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El trimestre económico

versión On-line ISSN 2448-718Xversión impresa ISSN 0041-3011

El trimestre econ vol.84 no.336 Ciudad de México oct./dic. 2017

https://doi.org/10.20430/ete.v84i336.605 

Perspectiva Económica

Kenneth Arrow*

Debraj Ray** 

** Silver professor de la Facultad de Artes y Ciencias y profesor de Economía del departamento de Economía de la Universidad de Nueva York (correo electrónico: debraj.ray@nyu.edu).


El profesor Kenneth Arrow murió el 21 de febrero de 2017 a la edad de 95 años. Era universalmente considerado (junto con Paul Samuelson, John Hicks y posiblemente -dependiendo de los gustos- John Maynard Keynes, Milton Friedman y Gary Becker) como uno de los economistas más extraordinarios del siglo XX. También fue mi economista favorito de todos los tiempos.

Lo descubrí en el año de 1974 por medio de mi maestro Dipak Banerjee, bajo la forma de un librito amarillo de pasta blanda (muy del estilo de los dioses[as] hindúes por quienes mi madre sentía una especial reverencia). Compré Social Choice and Welfare en Dasgupta and Co. en College Street, y aún lo tengo. Yo era un estudiante de primer año de licenciatura. Este librito era una fuente inacabable del pensamiento lógico más profundo. Nunca había visto a nadie capaz de destilar lo que parecía ser una cuestión abstracta de economía política y transformarla en un instrumento teórico de fino corte y con incisiones muy profundas.

¿Cuál era esa pregunta? Para establecerla de manera breve, era aquella famosa que provenía de la paradoja de Condorcet en la que el voto mayoritario podría producir ciclos indeseables en la selección, aun cuando las preferencias individuales involucradas en los procesos electorales fueran perfectamente razonables. Esto condujo a otra pregunta: ¿existe algún sistema político que pueda “razonablemente” agregar las preferencias individuales?

Mantenga su atención en esta pregunta por unos segundos. Sabemos muy bien qué es un voto mayoritario, pero, en principio, existe una infinidad de otros sistemas. ¿Cómo puede uno formular siquiera un problema de tal magnitud, incluso sin considerar su respuesta? La sola formulación -como un conjunto de axiomas sobrepuestos en un mapeo abstracto que conectara las preferencias individuales con sus contrapartes sociales- sólo pudo provenir de un auténtico genio. Pero el aparato que desarrolló no sólo fue hermoso: de hecho, hablaba. Éste argumentaba que bajo el mínimo desiderátum sobre el agregador no había manera de ensamblar las preferencias individuales para conformar un orden social satisfactorio, uno que fuera libre de ciclos.

Arrow recibió el Premio Nobel de Economía dos años antes de mi encuentro con él. El laureado más joven en la materia tenía para entonces 51 años de edad. Cuando lo supe, corrí a la Biblioteca Nacional de Calcutta para encontrar el extracto que normalmente publica la Academia Sueca cuando confiere un premio, esperando ansiosamente una referencia especial para mi amado teorema de la imposibilidad. Sin embargo, extrañamente, la cita del Nobel mencionaba el teorema de Arrow que yo tanto admiraba hacia el final del extracto, y sólo de pasada. Se concentraba más bien en las contribuciones de Arrow (y Hicks) a la teoría del equilibrio general.

[Arrow] proveyó las bases para una reformulación radical de la teoría del equilibrio tradicional. Mediante esta reformulación, que se basaba en la teoría matemática de los conjuntos conexos, la teoría del equilibrio general ganó en simplicidad y generalidad. El modelo que contenía el artículo académico se convirtió en el punto de partida de la mayoría de los trabajos realizados en este campo del conocimiento desde entonces. De entre las múltiples contribuciones del profesor Arrow, merece especial mención su desarrollo e innovación en la teoría de la incertidumbre, así como su incorporación dentro del marco de la teoría de equilibrio general; más aún, su análisis sobre las posibilidades de decisiones descentralizadas en una sociedad en el que un sistema de precios se fija por una autoridad central. Y, tal vez, la más importante de sus contribuciones a la teoría del bienestar incluye su teorema “de posibilidad”, de acuerdo con la imposibilidad para construir una función de bienestar social a partir de funciones de preferencias individuales.

