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El trimestre económico

versão On-line ISSN 2448-718Xversão impressa ISSN 0041-3011

El trimestre econ vol.88 no.350 Ciudad de México Abr./Jun. 2021  Epub 18-Jun-2021

https://doi.org/10.20430/ete.v88i350.1258 

Clásicos de la Economía

La evolución del pensamiento económico en el último cuarto de siglo y su influencia en la América Latina*

The evolution of economic thought in the last quarter of a century and its influence in Latin America

Juan F. Noyola Vázquez**


Resumen

En este artículo, publicado originalmente en 1956, Juan F. Noyola realiza un recuento sobre los modelos para la teoría económica que imperaron hasta ese momento del siglo XX, en particular a partir de la Gran Depresión, fenómeno del cual se desprendieron diversas teorías importantes que buscaban explicarlo y darle solución. Sin embargo, menciona que dichas teorías deben estudiarse desde una perspectiva crítica con el fin de aplicarse a las circunstancias latinoamericanas. Asimismo, el autor destaca la importancia de plantear una teoría del desarrollo, así como la de retomar las ideas de Marx de manera integral para tal teoría.

Palabras clave: modelos económicos; teoría del desarrollo; pensamiento económico; América Latina

Abstract

In this article, originally published in 1956, Juan F. Noyola makes a recount of the models of economic theory that have prevailed up to that time in the 20th century, particularly since the Great Depression, a phenomenon from which various important theories emerged which sought to explain it and give a solution to it. However, he mentions that such theories must be studied from a critical perspective in order to apply to Latin American circumstances. Likewise, the author highlights the importance of proposing a theory of development, as well as taking up the ideas of Marx in an integral way for such a theory.

Keywords: Economic models; development theory; economic thought; Latin America

El predominio de los países de habla inglesa en el pensamiento económico del mundo capitalista se ha acentuado en el último cuarto de siglo, a partir de la gran crisis de 1929. Tal vez en ninguna parte sea tan perceptible ese fenómeno como en América Latina, donde antes de aquella fecha no existía en rigor la profesión de economista. (En el caso particular de México fue precisamente 1929 el año de la fundación de la Escuela Nacional de Economía de la Universidad Nacional Autónoma.) De aquí la importancia decisiva que tiene para los economistas latinoamericanos el examen crítico de la evolución de la teoría anglosajona en estos últimos 25 años. Semejante tarea exigiría más tiempo y dedicación que de los que se ha podido disponer para elaborar este ensayo. Por tal razón, sólo se apuntarán aquí en forma muy esquemática algunos rasgos fundamentales de dicha evolución.

Antes de entrar en la materia, conviene recordar que el pensamiento económico ha tenido siempre dos aspectos: uno estrictamente científico y otro polémico, y casi siempre apologético. El primer aspecto responde a la necesidad de explicar racional y sistemáticamente determinados fenómenos de las relaciones humanas. El segundo tiene el propósito de defender (o de criticar) determinadas formas de organización social y política. Aun cuando la coexistencia de ambos aspectos sea en rigor inevitable, se han dado siempre en la historia de las ideas formulaciones en las que predomina uno o el otro.

De este modo pueden distinguirse en la historia del pensamiento económico anglosajón de los últimos 25 años un tipo de contribuciones predominantemente apologéticas y otro tipo más científico (aunque no desprovisto de aspectos apologéticos).

Las contribuciones del primer tipo, entre las que pueden mencionarse las obras de Mises, Hayek, Jewkes, Röpke, Robbins, etc., tienen una serie de rasgos comunes que permiten caracterizarlas en unas cuantas plumadas. En primer lugar, su finalidad principal es la defensa de la libre competencia contra la planeación económica y, en general, contra cualquier forma de intervención estatal. En segundo término, es muy frecuente en esos trabajos el tono dogmático y aun en ciertas ocasiones libelesco y superficial. En tercer lugar, resulta interesante destacar que muchos de los autores de este tipo de contribuciones, aun cuando hayan escrito en inglés y estén ligados a instituciones académicas inglesas o estadunidenses, nacieron y se formaron en Austria, dentro de la tradición de Menger y Böhm-Bawerk, es decir, en la rama más conservadora de la economía marginalista.

No obstante, lo más importante que puede decirse de este primer grupo de aportaciones teóricas es que ni han modificado en lo tradicional ni han contribuido a explicar mejor los fenómenos de la vida real. En definitiva, han dejado inalterada la teoría marginalista, tal cual había quedado a la muerte de Marshall. Por esta razón, y dados los fines de este ensayo, no cabe extenderse más en este primer grupo de ideas.

