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Nueva revista de filología hispánica

versión On-line ISSN 2448-6558versión impresa ISSN 0185-0121

Nueva rev. filol. hisp. vol.71 no.2 Ciudad de México jul./dic. 2023  Epub 08-Sep-2023

https://doi.org/10.24201/nrfh.v71i2.3883 

Reseñas

Rafael Olea Franco, Un pulque literario. (A la sombra de las pencas del maguey). El Colegio de México, México, 2020; 337 pp. (Serie Literatura Mexicana, 20).

1El Colegio de México lviveros@colmex.mx

Olea Franco, Rafael. Un pulque literario. (A la sombra de las pencas del maguey). El Colegio de México, México: 2020. 337p. Serie Literatura Mexicana, 20,


Ya sea como negocio boyante en el siglo XIX, marca de atraso o modernidad, sello de mexicanidad, néctar al que se responsabiliza de la irracionalidad, audacia o efusión, según quien beba o quien juzgue, el pulque se hace omnipresente en la cultura mexicana desde la época prehispánica hasta la actualidad.

La frase con que abre el libro devela los alcances de la perspectiva adoptada: “Un fantasma blanco recorre la cultura mexicana: el pulque” (p. 25). Este guiño al famoso manifiesto signado hace más de 170 años nos pone en guardia ante una verdad redonda: economía y cultura se hallan imbricadas en un solo tejido, o, en este caso, en un solo brebaje capaz de condensar cosmovisiones, intereses económicos, prejuicios sociales, imaginación creadora y narrativas sobre el pasado.

Viviendo en México, las posibilidades de toparnos con alusiones pulqueras parecen inagotables (y lo son más luego de la lectura del libro). Por ello, la perspectiva elegida en Un pulque literario queda perfectamente delimitada al acotar la búsqueda a los discursos literarios de los siglos XIX y XX, pues en ellos la presencia del pulque rebasa el solo interés económico de su producción y comercialización, abandona el mero aleccionamiento higienista frente a la embriaguez, reta la pretendida objetividad del tratado histórico y tiene que vérselas, más bien, con la compleja construcción de narrativas ficcionales o no. El corpus reunido repasa la leyenda de su descubrimiento, el encuentro de los viajeros con el “zumo de agave”, la ingestión pulquera por personajes literarios o por sus autores, y llega incluso al universo visual que rodea y transfigura la libación, con lo que favorece interacciones en donde la cultura popular tiene cierto protagonismo aquí recogido y analizado con igual fervor que las expresiones de la cultura letrada.

Rafael Olea Franco identifica imágenes casi plásticas de la comunión entre el bebedor y la sustancia, rito que se actualiza desde tiempos prehispánicos, cruza la historia de México y los estratos sociales, delata la idiosincrasia de los que han bebido o mirado beber con deleite o repulsión, y pone a prueba nuestra propia manera de interpretar la presencia del pulque en las representaciones artísticas que este libro evoca o devela.

En el libro nos encontramos, disertando con hermandad inusitada, parroquianos tan disímbolos como José Joaquín Fernández de Lizardi, Maximiliano de Habsburgo, Rubén M. Campos, Ciro B. Ceballos, Ángel de Campo, Rafael Delgado, Vicente Riva Palacio, Federico Gamboa, Victoriano Salado Álvarez, Francisco I. Madero, Artemio de Valle Arizpe, Alfonso Reyes, José Juan Tablada, Martín Luis Guzmán, Cipriano Campos Alatorre, Miguel N. Lira, José Revueltas, Juan Rulfo, entre muchos más. Pero, a diferencia de las pulquerías tradicionales, con saloncito aparte para mujeres, aquí vemos departir también a Madame Calderón, Laura Méndez de Cuenca y Elena Poniatowska, a quien se escucha hipar la consabida frase de “hasta no verte Jesús mío”. Manuel Payno y Guillermo Prieto son los inigualables mayordomos que todo lo saben; Diego y Frida son los encargados de ambientar el salón al que llegarán los turistas, pero en el salón de los parroquianos fieles, José Guadalupe Posada, Gabriel Vargas y Rius son los maestros. Afuera, escribiendo consignas para pedir el cierre de este antro de vicio, José Tomás de Cuéllar, Manuel Gutiérrez Nájera y José Vasconcelos intercambian muy sesudas razones.

Un pulque literario revisa algunos de los más conspicuos textos de la literatura culta y popular mexicana, en los que el pulque aparece en diferentes funciones: para caracterizar personajes, para recrear espacios, para codificar pertenencias sociales y culturales o incluso para ubicarse ideológicamente con gestos disruptores de la moral burguesa, tomando el pulque como bandera y garantía de autenticidad popular.

Entre las menciones más tempranas del siglo XIX están, además de las novelas de Fernández de Lizardi, las opiniones de los viajeros por México. Extranjeros, en su mayoría (aunque Payno y Prieto también viajaron por el país y aludieron al pulque), hicieron del encuentro con la bebida uno de los tópicos relevantes, ya porque sólo aquí se consigue ese raro manjar, ya por haber visitado haciendas pulqueras invitados por sus dueños, como los Torres Adalid. El discurso viajero, que suele ser de autoridad, tiene en Madame Calderón uno de sus más reveladores documentos literarios: de un desagrado absoluto en su primer encuentro con la bebida, pasó a una anticipada añoranza, al partir de México, porque no sabría cómo desacostumbrarse del licor del agave.

