Estados Unidos respecto al papel progresista de la clase media.

Aunque Corea del Sur y Taiwán lograron construir un “Estado desarrollista” poderoso y efectivo, los países latinoamericanos en gran medida no lo lograron, a pesar de que algunos lo intentaron (Ricz y Benczes, 2020). Sus esfuerzos se vieron truncados por la oposición de las clases terrateniente y capitalista. Las excepciones notables son Cuba, que estableció un régimen comunista un par de años después de la revolución de 1959, y Chile, durante los breves años del gobierno socialista del presidente Salvador Allende (1970-1973), que fue derrocado por los militares con el estímulo y el apoyo de las clases altas y sectores de las clases medias, así como del gobierno de los Estados Unidos. Algunos Estados latinoamericanos conservaron varias características oligárquicas previas a la segunda Guerra Mundial; otros se habían embarcado en esfuerzos para ampliar los derechos democráticos a las clases medias y, hasta cierto punto, a los trabajadores urbanos, pero los campesinos y los trabajadores rurales siguieron excluidos. Algunos países también habían comenzado a industrializarse, especialmente después de la crisis económica de 1930, y los gobiernos comenzaron a establecer instituciones para promover la industrialización y desarrollar la infraestructura necesaria. Estas medidas se intensificaron después de la segunda Guerra Mundial, cuando despegó un proceso de industrialización sustitutiva de importaciones.

De esta manera, comenzaron a surgir atisbos de un Estado desarrollista; sin embargo, éste no pudo establecerse por completo en el sentido en que fuera capaz de implementar una estrategia de desarrollo con altas tasas de crecimiento consistentes durante un periodo más largo, y que fuera inclusivo y equitativo. Aunque las clases medias ganaron influencia política sobre el Estado, en particular sobre la administración del aparato estatal, se vieron limitadas en cuanto a hacer realidad su intención reformista debido al poder económico y político de la clase alta, que en ocasiones revirtió las reformas. Ocurrió también que las propias clases medias no se atrevieron a continuar con el proceso de reforma luego de que se desataran movilizaciones de la clase obrera industrial, del campesinado y de los trabajadores rurales, que exigían más derechos y reformas, como ocurrió con los derrocamientos militares de los gobiernos de Jacobo Árbenz en Guatemala en 1954, João Goulart en Brasil en 1964, Juan José Torres en Bolivia en 1971 y Allende en 1973 en Chile, entre otros. Es de gran significancia que estos gobiernos fueran derrocados porque habían iniciado un proceso de reforma agraria o porque tenían la intención de hacerlo. También hubo gobiernos militares progresistas, como en Perú, cuando el general Juan Velasco Alvarado derrocó al gobierno de Fernando Belaúnde Terry en 1968 y emprendió una reforma agraria radical. Las clases medias no siempre estuvieron involucradas en estas intervenciones militares, pero la historia ha mostrado sus intenciones ambivalentes y cambiantes en la política.

En resumen, incluso en los Estados desarrollistas la autonomía del Estado es sólo relativa, porque en los países capitalistas el Estado actúa en última instancia en interés de la clase capitalista. Cuando surgen conflictos en la sociedad, un Estado “inteligente” trata de apaciguarlos al hacer concesiones ante algunas de las demandas de las clases trabajadoras que no ponen en riesgo la estabilidad del sistema ni las metas de desarrollo a largo plazo. Cuando esto no es posible, el Estado no duda en usar la fuerza, como ha sucedido en Corea del Sur, Taiwán y, en mucha mayor medida, en América Latina, como ya se mencionó. En Corea del Sur y Taiwán, las clases altas se habían debilitado mucho y, por lo tanto, estaban más dispuestas a aceptar reformas estatales que afectaban sus intereses, como la reforma agraria radical, pues se enfrentaban a la amenaza comunista, que los habría eliminado como clase. Corea del Sur y Taiwán también experimentaron menos movilizaciones, protestas y levantamientos desde abajo en comparación con América Latina. Además, al implementar una reforma agraria profunda y mejorar los niveles de vida, pudieron tranquilizar los movimientos de protesta, mitigar el conflicto de clases y ganar cierta legitimidad (Leftwich, 1995). Los Estados de Corea del Sur y Taiwán también crearon en gran medida una burguesía industrial que podían moldear para que funcionara de acuerdo con los objetivos de sus estrategias de desarrollo estatal. Por lo tanto, en Corea del Sur y Taiwán el Estado tenía un mayor grado de autonomía que los Estados de América Latina, y también tenían la ventaja de crear un Estado desarrollista desde el comienzo de sus nuevas naciones (Evans, 1987).

Mientras tanto, la amenaza comunista era más remota en América Latina, que había estado en la “esfera de influencia” de los Estados Unidos desde la década de 1920. Esto cambió con la Revolución cubana en 1959, que los Estados Unidos percibió como una amenaza a su hegemonía regional, especialmente cuando Cuba se alineó con la Unión Soviética y se convirtió en una inspiración para varios otros movimientos insurreccionales en la región. La respuesta de los Estados Unidos fue apoyar las medidas de contrainsurgencia adoptadas por los gobiernos latinoamericanos, independientemente de sus credenciales democráticas, pero también alentar a esos gobiernos a abordar algunos de los problemas que habían provocado las insurrecciones, por ejemplo, la falta de acceso a la tierra para la población rural (Kay, 2001), como veremos. En América Latina el Estado fue “capturado” por las clases dominantes y, en algunos casos, conservó sus rasgos oligárquicos incluso después de la segunda Guerra Mundial, hasta que se expropió a los barones azucareros, los señores del tabaco, a Patiño el rey del estaño en Bolivia y a otros dueños de los recursos naturales del continente, o sus propiedades fueron divididas y vendidas a varios nuevos propietarios. El capital extranjero también controlaba varios de estos recursos y pudo influir en la política gubernamental en mucha mayor medida que en Corea del Sur y Taiwán. Terratenientes, comerciantes, banqueros y los nacientes industriales entendieron que para mantener su riqueza y poder tenían que formar alianzas. De hecho, una burguesía unida o fusionada surgió por varios medios, incluido el matrimonio entre facciones de la clase alta, que solidificó esos lazos (Zeitlin y Ratcliff, 1988). Así, los mineros también se convirtieron en terratenientes, mientras que los terratenientes, a su vez, también se convirtieron en banqueros, y los comerciantes también se convirtieron en industriales, y así sucesivamente. Debido a esta fusión parcial o total de sus intereses económicos, los posibles conflictos que surgieron, por ejemplo, respecto a la política de precios, lograron resolverse en gran medida, ya que los industriales quieren alimentos baratos para mantener bajos los salarios de sus trabajadores y precios rentables para sus mercancías industriales, mientras que los terratenientes quieren precios rentables para sus productos y precios bajos para sus insumos industriales. Por lo tanto, a las fuerzas reformistas de la sociedad les resultó difícil dividir y debilitar a las clases altas lo suficiente como para establecer un Estado desarrollista capaz de emprender las reformas necesarias para crear un proceso de desarrollo sostenible y equitativo.

