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El trimestre económico

versión On-line ISSN 2448-718Xversión impresa ISSN 0041-3011

El trimestre econ vol.87 no.347 Ciudad de México jul./sep. 2020  Epub 06-Feb-2021

https://doi.org/10.20430/ete.v87i347.1118 

Clásicos de la economía

El problema de la práctica teórica en la producción histórica marxista*

The problem of theoretical practice in Marxist historical production

Carlos Sempat Assadourian** 

**El Colegio de México (correo electrónico: csempat@colmex.mx).


Resumen

El estancamiento en el estudio de cualquier disciplina es un tema presente; este artículo hace reflexiones en torno a ello desde un enfoque marxista hacia la historiografía y la economía política. Plantea que seguir los modelos históricos convencionales para analizar regiones específicas como América Latina puede constituir un sesgo en tales estudios. El autor cuestiona cuál es el papel del historiador para la comprensión de un contexto social, político y económico determinado. Explica por qué se obstruyen las vías hacia el conocimiento si se parte desde los clásicos y cómo es que la investigación parece inmovilizada si ahora se cuenta con más herramientas para el progreso intelectual.

Palabras clave: historiografía marxista; Latinoamérica; progreso intelectual; empirismo idealista; economía política; capitalismo; reducción materialista; teoría económica del sistema

Abstract

Stagnation in the study of any discipline is a subject of importance, this article reflects on it from a Marxist approach to historiography and political economy. It argues that following conventional historical models to analyze specific regions such as Latin America may constitute a bias in such studies. The author questions what is the historian’s role in understanding a given social, political, and economic context. He explains why the pathways to knowledge are obstructed if one starts from the classics and how is it that research seems immobilized if there are now more tools for intellectual progress.

Keywords: Marxist historiography; Latin America; intellectual progress; idealistic empiricism; political economy; capitalism; materialistic reduction; economic theory of the system

La convocatoria de este Primer Encuentro de Historiadores Latinoamericanos nos parece animada de un sugerente y positivo sentido, pues el conjunto del temario propone una vuelta a la reflexión total sobre el trabajo y el papel del historiador en nuestro inmenso territorio latinoamericano enlazado por sus procesos y sus movimientos del pasado y por un común destino de liberación a cumplir. Al rescatar esa totalidad temática me propongo abordar sus puntos más significativos refiriéndolos a un relieve específico, dado por la producción histórica marxista. Trato, en verdad, de revisar críticamente el valor de dicha producción mediante la descodificación, en los planos político y metodológico, de su sistema referencial y del hábito de seguir ciertos procedimientos viciosos en el trabajo. Expongo estas deficiencias con la intención de rectificar nuestra práctica, con el fin de constituir el trabajo histórico marxista como una constante y progresiva producción de conocimiento real. Supongo que las convergencias -o las divergencias- con las posiciones aquí planteadas serán siempre útiles para todos.

De entrada, se impone la valoración del estado actual en que se halla la producción histórica. Por cierto, existen indicadores expresivos y de muy fácil comprobación para situar la actividad de las dos últimas décadas en un plano de rupturas y de realizaciones progresivas. Como se sabe, han ocurrido desplazamientos que junto con la historia social -la historia económica- configuran espacios ya reconocidos en los ámbitos académicos; se ha extendido nuestro conocimiento sobre los modelos teóricos y las normas metodológicas que se elaboran y aplican en los mejores centros europeos y americanos; existe un repertorio de trabajos publicados que atestiguan sobre las variaciones introducidas en el nivel teórico y el mayor rigor con que se opera en la verificación empírica, mediante la selección y la manipulación técnica de nuevas fuentes. Ahora bien, estos avances tienen límites precisos, se hallan condensados en las universidades, sin aparecer visibles en las escalas primaria y media del sistema educativo. En los dos últimos contextos, los que poseen el control de los aparatos de poder que verticalizan y determinan qué tipo de saber va a ser transmitido colectivamente, cierran por lo general el paso a todos los elementos diferenciales aportados por las investigaciones históricas renovadas en relación con el saber tradicional.

Sin embargo, aunque las fronteras sean tan manifiestas y debamos referirnos, en consecuencia, sólo a un adelanto en la universidad, estos límites no bastarían para formular la tesis contraria, o sea, la existencia de una crisis o un estancamiento en el proceso de producción del conocimiento histórico. Sin embargo, aquellos que nunca se conforman del todo podrían señalar que a ese problema de la extensión social del nuevo conocimiento histórico se agregan otras razones contradictorias que concurren a negar el valor positivo y creciente que asignamos a los cambios ocurridos en los últimos años. Una de las posibles negaciones consistiría en hacer notar que los llamados adelantos no son tales, pues encubren formalmente modas de duración limitada (como la economía natural, las etapas del crecimiento económico, los modelos cuantitativos e, incluso podrían añadir, si no se enfocan con rigor, los modos de producción); la duración corta daría la relación justa acerca de la función, la consistencia y la significación reales de este tipo renovado de convergencia metodológica. Otra de las razones orienta la crítica al vincular dicha convergencia metodológica con un plástico modo de asumir la invariable impronta de la dependencia cultural; aquí, arguyen, nuestra máxima originalidad está dada por la variación aproximada con que tardamos en asimilar las propuestas de afuera.

