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El trimestre económico

versión On-line ISSN 2448-718Xversión impresa ISSN 0041-3011

El trimestre econ vol.90 no.359 Ciudad de México jul./sep. 2023  Epub 19-Ene-2024

https://doi.org/10.20430/ete.v90i359.2024 

Artículos

Economía: carácter científico y paradigmas en competencia1

Economics: Scientific carácter and competing paradigms

José C. Valenzuela Feijóo* 

*José C. Valenzuela Feijóo (1940-2023), reconocido economista chileno de filiación marxista, adscrito al Departamento de Economía de la Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa, y miembro del Consejo Directivo de El Trimestre Económico. México


Resumen

A partir de los fundamentos que caracterizan a las ciencias plenamente constituidas, el artículo cuestiona el estatuto científico de la economía y discute por qué coexisten en su interior diversos paradigmas, cuyos fundamentos teóricos y metodológicos se contraponen. La primera parte revisa los ciclos de las corrientes teóricas predominantes y analiza el rigor científico de los principales paradigmas; en particular, examina las inconsistencias y las ambigüedades del paradigma neoclásico, que, a pesar de asumirse actualmente como dominante, está lejos de satisfacer las exigencias básicas del quehacer científico. En la segunda parte, se debate la confluencia de los distintos cuerpos teóricos, y se contrasta el componente clasista, político e ideológico de cada uno. A fin de cubrir las exigencias que impone el avance de la economía como disciplina científica, debe asumirse que las teorías económicas no son políticamente neutrales; que, más allá de las prédicas de pseudoneutralidad que suelen enmascarar afanes apologéticos, es preciso reconocer la estrecha relación que existe entre los intereses clasistas, la objetividad y el trabajo científico.

Palabras clave: teoría económica; keynesianismo; marxismo; neoclasicismo; economía como ciencia; paradigmas económicos.

Clasificación JEL: A12; B2; B41; B5; P51

Abstract

Based on the foundations that characterize fully constituted sciences, the article questions the scientific status of economics and discusses why various paradigms coexist within it, whose theoretical and methodological foundations conflict. The first part reviews the cycles of the predominant theoretical currents and analyzes the scientific rigor of the main paradigms; in particular, it examines the inconsistencies and ambiguities of the neoclassical paradigm, which, despite being currently assumed to be dominant, is far from satisfying the basic demands of scientific work. In the second part, the confluence of the different theoretical bodies is discussed, and the class, political, and ideological component of each one is contrasted. To meet the demands imposed by the advancement of economics as a scientific discipline, it must be assumed that economic theories are not politically neutral; that, beyond the preaching of pseudo-neutrality that usually masks apologetic desires, it is necessary to recognize the close relationship that exists between class interests, objectivity, and scientific work.

Keywords: Economic theory; Keynesianism; Marxism; neoclassicism; economics as a science; economic paradigms

JEL codes: A12; B2; B41; B5; P51

No hay nada de subjetivo en trabajar con juicios de valor explícitos, y es deshonesto tratar de ocultarlos.

Mario Bunge

I La economía: ¿ciencia o algo parecido a la ciencia?

1. El problema

Pensemos en la siguiente situación: en una escuela universitaria de física, en los cursos de física teórica, llega un profesor que en vez de enseñar las teorías de Newton y de Einstein, desempolva algunos viejos textos griegos y se dedica a enseñar con gran convicción la física de Aristóteles. Al no tratarse de un curso sobre historia de las teorías físicas, la segura y unánime reacción de la comunidad académica sería de estupor primero y de abierto rechazo después. La razón de tal reacción sería muy clara: no podemos enseñar errores, falacias, falsedades. Detrás de esto, a su vez, podemos visualizar una realidad propia de las ciencias plenamente constituidas: la existencia de criterios y normas de verificación de hipótesis que permiten sostener con total certeza que tal o cual hipótesis se ha demostrado como falsa.

¿Podemos operar en teoría económica con la misma seguridad? Parece claro que no. En nuestra disciplina abundan las “físicas aristotélicas”, pero no hay ningún acuerdo sobre cuál es su contenido. Para algunos, es el modelo de Walras; para otros, el de Marx. ¿Por qué se da esta situación? Yendo derecho al grano: ¿cuál es el efectivo estatuto de nuestra disciplina? ¿Es una ciencia o algo que sólo parece una ciencia y que en el fondo no lo es? ¿Tal vez una semiciencia? Por cierto, la respuesta a la pregunta de qué debe estudiar un economista no es independiente de las respuestas que se den a preguntas como las que acabamos de plantear. Aunque el espacio disponible no sea muy holgado, trataremos de abordar algunas mínimas y elementales reflexiones sobre el tema. Primero, haremos referencia a tres aspectos que ponen en duda el estatuto científico de la disciplina: 1) los ciclos de dominación teórica; 2) la coexistencia de múltiples escuelas o corrientes; 3) la ambigüedad del corpus teórico neoclásico. Luego, nos preguntaremos por las causas de una cientificidad tan escasa, a fin de arribar después a algunas primeras y muy preliminares conclusiones.

2. Ciclos hegemónicos

Permítasenos recordar un viejo texto de Alvin Hansen, probablemente escrito hacia 1947. En él podemos leer juicios como los siguientes: “la teoría keynesiana general de la determinación de la renta […] hace que el análisis basado en el estudio MV parezca como un curioso armatoste superviviente de los tiempos de Maricastaña” (Hansen, 1995: 170). En el mismo texto se presenta la evolución de la recepción del ideario de Keynes como sigue:

Primera fase: ¡Qué absurdo! ¿Es posible que alguna persona sensata crea esas cosas?

Segunda fase: Esas ideas son peligrosas; deberían prohibirse.

Tercera fase: ¡Claro! ¡Eso lo sabe todo el mundo!, ¿quién lo pondría en duda?

[Hansen, 1995: 166.]

Por la misma época, Paul Samuelson se refiere al impacto de la aparición de la Teoría general en términos líricos: “fue una bendición estar vivo en aquel amanecer, ¡pero ser joven era el mismo cielo!”. Agrega Samuelson que

la General Theory se apoderó de la mayoría de los economistas menores de treinta y cinco años con la inesperada virulencia con que una nueva dolencia ataca y diezma a los miembros de una tribu aislada de isleños oceánicos. Los economistas de más de cincuenta años resultaron ser completamente inmunes a la enfermedad. Con el tiempo, la mayoría de los que se encontraban en edades intermedias comenzó a sufrir la fiebre sin saber, con frecuencia ―o sin querer reconocer―, que la padecían [Samuelson, 1995: 128].

Por cierto, en la historia de la disciplina la visión neoclásica ―aparentemente muy deteriorada por el mensaje keynesiano― no fue la inicial o primeriza. Antes de ésta, la corriente dominante fue la escuela clásica (y antes fisiócratas y mercantilistas), la que se tipificaba por su visión macroscópica y dinámica, por concentrar su atención en los problemas de la acumulación y el desarrollo, algo por supuesto más atractivo que el equilibrio general estático de un Walras. Según se ha escrito,

no fue tanto un defecto de la teoría pura como un cambio en el clima político lo que puso fin al reinado de los clásicos. Las doctrinas clásicas, aún en su forma más liberal, subrayan la función económica de las clases sociales y los conflictos de intereses entre ellas. A finales del siglo XIX, el foco del conflicto social se había desplazado del antagonismo del capitalista y el terrateniente a la oposición de los trabajadores a los capitalistas. El miedo y el horror suscitados por la obra de Marx se vieron exacerbados por el efecto que en toda Europa produjo la Comuna de París de 1871. Las doctrinas que sugerían conflictos ya no eran deseables. Las teorías que distraían la atención, apartándola del antagonismo de las clases sociales, alcanzaban una buena acogida [Robinson y Eatwell, 1976: 54].

En el plano académico oficial, el dominio neoclásico fue absoluto y se extendió por más de medio siglo. Pero no resistió el impacto de la gran crisis de 1929-1933. Según ya apuntamos, a partir de los años cuarenta irrumpe el keynesianismo y se transforma en el enfoque dominante o hegemónico.

¿Qué trajo Keynes a la teoría económica? ¿Cuál fue su aporte fundamental? Por cierto, no es del caso entrar aquí a un análisis de detalle y a la vez fundamentado. No es ése el propósito de este trabajo, amén de que al respecto aún hoy se observa una polémica bastante agria, algo que en parte también se origina por las indudables ambigüedades que existen de su obra. Pero, para nuestros propósitos, nos basta recordar dos o tres aspectos muy elementales.

Lo primero es el renacimiento de la macroeconomía, sepultada e inexistente en el pensamiento neoclásico previo.2 En realidad, el mismo vocablo macroeconomía no se conocía antes de la Teoría general y, aunque de hecho no es manejado por Keynes (se le atribuye a Samuelson o a R. Frisch), adquiere carta de ciudadanía a partir del citado opus magnum. Por cierto, no se trata sólo de una novedad semántica y ni siquiera tan sólo de un cambio en el foco de la atención preferente. El punto mayor es otro: el rompimiento que se insinúa contra el atomismo metodológico que tipifica a la visión neoclásica, es decir, la suma de las partes es igual al todo. Por ello, si se analiza el caso individual (consumidor, firma, etc.), el problema teórico global está resuelto, pues la agregación se entiende como una suma simple. En Keynes se insinúa una postura radicalmente opuesta, en el sentido de que el todo determina a las partes y no al revés.

Es sabido que Keynes se preocupó poco o nada por los problemas microeconómicos. Pero si lo anterior es correcto, es evidente que de la Teoría general también debería desprenderse todo un programa de reconstrucción de la microeconomía: romper con el enfoque neoclásico convencional y desarrollar un enfoque coherente con la nueva visión macroeconómica. Curiosamente, Keynes aceptó explícitamente el grueso de la microeconomía tradicional, una inconsecuencia nada infrecuente en sus escritos. De hecho, el keynesianismo ulterior se manejó con esa grande inconsecuencia o dualidad ―algo subrayado y criticado por los nuevos neoclásicos― entre las visiones macro y micro del funcionamiento económico.3

Cuando hablamos de renacimiento de la macroeconomía, empleamos el vocablo en un sentido elástico, que para evitar equívocos conviene explicar. Los clásicos (Smith, Ricardo, Mill, Marx) manejaron una visión estructuralista ―más que la del mismo Keynes― y también concentraron su atención en el aspecto macro de la economía. Pero su máxima preocupación fue el desarrollo económico, es decir, la dinámica estructural de largo plazo del sistema. En Keynes esta preocupación está ausente. Cuando, por ejemplo, analiza la inversión, se preocupa de ella como factor de la demanda y deja de lado su impacto en las capacidades instaladas de producción. En este sentido se ha sostenido que su análisis es estático (algo que puede suscitar discusión) y, en todo caso, de corto plazo. Es decir, no se preocupa por el desarrollo, sino por los niveles de actividad económica en el corto plazo. Por lo mismo, si la teoría clásica constituye el “alimento” natural de las estrategias, la de Keynes es la teoría que suele alimentar mejor a las políticas económicas. En breve, entre Keynes y los clásicos no existe identidad y, por ello, eso del renacimiento es algo más bien relativo.4

Un tercer y grueso elemento a destacar se refiere a la noción de un capitalismo inestable. En la visión neoclásica se plantea que el sistema se autorregula espontáneamente y que, al igual que en la mecánica clásica, tiende a volver una y otra vez a una posición de equilibrio, la cual ―por ello― es también estable. Se añade que en esa posición se utilizan los recursos económicos a plenitud y del modo más eficiente. Keynes rechaza abruptamente esta visión (por cierto, terriblemente mítica y apologética) y plantea:

en condiciones de laissez-faire, quizá sea imposible evitar las fluctuaciones amplias en la ocupación sin un cambio trascendental en la psicología de los mercados de inversión, cambio que no hay razón para esperar que ocurra. En conclusión, afirmo que el deber de ordenar el volumen actual de inversión no puede dejarse con garantías de seguridad en manos de los particulares [Keynes, 1965: 285].

Por esta apreciación se deduce que la ley del valor (entendida como el principio regulador general de una economía de mercado) debe ser complementada por el principio de la intervención estatal.

Muy poco tiempo después de publicada la Teoría general, apareció el célebre artículo de Hicks (1937), “Mr. Keynes and the ‘Classics’: A suggested interpretation”. Este ensayo, junto con el trabajo de Hansen,5 encajó a Keynes en un esquema de equilibrio general y proporcionó una codificación pedagógica que, al final de cuentas, fue mucho más leída que la misma Teoría general. En el intento se perdieron aspectos muy relevantes del mensaje original, sobre los cuales la insistencia de autores, como Joan Robinson, fue especialmente tenaz. Uno de ellos se refiere a la dimensión temporal del análisis, lo que los poskeynesianos han dado a llamar “tiempo histórico”. Al decir de Moore (1988: 366), “la esencia de una economía que opera en el tiempo histórico es que el pasado está dado y no puede ser cambiado, y que el futuro es incierto y no puede ser conocido”. La observación apunta al usual supuesto walrasiano de previsión perfecta de los agentes económicos y, en este sentido, es impecable. No obstante, al menos ―puesto que no podemos entrar aquí en un análisis detallado― habría que señalar que la crítica poskeynesiana, en sí misma correcta, desemboca en una noción metafísica y equívoca del tiempo histórico. La incertidumbre (como expectativas no probabilizadas) se entiende en un sentido completamente ahistórico, pues no se pretende, ni remotamente, anclarla y determinarla en condiciones sociohistóricas precisas (por ejemplo, en la economía mercantil). Es decir, el reclamo por un tiempo histórico termina por remitirnos a una dimensión temporal ahistórica. Otro punto más que discutible e íntimamente ligado al anterior es la forma en que se rescata el viejo argumento de Hume en contra del empirismo ingenuo. Al rechazarse la denominada “hipótesis ergódica” y aceptarse la “histéresis”, se hace en términos que más bien se asemejan al rechazo de la posibilidad de un manejo científico de los asuntos económicos (Moore, 1988: 368-371). Un segundo y decisivo punto subrayado por los poskeynesianos se refiere a los salarios y el nivel de precios. Como apunta J. Robinson, no hay lugar para que “la productividad marginal determine las tasas de los salarios reales, ni a que la cantidad de dinero determine los precios […] El aspecto más importante de la revolución keynesiana fue el reconocimiento de que, en una moderna economía industrial, el nivel general de precios en cualquier fase del desarrollo técnico depende, principalmente, del nivel de las tasas de salario-dinero” (Robinson y Eatwell, 1976: 72).

Hasta el boom Kennedy-Johnson, y en general hasta fines de los años sesenta, el predominio del paradigma keynesiano (el Keynes neoclásico de la síntesis) fue prácticamente incontrarrestable. En la enseñanza universitaria, por ejemplo, los manuales más utilizados de macroeconomía eran sorprendentemente homogéneos en cuanto a sus contenidos básicos. El profesor, al elegir tal o cual texto, tenía que preocuparse casi exclusivamente de sus virtudes pedagógicas, pues el modelo teórico básico se daba por descontado. En el diseño de las políticas económicas, también se llegó a grandes coincidencias y consensos. No obstante, ya al promediar los años sesenta se comienzan a observar fuertes desafíos. Por la izquierda y en evidente concomitancia con los movimientos de rebeldía de la época (el cheguevarismo, la Revolución Cultural china, el mayo francés, el otoño caliente italiano, la primavera de Praga), se observa el renacimiento de Ricardo (por la vía de Sraffa) y de la economía marxista. Con ello, se reactualizan categorías de tanta estirpe como excedente, explotación, valor, acumulación, gastos improductivos, etc. Además, los mismos fundamentos de la teoría neoclásica del valor y la distribución son sometidos a una crítica devastadora, de la cual, por lo demás, el establecimiento universitario estadunidense hasta hoy casi no se da por enterado.6

Por la derecha, el monetarismo de Friedman avanza más. La crisis y la estanflación de los años setenta marcaron un hito decisivo. A fines de la década, Tobin escribe:

vivimos tiempos difíciles para la macroeconomía, tanto teórica como aplicada a la política económica. Nuestra profesión está profundamente dividida en puntos esenciales: sobre cómo hacer un modelo de la estructura de nuestras economías, así como sobre qué políticas gubernamentales pueden mejorar sus rendimientos. Desde mediados de los sesenta han decaído el grado de consenso sobre la “síntesis neoclásica” poskeynesiana junto con la confianza en el potencial estabilizador de una activa intervención fiscal y monetaria, en algún momento presidido por la síntesis neoclásica [Tobin, 1981].