Esto me desilusionó mucho sobre todo la pasión que sentía por ese teorema. Sin embargo, a la vez, la situación se tornó muy estimulante porque me di cuenta de que había más y más conforme pasaba el tiempo. Por el momento recurrí nuevamente con mi mentor, el profesor Banerjee, para aclararme varios puntos. Estaba ansioso por saber por qué el equilibrio general no era sólo una cuestión de un sistema de ecuaciones con el mismo número de incógnitas, y qué significaba exactamente “una teoría matemática de conjuntos convexos”.

Como respuesta, mi mentor me recomendó otro libro, pequeño también, escrito por un colega de Arrow con el que había trabajado ese tema. Se trataba del libro de Gerard Debreu. Este trabajo se basaba en colaboraciones anteriores de Debreu con Arrow, y a pesar de que las preguntas eran más ortodoxas, las técnicas utilizadas sobrepasaban mi preparación a mis 17 años de edad para entonces. Puesto de manera breve, la teoría del equilibrio general en su forma pura necesitaba de la interacción de numerosos sistemas de demanda y oferta, para los que la simple lógica de contar las ecuaciones y las incógnitas no aplicaba adecuadamente.

Más aun, uno tendría que permitir no sólo funciones de valor-único describiendo oferta y demanda, sino alternativas de elección que con frecuencia adquirieran valores múltiples, tanto para productores como para consumidores. La búsqueda del equilibrio tendría que provenir de una base matemática mucho más profunda. Poco a poco me fui familiarizando con el argumento y me di cuenta de que no era sólo un tecnicismo. La idea era tomar la parte filosófica de Adam Smith y llevarla hasta su fin lógico para establecer las condiciones fundamentales bajo las cuales pudiera decirse que el equilibrio general existía y, entonces, desplegar sus propiedades de bienestar. Era en el fondo otra proeza filosófica, de aquéllas con las que los filósofos raramente se atreverían a involucrarse.

Es importante mencionar y recalcar que los profesores Arrow y Debreu tenían metas muy distintas al trabajar de manera conjunta. Para Debreu la teoría del equilibrio general era la culminación filosófica de su trabajo. Él personalmente me contó que consideraba que los dos teoremas del bienestar representaban una celebración a la mano invisible de Adam Smith y que era la coronación de la teoría económica.

Por el contrario, para Arrow esos mismos resultados delineaban una frontera idealizada, en la que, si se rebasaban los mercados éstos cesarían de funcionar con la eficiencia plena. La teoría del equilibrio general, con sus teoremas expectantes que manifestaban la magia de los mercados, era la cimentación de un edificio que la llevaría más allá en sus exploraciones. En abril de 1978, Arrow sintetizó esta visión en una conferencia dictada en la Universidad de Columbia, Nueva York:

[Yo interpreté] la teoría económica neoclásica y particularmente la, para entonces nueva y de rápida evolución, disciplina de “Economía del Bienestar” como una que señalaba un ideal de economía eficiente más que una disciplina de la realidad, marcada tanto por un desempleo alto por la existencia de distorsiones monopólicas. En la tradición hegeliana más pura, la inestabilidad capitalista y el contraataque del socialismo se podrían sintetizar de la siguiente manera: pareciera posible contar con una economía que contuviera muchos de los preceptos positivos del capitalismo junto con su iniciativa y, aun así, darle cabida al gobierno para que con su intervención corrigiera y evitara las ineficiencias que provocan desempleo y el mal uso de los otros recursos productivos. Acepté, provisionalmente, el aparente consenso de la euforia de crecimiento económico de la posguerra. El Estado jugaba un papel importante para mantener la demanda efectiva y para corregir las imperfecciones de los mercados que emanaban de la teoría económica del bienestar -la corrección de las fallas de mercado y el monopolio, así como de la materialización de las economías de escala-.

Me he referido a mi aceptación provisional de dichos fenómenos. Sin embargo, todavía siento que es primordial explorar más profundamente acerca de la posibilidad de que el socialismo fuera una alternativa superior. Yo estaba muy consciente de lo complejo que era operar un sistema socialista, por lo que busqué desarrollar una teoría más profunda de un sistema como ése. Asimismo, intenté explorar más acerca de los criterios necesarios para una organización democrática y social… [Hoy día] con la pausa en el crecimiento económico, las crisis de políticas estabilizadoras ocasionadas por las amenazas inflacionarias, y, por la pérdida y abandono de medidas redistributivas, creo que debemos preguntarnos si hay alternativas para el capitalismo.

