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El trimestre económico

versão On-line ISSN 2448-718Xversão impressa ISSN 0041-3011

El trimestre econ vol.87 no.347 Ciudad de México Jul./Set. 2020  Epub 06-Fev-2021

https://doi.org/10.20430/ete.v87i347.1116 

Notas y comentarios bibliográficos

Los asesinos invisibles*

The invisible killers

Edoardo Campanella** 

**Centro para la Gobernanza del Cambio, IE University, Madrid.


La humanidad ha progresado al inclinar tanto la naturaleza a nuestra voluntad que a veces olvidamos nuestro propio lugar en ella. La historia de las pandemias muestra que el proverbial cuarto jinete del apocalipsis, la pestilencia, nunca puede ser vencido, sólo puede contenerse.

En 1969 El cirujano general de los Estados Unidos, William H. Stewart, le dijo al congreso que era hora de “cerrar los libros sobre enfermedades infecciosas” y “declarar ganada la guerra contra la peste”. Los antibióticos, las vacunas y los avances generalizados en saneamiento estaban haciendo al mundo más saludable que nunca. En unos pocos años las escuelas de medicina de Harvard y Yale realmente cerraron sus departamentos de enfermedades infecciosas. Para entonces, la polio, la fiebre tifoidea, el cólera e incluso el sarampión habían sido esencialmente erradicados, al menos en Occidente.

Pero este triunfalismo no sólo fue prematuro, fue también peligrosamente insensato. La epidemia de VIH/SIDA estalló en los Estados Unidos sólo una década después, y nunca ha sido vencida. Luego de una breve pausa en la década de los noventa, llegaron el SARS, el MERS, el Ébola, el Zika y las gripes aviar y porcina, por nombrar sólo algunos de los brotes en lo que va del siglo. Aunque la mayoría de estas nuevas enfermedades ha afectado principalmente a las partes más pobres del mundo, debería haber dejado en claro que la guerra contra los microbios estaba lejos de terminar.

Sin embargo, una sensación de invulnerabilidad ha prevalecido en Occidente. Se suponía que, incluso si las epidemias no hubieran sido enviadas a los libros de historia, representaban un riesgo sólo para sociedades geográficas y económicamente distantes. El nuevo coronavirus que surgió en Wuhan, China, en diciembre, destruyó esta ilusión, mostrando una vez más que los nuevos patógenos son asesinos de la igualdad de oportunidades.

Después de que inicialmente nos engañamos con que la Covid-19 seguiría siendo otra crisis de salud asiática, el mundo entero ahora está lidiando con una pandemia desbocada. De repente, las autoridades de salud pública de todo el mundo están tratando de aplanar la curva de contagio con cuarentenas, prohibiciones de viaje y bloqueos sin precedentes en toda la sociedad, mientras que gobiernos y bancos centrales intentan desesperadamente aplanar la curva de recesión con paquetes de estímulo sin precedentes.

I. Enfermedad y negación

Una lección ya está clara: incluso en las economías más ricas y avanzadas los humanos siguen siendo humanos, lo que significa que son vulnerables a las nuevas amenazas microbianas, en particular las infecciones zoonóticas (enfermedades que se propagan a partir de animales no humanos) como resultado de la evolución natural y facilitadas por actividades humanas. Como muestran dos historias recientes de pandemias, invariablemente es sólo cuestión de tiempo antes de que un virus, bacteria u organismo parasitario salte de algunas especies no humanas a la nuestra.

El Ébola, por ejemplo, vino de los chimpancés, así como la peste bubónica emergió de las ratas y la Covid-19 (muy probablemente) de los murciélagos. Además de preocuparnos por los nuevos microbios, también debemos preocuparnos por los más antiguos. Debido a mutaciones antigénicas, la malaria y la tuberculosis, una vez casi derrotadas, han resurgido en formas resistentes a los medicamentos.

