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Nueva revista de filología hispánica

versión On-line ISSN 2448-6558versión impresa ISSN 0185-0121

Nueva rev. filol. hisp. vol.72 no.1 Ciudad de México ene./jun. 2024  Epub 08-Mar-2024

https://doi.org/10.24201/nrfh.v72i1.3940 

Reseñas

José M. del Pino (ed.), George Ticknor y la fundación del hispanismo en Estados Unidos. Iberoamericana-Vervuert, Madrid-Frankfurt/M., 2022; 447 pp.

David González Ramírez1 
http://orcid.org/0000-0001-5244-4883

1Universidad de Jaén david.gonzalez@ujaen.es

Pino, José M. del. George Ticknor y la fundación del hispanismo en Estados Unidos. Iberoamericana-Vervuert, Madrid: Frankfurt/M., 2022. 447p.


En 1848, en Cádiz, se fraguó la elaboración de una superchería literaria titulada El buscapié de Cervantes. Con notas históricas y críticas por don Adolfo de Castro. Algunos amigos del círculo gaditano de Castro celebraron rápidamente el hallazgo y admitieron la paternidad cervantina, pero aún quedaba al bibliófilo lidiar con los eruditos de su época, que se mostraron bastante menos condescendientes, como Amador de los Ríos, Cayetano A. de la Barrera (que le lanzó un durísimo cachetero) o un norteamericano que muchos por esas calendas no tendrían agendado: George Ticknor (1791-1871). En 1849 salió la primera edición de su History of Spanish literature, obra en tres tomos que apareció simultáneamente en Nueva York y Londres. Ticknor (1856, t. 4, pp. 217-218) mostró sus recelos sobre la autenticidad de este opúsculo y, en forma de apéndice, declaró que “el libro… es un juguete literario muy agradable e ingenioso. Manifiesta en muchos trozos viveza, imaginación y talento, así como mucha familiaridad con el estilo de Cervantes y conocimiento de la literatura de aquel tiempo”. Mantuvo que si era obra de Castro, “habrá sido sin duda su intención reservar para más adelante la declaración de que es parto de su ingenio, y si así sucede añadirá un laurel más a su corona literaria”, pero en caso contrario atribuyó a “equivocación respecto al manuscrito adquirido… creer lo que en realidad no era”; alegó para acabar que no encontró “suficientes pruebas para calificar el Buscapié de obra de Cervantes, ni juzgo haya fundamentos para colocarlo bajo la protección de tan ilustre nombre”.

No faltaron arrestos a Ticknor para oponerse en su imponente Historia a uno de los jóvenes eruditos más destacados de la cultura española de mediados del siglo XIX. Demostró aquí no sólo compromiso por incorporar los asuntos más novedosos de la actualidad filológica, sino sobre todo personalidad que, desde el extranjero, no hacía la vista gorda sobre asuntos que podrían levantar ampollas. Podría decirse que la suya es una Historia con al menos dos bifurcaciones: una es la que dio como resultado el texto original (pero que se empezó a fraguar más de treinta años antes), reeditado varias veces con ampliaciones, y otra la de la propia traducción, en cuatro tomos (1851-1856), que salió con notas de sus traductores, Pascual de Gayangos y Enrique de Vedia, y con adiciones del propio autor.

La figura de Ticknor, nunca del todo olvidada -sobre todo entre los hispanistas norteamericanos-, ha encontrado en el profesor José M. del Pino a un excelente patrocinador. Desde su llegada a Dartmouth en 2004, se ha dedicado intensamente a recuperar la labor historiográfica, la obra cultural y el empeño social que emprendió Ticknor (graduado en 1807 en aquella institución, cuando era un college, logro que también alcanzó su madre). En los últimos años ha organizado varias actividades para ahondar más en la ingente labor del que podríamos considerar como el príncipe de los hispanistas estadounidenses: George Ticknor. Destacan entre estas actividades un encuentro científico, una exposición y el libro que ahora reseño (que surge esencialmente de las contribuciones de un congreso que la pandemia dilapidó).