Otro autor de no menos prestigio, John R. Hicks, sostiene que el boom económico se asociaba con las políticas keynesianas y ello les otorgaba un evidente prestigio. Pero cuando surgen el estancamiento y la inflación, ese prestigio se deteriora: “no es de ningún modo sorprendente ―por el contrario es perfectamente natural― que si las doctrinas de Keynes dan en un momento, o parecen dar, resultados menos satisfactorios, sean puestas en tela de juicio, así como sus bases intelectuales” (Hicks, 1976a: 11).

A primera vista, se arriba a una típica crisis teórica. En términos casi apriorísticos se podría sostener: 1) las estructuras económicas sufren mutaciones importantes; 2) ello provoca el desajuste teórico; 3) se necesita, por ende, un recambio teórico. Todo, por lo tanto, muy normal, muy de acuerdo con la lógica de las crisis teóricas y del progreso científico según la han descrito autores incluso tan disímiles como Popper, Kuhn, Lakatos y otros.

Por lo menos ésa era la apariencia. El recambio teórico sí se dio, pero lo que es ―digámoslo así― “curioso” es que el recambio asume la forma de una recuperación del pasado. Lo que Alvin Hansen daba por totalmente muerto resucita con fuerza increíble.

En la última parte de los años setenta emerge y se difunde con inusitada rapidez una nueva corriente, aquella que Tobin (1983) denominó “monetarismo II” y que es más conocida como “nueva macroeconomía clásica” o escuela de las expectativas racionales. Al comenzar los años ochenta, en los Estados Unidos esta corriente parece iniciar una marcha triunfal incontenible.

Se ha escrito, por ejemplo, que en torno a 1980 ningún académico dedicado a la macroeconomía menor de 40 años en los Estados Unidos se declaraba keynesiano (Blinder, 1988). Es decir, todos los académicos jóvenes reconocían filas en los grupos neoclásicos más extremistas, en la denominada “nueva macroeconomía clásica” de las expectativas racionales.

Con toda justicia, Friedman, Brunner, Meltzer, Sargent, Lucas y demás podrían recordar aquello de “los muertos que vos matasteis, gozan de buena salud”. Adviértase la impresionante similitud de las apreciaciones: hace 40 años, para celebrar el advenimiento de la era keynesiana, que además sepultaba a la ortodoxia neoclásica; hoy ―o mejor dicho, antes de ayer― se celebran también decesos y nacimientos. Los protagonistas son idénticos, pero los papeles han cambiado. Los keynesianos se mueren, los neoclásicos resucitan. ¿Por qué el repunte conservador? ¿Por qué esta especie de ciclos de retorno casi eternos? Y como hacia fines del siglo (o inicios del siglo XXI) muy probablemente estaremos asistiendo a la decadencia de la escuela de Lucas, Barro y otros, así como al auge de los “nuevos keynesianos”, ¿acaso no sería necesario preguntarnos sobre el porqué de estos movimientos ondulatorios, no muy propios de una disciplina que se pretende ciencia?7

Surgen aquí problemas muy delicados y que nos exigen una mínima referencia y atención.

Primero, tenemos un problema lógico. En los años treinta la teoría A fue criticada y remplazada por la teoría B. ¿Por qué? Pues A respondía a la realidad T, ya pretérita, y no a la realidad vigente, del tipo Y. En los años setenta y ochenta, la realidad Y se transforma en la realidad Z y, por ello, entra en crisis la teoría B. La teoría que emerge, en correspondencia con Z es la del tipo A.

Tenemos, entonces, las siguientes relaciones:

  1. En el plano real: T1Y; Y1Z; Z1T.

  2. En el plano teórico: A1B; A=A.

  3. En el plano epistemológico: A/T=B/Y=A/Z.

O sea, deberíamos concluir que Z=T, lo que claramente infringe las premisas y es absurdo. El asunto no es lógico, pero sí real.

El problema nos lleva a plantear otro. Cuando asumimos las relaciones de correspondencia epistemológica entre teorías y realidades, estamos manejando un supuesto sencillo y propio de la práctica científica: las teorías deben reflejar lo material-objetivo y, cuando dejan de hacerlo (son “falsadas” de acuerdo con el criterio popperiano), deben ser remplazadas por otras. Pero ¿qué puede significar que el remplazo no tenga lugar? Éste sería el segundo problema a subrayar. Desde ya, puede advertirse sobre algo: el no remplazo significa que los ciclos de dominación teórica no responden, al menos completamente, a la dialéctica del desarrollo que exige la ciencia (es decir, apegarse a la verdad), sino, al menos en parte, a otros factores o fuerzas motrices. O sea, con la teorización económica no se persigue exclusivamente un reflejo verdadero de la materia. También se persigue algo más que no provoca los mismos resultados (al menos en todos los casos) que la persecución de la verdad.

3. Multiplicidad de paradigmas y corrientes

Uno de los aspectos más llamativos de la actual situación de la teoría económica radica en la gran variedad de escuelas y corrientes que en su interior pululan. Sin pretender unanimidades y uniformidades que en ninguna ciencia existen, pareciera que esta situación no es muy propia de una disciplina que aspira a ser reconocida como una ciencia cabal.

Para el caso, podemos recordar un comentario de Kant, el gran pensador alemán. Refiriéndose a la filosofía, Kant (1978: 21) señalaba que “parece casi digno de risa que mientras todas las ciencias progresan incesantemente, la que se tiene por la sabiduría misma, cuyo oráculo todos los hombres consultan, dé vueltas siempre en la misma dirección, sin poder avanzar un poco”.

Un comentarista de Kant, a su vez, apunta que “los matemáticos, los físicos, los químicos no vuelven cada uno a poner en cuestión la totalidad de su ciencia, sino que recogen los progresos de sus antecesores y añaden nuevas proposiciones verdaderas a las ya admitidas como tales. Pero en la filosofía, nada queda firme. Cada pensador destruye todo lo hecho antes de él y construye de nuevo un edificio”, de aquí que “la historia de la filosofía no es la historia de una ciencia, sino la historia de múltiples sistemas, deshechos apenas terminados y enseguida sustituidos por otros, que corren pronto la misma suerte” (García Morente, 1975: 19).

La economía, por cierto, no es la filosofía, pero el panorama que describen Kant y García Morente guarda inquietantes puntos de similitud con el paisaje que hoy podemos observar en nuestra disciplina.

Demos un vistazo, breve y a vuelo de pájaro. Marx nunca ha desaparecido de la escena. Luego de Sraffa, el renacimiento de Ricardo es notorio. Y están los neoclásicos, los descendientes de Menger, Walras y Marshall. Y los keynesianos de toda laya.

En la derecha del espectro no hay una sino varias corrientes: a) la moderna escuela austriaca, la que viene desde Karl Menger y Eugen von Böhm-Bawerk, la impulsada en las últimas décadas por Ludwig von Mises y Friedrich von Hayek; b) la “nueva macroeconomía clásica” o escuela de las expectativas racionales, encabezada por autores como R. Lucas, T. Sargent y Robert Barro; c) el monetarismo más tradicional, el de K. Brunner y Milton Friedman, el que James Tobin ha denominado “monetarismo I” (siendo el II el de Lucas); d) la corriente ofertista, citada y publicada por algunos, pero que, pensamos, no alcanza la categoría mínima exigida para catalogarla corriente o escuela de pensamiento; e) como sustrato último de b), c) y d), el modelo de equilibrio general walrasiano, desarrollado contemporáneamente por Arrow, Debreu y otros. Todas estas corrientes se tipifican por su contenido ultraconservador, su creencia en la estabilidad esencial del capitalismo privado, en el carácter autorregulador (homeostático) del mercado, y en su duro rechazo al regulacionismo estatal.

En el centro del espectro la variedad no es menor. Se podría sostener que el Keynes de la Teoría general funciona aquí como tronco básico o matriz primigenia, pero grande es el forcejo en torno a cuál es la interpretación más adecuada del esquema enarbolado por el gran economista inglés. Podríamos quizá distinguir las siguientes grandes corrientes: a) la “síntesis neoclásica”, es decir, el Keynes de la IS/LM de Hicks y Hansen, asociado con autores como Samuelson, Tobin y Modigliani. Es el Keynes asimilado al esquema neoclásico de equilibrio general, lo cual, según muchos autores, ha desvirtuado su mensaje original y, por eso, tales autores han llegado a hablar de “keynesianismo bastardo” (Robinson, 1974). b) La “nueva economía keynesiana”, término que ha manejado Robert J. Gordon (1990) para referirse al trabajo que, en polémica (y en parte asimilación) con la escuela de expectativas racionales, han efectuado algunos nuevos jóvenes keynesianos. En sus palabras, ha habido en los años ochenta “un chorro de investigaciones que al interior de la tradición keynesiana han buscado construir los fundamentos microeconómicos de la fijeza o ‘viscosidad’ de los salarios y precios” (Gordon, 1990: 1115). En realidad, si bien se piensa, los “nuevos clásicos” (que son más bien, nuevos neoclásicos) han rescatado y extendido los límites de la microeconomía neoclásica o tradicional, lo que, al final de cuentas, los ha llevado a disolver lisamente la macroeconomía (esto equivaldría a un triunfo del individualismo o atomismo metodológico). Entretanto, los “nuevos keynesianos” (Gordon, S. Fisher, Taylor, H. Grossman y otros) buscan acomodar la microeconomía a las realidades del fin de siglo ―precios pegajosos, estructuras oligopólicas, etc.― y preservar así el núcleo básico de la macroeconomía llamada keynesiana. c) Existe otra corriente, denominada a veces neokeynesiana, donde se ubican autores como Clower, Leijonhufvud, los franceses Malinvaud y J. P. Benassy, el japonés Negishi y otros. Estos autores buscan desarrollar un enfoque de equilibrio general no walrasiano que enfatiza los ajustes de cantidades y acepta, por ello, la existencia de precios relativamente fijos o que reaccionan con gran lentitud8. Entre esta corriente y la antes mencionada de los “nuevos keynesianos” hay muchos y obvios puntos de contacto, y las fronteras ―de haberlas― son bastante difusas. Entre ambas puede pronosticarse un proceso de convergencia e integración más o menos fuerte. Y no sería raro que llegara a ocupar una posición dominante (en remplazo de la corriente de expectativas racionales) en el establecimiento académico. d) La escuela de los poskeynesianos, donde encontramos a autores como Alfred Eichner, Paul Davidson, Sidney Weintraub, Hyman Minsky y otros. En esta escuela a veces se agrupa también a autores como Kalecki, Steindl y Sylos Labini, los cuales representan una variante quizá no menor respecto a los antes mencionados. El último, Kaldor también se asocia con esta corriente. Por cierto, en quien recae el papel de gran líder intelectual de la corriente no es otra que la ya legendaria Joan Robinson. Mediante términos no académicos puede afirmarse que la corriente poskeynesiana nos muestra un impresionante elenco de grandes estrellas del firmamento económico.

Según Ocampo (1988: 9), un rasgo común del poskeynesianismo “es el intento de rescatar y desarrollar elementos de la revolución keynesiana (entre ellos los aportes del economista polaco M. Kalecki) que quedaron relativa o enteramente olvidados en la ‘gran síntesis’”. Este mismo autor anota:

el problema básico de la teoría keynesiana es así la ausencia de un análisis de la empresa, los precios y la distribución firmemente sustentada en los conceptos de incertidumbre y demanda efectiva. La ausencia de este análisis condujo a los seguidores de Keynes en dos direcciones opuestas. Por una parte, conceptos derivados de la teoría neoclásica se intentaron compaginar con el análisis keynesiano del corto plazo en la “gran síntesis”. Por otra, los autores poskeynesianos ampliaron los elementos de la ruptura con el neoclasicismo, extendiendo los conceptos de incertidumbre y demanda efectiva en estas esferas [Ocampo, 1988: 17].

Hacia la izquierda del espectro tampoco puede hablarse de un paradigma homogéneo. Cierto es que así como en el centro la figura de Keynes funciona como un foco de irradiación o imán casi irresistible, en el polo de la izquierda Marx tiene un papel bastante similar. Difícilmente podemos hablar de corrientes teóricas que, de una u otra manera, no respondan en mayor o menor grado a su poderoso influjo.

No obstante, en la izquierda no todo es sensu stricto marxista. Además, en el interior del marxismo coexisten (no siempre en términos pacíficos) corrientes a veces muy disímiles.

Si nos limitamos a una muy tosca apreciación, podríamos señalar las siguientes grandes corrientes:

  1. El neo-ricardianismo: su origen, muy nítido y claro, reside en el famoso texto de Piero Sraffa, Producción de mercancías por medio de mercancías. A esta corriente pueden adscribirse autores como P. Garegnani, G. Roncaglia, Gilbert Abraham-Foris, I. Steedman, G. Hogdson9 y otros. Son autores que se diferencian de la escuela marxista en tanto tienden a sustituir el valor por la mercancía estándar compuesta de Sraffa y, de hecho, piensan que el manejo de la categoría valor constituye un rodeo innecesario.

  2. El marxismo analítico: Roemer es su representante más destacado. Tiene muchos puntos de contacto con el neo-ricardianismo y a veces se ha llegado a calificar a esta corriente como “marxismo walrasiano”. Se trata, sin duda, de un proyecto en expansión y cuyo programa de investigación sobrepasa los límites de la pura economía.

  3. La escuela de la estructura social de la acumulación: encontramos aquí a autores como Bowles, Gintis, Edwards, Reich, Gordon, Weisskopf y otros. Aparte de Marx, reconocen filiaciones teóricas en Keynes, en Schumpeter y ―algo― en Sraffa. Constituyen el núcleo central de la denominada “economía radical”.

  4. La escuela de la regulación: corriente francesa escindida del marxismo soviético donde encontramos a autores como Lipietz, Boyer y otros. Aparte de Marx, son muy cercanos a Kalecki y Steindl. Con seguridad pueden converger con la corriente antes mencionada.

  5. El luxemburguismo: escuela marxista que enfatiza los problemas que de‑rivan del subconsumo y de una demanda efectiva insuficiente. Aparte de Rosa Luxemburgo, puede asociarse a esta corriente a autores como T. Kovalicki (polaco), Henri Denis (francés) y, en algún sentido no muy preciso, a Paul Baran, Paul Sweezy, Harry Magdoff y Howard Sherman.

  6. El trotskismo: en economía gira en torno a la obra de Ernest Mandel, pero sus contornos (en teoría económica) no son precisos ni muy diferenciados.

  7. El marxismo soviético: para muchos y durante largos años, fue el sinónimo de la ortodoxia marxista. Responde a una visión hegeliana derechizante, y frente a sus virtudes sistemáticas y globalizantes se le suele oponer su debilidad empírica y operacional. Aparte de que su tendencia apologética lo conduce, en no pocas ocasiones, a incurrir en simplificaciones burdas, faltas muy elementales a la lógica, etc. En la actualidad, por el derrumbe de la Unión Soviética, muy debilitado, si no es que en vías de desaparición.