En Epidemics and Society, el historiador de la Universidad de Yale, Frank M. Snowden, muestra por qué la complacencia de Occidente nunca estuvo justificada. Lejos de ser la reserva exclusiva de las sociedades “atrasadas”, los brotes de enfermedades mortales son, en todo caso, un subproducto negativo del progreso humano. Al alterar los ecosistemas y borrar las fronteras naturales, los humanos se han expuesto continuamente a gérmenes, virus y bacterias que evolucionan para explotar sus vulnerabilidades. El impulso del desarrollo económico ha brindado más oportunidades para que los humanos y los animales se mezclen, y el comercio mundial ha establecido nuevas rutas para la propagación de enfermedades.

En la historia registrada, la batalla entre humanos y microbios ha sido esencialmente una lucha entre la razón y la superstición. Durante siglos las sociedades humanas se sintieron impotentes ante las pandemias, por lo que recurrieron a rituales religiosos para aplacar a un dios supuestamente furioso. Cuando la ciencia finalmente triunfó sobre la religión, una ilusión fue remplazada por otra. Nos convencimos de que éramos los dioses, capaces de conquistar la naturaleza y el mundo microbiano.

Al examinar este proceso de aprendizaje largo y doloroso, podemos comprender mejor por qué el mundo no estaba tan preparado para la crisis actual. Snowden lleva al lector a un amplio viaje, al rastrear la historia de las principales pandemias que han afectado al mundo, desde la peste bubónica, la viruela y el cólera hasta la tuberculosis, la malaria, la poliomielitis, el VIH y el Ébola. El objetivo de Snowden es mostrar cómo la humanidad aprendió a controlar las enfermedades infecciosas mediante la creación de sistemas de salud pública y el progreso y la difusión del conocimiento médico.

Ésta ha sido una lucha constante, en parte porque cada enfermedad infecciosa ha sido única. Para algunas, el rasgo clave era su contagio; para otras, era su letalidad. Algunas eran bacterianas, otras, virales o parasitarias. Algunas se transmitieron por aire, otras, a través de agua contaminada o vectores como pulgas, mosquitos y piojos.

Lo que todas compartieron fue la capacidad de infligir un sufrimiento severo en los humanos y causar grandes perturbaciones en sociedades enteras. Las enfermedades infecciosas tienen una capacidad única para alimentar la ansiedad, el miedo, la histeria colectiva y los estallidos de religiosidad (especialmente en el pasado). Plantean un desafío directo a la cohesión social y la solidaridad, y, por lo tanto, a la capacidad de una sociedad para gestionar crisis colectivas.

II. Pandemia pico

De todos los brotes infecciosos históricos que analiza Snowden, la peste bubónica sigue siendo la más emblemática por su epidemiología, persistencia y efectos en la sociedad. Influyó permanentemente en la forma en que las autoridades de salud tratan las enfermedades infecciosas.

Recordada por su virulencia, letalidad y horribles manifestaciones clínicas, la peste mató a 50% de las personas infectadas a los pocos días del inicio de los síntomas. Y, a diferencia de la poliomielitis, el sarampión, las paperas y otras enfermedades que tienden a atacar a niños y ancianos, la plaga se dirigió a los adultos en la plenitud de la vida, lo que dejó muchas viudas y huérfanos, y, por lo tanto, magnificó las dislocaciones económicas, demográficas y sociales.

Además, la peste es la única enfermedad altamente infecciosa que ha devastado continuamente el mundo durante los últimos 1 500 años; ha acompañado a la humanidad desde la era de la superstición religiosa hasta la de la arrogancia científica. Por lo general, emanó de África o Asia y luego se extendió a Europa y América con la ayuda de comerciantes trotamundos. Las ondas epidémicas recurrentes duraron décadas o incluso siglos.

La peste negra, por ejemplo, acabó con un tercio de la población europea entre 1334 y 1372 y luego regresó de manera intermitente hasta 1879. Mientras tanto, las otras enfermedades infecciosas que surgieron durante este periodo -desde sífilis en la década de 1490 hasta cólera en 1830- fueron paralelas a la primera.