En contraste con los meros apologistas del statu quo existe un número cada vez mayor de economistas formados en la tradición marginalista que a partir de la gran crisis de la década de los treinta se han enfrentado con fenómenos cuyo instrumental teórico no lograba explicar. Han construido en respuesta nuevas herramientas para interpretar esa realidad distinta. Se han vuelto a plantear así desde nuevos ángulos problemas que abarcan los más variados campos de la vida económica. Se han reformulado desde la teoría de la formación de los precios hasta la del ciclo económico, desde las finanzas públicas hasta la teoría del valor y la distribución, desde la teoría del comercio internacional hasta la de las preferencias del consumidor. Pero como resultado de esta labor se han ido minando gradualmente los supuestos fundamentales de la teoría tradicional.1 La tesis central de este ensayo es que ese proceso ha ido tan lejos que ha destruido las propias bases del análisis marginalista. No sólo esto, sino que además los supuestos fundamentales de la teoría han sido sustituidos por otros que casi siempre coinciden con postulados de la teoría económica marxista.

La primera formulación teórica que cabe mencionar en este segundo grupo es la teoría de la competencia imperfecta, cuyos más destacados representantes son Joan Robinson (1933) y Chamberlin (1946). Nació esta teoría a principios de la década de los treinta, en los momentos más graves de la depresión. Aparentemente, no tiene ninguna relación directa con los más urgentes problemas de aquel momento, pero en vigor surgió de la evidente incapacidad de la teoría ortodoxa de la formación de los precios para explicar una realidad dominada por los grandes monopolios.

La teoría de la competencia imperfecta no rompió abiertamente con el análisis marginalista, sino que, al contrario, intentó adaptarlo a esa nueva situación. De aquí a la vez su gran complicación y su relativa esterilidad. Pocas veces en la historia del ingenio humano se ha construido un monumento como éste al razonamiento deductivo y a las más finas sutilezas lógicas y geométricas. Pero tamaño esfuerzo intelectual fue casi un parto de los montes. Sirvió tan sólo para demostrar que los monopolios no utilizan plenamente la capacidad productiva y que venden a precios altos (más altos que los que prevalecerían si hubiese competencia perfecta). Estas conclusiones un poco perogrullescas son, sin embargo, importantes, porque mostraron a los economistas académicos la estrecha conexión existente entre los monopolios y la crisis que padecía el mundo en aquellos días. Es muy probable que al intuir con su característica agudeza tal conexión, Joan Robinson haya sentido la necesidad de colocarse desde entonces en la primera fila de un movimiento intelectual tendiente a descubrir los mecanismos más ocultos del funcionamiento del sistema capitalista y se haya alejado cada vez más de su formación marshalliana. La conexión entre crisis y monopolios se perdió bastante en las teorías posteriores del ciclo económico, con la notable excepción de Kalecki (1954).

Por otro lado, al reconocer que los monopolios venden a precios más altos que los de competencia perfecta, se acepta implícitamente la explotación del consumidor basada en una posición de fuerza. Esta concepción trasladada del análisis del mercado en general al de los mercados específicos y al caso de situaciones monopsónicas conduce necesariamente al reconocimiento de la explotación del asalariado en el mercado de trabajo, y a la del país productor de materias primas en el mercado internacional. Pero la interpretación adecuada de estos hechos exigía un aparato teórico que la mera teoría de la competencia imperfecta era incapaz de proporcionar. Antes de que ese aparato existiera, eran necesarios cambios más fundamentales en la teoría marginalista, como se verá más adelante.

Durante los años de recuperación de la gran crisis (1933 a 1937) los economistas académicos empezaron a comprobar un hecho inquietante: la desocupación de los años anteriores había sido absorbida sólo en parte, y el mundo se enfrentaba a un problema de desempleo crónico. Había aquí una contradicción completa con la teoría del equilibrio general y con la teoría marginalista de los salarios. A ese nuevo divorcio de la teoría con la realidad se enfrentó Keynes, y de él resultó la Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, aparecida en 1936.2

La obra de Keynes asume las proporciones de una verdadera revolución, “la revolución keynesiana”, como la ha llamado uno de sus mejores exponentes (Klein, 1947). Es seguramente la crítica fundamental hecha al capitalismo por un economista que creía en él. Con Keynes la economía vuelve a convertirse en un estudio de la sociedad en su conjunto, y no de la empresa o del consumidor individual. Esta pérdida de la dimensión social (que en la tradición inglesa se manifestó por última vez en John Stuart Mill) le había dado al estudio de la economía la mediocridad y la insignificancia que caracterizaron el periodo marshalliano. Con Keynes, la economía inició un auténtico renacimiento, que dialécticamente ha destruido lo que él y los economistas de su generación creían que era su ciencia.

La primera y más importante conclusión del análisis keynesiano es la liquidación del supuesto de que la economía tiende automáticamente a una situación de equilibrio con ocupación plena. Por el contrario, Keynes postuló la posibilidad de un número infinito de situaciones de equilibrio a distintos niveles de ocupación, y señaló la ocupación plena como un caso excepcional.

