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Nueva revista de filología hispánica

versión On-line ISSN 2448-6558versión impresa ISSN 0185-0121

Nueva rev. filol. hisp. vol.72 no.1 Ciudad de México ene./jun. 2024  Epub 08-Mar-2024

https://doi.org/10.24201/nrfh.v72i1.3939 

Reseñas

Jesús Ponce Cárdenas (ed.), Estudios sobre las “Soledades”. Universidad de Valladolid, Valladolid, 2023; 325 pp. (Fastiginia, 15).

Antonio Carreira1 

1 carreiraverez@gmail.com

Ponce Cárdenas, Jesús. Estudios sobre las “Soledades”. Universidad de Valladolid, Valladolid: 2023. 325p. Fastiginia, 15,


I. “Opacidad y transparencia en las Soledades”. Abre el libro su editor responsable, Jesús Ponce Cárdenas, con una puesta a punto bibliográfica de los estudios sobre el poema desde fines del s. XX, que examina cerca de 30 libros en papel o digitales, incluyendo otros de interés gongorino más amplio y varios artículos de revista, entre los cuales hubiera podido bien figurar la defensa que hizo Ponce del comentarista Serrano de Paz, algo maltratado por D. Alonso1. En el repaso destaca, como es natural, aparte las dos formidables monografías de Mercedes Blanco (2012, ambas reseñadas aquí, 61, 2013), el proyecto que culmina con El universo de una polémica. Góngora y la cultura española del siglo XVII, ed. de Mercedes Blanco y Aude Plagnard (Madrid, 2021), tras producir volúmenes tan importantes como el Antídoto de Jáuregui en ed. crítica de José Manuel Rico (Sevilla, 2002), el Góngora vindicado, ed. de María José Osuna (Zaragoza, 2008), las Anotaciones a la “segunda Soledad”, de Díaz de Rivas, ed. de Melchora Romanos y Patricia Festini (París, 2017), el Examen del “Antídoto”, por el abad de Rute, ed. de Matteo Mancinelli (Córdoba, 2019), la Silva a las “Soledades”, de Manuel Ponce, ed. de Antonio Azaustre (Madrid, 2021), y las Segundas lecciones solemnes a la “Soledad primera”, de Pellicer, ed. de Valentín Núñez (Madrid, 2022). A continuación, como es costumbre, se extractan los cinco capítulos que siguen, cuyo remate es una nutrida bibliografía a cargo de Alberto Fadón.

II. “Señas mudas: espacio y tiempo en las Soledades”, obra de Mercedes Blanco y Jesús Ponce, es el capítulo más amplio y difícil de extractar. Comienza recordando el concepto bajtiniano de cronotopo, que permite aproximar el poema a la novela griega de aventuras peregrinas, en especial la de Heliodoro. Sin embargo, hay condiciones que no se cumplen en el poema, como son la coincidencia, la peripecia y la anagnórisis, por lo que viene a ser “un fragmento de novela griega donde no sucediese nada” (p. 27b), es decir, donde el cronotopo de la melancolía suspende el cronotopo de la aventura (p. 28a). A diferencia del Polifemo, en las Soledades no hay topónimos, y los elementos históricos detectables nos llevan a “una contemporaneidad vista sub specie aeternitatis” (p. 28b), es decir, despojada de todo lo contingente: “el poema se distingue por desplazar la comprensión de un momento histórico hacia una visión intemporal”: una utopía situada en una Arcadia (p. 29a). A este bagaje teórico siguen tres secciones: 1) opiniones antiguas y modernas, 2) indicios, 3) cronotopo mítico o folklórico. En 1) se examina el Antídoto de Jáuregui, y las réplicas de Díaz de Rivas y el abad de Rute; la opinión de Espinosa, que identifica el príncipe de la segunda Soledad con el conde de Niebla, mientras que para otros comentaristas representa al duque de Béjar, dedicatario del poema y aficionado a la cetrería. Los autores, con buen criterio, concluyen más adelante que “nada en la recepción de las Soledades nos invita a ver la obra como destinada a enaltecer a un miembro determinado de la alta aristocracia” (p. 128b). El lugar donde transcurre la acción está asimismo esquivado, como también el tiempo histórico, del que en principio sólo se puede decir que es posterior al viaje de Magallanes (1522), lo que opone el poema a El peregrino en su patria, de Lope. En el espacio de las Soledades, sobre todo en la segunda, hay elementos galaicos ya advertidos por H. Brunn en 1934, siguiendo informes de Filgueira Valverde, lo que le lleva a conjeturar que el noble aludido sea el conde de Lemos. En cuanto al lugar propiamente dicho, Crawford se inclina por Ayamonte, Jammes por las marismas del Tinto y el Odiel, A. Mira Toscano y J. Villegas por la desembocadura del río Piedras, y finalmente F. Piñero, por las proximidades de Sanlúcar, zona costera donde se localizan hasta trece naufragios en el medio siglo anterior a las Soledades.