Sí, fue Ken Arrow quien realizó una precavida defensa del socialismo. Fue muy interesante para mí que la defensa argumentara preceptos normativos que sugerían que el sistema capitalista estaba plagado de ineficiencias y tratamientos poco igualitarios. Esto es, la defensa no cayó en el positivismo de una destrucción capitalista inevitable.

Pero las similitudes con los insípidos proponentes de un “sistema” en favor de otro termina ahí. Arrow estaba, más bien, muy concentrado con los problemas que acarreaba la asimetría en la información y en la eficiencia con la que los mercados podrían enfrentarla. Hubo otros que compartieron su preocupación: Leonid Hurwicz, Roy Radner, Jacob Marschak, George Akerlof y Michael Spence. La información asimétrica descansa en el corazón mismo de las teorías de organización, de las relaciones contractuales, así como de las peculiaridades de los mercados, tales como el mercado de la salud, y aun de las teorías de la discriminación racial que se basan en consideraciones estadísticas. Es pertinente y justo afirmar que Arrow realizó importantes contribuciones en todas estas áreas de investigación. En sus propias palabras:

Mi investigación, aun antes de 1972, se movió en direcciones adicionales a aquéllas citadas por la comisión del Premio en Memoria de Alfred Nobel. La mayor parte de ellas, de una u otra manera, tiene que ver con el uso de información como una variable económica acerca de cómo se produce y de su propio uso. Dos artículos de 1962 abordaron el estudio de la eficiencia con la que los mercados incentivan la innovación y las implicaciones que tiene el aprendizaje sobre la marcha (learning-by-doing) en torno al crecimiento económico. A partir de 1963 señalé que las características especiales, tanto de la seguridad social en salud como la de los seguros médicos, podrían explicarse haciendo referencia a las diferencias en información que tenían las contrapartes. Posteriormente, la temática incluyó la especificación de la demanda de información y las implicaciones de verla como un insumo económico para los rendimientos a escala. Mi otra área de estudio relacionada con esto fue la economía de la discriminación racial.

Las contribuciones de Arrow a la economía de la información resultan fundamentales. En la misma vena, considero que su investigación sobre el aprendizaje sobre la marcha (learning-by-doing) acerca del crecimiento económico es un intento de rompimiento del concepto de first-best en el mundo, tan elocuentemente descrito en la teoría del valor de Debreu. Su artículo tocante al aprendizaje sobre la marcha (learning-by-doing) es un clásico que presagiaba el surgimiento de la literatura del crecimiento endógeno.

A pesar de que indudablemente ningún economista podría negar el papel del cambio tecnológico sobre el crecimiento económico, su abrumadora importancia en relación con la formación de capital se reveló quizá con los trabajos empíricos de Abramovitz y Solow. Estos resultados no contradicen la visión neoclásica de la función de producción como una expresión del cambio tecnológico; simplemente tiene que agregarse el hecho de que obviamente el conocimiento avanza en el tiempo. Sin embargo, la visión de que el crecimiento depende tan fuertemente de una variable exógena, de por sí de difícil medición, resulta poco satisfactoria intelectualmente.

Los teoremas del mundo económico que aquí se presentan difieren de la mayoría de las teorías económicas convencionales; las ganancias resultan del cambio técnico; en el libre mercado, la tasa de inversión es menor que la óptima; la inversión neta y el acervo de capital se transforman en conceptos subordinados, con inversión bruta, por lo que toman un papel primario.

En mis épocas de estudiante de posgrado, allá por los finales de la década de 1970 e inicios de la de 1980, yo veía a Arrow como un pensador que podía sembrar las preguntas más profundas tanto de economía como de filosofía política y al mismo tiempo usar los argumentos matemáticos con una facilidad importante para contestarlas de manera altamente sustantiva. Era alguien que podía poner los logros pasados en perspectiva, a la vez que dejarlos atrás y continuar buscando nuevas preguntas y preocupaciones más profundas. Destacan sus incursiones en la información incompleta, externalidades perversas, rendimientos crecientes e igualdad interpersonal. Hay sólo una palabra para describir lo anterior: inspirador. Lo inevitable pasó: me quería convertir en un Ken Arrow. ¡Sorpresa, sorpresa! No era mi destino que eso pasara. Pero, a cambio, tuve la fortuna de convertirme en su colega en Stanford.