Al lado de esta contribución fundamental que Keynes formuló explícitamente, hay en la Teoría general muchas otras, que están sólo en germen, y cuyas últimas consecuencias, desarrolladas por los continuadores del maestro de Cambridge, lo habrían asombrado a él mismo. Entre ellas cabe citar la teoría de la “función consumo”. Esta noción, esencial en el análisis keynesiano, ha venido en última instancia a echar por tierra al pilar básico del marginalismo, que hizo de las preferencias de los consumidores la clave de toda la teoría económica. La destrucción de este supuesto se ha hecho en dos niveles. Uno de ellos es la teoría de la demanda efectiva -aspecto medular de la tesis keynesiana-, en la que los elementos dinámicos son las inversiones (nótese la coincidencia esencial con Marx), en tanto que los gastos de los consumidores son un elemento puramente inducido. Refinamientos posteriores han añadido los gastos públicos y las exportaciones como factores dinámicos, pero esto no altera la esencia de la teoría.

El segundo nivel en el que la función consumo ha destruido las bases del marginalismo es la teoría del “efecto de demostración” de Duesenberry (1949). Este autor incorporó al arsenal keynesiano algo que era un leitmotiv de los institucionalistas estadunidenses, pero que nunca habían logrado formular sistemáticamente, por la ausencia absoluta de una teoría general que caracteriza a esa escuela. Se trata de que los hábitos de consumo no sólo dependen del nivel de ingreso, sino de la distribución de éste y del efecto de la propaganda y de la presión social. En definitiva, que la conducta de los consumidores está determinada por factores históricos, condicionados por la organización social y el desarrollo de la técnica productiva, y no por supuestas leyes psicológicas inmutables en el espacio y en el tiempo.

En el campo de la “teoría política económica”, para usar la feliz expresión de Tinbergen, la influencia keynesiana ha sido también decisiva. Pero aquí su efecto más bien fue el de un mero catalizador, pues puso en juego fuerzas que llevaron a la incorporación de nuevos instrumentos teóricos tan importantes como los que él había creado y que superaban o refutaban muchas de sus propias concepciones. Esto se debe a una contradicción interna insuperable del pensamiento keynesiano. Por un lado, éste obliga a abandonar el laissez-faire, si se postula como un objetivo social deseable el logro de la ocupación plena. Por otro, Keynes continuó creyendo toda su vida en la eficacia del sistema de precios como medio para lograr la asignación óptima de los recursos.

Sin embargo, no era sólo el liberalismo a medias de Keynes lo que limitó la aplicación de su teoría a las exigencias de la nueva política económica. La liquidación del laissez-faire y su sustitución por la planeación trajeron consigo la necesidad de construir nuevas herramientas teóricas y de aplicación práctica. El modelo keynesiano de consumo e inversión resultaba demasiado global para estos menesteres y era preciso “desagregarlo” -véase Lowe (1952) -. Para este fin resultaba muy adecuado el esquema de insumo-producto de Leontieff (1951). Éste, inspirado, según su autor, en las ecuaciones del equilibrio general de Walras,3 intenta mostrar la anatomía del sistema económico, al indicar las relaciones físicas de las diversas actividades productivas entre sí y con los consumidores finales, a un nivel dado de la técnica y de los precios relativos. El cuadro de Leontieff ha venido a constituir un instrumento inapreciable para el análisis detallado de la estructura económica y para trasladar la planeación del plano macroeconómico al de la industria individual. Pero, al mismo tiempo, el uso del esquema de insumo-producto ha venido a dar un golpe mortal a la teoría subjetivista. En efecto -como lo ha demostrado Cameron (1952) -, este modelo supone implícitamente una teoría del valor trabajo.

Al lado del esquema de insumo-producto ha surgido en los últimos cinco años un nuevo instrumento de gran eficacia para la planeación económica. Se trata de un método para determinar las combinaciones más eficientes de recursos productivos que ha sido bautizado como “programación lineal” (linear programming) o “programación matemática”. El punto de partida de este nuevo método es el reconocimiento de que los factores de la producción no se pueden combinar en diversas proporciones, sino que hay casi siempre un número muy limitado de combinaciones. Esto se debe a la indivisibilidad de los factores mismos y a que la técnica productiva consiste en un número limitado de procesos o procedimientos, cada uno de los cuales tiene exigencias más o menos estrictas en cuanto a la utilización de los insumos. Esto ha puesto de relieve el carácter ficticio y la inaplicabilidad de las curvas creadas por los marginalistas en su teoría de la producción. En lugar de las curvas de costo de oportunidad y de las isocuantas de los libros de texto, el análisis de las actividades económicas reales muestra líneas quebradas, en las que cada segmento recto es una función de producción distinta -véase Dorfman (1953) -.