III. Reforma agraria y desarrollo

Esta sección destaca la importancia de la reforma agraria en los países del Sur para impulsar el desarrollo agrícola, así como para lograr el desarrollo industrial mediante una diversidad de vínculos establecidos a través de una EDS. Tales políticas estatales son en especial importantes para los países con una estructura de tenencia de la tierra muy desigual. Las reformas agrarias pueden llevarse a cabo por razones económicas o sociopolíticas, o ambas, pero con énfasis diferentes. Pueden surgir desde abajo como consecuencia de la revolución y las revueltas campesinas, o desde arriba por el deseo del Estado de modernizar la agricultura o prevenir posibles levantamientos campesinos. Las primeras tienden a resultar en reformas agrarias más radicales que las segundas; también se dan situaciones híbridas, y en todas ellas interviene en mayor o menor medida el Estado.

La reforma agraria en Corea del Sur y Taiwán se llevó a cabo principalmente por razones sociopolíticas, debido a la situación geopolítica que enfrentaban: de manera externa, la amenaza comunista de Corea del Norte y China, respectivamente; en el interior, la amenaza de levantamientos campesinos. En Corea del Sur la propiedad de la tierra era muy desigual, pues 4% de los terratenientes poseía 50% de la tierra, lo cual empujó a las fuerzas del gobierno militar estadunidense a iniciar una redistribución limitada de la tierra. Confiscaron las granjas japonesas, que constituían 18% de las tierras agrícolas del país, y las distribuyeron entre los arrendatarios (tenants) (Kim, 2016). Pero no se atrevieron a expropiar las fincas de los terratenientes coreanos, cuyo apoyo necesitaban. Cuando la nueva república de Corea del Sur asumió el gobierno a finales de 1948, dio prioridad a la redistribución de la tierra a los arrendatarios. Los terratenientes expropiados recibieron una compensación, y los antiguos arrendatarios, ahora propietarios de la tierra, tuvieron que pagarla a plazos durante años. Antes de que se promulgara el proyecto de ley de reforma agraria en 1950, los propietarios lograron vender casi la mitad de todas las tierras arrendadas. Al final, sólo alrededor de 10% de la tierra permaneció en arrendamiento (Kim, 2016: 126). De esta manera, la naturaleza radical de la reforma agraria resultó en un sistema agrario bastante igualitario, ya que sólo 6.7% de la tierra se cultivó en fincas de más de dos hectáreas (Griffin, Khan e Ickowitz, 2002: 305).

La situación en Taiwán era similar a la de Corea del Sur. Allí también predominó el sistema de arrendamiento, y 20% de la tierra cultivada, que había pertenecido a los japoneses, fue confiscada en 1948 y vendida por el gobierno a arrendatarios y campesinos sin tierra en parcelas de casi una hectárea en promedio. Después, los terratenientes taiwaneses también fueron expropiados, pero con compensación, y se les permitió retener menos de tres hectáreas de tierra. Al final, casi la mitad de los hogares campesinos recibió tierras a plazos favorables; el arrendamiento se redujo a sólo 17%, y los pagos de alquiler fueron más bajos que antes de la reforma agraria. En resumen, el sistema de tenencia de la tierra se volvió mucho más igualitario (Griffin et al., 2002: 304-305).

América Latina tenía un sistema agrario diferente al de Asia Oriental, que era —y sigue siendo, a pesar de varias reformas agrarias— el más desigual del mundo. Estaba dominado por el sistema de latifundios, que en América Latina se refiere a haciendas, estancias y plantaciones. El sistema de latifundios se estableció durante el periodo colonial y se expandió en los años posteriores a la independencia en el siglo XIX, con la continua incursión en las tierras de las comunidades indígenas. Se estima que a fines de la década de los cincuenta y principios de la de los sesenta los latifundistas poseían alrededor de 80% de la tierra, lo que representaba sólo 5% de todas las fincas, mientras que para los minifundistas la situación era inversa: poseían sólo 5% de la tierra, pero correspondía a 80% de todas las unidades agrícolas. El sector agrícola mediano era relativamente menor, excepto en Argentina y Costa Rica, que deliberadamente no emprendieron la reforma agraria (Barraclough, 1973).

Este sistema de latifundio fue desafiado por primera vez por los campesinos que exigían “tierra y libertad” durante la Revolución mexicana de 1910-1920, que promulgó la primera política de reforma agraria en América Latina; pero fue sólo durante la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934-1940) que la mayoría de los terratenientes perdió sus tierras; el gobierno las transfirió a los campesinos organizados en ejidos, un sistema comunal en el que los miembros (ejidatarios) conservan los derechos sobre una parcela de tierra para su propio cultivo de subsistencia. En el periodo de la Guerra Fría la revolución nacionalista boliviana de 1952 expropió a la élite minera, así como a la mayor parte de los latifundios del altiplano. Sin embargo, con la colonización de las vastas tierras bajas de Bolivia surgió una poderosa clase terrateniente capitalista que prosperó con el auge de la producción de soya, mientras que, en los años posteriores a la reforma agraria, no se tomó en cuenta a los campesinos indígenas de las tierras altas (Kay y Urioste, 2007).

Luego de que el gobierno de Jacobo Árbenz en Guatemala introdujera un programa de reforma agraria en 1952 y comenzara a expropiar la gran plantación bananera propiedad de la United Fruit Company, fue derrocado por los militares en 1954, lo que desató una ola de enfrentamientos violentos. El gobierno de los Estados Unidos y su Agencia Central de Inteligencia (CIA) estuvieron involucrados en el golpe de Estado, con el temor de que las organizaciones comunistas se volvieran más influyentes con Árbenz como presidente y con la intención de proteger sus propios intereses económicos en el país. Tan pronto como el gobierno fue derrocado, se rescindió la ley de reforma agraria.