A fin de no abusar, cortamos aquí la lista, aunque bien se podría alargar. Asimismo, debemos señalar que: 1) no hemos aclarado los criterios de demarcación; 2) entre las diversas corrientes mencionadas se dan superposiciones y “tierras de nadie y en disputa”; 3) de seguro podría decirse que tal o cual autor debería clasificarse en otro renglón; 4) etc. En breve, más que clasificaciones precisas, nos interesa llamar la atención sobre el número, impresionantemente elevado, de escuelas y corrientes teóricas que hoy pululan en el mundo académico de la economía. ¿Qué es lo que posibilita esta situación tan anómala para una ciencia? Sin pretender entrar ahora a ensayar una explicación, hay algo que evidentemente tiene lugar: los criterios de verificación propios de las ciencias “duras” en nuestra disciplina no se aplican y, si se aplican, sus conclusiones no se respetan. Dicho de otro modo: en ocasiones dilucidar si tal o cual hipótesis es falsa o verdadera resulta extremadamente difícil, cuando no imposible, lo cual tiene que ver no sólo con las dificultades que impone la naturaleza del objeto, sino también con la forma metafísica con que se plantean los enunciados o proposiciones teóricas. En segundo lugar, debemos reconocer un fenómeno más grave: la especial capacidad (¿dureza?, ¿deshonestidad?) con que casi todas las corrientes se las arreglan para ignorar o rechazar las evidencias empíricas que las falsean y rechazan.

4. Ambigüedades metodológicas

En el campo neoclásico podemos observar una situación bastante contradictoria y curiosa. Al menos en el mundo anglosajón, casi todos los economistas declaran su adhesión a los criterios epistemológicos desarrollados por los hombres del Círculo de Viena (Schlick, Carnap, Wittgenstein y otros) y por Karl Popper. De hecho ―valga la acotación al pasar― suelen confundir las posturas de Popper con las del círculo.

La influencia del positivismo lógico en los economistas anglosajones tiene orígenes casi accidentales. La citada escuela filosófica florece en la Austria de entreguerras, previa al advenimiento del fascismo. Sus raíces se sitúan incluso antes de la primera Guerra Mundial, en esas Viena y centro-Europa que llegaron a ser una fiesta del espíritu. Si Moritz Schlick ―tal vez la cabeza más brillante del Círculo― fue asesinado por un estudiante fascista, los otros miembros se vieron obligados a emigrar ante el peligro hitleriano. Wittgenstein llegó a Cambridge, donde cultivó las amistades de Keynes y Piero Sraffa. Otros, como Rudolf Carnap, emigraron a los Estados Unidos. En este país, hasta el primer tercio del siglo XX, el cultivo de la filosofía era francamente mediocre y los hombres del Círculo, alemanes y europeos, muy pronto se apoderaron de la dirección de muchos departamentos de filosofía, por ejemplo, en Harvard, Chicago y otras grandes e influyentes universidades. Por esta vía influyeron en las escuelas de economía, en las posiciones epistemológicas que allí comenzaron a manejarse.

En los Estados Unidos, antes del arribo del neopositivismo, las posturas metodológicas esgrimidas por los economistas más orientados al trabajo teórico se alineaban sugestivamente sobre todo en las filas del apriorismo kantiano, más que en el pragmatismo utilitario de un William James. Éste, por ejemplo, es característicamente el caso de Franck H. Knight, autor que desarrolla ásperas polémicas con el positivismo. En sus palabras, “las proposiciones y definiciones fundamentales de la teoría económica no son ni observables ni inferidas de la observación” (Knight, 1966: 154). Asimismo, sostiene que la teoría económica, por su método, es una ciencia “similar a la geometría” (Knight, 1966: 168). La postura de Knight es similar a la de autores como el inglés Lionel Robbins10 y los austriacos Ludwig von Mises y Friedrich von Hayek, para quienes las proposiciones y los enunciados centrales de la teoría económica poseen una naturaleza que es similar a los juicios a priori y sintéticos desarrollados por Kant. Según Mises (1949: 858), la economía teórica opera en el espacio del “entendimiento puro” y sus “teoremas concretos no son susceptibles de verificación o falsación alguna en el terreno de la experiencia […] la medida última de la corrección o falta de ella de un teorema económico es únicamente la razón, sin ayuda de la experiencia”. En general, esta postura metodológica coincide con la manejada por la denominada escuela austriaca, aquella rama de la visión neoclásica que se origina a partir de Karl Menger. Éste distingue las “leyes exactas” de las “leyes empíricas”, las que se obtienen por inducción y nos proporcionan una comprensión insuficiente de los fenómenos, permiten una predicción insegura y no nos otorgan una garantía absoluta ni a priori de su validez. La economía teórica ―según Menger― debe buscar “leyes exactas”, las que con ciertos axiomas se obtienen deductivamente y cuya validez no se corrobora con test empíricos.11 Dicho de otro modo, terminamos por arribar a las “verdades de razón” manejadas por Leibniz.

Junto con el apriorismo sintético, en Menger destaca su rechazo a la noción ultraempirista de una realidad plana y su correlato: el desarrollo de una ciencia puramente descriptiva. En su opinión, la ciencia debe identificar la naturaleza esencial de los fenómenos y, por esta vía, llegar a comprenderlos. Es decir, saber su porqué o “la razón de su existencia” (Menger, 1985: 43). Si evitamos cierto componente subjetivo ―como la introspección psicológica― que a veces se incluye en la verstehen (comprensión) gnoseológica,12 el aspecto “esencialista” de la visión de Menger constituye un buen antídoto de aquellas concepciones instrumentalistas que creen que la ciencia no es más que una caja negra.13

Ahora bien, según ya hemos advertido, en la segunda mitad de este siglo, el grueso de los economistas se declara, en cuestiones de método, partidario del neopositivismo. Al decir de Paul Samuelson, “en relación con las exageradas pretensiones que solían sostenerse en cuanto al poder de la deducción y el razonamiento apriorístico en economía ―hechas por los escritores clásicos, por Karl Menger, por el Lionel Robbins de 1932 […] por los discípulos de Frank Knight y por Ludwig von Mises―, yo tiemblo por la reputación de mi disciplina” (Samuelson, según Blaug, 1985: 113). Como vemos, ahora se cree que la “reputación” viene dada por el rechazo al antiguo apriorismo.

En su obra capital, Los fundamentos del análisis económico, Samuelson plantea un abrupto rechazo a los enfoques aprioristas, un claro malestar respecto al “estatuto científico” de la argumentación neoclásica; asimismo, señala la necesidad de respetar los cánones metodológicos del neopositivismo. En sus palabras, “sólo la más pequeña fracción de los escritos económicos, teoréticos y aplicados se ha preocupado de la derivación de teoremas operacionalmente significativos” (Samuelson, 1971: 3).14 Esto, a su vez, se debería a la errónea preconcepción metodológica según la cual “las leyes económicas son deducidas de supuestos a priori que poseerían rigor y validez independientemente de cualquier comportamiento humano” (Samuelson, 1971: 3). A quien haya leído los Fundamentos estas declaraciones iniciales en contra del apriorismo no pueden sino resultarles sorprendentes: pocos libros más apriorísticos que éste. Al cabo del tiempo, el mismo Samuelson ha reconocido que en ese libro “no me apegué demasiado consistentemente a mi programa de derivar teoremas operacionalmente significativos; de otro modo, tópicos como la economía del bienestar y la economía dinámica podrían haber sido excluidos” (Samuelson, 1977b: 691). Esta situación viene resultando muy típica de la economía convencional: se predica una cosa y se practica otra. El mismo Samuelson (1977a: 1752), por ejemplo, se pronuncia muy elocuentemente en favor del principio de la inducción empírica: “toda ciencia está firmemente basada en la inducción a partir de la observación de los hechos empíricos”. Pero, al mismo tiempo y sin pestañear, nos dice que el equilibrio general walrasiano constituye “la cima de la economía neoclásica” (Samuelson, 1977a: 1756), y bien sabemos que en materias de macroeconomía su principal esfuerzo se orientó a la integración del esquema de Keynes en un modelo de equilibrio general. Por cierto, pretender que el modelo walrasiano constituye una “generalización empírica” resulta una descomunal tomadura de pelo.15

Como se sabe, una de las motivaciones que tuvo Walras para desarrollar su obra fue su rechazo a las prédicas y las doctrinas de Proudhon. Éste aspiraba a un modelo de sociedad muy confuso ―medio capitalista, medio socialista o, si se quiere, una especie de economía mercantil simple e igualitaria, con muchos puntos de contacto con el ideal económico de Rousseau―, y, de modo fundamental, esgrimía una feroz crítica a las instituciones capitalistas y a sus consecuencias de miseria e injusticia. A Walras las prédicas de Proudhon le causaban inquietud, malestar y temor. Amén de peligrosas, le parecían irracionales, ajenas al “élan” ilustrado que había heredado ―según propia confesión― de los revolucionarios franceses.16 Su afán, entonces, fue construir un discurso que demostrara ―más que “more geométrico”, more mecánica-física―, con absoluta claridad, rigor y exactitud, las ventajas del mercado y el régimen de propiedad vigente. Dicho de otro modo, al revés de lo planteado por Proudhon ―que, entre otras tesis rimbombantes, sostenía que “la propiedad es un robo”―, para Walras, la razón y la racionalidad no podían sino alinearse con la sociedad actual. Además, con una actitud también en este plano muy kantiana, terminaba por identificar los principios de la razón con el reino del imperativo moral, la justicia y la libertad.

En breve, tendríamos que el modelo de Walras: 1) respondería a los principios del apriorismo sintético de Kant; 2) tendría una orientación más formativa que positiva. Pero en esto no se agotan las dudas que suscita el modelo.

En la obra de Walras hay preguntas que no resuelven la igualdad de ecuaciones e incógnitas. Por ejemplo: ¿existe una solución económicamente significativa? ¿Tal solución es única?, ¿es estable? Autores como H. Wald, K. Arrow (Arrow y Hahn, 1977) y G. Debreu (1973) se han dedicado a analizar y resolver esos problemas. En sus afanes, han recurrido al método axiomático, cada vez más utilizado en las ciencias más maduras (físico-matemáticas, química, etc.), el cual posee obvias virtudes de rigor, claridad y exactitud.17 El afán, por lo mismo, parece loable, pero hay que advertir rápidamente: en la teoría económica convencional, el método axiomático se inserta de un modo bastante diferente al que se observa en los corpus científicos más establecidos y reconocidos. En la teoría económica neoclásica las deducciones que posibilita la axiomatización muy a menudo arriban a 1) conclusiones que no pueden ser verificadas (esto es, sometidas al test empírico) y son, por ello, simples enunciados metafísicos; 2) conclusiones que, siendo empíricamente rechazadas (falsadas según la expresión popperiana), se mantienen con tremenda pertinacia.

En el caso de los modelos walrasianos, la axiomatización se coloca al servicio de una construcción apologética cuya sustancia (no así su forma) es sumamente vulgar: se trata de “probar” las bondades del régimen capitalista, de “probar” su capacidad para maximizar el bienestar social. El propósito primigenio de Walras se conserva. Sólo se cambian los métodos y las formas (ahora ultrasofisticadas) de la demostración buscada. La misma secuencia que sigue la construcción de los modelos walrasianos contemporáneos es más que sugerente: primero se eligen las conclusiones que se desea “probar” y luego se infieren los axiomas adecuados. Es decir, los que permiten arribar a las conclusiones previamente elegidas. Al decir del economista francés Bernard Guerrien (1989: 10), los neoclásicos

han adoptado una problemática de axiomatización en la cual el problema central llega a ser ¿qué hipótesis deben efectuarse para demostrar que las normas del mercado conducen a un óptimo? Dicho de otro modo, no se trata de partir de hipótesis para arribar a un resultado sino de partir del resultado para determinar en qué condiciones (es decir, con qué hipótesis) aquello puede ser logrado.

Con lo cual, se asumen hipótesis iniciales o supuestos que resultan hasta delirantes.

Hay economistas que han expresado un abrupto rechazo a los esquemas walrasianos. Keynes, por ejemplo, señalaba que “tanto la teoría de Walras como todas las otras que tienen los mismos lineamientos ¡son puros disparates!”.18 N. Kaldor (1987: 176) no es menos tajante y escribe que “los hábitos de pensamiento engendrados por la teoría económica del equilibrio han llegado a ser el principal obstáculo para el desarrollo de la economía como ciencia”. Alfred Eichner (1987: cap. 15), el gran impulsor de la escuela poskeynesiana, sostiene que la economía “no es todavía una ciencia” y que es el “corpus” teórico neoclásico “el gran responsable de esta situación desmedrada”.

En su versión walrasiana ―que es de lejos dominante― la teoría neoclásica tiene muy pocos puntos de contacto con las realidades económicas contemporáneas. Según Keynes (1965: 15), “sus enseñanzas engañan y son desastrosas si intentamos aplicarlas a los hechos reales”. No obstante, esos esquemas no son fantasmas que se limitan a vagar por el limbo académico. Nada de eso, el esquema se materializa con especial fuerza en los periodos de crisis y suele orientar las políticas de ajuste que en tales momentos se implementan. La llamada Ley de Walras y las restricciones presupuestarias que se le suponen a cada sector plantean que a escala global no puede existir ningún tipo de demanda excedentaria. Por ende, si en n- 1 mercados se observa una demanda excedentaria, en el mercado n-ésimo forzosamente existirá una oferta excesiva de igual magnitud. Por ejemplo, supongamos que en el mercado de dinero la oferta supera a la demanda: hay exceso de saldos monetarios. La contraparte será, en este caso, una oferta deficitaria en el mercado de bienes. O bien, si en éste suponemos equilibrio, habrá un saldo externo negativo (las importaciones superan a las exportaciones). O sea, la oferta de divisas será deficitaria. Si esto, por ejemplo, lo aplicamos a América Latina, donde las crisis de balance de pagos suelen ser recurrentes, la “receta” a deducir es nítida: restringir la oferta monetaria y reprimir el nivel de la demanda global. Para el modelo neoclásico esas medidas sólo deberían afectar al nivel de precios, corregir el déficit externo y dejar prácticamente intocado el sector real (enfoque dicotómico y tesis de la neutralidad del dinero). Lo cierto es que, de acuerdo con la evidencia empírica acumulada, los resultados son muy diferentes y confirman la predicción de Keynes: efectos “desastrosos”. En este contexto, ¿qué significa desastroso? En breve, un conjunto de efectos como: 1) caída en los niveles del ingreso nacional real; 2) reducción en los salarios reales; 3) aumento de la tasa de desocupación; 4) elevación de la tasa de interés y caída de la tasa de beneficio empresarial. Por lo mismo, implica una caída en los niveles de in­versión y del ritmo de crecimiento a futuro. En general, ningún economista ―que sepamos― considera positivos tales efectos.

A lo señalado habría que agregar: esos efectos no sólo son negativos. También son no neutrales. O sea, perjudican a la mayoría, pero un sector social sí se beneficia: aquella fracción del capital que gira en torno al capital-dinero de préstamo y cuyo acceso a la plusvalía asume la forma del interés.

Políticas con efectos tan desastrosos (ésta es una “verdad de hecho”) no podrían preservarse en un mundo racional y democrático. ¿Por qué, entonces, se reproducen una y otra vez? En nuestra opinión, el criterio de Keynes es impreciso y, al final de cuentas, erróneo. Expliquemos: los efectos desastrosos no lo son para todos. Para un sector social, éstos resultan muy útiles. Y si este sector se impone es porque tiene fuerza: las políticas del Fondo Monetario Internacional (FMI) jamás han sido decididas a partir de la aclamación popular.

De lo expuesto podemos deducir algunas moralejas que no por obvias son menos importantes: 1) las teorías económicas y las políticas que de ellas se derivan no son neutrales (en un sentido social y político); 2) por lo mismo, no puede hablarse de políticas económicas buenas o malas en abstracto, lo bueno para un sector social es malo para otro; 3) teorías como el neoclasicismo walrasiano rechazan las hipótesis 1) y 2). Pero, entonces, debería someterse al test empírico y aceptar lo que éste dice: las consecuencias de su aplicación son desastrosas, y, por ello, desechar la teoría en cuestión. Por cierto, esto no tiene lugar.