Sin embargo, la consecuencia más importante de esta nueva metodología es el descubrimiento de la posibilidad de orientar eficientemente los recursos al margen del mecanismo de los precios, o mejor aún, en la magnífica expresión de Koopmans (1951): llegar a “un concepto de precio independiente de la noción de mercado”. Tal asignación de los recursos funcionaría no sólo al nivel de la empresa individual o de una rama industrial o cualquier otro sector limitado de la economía (como la Fuerza Aérea estadunidense, por ejemplo, que es la que ha promovido estos estudios para resolver sus problemas logísticos): el método sería aplicable también, como el propio Koopmans lo indica, a la planeación de toda una economía nacional, siempre que se cumpla una serie de condiciones. Éstas serían las mismas que prescribió Barone en su famoso ensayo sobre “El ministerio de producción en un Estado colectivista” (Barone, 1925, citado en Koopmans, 1951: 456), es decir, el control centralizado de los recursos y de la información sobre los procedimientos técnicos disponibles y la predeterminación de las necesidades sociales.

Ante el cumplimiento de esas condiciones se alzan dos tipos de obstáculos. El primero se conforma por los de naturaleza técnica, que Barone creía insuperables, y que hoy pueden vencerse con los métodos de control y de información de que se dispone, merced al uso de computadores electrónicos y otras innovaciones. Los obstáculos del segundo tipo son institucionales, y éstos sí son invencibles en el marco de la organización capitalista. Por definición, no caben en el régimen de la “libre empresa” ni el control centralizado de los recursos ni la fijación de metas sociales predeterminadas por un organismo central. De aquí se deriva una conclusión muy importante, señalada tanto por Baran (1952a) como por Bettelheim (1946). Es la de que la planeación dentro del sistema capitalista no sólo está condenada a ser incompleta, sino que es necesariamente ineficiente y conduce a efectuar inversiones cada vez más improductivas.

Esta imposibilidad esencial de una planeación racional en el capitalismo explica la esterilidad de los esfuerzos tendientes a formular criterios de prioridad para los programas de inversiones públicas. Los titubeos de Kahn (1951) y Chennery (1953) contrastan con la precisión y el rigor del artículo del académico soviético Strumilin (1951) sobre ese problema. En dicho estudio se demuestra cómo sólo es posible comparar las ventajas y los costos de diversas alternativas de inversión si se les valúa en términos del trabajo socialmente necesario para realizarlas, y que esto a su vez sólo es posible si se conoce de antemano el ritmo de crecimiento de la economía en su conjunto.

Las limitaciones del análisis keynesiano como base para la política económica también se han puesto de manifiesto en el campo de la teoría monetaria y fiscal. Es innegable que las concepciones de Keynes sobre el interés y el dinero representan un enorme progreso sobre la teoría cuantitativista, y que mostraron la debilidad de los supuestos en que se basaba la acción de los bancos centrales de viejo estilo. Lo mismo ocurrió con sus concepciones en materia fiscal, que destruyeron definitivamente el mito del equilibrio presupuestal a toda costa. Sin embargo, conviene recordar que aquí no era tan novedosa la aportación keynesiana. La esencia de sus ideas estaba ya en Wicksell, y los discípulos de éste habían llevado la teoría a un grado tal de refinamiento que aún hoy puede hablarse de una escuela sueca distinta de la keynesiana, y tal vez más eficaz en la interpretación de los fenómenos monetarios y fiscales. Pero ni el análisis sueco ni el keynesiano, pese a su relativo éxito frente a situaciones de presión, han logrado explicar adecuadamente los fenómenos inflacionarios ni, por ende, han conseguido sentar las bases de una política que los extinga en una economía con ocupación plena. Concebir la inflación como un exceso de demanda efectiva sobre la oferta disponible ex ante no pasa de ser una mera tautología. Para salir de ella y llegar a la verdadera raíz de la inflación se necesita un enfoque distinto. Éste no puede ser otro que el reconocimiento, implícito como en Bent Hansen (1951) o explícito como en H. Aujac (1954), del fenómeno de la lucha de clases.

Hay una última derivación del pensamiento keynesiano, que es la de mayor alcance, sobre todo para los países subdesarrollados. El modelo macroeconómico de Keynes era estático, es decir, describía una situación de equilibrio en un momento dado. Ha habido numerosos intentos de dinamizarlo, o sea, de explicar cómo se pasa de una situación de equilibrio a otra distinta, o bien, cómo se mantiene el equilibrio a través del tiempo. De estos intentos hay dos que han sido verdaderamente fructíferos, los de Harrod (1949) y Domar (1947 y 1949).4 Estos modelos coinciden en un rasgo esencial, que es la concepción de una economía en crecimiento en la que los elementos dinámicos son la acumulación del capital y la relación entre este último y el producto o ingreso anual. Si se supone constante dicha relación, sea porque los recursos se utilicen con intensidad uniforme a través del tiempo, sea por efecto del progreso técnico, el factor determinante del desarrollo económico y del equilibrio al mismo tiempo es la acumulación del capital.