La Revolución cubana de 1959 fue un punto de inflexión. No sólo estableció después de un breve periodo de transición un régimen comunista encabezado por Fidel Castro, sino que también expropió las grandes plantaciones de azúcar y tabaco de propiedad estadunidense de la isla y otros activos de empresas de tal país. En 1961 exiliados cubanos, financiados y apoyados por el gobierno de los Estados Unidos y la CIA, lanzaron una invasión a Cuba con el objetivo de derrocar el gobierno de Castro. Esta vez, fueron rápidamente derrotados; luego, Cuba abrazó aún más a la Unión Soviética, lo que llevó a la famosa crisis de los misiles en 1962, que casi desató una guerra nuclear y fue el incidente más peligroso de la Guerra Fría. La reforma agraria cubana fue la más radical jamás implementada en América Latina. Las granjas estatales se volvieron dominantes en el campo, pero no tuvieron éxito y, en décadas posteriores, fueron reformadas varias veces; sin embargo, al final se disolvieron y se convirtieron en cooperativas campesinas o se alquilaron directamente a los campesinos (Kay, 1988). Aunque estas reformas iban en la dirección correcta, los agricultores seguían sin poder alcanzar su potencial pleno, debido al sistema rígido y totalizador de planificación estatal que determinaba el suministro de insumos, la comercialización, etc. De ahí que Cuba continúe con su dependencia histórica de las importaciones de alimentos, aunque en gran medida tiene el potencial de ser autosuficiente.

A fin de contrarrestar la influencia de la Revolución cubana en la región, el gobierno de los Estados Unidos en 1961, durante la presidencia de Jack Kennedy, lanzó la Alianza para el Progreso, que animaba a los gobiernos latinoamericanos que todavía no habían emprendido reformas agrarias a hacerlo, para lo que se ofreció ayuda y asistencia técnica, en cooperación con diversas organizaciones interamericanas e internacionales. El objetivo era modernizar un sistema agrario que se consideraba ineficaz, excluyente e incapaz de superar la pobreza rural para prevenir nuevas revoluciones y otros regímenes comunistas (Janvry, 1981). Durante la década de los sesenta, los gobiernos de Colombia, Ecuador, Chile, Perú, Honduras y la República Dominicana llevaron a cabo reformas agrarias. Durante las décadas de 1970 y 1980, debido a insurrecciones y revoluciones, y bajo la sombra de la Guerra Fría, se promulgaron reformas agrarias en Nicaragua y El Salvador (Browning, 1983; Pelupessy, 1993). No obstante, si bien la Alianza para el Progreso ayudó a legitimar las reformas agrarias, no fue el factor principal en su implementación. Aunque la intención de la reforma agraria del gobierno militar de Velasco Alvarado (1969-1975) era la misma que la del gobierno de los Estados Unidos —prevenir la revolución y un régimen comunista—, la reforma agraria colectivista y estatista de Alvarado ciertamente no era lo que los Estados Unidos tenían en mente (Kay, 1982).

La reforma agraria en Chile emprendida por el gobierno de clase media de Eduardo Frei Montalva (1964-1970) fue la que probablemente se acercó más a lo que pretendían los Estados Unidos, pero adquirió una dinámica propia cuando los campesinos, que habían sido excluidos, exigieron una reforma más radical. En lugar de la estabilidad política que se persiguió mediante la incorporación social, la reforma agraria condujo a más conflictos, movilizaciones de masas e inestabilidad. Esto fue alentado por los partidos de izquierda, que tenían un mayor apoyo entre los trabajadores rurales y ayudaron a Salvador Allende a llegar a la presidencia a fines de 1970. El gobierno de Allende fue una alianza de varios partidos, que incluía a socialistas y comunistas. El proceso de reforma se intensificó con la expropiación de los dos tercios restantes de los latifundios, al igual que el conflicto de clases, no sólo en las zonas rurales sino también en todo el país (Kay, 1975). El 11 de septiembre de 1973 el gobierno de Allende fue derrocado por los militares, que gobernaron Chile hasta 1989. Los logros de la reforma agraria se revirtieron en esencia y Chile se convirtió en un modelo pionero de economía neoliberal (Kay, 2004).

En Nicaragua la revolución sandinista derrocó en 1979 al gobierno autoritario de Anastasio Somoza, el último integrante de una dinastía familiar que gobernaba el país desde 1937 y que contaba con el apoyo del gobierno estadunidense. Los sandinistas eran una coalición de partidos de izquierda y su gobierno pronto se vio envuelto en la política de la Guerra Fría. Los latifundios fueron expropiados y la mayoría se convirtió en granjas estatales y colectivas. Poco después del triunfo de la revolución, las fuerzas contrarrevolucionarias intentaron derrocar al nuevo gobierno. Se les conocía como los Contras (abreviatura de contrarrevolucionarios), y la administración de Reagan, ferozmente anticomunista, los apoyó financieramente, incluidos suministro de equipo militar, entrenamiento, inteligencia, etc. A excepción de las élites tradicionales, que estaban asociadas con la dinastía Somoza, la clase media y los campesinos descontentos tendían a apoyar a los Contras, e incluso varios se unieron a ellos. El gobierno Sandinista comenzó a transformar algunas de las granjas estatales y colectivas en cooperativas campesinas, y en las que permanecieron como granjas estatales el gobierno dio acceso a los trabajadores a parcelas individuales de tierra. Esperaba que acceder a sus demandas de propiedad o acceso a parcelas individuales de tierra pudiera socavar su apoyo a los Contras (Baumeister, 2019). Los sandinistas también recibieron un apoyo limitado de la Unión Soviética, pero en ese momento la Guerra Fría ya estaba en su última etapa. En 1989 las fuerzas beligerantes firmaron un acuerdo de paz y en 1990 se realizaron elecciones, que perdieron los sandinistas.

En Brasil la fuerte oposición de los terratenientes estancó cualquier reforma agraria significativa, como se mencionó antes con referencia al derrocamiento militar del gobierno de Goulart. En cambio, los gobiernos utilizaron programas para colonizar la vasta región amazónica a fin de reducir la presión por la tierra y perseguir objetivos geopolíticos respecto a los países vecinos. Sólo después de la restauración del gobierno democrático, a mediados de la década de 1980, comenzó a tener lugar cierta redistribución. Sin embargo, fue recién en 1995 que la reforma agraria comenzó a ganar importancia, con los gobiernos de Fernando H. Cardoso (1995-2002) y Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2010), pero analizarlo está más allá del alcance de este artículo; para una revisión, véase Robles (2018).