Durante siglos, los europeos creyeron que la plaga la había enviado una deidad enojada como castigo por la desobediencia y el pecado. Para aplacar la ira divina, las comunidades a menudo buscaban chivos expiatorios y expulsaban a los supuestos pecadores, ya fueran prostitutas, judíos, disidentes religiosos, extranjeros, leprosos, mendigos o brujas acusadas.

Durante los años de la peste de los siglos XIV y XV, las ciudades de toda Europa se cerraron a los forasteros y persiguieron a cualquiera que dentro de sus muros se consideraba indeseable. Los detenidos fueron apedreados, linchados y quemados en la hoguera.

Una respuesta menos cruel se centró en propiciar al dios enojado a través de la penitencia. Un ejemplo típico fue la procesión al aire libre a un santuario sagrado en medio de rogaciones y confesiones, como las organizadas por los Flagelantes que viajaron por Europa antes de ser perseguidos por la Inquisición.

En otros casos, las comunidades afectadas recurrieron al culto de los santos que se suponía que intercederían ante Dios en nombre del sufrimiento de la humanidad. En reconocimiento a la intervención de María para poner fin a la plaga en 1631, por ejemplo, la ciudad de Venecia construyó la monumental iglesia de Santa María de la Salud a la entrada del Gran Canal.

El fanatismo religioso claramente no fue suficiente para derrotar la plaga, dada su recurrencia continua. Pero otras medidas contra la peste, muchas de ellas draconianas, representaron algunas de las primeras formas institucionalizadas de política de salud pública.

Durante la peste negra, las ciudades italianas fueron pioneras en las regulaciones de plagas que cubrían a las autoridades sanitarias con poderes de emergencia y facilitaban la coordinación entre el ejército y el aparato burocrático. Dentro de las ciudades, los enfermos estaban aislados en casas de plagas o encerrados en sus hogares con guardias en la puerta. Se delegó en los militares el aislamiento de la población con cordones sanitarios para evitar la entrada de personas y bienes portadores de enfermedades. Venecia fue la primera ciudad en poner en cuarentena los barcos y sus tripulaciones.

En este caso, estas primeras políticas contra la peste marcaron un momento clave en el surgimiento del Estado moderno. Brotes mortales justificaron medidas de arriba abajo para controlar la economía y la población por medio de la detención forzada, la vigilancia y la suspensión de las libertades. Las mismas medidas de contención y distanciamiento social seguirían siendo la primera línea de defensa contra casi cualquier enfermedad infecciosa, desde el cólera y la fiebre amarilla hasta el VIH y el Ébola. Y aunque estas políticas no siempre fueron apropiadas o efectivas, otorgaron una imagen de liderazgo decisivo a los gobernantes.

III. Hubris científico

A pesar de las supersticiones prevalecientes, nuestros antepasados entendieron que la peste se transmitía de persona a persona y que el aislamiento era necesario para contener el contagio. Sin embargo, no supieron qué causó la enfermedad. Durante siglos, los médicos, influenciados por la llamada teoría del miasma, creían que el “mal aire” que emanaba de la materia orgánica en descomposición era la fuente de la enfermedad.

Sólo en los siglos XVIII y XIX los médicos comenzaron a comprender lo que realmente estaba sucediendo debajo de la superficie. La invención del microscopio condujo a la teoría de los gérmenes de la enfermedad, que identificó microorganismos, no miasma, como la fuente de infección. En el caso de la peste, el culpable era la bacteria Yersinia pestis, la cual era transportada por pulgas que vivían en las ratas negras cuya presencia era constante en las ciudades abarrotadas y los barcos mercantiles de la época.

El surgimiento y la aceptación generalizada de la teoría de los gérmenes representaron un punto de inflexión en la lucha contra las enfermedades infecciosas, lo que marcó el comienzo de una revolución médica y la creación de nuevos campos enteros como la microbiología, la inmunología, la parasitología y la medicina tropical. A mediados del siglo XX, las infecciones más duraderas y agresivas estaban en retirada, gracias al descubrimiento de vacunas y antibióticos, mejores niveles de vida y una mejor higiene.