Tanto el modelo de Harrod como el de Domar padecen de la misma imprecisión señalada en el de Keynes, es decir, son demasiado globales. La economía aparece reducida en ellos a dos sectores productivos, el de bienes de consumo y el de bienes de capital. Cuando se trata de profundizar en el análisis del desarrollo, esta simplificación presenta obstáculos insalvables, como lo ha indicado Lowe (1952). En efecto, este autor observa atinadamente que el desarrollo económico es un fenómeno de transformación estructural, y que para que se realice en condiciones de equilibrio y de utilización plena de los recursos hay que resolver los problemas planteados por la indivisibilidad y la especificidad de estos últimos y por las imperfecciones del mercado. Para hacer luz en este terreno tampoco ayudaría mucho el modelo de Leontieff, por ser en extremo detallado y complejo. Lowe se vio precisado entonces a recurrir al esquema de la reproducción ampliada del tomo II de El capital.

En resumen, las aportaciones de Harrod, Domar y Lowe han vuelto a colocar el fenómeno del crecimiento como hecho central de la teoría económica. Han advertido además que el desarrollo económico no es algo exclusivamente cuantitativo, sino que exige cambios de estructura, cualitativos. Estos autores han restablecido, pues, el carácter histórico y dialéctico de la economía política. De paso, han mostrado que los esquemas marxistas de la reproducción ampliada son el mejor instrumento de análisis del desarrollo capitalista.

Mucho antes de que se elaboraran los modelos de Harrod, Domar y Lowe, se había hecho sentir con urgencia en los países latinoamericanos (también en los asiáticos y tal vez en los africanos) la necesidad de una teoría del desarrollo económico. Esta necesidad se agudizó con la depresión de los años treinta y se hizo por fin inaplazable con la segunda Guerra Mundial. Ambos fenómenos pusieron de relieve la debilidad y la dependencia inherentes de las economías productoras de materias primas frente a los países industriales. Como esta división del mundo correspondía a las nociones clásicas sobre la división del trabajo entre las naciones, de acuerdo con los costos comparativos, conviene examinar aquí los efectos de la “revolución keynesiana” en la teoría del comercio internacional.

El esquema keynesiano suponía una economía cerrada. Al introducirse en el modelo el comercio exterior, se hizo patente que el mantenimiento de la ocupación plena en un solo país, cuando hay tendencias depresivas en el resto del mundo, exige medidas de protección arancelaria o controles de cambios. Correlativamente, si estas medidas se adoptan en el país en que se origina la depresión, tienen el efecto de exportar el desempleo a las demás naciones. De aquí surgió un argumento nuevo para el proteccionismo en aquellos países que reciben las crisis económicas a través del comercio exterior. Pero hasta aquí el argumento estaba pensado en términos de las relaciones entre economías industriales de igual o parecido grado de desarrollo.

Un paso más adelante fue el que dieron Kindleberger (1950) y Balogh (1949). Estos autores formularon tesis muy semejantes al intentar ambos explicar la “escasez de dólares” que padecieron tanto los países industriales como los subdesarrollados en los primeros años de la segunda posguerra. Para ello tuvieron que dinamizar el modelo keynesiano “abierto”, al introducir en él las diferencias de velocidad del progreso técnico entre diversos países y las elasticidades recíprocas de demanda de los productos en que comercian.

Balogh ha demostrado que el país de más rápido avance técnico tiende a convertirse en acreedor de los demás, al reducir sus costos de producción con mayor intensidad y aumentar por consiguiente la gama de sus productos exportables a la par que disminuye la de los que importa. A esto Haberler objetó que el comercio internacional se funda en diferencias de costos comparativos, no absolutos. Samuelson observó entonces que esto sólo ocurre en rigor cuando las transacciones internacionales se realizan con base en trueque. Cuando el comercio se hace en forma monetaria, son las diferencias de costos absolutos las que determinan la orientación del intercambio, siempre que el país de más rápido progreso técnico exporte capitales para restablecer el equilibrio de las balanzas de pagos de los demás.5 Así se ha venido a repetir, en forma velada, una tesis fundamental de la teoría del imperialismo: la de que los países de mayor desarrollo industrial tienen que convertirse necesariamente en exportadores de capital para que el sistema siga funcionando de manera normal.