¿Cuál fue el resultado de las reformas de la Guerra Fría en América Latina? El sistema de latifundios de siglos de antigüedad desapareció en gran medida como tal. Aquellos latifundios que no fueron expropiados, o que pudieron recuperar todo o parte de sus antiguos terrenos cuando las reformas agrarias se deshicieron, se transformaron en haciendas capitalistas modernas. Los campesinos beneficiarios que pudieron retener el acceso a la tierra en el giro neoliberal al final de la Guerra Fría ahora enfrentaban grandes desafíos para su supervivencia, porque gran parte del apoyo estatal anterior se retiró y quedaron expuestos a los rigores del mercado mundial. El proceso en curso de diferenciación socioeconómica cobró un nuevo impulso. Aunque algunos campesinos pudieron prosperar, la mayoría tuvo que encontrar un empleo asalariado, ya sea de forma temporal o permanente, y se proletarizaron de forma total o parcial. A principios de la década de los noventa un increíble 90% de la tierra cultivable total en América Latina se encontraba en grandes fincas, lo que representa sólo 26% de todas; 50% de las más pequeñas, que son fincas de subsistencia, sólo tenía 2% de la tierra. Además, “55% de los hogares rurales sufre de pobreza, de los cuales 60% está en extrema pobreza” (Janvry, Sadoulet y Wolford, 1998: 1-2). Las reformas agrarias, al transformar los derechos de propiedad sobre la tierra, abrieron el camino para los mercados de tierras, que durante la transición neoliberal se intensificaron, lo que dio oportunidad a un nuevo proceso de concentración, no sólo de la tierra sino, lo que es más importante, también del capital (Kay, 2016).

Para resumir: las reformas agrarias tienen causas nacionales e internacionales complejas e interrelacionadas de tipo económico, social y político; sin embargo, en última instancia son la consecuencia de la lucha de clases de un país, a pesar de que los factores geopolíticos, en especial durante la Guerra Fría, tuvieron una influencia significativa. Si bien se puede argumentar que la reforma agraria en Corea del Sur y Taiwán cumplió mayormente sus promesas, en América Latina éstas se rompieron en gran medida (Thiesenhusen, 1995). En Corea del Sur y Taiwán la clase terrateniente desapareció y se transformó en una burguesía industrial, comercial y financiera. En América Latina, una burguesía industrial ya había surgido antes de la Guerra Fría y se unió a los terratenientes. En cierto modo, la industria se apoderó de la agricultura con el desarrollo de la agroindustria, que mediante la creación de cadenas de valor (commodity chains) fusiona el capital agrícola, industrial, comercial y financiero, lo que lleva a nuevas formas de concentración, dominación y captura de rentas (Vergara-Camus y Kay, 2017).

IV. Eslabonamientos y cuestiones agrarias

Como se vio en la sección anterior, la reforma agraria en Corea del Sur y Taiwán fue mucho más radical en términos de tierras expropiadas y beneficiarios rurales respecto de su total de tierras y campesinos en comparación con la reforma agraria de América Latina. Además, las reformas agrarias de Corea del Sur y Taiwán fueron redistributivas, mientras que en América Latina fueron principalmente colectivistas, aunque el carácter colectivo desapareció en gran medida con la presión de los beneficiarios por los títulos de propiedad individuales, su desmoronamiento y las contrarreformas (Kay, 1998). Hasta ahora, sólo he mencionado que las reformas agrarias en Corea del Sur y Taiwán precedieron o coincidieron con su industrialización, mientras que en la mayoría de los países latinoamericanos sucedió al contrario, ya que se dieron varias décadas después de que comenzara la industrialización. En esta sección examinaré la importancia que tuvo esta diferencia de tiempo en los eslabonamientos entre ambos sectores y, en general, en el resultado del proceso de desarrollo.

1. Eslabonamientos del capital y la cuestión agraria del capital

Una definición citada a menudo de la cuestión agraria del capital es la que dio Karl Kautsky hace más de un siglo, en 1899; lo planteó como “si el capital se está apoderando de la agricultura, y de qué manera, revolucionándola, haciendo insostenibles las viejas formas de producción y propiedad y creando la necesidad de otras nuevas” (Kautsky, 1988; 12, citado en Akram-Lodhi y Kay, 2010a: 179). Terence J. Byres (1996: 26), siguiendo a Kautsky, la vinculó explícitamente con la industrialización, con los países en desarrollo en mente, al definirla como “la existencia continuada en el campo, en un sentido sustantivo, de obstáculos al despliegue de acumulación tanto en el campo mismo como en general; en especial, la acumulación asociada con la industrialización capitalista”. Entonces, la pregunta es: ¿en qué medida se abordó, si no se resolvió, la cuestión agraria del capital en Corea del Sur, Taiwán y América Latina? Ciertamente, la reforma agraria en Corea del Sur y Taiwán había transformado radicalmente las viejas relaciones opresivas de propiedad en el campo, pero ¿desencadenó esto un proceso de acumulación de capital en la agricultura y, sobre todo, en la industria? La respuesta corta a ambos aspectos de la pregunta es sí.

Esto se logró mediante la formulación y la aplicación de una estrategia de desarrollo sinérgico. En ambos países, los gobiernos difundieron de manera activa, o a la fuerza, las tecnologías de la revolución ecológica entre los campesinos, quienes se organizaron en cooperativas, asociaciones de irrigación y otros tipos de asociaciones a fin de facilitar la tarea de transferir el conocimiento técnico y asegurar su uso generalizado. Las semillas de alto rendimiento (HYV, por sus siglas en inglés), como el arroz, son intensivas en insumos, lo que significa que requieren el tratamiento adecuado para garantizar el aumento sustancial esperado en los rendimientos, que a veces incluso hacen posible recoger dos o más cosechas en un año, en lugar del monocultivo habitual, lo que aumenta así la producción de manera significativa. Por lo tanto, ésta es una tecnología de “incremento de la tierra” y es particularmente adecuada para países con una alta relación de mano de obra respecto de la cantidad de tierra. Además, esta tecnología es divisible porque las cantidades de semillas, fertilizantes y pesticidas pueden ajustarse al tamaño del terreno, a diferencia, por ejemplo, de un tractor o una cosechadora. Sin embargo, también requiere un riego adecuado, y en ambos países el gobierno renovó y amplió el sistema de riego, y así apoyó un uso más amplio de las semillas de la revolución verde (HYV).

