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El trimestre económico

versão On-line ISSN 2448-718Xversão impressa ISSN 0041-3011

El trimestre econ vol.73 no.289 Ciudad de México Jan./Mar. 2006  Epub 07-Fev-2023

https://doi.org/10.20430/ete.v73i289.558 

Comentarios bibliográficos

Santiago Levy, Ensayos sobre el desarrollo económico y social de México, México, Fondo de Cultura Económica, 2005, 765 pp.

Rolando Cordera Campos* 

* Profesor titular "C", Centro de Estudios Globales y de Alternativas para el Desarrollo de México, Facultad de Economía, UNAM.

Levy, Santiago. Ensayos sobre el desarrollo económico y social de México. México: Fondo de Cultura Económica, 2005. 765p.


Eficiencia y equidad: La esquiva simpatía

El libro de Santiago Levy reúne un conjunto de ensayos y documentos de política escritos en los pasados 15 años. En conjunto y por separado tienen la virtud de ofrecer la visión y las convicciones del autor respecto a temas relevantes del tránsito económico y social de México hacia una formación económica diferente de la que se organizó entre los años treinta y ochenta del siglo pasado y que aterrizó drásticamente en la gran crisis de la deuda externa, los ajustes draconianos aplicados para encararla sin éxito y, luego, el proyecto de un cambio estructural, una "gran transformación", que hiciese de la economía mexicana una economía abierta y de mercado.

Esta ambición histórica se quiso convertir con demasiada premura en una forma de crecer renovada y eficiente, basada en el mercado más amplio y libre imaginable. En el tiempo y la circunstancia se le colgaron adjetivos de equidad y democracia para formar un triángulo de promesas que nos hablaba y habla de un desempeño económico sólido y competitivo; de una vida social cruzada y articulada por criterios de equidad y objetivos de superación de la pobreza, en particular la extrema, y de un sistema político productivo, plural y competitivo que coadyuvaría a erigir un Estado libre de adiposidades corporativas y veleidades populistas. Este es, en buena medida, el contexto de empeños y valores que anima los análisis y propuestas de Levy y es inevitable que el lector agudo y el crítico comprometido con el rigor y, tal vez, con otra plataforma ideológica, recurra a ellos para evaluar este valioso volumen y dar lugar a un fructífero cuanto ausente debate de lo que podemos y debemos hacer hoy y mañana para acercarnos a un horizonte de propósitos que en aspectos decisivos parece más bien una línea imaginaria que se aleja cada vez que uno piensa que está cerca de sus ofertas.

Para Santiago Levy hay una línea de fuerza que organiza sus elaboraciones analíticas y proposiciones de política: mostrar y convertir en realidad estatal y social que es factible combinar eficiencia y equidad para construir una sociedad mejor y un Estado a la altura de las circunstancias turbulentas de nuestro mundo global.

Los trabajos, varios de ellos escritos al alimón con otros distinguidos estudiosos y responsables políticos, buscan analizar y evaluar la eficacia de las políticas públicas en escrutinio. Como se señala en la prolija introducción al volumen, los ensayos están pensados desde una doble perspectiva: la académica y la de la elaboración de políticas públicas, campos en los cuales Santiago Levy ha sido una de las personalidades más activas en el pasado decenio y medio.

El libro se divide en cuatro partes: combate a la pobreza, desarrollo rural y regional, organización industrial y economía política del presupuesto. La primera parte se inicia con el trabajo que obtuvo el Premio Banamex en 1992 y contiene otros tres trabajos, uno del empleo rural y combate a la pobreza escrito en coautoría con Enrique Dávila y Luis Felipe López Calva; el segundo respecto a la pobreza y dispersión poblacional escrito con Enrique Dávila, y el último, con Evelyne Rodríguez, del Programa de Educación, Salud y Alimentación. Se trata posiblemente de la parte mejor estructurada del trabajo, ya que si bien la integran ensayos de procedencias y coautorías diversas, dan cuenta de un pensamiento sistemático de las causas de la pobreza, un análisis de las políticas y programas que se han instrumentado para combatirla que incluye una evaluación crítica tanto de la elaboración como de la operación de las mismas, para terminar con una revisión y un relato de indudable interés, dado el destacado papel que desempeñó el autor en su creación e instrumentación, del programa más importante de los pasados dos sexenios en materia de combate a la pobreza: el Programa de Educación, Salud y Alimentación iniciado durante el gobierno del presidente Zedillo, que en la presente administración evolucionó para convertirse en Oportunidades.