El problema de las diferencias de ritmo del progreso técnico y de las elasticidades recíprocas de demanda adquiere nueva calidad cuando se lleva al terreno de las relaciones entre los países industriales y los productores de materias primas. Surge entonces un fenómeno que ha sido ampliamente estudiado en diversos trabajos de la CEPAL y de otras dependencias de las Naciones Unidas (ONU) (CEPAL, 1949a, 1949b y 1949c; ONU, 1949). Se trata de la tendencia al deterioro secular de la relación de intercambio de los países subdesarrollados. Tal deterioro resulta de que la elasticidad ingreso de la demanda de alimentos y materias primas es más baja que la de productos industriales (en el caso de los alimentos dicha elasticidad es por lo general inferior a la unidad). De aquí se sigue una tendencia persistente al desequilibrio entre la capacidad para importar y las importaciones, que sólo puede corregirse al sustituir estas últimas. De esto surge, pues, la necesidad de la industrialización. A los argumentos tradicionales de List viene a agregarse éste más poderoso, que fue ya esbozado por Manoilesco en los años veinte, y que en fechas recientes ha sido también tratado con gran extensión en trabajos de la CEPAL.

He aquí cómo, a través de la quiebra de la teoría clásica del comercio internacional, se entra de lleno en la teoría del desarrollo económico, entendida como la explicación no del mero crecimiento, sino del paso de las economías predominantemente agrícolas a la fase industrial. Esta teoría, que -como ha indicado Furtado (1954) en un penetrante estudio- había ocupado un lugar muy secundario en las preocupaciones de los economistas, entra así en los últimos 10 años al campo en que es más fecunda: el de las bases de una política de industrialización e independencia económica de los países rezagados en el progreso científico y social de la humanidad. Pero es en la interpretación de ese rezago, vale decir, en la médula misma de la teoría del desarrollo, donde los instrumentos tradicionales de análisis se muestran más importantes.

Para avanzar en la explicación del atraso económico de unos países frente a otros, ha sido preciso reconocer la existencia de obstáculos estructurales. Éstos son de diversos tipos, los cuales se examinarán a continuación.

Un primer tipo surge del propio mecanismo de acumulación y reproducción. Son los obstáculos a los que alude Lowe en el artículo ya citado al decir que: “Lo que estorba el desarrollo acelerado de las regiones atrasadas no es tanto la miseria general sino la escasez de determinado tipo de mercancías, los bienes de capital, cuya forma física cambia típicamente con el progreso económico”.

Un segundo tipo de obstáculos se debe a la supervivencia de formas precapitalistas de organización económica. Estas supervivencias impiden utilizar plena y racionalmente los recursos disponibles y, en especial, el trabajo humano. Dificultan, además, el desarrollo de una clase con espíritu de empresa, esencial al desarrollo de tipo capitalista. Estorban también la creación de un volumen suficiente y orientado adecuadamente de inversiones privadas destinadas a acelerar el crecimiento. Frustran, por último, muchas medidas de política gubernamental tendientes a suplir las deficiencias de la iniciativa privada. Todos estos aspectos han sido analizados en forma admirable por Baran (1952b).

Existen obstáculos de un tercer tipo que son atribuibles a las deformaciones de los hábitos de consumo de los países subdesarrollados por la imitación de los países industriales. Se trata en verdad -como lo han hecho notar Nurkse (1955) y Furtado (1953) - de la acción en escala internacional del “efecto demostración” de Duesenberry. Se acentúa de este modo la tendencia al desequilibrio de la balanza de pagos y tiende a perturbarse la asignación interna de los recursos productivos.

Hay, finalmente, obstáculos que se deben a las deformaciones introducidas en la estructura productiva de los países subdesarrollados por el contacto con los países de gran desarrollo industrial y financiero.

Entre tales deformaciones, cabe mencionar la especialización excesiva en la producción para el mercado externo. Esta especialización ha llegado a casos extremos como el de Venezuela. En ese país el petróleo ha alcanzado alrededor de 95% de las exportaciones totales. Al mismo tiempo, se importa toda clase de artículos esenciales de consumo, entre ellos algunos como la carne y el arroz, que el país podría producir para la exportación. Por otra parte, el grado de urbanización de la población y su distribución por ocupaciones no corresponden ni al grado de desarrollo industrial del país ni a la fuerza de trabajo directamente empleada en el petróleo, lo que revela la existencia de una gran población parasitaria en los servicios de diversas clases, o bien, dedicada a un inmenso y costoso programa de obras públicas de bajísima productividad social.

De la especialización excesiva y del hecho de que la demanda de materias primas es más fluctuante que la de bienes finales, se deriva la gran vulnerabilidad de los países subdesarrollados a los ciclos económicos. Esto se comprobó con particular dureza en los años treinta, lo que dio lugar a las primeras formulaciones teóricas y de política económica anticíclica genuinamente latinoamericanas (Prebisch, 1944).