Al aplicarse, la teoría provoca efectos que no se explicitan (al revés, de palabra se rechazan), pero que de hecho sí se buscan: se dice una cosa y se hace otra.

La teoría por ello se vuelve a aplicar una y otra vez, y para ciertos propósitos y ciertos grupos sociales resulta útil y eficaz.19 Ahora bien, si tomamos como patrón de referencia los propósitos públicos, oficiales y pudibundos, es claro que la evidencia empírica rechaza la teoría. Pero si consideramos como hipótesis de base los propósitos ocultos o latentes, es claro que resulta exitosa. Todo esto es muy impropio de la ciencia y muy típico de las ideologías mistificadoras. Por lo mismo, se trata de evidencias que apuntan a revelar la auténtica funcionalidad y el real estatuto del neoclasicismo walrasiano: poca o ninguna ciencia, formas de razonamiento usualmente muy sofisticadas y un contenido ideológico mistificador bastante extremo. En algún sentido, hay aquí algo así como una reedición de la teología medieval aristotélica, aquella que el Doctor Angélico consolidó con inigualable rigor y sistema.

Podríamos resumir muy gruesamente lo expuesto en dos hipótesis fundamentales: a) la corriente teórica dominante ―la neoclásica― hoy proclama una visión metodológica empirista (neopositivista o popperiana), pero de hecho funciona en términos básicamente apriorísticos; b) la misma corriente declara que su teorización es positiva, pero, en los hechos, el grueso de su argumentación se refiere a un “deber ser” nada misterioso. En breve, empirismo de palabra y apriorismo de hecho; positividad de palabra y normatividad de hecho. Una forma muy científica y un contenido sustantivo bastante politizado y apologético.

Estas hipótesis pueden y deben ser discutidas. Y si ellas son verdaderas, no pueden provocar una aprobación unánime. De momento nos basta su simple señalización. Y agregar que ambigüedades y equívocos metodológicos como los mencionados por lo menos dan pábulo a alguna (¿?) duda sobre el pretendido carácter científico de nuestra disciplina.

5. Recuento

En los párrafos anteriores hemos mencionado algunas características que asume el trabajo académico en el seno de nuestra disciplina. Este repaso, por breve y rápido que haya sido, nos permite efectuar al menos cuatro conclusiones: primero, el estatuto científico de la disciplina resulta bastante dudoso. De la economía se ha dicho que es la “más dura de las ciencias blandas”, pero, así y todo, a veces su dureza no parece superar la de un puré de patatas. Segundo, el contenido ideológico-doctrinario de la disciplina suele ser bastante más fuerte y elevado del que se acostumbra admitir. Tercero, en tal contexto, la elección de programas curriculares resulta compleja y no fácil de efectuar si se acude a criterios objetivos, claros e indisputables. Cuarto, lo que para nosotros sería quizá la enseñanza primordial a extraer: la necesidad de ser extremadamente cauteloso en la evaluación de las diversas escuelas y corrientes del pensamiento económico. Más aún, la necesidad de abandonar esa actitud de soberbia y autocomplacencia con que a veces observamos los logros de lo que denominamos ―no con muchas razones― nuestra “ciencia económica”. Para el caso, nada mejor que recordar el consejo (o deseo) manifestado por Keynes (1973: 332): “si los economistas pudieran arreglárselas para que se pensara de ellos que son gente humilde y competente en un mismo nivel con los dentistas, sería espléndido”.

6. Despejar equívocos

Permítasenos despejar anticipadamente un malentendido posible. Hemos enfatizado algunos aspectos que caracterizan a la teoría económica y que provocan dudas muy fuertes sobre su pretendido estatuto científico. Implícitamente, nuestro punto de referencia son las ciencias calificadas como “duras”: matemáticas, física, química, etc. Habría, en consecuencia, que admitir: a) no debemos pretender una relación de identidad entre, por ejemplo, la física y la economía. Aquí, no solamente nos encontramos con las obvias peculiaridades que impone el diferente objeto de estudio. También, está el hecho aún más decisivo de que la economía no podría ser una ciencia natural sino social, lo cual provoca diferencias bastante sustantivas en los modos del quehacer científico.20b) No debemos crear una imagen fetichizada y falsa de las ciencias naturales. En éstas no existen unanimidades completas y los mecanismos de verificación y de remplazo de teorías no son nada de idílicos ni sencillos y prístinos. Hasta en las mismísimas matemáticas podemos observar escuelas que disputan en torno a problemas básicos en polémicas que se alargan por décadas: por ejemplo, entre la escuela formalista (Hilbert), la logicista (Russell-Whitehead) y la intuicionista (Brouwer).

Una última consideración apunta a la necesidad de no confundir nuestras observaciones con una especie de masoquismo obsesivo y gratuito. En breve, no pretendemos desconocer los progresos de la disciplina, en el plano del rigor formal, del posible test empírico e incluso en el de los contenidos teóricos sustantivos. A partir de la macro keynesiana y del desarrollo de los modelos econométricos, los avances son genuinos y significativos. Que los modelos fallan es cierto, pero sería del todo reaccionario tomar esos errores para paralizar la investigación y no como estímulo para superar insuficiencias y debilidades. En corto, el progreso existe, pero eso no nos permite sostener que la economía ya es una ciencia.

II Paradigmas en competencia y opciones políticas

1. Propósito

Una muy rápida mirada a la disciplina de la economía nos muestra algo que a muchos observadores, sobre todo a los especialistas en ciencias físico-matemáticas, sorprende muy fuertemente: la tremenda diversidad de paradigmas y escuelas en juego. Lo cual nos remite a preguntas un tanto graves: ¿por qué semejante diversidad de sistemas teóricos? ¿Acaso debemos aceptar que si hay n escuelas es porque hay n verdades? ¿Qué tiene que ver este relativismo con los principios más básicos de lo que entendemos por ciencia? ¿Estamos en presencia de una ciencia o de algo que se parece pero que aún no lo es? En lo que sigue tratamos de indagar en el problema subyacente.

2. Una múltiple y rara coexistencia

Cuando en economía se reflexiona sobre el método y el problema de la verdad, debemos tener cuidado de no caer en la repetición acrítica de algunas visiones a la moda.21 Hay quienes olvidan el más elemental de los preceptos: la epistemología practicada por quien no haya cultivado con seriedad una disciplina científica suele provocar resultados que, amén de ridículos, son paralizantes para la misma actividad científica. Tal, por ejemplo, es el caso de la corriente denominada “posmodernista” (Lyotard y otros), en la cual se combina la ignorancia más supina con una desfachatez, al pontificar sobre lo que se ignora, linda ya en la simple y llana deshonestidad.22

Pero el indicado requisito no basta.

Los epistemólogos más serios y reconocidos (Bunge, Blanché, Kopnin, Kuhn, Nagel, Popper, Wartofsky, etc.) como regla provienen del campo de las ciencias físico-matemáticas (en general, de las ciencias naturales). Cuando especulan sobre las ciencias sociales, uno puede advertir vacilaciones, vaciedades y hasta errores de marca mayor. El muy prestigiado Karl Popper, por ejemplo, cuando se refiere a la historia y las disciplinas sociales, incurre en juicios sorprendentes. En cuanto a la historia, rechaza que pueda funcionar como ciencia. Pero sí acepta tal posibilidad para disciplinas como la sociología y la economía. En su opinión, “desde nuestro ángulo, no puede haber leyes históricas” (Popper, 1992: 426), lo cual puede interpretarse en un doble sentido: 1) no hay leyes históricamente delimitadas, las que existen deben tener un radio de validez universal, son “eternas”; 2) la historia (entendida como hecho objetivo) no está sujeta a leyes. En realidad, Popper apunta a los dos sentidos, pero nos interesa más el último: en la historia no hay leyes y toda predicción es pura falacia. Por ejemplo, sostener que el capitalismo es un sistema social finito y que, por lo mismo, será históricamente superado (algo que parece molestarle más de la cuenta y que pudiéramos pensar que funciona como motivación no tan inconsciente de su furibundo rechazo a leyes y predicciones en el campo histórico).23 En otro libro es aún más claro: “hemos de rechazar la posibilidad de una historia teórica; es decir, de una ciencia histórica y social de la misma naturaleza que la física teórica […] no puede haber una teoría científica del desarrollo histórico” (Popper, 2005: 12).24 Si se deja de lado la desafortunada comparación con la física teórica,25 lo que interesa subrayar es la negativa de Popper a toda posibilidad de construir una ciencia de la historia. Lo increíble es que junto con este rechazo sí acepta la posibilidad de una aproximación científica en la sociología y la economía. Como si estos fenómenos no tuvieran una naturaleza histórica: eso de entender el presente como historia es algo que obviamente rechazan las neuronas del distinguido ensayista. De creerle a Popper, deberíamos aceptar que la sociología puede ser científica cuando retrata el presente. Pero cuando éste se transforma en pasado, las leyes del caso perecen, se disuelven o qué se yo.

Hay autores más cautos y que se han tomado más cuidado y estudios al examinar la investigación de los fenómenos sociales. Señaladamente, éste pudiera ser el caso de Mario Bunge.26 En los diversos trabajos de este autor se observa un conocimiento del campo muy por encima del que posee un epistemólogo estándar.27 Hay un punto que debiéramos resaltar: junto con aceptar las singularidades que su objeto provoca en las disciplinas sociales, se cuida mucho de no refugiarse en tales especificidades para justificar un estilo ajeno a los cánones de la ciencia y, peor aún, a veces bastante irracional. Eso de que en el campo histórico no existen leyes, que todo es singular, que la verdad se capta por intuiciones mágicas y demás (tan comunes en lo peor de la filosofía alemana), es algo que debe destacarse. Asimismo, sus críticas al reduccionismo y el atomicismo mecanicista, que a veces permean en ciertos enfoques, son dignas de ser subrayadas.

En cuanto a los economistas, cuando discuten la episteme y el estatuto de la ciencia económica, suelen guiarse por los criterios generales dominantes y no por normas propias.28 A veces son kantianos, comteanos o popperianos, etc., lo cual ayuda poco.

Como sea, en las apreciaciones de los “epistemólogos externos” (es decir, provenientes de las ciencias naturales) se observan algunos estupores o extrañezas que conviene recoger. Si nos apoyamos en Bunge, podemos mencionar: 1) la tremenda diversidad de sistemas teóricos que mal conviven en la disciplina,29 lo cual nos advierte que los mecanismos de “limpieza teórica” (es decir, desechar las teorías que no satisfacen la coherencia lógica y el test empírico) que funcionan en las ciencias naturales no lo hacen o lo hacen muy mal en el espacio de las ciencias sociales. 2) “No se invierte gran esfuerzo por ‘operacionalizar’ conceptos clave, como los de escasez y utilidad. En cambio, se dedican enormes energías a discutir acerca de ellos, lo que aproxima la economía política sospechosamente a la teología” (Bunge, 1985a: 101). 3) Se manejan hipótesis psicológicas o sociológicas de muy vasto alcance, que para nada son corroboradas por las disciplinas respectivas. Por ejemplo, en la teoría del consumidor el economista maneja supuestos más bien estrambóticos y del todo apriorísticos sobre el sujeto que consume. Éste se visualiza como una máquina de calcular programas óptimos en que operan miles de variables y un horizonte que, en las últimas versiones, se declara infinito (¿?). La racionalidad del Homo economicus que así se maneja muy poco tiene que ver con los factores reales que inciden en las decisiones de consumo.30 La recomendación es de sentido común: cuando se manejan hipótesis referidas a variables no económicas, el economista debe recoger y asumir lo que los especialistas (psicólogos, antropólogos, sociólogos, politólogos, etc.) señalan como adecuado y no ponerse a inventar alegremente hipótesis que, por lo común, suelen ser muy ignaras. 4) Otro extraño rasgo es “la vivacidad con que los economistas nos describen y a veces glorifican a cadáveres tales como el mercado libre, y la convicción con que enuncian los dogmas correspondientes” (Bunge, 1985a: 102). 5) “Un quinto rasgo similar es el ingenio matemático que se invierte en formalizar, adornar y analizar semejantes teorías y modelos fantasmales” (Bunge, 1985a: 102).

Con tales antecedentes, se comprende que surja la interrogante: ¿es la economía en verdad una ciencia? A decir verdad, hay incluso economistas valientes que han señalado que “pudiera” llegar a serlo, pero que de momento no lo es.31 O sea, algo así como una “protociencia”.

Para mejor situar el problema, retomemos uno de los aspectos de la disciplina económica que más llaman la atención, no sólo de Bunge sino también de muchos otros: el de la singular coexistencia de diversos y grandes paradigmas. Si nos limitamos a un muy rápido vistazo, podemos señalar:

  1. La escuela clásica (Smith, Ricardo y otros).

  2. La escuela marxista (Marx, Luxemburgo, Dobb, Sweezy, Mandel, Kalecki, etc.), con importantes puntos de contacto con la clásica y, a su vez, dividida en variadas y muy diversas corrientes.

  3. La escuela neo-ricardiana (Sraffa, Pasinetti, Roncaglia), que trata de funcionar como síntesis de Ricardo y de un Marx corregido en su teoría del valor.

  4. La escuela neoclásica (Jevons, Marshall, Walras, Menger), en la cual también encontramos divisiones no menores. Antiguamente se tendía a diferenciar entre el enfoque de equilibrio parcial (Marshall) y el de equilibrio general (Walras); ahora, encontramos corrientes como: 1) los monetaristas friedmaneanos, debilitados o absorbidos al comenzar el siglo XXI; 2) la escuela de expectativas racionales; 3) los neoaustriacos.

  5. La escuela keynesiana (Keynes, Joan Robinson, Eichner, etc.), la cual también se suele escindir en corrientes a veces muy encontradas entre sí. La interpretación inicial y cuasi oficial de Hicks y Hansen (esquema IS-LM o “síntesis neoclásica-keynesiana”) ha sido sometida a críticas no menores y de allí se han desarrollado diversas corrientes. Por ejemplo, están: 1) los poskeynesianos, que parten de la señora Robinson y siguen, a veces, con autores como Chick y Davidson, más cargados al subjetivismo de un Shackle o del Keynes del Treatise on Probability. O bien, los que siguen una ruta más objetiva: autores como Arestis, Eichner, Sawyer, Basil Moore, Lavoie, López Gallardo, etc.; los que están más influidos por Kalecki, Kaldor y Marx. 2) Los neokeynesianos, donde podemos encajar a autores como Leijonhufvud, Stiglitz, Bernanke, Mankiw y compañía,32 los cuales, en realidad, de Keynes toman muy poco y sí mucho de los neoclásicos. Esta corriente rechaza el neoclasicismo dogmático a ultranza (el de los walrasianos avant la lettre) y acepta que hay precios “pegajosos”, que el mercado salarial es complejo e influido por factores sociopolíticos que no se pueden olvidar, que en algunas ocasiones los ajustes del mercado son muy lentos, etc. En realidad, si aplicamos una óptica rigurosa, a esta corriente habría que clasificarla (a despecho de su rótulo) como una variante del corpus neoclásico.33

La lista debería seguir por un análisis de contenidos, pero en un trabajo corto no cabe este propósito.34 Podemos, en todo caso, utilizar una ruta más sencilla: ubicar la dimensión política de los diversos sistemas teóricos. Para simplificar, nos limitamos a los principales: el marxista, el keynesiano y el neoclásico.