La siguiente sección estudia las vinculaciones con el mar de los duques de Medina Sidonia, y también del IV marqués de Ayamonte, cuyo hermano menor, general de la Armada de la Guarda, pereció en un naufragio del que se habló largamente, tal vez incluso durante la visita de Góngora. Los desastres marinos están presentes asimismo en las palabras de los ancianos, el que entona el epilio de los descubrimientos en la primera, y el anciano pescador en la segunda. Todavía en la primera aparece otro, ahora convertido en cabrero, máscara del duque de Béjar, según R. Bonilla y P. Tanganelli, conjetura que los autores desechan, puesto que estaría en contradicción con la dedicatoria. Con razones igual de sólidas, se descarta la suposición, hecha por Jammes, de que el tal cabrero hubiera sido noble. Un excurso de gran interés se dedica a las torres de almenara en la Andalucía occidental, pero los autores reconocen que el lugar donde se descubren (I, vv. 212 y ss.) no concuerda con su cometido. Viene luego el problema del aleto, ya mencionado en 1583, que sería la fecha implícita más reciente del poema (cf. infra). Otro indicio consiste en los hidrónimos Betis o Guadalete, cuyo pasto habría alimentado al corcel del retrato ecuestre en la Soledad segunda, aunque caballos andaluces los hubo por toda Europa. Y en cuanto a la voz ancón, usada al comienzo de dicho poema, los autores concluyen que Góngora hubo de encontrarlo en alguna crónica de Indias, donde es común. Analizan luego el epilio de Sol. I, para destacar que dedica triple número de versos a las Molucas que a América, es decir, que apunta más a las navegaciones portuguesas, con ecos de Camões y tal vez de Bartolomé de Argensola. Los autores acaban por “situar la historia narrada hacia la época de redacción del poema y en las zonas costeras de Andalucía occidental, cuyos vínculos con Portugal eran muy estrechos” (p. 127b).

El tercer apartado subraya la idea básica de Sannazaro acerca de la superioridad de la naturaleza sobre el artificio, algo que siglos más tarde se convertirá en un paradigma estético, visible también en los bodegones, y que Góngora reflejará con algún toque escéptico y humorístico: “la naturaleza, que se opone al arte (o sea, a lo que llamaríamos cultura e historia) tiene por cronotopo la universalidad y eternidad… Las Soledades nos sumen en la representación eufórica de un mundo gobernado por una naturaleza generosa” (p. 133b), de ahí que los referentes históricos y locales resulten neutralizados (p. 136a). Una naturaleza, sin embargo, no demasiado ideal para que no resulte abstracta y descarnada (p. 138). Nos recuerdan luego que el concepto de primitivo no existía aún en tiempos de Góngora, y por ello una vida natural puede compararse a la de la Arcadia feliz, cuyos habitantes, carentes de ambición, son favorecidos por los dioses, y su amor es todo lo contrario del amor cortesano sufrido por el peregrino; incluso el epíteto bárbaro que a veces se les aplica es aquí positivo, y no excluye cierto refinamiento. El último apartado trata de conciliar ese carácter utópico y ucrónico de las Soledades con la Andalucía atlántica: Góngora, al imitar la naturaleza, tiene que partir de lo visto y lo leído para construir ese mundo alternativo, “en armonía con el sueño patriarcal, primitivista y helenizante” de su admirado amigo Pedro de Valencia (p. 151b). Una experiencia mental que “consiste en imaginar una zona serrana y costera haciendo abstracción de cuanto puede turbar su sereno candor y esplendor” (p. 153b), una ínsula utópica en la que se cría todo lo apetecible y desde la que puede observarse el ajetreo de quienes persiguen la fortuna impulsados por la codicia.