Otra deformación introducida en los países de escaso desarrollo por el contacto con los “centros” es la sujeción a la técnica creada en éstos. Ésta presenta dos modalidades. Una es la dependencia del abastecimiento de bienes de capital importados. De aquí que ya no el desarrollo sino el mero funcionamiento normal de la economía se vea en peligro cuando se interrumpen -por guerras, crisis u otros trastornos- las relaciones comerciales ordinarias. La otra modalidad que ofrece esa sujeción es la de que los cambios técnicos en la producción de materias primas -por originarse en los países que las consumen y no en los que las producen- están orientados a abaratar su abastecimiento y no necesariamente a utilizar en forma más amplia los recursos. Existe, por idéntica razón, el peligro de la invención de sucedáneos, del que el mejor ejemplo histórico son los nitratos sintéticos que dieron un golpe de irreparables consecuencias al salitre natural chileno.

Tal vez la más grave de las deformaciones que se están examinando es la organización monopólica de la producción para el mercado externo y su control financiero y administrativo por empresas situadas en los “centros”. A consecuencia de ello, la economía se divide en dos sectores, de los cuales el propiamente nacional es siempre el más débil, no sólo en el orden económico sino también en el político.

Por último, el atraso técnico, la escasez de capital y la supervivencia de formas precapitalistas de organización que impiden la plena utilización de los recursos dan lugar en los países no industriales a una bajísima productividad en la agricultura de subsistencia. Esto permite un nivel muy bajo de salarios incluso en los sectores exportadores de alta productividad, con lo que los frutos del progreso técnico en estas actividades benefician en forma unilateral a los consumidores y acentúan las desigualdades de niveles de vida entre las naciones.

El problema de los bajos salarios, la subocupación y la desocupación disfrazada es de tal importancia que ha servido de base al intento más completo de elaborar una teoría del desarrollo económico en años recientes. Se trata de la tesis de Arthur Lewis (1954).6 Este autor también ha resucitado un concepto marxista: el del ejército de reserva del trabajo, y lo ha utilizado para construir un modelo de desarrollo con oferta ilimitada de mano de obra.

El intento de Lewis no es todo lo afortunado que podría esperarse, precisamente por su incomprensión de aspectos fundamentales del análisis marxista. En efecto, Lewis parte de la observación -en sí muy atinada- de que la tesis keynesiana no se aplica a economías en que el factor limitante para la ocupación plena de la fuerza de trabajo no es la demanda efectiva, sino la escasez de capital. Decide entonces volver al esquema ricardiano, pero lleva esta posición al extremo de desdeñar el problema del mercado y cae en la falacia de la Ley de Say. Retrocede así en la interpretación del desarrollo capitalista no sólo frente a Keynes, sino ante todos los teóricos marginalistas del subconsumo. En la raíz de esta actitud de Lewis está la incapacidad de percibir la necesidad de que el ajuste entre demanda y capacidad productiva no sólo debe ser global, sino sectorial y por niveles de ingresos. Como la composición de la demanda depende de la forma en que esté distribuido el ingreso, si el desarrollo se realiza al mantener constantes los salarios reales y trasladar a los capitalistas la totalidad de los aumentos de productividad, entonces surgen distorsiones que tienden a reducir la productividad de las inversiones y a frenar el desarrollo.

La experiencia mexicana de los últimos 15 años demuestra objetivamente esta debilidad básica del modelo de Lewis. El rápido desarrollo de principios de la década de los cuarenta no se detuvo con el agotamiento del ejército de reserva, sino muchísimo antes, en el punto en que la falta de demanda efectiva de los grupos de bajos ingresos causó la subutilización de la capacidad instalada en las industrias esenciales.

La falla máxima de la teoría de Lewis, sin embargo, no radica aquí, sino en su incomprensión de los móviles de la acumulación, de la conducta del empresario capitalista como individuo y de su aparición y desarrollo como clase social. Sobre esta última cuestión Lewis (1954: 106) dice: es “muy difícil y, probablemente, carece de una respuesta general”. Confunde enseguida el socialismo con el capitalismo de Estado y no percibe con claridad el papel del comercio exterior en la creación de las burguesías nacionales de los países no desarrollados. Sobre los móviles de la acumulación, Lewis se pregunta si se deberán a “algún profundo instinto psicológico que conduce al industrial a usar su riqueza en forma más creadora que otros”, pero no sólo no consigue salir de esta confusión idealista, sino que además cree que Ricardo y ¡aun Marx! vivían sumergidos en ella. En efecto, dice que Marx explicaba la acumulación por una “pasión” de los capitalistas (Lewis, 1954: 153) y que su enfoque era ético y “emocional” (Lewis, 1954: 155).

En cuanto al proceso mismo de la acumulación del capital, en su doble aspecto de aumento de la capacidad productiva y de expansión del ingreso monetario, el modelo de Lewis (1954: 165) es muy rudimentario e imperfecto. Son infinitamente superiores los de Harrod y Domar, tanto desde el punto de vista lógico como por su semejanza con la realidad.