El Estado intervencionista y autoritario captó una proporción significativa del aumento del excedente agrícola por una variedad de medios (Apthorpe, 1979). Los campesinos se vieron obligados a aceptar términos comerciales desfavorables. Tenían que entregar una determinada cuota de arroz, el principal producto básico, a la agencia estatal de compras a un precio fijado por debajo del precio del mercado, pero también estaban obligados a comprar los insumos requeridos de las agencias estatales a un precio por encima del mercado. Además, los agricultores tenían que pagar un impuesto sobre la tierra al Estado, que era más bajo que la renta que antes tenían que pagar al propietario. Se aplicaron medidas similares para otros cultivos agrícolas, como el azúcar en Taiwán. Aun así, todas estas medidas dejaban a los campesinos apropiarse de una parte de su mayor producción, que habían logrado al aumentar la productividad de sus fincas (Karshenas, 2004). Por lo tanto, todavía tenían un incentivo suficiente para continuar aplicando el paquete de la revolución verde. No obstante, el Estado capturó la mayor parte del aumento del excedente agrícola, que utilizó en parte para financiar el proceso de industrialización.

En América Latina la cuestión agraria del capital había sido abordada de manera limitada antes de la Guerra Fría. En muchos países el sistema de latifundios se basaba en relaciones de producción precapitalistas o semicapitalistas. La producción se incrementó al ampliar el área cultivada en el latifundio, una suerte de “colonización interna”, y mover hacia la frontera terrestre del país la “colonización externa”. Por lo tanto, los aumentos en la productividad fueron limitados y erráticos. Pero poco a poco fue surgiendo un grupo de terratenientes que empezó a mecanizar sus haciendas, mediante fertilizantes químicos, la introducción del riego, etc., y así se amplió la producción a partir de incrementos en la productividad. Los terratenientes apenas pagaban impuestos territoriales sobre sus vastas propiedades, pero se gravaban las exportaciones agrícolas. La industrialización había comenzado en la mayoría de los países de la región antes de la Guerra Fría, como se mencionó anteriormente. Esta industrialización temprana e incipiente fue financiada en gran medida por capital privado obtenido de los propietarios de los recursos minerales, que a menudo eran de propiedad extranjera, así como de terratenientes y comerciantes. Sin embargo, en la década de 1930 algunos países, como Argentina, Brasil, Chile y México, ya habían establecido agencias estatales para apoyar la industrialización mediante el suministro de crédito y el desarrollo de la infraestructura necesaria y algunas medidas proteccionistas.

Después de la segunda Guerra Mundial, el incipiente Estado desarrollista amplió su intervención en la economía con base en una estrategia de ISI, que incluía un conjunto completo de medidas de proteccionistas, como barreras arancelarias, manipulación del tipo de cambio y cuotas de importación, entre otras. El objetivo era brindar seguridad e incentivos a los capitalistas que deseaban establecer industrias pero que aún no podían competir con las importaciones industriales de los países desarrollados. El Estado tenía que garantizar un suministro suficiente de alimentos baratos para la población urbana, que crecía rápidamente, a fin de evitar alzas de precios y posibles disturbios y obtener su apoyo político; sobre todo, para garantizar que los industriales pudieran mantener los salarios de sus trabajadores lo más bajos posible. Los gobiernos introdujeron controles de precios para algunos alimentos básicos clave, como el trigo, lo que volvió los términos de intercambio internos en contra de la agricultura. A fin de subsidiar indirectamente a la industria, el Estado también importó alimentos baratos de los Estados Unidos y la Unión Europea, que estaban subsidiando las exportaciones de alimentos para apoyar a sus propios agricultores. Esto se considera competencia desleal. El Estado también volvió el término de intercambio externo en contra de la agricultura al manipular el tipo de cambio para sobrevaluar la moneda nacional. Esto significó que los agricultores recibieron una cantidad menor en moneda local por sus exportaciones de lo que habrían recibido con el tipo de cambio de equilibrio; por lo tanto, estaban gravados de manera indirecta o implícita, lo que puede haberse sumado al impuesto tradicional a la exportación. Además, la sobrevaluación de la moneda nacional también significó que las importaciones de alimentos ejercieron una presión a la baja sobre los precios de los alimentos internos. En resumen, el sector agrícola estaba siendo discriminado por la política pública (Schiff y Valdés, 1992), más aún en países que no poseían un sector minero importante.

Pero ésta no es la historia completa. Cabe preguntarse: ¿quién cargó con el peso de esta extracción de un excedente económico de la agricultura? Al responder a esta pregunta, debe tenerse en cuenta que los terratenientes capturaron la mayor parte del crédito barato del gobierno y recibieron la mayor parte, o todo, del fertilizante subsidiado. Además, los terratenientes eran los principales importadores de maquinaria y equipos agrícolas y, por lo tanto, se beneficiaron de la sobrevaluación de la moneda local porque abarató las importaciones. A veces, los gobiernos también subsidiaron alimentos básicos clave, evitando así penalizar a los productores nacionales de alimentos. De esta manera, lo que el gobierno tomó con una mano de la agricultura, lo devolvió a los terratenientes con la otra. Más significativo aún, los terratenientes fueron capaces durante siglos de resistir la reforma agraria, se salieron con la suya al explotar a sus arrendatarios y trabajadores, y bloquearon la legislación sindical para los trabajadores agrícolas. De este modo, también se beneficiaron de los altos alquileres que pagaban sus arrendatarios y de los bajos salarios pagados a sus trabajadores. Como se mencionó anteriormente, las reformas agrarias llegaron tarde, tuvieron un alcance limitado y fueron revertidas o deshechas parcialmente. Por lo tanto, fueron los campesinos y los trabajadores agrícolas quienes se llevaron la peor parte de la forzada extracción del excedente agrícola.