Al graduarme de mi doctorado, solicité entrada a la Universidad de Stanford, institución que me concedió inicialmente una entrevista de trabajo a inicios de 1982. Me habían advertido que Ken Arrow sería parte del cuerpo de profesores que me entrevistaría. Me habían dicho que solamente tendría que enunciar los supuestos de mi modelo y que enseguida, sin dejarme continuar, me diría cuáles eran mis resultados y qué podría pobrar efectivamente con mis supuestos y teoría. Eran, pues, advertencias perturbadoras. Sin embargo, nada de eso ocurrió.

Heme ahí entrando a su oficina, todo nervioso. Ésta era pequeña y estaba abarrotada de libros que se apilaban, lo que daba una sensación de poca amplitud. El mismo Arrow en realidad daba una impresión contraria al no ser tan alto de estatura como yo esperaba, pero era fuerte y con los pies en la tierra; parecía que estaba en constante movimiento, con mucha energía, pero afable. Aún recuerdo que llevaba puestos unos tirantes muy coloridos para sostener sus pantalones y que había sobre su escritorio un casco de bicicleta (para entonces no era yo consciente de que estas características, junto con su eterno lápiz al que hacía girar constantemente durante los seminarios, se convertirían en una parte intrínseca de mi recuerdo de él). En fin. Comencé a platicarle acerca de mi trabajo.

¡Fue una experiencia un poco etérea al verme a mí mismo hablando con él! Él me escuchó con atención y me miró fijamente casi sin pestañear todo el tiempo, hasta que comenzó a especular, entonces su mirada se dirigía hacia el techo y hacia mí intermitentemente. No paró de preguntarme cosas. Su modo de expresarse era impresionante: hablaba muy rápido, presumiblemente el ritmo variado de expresión no podía con su rapidez de pensamiento. A pesar de ello, no necesariamente anticipó los resultados de mi trabajo; pero después de 15 minutos me invadió una segunda sensación: estaba hablando con alguien que había pensado mi pregunta de investigación desde hacía mucho tiempo. Éste fue un sentimiento extraño que me asoció a Arrow por los siguientes años.

Cuando terminó mi entrevista con él, me animé a traer a colación a Joan Robinson a quien cité haciendo alusión a Bagicha Minhas y la función de producción CES: “Es un comentario triste sobre el estado que guarda nuestra educación traer de la India a un joven talentoso y embaucarlo de esa manera”, afirmó con una risa contagiosa, y añadió: “Puedes poner eso en la puerta de tu oficina si es que vienes a trabajar a Stanford”. Y eso hice.

Mi interacción con Arrow fue constante; él estaba enseñando en ese entonces historia del pensamiento económico. Como yo estaba entusiasmado con el libro de Schumpeter, asistí a varias de sus clases. Hubiera pensado que su economista favorito fuera Walras, pero para mi sorpresa en realidad era Cournot, lo que hoy tiene mucho sentido para mí. Arrow se había alejado de la teoría del equilibrio general y se encontraba ahora en el terreno firme de la competencia imperfecta. La noción de equilibrio de Cournot (hoy de Nash) le cautivaba más que el sistema de tomadores de precios (por supuesto que él había estado preocupado durante mucho tiempo por la existencia de un subastador del tipo walrasiano, que presumiblemente estaba fijando los precios). Invariablemente terminaba hablando de Cournot con gran entusiasmo.

A los neoricardianos les dedicaba menos entusiasmo. Esto lo descubrí sólo tiempo después de conocerlo, cuando ya me sentía con el coraje de hablar con Arrow libremente. En alguna ocasión le comenté que había conocido a Piero Sraffa en la Universidad de Cambridge y que había conversado con él largo y tendido, y que hasta me había obsequiado y autografiado un ejemplar de su libro, uno de ésos que también habían dado la vuelta en el medio de economistas de Calcutta en esos días (aunque no en los círculos del profesor Banerjee). Le comenté que admiraba mucho el trabajo de Sraffa, sobre todo el concerniente a la demostración aparente de que la distribución del ingreso entre el ingreso laboral y las ganancias no podían reducirse sólo a la disciplina de la economía: algunos elementos del sistema político tenían que incluirse. Ante mi afirmación, Arrow me miró con un seño que demostraba una mezcla entre irritación y decepción: “Te tengo que sacar de esa creencia lo más pronto posible”.