Solamente la vacunación redujo la incidencia de la viruela, la difteria, el tétanos, la rubéola, el sarampión, las paperas y la poliomielitis a un grado tan radical que estas enfermedades se han olvidado en gran medida. El químico ddt estaba listo para erradicar la malaria y otros patógenos transmitidos por insectos hasta que se descubrió que era cancerígeno. Y el cólera fue más o menos noqueado por la filtración de arena y la cloración del agua.

En The Pandemic Century, una vívida descripción de la lucha de la comunidad científica contra los virus durante el siglo pasado, el periodista científico Mark Honigsbaum muestra cómo estos logros produjeron una sensación de dominio sobre el mundo microbiano. Después de siglos de sufrimiento a manos de dioses caprichosos, la humanidad de repente comenzó a desarrollar poderes divinos aparentemente propios.

Sin embargo, con esa comprensión llegó la arrogancia. En 1948 el secreta‑rio de Estado de los Estados Unidos, George Marshall, declaró con confianza que la humanidad estaba a punto de erradicar las enfermedades infecciosas de la Tierra. Para su generación, los microbios eran vistos como estáticos o de lenta evolución, limitados geográficamente y, por lo tanto, eminentemente manejables. Las viejas enfermedades estaban siendo eliminadas y pocos se detuvieron para considerar que podrían surgir otras nuevas.

Como es obvio para nosotros ahora, esta idea de la fijación microbiana -que sólo puede haber un cierto número de enfermedades- estaba fuera de lugar. Desde 1940 los científicos han identificado 335 nuevas enfermedades infecciosas, dos tercios de las cuales se originan en la vida silvestre, particularmente en los murciélagos. Ejemplos conocidos incluyen fiebre de Lassa, virus de Marburg, enfermedad de Lyme, fiebre del Valle del Rift, virus del Nilo Occidental, SARS, MERS, virus de Nipah y Ébola, pero hay muchos, muchos más.

Cada vez que los patógenos peligrosos son derrotados, es sólo cuestión de tiempo antes de que otros tomen su lugar. Las nuevas enfermedades son el resultado inevitable de vivir en un mundo dinámico. Los seres humanos son parte de un sistema ecológico inmensamente complejo. Las infecciones bacterianas y virales pueden permanecer latentes en los tejidos y las células, o bajo el permafrost que ahora se está derritiendo, durante décadas antes de ser reactivados por un choque repentino en el sistema o por coinfección con otro microbio.

En 2013, por ejemplo, Simon Anthony, de la Universidad de Columbia, y su equipo descubrieron que la cantidad de virus nuevos en todas las especies de mamíferos podría ser de alrededor de 320 000, siendo los murciélagos los portadores más comunes porque viven en grandes comunidades y viajan largas distancias en todo el mundo. La línea que divide las enfermedades infecciosas de las crónicas también es cada vez más borrosa. El virus del papiloma, por ejemplo, es la causa principal de varios tipos de cáncer que afectan tanto a hombres como a mujeres.

Además, según un informe de 2016 de la Academia Nacional de Medicina de los Estados Unidos, “La tasa subyacente de aparición de enfermedades infecciosas parece estar aumentando”. Están surgiendo muchas más enfermedades de reservas animales y nichos ecológicos que solían estar muy lejos de las poblaciones humanas. El crecimiento demográfico, el cambio climático, las ciudades abarrotadas, la pobreza persistente y las rutas comerciales mundiales continúan perturbando los frágiles equilibrios ecológicos y exponen a la humanidad a la amenaza de nuevos patógenos asesinos.