¿Qué responder? Si fijamos en estos márgenes -bastante artificiales- el análisis de valoración, tendríamos que modificar nuestro primer optimismo. Se registra la entrada de los historiadores al dominio de la moda, fusión que a menudo se logra mediante la simple concentración retórica; si la dependencia está determinada por la localización espacial de los centros productores de modelos y las técnicas que sobredeterminan nuestras investigaciones, ese estado de sometimiento “es de público y notorio conocimiento”, para decirlo al estilo de los viejos documentos. A los historiadores nos debe importar que se planteen estas objeciones, aunque las sintamos como demasiado segmentarias, externas a la obra del investigador o, incluso, en sentido estricto, “falsos problemas”. Sin persistir en este tema, si es verdad o no la existencia de comportamientos subordinados y con qué términos deberían medirse, parece conveniente mirar de otra manera el contenido de las normas que, creo, rigen para una parte considerable de la producción histórica renovada.

Muchos años atrás, Bachelard dio sentido al uso del “No” en tanto categoría desafiante con la cual procuraba dar a la ciencia “la filosofía que se merece”. Con otra matriz de propósitos, entiendo importante rescatar el “No” y jerarquizarlo como categoría analítica aplicada a la nueva producción histórica. Vale decir, poner entre paréntesis el valor que le asignamos y estudiar con atención lo que saca a luz esta polaridad dinámica, provocada intencionalmente mediante el uso de la negación. Sin desconocer el ¿cuánto prejuzgo?, el ejercicio riguroso del “No” dejaría buenas enseñanzas, por la posibilidad siempre latente de distinguir huecos y relaciones inciertas en aquella producción que constituye una región importante de nuestro sistema referencial teórico y empírico. Por ejemplo, nos permitiría preguntar -y objetar- acerca de la pretendida cualidad de las técnicas cuantitativas: la de descubrir el movimiento funcional de una estructura dada en el tiempo junto con la virtud intrínseca de poder enunciar por sí mismas, sin salir de sí, los principios de su propia teoría. O la tendencia a desestructurar la totalidad e investigar la región abstraída (a veces incluso uno solo de sus elementos) como si tuviera la condición de enclave absoluto, sin que, además, el análisis de dicha región posea esa tremenda fuerza que depara el proceso de verificación a través de las fuentes adecuadas y el filtro teórico, aquel que sensibiliza la lectura del concreto y ordena a la constelación de datos. Existen otros trabajos que son intentos serios por abordar la totalidad o las partes sustanciales de ésta, sin dejar de señalar la fineza de muchos tramos y el placer que despiertan semejantes obras; uno percibe que la articulación de aquellos objetos en movimiento se resiente por la ausencia de un complejo nuclear, cuya función de eje replantee el sentido de todo al relacionar, unificar críticamente, los varios niveles investigados. Tampoco se puede ignorar que los análisis de la región económica, la más avanzada en modelos y técnicas estadísticas, se construyen sin referencia al método normativo de que “la verdadera ciencia de la economía política comienza allí donde el estudio teórico se desplaza del proceso de circulación al proceso de producción” (Marx, 1959b: 325).

No obstante, por más justa que sea la práctica del “No”, será inútil creer que por ésta sola surgirá espontáneamente la historia alternativa marxista. O que dejan de ser verdad varias cosas elementales, por ejemplo, que la mejor parte de nuestra formación universitaria dependió y debe ser cargada a la cuenta de aquellos historiadores cuyos textos y artículos connotaron con un sentido distinto nuestro aprendizaje, al introducirnos en la significación del espacio, en la coexistencia de estructuras cuyos tiempos y longitud de ondas son diferentes, en la relación precios-salarios, en el valor expresivo del acontecimiento y del documento, en la constitución de series y los movimientos que éstas anotan en la coyuntura... Tampoco cabe olvidar su superior papel en las acciones ejecutadas contra esa historia factual, tan vieja, tan no conocimiento, pero que todavía inyecta con fuerza tantas falsas creencias. Un cotejo que continúa, pues no se trata de un combate contra una antigualla metodológica que se reconoce como tal, y así va a guardar reposo en el silencioso sepulcro de la historia de la historiografía. Todo lo contrario, la historia factual es una realidad activa, fuerte, dura en su función reproductora, ya sea en su tradicional figura del dato normativo jurídico, ya sea con el disfraz de “su” historia económica y social. Por supuesto, la cantidad de verdades elementales está lejos de agotarse en las dos cosas mencionadas.

Saltar intencionalmente con un doble sentido (la “sospecha” y el “aprecio”) sobre el mismo sitio (el valor de la producción histórica renovada metodológicamente) se debe a la finalidad de objetivar nuestra situación, la del grupo sujeto a una práctica teórica específica, desde ángulos y relaciones diversos. Así, en primer término, debemos reconocer el acercamiento establecido con otras corrientes y la distinta jerarquía de los aportes efectuados, ya sea aclarando qué dirección tienen los préstamos realizados o la original calidad de las exploraciones históricas llevadas a cabo. De hecho, asimismo, fuera del marxismo no existe un bloque homogéneo o apenas perturbado por diferencias de lenguaje, sino franjas con relaciones excluyentes; por lo demás, la experiencia ofrece constantes pruebas para percibir cuál es la franja antagónica al marxismo y con cuál tenemos la oportunidad de ejercitar las contradicciones, pero también la posibilidad de regular convergencias diversas. Es necesario apreciar debidamente la fragilidad y la precariedad de nuestra producción, entendiendo por otro lado que los mecanismos para elevar la consistencia y el valor de la historiografía marxista no pasan enteramente por la magnitud de las negaciones que dicho método puede generar, sino por la verdadera audacia de elaborar un conocimiento histórico, real y propio. Con lo último queremos significar que el cambio de estado de la producción histórica marxista -de un nivel subordinado y dependiente a uno autónomo y de valor reconocido- sería factible si esa producción comienza a caracterizarse por otra modalidad distinta dada -¿paradoja?- por el reencuentro, el reconocimiento de la ciencia marxista de la historia.