III. “La botica poética de Luis de Góngora”, por Pedro Conde Parrado. La literatura clásica en lenguas modernas presenta una característica peculiar que suele pasarse por alto. Si nos centramos en el género lírico o dramático, los poetas se encontraron no sólo con que había desaparecido el 90% de la literatura griega y latina, sino con algo más grave: la música del verso conservado en el 10% restante se había perdido por completo, ya desde el siglo III de nuestra era. Estaba ahí, disponible para la vista, no para el oído, incapaz de diferenciar la cantidad silábica. Todo verso clásico, desde el hexámetro virgiliano a los metros helenizantes del verso horaciano o los usados en el teatro sonaban siglos después como verso libre avant la lettre, o, dicho sin eufemismos, sonaban a prosa. Peor fue el percance sufrido por la pintura antigua y en especial por la música, cuya pérdida es aún más irrecuperable, pues no tenemos sus partituras ni sabemos cómo podía influir en el ánimo de las gentes en la medida que se dice. Todo ello se ha estudiado y discutido, y no es cuestión de repetirlo, sino de recordar que nadie, ni aun el más docto, podía apreciar diferencia fónica entre poetas de primera o cuarta fila. En tal sentido, para Góngora, es natural que Claudiano pese lo mismo que Virgilio (de ello hemos tratado en Carreira 2021).

Los poetas solían mirar hacia una Italia medio española en lengua y territorio, como hicieron Garcilaso y sucesores. Lope detectó en el Polifemo de Góngora “hurtos” de Stigliani o Chiabrera, y Vilanova culminó la tarea con numerosos pasajes paralelos. Los comentaristas señalaron muchos más en los sonetos y las canciones. En las Soledades, todo apuntaba a la literatura antigua o neolatina. Al considerarlas fuente directa, algo no cuadraba con ese racionero y secretario del cabildo cordobés, aficionado al juego, los toros, la música, los viajes, y al mismo tiempo erudito empeñado en abofetear infolios para encontrar modelos. Un poeta que tacha de oscuro el latín de Ovidio, dice conformarse con pocos libros sin expurgar, y los olvida en su testamento, no da la imagen del humanista cuya cabeza sigue estando en Roma o en Atenas. Pero había un atajo, frecuentado por vates y comentaristas: las polianteas, ya conocidas desde Estobeo, reeditado y ampliado por Gessner, hasta Nanus Mirabellius (1503) y sucesores (cf. Ruiz Pérez 2008, con bibliografía útil). En tiempos recientes, Conde Parrado siguió ese rumbo explorando la Officina (1520) y los Epitheta (1524) de Ravisius Textor, obras de que se sirvieron los mayores ingenios europeos, sin apenas mencionarlas2. La segunda de ellas (con una primera versión impresa en 1518), en palabras de Sagrario López Poza (2000, pp. 206-207), “recopila de forma sistemática y ordenada una amplísima muestra de la adjetivación utilizada por los autores clásicos y su aplicación a cada uno de los sustantivos que son las entradas de esta obra utilísima para los poetas”3. Conde, que en 2017 ya había estudiado su presencia en Lope de Vega, tras notar que a Textor remiten comentaristas como Salcedo Coronel y Serrano de Paz, se dedicó a buscar las iuncturae menos esperables en la obra de Góngora, primero en el Panegírico (donde no falta algún caso en que el poeta se dejó llevar por un error del erudito), el Polifemo, algunos sonetos y la Segunda Soledad. Ahora, monográficamente, en ambas Soledades. Como no es posible entrar en detalles, sólo citaremos algunas de las conclusiones a que llega el autor. En su primer trabajo dice que comentaristas de Góngora, como Díaz de Rivas o Salcedo Coronel,

apuntaron de manera implícita, pero bastante clara, que el gran genio de Córdoba imitó a poetas latinos y neolatinos sirviéndose de los Epitheta, lo cual no suponía a ojos de dichos comentadores ningún desdoro…: lo esencial para ellos era que existiera precisamente esa imitación y no la vía por la que se hubiera accedido a los modelos imitados… Redescubrir [esto] cuatro siglos después… puede ayudarnos a entender una parte de su método de creación literaria, pero no menoscaba en absoluto las cotas de genialidad que alcanzó con los productos de dicha creación (2019, pp. 308-309).