En Progresa, nos recuerda Santiago Levy en su estupendo y detallado relato, "el eje... es la familia y no la comunidad" (p. 237). Santo y bueno para la libertad de los desiguales, pero la neutralidad consiguiente que se postula para el programa es una petición de principio que se estrella o puede hacerlo contra la fuerza de muchas comunidades, el despertar político, distorsionado o no por caciques viejos y nuevos, y de cara a las rencillas y litigios intracomunitarios que la distribución focalizada y con la familia como eje puede agudizar.

Por otro lado, entrados en los vericuetos de la realización de la política, inevitablemente filtrada por la pluralidad política ambiente, encarnada no sólo en partidos y Congreso sino en gobiernos locales y un federalismo siempre a punto de desbocarse, parece elemental admitir que familias y comunidades están siempre inscritas en contextos mayores y coordenadas culturales de difícil homologación. La racionalidad de las familias focalizadas es inseparable del entorno y de sus restricciones, aparte de que en condiciones de pobreza extrema y extensa lo más razonable puede ser, como lo planteamos hace algunos hace años, atender al conjunto de las colectividades en vez de pretender focalizar con rayo láser.

La transición a formas "menos paternalistas y corporativistas" que prometía Progresa y Oportunidades presume poder concretar pronto (p. 256), supone una discusión más compleja y menos apresurada y olvidadiza del juicio sumario asestado a su antecesor, el Programa Nacional de Solidaridad. Tiempo habrá para hacerlo, pero desde ahora parece útil advertir que no toda movilización social está fatalmente condenada a caer en formas paternalistas y peticionarias, ni una nueva forma de relación entre pobres y Estado tiene por qué llevar desde el principio el sello de corporativa y manipulada. El trecho entre estas realidades y esas posibilidades perniciosas pue de ser grande y no unívoco. Las proclividades asistencialistas y dependientes del Estado de los pobres, que forman parte del espectro del populismo hecho renacer en fechas recientes por razones bien distintas del estilismo analítico o del análisis de economía política que realiza Levy (y su coautor Carlos Bazdresch), no son lineales. "Lo que dicen los pobres", la encuesta de Sedesol respecto al tema, nos habla también de contingentes significativos de pobres que lo que quieren y reclaman son espacios y oportunidades para la producción y, sobre todo, para un empleo digno y remunerado.

Oportunidades, se nos dice, "no puede resolver todos los problemas de la pobreza extrema. Tampoco es un programa de empleo aunque aumente las oportunidades de los trabajadores y sus familias". Su cobertura es grande y es una realidad nueva en la política social mexicana, pero para que deje de ser un programa de compensación permanente en los niveles más bajos de ingreso y calidad de vida es preciso volver al tema del desarrollo y sus oscilaciones y pésimo desempeño a lo largo de estos duros lustros de penuria y cambio. Incrustar lo social en lo económico y darle al Estado un compromiso expreso con la equidad y la redistribución no es mensaje nostálgico ni retórica preelectoral. Plantearse de nuevo los temas duros del crecimiento, de las asociaciones y correlaciones varias entre la forma que adoptó el cambio estructural y la profundización de la pobreza, la confirmación de la desigualdad y la manifestación patética de las debilidades del Estado para modular el cambio y proteger a los más vulnerables, no significa volver atrás, pero sí dejar atrás la "leyenda negra" del desarrollo anterior que ofusca el entendimiento de la problemática presente y nubla el ejercicio de una memoria que es hoy indispensable ante tanta confusión y torpeza política y tanta necedad económica.