En conclusión, la burguesía industrial y la clase media emergente no lograron enfrentarse a la clase terrateniente para reformar radicalmente el sistema de tenencia de la tierra y desencadenar la modernización capitalista de la agricultura. Pero las reformas agrarias, aunque de alcance limitado, abrieron las puertas para el desarrollo de los mercados de tierras que, con el final de la Guerra Fría, las reformas neoliberales posteriores y la apertura a los mercados mundiales, capitalizaron la agricultura, desarrollaron la producción y cambiaron las relaciones sociales de producción. Analizar esta nueva etapa en la historia agraria de América Latina queda fuera del alcance de este artículo, pero lo he hecho en Kay (2015 y 2016). De tal manera, la cuestión agraria del capital no se resolvió realmente durante este periodo, sino que se pasó por alto cuando con el giro neoliberal la clase capitalista abrió sus puertas a los inversores y los financistas de todo el mundo. Con base en Bernstein (1996 y 2006), la globalización neoliberal de alguna manera hizo redundante la cuestión agraria del capital, y la cuestión agraria de nuestro tiempo es la cuestión agraria del trabajo, como se menciona a continuación. Para una discusión sobre este tema, consúltense Byres (2016) y Watts (2021).

2. Eslabonamientos laborales y la cuestión agraria del trabajo

A fin de establecerse, la industrialización necesita no sólo capital sino también una abundante oferta de mano de obra del sector agrícola, que requiere aumentar su producción para mantenerse al día con la demanda creciente de alimentos a medida que la mano de obra migra del sector rural al urbano. La reforma agraria en Corea del Sur y Taiwán, al expropiar a los terratenientes, eliminó el control que había restringido la movilidad de sus trabajadores, lo que liberó mano de obra para la industria. Cuando los arrendatarios se convirtieron en propietarios, deseaban mejorar la educación de sus hijos al enviarlos a la escuela, porque ahora tenían los medios para hacerlo. La industria se benefició de esta mano de obra mejor educada. En América Latina los campesinos de los minifundios tenían un excedente de mano de obra, que migró a las áreas urbanas en busca de trabajo, y, con la creciente tasa de crecimiento de la población después de la segunda Guerra Mundial, la industria no tuvo que enfrentar escasez de trabajadores. Los barrios marginados comenzaron a brotar en las afueras de las ciudades más grandes debido a la creciente emigración rural, como consecuencia de la mecanización gradual de los latifundios, y porque los trabajadores rurales también fueron atraídos por los trabajos mejor pagados en la industria. Sin embargo, sólo una pequeña proporción encontró trabajo en la industria; la mayoría se ocupó en el sector informal urbano. El problema fue inicialmente uno de desempleo y subempleo en las áreas rurales, pero con el aumento de la emigración pronto también se convirtió en un problema importante en las áreas urbanas. Esto mantuvo una presión a la baja sobre los salarios, aunque algunos sindicatos lograron negociar salarios más altos para sus miembros.

El problema de la mano de obra excedente en América Latina se agudizó tanto que las personas que trataban de escapar de la pobreza, inicialmente en México, luego en otros países de la región, emigraron a los Estados Unidos para enviar remesas a sus familias en sus países de origen. Mientras tanto, el sistema agrario campesino en Corea del Sur y Taiwán era mucho más intensivo en mano de obra que el sistema de latifundio latinoamericano, especialmente después de la difusión de la revolución verde; además, la primera etapa de la industrialización de Corea del Sur y Taiwán fue de un tipo más intensivo en mano de obra, sobre el cual hablaremos más adelante.

Así, la abundante oferta de mano de obra rural facilitó el desarrollo industrial tanto en Asia Oriental como en América Latina. Pero mientras que el problema del trabajo excedente no surgió en Corea del Sur y Taiwán, en América Latina la cuestión agraria del trabajo se transformó en el problema del trabajo excedente redundante, y la falta de oportunidades de empleo intensificó las crisis de subsistencia y reproducción social, lo que obligó a la mano de obra a emigrar al exterior, y constituyó un ejército de reserva mundial (Akram-Lodhi y Kay, 2010b).

3. Eslabonamientos agrícolas e industriales

La industrialización en Corea del Sur y Taiwán se desarrolló en el marco de la EDS, que incluía una política industrial a largo plazo que tenía en cuenta las diversas fases de una secuencia de industrialización óptima, como era debido. Así, la política de ISI operaba con un escudo protector de tiempo limitado que apuntaba a crear una industria competitiva capaz de incursionar en el mercado mundial. De esta manera, al tiempo que el Estado apoyaba a la burguesía industrial emergente, también la disciplinaba.

Conforme los Estados de Corea del Sur y Taiwán avanzaron en la implementación de la EDS, lograron desatar eslabonamientos dinámicos, de múltiples niveles y de refuerzo mutuo entre los sectores agrícola e industrial, que también fueron involucrando cada vez más al sector de servicios. Puede hacerse una distinción entre eslabonamientos de producción y de consumo (Hart, 1998). En cuanto a los eslabonamientos de producción, debido a la reforma agraria integral en Corea del Sur y Taiwán y al uso generalizado de la revolución verde por parte de los campesinos, su demanda de insumos estimuló, mediante eslabonamientos hacia atrás, las industrias locales de fertilizantes, plaguicidas, productos químicos y semillas, así como las industrias metalmecánicas para la producción de herramientas agrícolas, equipo y maquinaria para arar, irrigar y cosechar, además de vehículos para el transporte, por ejemplo. Los eslabonamientos hacia adelante conducen al desarrollo de la industria de procesamiento de alimentos y del comercio, y al de otras industrias que requieren insumos del sector agro-pastoral-forestal, como la textil y la maderera.

En cuanto a los eslabonamientos de consumo, a medida que los ingresos de los campesinos aumentaron con el tiempo, y luego de haber cubierto sus necesidades de reproducción, paulatinamente gastaron una proporción creciente de sus ingresos en bienes de consumo industrial como ropa, zapatos y radios. Puesto que la mayor parte de la población en ese momento se dedicaba a la agricultura, esto proporcionó el ímpetu y la base sólida para la creación de una industria de bienes de consumo doméstico, también denominada industria “primaria”, que es más fácil de lanzar y más adecuada en la fase inicial de industrialización, debido a su relativa intensidad de mano de obra y menores requerimientos de capital y divisas.