Añade con razón que, para la mentalidad de la época, acudir a venerados maestros suponía un riesgo obligado, del que Góngora siempre sale airoso, y echaban mano del epitetario como quien consulta un calepino:

Ese mismo que ellos trazaban era, a su juicio, el itinerario que había recorrido Góngora, quien… era prácticamente imposible que en un verso tuviera en su cabeza un verso concreto de los miles que escribió Virgilio, dos después uno de los muchísimos de Claudiano, otros cuatro después uno de los Punica de Silio Itálico…, al siguiente otro del complejo… Lucrecio, y así sucesivamente… Era, y es, mucho más lógico y comprensible pensar que tantas y tantas coincidencias en la elocutio de la epítesis respondieran a la consulta de un repertorio sistemático en el que el creador pudiera hallar varias posibilidades entre las que escoger… “como en botica” (p. 201).

Por supuesto, no toda la poesía de Góngora utilizó por igual tales procedimientos. La satírica o burlesca de sonetos, romances, letrillas o décimas depende menos de los modelos antiguos y despliega tanto ingenio como la seria, mientras que en ésta no todos los sintagmas semejantes a otros latinos acreditan imitación directa, según advierte el propio Conde Parrado (p. 200). La tarea consiste en recorrer una ruta obvia para los escoliastas, cuya meta hoy, por el concepto de originalidad heredado del Romanticismo, algunos tacharían de crítica “hidráulica”. Si a los clásicos conviene leerlos con ojos de su tiempo, para cumplir tal requisito es preciso tener en cuenta aquellos pertrechos de botica poética: las polianteas. Con ellas a la vista, los poetas confirman su nivel, y los comentaristas se acercan más al de los simples lectores.

Poco espacio nos queda para comentar los tres capítulos que faltan: IV. “La retórica funeral de las Soledades”, de Jacobo Llamas Martínez, estudia los ecos fúnebres en el poema, así como sus precedentes; en primer lugar, los versos I, 443-446, donde la Codicia se asimila a Caronte, lo que permite extenderse a los comentaristas. El pasaje de vv. 680-686 insiste en el asunto funeral para describir cómo fenecen los fuegos que han iluminado la fiesta aldeana. Llamas Martínez compara la versión primera con la definitiva, que, aun mejorada, recibió la censura de Salcedo Coronel, lo que desaprueba Serrano de Paz. Vienen luego los vv. 939-943, pertenecientes al epitalamio, y cuyo final ha dado lugar a controversia. El autor destaca la creatividad con que Góngora maneja los motivos fúnebres, que sus colegas solían limitarse a repetir en un género poco propicio a la novedad. Toca luego el métrico llanto de Sol. II, vv. 122-129 y 158-171, donde la melancolía del peregrino alcanza su clímax, y cuyas fuentes, si existen, no han sido aún descubiertas. Siguen los vv. 400-406, en que el anciano pescador describe el mar como profundo campo de sepulcros, y pasa a otro de los momentos culminantes del poema, el canto amebeo (vv. 545-555) en que Lícidas y Micón imaginan sus barquillos convertidos en naveta funeraria. Señala Llamas que tampoco se conoce fuente de estos pasajes.