De tales escuelas, la marxista se sitúa en el polo izquierdo del espectro político. La neoclásica en el campo de la derecha y la keynesiana en el centro. Como bien escribiera la señora Robinson (1959: 331), “Marx trata de entender el sistema con objeto de precipitar su caída. Marshall trata de hacerlo aceptable mostrándolo bajo una luz agradable. Keynes trata de encontrar en qué aspectos ha estado equivocado, con objeto de aconsejar los medios que lo salven de destruirse a sí mismo”. En el mismo sentido escribe que “Marx está haciendo propaganda contra el sistema, Marshall lo defiende y Keynes lo critica con objeto de mejorarlo” (Robinson, 1959: 334). Una escuela, la de Marx, está por ir más allá del capitalismo. Las otras dos, por preservar el sistema. Por lo mismo, el conflicto con Marx es más frontal y agudo, y el que tiene lugar entre keynesianos y neoclásicos es un pleito que se sitúa bajo el mismo techo: el del sistema capitalista.35 Pero unos propician la reforma y otros la ortodoxia más estricta. Esta contraposición es interesante y en muchas ocasiones suele ocupar el primer plano de la escena (se transforma en “contradicción principal”). Por lo mismo, conviene examinarla con algún mayor cuidado.

3. Keynes y los neoclásicos: discrepancias teóricas y conflictos subyacentes

Al examinar los grandes problemas que acarrea el funcionamiento del capitalismo, Keynes resaltaba dos: el alto desempleo y la mala distribución del ingreso. En sus palabras, “los principales inconvenientes de la sociedad económica en que vivimos son su incapacidad para procurar ocupación plena y su arbitraria y desigual distribución de la riqueza y los ingresos” (Keynes, 1965: 328).

Para Keynes, la desocupación elevada es políticamente muy peligrosa. Puede suscitar una respuesta radical de la clase obrera, máxime si existe un campo socialista (la Unión Soviética de los años treinta) donde la crisis no llega y existe el pleno empleo. En breve, “el mundo no tolerará por mucho tiempo más la desocupación”. La causa del desempleo reside en la insuficiente demanda global, la cual, si se simplifica algo el punto, se suele interpretar como una situación en que el ahorro global resulta superior a la inversión. Por lo mismo, queda un excedente de producción sin vender (que luego se traduce en mayores márgenes de capacidades productivas ociosas), lo que conduce a un descenso adicional de la inversión y los consiguientes efectos depresivos en el nivel del ingreso nacional.

¿Qué medidas se proponen para evitar el alto desempleo? Podemos señalar tres grandes orientaciones: a) reducir la propensión media al ahorro por la vía de mejorar la distribución del ingreso. Se supone que los grupos con menor ingreso ahorran poco o nada. Por lo mismo, si se traslada ingreso desde los más ricos a los menos pobres, puede esperarse un descenso en el nivel del ahorro global, y, consecutivamente, una reducción del gap entre el ahorro y la inversión. b) Elevar el gasto público, que es un componente importante de la demanda global, sea para ayudar a una mejor distribución (programas de salud, de educación, de infraestructura, etc.) o para impulsar el gasto militar.36c) Estimular la inversión tanto por la vía del gasto público (que genera demanda y economías externas) como por medio de control y reducción de las tasas de interés. En esto Keynes fue tajante. Amén de sostener que detrás del interés no hay ningún costo real, llegó a hablar de una posible “eutanasia del rentista”. También conviene advertir que desde la óptica keynesiana (así como desde la de Marx) el potencial que encierra el manejo de la tasa de interés es dispar. Es decir, su alza o baja genera un efecto asimétrico: si se reduce, no es capaz de engendrar un auge importante (su impulso a la inversión puede no contrarrestar otros factores negativos), pero, al elevarse, sí es capaz de precipitar una recesión.

Ahora bien, supongamos que la economía ha venido creciendo y se sitúa en una posición cercana al pleno empleo. ¿Se acaban, entonces, los problemas? Para nada, pues ahora reaparecen pero como problemas del capital. Con el auge, el desempleo desciende y surgen presiones cada vez mayores por el aumento del salario real. Por lo común, esto provoca que el crecimiento del salario real supere el de la productividad, lo que precipita una caída en la tasa de plusvalía, fenómeno que puede también arrastrar a la caída en la tasa de ganancia. Lo cual afectará la inversión y puede abrirle el paso a una fase recesiva. En este contexto, las ópticas neoclásicas asumen una respuesta que es significativa. Para los neoclásicos el problema se resuelve al ampliar el ejército de reserva industrial (es decir, al aceptar el correctivo de la crisis). Keynes propone otra ruta supuestamente más indolora y en todo caso políticamente menos peligrosa: manejar la inflación, gradual y leve (creeping inflation), para regular el salario real, lo cual también supone que en los asalariados funciona el velo monetario. Conviene ver con más cuidado este punto crucial.

Si examinamos los contrastes entre Keynes y los neoclásicos, podemos ver que en gran medida giran en torno al control de los salarios. Más precisamente, en torno al logro de una tasa de plusvalía congruente con una tasa de ganancia adecuada. Es decir, satisfactoria para el capital y capaz de impulsar el crecimiento. Recordemos, la tasa de plusvalía es un determinante principal de la tasa de ganancia y el salario real, a su vez, es un factor clave en la conformación de la tasa de plusvalía. Para el sistema, en su evolución, encontramos un problema recurrente: en el auge la desocupación desciende y los salarios tienden a subir de prisa, más rápido que la misma productividad. Por consiguiente, se achica la tasa de plusvalía, lo que afecta negativamente la tasa de ganancia. Esto, a su vez, puede precipitar la crisis. En tal contexto el problema a atacar es la regulación de los salarios. Es decir, cómo lograr que su nivel sea compatible con condiciones de valorización del capital (o sea, tasa de ganancia) que sean satisfactorias para el capital. En el caso de los neoclásicos, el mecanismo que típicamente se privilegia es el del ejército de reserva industrial: se usa el desempleo para disciplinar a la fuerza de trabajo y evitar una estampida salarial. Éste es un primer paso. El segundo nos indica que el mayor desempleo se logra al abatir los niveles de actividad económica, o, en un plazo medio o largo, al provocar un crecimiento muy lento de la economía, de tal manera que la demanda de fuerza de trabajo sea muy inferior a la oferta. Keynes (1988: 224) planteaba así el problema: el objetivo se logra “por medio de la intensificación del desempleo […] hasta que los trabajadores estén dispuestos a aceptar la reducción necesaria de los salarios monetarios bajo la presión de los hechos”. Asimismo, escribe que “dependemos en la reducción de salarios, de la presión del paro y de las huelgas y cierres de fábricas; y para obtener con seguridad este resultado estamos intensificando deliberadamente la desocupación” (Keynes, 1988: 225). El tercer paso apunta a la relación entre el paro (o estancamiento económico) y el dominio del capital financiero. Según Keynes, “el objeto de la restricción del crédito […] es quitar a los empleadores los medios financieros para contratar trabajo al nivel existente de precios y salarios” (Keynes, 1988: 224). Asimismo, indica que “la esencia de cualquier política para bajar los precios es que beneficie a los perceptores de interés a expensas del resto de la comunidad” (Keynes, 1988: 234). En suma, si el objetivo es precipitar la crisis para así disciplinar a la fuerza de trabajo, lo más eficaz es subordinar la economía a los intereses del capital financiero. Pero si usted quiere el auge, habrá que darle paso al capital industrial.

Agreguemos un último comentario: el problema inicial gira en torno a la tasa de plusvalía. Es decir, opone el trabajo asalariado al capital. Pero esta contradicción se desplaza y termina conflictuando a dos fracciones del capital: el industrial productivo y el de préstamo o financiero. En Keynes se trata de evitar la agudización del primer conflicto (le hace concesiones al trabajo), lo que lo conduce a acentuar el segundo. En los neoclásicos, a veces en términos menos explícitos,37 se privilegia el capital financiero y se maneja sin contemplaciones el conflicto trabajo-capital.38 Éste, sin dudas, es el conflicto de base. Y el problema que surge entre “los de arriba” radica en dos puntos cruciales: a) cómo se reparte la plusvalía entre esas dos fracciones del capital, la industrial productiva y la financiero-especulativa; b) cómo regular y controlar las aspiraciones del factor trabajo.

4. El conflicto teórico en América Latina

¿Cómo se expresan en América Latina esas tan diferentes posturas, políticas y teóricas? En términos muy simplificados podemos plantear una alineación como la que sigue.

La perspectiva neoclásica se manifiesta en términos del neoliberalismo, entendido como doctrina, como estrategia o “estilo” de funcionamiento y como corpus de política económica.

De la visión keynesiana bien podemos sostener que ha encontrado su contraparte regional en el estructuralismo cepalino (Prebisch, Pinto, etc.). Se trata de una perspectiva, la cepalina clásica, bastante original y que no copia ni asimila, más bien converge en espíritu con el keynesianismo más avanzado.39 Por cierto, al comenzar el siglo XXI no podemos esperar que se repita la letra de los textos cepalinos clásicos, pero sí su espíritu. Y éste sigue siendo la búsqueda de un desarrollo capitalista industrial, autónomo y democrático.

En cuanto a la perspectiva marxista, se asocia con una política de orientación al socialismo. Sea en términos más o menos inmediatos o considerando un periodo de transición que pudiera ser no corto.

Entre los años sesenta y setenta del pasado siglo (o más bien en el arco histórico que va desde la Revolución cubana hasta el triunfo y la caída de Allende en Chile), los movimientos populares de orientación socialista exhibieron un auge importante. Pero, salvo Cuba, todos terminaron en derrotas de largo alcance. Con ello, también arrastraron las opciones de la burguesía industrial autonomista (muy fuertes entre la crisis de 1929-1933 y el inicio de los años sesenta), las que entraron en un proceso de “adormecimiento”. El campo político fue prácticamente monopolizado por el estilo neoliberal, el que pasó a reinar sin contrapesos. Pero ya desde mediados de los noventa, asistimos al resurgimiento de la opción burguesa-nacional40 y al consiguiente debilitamiento del dominio neoliberal. En la actualidad el conflicto principal tiene lugar entre estas dos opciones o “estrategias económicas”, la neoliberal y la burguesa nacional. Este conflicto recuerda al que dibujara Keynes entre el capital industrial y el de préstamo, pero en la región asume especificidades que conviene reseñar. Para ello, podemos apoyarnos en un muy sintético repaso de algunos aspectos del neoliberalismo regional.

En la política económica neoliberal encontramos algunos aspectos nodales que, para nuestros propósitos, interesa recoger. Primero, la llamada desregulación, tanto en el plano interno (privatizaciones, supresión de estímulos y controles estatales, etc.), como en el del relacionamiento externo (liberalización de los flujos de mercancías y de capitales). La desregulación interna, al revés de lo que sostiene una propaganda interesada y grosera, no favorece el avance a una situación de libre competencia. Por el contrario, beneficia a los grandes capitales monopólicos y pone en primer plano la planeación corporativa. La desregulación externa favorece el capital extranjero. Con estas menciones ya tenemos al menos un esbozo de los grandes intereses que privilegia el modelo neoliberal. A la vez, podemos constatar algunos de los mitos que se construyen en torno a este estilo económico: a) el de la libre competencia, de palabra: se proclaman las virtudes de la libre competencia, pero, de hecho, se estimula con singular fuerza la consolidación de estructuras oligopólicas; b) se sostiene ―a despecho de toda la experiencia histórica conocida― que sin inversión extranjera no hay desarrollo ni modernización posibles. Por lo mismo, se abren todas las puertas a este capital. Pero lo que se logra es acentuar la dependencia (se agudiza la propensión al desequilibrio externo y las autoridades políticas se arrodillan ante los intereses imperiales) y se empuja al país a una situación de cuasi estancamiento económico.

Pero hay algo más que nos lleva a un segundo juego de consideraciones. En la política económica neoliberal destacan algunos objetivos clave. Si se quiere, metas a las cuales se les asigna máxima prioridad: a) precios estables o más bien inflación mínima o nula; b) estabilidad del tipo de cambio. Se trata de componentes cruciales de los “equilibrios macroeconómicos” y, si los examinamos, podremos advertir ciertas razones subyacentes muy llamativas.

Veamos primero el problema del tipo de cambio. Como aquí no podemos entrar a un examen detallado, nos podemos conformar con un simple esbozo. Supongamos que una correduría de Nueva York compra títulos mexicanos, que éstos valen 100 pesos, ofrecen 15% al cabo de un año (o sea, 15 pesos) y que el tipo de cambio es de 10 pesos por dólar. El inversionista extranjero, para comprar el título anual, por el tipo de cambio gasta 10 dólares para obtener 1.50 dólares al final del año. La rentabilidad esperada es de 15%. Pero puede suceder que en el ínterin la moneda nacional se devalúe, llegando, por ejemplo, a ser de 15 pesos por dólar. Como la inversión ya está hecha, el gasto de 10 dólares no se mueve. En pesos el rendimiento sigue igual: 15 pesos. Pero al transformar éstos a dólares, el inversor estadunidense sólo obtiene 1 dólar. Su rentabilidad ya no será la esperada de 15% sino de sólo 10%. En breve, si tiene lugar una devaluación entre el momento de comprar el título y el de cobrar el dividendo, el inversor extranjero se verá seriamente perjudicado. Presionará, en consecuencia, por un tipo de cambio fijo (y mejor si sucede alguna sobrevaluación). Lo anotado nos lleva a las condiciones que pueden posibilitar la estabilidad del tipo de cambio.

Recordemos primero que el tipo de cambio real es igual a la multiplicación del tipo de cambio nominal (cuya fijeza nos interesa) por el cociente entre el precio medio del extranjero y el precio nacional.41 Si el tipo real se eleva, surgen presiones que mejoran el balance de pagos. Si cae, las presiones son en favor de un déficit. A la larga, debe mantenerse cierto equilibrio, lo que exige preservar el tipo de cambio real (más o menos en línea con las paridades del poder adquisitivo de cada moneda nacional). El flujo de capitales puede permitir, dentro de ciertos límites, alterar este principio, pero aquí obviaremos este factor. Suponemos, entonces, que el tipo de cambio real no se mueve. En este caso, el tipo de cambio nominal también permanecerá fijo si los precios del país y de sus socios comerciales (o “resto del mundo”) se mueven a la par. Los precios, a su vez, los podemos hacer depender del margen y del costo unitario de la fuerza de trabajo. Si suponemos constante el margen (que a nivel agregado pasa a coincidir con la tasa de plusvalía), todo pasa a depender de la evolución comparada del costo unitario de la fuerza de trabajo (definida como cociente del salario nominal hora entre la productividad hora del trabajo).42 Ahora bien, satisfacer esta condición no es fácil. En el modelo neoliberal, un dato crucial es el fuerte aumento de la tasa de plusvalía (que también tiene lugar en los países centrales, pero en términos menos amplios). Asimismo, por la usual baja dinámica de la acumulación, la productividad no crece a buen ritmo. Así las cosas, la responsabilidad para evitar presiones sobre el tipo de cambio pasa a recaer, muy pesadamente, en la conducta de los salarios. Éstos deberían crecer con lentitud extrema, congelarse o aún decrecer. Lo que importa subrayar es la restricción salarial que emerge como condición clave de la estabilidad del tipo de cambio.

Sin olvidar lo “crudo” del análisis, podemos concluir que de nuevo reaparece el gran problema: el del control de los salarios. Asimismo, tenemos que en un contexto como el descrito, el modo keynesiano de regular los salarios (vía inflación) queda automáticamente descartado. No queda, entonces, más salida que la neoclásica: elevar la desocupación ―el “ejército de reserva industrial”―, lo cual exige un crecimiento muy lento, cuando no una recesión. De aquí lo sabido: en la política neoliberal siempre se prefiere la estabilidad al crecimiento. O bien, para decirlo con otras palabras, habrá crecimiento sólo a medida que éste no afecte el control de los salarios que exige la rentabilidad del capital.

