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El trimestre económico

versión On-line ISSN 2448-718Xversión impresa ISSN 0041-3011

El trimestre econ vol.76 no.304 Ciudad de México oct./dic. 2009  Epub 20-Nov-2020

 

Comentarios bibliográficos

David Throsby, Economía y cultura, México, Libraria-CNCA, 2008, 339 pp.

Rolando Cordera Campos

Throsby, David. Economía y cultura. México: Libraria, CNCA, 2008. 339p.


Economía y cultura, ¿independientes o relacionadas?

Si bien, como afirma David Throsby, doctor en economía por la London School of Economics, profesor de la Universidad de Macquire en Sydney y estudioso de las dimensiones económicas de la cultura y de los contextos culturales de la economía, de unos años para acá ha resurgido el interés por ampliar los estudios (y las visiones) en torno de la economía de la cultura como una disciplina o campo de la economía, en Economía y cultura, su más reciente libro, asegura que negar o no reconocer el papel de la cultura (en sus múltiples derivaciones) como uno de los motores del crecimiento económico es una mirada que resulta estrecha.

Razón por la cual el cada vez mayor reconocimiento de la cultura en las (o por las) ciencias económicas si bien ha sido un proceso lento (aun cuando a fines de los años setenta se realizó la primera conferencia internacional de economía de la cultura) recientemente se ha visto impulsado por dos reuniones internacionales, además de los trabajos y esfuerzos de los estudiosos de estos campos.

En una de las reuniones (1998) se concluyó que la cultura debería salir de las periferias de las políticas económicas y tener mayor presencia en la formulación de políticas públicas; en la otra, (1999), con el acuerdo del Banco Mundial de que la cultura forma parte del desarrollo económico. Posturas que han llevado a Throsby, entre otros, a seguir indagando no sólo entorno de las relaciones entre las ciencias económicas y la cultura, las formas en las que la economía (como ciencia social) se ocupa o, podría hacerlo, de la cultura, sino también como manifestaciones del pensamiento y la acción humanas. El autor considera que bordar en torno de la relación entre economía y cultura es importante no sólo como parte de un discurso intelectual sino como sistema de organización social.

En la Introducción el autor “establece el piso”, las definiciones a partir de las cuales desarrolla su trabajo. Así, si bien critica que en la actualidad el ámbito y contenido de la economía se restrinjan en buena medida a temas como la eficacia de los procesos de producción, consumo e intercambio y que se le ponga tan poca atención a aspectos fundamentales como la equidad o justicia redistributiva.

En su opinión es una tendencia que, por el “creciente dominio de la macroeconomía como piedra fundamental de la política pública nacional e internacional en los decenios recientes, ha llevado a que la economía se perciba como algo con una identidad propia […] La reificación de la economía en los medios de comunicación y en otras partes-continúa- parece llegar casi a la personalización; decimos de las economías que son ‘fuertes’ o ‘débiles’, ‘dinámicas’ o ‘inactivas’[…]” (p. 22).

En cambio la definición o, “entendimiento” generalizado de esta palabra es relativamente asible, tarea que resulta más compleja cuando se intenta precisar el significado de la palabra cultura, concepto que si bien es empleado cotidianamente no hay un significado básico tangible. “En el plano erudito se relaciona de una forma u otra con conceptos e ideas que tienen lugar en el ámbito de las humanidades y las ciencias sociales, pero a menudo se presenta sin una definición precisa” (p. 23).

Tras repasar de manera general los primeros usos del concepto de cultura y sus cambios, adoptados definiciones: una que es la que la describe como un conjunto de actitudes, creencias, convenciones, costumbres y prácticas compartidas por un grupo social; la otra se refiere a ciertas actividades que se relacionan con aspectos artísticos o intelectuales de las actividades humanas.

Señala que para usar una definición que a la vez que analítica sea operativa, utiliza la palabra cultura tanto como un concepto que permita describir un conjunto de actitudes, creencias, convenciones, costumbres, valores y prácticas compartidos para describir ciertas actividades humanas que se relacionan con aspectos intelectuales y artísticos. Y acotando el sentido del término cultura alude a tres características: que las actividades impliquen alguna forma de creatividad; que hagan referencia a la generación y comunicación de significado simbólico y que el resultado (producto) represente un modo de propiedad intelectual. Dicho en otras palabras para Throsby la cultura, en su dimensión económica, debe ser entendida como todos aquellos bienes y servicios que suponen creatividad, que en su producción incorporen cierto grado de propiedad intelectual y que trasmitan un significado simbólico.

El libro está estructurado en siete sugerentes capítulos (además de la introducción y las conclusiones): Las teorías del valor; Capital cultural y sustentabilidad; La cultura en el desarrollo económico; Aspectos económicos del patrimonio cultural; La economía de la creatividad; Las industrias culturales, y La política cultural. Y aunque como él mismo indica está escrito como un ensayo de economía -de cierta manera los títulos de los capítulos lo denotan- su intención es que sea accesible no solamente a especialistas, sino a cualquier lector interesado en la producción cultural o las políticas culturales públicas, así como también para llamar la atención en la interdependencia de campos de la actividad humana que, hasta ahora, parecieran totalmente desvinculados.