La relación de Ticknor con la literatura española -y en general con la cultura europea- es realmente una historia de enamoramiento que tiene su punto de arranque en el momento en que decide, en 1815 (con tan sólo veinticuatro años), marchar a Gotinga para hacer una verdadera inmersión formativa, lingüística e idiosincrática. Allí fue alumno del historiador de la literatura Bouterwek, cuya visión historiográfica caló en su forma de concebir su opus magnum. Durante su estancia recibió la oferta del rector de Harvard de ocupar la Cátedra Abiel Smith en lenguas románicas y, consecuentemente, asumir el programa de estudios en francés y español. Fue éste el punto de inflexión en su carrera académica, pues, al aceptarlo, decidió alargar su estancia en Europa para pasar más tiempo en Francia, Suiza e Italia, pero sobre todo para conocer España -fue la única estancia que pasó en la Península en toda su vida- y mejorar su nivel de idiomas (para lo que contrató a profesores particulares que le permitiesen mejorar el conocimiento de varias de las principales lenguas europeas).

Desde este momento, sus contactos con intelectuales y personas de alta alcurnia le permitieron entrar en contacto con importantes personalidades del mundo de la política y la cultura. Pero lo más importante para él fue relacionarse con investigadores de renombre, conocer a bibliófilos que atesoraban importantes bibliotecas privadas y entrar en contacto con libreros anticuarios que le informaban directamente sobre novedades que llegaban a las librerías o a las subastas. La colección privada con más caudal bibliográfico de Estados Unidos comenzó a cobrar carta de naturaleza en este viaje, pero Ticknor también compró muchas obras para otras personalidades, como los presidentes estadounidenses John Adams o Thomas Jefferson, y entidades, como la biblioteca de Harvard.

En sus diarios proyectó las peripecias de su viaje y las sensaciones que experimentó mientras recorría las provincias españolas; estos cuadernos han sido estudiados en este volumen por Martín Ezpeleta (pp. 73-98), quien en 2012 preparó una traducción con un espléndido estudio introductorio. En 1819, unos cuatro años después, Ticknor regresa a Harvard para afrontar la ilusionante misión de crear el programa de estudios de francés y español. Durante los primeros años prepara un sintético, pero muy útil, plan de trabajo titulado Syllabus of a course of lectures on the history and criticism of Spanish literature (1823), que a su modo será el andamiaje de su futura History of Spanish literature (la relación entre ambas obras es en este volumen examinada en el meticuloso trabajo de Leigh, pp. 143-171). Sin embargo, en los siguientes años intentó instaurar el mismo espíritu universitario (gestión académica, programas de estudios, etc.) que había encontrado en Europa, lo que acarreó numerosos problemas. Uno de ellos, crucial en su forma de entender la democratización de la cultura, fue el del acceso a los libros, asumido en Gotinga, que ofrecía un “recurso imprescindible para la formación de las élites europeas (y americanas)” y un complemento decisivo “del sistema educativo” (Medina, p. 350). Finalmente, un enfrentamiento con el nuevo rector de Harvard le llevaría a dimitir en 1835 y a retirarse de la turbulenta vida universitaria.

Alejado de la universidad, se centró en escribir su obra mayor. En España, hasta su publicación de la Historia de la literatura española, la historiografía andaba ayuna de estudios de esas dimensiones cronológicas. Las historias literarias del citado Bouterwek (1804) y Sismonde de Sismondi (1813) son parciales, desiguales y de escaso fundamento crítico-literario1. El bibliófilo y bibliógrafo Bartolomé José Gallardo no llegó nunca a publicar su esperada Historia de la literatura española, cuyo esbozo quizá se perdió en las aguas del Guadalquivir en la huida de San Antonio de 1823, y tan sólo hemos conservado el valioso acopio de papeletas bibliográficas que tenía como material preparatorio, reunidas en cuatro tomos por Sancho Rayón y Zarco del Valle con el título Ensayo de una biblioteca de autores raros y curiosos (1863-1889). Estas papeletas tuvieron que ayudarle, si no a desarrollar del todo, a esbozar una historia del Teatro antiguo español y una Historia crítica, también perdidas. Por las mismas fechas, otras tentativas quedaron en el aire, como la propuesta que a finales de 1839 hizo Estébanez Calderón a Gayangos -de la que da noticia Santiño en el volumen que reseño (p. 216)- para que se animasen a escribir conjuntamente “una Historia de la literatura española, la más consciencieuse y mejor rumiada que exista”. La publicación de la History sorprendió sin lugar a dudas a otro erudito español, José Amador de los Ríos, que estaba llamado a ser el historiador de la literatura más importante de su siglo. En las páginas de su Historia de la literatura española (1861-1865), publicada sólo unos años después, se percibe claramente el recelo con que recibió la obra del historiador norteamericano, a la que se refirió como incompleta y carente de plan. Sin embargo, la vasta planificación historiográfica que diseñó no llegó a ser culminada y su Historia alcanzó hasta el final del reinado de los Reyes Católicos.