Esta cuestión del reencuentro tiene, por cierto, significaciones múltiples, es un complejo conjunto del cual aquí sólo abstraeremos algunos puntos de indudable gravitación; debe sobreentenderse que incluso estos puntos son objeto de una extrema reducción expositiva. Me parece que lo mejor sería comenzar por algunas referencias sintéticas a ciertos aspectos teóricos que podrían luego aclarar las desviaciones ocurridas en nuestra práctica concreta.

Entiendo correcta la idea de que “Marx [...] funda una ciencia desprendiéndola de la ideología de su pasado y revelando ese pasado como ideológico” (Althusser, 1967: 138). Quien la propone, Althusser, piensa en los grandes continentes de las ciencias y señala que antes de Marx sólo habían sido abiertos al conocimiento científico, por cortes epistemológicos continuados, el continente Matemáticas y el continente Física. Marx, prosigue Althusser, abre “al conocimiento científico un nuevo y tercer continente científico, el continente Historia, mediante un corte epistemológico cuya primera incisión, temblorosa aún, está inscripta en la Ideología alemana, luego de haber sido anunciada en Las Tesis sobre Feuerbach” (Althusser, 1970: 30). Sabemos que en el continente de Marx el objeto teórico nuclear lo constituye el modo de producción, como estructura determinada y determinante. Por esencia, entonces, aquí está el punto más delicado y conflictivo. En efecto, sobre aquellas totalidades orgánicas que designó “a grandes rasgos”, Marx disolvió las apariencias y sustantivó un verdadero conocimiento sobre el nivel económico del modo de producción capitalista, cuando éste se hallaba en un grado histórico dado de su desarrollo. De los demás elementos de este modo y de los otros modos que percibió, nos dio signos indicativos, desarrollos de mayor extensión y profundidad y otros parcelados y truncos, es decir, infinitos objetos que uno concibe y siente como un increíble arsenal de hipótesis deslumbrantes. A esto es necesario agregar una referencia importante, relativa a las características y a la cantidad de conocimiento histórico acumulado hasta la época de Marx (recuérdese el comentario que Hobsbawm da a este problema en su artículo introductorio a la edición inglesa de Las formaciones económicas precapitalistas). Estas circunstancias califican la teoría, en su constitución original, como discurso completo, reflexivo, sobre las totalidades orgánicas en movimiento, pero donde en su composición entra -y no puede ser de otra manera- una diversidad cuantitativa de hipótesis cuya naturaleza inequívoca puede a veces desaparecer para nuestras miradas por la genial articulación del discurso teórico. Pero, claro está, si sucede que sistemáticamente el conjunto de hipótesis, sin variar su propiedad mediante las verificaciones precisas, queda fijada en calidad de conocimiento real, la teoría de los modos de producción se transforma en una combinatoria impura de conocimiento científico y nociones ideológicas. Sabiendo reconocer la trampa, no alterar el valor cualitativo de hipótesis mientras no se agrega la significación empírica, en la teoría marxista aflora un movimiento continuo, la teoría adquiere el sentido vital de prórroga permanente. De otra forma, la teoría deja de identificarse con el recitado de la abstracción y procede a la permanente rectificación y ajuste de sus elementos, mediante la investigación de los concretos más expresivos. Esta posición está muy lejos de expresar siquiera residuos de la ideología empirista; todo lo contrario, ya que, en contacto móvil con los concretos de la abstracción que se traducen en práctica teórica y la investigación empírica, produce escritura teórica, nuevos conocimientos.

La historia del marxismo ofrece -y no podemos confundirnos- un carácter esencialmente oscilatorio, fluctúa de manera marcada entre periodos estáticos (la teoría sacralizada) y periodos dinámicos (la teoría en movimiento progresivo), con una separación nunca nítida en términos absolutos, pues un periodo suele extenderse por encima o debajo del otro. Sin embargo, parece justo admitir que nos hallamos situados en un ciclo dinámico. Desde hace varios años se asiste a una sistemática práctica teórica, localizada casi siempre en Europa, en múltiples campos: filosofía, lingüística, estética, antropología, Estado y derecho, economía, etc. Hay, además, revisiones, acercamientos e intentos por lograr una reducción materialista de la teoría freudiana que observan cómo la producción social y las relaciones de producción son una institución del deseo y cómo los afectos o las pulsiones forman parte de la propia infraestructura (Deleuze y Guattari, 1974: 69).

Por cierto, también será difícil negar la sobresaliente calidad de algunos historiadores cuya producción afirma el valor del marxismo. Igual sucede con el fenómeno de los préstamos; por ejemplo, cuando Braudel concibe al marxismo “como un mundo de modelos”, evidencia un determinado influjo en la tradición de los Annales. Desde otra perspectiva, vale la pena observar hechos que traslucen cambios positivos, como el restablecimiento del debate acerca del concepto “modos de producción” y sus constituciones concretas, ya que en resumidas cuentas se alcanza así la esencia del marxismo y se ordenan las investigaciones y las reflexiones dispersas sobre niveles particulares; reaparece, propiamente dicha, la práctica teórica.1 De esta manera, la discusión colectiva de los Studies in the Development of Capitalism, de M. Dobb (1963), representa un buen hito de la nueva disposición a poner énfasis en el concepto directriz de los modos y el complejo problema del tránsito. Por supuesto, no podemos omitir que en dicha discusión afloran las desviaciones propias del marxismo sacralizado, ¿acaso ya secundarias?, como que el debate se realice casi a la década cumplida de la edición original de los Studies, y lo mucho que dejan de desear la información histórica y las reglas inflexibles de algún participante. Quizás esas desviaciones se prolonguen todavía; digo esto porque en todos los comentarios concedidos sobre dicha discusión hay un olvido de la brevísima participación de G. Lefebvre, quien advertía que, una vez sentadas las hipótesis, se debía interrogar de nuevo al mundo exterior para comprobarlas o no. Entendiendo que a esa fase había llegado el debate y que era inútil y peligroso continuarlo en abstracto, Lefebvre reclamaba proseguirlo como historiadores, investigando los concretos (Hilton, 1977: 111).