En el capítulo de las teorías del valor, establece el piso teórico indagando cómo la economía y la cultura estructuran y establecen el concepto de valor, nociones que el autor considera importantes para asentar los cimientos conceptuales en los que se apoyan tanto uno como otro ámbito. Para Throsby, “el arte tiene un propio valor para aquellos que lo producen, para aquellos que lo consumen para su disfrute privado, para aquellos que aportando naciones voluntarias para financiarlos y para aquellos que contribuyen por medio de sus impuestos”; siento esto así es necesario, como lo hace, no sólo diferenciar entre valor económico y valor cultural, sino tener presente que el valor cultural de los bienes es difícil de estimar ya que entran en juego varias consideraciones subjetivas, como pueden ser la estética, la social, la histórica, la espiritual, o la simbólica por mencionar algunas.

“En la economía y la cultura la noción de valor puede considerarse, a pesar de que sus orígenes difieren, una expresión de la riqueza, no sólo en un sentido estático o pasivo, sino también de una forma dinámica y activa, como fenómeno negociado o de transacciones. Puede señalarse, por lo tanto, que es posible considerar el valor como un punto de partida para vincular los dos campos, como una piedra angular sobre la que se pueden analizar conjuntamente la economía y la cultura” (p. 44).

Y agrega: “En el terreno económico, el valor está relacionado con la utilidad, el precio y la importancia que los individuos o los mercados asignan a las mercancías. En el caso de la cultura, el valor subsiste en ciertas propiedades de los fenómenos culturales y puede expresarse en términos específicos como el valor de una nota musical o de un color en una pintura o, en términos generales, como indicación del mérito o importancia de una obra, un objeto, una experiencia o cualquier otro elemento cultural” (p. 43).

Estas reflexiones le permiten considerar que el valor económico y el valor cultural son conceptos independientes y hace una advertencia que debería ser atendida por los encargados de las políticas públicas: “En el amplio debate que se sostiene en los escenarios económicos contemporáneos, debe resistirse la tendencia al dominio de una interpretación económica del mundo, derivada de la omnipresencia y el poderío del paradigma económico moderno […]” (p. 72).

Del valor pasa al capital cultural y sostenibilidad y propone el concepto de capital cultural como un puente para “unir” las manifestaciones (tangibles e intangibles) de la cultura; se trata de una propuesta que, a la vez que considera todos los ángulos de las manifestaciones culturales, sea capaz del análisis económico. La cultura en el desarrollo económico y aspectos económicos del patrimonio cultural son, necesariamente, temas que amplían los enfoques y concepciones del valor, al revisar de manera amplia el papel de la cultura en el desarrollo económico (no sólo en países ricos, como habrá algunos que así lo sigan considerando sino en los países atrasados), así como la manifestación más tangible, quizá, del capital cultural: el patrimonio.

Interesante resulta el enfoque dedicado a la economía de la creatividad; en esta reflexión Throsby no sólo se refiere a las ideas que hay en relación con la creatividad (individual o grupal) que tiene que ver más con nociones de ingenio, ejemplos que la humanidad ha conocido en diferentes momentos, sino que critica el estrecho mirador que ha mantenido el discurso económico ortodoxo para el cual el concepto de creatividad sólo es considerado innovaciones tecnológicas. En su opinión, al caracterizar las obras de los artistas es posible “observar la producción de valor económico y cultural en la elaboración” (p. 41).

De la creatividad individual pasa a las industrias culturales mediante las cuales es posible “asir” la actividad cultural desde un punto de vista económico; para ilustrarlo se apoya en ejemplos como el turismo, el comercio y el desarrollo urbano. Este enfoque es importante, como el mismo Throsby apunta, porque en la medida en que la actividad cultural se interprete dentro de un marco industrial y las llamadas industrias culturales generen empleos y produzcan ingresos entonces habrá mayor interés en apoyar estos campos. Vinculado de manera natural con estos temas y enfoques queda el tema de las políticas culturales: cómo pueden o deben intervenir los Estados para in fluir o apoyar las varias facetas de la cultura.

Son de llamar la atención las reflexiones a los temas de sostenibilidad y capital cultural y la cultura en el desarrollo económico; resultan muy interesantes y de largo aliento ya que centra su atención en el cambio de paradigma que se empieza a registrar en las ideas respecto a la naturaleza del crecimiento y del desarrollo económico aunque “no todos los economistas del desarrollo, y mucho menos los teóricos del crecimiento, consideran que el cambio sea importante, y algunos no reconocen su existencia en absoluto. No obstante, cada vez se avanza más claramente hacia el reconocimiento de que la cultura influye en los resultados económicos de grupos pero, sobre todo, que subyace y condiciona los procesos de crecimiento económico y de cambio en los países [en desarrollo]” (p. 108).

El hecho de considerar a la cultura como capital es una invitación a reflexionar en relación con aspectos no sólo de largo plazo sino vincular las actividades culturales con las tradiciones locales. Asimismo sugiere utilizar, para el caso de la cultura, el mismo enfoque de sostenibilidad usado en los discursos del desarrollo económico. “La cultura, independientemente de cómo se interprete, subyace al proceso de desarrollo y tiene relaciones importantes con el comportamiento económico” (p. 93).