Por tanto, la obra más equilibrada y completa a la que podían acudir los estudiantes universitarios y el público español en general era la Historia de Ticknor traducida por Gayangos y Vedia, que se ocuparon además de insertar abundantes anotaciones (más de trescientas páginas) y apéndices que suponen “un caudal inmenso de información bibliográfica y literaria totalmente nueva, que, en algunos casos, completó y, en otros, matizó o corrigió las afirmaciones de Ticknor” (Santiño, p. 226)2. Los traductores anunciaron en su advertencia preliminar el importante esfuerzo que hicieron para que el lector pudiese encontrar un juicio diferente sobre algunos aspectos y estuviese más equilibrada en cuanto a información bibliográfica y textos literarios: “en las notas que acompañan a cada toma han consignado su opinión, toda vez que difería de la emitida por el autor; así como han añadido de su propio caudal todas aquellas especies y noticias que podía, a juicio suyo, dar mayor realce y lustre a la obra. Asimismo han creído conveniente publicar por vía de apéndice algunos trozos de literatura poco conocidos, añadiendo un tomo más a los tres de que se compone la obra original” (1851, t. 1, “Advertencia”)3.

La apasionante historia de Ticknor y su fascinación por la cultura europea y la literatura española ha sido sintetizada por Del Pino (pp. 21-49), con detalles muy suculentos extractados de cartas personales, de documentos de archivo y de sus dos grandes obras, en el elocuente trabajo que funciona como pórtico del volumen colectivo dividido en dos partes: “Ticknor y su contribución al hispanismo” y “Ticknor y su legado”.

En el primero -el más nutrido de los dos- encontramos trabajos que profundizan en aspectos tratados por Del Pino, como el citado de Martín Ezpeleta o el de Adorno sobre la amistad que entabló con el sabio de Monticello, Thomas Jefferson, tercer presidente de Estados Unidos, que le abrió las puertas de los salones más distinguidos de algunas capitales europeas (pp. 51-71). Otros dos están en la línea de ahondar en la lectura que ofreció en su Historia de algunos de los grandes autores españoles. El primero, preparado por Lozano-Renieblas, examina el estudio que presentó Ticknor sobre la obra cervantina (pp. 99-119), en el que calibra tanto la valentía del historiador a la hora de entrometerse en la fraudulenta historia del Buscapié, como sus aciertos críticos al tratar sobre las obras mayores del escritor alcalaíno. Arraiza Rivera se centra en la significativa ausencia de una definición de la “tragedia” en la Historia (que Ticknor sustituyó por lo que considera drama nacional), más llamativa aún cuando sabemos que fue el historiador quien adquirió el autógrafo de El castigo sin venganza de Lope (“tragedia”), que se conserva hoy en la Biblioteca Pública de Boston (pp. 121-141). Para Arraiza Rivera, “los planteamientos de Ticknor anticipan perspectivas posteriores que defienden la existencia de una escuela o modalidad de tragedia que se consolida en el Siglo de Oro” (p. 122).

Cuatro trabajos cierran este primer bloque. Mateo estudia otra cualidad que Ticknor despliega en su History, la de traductor (pp. 173206). Atiende a las traducciones que presenta el historiador de las citas de textos literarios, en muchos casos propias y en otros ajenas. Su trabajo contribuye a entender mejor el diálogo interlingüístico e intercultural que Ticknor quiso establecer con sus lectores. El sugestivo estudio de Santiño está centrado en la “mediación cultural” entre Ticknor y Gayangos (pp. 207-238), a quien el primero, en el prólogo de su Historia (1851, t. 1, p. v), le tributó un rendido elogio: “uno de los más distinguidos literatos en el ramo particular que cultiva, y cuya familiaridad con cuanto hace relación a la literatura de su patria demostrarán bien las continuas referencias que hago a su persona en las nota de mi obra”. Este trabajo nos permite conocer más detalles sobre las aventuras y desventuras de Gayangos por tierras inglesas y el intenso tráfico de libros que sobrellevó; pero sobre todo coloca un marco narrativo muy sugerente al volumen epistolar que ambos eruditos cruzaron (publicado en 1927 y que merecería la pena difundir en traducción española). Los dos últimos estudios tratan de ahondar, desde una perspectiva más general, en los análisis y lecturas que Ticknor llevó a cabo. En el primer caso, Graver trata sobre “George Ticknor y la invención de la historia de la literatura en América” (pp. 239-257). El atractivo título está en consonancia con el valor del trabajo, pues Graver, a partir de una bibliografía escueta pero muy especializada, ofrece interesantísimas noticias para encuadrar el valor de la History en su época; además, con base en el legado manuscrito que Ticknor dejó se adentra en su concepción de la historia, crítica y teoría literarias. En el segundo caso, que cierra este primer grupo de estudios, Bruzos Moro (pp. 259-285) parte del texto de una conferencia impartida en 1832 “sobre los mejores métodos para enseñar las lenguas vivas” para ponderar el lugar importante que ocupa en la génesis de la enseñanza del español en Estados Unidos.