Al exponer su propio modelo de acumulación, Lewis vuelve a malinterpretar a Marx. Dice que éste “se persuadió a sí mismo de que la acumulación aumenta el desempleo en lugar de reducirlo” y califica de “curioso” el modelo marxista de las crisis y del aumento secular del ejército de reserva del trabajo (Lewis, 1954: 175). Más que de una curiosidad, se trata de un fenómeno característico de la historia del desarrollo capitalista, particularmente en el siglo XIX, cuando escribió Marx. Pero aún se le observa con especial intensidad en los casos de desocupación tecnológica o de crecimiento de la demanda de un producto en forma más lenta que la productividad del trabajo destinado a elaborarlo. Estos casos se dan con gran frecuencia en los sectores de exportación de los países subdesarrollados. En este sentido, Chile constituye también el mejor ejemplo actual en América Latina, pero podrían citarse, además, Cuba, Bolivia, y, en menor medida, todos los demás países, con excepción de Venezuela.

La preocupación por los problemas del desarrollo ha conducido así finalmente a redescubrir otro principio de la teoría del imperialismo, al comprobar que las relaciones de una economía industrial de rápido progreso técnico con una economía predominantemente agrícola llevan siempre consigo una desigual distribución de las ventajas en favor de la primera. Dicha comprobación vale no sólo para las relaciones internacionales sino también dentro de un mismo país. En este sentido son fundamentales las aportaciones de Schultz (1953 y 1955). Es tan serio el problema de las relaciones entre industria y agricultura que incluso se presenta todavía en la economía socialista, es decir, en el régimen destinado a abolir la explotación del trabajo humano. Por esta razón, su análisis constituye una parte fundamental de la contribución más importante que se ha hecho a la teoría económica del socialismo (Stalin, 1953; Lange, 1954).

Al concluir esta rápida revisión de las ideas económicas más importantes de nuestros días, no puede menos de expresarse un testimonio de profunda admiración por aquel pensador genial que concibió hace casi un siglo los instrumentos más certeros que ha elaborado la mente humana para comprender la realidad social. La obra de Marx cobra aún mayor significado si se tiene en cuenta que sus categorías y sus métodos han sido redescubiertos penosamente, parte a parte, sin integrarse nunca en una teoría sistemática como la que él formuló, y si se observa, asimismo, que ese redescubrimiento es obra de personas que, o bien lo ignoraban totalmente, o bien lo consideraban una reliquia de la era precientífica de la economía -Keynes, por ejemplo, pensaba así (Harrod, 1951)-, o bien trabajaban con el afán de refutarlo a él y a sus continuadores, no sólo en el campo del pensamiento sino también en el de la acción política.

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1 Existe en verdad un grupo de economistas que han intentado dar bases más sólidas al análisis marginal y hacerlo susceptible de una formulación matemática más precisa y de aplicación práctica. Este grupo, en el que destacan Hicks, Allen, Frisch, Wold, Samuelson, etc., ha desechado el concepto vago de utilidad marginal para remplazarlo con el de tasa de sustitución basado en escalas de preferencias. Pero el cambio de fundamentación no ha logrado destruir el carácter subjetivo e impreciso de la teoría, y ha originado en cambio una bizantina controversia sobre si la utilidad es un concepto ordinal o cardinal. Sin embargo, este esfuerzo tuvo resultados positivos, si bien pequeños, como el establecimiento de relaciones funcionales entre los conceptos de elasticidad-precio y elasticidad-ingreso de la demanda. De aquí se han derivado aplicaciones estadísticas útiles para el análisis de presupuestos familiares y para las proyecciones del consumo de diversos artículos.

2La traducción castellana data de 1942 (publicada por el Fondo de Cultura Económica, México).

3Es muy probable, sin embargo, que tanto el uso del insumo producto y de la programación lineal como la aplicación de una contabilidad financiera a las economías nacionales se inspiren en los métodos de cifras de control y de balances, empleados en la economía soviética desde el primer plan quinquenal.

4Véase también Robinson (1952).

5Toda esta controversia aparece en los siguientes ensayos: Balogh (1948), Haberler (1948) y Samuelson (1948).

6Este artículo contiene los elementos esenciales de la tesis que Lewis ha ampliado posteriormente en un libro (The Theory of Economic Development), que desafortunadamente no había llegado a Chile al escribirse estas líneas.

*Artículo publicado originalmente en Investigación Económica, vol. XVI, núm. 3, 1956, pp. 407426. También se publicó en El Trimestre Económico, vol. XXIII, núm. 3, 1956, pp. 269-283.

**Juan F. Noyola Vázquez (1922-1962), Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL).

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