¿Podemos confesar que la recomendación surtió efectos? Sí y no. Sería la media adecuada para caracterizar los desniveles de la atractiva convergencia suscitada por la reaparición del “modo de producción asiático”, problema colocado durante algún tiempo en la posición de centro jerárquico de las inquietudes “dinámicas”. En fechas más recientes, el promedio estaría determinado por el distinto método para leer a Marx. En la corriente orientada por Althusser, el experimento pasa fundamentalmente a trabajar los textos desde el interior y reelaborar la obra de Marx, sin que ello obstaculice la continua reelaboración de la propia lectura, como ejemplifica É. Balibar (1973) en su por otra parte brillante artículo “Sur la dialectique historique. Quelques remarques critiques a propos de ‘Lire Le Capital’”. Identifica tendencias que traslucen los muy finos desacuerdos, y las acusaciones de falsa lectura, que anotan los artículos de Luporini y Sereni (1976). El otro método visible consiste en leer a Marx, pero con el objetivo evidente de reflejar las zonas muertas y las zonas vivas coexistentes en la obra original, a través de la luz que arroja la confrontación de los enunciados de Marx con las novedades que introducen las investigaciones más recientes. Para exponer nombres, me parece que sería el caso de Godelier (Teoría marxista de las sociedades precapitalistas, 1971), entre muchos otros. En pleno rigor, la producción de ambas corrientes, aunque divergentes en sus propósitos, apunta a obtener nuevas constantes dinámicas y establecerlas en el cuerpo teórico del marxismo, por lo cual hay que seguirlas de cerca. Pero sin olvidar que sería fundamental, incluso para corregir algunas deformaciones, la participación consciente de los historiadores en esta ávida actividad teórica. En esta necesidad Vilar, Kula, Hobsbawm, nos dejan grandes enseñanzas. En el caso de Kula su Teoría económica del sistema feudal (1974) es un hermoso e ideal modelo de trabajo, que sabe sustantivar la producción de conocimiento histórico como práctica teórica marxista.

Hago algunos breves agregados que, supongo, están emparentados muy de cerca con el problema de los modos. El primero compete a nuestras reflexiones sobre los tiempos históricos, una preocupación propia del oficio y que ahora se halla muy regulada por aquella propuesta de la coexistencia de estructuras cuya longitud de ondas es diferente, la coexistencia discontinua de varios tiempos dentro de la totalidad social. Si se admite el término “coexistencia” (aunque se desajusten sus resonancias o ecos dualistas), siendo prudente admitir en principio que los varios niveles de la totalidad manifiestan una cronología discontinua en sus cambios de cualidad, quizá resulte conveniente interrogarnos con mayor asiduidad sobre la parte más escondida de la relación entre los tiempos, o sea, la posible existencia de una regla invariante que va ajustando entre sí, con un alto grado de simultaneidad, los tiempos de todas las partes. Sería algo así como la interdependencia recíproca de los tiempos, que obran, sin deliberación ni cálculo, en un solo tiempo estructurante; cada tiempo determina y es determinado, cada tiempo acumula cantidad para la transformación “en sí” de su nivel y de los otros; la acumulación general de las partes siempre encuentra su orden permanente en la totalidad. Si la regla de ajuste está presente, representarla significaría conocer de otra forma las aparentes distancias o dilaciones que exteriorizan los niveles en su cambio de cualidad. Aquí se plantea otra cuestión. Althusser sabe hablar “de que no hay que contentarse con pensar sólo la existencia de los tiempos visibles y mensurables, sino que es preciso -absolutamente necesario- plantear el problema del modo de existencia de los tiempos invisibles, con ritmo y cadencias invisibles que deben ser descubiertas bajo las apariencias de cada tiempo visible” (Althusser, 1977: 111). Recurro a la cita porque la encuentro perfectamente apta para evitar la caída en ciertas fáciles tentaciones regresivas, inducidas sin duda por el tiempo más visible y estatuido: el económico. La tendencia a concederle el valor de determinante absoluto sobre los demás tiempos es frecuente en muchas investigaciones locales, cuyos modelos de referencia están sujetos específicamente a la historia coyuntural y al ciclo corto de Labrousse. Quizá las aplicaciones del modelo sean desviaciones mecanicistas, fuera del verdadero sentido que poseen en el modelo referencial, pero, si ello fuera así, equivale a decir que el método de Labrousse debe volver a ser interpretado y aplicado con el máximo de rigor. Será lícito que en la reconsideración intervenga, para ser analizado críticamente, el presupuesto de Vilar de que el ciclo corto es el ciclo original del modo de producción feudal.