En el segundo bloque la figura y la producción de Ticknor tienen una presencia secundaria y, en cambio, cobra protagonismo la influencia que alcanzó su forma de concebir la vida cultural y el análisis literario. Son estudios que, desde la variedad de temas, permiten conocer la dimensión que logró la intensa dedicación de Ticknor a la literatura española y a las instituciones estadounidenses (Universidad de Harvard y Biblioteca Pública de Boston). Jaksić (pp. 289-304) se ha ocupado de valorar la recepción de la Historia entre intelectuales hispanoamericanos, de los que destacan algunos nombres -como Del Monte o Sarmiento- que se relacionaron directamente con su autor, lo que supone una relevante ampliación de su conocida red de contactos, centrada en Europa y Estados Unidos. Un libro fundamental de Prescott -con quien tenía una íntima relación4- sobre la conquista de México y publicado en 1843 centra la atención de Quintana Navarrete, quien analiza los rasgos esenciales que lo caracterizan como “mitohistoria” y examina las reacciones que provocó en dos historiadores mexicanos: Lucas Alamán y José Fernando Ramírez.

Medina (pp. 347-367) ha dedicado sugerentes páginas a la relación entre Ticknor y el origen de la Biblioteca Pública de Boston-actualmente la tercera más grande de Estados Unidos y la primera en permitir préstamos a todo tipo de usuarios-; en su estudio, ha analizado la forma de organización que logró proyectar Ticknor y ha examinado cómo las bóvedas ideadas por el español Guastavino armonizan en el majestuoso proyecto arquitectónico de Mckim. Tres artículos más se integran en este bloque, todos consagrados a entender mejor “la locura española”, en feliz denominación de Kagan, que se despertó en Estados Unidos a finales del siglo XIX (y que en parte viene determinada por el ideal de vida y su fascinación por España que proyectó Ticknor sobre sus contemporáneos). El primero (pp. 327-345) es del propio Kagan, que a su modo podría entenderse como una resunta de la última parte de su libro (2019; véase en “Referencias”). A partir de una pregunta (¿hasta qué punto la Historia de Ticknor cambió la actitud de los estadounidenses sobre España?), Kagan se centra en el intenso trabajo desarrollado por un hispanista tan notable como William I. Knapp para dignificar los estudios sobre la literatura, pero también en la labor de historiadores que emprendieron estudios sobre el pasado histórico español o coleccionistas que realizaron adquisiciones de importantes obras de arte.

En el segundo, Ramos ha arrojado luz sobre “las exploraciones culturales y el espíritu regeneracionista” de una amante de la cultura española, Katharine Lee Bates (pp. 369-397), quien afrontó una importante tarea para fomentar la educación de las mujeres en lo que ella misma llamó la “nueva España” (labores que realizó en la Península aprovechando sus años sabáticos en Wellesley College). El trabajo de Fernández Lorenzo constituye la última pieza de esta sección dedicada a esa locura estadounidense (pp. 399-424). Con enorme pesar recordamos el dolor con el que Rodríguez Marín escribía a Menéndez Pelayo el día en que supo que el marqués de Jerez de los Caballeros acordó vender su biblioteca privada a un norteamericano, Archer M. Huntington -Rodríguez Moñino (1965) lo narró muchos años después. Fernández Lorenzo sintetiza la fascinante aventura de este coleccionista para hacerse con la rica biblioteca (en la que trabajaba a menudo Menéndez Pelayo cuando se desplazaba a Sevilla), que fue una de las adquisiciones más importantes para conformar la Hispanic Society of America. El trabajo que cierra el volumen es un minucioso análisis, iluminado con documentos epistolares, de Soria Olmedo sobre la conferencia que Jorge Guillén dedicó a Ticknor -publicada más tarde- sólo unos años después de llegar, como exiliado, a Wellesley College (pp. 425-437).