La segunda parte del texto está dedicada al desarrollo rural y regional, aunque en íntima relación con el análisis de los determinantes de la pobreza. Tres de estos ensayos fueron escritos durante la negociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y motivados precisamente por el análisis de los efectos de la apertura en el sector agropecuario. Los tres ensayos señalaban que la protección al maíz era una manera muy ineficaz de ayudar a la población más pobre del medio rural, pero también advertían que la imperfección en los mercados de capitales y la ausencia de mecanismos eficaces de compensación hacían a este sector muy vulnerable a una apertura demasiado rápida, que ocasionaría efectos regresivos por sus efectos negativos en los salarios rurales reales y en los precios de la tierra de temporal.

La agricultura, nos dice convencido Levy, puede beneficiarse mucho con el libre comercio, pero reconoce que las ganancias en eficiencia asociadas a la apertura no logran llegar a importantes grupos de la sociedad con oportunidad y suficiencia. A falta de medidas de ajuste, nos dice, todos los beneficios se acumulan en los grupos más ricos. "Los programas de ajuste temporales, se deben construir incorporando incentivos al cambio -pero a la vez reconoce que- ...el gradualismo también contribuye a resolver problemas de consistencia temporal. El gradualismo da tiempo para poner en marcha los programas de mejoramiento de la productividad, los beneficiarios no tienen que renunciar a nada antes que los beneficios empiecen a llegar."

Este es un gradualismo desarrollista, que poco tuvo que ver con la forma como finalmente se aplicaron el Procampo o la Alianza para el Campo. Gradualismo debería haber habido en serio; hoy, lo que se impone es pensar en un "gradualismo acelerado" que asuma que campesinos y productores pobres hay y muchos y que su incorporación efectiva a la vida pública mexicana es una empresa de todos y no sólo de sus destrezas para usar Oportunidades, las remesas o las otras casi siempre precarias fuentes de ingreso rural no agrícola que forman hoy sus nutrientes monetarios principales.

El cuarto ensayo de la segunda parte del libro respondió a la problemática ancestral que el conflicto iniciado en 1994 en el estado Chiapas contribuyó decisivamente a poner en relieve: el atraso del sur-sureste de nuestro país. Para Levy, el rezago de esta región del país debe ser enfrentado de manera decidida por el Estado, a través de una política que no puede limitarse a subsidiar a la población pobre, sino que debe generar condiciones de rentabilidad para la inversión privada comparables a las que existen en otras zonas del país por medio de un agresivo programa de inversiones en infraestructura hidráulica, agrícola y de transportes.

La tercera parte del texto está dedicada a la organización industrial y recoge dos trabajos sobre la experiencia de Levy como artífice y promotor de la Ley de Competencia Económica y primer presidente de la Comisión Federal de Competencia. Su mensaje es contundente: el cambio estructural trajo consigo un nuevo tipo de intervención del Estado en la economía en el que es necesario perseverar y profundizar para que los beneficios esperados de la apertura económica se traduzcan en una mayor eficiencia. En particular, el autor hace hincapié en la necesidad de una política de competencia activa, que permita que el mercado asigne de manera eficiente los recursos.

Las políticas de competencia son esenciales para alcanzar objetivos de eficiencia económica, pero también pueden contribuir a aumentar la equidad si tenemos en cuenta las consecuencias distributivas negativas de las rentas monopólicas. Sin embargo, parece claro que ni antes ni ahora, después de un cambio estructural como el vivido por México, estas políticas son sustitutas eficientes, ni siquiera sucedáneas, de una política industrial como la que el país requiere con urgencia. La industrialización no es el fruto lineal o unívoco de la competencia, salvo en los modelos más elementales.

Sin entrar ahora en el análisis de una hipotética o real disonancia entre competencia, mercado, política industrial y Estado, no sobra recordar que prácticamente todo el registro histórico del desarrollo moderno capitalista, de la Gran Bretaña a Corea, nos habla de varias y múltiples intervenciones directas y permanentes, temporales y regulatorias, estimulantes de la creatividad empresarial o, de plano, abiertamente dirigidas a crear un sistema nacional de producción de productores, capitalistas.

La mejor política industrial es la que no hay, dicen que dijeron en Los Pinos, la SPP o la antigua Secofi. Pero más allá de su efímera eficacia retórica, lo que tenemos enfrente es una industria escasamente competitiva y menos redistributiva o creadora de empleo, pero con una perniciosa capacidad para extender su heterogeneidad secular a lo que Enrique Hernández Laos ha llamado un "trialismo" que condiciona el mal desempeño económico general y determina las impresentables cuotas de pobreza y desigualdad que definen nuestra actual economía política. Se echa de menos, en este capítulo en particular, una incursión de Levy en el tema.