En relación con estas mismas cosas, espero que haya consenso para deflactar la abusiva caracterización de “problema central” que se concede a la cuestión de los cortes temporales -continuidad/ruptura-, no porque sea un hecho trivial, sino por dos motivos distintos. El primero es que el historiador, bien ubicado en la práctica teórica y empírica, se encuentra sensibilizado para distinguir que “el carácter progresivo de un acontecimiento no excluye la originalidad de un acontecimiento” (Canguilhelm, 1971: 78), y para fechar, localizar factualmente, aquella intersección del espacio temporal en que se ha sustantivado el cambio: la originalidad. El segundo motivo radica en la necesidad de privilegiar la trascendencia de otro tipo de “cortes”, aquellos que se efectúan en la totalidad orgánica. Al respecto, es muy conocida la organización conceptual de Althusser: como principio normativo reconoce la totalidad, pero identifica al nivel económico como determinante “en última instancia”, término de relatividad que parece reforzar cuando introduce el grado de “autonomía relativa” para los restantes niveles de la totalidad. Fundamenta así y distingue muy netamente los niveles como “un todo parcial”, una estructura regional que puede ser objeto de un tratamiento científico relativamente independiente; por lo tanto, admite la producción de teorías en plural para la variedad de historias regionales: política, ciencias, arte, economía, etc. Procedimiento que Vilar no tolera y califica de anomalía: “Inmediatamente después de afirmada la ‘dependencia específica’ de los niveles entre sí, me rehúso a proclamar la independencia relativa de sus historias” (Vilar, 1974: 34). ¿Nos hallamos entonces en el circulo vicioso?, pesada duda, motivada por la incertidumbre en que nos encontramos respecto de la validez de los principios que deben ser utilizados para efectuar este tipo de cortes, y cuando la alternativa de estudiar globalmente la grave y compleja totalidad parece más terrorífica aún.

Hasta tanto no encontremos sugerencias más convincentes, deberíamos tentar la aventura de experimentar con exploraciones propias, por más modestas que sean. Por ejemplo, en relación con la causalidad lineal con que tradicionalmente venimos conectando entre sí las partes de la totalidad, sentimos a la articulación de remplazo propuesta, la causalidad estructural, como una variante rectificadora de alcances positivos para el análisis histórico. Pero en función de la experiencia propia, hasta podríamos llegar a convencernos de que, por más autonomía “relativa” (de las regiones) y determinación en última instancia (del nivel económico) que podamos manejar, en la investigación de los objetos concretos la causalidad estructural puede ser en realidad una especie de causalidad lineal levemente modificada, un cambio cuya medida reposa sobre todo en el dominio verbal. También podríamos comenzar a arreglarnos orientando la investigación hacia objetos adecuados en esencia a los propósitos que buscamos. En tal aspecto puede ayudarnos la síntesis indicativa de Canguilhem (1971: 78): “para hacer entrar a los términos en relación de composición y dependencia es conveniente ante todo obtener la homogeneidad de esos términos”. Aplicado, sería rigurosamente exacto concluir que el proceso de reducción para lograr la homogeneidad de los términos sería un procedimiento superfluo, ya que la composición y la dependencia de los términos serían una condición preexistente, relaciones ya establecidas, dadas incluso en el propio sentido que posee el concepto de totalidad orgánica. De ahí que el problema vuelva a ser la representación de lo dado. Si estamos mirando bien, la razón metodológica nos aconseja abstraer e investigar el término más significativo, la unidad inmanente en todos los niveles y que activa el ajuste homogéneo de todos los términos. Es decir, la articulación que presumimos ya dada se lograría fijar concibiendo las relaciones de producción como complejo nuclear de la totalidad orgánica. Su análisis sistemático haría transparente el conocimiento descodificado del todo y sus niveles, nos conduciría a la representación deseada.

Se dirá que esto es arcaico y no sirve. Quizás, pero recién conviene desecharlo cuando contemos con investigaciones de valía que indiquen la falsedad del principio. Pues, aunque las citas de Marx y de Lenin sean moneda corriente, no hay noticias de la existencia -por lo menos para el sistema de la dependencia colonial- de alguna investigación édita que, constituida como práctica teórica marxista, haya encarado como corresponde el conocimiento concreto de nuestras anteriores relaciones de producción. Lo que no deja de ser un vulgar contrasentido.

Habiendo privilegiado el valor de la teoría marxista de la historia, es útil cotejar el juicio con la producción histórica hecha bajo dicho amparo teórico. Esto es: ¿existe alguna correspondencia entre la jerarquía concedida a la teoría y aquel producto llamado historiografía marxista latinoamericana? Y de otra manera, si hay distancias entre ambas cosas, el valor adjudicado a la teoría marxista ¿no será una simple mercancía, un gesto alienado? Por lo general, la lectura de las “historias” o las “interpretaciones” marxistas deja como balance el sentimiento mortífero y melancólico de haber liquidado el sentido de un trabajo duro y difícil, de haber ahogado en un charco de hojas toda la potencia y la complejidad de los procesos históricos. Pero, asimismo, cabe aclarar que esa producción sólo guarda un principio de falsa identidad con la práctica teórica cuyo nombre invoca. Esta descalificada relación diferencial trasluce debilidades, desencuentros, errores; hábitos, en fin, que deben ser corregidos a profundidad.

Las desviaciones comienzan a gestarse en el primer plano del trabajo: el de la información-formación teórica. Aquí se manifiesta con claridad lo comentado antes, las zozobras y las desvirtuaciones que conlleva la reducción del discurso teórico de Marx, con su sentido vital de prórroga permanente a una combinatoria cerrada o impura, debido a que el conjunto de hipótesis comenzó a traducirse, a congelarse como conocimiento real, en vez de procurar establecer otro ritmo con el cuerpo teórico a través de investigaciones correlativas. Estamos, por supuesto, en el territorio de la teoría sacralizada, con su rígido y excluyente proceso de codificación, con su inflexible sistema valórico con que premia el formal recitado de la abstracción. Igual que en el derecho, se construyó la prisión de la cita y del acto inmóvil, sujetos a la regulación de las convenciones establecidas. No debemos equivocarnos, esta corriente es la que ha producido la llamada historiografía marxista latinoamericana, esa producción del valor diminuto, con su código teórico, su causalidad mecanicista y su increíble indiferencia ante los concretos reales que guardan los archivos. A este territorio no llegan las noticias sobre las nuevas experimentaciones teóricas y metodológicas; si arriban, su efecto es nulo: siguen conservando sus falaces conceptos y prácticas cual si fueran tumbas egipcias.