De lo expuesto también podemos advertir sobre otro mito neoliberal característico: el que nos habla de los “sagrados equilibrios macroeconómicos”. En un plano general, la noción de equilibrio que se maneja es del todo metafísica y entra en total cortocircuito con la dinámica real de los procesos sociales. Lo que en la realidad encontramos son desequilibrios recurrentes, que son justamente los que provocan el movimiento del sistema.43 Además, en el plano de la teoría económica, lo que tenemos no es más que una reedición, más sofisticada, del viejo y falso principio de Say. Si se deja de lado la más que dudosa consistencia científica de la hipótesis subyacente, lo que puede advertirse es la efectiva función de la doctrina: servir de cubierta a una política que favorece el gran capital financiero especulativo y perjudica a los principales sectores del capitalismo productivo.

En suma, los equilibrios macroeconómicos de corte neoclásico no son más que la racionalización (usamos el vocablo en el sentido que le dan los psicólogos, como justificación engañosa de una conducta) de las necesidades del capital de préstamo y especulativo. Sólo a éste le sirven y, en términos macroeconómicos efectivos, lo que provocan son tendencias al estancamiento y una distribución del ingreso más regresiva.

En este modelo neoliberal, ¿cuáles son los grupos (clases y fracciones de clases) más perjudicados? La respuesta es sencilla: en primer lugar, el proletariado industrial, el cual pierde empleos, cae en la precariedad laboral y ve reducidos sus salarios reales hasta en términos absolutos. En segundo lugar, la burguesía industrial, especialmente la que trabaja para el mercado interno y no ocupa posiciones monopólicas. En suma, son justamente los sectores capaces de encabezar un estilo de desarrollo capitalista dinámico y relativamente autónomo (burguesía industrial nacional) o incluso una opción poscapitalista (proletariado industrial urbano y capas medias profesionales) los que se ven principalmente afectados por la operación del modelo. La traducción de esta situación económica y política al plano académico es también diáfana: se trata de suprimir o marginalizar el estudio de teorías como la keynesiana (incluyendo aquí al estructuralismo cepalino) y la marxista. E im‑poner, como “pensamiento único”, el dogma neoclásico en su versión más perversa: la walrasiana de expectativas racionales.

5. La teoría y la política: correlaciones básicas

Podemos avanzar ahora una conclusión que por obvia ya parece una platitude: las teorías económicas no son políticamente neutrales. Muy por el contrario, aunque muchos lo nieguen, poseen una clara connotación política. Pero hay algo más. También encontramos una elevadísima correlación entre: a) teóricos neoclásicos y posiciones políticas de derecha; b) teóricos keynesianos y posiciones políticas de centro; c) teóricos marxistas y posiciones políticas de izquierda.

Ahora bien, ¿la política determina la opción teórica o es al revés? En la mayoría de los casos, la causalidad parece ir de la política a la preferencia teórica, pero también tiene lugar la causalidad inversa. Por ejemplo, la pequeña burguesía con afanes de movilidad social suele utilizar la teoría como mecanismo de ascenso social. Y si el dominio de la teoría le permite “arribar”, termina por derechizarse a plenitud. Más aún, sus miembros a veces llegan a ser intelectuales orgánicos de la alta burguesía financiera, lo cual, en sus términos, también nos indica que transgredir una correlación como la antes mencionada es algo posible pero del todo inestable. Bien podríamos decir que genera una situación esquizofrénica de la cual toda persona normal deberá tratar de huir. Es decir, quizá pudiera surgir un neoclásico de izquierdas o un marxista de derechas, pero, amén de poco frecuente, tal situación no suele ser duradera; más temprano que tarde se volverá a la congruencia entre postura política y opción académica. Por lo demás, las correlaciones mencionadas nos hablan de que estamos en presencia de leyes de determinación del tipo probabilística, las que suelen ser las más frecuentes en el ámbito del estudio de los procesos sociales.

Lo indicado también nos lleva a subrayar: el académico debe elegir una alternativa teórica y, al hacerlo, está también eligiendo una opción política. Aquí no hay escapatorias y más vale que la elección se haga con conciencia y claridad, y no en la oscuridad de los disimulos y de la no conciencia. Valga subrayar, el manoseado “apoliticismo” que se le suele predicar a la academia, amén de imposible, no es más que la doctrina del encubrimiento que practica la derecha. En otras palabras: si usted escucha hablar de “apoliticismo”, tenga por seguro que el hablante es de derechas.

6. Intereses políticos, ideología y objetividad

Si la dimensión política de la teoría es algo inevitable, tenemos que plantear una pregunta crucial: ¿cómo afecta la postura política asumida la verdad o la falsedad de las hipótesis y las teorías que se esgrimen? ¿No surge, acaso, una contaminación fatal? ¿Es imposible la existencia de una ciencia social? En términos más generales, la pregunta sería: ¿cómo impacta el interés político en las actividades científicas?

A título previo, enunciemos un principio general que puede orientarnos en el análisis: en la vida social, la práctica ideológica (incluyendo aquí a la científica) suele estar subordinada a la práctica social.44 Veamos esto, examinando dos consecuencias.

Primero, tenemos el impacto sobre los campos de interés. Tener distintos intereses significa que son diferentes problemas los que importa investigar. Al capital financiero, podemos suponer, le interesa saber de la tasa de interés y del precio de los activos financieros. A la clase obrera le preocupa el comportamiento de los salarios y el empleo. Y así sucesivamente. Pero el problema no sólo es temático. También se refiere a la profundidad del tratamiento, así como a la cantidad y la calidad de la información que se busca, recopila y organiza. Para la ideología dominante, por ejemplo, en la mayoría de los casos saber respecto de la naturaleza del interés es algo que poco importa. Lo que preocupa es, dado el fenómeno (que para nada se cuestiona), saber qué factores inciden en sus posibles variaciones cuantitativas. Y en un pequeño núcleo con mayores afanes teóricos, la preocupación es presentarlo como la contrapartida de un costo real, al evitar a toda costa que se entienda como excedente y parte de la plusvalía. En cuanto a la información, baste señalar: como regla, la información financiera resulta abrumadoramente superior a la disponible sobre las condiciones de vida de la clase obrera (salarios, empleo, normas laborales, condiciones sanitarias, etc.). Peor aún, hay temas como el excedente, la tasa de explotación y el trabajo productivo e improductivo que simplemente son ignorados por la estadística y la teoría oficiales.

Segundo, el interés político, entendido como reflejo de la situación de clase estructuralmente determinada, afecta también las posibilidades de acceder a hipótesis y teorías verdaderas. Esto es, puede facilitar o dificultar el acceso a la verdad en materias sociales. Si aceptamos esta hipótesis, tenemos que pasar a preguntar en qué condiciones el acceso se dificulta y en cuáles se facilita.

Para contestar permítasenos empezar recordando un juicio de Marx. Para comentar diversos aspectos de la obra de Malthus, Marx (1975: 100) escribió: “cuando un hombre trata de adaptar la ciencia a un punto de vista que deriva, no de la ciencia misma (por erróneo que pueda ser), sino de afuera, de intereses ajenos, exteriores, entonces lo califico de ruin”. El juicio de Marx es muy duro, entre otras razones porque pensaba que Malthus era consciente de sus manipulaciones. Pero en no pocos casos la manipulación es inconsciente, el teórico no la percibe y, por el contrario, cree estar argumentando con rigor y sin prejuicios. Para lo cual también le resulta muy útil la doctrina de la “neutralidad política o axiológica” del científico y de la ciencia, en la que suele creer a pie juntillas. Opera así un mecanismo análogo al psicológico de las racionalizaciones, es decir, con cargo a factores y procesos que aquí no podemos entrar a desmenuzar; el teórico se escabulle de ciertos temas conflictivos y desarrolla construcciones armónicas con el interés de los de arriba. Es decir, se desliza al campo de la ideología.

El vocablo ideología a veces se entiende en un sentido muy amplio, como equivalente a cualquier representación ideal (es decir, por medio del pensamiento) del hombre y su entorno, ya sea ésta falsa o verdadera. Aquí, manejaremos la categoría en su acepción más restringida, la que destaca el aspecto de “falsa conciencia”. Para precisar, podemos decir que por ideología entendemos un corpus teórico-doctrinal, de mayor o menor alcance, que 1) pretende entregar una visión o representación fidedigna de la realidad, a nivel declarativo; 2) es una representación en la cual, de hecho, se mezclan elementos de verdad (que contribuyen a la credibilidad del mensaje) y elementos de falsedad, de aquí la usual ambigüedad que permea en las configuraciones ideológicas; 3) al final de cuentas se trata de una visión distorsionada y, por ende, engañosa; 4) implica la función del engaño que responde a los intereses clasistas que regulan el pensamiento ideológico. Se trata de justificar y legitimar esos intereses y la conducta social que se les asocia, o, más bien, el sistema que determina esos intereses y conductas. El problema sustantivo radica en por qué la justificación exige la imagen distorsionada y el engaño. Por lo mismo, no se trata de algo circunstancial (una “equivocación” más o menos casual), sino de un fenómeno estructuralmente determinado.

Si la distorsión es necesaria, podemos deducir que la verdad resulta incómoda y perjudicial a los intereses que regulan la correspondiente configuración ideológica. Tomemos el caso de la clase dominante en el capitalismo: ¿qué sucede si rechaza la noción del Estado como representante del bien común y reconoce el carácter de clase de la institución?, ¿si reconoce que las ganancias del capital proceden de la explotación del trabajo asalariado y no representan ningún costo real, llámese “abstinencia”, “espera” o lo que sea?, ¿si no hay libre competencia sino estructuras oligopólicas en que imperan las grandes corporaciones?, ¿si las grandes fortunas no se deben al trabajo sino al robo y la explotación? La respuesta es obvia: si la clase dominante aceptara estos enunciados, aniquilaría a la ideología dominante. Con lo cual se pondría la soga al cuello y avanzaría rápidamente a su derrumbe como clase en el poder. En breve, estaríamos en presencia de un suicidio social. Por supuesto, las cosas van por otro lado, se trata de encubrir

aquellos antagonismos de la sociedad que tienden a la superación de ésta. La ideología sirve a la defensa de lo que una vez devino, en contra de lo deviniente, que pugna por nacer. Presiona por lo tanto en el sentido de la eternización de relaciones de poder históricamente condicionadas […] En la medida en que se atribuye a ciertos teoremas y valores una validez universal, ha de silenciarse cualquier reflexión crítica acerca de su origen y de su función objetiva [Lenk, 2000: 27].

Podemos concluir que la presión por las configuraciones ideológicas (es decir, por una “falsa conciencia”) es muy fuerte en la clase dominante. De hecho, pasa a ser su condición de vida.

Pero ¿qué sucede con “los de abajo” en este ámbito? ¿Por qué habrían de escapar a estas presiones? Para bien contestar, primero hay que ubicar bien el problema.

Se trata de la clase obrera, del trabajo asalariado. Si este último está ideológicamente dominado (que podríamos decir es la situación más común en el capitalismo), por definición tenemos que se mueve, en lo fundamental, con cargo a la ideología dominante, que es la de la otra clase: opera como un ser alienado. Así es lo propio de los miembros de la clase cuando funciona como “clase en sí”. Por lo mismo, la creación de ideologías en el seno de la clase y a su servicio ―de sus intereses objetivos― resulta muy escasa. ¿Cuándo surge esta necesidad? La respuesta es clara: cuando la clase empieza a asumir un comportamiento político independiente y a barruntar cuáles son sus intereses objetivos y cómo éstos entran en conflicto con la clase dominante. Digámoslo así: cuando la clase se insubordina, surge su necesidad por una ideología que le sea congruente.45 Ahora bien, toda práctica política tiene como finalidad específica provocar determinados cambios en el sistema de relaciones sociales. Y son los fines de esta práctica los que moldean los requisitos de conocimiento que resultan necesarios, es decir, “para actuar hay que saber”. Por lo mismo, podemos enunciar una regla: “dime qué buscas transformar y te diré qué necesitas saber”. Esta regla pasa a ser complementaria de otra ya examinada: “dime qué deseas preservar en perjuicio de otros y te diré qué debes ocultar”. Esta segunda origina el componente ideológico. La primera, el componente de verdad o científico.

Pues bien, ¿qué persigue la clase obrera? ¿Cuáles son sus fines históricos? En la práctica sociopolítica de la clase obrera podemos diferenciar: a) la práctica reformista, que no busca superar el sistema y suele ser la más frecuente; b) la práctica radical o “adecuada”, que supone una conciencia de clase “adecuada”, la cual refleja con exactitud los intereses objetivos de la clase y se traduce en una conducta congruente con ellos. En cuanto a la práctica reformista, decimos que tiene lugar cuando la política obrera no responde (del todo o en parte) a los intereses objetivos de la clase. Por lo mismo, no se busca cambiar el sistema en sus raíces. Anotemos también un supuesto: en el caso de la clase obrera suponemos que la conciencia posible coincide con la adecuada. Volveremos más adelante sobre este punto.

Los intereses clasistas objetivos determinan los fines que la práctica debe satisfacer. Esto supone ciertas transformaciones de la estructura social: formas sociales que deben eliminarse y otras que deben incorporarse. En la clase trabajadora las transformaciones nucleares serían: a) supresión de las relaciones capitalistas de propiedad y, por lo tanto, de todo el sistema capitalista; en sustitución, se implanta la propiedad colectiva de los trabajadores; b) supresión del carácter mercantil de la economía, lo que también supone avanzar a un régimen económico regulado conscientemente por el mecanismo de un sistema de planeación democrático, o sea, una asignación de recursos decidida por el colectivo y que tiene lugar ex ante del proceso de producción; c) supresión de las clases y de la institución estatal.

Para abreviar, nos preocupamos sólo del aspecto negativo, el que lleva a disolver ciertas instituciones clave de profunda raigambre histórica. Debido a esto, nos preguntamos qué tipo de saberes puede exigir la práctica capaz de lograr semejantes mutaciones. La respuesta parece clara: hay que conocer el capitalismo en sus rasgos más esenciales, valiendo algo similar para la dimensión mercantil, para las clases y el Estado. Y recordemos: un rasgo esencial es aquel que, de ser suprimido, determina a su vez la desaparición del fenómeno en cuestión. Como vemos, la tremenda radicalidad del proyecto debe traducirse en una teorización no menos radical y profunda.

En el plano del saber que se exige, destacan algunas dimensiones que conviene subrayar.

Primero, como el cambio apunta a las raíces del sistema, el conocimiento debe también apuntar a esas raíces. Es decir, ir más allá de lo externo y lo aparente para llegar a la apropiación intelectual de lo que es el aspecto más esencial del fenómeno. El movimiento cognitivo es de la apariencia a la esencia.

Segundo, tratándose de un fenómeno complejo, multilateral, el saber necesario debe abarcarlo como tal, como una totalidad. Por ende, debe desplegar una visión totalizante, capaz de entender las partes, sus interrelaciones y cómo de éstas emergen propiedades inéditas, propias del todo y no de las partes. En suma, tomar en serio aquello de que el todo es más que la suma de sus partes.

Tercero, debe el saber ser capaz de aprehender la dinámica del todo, sus factores determinantes y, por lo mismo, las transformaciones que va posibilitando. En suma, hay que asumir una perspectiva dinámica.

En suma, cuando la clase obrera se asume como “clase para sí”, reconoce sus intereses objetivos y despliega la praxis sociopolítica que le es congruente, apunta a transformaciones radicales y de alcance mayor en la estructura social. Por lo mismo, la amplitud y la radicalidad de su conocimiento, de la teoría que debe orientar su acción, resultan muy elevadas. Esto también significa que, para tales propósitos, muy poco espacio puede quedar para un componente ideológico (en el sentido de falsedad) en su conciencia social básica. Más aún, bien podemos decir que una aproximación científica pasa a ser condición sine qua non para el cumplimiento de sus objetivos históricos.