Ya el Banco Mundial ha señalado que la cultura en un contexto de desarrollo ayuda a proporcionar nuevas oportunidades y que también es capaz de generar ingresos a partir de activos culturales existentes. Razón por la cual Throsby señala que resulta posible sugerir que la cultura influye en los resultados económicos en tres ámbitos: i) en la eficacia económica, mediante la promoción de valores compartidos por el (o los) grupo(s) que condiciona(n) la manera en la que los integrantes asumen los procesos de producción; ii) en la equidad, tanto al inculcar principios morales compartidos como al considerar el bienestar de las generaciones futuras como un valor compartido o en la asignación de recursos buscando resultados equitativos, y iii) en influir en objetivos económicos y sociales de un grupo o comunidad.

“[…] puede medirse la influencia de la cultura en los resultados macroeconómicos en función de indicadores de eficacia como la tasa de crecimiento del PIB per capita, las tasas de cambio tecnológico y de empleo […] y según indicadores de equidad tales como las pautas de distribución de la renta, los programas de bienestar social” (p. 97).

No obstante la evidencia, el autor lamenta que “todavía persista el escepticismo entre los economistas (es posible agregar sin margen de error que también ésta es una característica de varios gobiernos), especialmente a escala macroeconómica, donde siguen haciéndose conjeturas sobre la medida en que los factores culturales influyen en el rendimiento económico” (p. 98).

Pero también reconoce que, aunque muy gradualmente y aún entre reducidos sectores, se ha ido modificando el discurso global y ortodoxo que considera erróneamente desarrollo económico sólo como mejora de las circunstancias materiales a incluir un conjunto más amplio de necesidades (calidad de vida) de las personas, en el que la noción de desarrollo económico (centrada en la primacía de los bienes) pareciera empezar, si no a ceder lugar por lo menos sí a “medio” compartir con una noción de desarrollo humano (centrada en enfoques integrales de las personas).

“Una manera de unir intereses económicos y culturales es volver a unir la noción básica de creación de valor, donde la generación de valor cultural y económico puede distinguirse como resultado de un proceso de desarrollo que equilibra el deseo por bienes y servicios materiales con las necesidades y aspiraciones más profundas que los seres humanos tienen” (pp. 103-104).

El tema de atención de Throsby, fruto de varios años de estudio, abre sin duda un amplio abanico de opciones que dejan atrás las posturas que presentaban como irreconciliables a la economía y la cultura y que, por lo contrario, presentan varios interrogantes: ¿qué se entiende por sector cultural y cómo medirlo?, ¿cuál es la aportación de la cultura a la economía?, ¿cómo medir y con qué instrumentos el efecto de la producción cultural en el ámbito económico social?, ¿cuál es el gasto público en cultura y en qué criterios se basa?, ¿qué criterios rigen a las políticas públicas culturales?, ¿influye la globalización en los ámbitos culturales locales?, ¿cómo lo hace?, ¿cuáles son los modos en los que la cultura puede influir en el desarrollo?, ¿cómo pueden comprenderse estas influencias?

“La exactitud formal de la ciencia económica moderna, con su abstracción teórica, su análisis matemático y su confianza en métodos científicos neutrales para poner a prueba las hipótesis sobre la forma en que se comportan los sistemas económicos, podría sugerir que la economía como disciplina no tiene un contexto cultural, que opera dentro de un mundo que no está condicionado por los fenómenos culturales” (p. 30).

Siguiendo de cierta manera esta línea de pensamiento podríamos, parafraseando al autor, preguntarnos si la aceptación a pie juntillas de la mayoría de los defensores del paradigma económico actual es resultado de un discurso que proviene de un proceso de persuasión intelectual o se trata de una predisposición cultural.

“En su analítica formal la economía dominante ha tendido a desechar influencias, tratando el comportamiento humano como una manifestación de características universales que se pueden reproducir plenamente con el modelo racionalista de elección racional y maximización de la utilidad, y considerando el equilibrio del mercado relevante en cualquier circunstancia.

“Es hora de pasar del contexto cultural de la economía como sistema de pensamiento a su contexto cultural como sistema de organización social. Es fácil observar que los agentes económicos viven, respiran y toman decisiones dentro de un entorno cultural” (p. 32).

El reconocimiento de la relación entre cultura y economía lleva forzosamente a adoptar una renovada visión en relación con las prioridades del desarrollo ya que, desde este punto de vista, éstas no pueden ser medidas sólo en términos económicos, ya que el fortalecimiento de valores culturales tiene dividendos no sólo cívicos o políticos sino de bienestar social y, por ende, económicos. La revaloración de la cultura implica, por tanto, el reconocimiento de su doble naturaleza: como medio para alcanzar el desarrollo económico y humano y como fin del propio desarrollo humano.

Trabajar en favor de una equilibrada legislación, políticas públicas adecuadas e instituciones que favorezcan una revalorización del papel de la cultura como uno de los ejes del desarrollo es, en este contexto, una de las asignaturas pendientes de nuestra agenda.

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