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El trimestre económico

versión On-line ISSN 2448-718Xversión impresa ISSN 0041-3011

El trimestre econ vol.87 no.346 Ciudad de México abr./jun. 2020  Epub 20-Ene-2021

https://doi.org/10.20430/ete.v87i346.1068 

Notas y comentarios bibliográficos

Espejismos ideológicos y realidades: una reflexión mexicana

Ideological mirages and realities: A Mexican reflection

David Ibarra* 

*David Ibarra, Facultad de Economía, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Ciudad de México, México (correo electrónico: dibarra@prodigy.net.mx).


Resumen

En este breve ensayo se analizan las decisiones de política económica que ha tomado México a través de los años con el fin de integrarse en el curso de la economía global, por ejemplo, la creación de bancos centrales para controlar la inflación, los tratados de libre comercio, la privatización de empresas públicas nacionales, entre otras. Asimismo, se relatan las consecuencias patentes en la actualidad y los retos a los que el país se enfrenta para corregir los errores pasados.

Palabras clave: México; TLCAN; crecimiento económico; neoliberalismo; política económica

Abstract

This brief essay analyses the decisions of economic policy that Mexico has taken throughout the years, in order to integrate itself in the course of global economy, for example, the creation of central banks for the control of inflation, the free trade agreements, the privatization of national public companies, among others. It relates, as well, the current patent consequences and the challenges that the country faces in order to correct the past mistakes.

Keywords: Mexico; NAFTA; economic growth; neoliberalism; political economy.

Vivimos durante un periodo en el que la fuerza de la realidad trastoca creencias arraigadas en nuestros comportamientos y mentes. Se nos dijo, y lo aceptamos, que la inflación encerraba el mal fundamental del orden mundial, de las economías nacionales y de la distribución de los ingresos. Con tal idea en la cabeza, creamos un banco central independiente encargado exclusivamente de atender los problemas enunciados, aunque relegase otras aspiraciones de la población y del gobierno. Hoy, tal credo se debilita: los bancos centrales del primer mundo, a los que copiamos, no buscan negar toda inflación; se esfuerzan, sin éxito, en generar alguna razón para mantener o corregir a la baja las tasas de interés.

En los hechos, la inflación se desvanece quizá no tanto por la acción de los bancos centrales, sino por la integración de los mercados. Los precios de los abastos externos derrotan los costos o las deficiencias de los productores nacionales.1 De igual suerte, la competencia abierta en el empleo de la cuantiosa mano de obra mundial golpeó con fuerza a asalariados y sindicatos, hasta convertirlos en débiles opositores de la concentración universal del ingreso. Por esas y otras causas persisten costos sociales por pagar: el mundo hereda políticas generalizadas de austeridad y, en México, la búsqueda de precios estables no desterró las crisis cambiarias, pero sí abatió el crecimiento histórico de 5 o 6% anual a 2%, cuando hay suerte.

Se nos aconsejó, y lo aceptamos, que la producción nacional, lejos de fincarse en la sustitución de importaciones y en la política industrial propia, debería incursionar en los mercados externos hasta afianzar las genuinas ventajas comparativas del país. Así lo hicimos, sin meditar que nuestra principal ventaja comparativa era, y es, la baratura de la mano de obra, hecho que nos encajona en los eslabones menos prometedores de las cadenas internacionales de producción, al tiempo que rompe las nuestras y hace que el sector exportador no tire del resto de la economía.

Mucho aportó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) al validar la complementariedad de la tecnología estadunidense con la baratura de la mano de obra mexicana. Sin embargo, los superávits comerciales resultantes fueron dilapidados en el intercambio con otros países, o se celebraron a diestra y siniestra convenios deficitarios de libre intercambio. Del mismo modo, pusimos fe en que la inversión extranjera nos sacaría del atraso y equilibraría de paso nuestra balanza de pagos. Pero, a diferencia de lo ocurrido en China, la transferencia de capitales sirvió no tanto para iniciar nuevas producciones como para extranjerizar las mejores empresas nacionales públicas y privadas.

La explosión del intercambio que acompañó a la apertura de mercados superó inicialmente el ascenso de la producción, lo que impulsó el crecimiento mundial. Ese impulso se desvanece, a partir de 2008, cuando la demanda interna queda como único sostén de las economías de los países, lo que pone en tela de juicio la validez permanente de las estrategias exportadoras. El crecimiento hacia afuera seguirá cediendo el papel privilegiado que tuvo en el pasado, a menos que milagrosamente se logren acuerdos innovadores y equitativos en la economía internacional y se cierren desajustes insostenibles.

Hicimos nuestro el aserto de que la competencia de mercados es siempre buena en tanto hermana calidad y eficiencia con precios inmejorables. Hay razones para exaltar ese objetivo, excepto cuando se le usa más de la cuenta para empobrecer las finanzas públicas o segregar del bienestar económico a grupos humanos. Hoy se compite para multiplicar los paraísos fiscales, para mermar el aporte impositivo de las empresas (de 49 a 24% en el promedio del primer mundo) y para acortar, en consecuencia, los derechos y los accesos a los servicios sociales básicos (educación, salud, jubilaciones). Contra toda evidencia empírica, se compite fiscalmente con la esperanza de atraer inversiones propias o ajenas, reales o de papel. En ese entendimiento, en algunos países ya son notorias las reducciones de tarifas y de la progresividad impositiva, las cuales se acercan a que los salarios paguen tributos mayores a los de las utilidades.