Por suerte, aunque muchas veces afuera se piensa lo contrario, esta corriente no constituye el entero campo marxista; incluso más, hace ya tiempo que sus hábitos y prácticas empiezan a ser contrarrestados por grupos que se reencuentran con la genuina práctica teórica marxista. La ruptura casi cae bajo el signo de la ruptura generacional. En efecto, entre quienes comienzan o han avanzado en su aprendizaje del trabajo de historiador, se desarrolla y consolida una serie de exigencias plausibles. Entre éstas, el registro razonado de los análisis y las formulaciones metodológicas de máximo nivel, junto con una constante mirada crítica, ese “No” a todo aquello que se les ofrece como el “conocimiento histórico” del continente americano y sus Estados nacionales. Además de la búsqueda de una formación interdisciplinaria que los capacite para el trabajo, está la frecuencia del impulso para aumentar el conocimiento de la obra de Marx y sobre los textos y los debates que originan las lecturas actuales de aquél. Sin embargo, en este grupo -con el cual me identifico- existe todavía un nivel oscuro, la latente equivocidad de que este esfuerzo sostenido en dirección a la formación teórica acabó por encerrarse en la reiteración del discurso abstracto, en un círculo verbalizado. Para sortear el peligro es preciso tener la convicción y el ánimo para traducirlo en el archivo de que la teoría no es una abstracción opuesta a la investigación de los concretos, o incluso ir más allá: experimentar la reflexión teórica inscripta en la pesquisa cotidiana.

Esta regla no es ajena ni antagónica al marxismo de Marx, es su norma inmanente. Veamos, por ejemplo, algunas de sus indicaciones originales:

Claro está que el método de exposición debe distinguirse formalmente del método de investigación. La investigación ha de tender a asimilarse en detalle la materia investigada, a analizar sus diversas formas de desarrollo y a descubrir sus nexos internos. Sólo después de coronada esta labor, puede el investigador proceder a exponer adecuadamente el movimiento real [Marx, 1959a: 23].

Ésta es la constante de Marx hacia su trabajo; aunque a veces algún objeto o determinada relación que indagaba aparezca en la escritura con la apariencia de una construcción apriorística, sin intentos de medición, a menudo es porque la materia histórica desaparece por su método de exposición. Pese a las apariencias, aun ahí sigue reinando su regla de que las “abstracciones de por sí, separadas de la historia real, carecen de todo valor” (Marx y Engels, 1972: 27). Un ejemplo aislado sobre esto es el impresionante itinerario que traza Vilar a propósito de la información de Marx sobre la historia monetaria. El historiador francés inicia la prueba, sagaz, mostrando la gran curva temporal: “Marx confronta los aspectos monetarios de la crisis de 1857 con los trabajos aparecidos en 1858 y con los últimos números del Economist, así como confronta Platón con Aristóteles, Jenofonte con Plinio”. Continúa señalando el profundo conocimiento de Marx sobre los debates y los acontecimientos monetarios de la primera mitad del siglo XIX, aunque no así nomás, sino a caballo de una erudición nada común, ya que ha leído en los textos de la época todo lo tocante a Inglaterra para los siglos XVII y XVIII, a lo cual acompaña una lectura selectiva de las literaturas francesa e italiana. Pero conoce además los problemas del siglo XVI, cita las Cortes Castellanas, conoce los viejos tratados sobre las minas alemanas y de Bohemia, las manipulaciones monetarias medievales y, como por costumbre, indaga también sobre la contabilidad incaica o el papel moneda chino. “Sucede que Marx redacta veinte páginas sin alusión histórica, pero que coronan veinte años de verdadera investigación histórica” (Vilar, 1974: 22-23).

Marx fascina e inquieta tanto por la cualidad de la reflexión teórica como por la cantidad de investigaciones concretas acumuladas. Entre las dos cosas, la comunicación se establece sin pausas; ambas rotan y se confunden en su calidad de determinantes y determinadas.

Sin duda habrá consenso, una convergencia de fondo, para ir adoptando una relación de proximidad con el método de investigación y de exposición de Marx. Conviene entonces volver a golpear ahora sobre un punto más fijo. En tanto que lo que siempre se discute son las causas y los vicios de la teoría sacralizada, puede suponerse que aquí el proceso de descodificación se halla adelantado. De ahí la posible flexión de comenzar a mirar atentamente los problemas que suscita el archivo, ese hasta ahora irremediable hueco de la historiografía marxista. En este caso nos apartaremos de lo que se entiende como análisis más específicamente técnico, vale decir, el trabajo para elaborar el documento, la rigurosa valoración de las fuentes para distinguir el concreto, el diseño del modelo y la combinatoria indispensable de fuentes para verificar sus elementos... cosas que, por cierto, no son tan simples y sobre las cuales habría mucho que conversar, técnica y teóricamente. Nos gustaría poder llegar a darle otra resonancia al problema, para que se perciba con claridad la razón de nuestra insistencia en el archivo.