V. “Mundo eclógico y entorno nupcial: el símil de los novillos en la Soledad primera”, por Juan Matas Caballero. Como se ve, los capítulos finales de este libro van estrechando su campo de acción, en este caso los vv. 845-851 de la primera Soledad, donde los recién casados son comparados con novillos que, todavía sin domar del todo, “restituyen así el pendiente arado / al que pajizo albergue los aguarda”, uno de los quince símiles que Jammes había encontrado en el poema. Por su parte, M. Blanco había precisado que el símil gongorino “consiste en describir una misma acción dos veces”, una en el plano real y otra en el evocado. Éste, a pesar de la precisión y hermosura con que hoy nos sorprende, apenas fue advertido por los comentaristas, con la única excepción de Serrano de Paz. J. Matas encuentra su hipotexto en la égloga II, vv. 68-69, de Virgilio, señalada por Salcedo Coronel como fuente de Polifemo, vv. 69-72, junto con las Geórgicas, IV, vv. 433434, la oda III, v. 6, de Horacio, y en especial los vv. 62-65 del epodo II, “aunque con la sutil diferencia de que el poeta cordobés en su juego léxico con «novios» necesitaba transformar los bueyes en «novillos»” (p. 242a), de forma algo más seria que haría, años después, en la letrilla “No vayas, Gil, al Sotillo” (p. 245). Otros ecos apunta en Petrarca, Boiardo, y algunos menos evidentes en la literatura española. En las páginas que siguen, J. Matas aduce otros sonetos de Góngora o a él atribuidos; en éstos, el chiste con buey o toro salta a la vista; en los auténticos, se limita a exponer, con la mayor delicadeza, la impaciencia del príncipe Felipe por consumar su matrimonio, es decir, se trata de epitalamios algo más libres de lo habitual. En su conclusión, recoge el concepto de contrapunto aportado por M. Blanco para explicar esa doble lectura que admiten, si no exigen, ciertos elementos de las Soledades, como el símil de los novillos. A nuestro parecer, el uso del plural en la palabra rebaja bastante esa posibilidad.

VI. “Literatura y realidad en el Discurso de la cetrería”, por Juan María Moya Mora, acorta aún más el radio de su pesquisa, ya que se centra en el término aleto, usado por Góngora (Sol. II, vv. 772-782) para designar un “infestador en nuestra Europa nuevo / de las aves”, es decir, una especie de halcón venido de las Indias en tiempos recientes. Este joven gongorista, cuyo buen sentido le permite descartar varias salidas de tono en la crítica al interpretar el pasaje de cetrería, despliega un caudal enorme de lecturas, para averiguar el origen del vocablo, la forma como se reguló la caza de altanería desde la Edad Media, y su consideración y decadencia en tiempos de Góngora. En su estudio alega la descripción del aleto hecha por Salcedo Coronel, que J.M. Moya, sin embargo, reconoce como copiada, casi al pie de la letra, de las notas con que Jerónimo de Huerta había ilustrado su versión de la Naturalis Historia de Plinio el Viejo, sin mencionar al predecesor. Y añade que “idéntico proceder seguirá el comentarista al tratar del resto de las aves” (p. 266). Del aleto, dice Salcedo que es “llamado de algunos halcón giboso”. Serrano de Paz, mucho después, aclara quiénes son esos algunos: Alberto Magno (s. XIII), Conrad Gessner y Ulise Aldrovandi (s. XVI), lo cual nos lleva a una vía muerta, como bien dice J. Moya, puesto que el halcón de que habla S. Alberto no puede ser el americano (p. 268b). Complicó las cosas el Diccionario de Autoridades al identificarlo con el halieto, “águila piscívora de grandes dimensiones”, error mantenido en diversos diccionarios. Sinicropi y Alatorre creen que Góngora aplica a ese halcón el nombre de Alecto, una de las furias de la mitología clásica, cuyos atributos mencionan Virgilio, Claudiano y Ariosto (p. 270b). Moya descarta la hipótesis mitológica, no sólo por la afición a grafías cultas en el ms. Chacón, sino porque el término aleto está acreditado en textos nada metafóricos en la década de 1580; se sabe que muchas aves cetreras traídas de América perecían en la travesía o al poco de desembarcar, por lo que las que sobrevivían alcanzaban precios prohibitivos (pp. 274a y 282a).