Intentemos concluir. En lo que se refiere a los aspectos más sustantivos (esenciales) de la estructura socioeconómica, el conocimiento encuentra dificultades o estímulos que son diferenciados en función de la posición que en dicha estructura ocupa la clase social del caso. Como regla, en lo que se busca cambiar, las presiones son por el saber. Y en lo que se busca preservar, si esto perjudica a otros, surgen presiones por el engaño. Por lo mismo, podemos deducir una “ley”: en el capitalismo la clase dominante tiene una fuerte propensión a una visión ideologizada de los fenómenos sociales sustantivos. Por el contrario, la clase dominada, en cuanto empieza a asumirse como clase para sí, revela una fuerte propensión a un saber objetivo verdadero en esos planos. Por lo mismo, tenemos que el acceso a la verdad, según cuál sea la óptica político-clasista elegida, se facilita o se dificulta.

Digamos de inmediato: no se trata de una ley absoluta. Hay reaccionarios que pueden aportar a la teoría (caso de Schumpeter) y radicales que nada aportan y hasta engañan. Típicamente, tenemos aquí una ley probabilística (entendida como alta frecuencia objetiva); es decir, en la mayoría de los casos se cumple el enunciado, pero está en la misma naturaleza de la ley que en cierto porcentaje de casos (obviamente minoritario) no se cumpla.

7. Exigencias y correctivos de la ciencia

Reconocer el impacto de los intereses políticos no suprime el manejo de los procedimientos probatorios estrictamente científicos. Éstos son: a) la coherencia lógica interna del argumento, el enunciado y el sistema teórico, y b) la verificación empírica aprobatoria (o la “no falsación”, como decía Popper).

En cuanto al primer mecanismo, digamos que los métodos matemáticos y de cálculo lógico pueden ayudar bastante, siempre y cuando se subordinen a la “lógica económica” del objeto.46 Pero hay algo que, en general, no pueden remediar esos instrumentos: las implicaciones del punto de partida o “abstracción inicial”. Más allá de algunos alegatos inconsultos (como algunos de Milton Friedman), ésta sigue siendo la clave de cruz de toda buena teoría.

En cuanto a la prueba empírica, mencionemos tres aspectos: a) es absolutamente imprescindible para aspirar al estatuto de ciencia; b) puede ser directa o indirecta. Muchas veces, los niveles más abstractos de la teoría no pueden someterse a una verificación empírica inmediata, pero por la vía de sus consecuencias (lo que, a su vez, confirma la importancia del rigor lógico en la fase deductiva) debe arribar a enunciados que sí pueden ser verificados. Y c) en economía, es la observación y no el experimento controlado, la que se suele y puede manejar, lo cual implica carencias serias. La observación siempre es algo mostrenco vis à vis la prueba experimental (la que permite producir la consecuencia o efecto esperado) y, por lo mismo ―el señalamiento viene desde Hume― nunca poseerá las capacidades demostrativas del experimento controlado. Al contrario de éste, la observación siempre preserva algún espacio de indeterminación, ambigüedad o no irrefutabilidad.

Hay autores más optimistas en estos respectos. Schumpeter, por ejemplo, parte reconociendo el sesgo implicado en lo que denomina “visión” preanalítica: “el trabajo analítico empieza con un material suministrado por nuestra visión de las cosas y esta visión es ideología casi por definición. Ella encarna la imagen de las cosas tal como las vemos, y siempre que hay un motivo cualquiera para desear ver las cosas de un modo determinado, será difícil distinguir entre el modo como vemos las cosas y el modo en que deseamos verlas” (Schumpeter, 1971: 79-80). Este autor difiere de nuestra postura en dos aspectos: 1) para él, la oposición al sistema dificulta el acceso a la verdad tanto como su adhesión; 2) las reglas internas de la ciencia (coherencia lógica, verificación empírica) permiten eliminar del todo al componente ideológico: “estas reglas […] tienden a extirpar el error ideológicamente condicionado de las visiones de partida. Ésa es su especial virtud y la ejercitan automáticamente, con independencia de los deseos del investigador” (Schumpeter, 1971: 80). La última hipótesis (o postura “optimista”) no es refrendada por la historia del pensamiento económico. Hay visiones, como la neoclásica, que parecen indemnes a toda evidencia empírica contraria y a cualquier impasse lógico. En suma, no es tan fácil suprimir el impacto deformador de los intereses políticos.

Con todo, hay que insistir: el condicionamiento sociológico no anula las exigencias de coherencia lógica y de aprobación empírica que debe satisfacer el discurso teórico. Muy por el contrario, eleva aún más la necesidad de respetarlas con el mayor cuidado. Es el modo, en el interior de la ciencia, que se tiene para limpiar de ideología los argumentos, las hipótesis y las teorías. Pero tampoco hay que caer en la ingenuidad: en ciertos respectos, los intereses son tan fuertes que son capaces de despreciar y rechazar cualquier demostración lógica y cualquier evidencia empírica. Como bien se ha dicho, si el teorema de Pitágoras (o sostener que “dos más dos es igual a cuatro”) dañara el interés de la clase dominante, muy pronto surgirían “intelectuales” tratando de “demostrar” su falsedad.

También aquí hay un aspecto que conviene por lo menos señalar. Los académicos de corte neoclásico suelen manejar una buena batería de herramientas estadísticas y econométricas: suelen ser técnicamente excelentes. Por el contrario, en América Latina (no así en los Estados Unidos) el economista marxista suele despreciar las matemáticas y los métodos cuantitativos. Por lo mismo, salvo pocas excepciones, son muy ignorantes en el plano técnico (amén de que suelen convertir la ignorancia en virtud). Con lo cual provocan una grave subutilización del potencial que posee el paradigma y, peor aún, terminan por desprestigiarlo. Sucede lo contrario con el bando neoclásico, el que incluso llega a fetichizar el plano formal. En este contexto, ciertos problemas de alcance medio y menores, de carácter práctico y que no exigen un mayor compromiso teórico (a nivel de fundamentos) suelen ser mejor resueltos por los neoclásicos. No en virtud de la superioridad de su paradigma teórico sino a partir del instrumental técnico que han sabido aprender. Con todo lo cual también se genera un espejismo lamentable: el marxismo no tiene valor práctico y el neoclasicismo sí.

Permítasenos una última observación. En las presiones en favor de la ideología o de la verdad también inciden el momento histórico y la correlación de fuerzas que en él se manifiesta. Por ejemplo, si el dominio conservador es irrestricto, las necesidades y las peticiones de saber que emergen desde la clase obrera serán casi inaudibles. Por lo mismo, la proporción de intelectuales que trabajan en favor de tal perspectiva será irrisoria, tal vez cercana a cero. Consideremos la situación de las últimas dos décadas en los países del primer mundo (Japón, Europa, los Estados Unidos y Canadá). En medios universitarios y centros de investigación probablemente no nos engañamos si sostenemos que 80-90% de los investigadores económicos responde a la impronta neoclásica, un probable 10% o menos a la keynesiana, y menos de 0.2% (dos por cada 1 000) a la marxista y radical (el residuo porcentual se lo dejamos a “otros”, no rápidamente clasificables). Debido a esta situación, se deduce una disparidad de fuerzas brutal, la que obviamente debe traducirse en muy diversos logros en el plano de la investigación. También es casi seguro que la “productividad por investigador” sea muy dispar, pero ahora en favor del radical marxista.47 Lo cual nos estaría también indicando el muy diverso potencial teórico de los diversos paradigmas y por qué, en los periodos de alto conservadurismo, suelen decaer la discusión y el avance de la alta teoría. Sucede, por cierto, algo contrario en los periodos históricos de auge popular y decadencia conservadora.

8. Clase obrera, práctica radical y ciencia

Retomemos, ya para terminar, el problema de la práctica obrera radical o “adecuada”. Es decir, la conforme con los intereses históricos y estructurales de la clase. Esta conformidad nos delinea cierto tipo de conducta socialmente compartida (al nivel de la clase) y que supone un juego de características que, al menos en un plano ideal, deben ser compatibles entre sí. O sea, deberían funcionar como un todo homogéneo, internamente estructurado.48 En lo que sigue, pasamos a describir estos rasgos.49

Hablar de la praxis obrera “adecuada” es hablar del “revolucionario moderno”. Por lo tanto, como base o condición más esencial de esta conducta encontramos: a) un trabajador; b) un trabajador asalariado, explotado y oprimido; c) uno que produce el ingreso del que vive la clase dominante; d) que ocupa una posición socioeconómica (o sea, se ubica en la estructura social) que provoca o determina espontáneamente los rasgos a), b) y c).

Tal es la condición de base u original. Si se quiere, la condición necesaria, mas no suficiente, del revolucionario. Por ello, debemos agregar otros rasgos clave: e) con cargo a esta praxis se busca superar la situación de base ya descrita;50f) tal superación significa desatar una transición, un devenir histórico que conecta la situación de base con otra que, inicialmente, es ideal y que, se supone, elimina los rasgos b), c) y d). Por lo mismo, se trata de un salto histórico mayor. En cuanto al rasgo a), no se elimina, pues es consustancial a la condición humana y no se trata de ir más allá de la especie, sino de dar un paso (más bien un salto) al interior de la historia de la especie. Adviértase también: la emergencia de estos rasgos implica que a la práctica de trabajo o económica descrita por a), b), c) y d) se le agrega o superpone una práctica adicional, de carácter político. Esto no debe entenderse en el sentido de que, en ausencia de e) y f), el trabajador asalariado no practica la política. Ésta siempre existe, incluso como ausencia explícita (el “apoliticismo” es una de las formas en que la clase apoya políticamente al capital). La novedad, por ende, no radica en la presencia de lo político per se, sino en la emergencia de una nueva forma de práctica política, que critica la previa (espontánea y subordinada) y, en esa medida, se pone al servicio de los intereses reales de la clase. Subrayemos el punto: la emergencia de e) y f) supone una crítica de la ideología dominante, por lo menos a la forma según funciona en el seno de la clase subordinada. Estamos en presencia, por lo tanto, de un conflicto ideológico, que emerge en tanto la clase empieza a descubrir los contornos reales de su situación objetiva. Por ello podemos decir que el contenido del conflicto gira en torno a la visión del trabajo asalariado. Por un lado, la visión sobre el fenómeno que proviene del capital. Por el otro, la autoconciencia o el “conocimiento de sí mismo”, que empieza a manejar el mundo del trabajo.

Sigamos. La presencia de los rasgos e) y f) también nos indica que estamos en presencia de una actividad consciente. O sea, una actividad en que el resultado buscado existe, como idea, antes de desplegarse la actividad. Asimismo, si se trata de algo serio y no de caprichos volubles, esto exige conciencia de los medios que permiten acceder a esa finalidad o meta.51 En suma: g) conciencia de los fines, y h) conciencia de los medios.

Los últimos dos rasgos, g) y h), deben traducirse en una actividad racional. Lo cual significa satisfacer otro juego de condiciones: i) los fines o resultados que se persiguen son posibles de lograr;52j) la actividad a desplegar debe ser coherente con el resultado buscado y debe desplegarse con cargo a una secuencia o trayectoria (orden temporal) adecuada.53

Pues bien, los rasgos o requisitos i) y j) exigen a su vez otro, la condición k) tener el adecuado conocimiento de las leyes que regulan el funcionamiento y el cambio de las estructuras sociales (económicas, políticas, ideológicas). Es decir, se trata de “saber para poder”.54

Si repasamos la secuencia de rasgos descrita, podemos ver que el rasgo e) resulta crucial. Opera aquí un supuesto de que la condición de vida del trabajador termina por traducirse en la voluntad de romper con esa situación. Pero si examinamos la experiencia histórica conocida, podemos advertir que en muchas ocasiones tal supuesto no se cumple. Lo cual casi siempre significa que las fuerzas, objetivas y subjetivas, que trabajan en favor de la integración de la clase al sistema superan a las fuerzas que la impulsan a superarlo. Situación que abre todo un campo problemático: ¿qué factores inciden en el comportamiento político efectivo de la clase? ¿Cuáles anulan el impacto que debería acarrear el dato de la explotación, cuándo y cómo? El tema es complejo y aquí no lo podemos abordar.55 Pero, hecho el reconocimiento (y la advertencia), conviene también subrayar: los factores contrarrestantes o de integración por definición no pueden ser de carácter estructural (es decir, asentados en los rasgos más esenciales del sistema). De serlo, el capitalismo dejaría de ser lo que es, pues perdería su cualidad más esencial. En consecuencia, a la larga debería imponerse el factor que conduce al rechazo radical, ya que éste sí tiene un origen y basamento estructural.56 O sea, está anclado en lo más hondo y esencial del sistema. En breve, la probabilidad histórica juega en favor del rasgo e).

Ahora bien, si el trabajo asalariado abdica (al menos temporalmente) de su vocación revolucionaria, suelen discutirse dos posibilidades: 1) que otros grupos o fracciones de clase puedan encabezar un movimiento sociopolítico capaz de superar el capitalismo. Aquí, se desecha el agente, pero se intenta salvar la finalidad. Y 2) que se clausura tal posibilidad: la clase abdica.

Nuevamente, si nos apoyamos en la evidencia histórica, lo que funciona parece ser la segunda alternativa. Lo cual estaría apoyando indirectamente una parte de la hipótesis clásica, la que sostiene que la clase obrera es la única clase (o sujeto histórico) capaz de dirigir un movimiento anticapitalista exitoso y que las otras clases y grupos no poseen esa capacidad. Precisemos: la experiencia aprueba la negación de capacidad para otros grupos. Pero también, claro está, rechaza el atributo que en la hipótesis se le adjudica a la clase obrera. En suma, parece que deberíamos concluir: ir más allá del capitalismo, al menos en el horizonte histórico manejable, no sería posible. Lo cual de paso nos estaría clausurando nada menos que la misma historicidad de los fenómenos humanos. Pero no es necesario llegar a tan extrema conclusión. Basta que recordemos la conclusión del último párrafo: el dato estructural y, por ende, la probabilidad histórica juegan en favor de la insubordinación obrera. Es decir, la incapacidad revolucionaria de la clase tiene que ser un fenómeno temporal y no definitivo. La idea subyacente es elemental: los rasgos más estructurales son los más poderosos en términos de determinar la conducta de los grupos sociales. Es decir, a la larga, se imponen ―como fuerza determinante de la conducta social― a otros factores de orden más coyuntural.

Prosigamos: si se satisface el rasgo e), no se pasa automáticamente a satisfacer los requisitos g) y h). Por supuesto, la voluntad supone un mínimo de conciencia. Pero ésta, en un primer momento, tiende a ser más o menos embrionaria o, en todo caso, distante del nivel que exige impulsar y dirigir un proceso de cambio tan complejo y radical. Lo que debemos esperar es un proceso no corto de aprendizaje y desarrollo de la conciencia obrera. En que el avance va muy estrechamente unido a la práctica obrera, a sus éxitos y a sus fracasos, sobre todo a estos últimos. En este contexto, el punto a remarcar sería el de la sed de conocimiento que el proceso engendra en la clase. Ésta se ve obligada a conocer si quiere superar los múltiples y complejos problemas que la asaltan en su ruta. Aquí, no saber es quedar como el marino que pierde su carta de navegación.

La necesidad del saber está allí. ¿También lo está la capacidad para generarlo?

La pregunta nos coloca en medio de una muy vieja y aún no saldada discusión. Como abordarla nos llevaría demasiado lejos, aquí nos limitaremos a simplemente enunciar lo que nos parece la postura más fidedigna.

La hipótesis sería: las exigencias de conocimiento que plantea la praxis revolucionaria del trabajo asalariado difícilmente pueden ser satisfechas por los mismos obreros. Por lo mismo, la clase debe apoyarse en otro grupo social, el de la llamada intelligentsia progresista. Lo cual plantea dificultades de orden mayor, contradicciones de alcance largo, que, al cabo, pueden provocar hasta la reversión del proceso. Por obvias razones de espacio, no podemos examinar aquí este tema y nos debemos limitar a su simple señalización. Como sea, el punto nos remite a nuestro problema toral: la “academia” puede ir al encuentro, o al desencuentro, de esa necesidad del mundo del trabajo, es decir, asociarse para el cambio, o asociarse para conservar. Lo cual también implica estudiar a fondo lo más relevante y esencial o quedarse en el mundo de las formas aparentes y de la apología.57

Tales son las grandes opciones.