Tal industria de bienes de consumo de base amplia, a su vez, estimuló el establecimiento y el crecimiento de industrias de bienes intermedios, que producen los insumos necesarios para ésta, como textiles, madera y componentes electrónicos. A medida que las industrias crecen, llegan a un punto en el que se vuelve factible y económico establecer una industria de bienes de capital. Éstas crean productos que producen otros productos sin ser consumidos en el proceso; sólo se deprecian, como las máquinas para la fabricación de tractores. Éstas son las industrias “secundarias”, que son más intensivas en capital y cuya operación requiere una mayor capacidad tecnológica. Se requieren muchas divisas para montar estas industrias secundarias, porque hay que importarlas, al menos en la fase inicial. Debido a que Corea del Sur y Taiwán tenían un suministro limitado de los recursos naturales necesarios para pasar a la siguiente etapa del proceso de industrialización, tuvieron que pasar de su ISI inicial a una industrialización orientada a la exportación inicial (IOE). En resumen, tenían que aventurarse en el mercado mundial para obtener las divisas necesarias, al mismo tiempo que ello les permitía obtener economías de escala (Rodrik, 1995). Sólo entonces pasaron a una fase secundaria de la ISI, también respaldada por capital extranjero que afluyó a estos países, pero en condiciones que quedaron claras en su EDS. A partir de entonces, se aventuraron en la IOE secundaria (Gereffi, 1989). Seguir esta secuencia hizo posible que Corea del Sur y Taiwán ascendieran en la escalera hacia industrias que en cada escalón hacia arriba generaban más valor agregado, debido a su mayor intensidad de capital y sofisticación tecnológica, lo cual fue respaldado por una gran inversión en investigación y desarrollo. En el siguiente paso superior, se volvió importante el desarrollo de servicios del sector moderno intensivo en capital humano (Grabowski, 2015).

En el caso latinoamericano, los encadenamientos entre agricultura e industria no lograron el impacto dinámico y positivo debido a la tardía implementación y el desmoronamiento de las reformas agrarias, lo que perpetuó el alto grado de desigualdad en el campo (aunque algunos países experimentaron algunas mejoras, que a veces resultaron ser temporales). Esto contrasta marcadamente con Corea del Sur y Taiwán, que habían logrado un grado excepcionalmente alto de equidad en el campo. En América Latina la falta de un mercado de consumo masivo en las áreas rurales obstaculizó y distorsionó el esfuerzo de industrialización. Cuando comenzó la industria de bienes de consumo, abastecía predominantemente a las clases media y alta, que tenían mayor poder adquisitivo, mientras que los trabajadores y especialmente los campesinos vivían en la pobreza. Por lo tanto, la estructura industrial se inclinó hacia los bienes de consumo duraderos, como refrigeradores y automóviles, cuya producción es más intensiva en capital, por lo cual sólo pueden lograr economías de escala en grandes volúmenes de producción a medida que su tecnología importada evolucionó para adaptarse a las condiciones de los países ricos (Kay, 1989).

Estas industrias a menudo pertenecían a empresas trasnacionales extranjeras o tenían acuerdos de licencia con ellas. Hubo transferencia tecnológica limitada, si es que hubo alguna, y los países latinoamericanos tampoco lograron realizar inversiones importantes en investigación y desarrollo, a diferencia de lo que sucedió en Corea del Sur y Taiwán. Por lo tanto, estas industrias desperdiciaron capital al operar muy por debajo de su capacidad productiva. La ineficiencia les impidió pasar a una IOE originaria o primaria. En síntesis, la burguesía industrial eligió el camino fácil al buscar un creciente proteccionismo de un Estado que era incapaz de disciplinarlas, si es que alguna vez tuvo la intención de hacerlo. Brasil fue una excepción; en varios momentos, trató de crear un Estado desarrollista, pero nunca logró hacerlo de manera consistente e integral, porque no logró implementar una reforma agraria importante en una etapa temprana, pues prefirió asociarse con el capital extranjero y las industrias trasnacionales. Sin embargo, cuando al final del día países como Argentina y Brasil intentaron promover las exportaciones industriales a los Estados Unidos, se encontraron con medidas proteccionistas. Esto fue algo que Corea del Sur y Taiwán nunca tuvieron que enfrentar, porque los Estados Unidos y otros países desarrollados les habían otorgado un estatus especial durante la Guerra Fría, lo que facilitó su entrada en esos mercados amplios y ricos (Hart-Landsberg, Jeong y Westra, 2017).

Esta fase inicial de la ISI, caracterizada como “ISI fácil”, comenzó a perder fuerza, o se “agotó”, porque el crecimiento de las exportaciones de productos primarios (agrícolas, ganaderos, mineros, forestales y del mar) fue insuficiente para cubrir la creciente demanda de importaciones requerida para el funcionamiento de industrias, como repuestos, productos químicos, equipos y maquinaria. Este llamado “estrangulamiento” o ahogo externo de la industria debido a la falta de divisas se agravó cuando los países más grandes de la región pasaron a la fase secundaria del proceso ISI, porque estas industrias de bienes intermedios y de capital eran aún más intensivas en capital y requerían todavía más divisas (Kay, 1989). Al descuidar la agricultura, algunos países incluso tuvieron que incrementar las importaciones de alimentos, lo que empeoró todavía más el problema de las divisas. Los países se endeudaron más y más para acceder a las divisas, y no sorprende que a mediados de la década de 1960 algunos países latinoamericanos comenzaran a implementar reformas agrarias y a formar mercados comunes regionales con la esperanza de ampliar el mercado interno de la industria para lograr economías de escala.

En suma, el fracaso de los países latinoamericanos en diseñar e implementar una EDS, que habría creado una estructura agraria más equitativa mediante una reforma agraria integral y que habría abordado la cuestión agraria del capital, explica el desempeño divergente de los casos de Asia Oriental y América Latina. En lugar de forjar “vínculos dinámicos de valor” en la región, los países latinoamericanos a menudo terminaron con “vínculos excluyentes de rentistas”. Mientras que la clase capitalista en América Latina, al abusar de su poder estatal, estaba “buscando rentas”, y confiaba en sus ventajas comparativas basadas en los recursos naturales, en Corea del Sur y Taiwán el Estado disciplinó a los capitalistas para que “buscaran la eficiencia” al desarrollar ventajas competitivas en el mercado mundial. Con todo, lo que subyace a esta divergencia es el contexto internacional de la Guerra Fría, que los Estados desarrollistas de Corea del Sur y Taiwán pudieron encauzar en su favor. América Latina, por el contrario, enfrentó mayores desafíos internos y las intervenciones del gobierno de los Estados Unidos contra sus propios gobiernos progresistas cuando desafiaron los intereses de las clases dominantes, parte de sus esfuerzos para asegurar que la región permaneciera dentro de su “esfera de influencia”. Además, Corea del Sur y Taiwán recibieron miles de millones de dólares en ayuda militar y económica de parte de los Estados Unidos.