En el campo de la ficción, Manuel Payno resulta una voz imprescindible en el libro. En El fistol del Diablo y, sobre todo, en Los bandidos de Río Frío, su prosa permite asegurar a Olea Franco cómo, durante ese siglo, “su consumo cruzaba todos los ámbitos sociales, desde el más humilde hasta el más encumbrado” (p. 27). En ese mismo campo de la ficción -acaso minificción- están los rótulos -auténticas aguas bautismales- de los negocios y locales. Guillermo Prieto nos regala joyas del ingenio popular en los nombres de las pulquerías que recuerda de su infancia: La Nana, Los Pelos, Tío Juan Aguirre, La No me Estires, El Valiente, La Currutaca, El Bonito, etc. En tanto, Payno afirma que hasta las tinas de pulque gastaban la fama de su propio nombre, “pintadas de amarillo, de colorado y de verde, con grandes letreros que sabían de memoria las criadas y mozas del barrio, aunque no supieran leer: «La Valiente», «La Chillona», «La Bailadora», «La Petenera». Cada cuba tenía su nombre propio y retumbante, que no dejaba de indicar también la calidad del pulque” (p. 43).

Como resultado del positivismo de finales del siglo, y contemplado desde los proyectos educativos, el asunto del consumo del pulque vuelve a tensar consideraciones culturales, económicas y de salud pública con Vasconcelos. Esa discusión venía de una década atrás, cuando Madero enderezó una campaña específica contra el pulque, no haciéndolo contra otras bebidas embriagantes, aunque tuvieran mayor grado alcohólico. Del archivo del folclorista y buen bebedor de pulque, Rubén M. Campos, salió un texto que, por su jocosidad contra las medidas restrictivas de Madero, sirvió de inspiración para dar título también al ensayo de Olea Franco. La crónica ficticia titulada “Un pulque literario” alude varias veces con sutil pero incisiva ironía a Vasconcelos, a José María Pino Suárez y a Francisco I. Madero. Con giros lingüísticos que parecen sacados avant la lettre de historietas populares (como La Familia Burrón), Campos relata una reunión organizada por Febronio Pingarrón, propietario de una casilla de venta ubicada entre las calles de Libertad y Dictadura. A semejanza de un café literario, Febronio organiza un pulque literario con cuatro ilustres amigos.

La satanización del pulque ocurrida durante buena parte del siglo XX y su proscripción a favor de la cerveza -asunto con pinta de intereses económicos encubiertos en el discurso de salud pública- trajeron cambios en la representación literaria de la bebida; el autor incluso advierte un “paulatino ocaso artístico, pues en la cultura letrada fue sustituido por referencias a otros caldos” (p. 153). Ofrece argumentados ejemplos, como los intentos de Diego y Frida por vivificar algunas prácticas asociadas a la cultura del pulque, o la fallida pinta de murales en una pulquería coyoacanense a la que incluso asistieron Salvador Novo y Dolores del Río, pero que sólo demostró la imposibilidad de emular la expresión popular, pues la falsificaba; como bien señala Olea Franco, “los motivos dibujados ya no enraizaron en la cultura popular”, y a decir de Hayden Herrera, el proyecto de pulquería “se convirtió más bien en un suceso social para la gente culta, en vez de un esfuerzo por renovar la cultura «del pueblo»” (p. 167). En cambio, textos de José Revueltas, Rafael F. Muñoz o Miguel N. Lira son analizados en este ensayo, tanto en su fuente literaria como en su adaptación cinematográfica, en busca de iluminar la función de las referencias simbólicas del agave pulquero y de la bebida embriagante en la configuración de espacios, personajes y situaciones.

Como ya se dijo, el libro no excluye las expresiones populares, como las famosas historietas de La familia Burrón, con personajes como Briagoberto Memelas o Cristeta Tacuche, la millonaria tía de Borola, quien se lleva las palmas con el episodio en el que organiza una gran fiesta para su cumpleaños, en París, donde reside. “Cansada de la comida francesa, prefiere hacer un banquete mexicano” (p. 245), por lo cual ordena importar ingredientes para preparar mole; pero cuando se da mole -razona- lo natural es ofrecer pulque. Así, importa ingredientes, cocineras, jicareros, expertos en curados y hasta los recipientes clásicos para su consumo, como catrinas, cacarizas, tornillos y tinas…