En términos más generales, al abrazar el neoliberalismo, pusimos enorme confianza en que la libertad del mercado resolvería las encrucijadas de nuestro desarrollo. Pareció aceptable perder algo o mucho de la soberanía de los Estados-nación. Al efecto, con alto costo político desmantelamos las estrategias y las instituciones proteccionistas, sociales y hasta las del corporativismo, instituciones que poco a poco se habían erigido con finalidades igualitarias o de desarrollo, por más que reconocieran errores y exageraciones. Las consecuencias están a la vista: logramos incorporar al país a la integración económica global y reducir un tanto la inflación al costo de abatir en dos tercios la tasa de crecimiento y de permitir desigualdades distributivas enormes. Las deficiencias subsecuentes en materia de representatividad política todavía le imprimen tumbos, le estorban, a nuestra incipiente democracia.

Con todo, el golpe más fuerte a la constelación de creencias que alimentaron y alimentan nuestra política de desarrollo y al proceso global de integración de mercados surge cuando el país líder del mundo, los Estados Unidos, opta por una suerte de proteccionismo para enjugar sus enormes desequilibrios de pagos y su desindustrialización. La pugna con China, la negativa a participar en arreglos multinacionales de comercio, la renegociación del TLCAN y el debilitamiento deliberado de la Organización Mundial del Comercio son otras tantas manifestaciones de ese fenómeno que trastoca certidumbres básicas del orden económico internacional.

No sólo dentro de los países ideas, estrategias e instituciones resultan candidatos a la remodelación: otro tanto ocurre a escala universal. Baste un ejemplo, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), creada por Occidente para contener el expansionismo político, económico y militar de la vieja Unión Soviética, a duras penas mantiene la racionalidad de sus empeños en la nueva configuración de los poderes hegemónicos del mundo.

Sea como sea, la admisión del orden externo demolió la creencia en la soberanía plena de las naciones, y su lógica fue determinante en la dirección de nuestra política económica: más estabilidad, menos crecimiento. Sin embargo, preservar la salud de las economías implica algo más: cuidar escrupulosamente el desarrollo, la dimensión humana de la demanda, no simplemente suplirlos con manipulaciones populistas o financieras. Ahí los gobiernos tienden a querer o no una responsabilidad indelegable. En nuestro caso la política fiscal y de gasto público, la de salarios y, sobre todo, la de inversión, pese a descuidos o abstenciones, seguirán desempeñando un papel insustituible en el resguardo de la armonía social.

Entonces, la tarea correctora es enorme, puesto que el punto de partida arranca con una enorme población de pobres (40%); un sector informal que absorbe 50% de la mano de obra; un reparto que favorece con 60% de los ingresos a 10% de la población, la más rica; un sector industrial estancado; un ritmo descendente de crecimiento; una de las cargas tributarias más bajas del mundo, y una inversión (pública y privada) inhibida, compensada apenas con algunos esfuerzos distributivos recientes.

Al mismo tiempo, las circunstancias a equilibrar en lo externo no son alentadoras. El intercambio y el desarrollo universal se comprimen, así como la inversión empresarial; las bolsas de valores se sostienen bien por las bajas tasas de interés y la recompra, incluso a crédito, de las acciones de las propias empresas; las deudas de gobiernos y ahora de corporaciones privadas crecen peligrosamente, al tiempo que la desocupación se abate casi exclusivamente en estratos de salarios comprimidos. En el mundo la recuperación del empleo con bajos salarios y baja inversión implica desaceleración de la productividad que, a su vez, alimenta ciclos repetitivos de demanda insuficiente y de pugnas distributivas. Por si fuese poco, la salud económica comienza a depender por igual de la acción global en el cuidado climático. En esta vertiente surgen topes al desarrollo asequible que enunció tiempo atrás el Club de Roma y que hoy angosta el estilo permisible, por limpio, de ese desarrollo.

La lección a aprender no es que la historia nos jugó una mala pasada; hoy, por el contrario, ésta despeja tímidamente horizontes al acentuar voces y votos en favor de cambiar el statu quo del mundo. En México no hay vuelta atrás ni certezas en el ya envejecido camino neoliberal. Eso nos obliga a intentar la construcción de un futuro con menos creencias neocoloniales, con nuestro ingenio y trabajo puestos en diseñar una política propia que a la par de democrática resulte más autónoma e igualitaria, aún frente a restricciones externas a veces inescapables. Ya lo hicimos una vez. Con todo, la tarea es y será pausada, difícil, en la atmósfera de desasosiego, de intensa polarización distributiva, que todavía prima en el país. ¿Emprenderemos la tarea unidos, con la persistencia obsesiva para alcanzar metas que hermanen progreso e igualdad y permitan corregir errores inevitables? Ésa es precisamente la cuestión más relevante a responder en nuestro nuevo tiempo mexicano.

1 Sin embargo, en ocasiones, desajustes internacionales entre oferta y demanda pueden ocasionar presiones alcistas de precios que se transmiten desde fuera a los países, como ocurrió con las cotizaciones aplicables a los abastos de algunos productos a principios del presente siglo.

Recibido: 02 de Marzo de 2020; Aprobado: 02 de Marzo de 2020

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