IV. Proceda con precaución

En Epidemics and Society, Snowden señala un informe de 1998 del Departamento de Defensa de los Estados Unidos que advierte que “los historiadores del próximo milenio pueden descubrir que la mayor falacia del siglo XX fue la creencia de que las enfermedades infecciosas estaban a punto de ser eliminadas”. La complacencia resultante ha aumentado la amenaza. Sólo dos décadas después esa predicción se ha confirmado, con países ricos y pobres igualmente arrodillados por una pandemia de coronavirus.

Dicho esto, no es la comunidad científica la que tiene toda la culpa de nuestros errores de cálculo. Después de que la exuberancia de los años sesenta y setenta demostró ser insostenible, los virólogos, los epidemiólogos, las organizaciones internacionales y las organizaciones no gubernamentales han entendido que las pandemias siguen siendo una amenaza grave. En 2015 el filántropo Bill Gates dio la voz de alarma sobre la falta de preparación del mundo para una pandemia de gripe. Pero los responsables políticos y los líderes empresariales estaban demasiado ocupados cosechando los frutos de la globalización sin restricciones para prestar atención a las advertencias.

Sin duda, ninguna otra epidemia reciente ha amenazado la salud global y la economía en la escala que tiene la Covid-19. La Organización Mundial de la Salud advirtió en 2009 que la gripe porcina (H1N1) cumplía los criterios para un virus pandémico. Pero el riesgo de disrupción global no se materializó. Del mismo modo, en 2003 se esperaba que el SARS se convirtiera en una nueva pandemia de influenza, pero resultó ser una falsa alarma. Si bien un solo estornudo puede poner en marcha una pandemia, las contingencias intraespecie son complejas, lo que hace que las pandemias a gran escala sean eventos de baja probabilidad.

No obstante, una baja probabilidad no significa que no haya probabilidad. La pandemia de Covid-19 ha expuesto nuestra vulnerabilidad y falta de preparación, lo que subraya la necesidad de un enfoque más cauteloso en el futuro. Como con todos los brotes infecciosos, su brusquedad ha sembrado confusión y caos. El daño psicológico, económico y social que ha infligido conducirá a cambios permanentes en nuestras economías, políticas y vidas individuales.

Nuevas pestilencias surgirán sin previo aviso en el futuro. Pero uno espera que nos preparemos para ellas sin adoptar una mentalidad apocalíptica o caer en el chivo expiatorio de la Edad Media. Vivir bajo una alerta de pandemia perpetua dañaría nuestros medios de vida y limitaría nuestras libertades. Además, hay una tercera vía. Hubris debería ceder a la humildad. Nuestra aspiración científica debería ser entender el mundo microbiano, no conquistarlo.

Los gobiernos, por su parte, deberían prestar atención a las ideas que ofrece la ciencia. Al adoptar paradigmas económicos más sostenibles, fortalecer los sistemas de salud pública, restablecer la fe en los expertos y desarrollar resiliencia frente a los choques negativos, podemos minimizar la probabilidad de otra catástrofe global impulsada por una pandemia.

No importa cuán profundo sea nuestro conocimiento del mundo microbiano, nos recuerdan Snowden y Honigsbaum, la naturaleza siempre proporcionará virus, bacterias y parásitos en dotaciones que no anticipamos. Una vez que haya pasado la pandemia de Covid-19, es probable que sus libros y otros libros sobre enfermedades infecciosas permanezcan abiertos durante bastante tiempo.

* Publicado originalmente en Project Syndicate (10 de abril de 2020). The invisible killers. Recuperado de:https://www.project-syndicate.org/onpoint/the-invisible-killers-by-edoardo-campanella-2020-04. © Project Syndicate, 2020. https://www.project-syndicate.org/. En este texto se reseñan las siguientes obras: Frank M. Snowden (2019). Epidemics and Society: From the Black Death to the Present. New Haven: Yale University Press, y Mark Honigsbaum (2019). The Pandemic Century: One Hundred Years of Panic, Hysteria and Hubris. Londres: Hurst Publishers, 2019. [Traducción del inglés del Consejo Directivo de El Trimestre Económico.]

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