El Libro de cetrería, de Luis Zapata, terminado en 1583 pero inédito hasta el s. XIX, describe el aleto con pormenor, como harán Charles d’Arcussia en 1615 o Diogo Fernandes Ferreira en 1616. Es muy poco probable, en opinión de Moya, que Góngora tuviese acceso a ninguno de esos textos para lo poco que dice del aleto. Más fácil es que haya topado con él en el noveno de los Comentarios reales del Inca Garcilaso (1609), texto aducido por Muriel Elvira en su trabajo sobre la cetrería en las Soledades (2014). También se refiere al aleto Lope de Vega en una comedia (1597), en el Isidro (1599) y en la Jerusalén conquistada (1609), lo cual permite afirmar su presencia en España desde fines del s. XVI. En conclusión, para Góngora “el pájaro en sí parece haber sido lo de menos. Lo que realmente despierta su interés es su pasado, sus antecedentes, como si para él el ser de las cosas lo constituyera -un tanto orteguianamente- su historia” (p. 302b), incluido el arte de amaestrar aves de presa, cuyo conocimiento por los indios americanos pone en duda el poeta. En resumen, la de Juan M. Moya es una investigación rigurosa que conduce a un resultado ejemplarmente magro: “1) el aleto existía, 2) sí era conocido por ese nombre, y 3) sí era originario de América” (p. 273b).

Con estas breves notas esperamos haber dejado claro que, a nuestro juicio, los Estudios sobre las “Soledades” son, con los de Mercedes Blanco, uno de los libros más serios y ricos en ideas que se han publicado sobre el que muchos consideramos el mejor poema de la lengua4.

Referencias

Carreira, Antonio 2021. “Las traducciones de poesía clásica en castellano y la colisión de las métricas”, en Apostillas filológicas, Universidad de Huelva, Huelva. [ Links ]

Conde Parrado, Pedro 2019. “La adjetivación en la poesía de Luis de Góngora y los Epitheta de Ravisius Textor”, Bulletin Hispanique, 121, pp. 263-312; doi: 10.4000/bulletinhispanique.8000. [ Links ]

Infantes, Víctor 1988. “De officinas y polyantheas: los diccionarios secretos del Siglo de Oro”, en Homenaje a Eugenio Asensio, Gredos, Madrid, pp. 243-257. [ Links ]

López Poza, Sagrario 1990. “Florilegios, polyantheas, repertorios de sentencias y lugares comunes. Aproximación bibliográfica”, Criticón, 49, pp. 61-76. [ Links ]

López Poza, Sagrario 2000. “Polianteas y otros repertorios de utilidad para la edición de textos del Siglo de Oro”, La Perinola, 4, pp. 191-214; doi: 10.15581/017.4.28153. [ Links ]

Ponce Cárdenas, Jesús 2014. “Manuel Serrano de Paz: deslindes para un perfil biográfico y crítico”, e-Spania, 18; doi: 10.4000/e-spania.23607. [ Links ]

Ruiz Pérez, Ángel 2008. “Antologías de textos griegos de la Antigüedad al Siglo de Oro en España”, en El humanismo español entre el viejo mundo y el nuevo. Eds. Jesús María Nieto Ibáñez y Raúl Manchón López, Universidad de León-Universidad de Jaén, León-Jaén, pp. 347-360. [ Links ]

1Véase Ponce Cárdenas 2014. Los comentarios de Serrano, conservados en la Real Academia Española, son ahora accesibles en Internet.

2Según V. Infantes (1988, p. 247), sólo de la Officina “suponemos casi 50.000 ejemplares a lo largo de un siglo”.

3También véase López Poza 1990. El Epithetorum opus de Textor y la Polyanthea de Nanus Mirabellius pueden consultarse en Internet.

4Puesto que la obra está destinada a reimprimirse, anotemos sus escasos deslices materiales: p. 42, n. 41: “Corcilla temerosa” es una canción; p. 49b: el boy es lo que se llama normalmente un bou; p. 50a: el viaje a Pontevedra tuvo lugar en 1609; p. 83b: versos mal citados; p. 91a, n. 154: Teodomiro, distinto de Rafael (p. 320) Ramírez de Arellano; p. 106: prieto > preto; p. 114b: primer verso de Camões: de > e; p. 116a: mal citados los vv. de Lusíadas, X, 131; p. 119a: incorrecta la cita de Camões; p. 152a: cuatro erratas en el texto de Trillo; p. 159b, y 160, n. 12: SC se llamaba García, no José; pp. 162b y ss.: Ganímedes > Ganimedes; p. 163, n. 17: hemos explicado zambrote en nuestra ed. de los Romances gongorinos, II, p. 26; p. 168a, v. 2: roca > broca; pp. 203-226: regularizar cursivas; p. 238a: esteya > esteva.

Recibido: 17 de Junio de 2023; Aprobado: 29 de Junio de 2023

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