Marginemos las cosas menos frecuentes para ir al promedio. Cualquiera que sea el más o el menos respecto al posible grado de flexibilidad teórica con que se realiza el análisis, los historiadores marxistas han dependido casi invariablemente del saber prestado, de los datos que va expropiando en la a menudo presurosa recorrida por la producción histórica factual, llámese ésta revisionista, liberal o nueva escuela. Analicemos en tres niveles los mecanismos y las consecuencias de este procedimiento típico. El primer nivel objetiva que la historia factual sobredimensiona la trascendencia del dato, concediéndolo a la categoría de conocimiento en sí; generalizando, además, sabemos que los “factuales”, pese a la historia, internalizan (y expresan políticamente) la explotación capitalista como relaciones eternitarias inmodificables, y de idéntica forma conciben la dominación externa que oprime a la nación. Son historiadores poseídos por la ideología empirista, determinada a su vez por un pensamiento idealista. Todo lo cual expresan en un segundo nivel, cuando mecanizan la investigación histórica modelándola alrededor de ciertos y constantes temas, la política-jurídica, exploración nada inocente, ya que la actividad del bloque dominante la manifiestan a través del derecho, que no es más que la regulación de la actividad social, la muestra del poder mediante la institucionalización de la dominación de clases. La coherencia ideológica interna de sus investigaciones vuelve a ser visible cuando operan, conscientes, con una constelación de datos que se abstraen de una sola fuente: la normativa jurídica. La estricta elección de una sola fuente, justamente la que testimonia la manera en que la clase dominante de turno codificó el concreto, demuestra lo que se quería demostrar a priori: nada de perturbarse la vida intentando cotejar el código legislativo con la molesta contraprueba que proporciona -lo sabemos- la inmensa masa documental del concreto real. En su estado acabado de obra histórica, lo factual vende como mercancía el sueño poco ingenuo de la pretendida investigación objetiva, ilusión que debemos desvanecer, ya que el concreto real nunca fue localizado en sus segmentos determinantes ni expuesto, en consecuencia, al filtro metodológico. Al trabajar y manipular únicamente la representación de la apariencia, queda claro que aquello que exponen como conocimiento histórico real sólo es en verdad la creencia idealista disfrazada.

Ahora podemos elaborar la trampa del tercer nivel, o sea, aquel momento en que a los marxistas se les ocurre tomar conciencia interpretativa del concreto, al solicitar a la producción factual la luz que lo transparenta. Este comportamiento futiliza la teoría o la convierte -existen pruebas claras- en la dócil sirviente del superfluo y tendencioso experimentador marxista. O, de manera menos connotada, digamos que la teoría, por más valor que posea considerada en sí misma, queda enredada en la insuficiencia de datos, las regiones oscuras, las relaciones falsificadas, o sea, las invariantes propias de aquel saber factual que el marxista tomó en préstamo, saber que al final se torna en contra suyo, pues lo envuelve y determina. Supongamos con gran voluntad que lo último no ocurre, pero ¿qué pasa entonces? Situados por inercia, por deficiencia de formación, en ese territorio factual que le inhabilita el acceso al concreto real, podemos admitir que la teoría sirve al experimentador marxista para exteriorizar una activa polaridad contra las referencias que utiliza, pues el ejercicio de la “sospecha” permanente facilita visualizar el estado de apariencia y calificarla como tal. En este caso, el cultivo de la capacidad contradictoria aminora o mediatiza la relación dependiente que se tiene con el sistema referencial del empirismo idealista, ya que las sucesivas negaciones originan a su vez hipótesis alternativas, contrarias. Por desgracia, este legítimo flujo contestario termina ahí, en la propia duda sobre la verosimilitud de la hipótesis formulada. O peor aún, la contestación se prolonga imprudente, al declararse la hipótesis fundada sobre la “sospecha” en verdad consagrada (por cierto, al supuesto cambio de estado siempre le falta la prueba verificadora). Estas normas inducen a definir la producción histórica con forma marxista como un proceso embarcado en la producción de recetas ideológicas; faltan los motivos para cambiar de vocablos, utilizar, por ejemplo, los de investigación científica.

La misma cuestión admite un segundo enfoque dado a partir del resumen de los niveles anteriores. En efecto, la producción original del conocimiento histórico es un objeto inscrito en la territorialidad burguesa; respecto de ésta, los marxistas guardan una estrecha dependencia, debido al valor de fuente esencial que le conceden. Al no impugnar ni infringir las normas de las fuentes, éstos limitan su dominio a la posible capacidad de levantar hipótesis alternativas. ¿Qué nuevas consecuencias apareja esta defectuosa independencia? El diagnóstico es simple: con dicho método se excluye la ruptura con la superestructura ideológica del sistema que se combate, ya que la obra “marxista” alberga en su interior todos los elementos adversarios. Se nos puede contradecir aduciendo que esa obra, aun así inscripta, configura contestaciones tácticas que acumulan cantidad para el propio proyecto político, mediante la conquista de un espacio en la territorialidad ocupada por la burguesía. Sobre el particular pienso dos cosas: 1) en esta forma el trabajo histórico, doblegado a la contestación por lo general limitada del discurso político, pierde la significación fundamental (político científico) que otorga el conocimiento real; 2) la oposición hecha de manera exclusiva en la territorialidad burguesa asume, en definitiva, el destino de exhibirse como asimilada a alguna de las tantas contradicciones fraccionales que coexisten en el propio seno de la cultura burguesa. A esta altura del no tan fingido debate pienso en otra posible objeción, el postulado de que dentro del sistema capitalista la cultura, en general, y la historia, en particular, son regiones cuya constitución y poder de control ejerce de modo absoluto el bloque dominante, en cuyas manos se encuentra la disposición de regular el espacio de desarrollo concedido a la subcultura proletaria derivada y dependiente. De ahí que, debido a la imposibilidad de construir en el seno del sistema un conocimiento histórico propio y antagónico, corresponda a la vanguardia la misión de asimilar lo mejor de la producción histórica burguesa, y con ésta, más el recitado o la capacidad de la “sospecha” que permite la teoría, responder y combatir con un plástico repertorio de contraideología. Pues bien, por ahora me parece infundado suponer un fenómeno: el conocimiento histórico propio y antagónico cuenta con la entera libertad para desarrollarse, con extensión y profundidad, en el conjunto de las clases populares; esto significaría adjudicar a los aparatos de reproducción ideológica del sistema la cualidad de torpes y ciegos (lo que no es cierto). Pero, en cambio, sí creo, si se modifican de manera radical las absurdas normas metodológicas que desplegamos, en la factibilidad de producir un conocimiento histórico liberado del sistema a través de la auténtica práctica marxista. Casi con entera seguridad, este conocimiento político científico independiente será en su origen algo marginal a la clase, propiedad de vanguardias-islas o de las direcciones populares; no obstante, no es un pensamiento insólito predecir que su registro en los colectivos populares aumentará de magnitud en proporciones parecidas a la práctica política popular, contradictoria o antagónica. Vale decir, es un proceso de socialización creciente del conocimiento histórico real, pasado y presente, localizado autónoma y corrosivamente en el sistema del capitalismo dependiente.