Y así me convenció rápidamente de que la producción de mercancías por medio de mercancías contenía un grado de libertad extra en el sentido de que generaba una indeterminación falsa. Aun así, yo todavía me debato a mí mismo que Sraffa estaba tras algo importante.

Arrow se preocupó mucho acerca del papel que juega la información y constantemente buscó que esa idea fuera central en el estudio de la economía en todo contexto donde pareciera tener cabida. Como ejemplo, en esa época yo me encontraba trabajando en no convexidades de los mercados laborales vía la nutrición y cómo ésta generaba desigualdad. Cuando le platiqué, Arrow me comentó que había paralelismo entre las no convexidades informacionales y la manera en que éstas podrían generar tasas de retorno superiores a los individuos (o tenedores de fondos de cobertura), lo que ocasionaría así una creciente y persistente desigualdad.

Y, por supuesto, dado el interés que tenía en la estructura formal de todo enunciado económico, se fascinó con la posibilidad de que la misma construcción teórica podría potencialmente aplicarse a dos asuntos tan distantes como malnutrición e información. Esa misma fascinación por la estructura formal me ayudó en otras ocasiones, desde la teoría de juegos hasta el equilibrio general, asuntos en los que me privilegió con su lectura crítica y con aliento a seguir en la formalización. Mis interacciones con él nunca me han abandonado, permanecen en mi mente aún después de décadas cuando he alcanzado la misma edad que él tenía cuando lo conocí; su pensamiento sigue influyendo en mí.

Cuando regresé a la India en 1986, él se mostró muy escéptico con mi decisión, aunque después me alentó fuertemente. Creo que siempre pensó que el sistema de definitividad americano tenía sus limitaciones, como inhibir a los profesores más audaces y creativos y dirigirlos a la adhesión del status quo. Entendió muy bien mi decisión de no adherirme a ese sistema y de mudarme a la India. Mantuvimos el contacto e incluso respondió siempre mis preguntas convirtiéndose en mi guía lejano.

No me puedo imaginar el número de vidas profesionales y pensadores en que él influyó de esta manera. Yo ni siquiera fui su estudiante. De hecho, nunca escribí un artículo con él, fui completamente periférico para él, un colega joven al que simplemente alentaba a seguir y al que incluso le pagaba sus llamadas telefónicas a la India con su fondo de investigación.

Tengo que admitir que pasé el mayor tiempo que pude con él, pero es claro que la energía intelectual que poseía lo hacía un fenómeno. Todos los que tuvimos el privilegio de interactuar con él fuimos afortunados. Esto lo puedo extenuar con total convencimiento.

Existen muchas historias alrededor de Ken Arrow, de las cuales podemos hablar. Por ejemplo, en muchos seminarios (incluyendo el mío) él cabeceaba mucho (de sueño), y de repente se despertaba y hacía la pregunta más retadora e inteligente del seminario. Cuando estaba despierto, siempre jugueteaba con su lápiz en mano, e incluso lo vi en una ocasión asistir al seminario con su casco protector para bicicleta puesto sobre su cabeza. En una ocasión Doug Bernheim y un servidor, convencidos de que el orador invitado estaba equivocado, distrajimos nuestra atención y tratamos de construir un contraejemplo juntos. Arrow percibió lo que estábamos tramando porque inmediatamente después del seminario fue a la oficina de Doug (donde todavía se encuentra) y escribió el contraejemplo en la pizarra -y se retiró con el casco protector de bicicleta puesto-.

Hay, por supuesto, historias acerca de él que son apócrifas, y aun así lo describen perfectamente. Arrow se encontraba impartiendo su clase, estaba hablando muy rápidamente, acelerando como siempre sus pensamientos. Los estudiantes, por su parte, se encontraban frenéticamente tomando los apuntes de clase, aunque difícilmente le podían seguir el ritmo. Y de repente afirmó: “Paren, paren, esto está mal”; al escuchar esto, los estudiantes comenzaron a borrar lo último de sus cuadernos; él continuó diciendo: “no, no, no es lo que dije lo que está mal, sino lo que apenas voy a decir!”

Ése fue Ken Arrow: discreto, humilde, muy agudo, un verdadero genio, siempre más allá de sí mismo, delante de su tiempo.

*[Traducción del inglés de Fausto Hernández-Trillo.]

Recibido: 14 de Julio de 2017

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