La última sección del libro se dedica a analizar diversos aspectos de las políticas tributaria y presupuestaria. El primer ensayo fue escrito con Carlos Bazdresch y publicado hace años en un libro compilado por Rudiger Dornbusch y Sebastián Edwards y titulado Macroeconomía del populismo en la América Latina [Lecturas 75 de El Trimestre Económico], destinado a dar cauce, racionalidad, hasta legitimidad, al abandono de la industrialización dirigida por el Estado y a la que solían asociarse los excesos populistas.

Aunque son discutibles tanto sus interpretaciones generales sobre las características del Estado mexicano surgido de la Revolución Mexicana, como el grado de control que éste alcanzó en la economía, es importante recordar sus conclusiones más significativas: los objetivos de corto plazo que persiguen las políticas populistas, que generalmente responden a problemas de legitimidad política, sacrifican posibilidades de desarrollo de largo plazo y generan costos sociales que se reparten de manera inequitativa. Pero confundir abusos de los equilibrios fiscales hechos por la cúpula estatal, con todo tipo de política de fomento o contracíclica, en cualquier lugar, momento histórico o coyuntura, es negarse dogmáticamente a pensar el mundo en clave de economía política y a hacer política pública de cualquier tipo, salvo la que marque un canon muy averiado y caduco.

Los siguientes tres trabajos se ocupan de diversos aspectos de la política presupuestaria. Los dos primeros están relacionados con la política social, en tanto que el tercero se ocupa de un tema central para la consolidación de la democracia mexicana: la transparencia, la discrecionalidad y la eficiencia en el presupuesto de egresos de la Federación. En toda democracia, la aprobación, ejecución y evaluación del presupuesto debe ocupar un papel central, pues es el principal instrumento del Estado para satisfacer necesidades sociales de bienes y servicios y para jerarquizar las prioridades del cambio económico y social. La dimensión distributiva que puede tener el presupuesto y su importancia en la asignación de los recursos que el Estado destina a proporcionar bienes y servicios a la población justifican en toda democracia una discusión activa e informada sobre su diseño y evaluación, que desafortunadamente ha faltado en México y que requiere trabajos como estos, en los que se analizan diversos temas, complejos y en consecuencia polémicos, de la política de gasto: la regresividad de los subsidios generalizados, la pertinencia de los subsidios focalizados, los costos que implica esta focalización, la incidencia del gasto social o, dicho en palabras llanas, el análisis de cómo se distribuyen los beneficios entre la población de acuerdo con sus ingresos, la transparencia en la ejecución del gasto y la discrecionalidad en su asignación.

En el último ensayo del libro se presenta una propuesta de reforma al impuesto al valor agregado que sostiene que dada la distribución del ingreso, el régimen de exenciones y de tasa cero que favorece a ciertos artículos, es poco eficaz como mecanismo distributivo. En consecuencia, la elevación y eventual homologación de las tasas del impuesto podrían generar recursos fiscales adicionales que a su vez podrían canalizarse mediante el gasto social a los sectores de la población con menores ingresos, para compensarlos por las pérdidas de bienestar ocasionadas por el impuesto.

Dicho de otra manera, los efectos negativos en el bienestar de los sectores con menores ingresos se podría compensar con mayor gasto social, logrando que la reforma del IVA fuera a la vez recaudatoria y redistributiva a través de la utilización de instrumentos "ya desarrollados (o que requieren modificaciones menores) que permitan alcanzar de manera más eficaz a la población de menores ingresos", como el programa Oportunidades. Llama la atención que de entrada se parta del diagnóstico oficial según el cual el esfuerzo recaudatorio debe centrarse en el IVA y no en el ISR, posición que puede justificarse desde el punto de vista de los costos y demás problemas de recaudación, pero no desde el punto de vista de la equidad. Ni, por lo pronto, del de la eficacia política que en buena medida depende de las maneras como la población percibe un régimen de privilegios emanado de la riqueza, la propiedad y la clase social.