En buenas cuentas, entonces, se trata de cambiar el signo político científico que marca a la actual historiografía marxista. Sentando la tesis de que una parte importante de nuestro trabajo debe estar encaminado a la producción de conocimiento histórico fuera del sistema, en vez de destinarlo a la producción de contraideología con los elementos dados por el empirismo idealista, puesto que, de la última manera, aunque se declare estar enrolado en cualquier agrupación, la función contestaria de los historiadores marxistas se constituye en el destacamento ajeno, con el mecanismo del préstamo tomado en el saber factual. Determinada de tal manera, la función contestaria de la escritura marxista revela un valor diminuto, es falso conocimiento histórico y, en tanto dependiente e integradora del sistema referencial histórico del bloque dominante, su espacio político verdadero se cierra en la contradicción-reproducción de ese mismo sistema. Al revés, con reconocer la celada y evitarla con la máxima intencionalidad, lograríamos realizar una producción normada por la exacta práctica marxista, con su cualidad innata de contradicción-destrucción, antagónica y fuera del campo al que se quiere combatir. En síntesis, si se trabaja por crear un conocimiento propio, podremos condensar en la unidad progresiva la doble y anómala condición que nos embarga: la de contradictores (conscientes) de la opresión y la de agentes (inconscientes) que facilitan la reproducción del código ideológico del capitalismo dependiente. La unidad vendrá descubriendo la totalidad en movimiento y el fenómeno de lo real y lo aparente, mediante la práctica histórica activa del presente; reencontrando la ciencia marxista de la historia, sin segmentarla ni sacralizarla; disolviendo la relación dependiente con el empirismo factual, y comprendiendo la significación profesional y política del archivo, “el de una práctica que hace surgir una multiplicidad de enunciados como otros tantos acontecimientos regulares, como otras tantas cosas ofrecidas al tratamiento o a la manipulación […] Es el sistema general de la formación y de la transformación de los enunciados” (Foucault, 1969: 221).

La exigencia de transformación trasciende más allá del grupo específico de los historiadores. Está muy bien que los economistas, los sociólogos, los planificadores retomen el valor de los conocimientos históricos y los integren a sus modelos. Lo que no convence es que a veces carezcan de las mínimas exigencias críticas, lo que los lleva a endeudarse absolutamente del dato factual o de hipótesis dependientes del historiador marxista. Pero, además, se teje un manejo de nuevas redes: sea por su infeliz formación o porque los seducen las reinterpretaciones más técnicas de sus datos, los historiadores retoman y citan como proceso real las conclusiones a las que ha llegado el economista, por ejemplo, aunque éste haya usado una pobre tijera y prendido las cosas con alfileres. Con lo cual, la montada convergencia interdisciplinaria es el modo de nutrir con ladrillos la arquitectura cada vez más grande del círculo vicioso. En este juego de espejos, los historiadores y los otros especialistas deberían meditar los términos de aquella metáfora con que santo Tomás auguraba placer para sus compañeros de fe, placer realizado mientras se pudiera contemplar el dolor ajeno: “Los bienaventurados verán en el reino celestial las penas de los condenados, para que su bienaventuranza les satisfaga más” (Nietzsche, 1972: 56).

Quizá lo dicho baste para motivarnos a discutir un problema eje: cuáles son las formas orgánicas más ventajosas para, así, respetar nuestra especificidad de historiadores, practicar colectivamente la primera tarea, ya continental por su índole, de la liberación nacional. Supongo, por último, que, llegados a este problema, se podrá decir que toda nuestra introducción ha sido superflua, al ser demasiado conocida. Si fuera el caso, comprendo la situación, pero compréndase también que no estoy en favor del brillo competitivo que adjudica la propiedad de las combinatorias inéditas. La introducción será conocida, pero ¿podemos acaso discutir el problema eje sin convencernos de que por detrás está la ausencia de una producción de conocimiento histórico propio, de una práctica a la vez orgánica y específica que ha otorgado sentido a esta alineante división del trabajo?

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* Este artículo fue escrito en 1974, ha permanecido inédito hasta ahora. [Resumen redactado por el editor.]

1Pero las excepciones siguen siendo mayúsculas: “Un lamento, en la Conferencia Internacional de historiadores economistas de Leningrado, en 1970, fue estudiado bajo el vago nombre de ‘modernización’ algo que, en buen vocabulario marxista, habría debido llamarse: transición de los modos de producción precapitalistas [...] Los historiadores soviéticos aportaban, en síntesis colectivas sobre los diversos espacios de su país, un impresionante cuadro de resultados, pero casi nada sobre los procesos y aún menos sobre la teoría” (Vilar, 1974: 65).

Recibido: 26 de Marzo de 2020; Aprobado: 07 de Abril de 2020

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