Las cuatro ilustraciones que incluye el libro permiten enlazar los discursos literarios con los visuales para mostrar las varias dimensiones artísticas que el pulque mezcla. La del forro es un detalle del famoso mural de Diego Rivera en el Palacio Nacional, fresco que se halla en el corredor del segundo piso, llevado a cabo alrededor de 1951. Este documento visual se complementa, en la narración del libro, con la precisa descripción del proceso de transformación del aguamiel en pulque, que explica brevemente la labor del tlachiquero, el tipo de enseres utilizados en la extracción, traslado y almacenamiento, y la función de los mayordomos, cuya habilidad para la mezcla debía corresponder a la secrecía del procedimiento. La segunda ilustración se encuentra como frontis del libro; es la reproducción del óleo de José Obregón, El descubrimiento del pulque, de 1869, imagen que permite atisbar hasta qué punto se desconocía, todavía a mediados del siglo XIX, la cultura, los objetos y los usos prehispánicos. El óleo lleva a reflexionar cuánto ha cambiado nuestra manera de concebir esa época, pues hoy percibimos como errores históricos (o tergiversaciones) desde el tono de piel representado hasta la incorporación de una vírgula (símbolo del sonido usado en los códices) en funciones decorativas del sitial del tlatoani.

Con todo y eso, se trata de un óleo importantísimo y, en su momento, revolucionario, porque otorgó al asunto (el descubrimiento del pulque) las dimensiones de gran formato, reservadas a las obras de tema histórico o bíblico. Rafael Olea Franco muestra cómo José María Roa Bárcena revitalizó esa leyenda en Xóchitl o la caída de Tula, basándose en la Historia antigua de Méjico, de Mariano Veytia, quien, a su vez, tendría presente la obra histórica de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl. Éstas serían las fuentes para las Leyendas mexicanas (1862) de Roa, entre las cuales figura la que asocia “la invención del pulque con la doncella Xóchitl y con su padre, el noble Papantzin” (p. 31), quien, acompañado por su bella hija, entrega al rey conservas derivadas del maguey con la promesa de llevarle más; pero no sólo consigue incitar la gula del soberano, sino también su lascivia. Papantzin proseguirá en su estudio de las conservas hasta descubrir la transformación del “jugo del maguey” en licor. Así lo resume Roa Bárcena (p. 33):

Y, tras conservas mejores

que con la miel condimenta

y cuyo mérito aumenta

en transparencia y sabores;

queriendo agradar al rey

más y más, con nuevo ardor

estudia, y hace licor

con el jugo de maguey.

Es cual leche alabastrina

el líquido fermentado

y al débil y desganado

fortaleza y medicina.

El desenlace de esa historia, que une la embriaguez con la lujuria, funda, para bien y para mal, la reputación del pulque en el imaginario del público culto del siglo XIX, el que tenía acceso a las exposiciones de San Carlos y a las leyendas de Roa publicadas en la prensa periódica y en libro. En el imaginario popular ocurría otro tanto, y eso también se recoge en el libro de Olea Franco.

La tercera ilustración es una litografía de Claudio Linati (1828); como hace notar el autor, fue elaborada ya lejos de México, y con gran dosis de romanticismo, pues, al igual que en el caso de José Obregón, el innegable valor artístico de la imagen no la exime de estar muy alejada de la realidad que deseaba representar. En ella, el tlachiquero extrae directamente pulque del maguey, en lugar de aguamiel, además de que utiliza algún instrumento inútil para el propósito, que no podría generar el efecto de sifón. Sin embargo, resulta notable que Linati, uno de los pioneros del arte litográfico en México, haya hecho del pulque centro de su interés artístico y documental.

La cuarta ilustración es una litografía que orna el texto de uno de los autores más citados en el libro, cuya escritura resulta fundamental como testimonio histórico y literario en el siglo XIX: Manuel Payno. En su Memoria sobre el maguey mexicano, además de la descripción de la elaboración del pulque, el escritor alude a las variadas leyendas sobre su origen y se queja de la alteración de la palabra náhuatl original (maguey por metl); sin embargo, tal vez su aportación más relevante sea enumerar las virtudes medicinales que se adjudicaban a la planta, incluidas las que la conseja popular le otorgaba. Olea Franco resume y dialoga con las principales ideas de Payno, pues ellas representan una visión que conjunta dos universos: uno letrado, cada vez más cercano a los discursos científicos de la segunda mitad del siglo, y otro popular que reivindica -no tan objetivamente como quisiera, según hace notar el autor- los usos, las preferencias y aun las opiniones de quien se asume como legítimo representante del pueblo llano. Asegura Payno: “Después de comer chile, particularmente si es picante, cualquier vino repugna, y se hace necesario beber el pulque; así como es desagradable después de comer conservas, pescados, gelatinas y carnes frías” (p. 55).

Olea Franco advierte que el tono de la obra de Payno, en apariencia neutro y objetivo, está contagiado de ese tipo de opiniones personales que enuncian como si fuera una reacción general algo que era, seguramente, una preferencia individual. Sin embargo, es muy probable que el conocido sibaritismo de Payno haya otorgado al pulque un halo de importancia y misterio para que las clases letradas, al leer la Memoria sobre el maguey mexicano, hayan dado una oportunidad a la embriagante bebida. En conclusión, el libro consigue demostrar la enorme huella cultural que la “leche alabastrina” ha dejado en las expresiones literarias, letradas y populares, de la cultura mexicana.

Recibido: 30 de Junio de 2022; Aprobado: 26 de Agosto de 2022

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