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1Este artículo se integra con los dos últimos capítulos del libro La economía ¿es una ciencia? Neoclásicos y marxistas sobre el método, de próxima publicación. Una primera versión de la parte inicial del ensayo se publicó en Economía Informa, en 2013.

2En la actualidad se habla del modelo macroeconómico clásico, pero 1) en los tiempos de la hegemonía neoclásica jamás se explicitó algo semejante; 2) se trata de una construcción efectuada a partir del ejemplo keynesiano, aunque obviamente maneja hipótesis neoclásicas.

3Este problema está ausente en Kalecki. El gran economista polaco rechazó completamente la teoría macroeconómica neoclásica. Autores como el mismo Kalecki, Bain, Sylos Labini y otros han trabajado una microeconomía alternativa. En el bando conservador, la dualidad original entre macro (Keynes) y micro (neoclásica) se ha superado por la vía de suprimir la macroeconomía (caso, por ejemplo, de Barro).

4En realidad, ningún verdadero renacimiento funciona como una pura y simple copia.

5Véase Hansen (1957), la primera edición, en inglés data de 1953.

6 Ferguson (1985: 8) alude a la crítica y señala: “su validez es incuestionable, pero su importancia es empírica o econométrica, y depende de la posibilidad de sustituciones que haya en el sistema. Hasta que los econometristas nos den la respuesta, confiar en la teoría neoclásica es cuestión de fe [¡Lucero ad portas!]. Personalmente tengo fe; pero en la actualidad lo mejor que puedo hacer, para convencer a otros, es invocar el peso de la autoridad de Samuelson”. Como se ve, los criterios de Ferguson —la fe, la autoridad— son “ultraserios” y “ultracientíficos”.

7En realidad, esta decadencia de los “nuevos neoclásicos” ya parece haber comenzado. Según Dornbusch, “la nueva economía clásica está pasando de moda”. Véase su prólogo a J. C. de Pablo (1991).

8Por ello, algunos autores —como Negishi— comienzan a redescubrir a Karl Menger, neoclásico fundador que se interesaba, más que en los precios de equilibrio, en los procesos, para nada instantáneos, que conducían al estado de “santidad neoclásica”. Por esta vía, se producen también encuentros con la escuela austriaca, en algún grado.

9Este último ha derivado al llamado “neoinstitucionalismo”.

10Véase su muy influyente Ensayo sobre la naturaleza y significación de la ciencia económica (Robbins, 1951).

11Véase Menger (1985), en especial, los capítulos 3, 4 y 5 del libro I.

12Patente en autores como Rickert, Windelband, Dilthey y otros filósofos de las “ciencias del espíritu”. De paso, digamos que la influencia de esta corriente es muy nítida en J. Schumpeter.

13Tal es el caso de M. Friedman.

14Por “operacionalmente significativos” Samuelson entiende los enunciados con “significación cognitiva”, es decir, aquellos que necesitan de la contrastación empírica para decidir sus valores veritativos.

15El mismo Walras se declaraba kantiano: “absorbió la influencia de la filosofía kantiana a través de la popularización efectuada por Víctor Cousin” (Ingrao e Israel, 1990: 97).

16En todo caso, del ala derecha de la revolución.

17No así de completitud, según lo demostró Gödel con su famoso teorema.

18J. M. Keynes en una carta a J. R. Hicks (9 de diciembre de 1934).

19De acuerdo con una visión pragmática algo burda, será verdadera en tanto es útil. Esta distorsión es muy frecuente en el campo empresarial y publicitario. Pero, amén de cínica, es falsa de punta a rabo. Se va de lo verdadero a lo útil (para algunos) y no al revés.

20La escuela austriaca ha enfatizado mucho este aspecto, pero ha arribado a conclusiones cuasi románticas y subjetivas. Es decir, de la constatación de la peculiaridad, terminan por eliminar el contenido científico (genérico) del saber sobre la sociedad.

21En materias epistemológicas la evolución de la economía es curiosa. En otros tiempos todos o casi todos se declaraban seguidores de Kant; después se hicieron comteanos; otros muchos asumieron el fenomenalismo de Mach; luego (especialmente después de la segunda Guerra Mundial) adoptaron las posturas del positivismo lógico (Carnap y otros), y en las últimas décadas se han declarado fieles seguidores de Popper o de Kuhn, también de Lakatos. Lo singular de esta evolución radica en que se asumen las posturas metodológicas más dispares y, no obstante, el contenido de la teoría para nada se altera. Como para pensar en modas que se usan como “hojas de parra” a fin de legitimar —tornar más “honorable”— el trabajo teórico realizado.

22“Los llamados posmodernos se limitan a hacer afirmaciones, mientras más herméticas y menos fundamentadas, mejor” (Bunge, 2002: 50). El punto lo examinamos en J. Valenzuela Feijóo (2004).

23Valga también señalar: el rechazo de Popper se asienta en lo que cree es la naturaleza del objeto. Nos habla de una “imposibilidad”, no de una “dificultad”. Una cosa muy diferente sería señalar lo complejo del objeto a investigar y el hasta hoy muy insuficiente desarrollo de las ciencias sociales y, peor aún, las dificultades o insuficiencias de los intentos por unificarlas teóricamente.

24De paso digamos que Popper se ha dedicado muy poco a la discusión de las ciencias sociales. Los libros en que se preocupa del tema (que son los dos ya citados) apuntan más bien a una disección del marxismo. Su análisis en ocasiones parece atinado y más o menos objetivo. Pero en otras lo vencen sus odios y cae en simples diatribas. Al revés de lo que sucede con Schumpeter, nada entiende de la teoría económica de Marx y, en cuanto a los temas más generales, suele deslizar juicios sorprendentes. Por ejemplo, cuando habla de “la teoría marxista de la impotencia de la política”. Además, después de tan delirante juicio propone su propia “teoría”: “el poder político es fundamental y puede controlar al poder económico […] El poder político y su control lo son todo. No debemos permitir que el poder económico domine al político, y, si es necesario, deberá combatirlo, hasta ponerlo bajo el control del poder político” (Popper, 1992: 313 y 307). Como buen deseo, el enunciado revela un candor descomunal. Como hipótesis, ha sido “falseada” un millón de veces. En cuanto a su opinión de que los comunistas no combatieron a Hitler y que fueron “sus corderos”, ¿qué se puede decir? ¿Mostrar los miles y miles de comunistas asesinados por el nazismo? ¿Los soviéticos que murieron en Stalingrado? Semejantes “juicios” revelan una bajeza moral digamos “impropia” en un personero que se autoproclama liberal.

25Refiriéndose a Popper, Hutchison (1978: 46) apunta que “el material con el que tiene que tratar la economía muestra ciertas diferencias cruciales con el material que tiene que tratar la física, lo que es peligrosamente erróneo desdeñar”.

26Se trata de una apreciación general que no elimina la presencia de desacuerdos importantes.

27Entre otros textos de Bunge, consúltese Bunge (1961, 1983, 1999, 2003). Bunge (1983) es ya un clásico y presenta la visión general del autor sobre la ciencia; los textos de Bunge (1999 y 2003) están referidos a las disciplinas sociales. Bunge (1961) es ahora menos conocido, pero es quizá el más notable de la muy vasta bibliografía de Bunge. En cuanto a su monumental Treatise on Basic Philosophy (1985b), salvo pequeñas partes, no hay aún versión completa traducida al español.

28Exámenes relativamente recientes en Mark Blaug (1985) y Lawrence Boland (2003). Ambos textos están muy influidos por Popper. En cuanto a la evaluación de los “fundamentos” neoclásicos, Blaug es bastante más crítico. Véanse también Roger E. Backhouse (1997), Johannes Klant (1994) y Tony Lawson (1997). Este último comenta algunas de las últimas tendencias que empiezan a reclamar más realismo en la teoría económica.

29Algo que también ha subrayado Hicks (1976b): “cuando el científico natural llega a la frontera del conocimiento y está listo para nuevas exploraciones, es improbable que pueda beneficiarse mucho de una contemplación del camino seguido por sus antecesores para llegar al lugar donde él se encuentra ahora. Las ideas antiguas están totalmente elaboradas; las controversias antiguas están muertas y enterradas […] Nuestra posición en la ciencia económica es diferente; no podemos escapar en la misma forma de nuestro propio pasado […] Keynes y sus contemporáneos evocan a Ricardo y Malthus; Marx y Marshall siguen vivos” (citado a partir de Hutchison, 1985: 12).

30Hay muchos estudios de casos que muestran que principios clave de la teoría neoclásica, como la transitividad de las preferencias o la no emocionalidad de las decisiones de gasto, no funcionan en la realidad. Valga agregar, esta crítica no equivale a suponer que el hombre despliega un comportamiento ajeno a la razón. Esto es una tontería, el hombre no es un ser irracional, pero se maneja con una racionalidad acotada, es decir, sujeta a determinadas restricciones o límites. No es un ser omnisciente como casi siempre suponen los teóricos neoclásicos.

31Véase el famoso ensayo de Alfred Eichner (1987), “Why Economics is not yet a science”. Refiriéndose al paradigma neoclásico, Eichner (1987: 1035) apunta que “la teoría no es más que un conjunto de elaboradas deducciones que se derivan de un conjunto de axiomas metafísicos y, por ende, no científicos”.

32No está de más advertir que tanto Bernanke como Mankiw son muy altos colaboradores de Bush hijo, el primero en el banco central y el segundo como jefe de asesores económicos.

33Paul Davidson ha llegado a decir que estos autores ni siquiera han leído a Keynes.

34Una presentación muy sintética de los enfoques keynesiano, marxista y neoclásico, en J. Valenzuela Feijóo (2001). Una exposición y un cotejo comparativo de los sistemas teóricos neoclásico y marxista pueden encontrarse en R. Wolff y S. Resnick (1987). Para el enfoque poskeynesiano pueden consultarse Arestis (1992) y Davidson (1994). Un texto introductorio útil es también Marc Lavoie (2005). Para Marx, amén de los textos clásicos de Paul Sweezy (1945) y E. Mandel (1981), puede consultarse a Lou Gill (2002). Una presentación breve es la de J. Valenzuela Feijóo (2006). Para una comparación de los diversos enfoques sobre el crucial tema del crecimiento y las fluctuaciones cíclicas, véase Jaime Puyana (1995).

35Hay poskeynesianos muy radicales que se acercan bastante a Marx, tanto en lo teórico como en lo práctico. Digamos que se trata del ala izquierda de la escuela.

36La izquierda keynesiana (Joan Robinson, Kaldor, etc.) privilegiaba la primera alternativa. Pero en la experiencia histórica concreta siempre se optó por el gasto militar. De aquí la expresión “keynesianismo militar”.

37Es muy propio de toda visión ideologizada el ocultamiento de los intereses reales en juego.

38Llegada la ocasión, en su vida política práctica los neoclásicos optan por las dictaduras más implacables. Como los casos de Friedman, Haberler y otros con las dictaduras que surgieron en el cono Sur circa los años setenta. Es hasta divertido ver cómo en sus trabajos “académicos” los neoclásicos se declaran “políticamente neutrales” y, cuando escriben para públicos más amplios, manifiestan posturas de ultraderecha que a veces parecen hasta caricaturescas. Como el caso de Friedman y del españolito Sala-i-Martín, quien se enorgullece de haber corrido dos millones de regresiones para “deducir” que pareciera que los acervos de capital tienen alguna incidencia en el proceso de crecimiento. Sobre sus opiniones políticas y cómo se desvive por parecer académico estadunidense, véase su infumable Economía liberal (2010).

39Sobre el estructuralismo cepalino, véanse Gurrieri (1982) y Pinto (1975 y 1991).

40El abanico que aquí se viene abriendo es bastante amplio. Con Lula y Tabaré Vázquez, se observa una inclinación a la derecha que es hasta vergonzosa. Con Chávez y quizás Evo Morales, se abre la posibilidad de una orientación más radical. Es tal vez Kirchner el más consistente y congruente con la opción básica.

41O sea, tcr=tcn(Px/Pn). tcr= tipo de cambio real; tcn= tipo de cambio nominal; Px= índice de precios en país extranjero; Pn= índice de precios en el país. La elección del índice plantea exigencias complejas que aquí no vamos a discutir.

42Para el tipo de cambio nominal tendríamos: tcn=Pn/Px; Pn= (1 + p)(cuft); cuft=Snh/F. Para Px la expresión es similar. Podemos ver que un tipo de cambio nominal constante exige que, por ejemplo, en los Estados Unidos y México la tasa de plusvalía (p) se mueva a la par, así como el costo unitario de la fuerza de trabajo (cuft), lo cual exige un comportamiento congruente de los salarios nominales (Snh) y de la productividad (F).

43Este punto ha sido muy destacado por Schumpeter. Para éste el desarrollo se origina justamente por la presencia de un desequilibrio interno desatante. En su caso, por las oleadas, discontinuas, de innovaciones. Véase Schumpeter (1944).

44Esto no necesariamente en un sentido inmediato y directo. El nexo puede ser indirecto y mediado por diversas instancias.

45Por cierto, lo que tiene lugar es una interacción entre ambos procesos, la ideología ayuda a la política y viceversa. Lo importante, para nuestros propósitos, es destacar la dinámica general que se desata.

46Bunge ha reclamado por los que usan la economía como pretexto para hacer matemáticas.

47Como por ahí se dice, “para ser tan pocos, vaya que molestan”.

48En la realidad concreta, siempre hay sectores más avanzados y más retrasados en el interior de la clase. Asimismo, hay rasgos más o menos desarrollados, incluso ausentes. Por eso hablamos de un patrón ideal, que es útil si lo tomamos como referencia, no como un reflejo exacto de lo real.

49Algunas perspicaces observaciones (psicosociales) de Sartre ayudan no poco en este terreno. Véase Sartre (1968).

50“Si el mundo fuera tal como debe ser, la actividad de la voluntad se desvanecería […] La obra de la inteligencia consiste en aprehender el mundo tal cual es, la de la voluntad consiste, ante todo, en hacerlo tal como debe ser” (Hegel, 1971: 365).

51Lo cual ya nos advierte cómo esta actividad trasluce la estructura del mismo proceso de trabajo. Véase Marx (1959: 130 y ss.).

52Se trata de saber qué es lo que la historia, en el periodo presente, puede dar o no. El drama de la utopía, entendida en su sentido más estricto, es que pide lo que la historia —el devenir humano— no puede dar.

53Para examinar el proceso de trabajo, Marx (1959: 131) señala que el obrero “sabe [que el fin] rige como una ley las modalidades de su actuación y [a este fin] tiene necesariamente que supeditar su voluntad”.

54“Sólo cuando el hombre consigue percibir el presente como devenir y reconoce en él las tendencias con cuya contraposición dialéctica él mismo es capaz de producir el futuro, sólo entonces el presente, el presente como devenir, se convierte en el presente suyo. Sólo el que está llamado a producir el futuro y quiere hacerlo puede ver la verdad concreta del presente” (Lukács, 1969: 227).

55Lo hemos hecho en Conflicto y clase obrera (Valenzuela Feijóo, 2005).

56Aunque aquí se podría abrir la discusión sobre una posibilidad lógica: los denominados “factores contrarrestantes” poseen un estatuto más estructural y fuerte que la situación de clase objetiva, es decir, que el dato de la explotación no tenga un papel tan decisivo. Con lo cual se abriría paso a una reestructuración teórica de orden mayor. En otras palabras, se pasaría, eventualmente, a sostener que las clases sociales tengan un papel menor en la dinámica sociopolítica general.

57“Sólo cambiando el mundo podemos conocerlo” (Sartre, 1968: 139).

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