Por otro lado, no existe ninguna garantía de que todos los recursos originados por una reforma como la propuesta, o por lo menos la mayor parte, pudieran canalizarse realmente al gasto social, a los más pobres pero también a los demás aunque no entren en la categoría extrema de la pobreza alimentaria. Esto, en principio, dejaría indeterminado el efecto distributivo final de la reforma.

El libro que nos ocupa debe leerse, estudiarse y discutirse. Es importante y útil. Sin embargo, aparte de lo que se mencionó líneas arriba en cuanto a ausencias sintomáticas, debo recalcar que se resiente la falta de una visión sistémica e histórica de la economía mexicana, que permita ubicar en un contexto más amplio sus problemas actuales, sus características estructurales, sus vacíos institucionales y las deficiencias de las políticas económicas y sociales que el Estado mexicano ha instrumentado para hacer frente a esta problemática compleja y diversa.

Se ha convertido en un lugar común atribuirle a la Revolución Mexicana la creación de un Estado "protagonista" del desarrollo. Un análisis objetivo del desarrollo económico de México durante el siglo XX revela sin embargo que ni el Estado intervencionista se construyó a partir de la promulgación de la Constitución de 1917, ni su protagonismo se tradujo siempre en políticas expansivas ni en un sector paraestatal grande.

El surgimiento de un nuevo estilo de intervención estatal puede fecharse en el decenio de los treinta y habría respondido más a la necesidad de encontrar una salida a la crisis económica que afectó a México y a la mayor parte del mundo en esos años, que a un programa económico surgido de la Revolución. De hecho, las políticas económicas de los gobiernos de Obregón, Calles, Portes Gil y Ortiz Rubio se caracterizaron por sus intentos de alcanzar el equilibrio presupuestario perdido durante la Revolución, más que por impulsar un crecimiento del aparato estatal.

La creación de empresas paraestatales y la ampliación de la intervención del Estado en la economía fueron procesos que se iniciaron en el gobierno de Abelardo L. Rodríguez y recibieron un importante impulso durante el sexenio de Lázaro Cárdenas, pero esto no implicó incurrir en políticas populistas en el sentido acuñado por Dornbush, Edwards, Levy y Bazdresch. Si por políticas populistas entendemos "el uso dispendioso de los gastos públicos, el uso intensivo de los controles de precios, la sobrevaluación sistemática del tipo de cambio y las señales inciertas de la política económica", el único gobierno al que podría aplicarse el adjetivo de populista antes del decenio de los setenta sería el de Miguel Alemán, que se caracterizó por un gasto deficitario que provocó grandes presiones inflacionarias y una sobrevaluación del tipo de cambio que fue corregida con la drástica devaluación de 1954.

¿A qué se deben la persistencia de la pobreza y la desigualdad en México? ¿Sólo a errores en la elaboración e instrumentación de las políticas económicas y sociales? ¿Sólo a la ineficiencia inducida en la economía mexicana por el intervencionismo estatal? ¿O es, también, un resultado de pactos formales e informales que sirvieron de sustento al sistema político mexicano y definieron una determinada distribución de los beneficios que obtuvo el país durante la etapa de expansión económica más larga de su vida independiente, que va desde los años treinta hasta el estallido de la crisis de la deuda?

Es importante explorar esta última hipótesis, porque de ser cierta ubicaría las respuestas al problema de la persistencia del subdesarrollo en nuestro país más allá de la discusión sobre la eficacia de las políticas, en el ámbito de la economía política. De esta manera, los desequilibrios que provocaron las políticas económicas del periodo de industrialización no solamente encontrarían su explicación en los enfoques de política económica prevalecientes en el gobierno mexicano, sino en la articulación de intereses de los sectores público y privado que favoreció una estrategia de desarrollo exitosa en términos de crecimiento, pero con claras limitaciones para mejorar la distribución del ingreso y para favorecer el desarrollo de ciertas regiones del país.