V. Conclusión

¿Qué lecciones pueden extraerse de este estudio comparativo? Para empezar, hay que tener en cuenta que he estado discutiendo acontecimientos en el periodo de la Guerra Fría, a la que ha seguido la globalización neoliberal que hoy está en crisis. Al centrarnos en la cuestión de la tierra, la política neoliberal de una reforma agraria impulsada por el mercado, en contraste con la reforma agraria impulsada por el Estado en el periodo de la Guerra Fría, ha demostrado ser incapaz de abordar la desigualdad persistente en el acceso a la tierra, y puede incluso haber facilitado una mayor concentración de tierras mediante la operación de un mercado de tierras más activo (Borras, Kay y Akram-Lodhi, 2007; Borras, Kay y Lahiff, 2008). Los desafíos de emprender reformas agrarias son mayores hoy porque en muchos países del Sur el Estado ha sido debilitado por las reformas neoliberales, y el Estado desarrollista ha sido parcial o totalmente desmantelado. Aunque hubo un resurgimiento de los movimientos rurales por la tierra durante el periodo neoliberal, sólo en unos pocos países pudieron reclamar la tierra prometida (Moyo y Yeros, 2005; Rosset, Patel y Courville, 2006). La agroindustria y el capital financiero han arrebatado directa o indirectamente el control de la tierra, e incluso han participado en el acaparamiento de tierras impulsado por las demandas extractivistas de materias primas y productos básicos agrícolas del Norte y de China (Borras y Franco, 2012; Borras et al., 2012).

En el contexto mundial, que es fundamentalmente diferente hoy, una lección clave es no seguir mecánicamente los pasos de Corea del Sur y Taiwán; esto es imposible o no lograría los resultados deseados. Para mí, la lección clave es tratar de utilizar y desarrollar el marco analítico incipiente de la estrategia de desarrollo sinérgico que he esbozado y utilizado para explicar el éxito o el fracaso del proceso de desarrollo de un país. Es un marco que se adapta a diferentes contextos, etapas y vías de desarrollo, y que se centra en la creación y la promoción de sinergias en toda la economía de un país, así como en sus vínculos con el sistema mundial, es decir, sinergias promovidas por el Estado que potencien las fuerzas productivas de todo el sistema a través de hacer realidad eslabonamientos intersectoriales, intrasectoriales, interempresariales e intraempresariales, así como eslabonamientos que maximicen el valor agregado en su red, que a su vez aseguren que los frutos de los aumentos de productividad y valor se distribuyan equitativamente en todo el sistema.

Éste es un gran desafío, pero, con el surgimiento de una nueva Guerra Fría y la crisis del cambio climático, es imperativo generar una EDS de este tipo en tantos países como sea posible. Ya existen muchos eslabonamientos, pero deben ser abolidos o reformados, porque están controlados por la agroindustria, el capital corporativo y las empresas trasnacionales que los utilizan, como en las cadenas de valor o de commodities y la agricultura por contrato, para extraer rentas y plusvalía de los campesinos y los trabajadores. Habrá que formar nuevos eslabonamientos a medida que cambien los requisitos y las prioridades de desarrollo. También es posible priorizar ciertos eslabonamientos sectoriales y empresariales, pero dentro de una determinada secuencia de desarrollo adaptable. Hay además otras formas de mejorar la viabilidad de una EDS, porque no es necesario tener listo un plan completo. Dudo que los diseñadores de políticas, incluso en Corea del Sur y Taiwán, tuvieran uno, pero sentaron las bases para una EDS y tuvieron la determinación de perseguirla. Las políticas y las estrategias de desarrollo tienen que ser flexibles y adaptables, pero es necesario saber qué objetivos clave se intenta alcanzar.

Debido a la urgencia de la crisis climática global, es imperativo que los Estados prioricen en su estrategia de desarrollo políticas públicas que comiencen a enfrentarla, y esto también requerirá nuevas intervenciones estatales en la economía y la sociedad. Tales cambio y expansión del papel del Estado ofrecen oportunidades para una EDS ecológica. Sin duda, la cuestión agraria contemporánea es ecológica (Rosset y Altieri, 2017; Watts, 2021: 63) y necesita ser resuelta mediante una transición agraria agroecológica, que los agricultores familiares serían capaces y estarían dispuestos a realizar siempre y cuando reciban el apoyo y los recursos necesarios del Estado (Akram-Lodhi, 2021; Ploeg, 2008). Tal transición requerirá una importante transferencia de recursos de largo aliento a la agricultura, particularmente a los campesinos, y esta vez los recursos deberán provenir del sector rentista extractivista de recursos naturales y de las rentas captadas por algunas empresas monopólicas y oligopólicas en los sectores de servicios, industria e incluso de la agricultura rentista. También deberían obtenerse recursos del Norte por el daño ecológico y climático que han causado. Esto debería proporcionar un nuevo ímpetu para la reforma agraria, pero de un tipo fundamentalmente diferente, ya que tendrá que ser impulsada por preocupaciones del cambio climático e integrada en una EDS ecológica. Ésta y la reforma agraria ecológica pueden no parecer factibles en la actualidad, pero los investigadores deben priorizar tales temas a fin de que los formuladores de políticas públicas puedan beneficiarse de sus hallazgos y los movimientos sociales logren obtener apoyo para una transformación ecológica en la sociedad.

Agradecimientos

Estoy muy agradecido por la orientación, los comentarios y el apoyo que recibí de Saturnino Borras Jr. y Jenny Franco. Por supuesto, no son responsables de las deficiencias restantes de esta versión final de mi texto. También agradezco su autorización de publicar este artículo, que originalmente se incluyó en Saturnino M. Borras Jr. y Jennifer C. Franco (EDS.), The Oxford Handbook of Land Politics (2022). Mis agradecimientos para Alejandra Ortiz García por realizar la traducción del texto y a los editores de El Trimestre Económico por encargarla. En este artículo he seguido desarrollando mi investigación comparativa entre ciertos países de Asia con América Latina, véase Kay (2002).

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1Publicado originalmente como C. Kay (2022). Land and national development strategies in the Cold War era. En S. M. Borras Jr. y J. C. Franco (EDS.), The Oxford Handbook of Land Politics. Oxford: Oxford University Press. Recuperado de: https://doi.org/10.1093/oxfordhb/9780197618646.013.5 [Traducción del inglés de Alejandra S. Ortiz García.]

2Para más datos económicos comparativos, véanse Elson (2006), Siddiqui (2022) y Bakiris y Mylonakis (2023).

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