La historia de la literatura de Ticknor no tuvo reemplazo hasta que no apareció en el mercado el más sintético, pero muy personal, trabajo de Fitzmaurice-Kelly, A history of Spanish literature (1898), que en su versión al español estuvo prologada por Menéndez Pelayo. Pero su lectura se mantuvo viva durante el siglo XX, y hoy sigue siendo una fuente de consulta para los estudiosos. El volumen que aquí se presenta contribuye a reconocer la decisiva labor que llevó a cabo el hispanista norteamericano, pero también a entender mejor la fascinación que posteriormente despertó España en Estados Unidos. Parte de la nebulosa historiografía literaria del siglo XIX se está despejando gracias a los rigurosos trabajos dedicados en los últimos años a Gallardo, Gayangos o a la imprescindible Biblioteca de Autores Españoles. Nos quedan aún estudios por emprender para conocer con más detalle la producción filológica de eruditos como La Barrera, autor de un monumental Diccionario bibliográfico del teatro español (con textos citados de los que tuvo noticia y que hoy se consideran perdidos); Sancho Rayón, conocido en su época como “El Culebro”; los hermanos Fernández-Guerra, Durán o Rosell, amantes de la literatura que nos dejaron un importante legado bibliográfico.

Mientras llegan esos estudios, disfrutemos de este dedicado a la aspiración de un historiador que vio cumplido el sueño de tener entre sus manos la primera historia de la literatura española compuesta con un sentido orgánico que no desatendía el presente histórico. Ha sido Graver quien espléndidamente ha resumido el efecto que supuso para Estados Unidos la repercusión de una personalidad tan determinante como la de Ticknor y su dedicación; el interés de la cita disculpa su extensión:

En su época, George Ticknor fue uno de nuestros tesoros nacionales. Uno de los primeros profesores de literatura moderna en Estados Unidos y el primero que se había formado en universidades europeas; introdujo a sus estudiantes y lectores al rigor de los métodos de investigación alemanes y ofreció los primeros cursos universitarios en este lado del Atlántico sobre Cervantes, Dante, Montaigne, Madame de Stäel y Lope de Vega. Todos los escritores de alguna importancia en Europa occidental conocían personalmente a Ticknor, lo mismo que los principales personajes políticos… Las amistades de Ticknor en la comunidad científica eran igualmente impresionantes: J.F. Blumenbach, Charles Lyell, Louis Agassiz, Charles Babbage y ambos von Humboldt se contaban entre sus amigos y corresponsales. Ticknor tenía la mejor biblioteca privada en los Estados Unidos; sin ninguna ayuda reunió la colección de literatura moderna en Harvard y después fundó y fue el principal agente de adquisiciones para la Biblioteca Pública de Boston. De hecho, si ésta presume de ser la primera biblioteca pública de préstamo, lo puede hacer porque George Ticknor insistió, enfrentándose a una considerable oposición, en el préstamo libre a todos los usuarios (pp. 240-241).

Referencias

Kagan, Richard 2019. The Spanish craze: America’s fascination with the Hispanic world, 1779-1939, University of Nebraska Press, Lincoln, NE. [Trad. esp.: El embrujo de España. La cultura norteamericana y el mundo hispánico, 1779-1939, Marcial Pons, Madrid, 2021]. [ Links ]

Rodríguez Moñino, Antonio 1965. Historia de una infamia bibliográfica: la de San Antonio de 1823, Castalia, Valencia. [ Links ]

Ticknor, George 1851-1856. Historia de la literatura española. Trads. Pascual de Gayangos y Enrique de Vedia, Rivadeneyra, Madrid, 4 ts. [ Links ]

1La de Sismondi se presentó tan incompleta que su traductor español, José Lorenzo Figueroa, se vio en la obligación de colocar numerosos apéndices e intercalar notas para enmendar errores en la versión que, con la última mano de Amador de los Ríos, se publicó en 1841.

2Tan ingente fue la implicación de Gayangos que la preparación y consulta de diferentes materiales le permitió sentar las bases para organizar varias ediciones destinadas a la Biblioteca de Autores Españoles; entre ellas las que consagró a los libros de caballerías (1857) o a los escritores anteriores al siglo XV (1860).

3A propósito del Buscapié, en esta versión española se incluyó una posdata enviada exprofeso por Ticknor donde refutó uno a uno los débiles argumentos que Castro presentó en su defensa después de difundir su opúsculo.

4Esta amistad se reflejó en el prólogo de su Historia: le agradeció los consejos que le había dado después de leer el manuscrito del original (además ponderó sus cualidades profesionales y humanas). Tras la muerte de Prescott, Ticknor escribió una monografía sobre su vida.

Recibido: 30 de Enero de 2022; Aprobado: 10 de Marzo de 2022

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