En la introducción del libro se afirma a propósito del ensayo sobre la macroeconomía del populismo en México que entre los extremos de "operar la policía, garantizar los derechos de propiedad y quitarse de en medio" por un lado y "producir y distribuir todo" existe un amplio espacio para la actuación del Estado en materia económica, tanto para la conducción macroeconómica como para intervenciones microeconómicas con diversos objetivos sociales. No sobra recordar que el Estado mexicano nunca se propuso "producirlo y distribuirlo todo", que incluso el periodo durante el cual hubo un acelerado y desordenado crecimiento de su sector paraestatal respondió tanto a la desaceleración económica de principios de los años setenta, que fue un fenómeno generalizado en el mundo, como a la decisión política de rescatar empresas privadas en situación de quiebra. La única expropiación que tuvo otro tipo de motivaciones fue la bancaria, acontecida en el momento mismo en el que el intervencionismo económico del Estado mexicano llegó a sus límites, y se rompió la "regla de oro" del presidencialismo autoritario. Sin embargo, este traumático acontecimiento, junto con el estratosférico déficit fiscal de ese año, ha servido hasta la fecha para alimentar la leyenda negra del Estado obeso y omnímodo, que en todo caso, suponiendo sin conceder, sólo correspondería a los últimos diez o doce años del periodo de crecimiento económico.

Una reconstrucción lo más fidedigna posible del papel que desempeñó el Estado mexicano en el desarrollo económico de nuestro país durante el siglo XX es un obligado punto de partida para plantear nuevas respuestas a viejos y nuevos problemas sin las distorsiones que la leyenda negra o el propio nacionalismo revolucionario tardío impusieron en su momento. De una revisión como la sugerida emanarían mejores pautas e ideas para elaborar el nuevo tipo de intervención que requiere una economía más abierta y más descentralizada, pero en la que el Estado debe desempeñar un papel decisivo como regulador y como detonador de oportunidades de inversión y desarrollo que incrementen la competitividad de nuestro país en la economía global.

No se trata, nos advierte nuestro autor, de adelgazar al "…Estado sino de un cambio en su forma de intervención: menos producción y más regulación -postula, pero añade- …si el cambio es menos producción y mala regulación el resultado puede no ser el deseado" (p. 24). Habría que agregar a esta fórmula que la agenda del Estado debe considerar producir y regular pero también distribuir, a no ser que lo último quiera dejarse a la lucha de clases o a un mercado justiciero que la historia no registra.

De aquí la importancia de insistir en recuperar la dignidad clásica del presupuesto, volverlo plurianual y riguroso, transparente. Para esto, se requiere una fórmula ético-política que el cambio no regala, más bien escamotea. Recaudar más y eficientemente y gastar mejor: la fórmula es compartible para intentar una mezcla eficaz entre eficiencia y equidad. Ni Estado obeso ni adelgazado para arribar a una nueva versión de economía mixta en la globalización. Lo que no resulta claro es si la batería de "incentivos" que nos propone el autor para que el "proceso político contribuya a construir el Estado necesario, en la contienda democrática por el poder", es suficiente.

La desigualdad, la pobreza y la concentración del privilegio, en medio de una sociedad eminentemente plebeya, son vectores insoslayables de la composición del poder de hecho y del constituido. En esta combinación puede detectarse una de las fuentes más poderosas de la bizarra cultura de la satisfacción y de los satisfechos que ha emergido en estos años de cambio social desbocado, cambio económico segmentado y obcecación estabilizadora.

Un Estado como el imaginado como necesario por Levy tendrá que emerger de una dialéctica turbulenta, que sólo puede encontrar curso productivo en un discurso que dé sentido a un proyecto de desarrollo que se sustente en el crecimiento rápido de la economía y se centre en objetivos de equidad y ciudadanía. La saga del Estado, de protagonista a imaginario ogro filantrópico, al Estado retraído por sus propias crisis fiscales y de ideas y por las fallas en su legitimidad básica, al Estado distraído del presente, absorto en su imagen demoscópica, reclama un giro importante si es que esta combinatoria va a adoptar una mínima viabilidad y credibilidad ante la sociedad.

De otra manera, corremos el riesgo de poner la carreta delante del caballo y de caer en la ilusión destructiva del mercado absoluto, único y autosuficiente, al que incluso se le ve como capaz de gestar el Estado mínimo que la imaginería liberista requiere para su producción interminable de intangibles óptimos.

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