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Nueva revista de filología hispánica

versão On-line ISSN 2448-6558versão impressa ISSN 0185-0121

Nueva rev. filol. hisp. vol.71 no.2 Ciudad de México Jul./Dez. 2023  Epub 08-Set-2023

https://doi.org/10.24201/nrfh.v71i2.3873 

Artículos

En busca de próspero: Pedro Henríquez Ureña interpreta Ariel

In search of próspero: Pedro Henríquez Ureña interprets Ariel

aUniversidad Nacional Autónoma de México. raffa.cesana@gmail.com


Resumen:

Este artículo analiza la importancia que tuvo el ensayo Ariel (1900), de José Enrique Rodó, en la obra y el pensamiento de Pedro Henríquez Ureña; hace hincapié en la interpretación del ensayo crítico “Ariel. La obra de José Enrique Rodó”, que el humanista dominicano publicó en la revista Cuba Literaria (1905), y se concentra en el período 1900-1911, es decir, en la etapa más intensa de su recepción del ideario rodoniano. El propósito de este trabajo es evidenciar cómo la temprana interpretación de los temas arielistas fue reanudándose y renovándose de forma constante en ese proceso de búsqueda de la expresión de nuestra América que Henríquez Ureña concretó mediante su tarea historiográfica, investigación filológica y labor docente.

Palabras clave: Pedro Henríquez Ureña; José Enrique Rodó; Ariel; ensayo; historia intelectual

Abstract:

This article analyses the important role the essay Ariel (1900), written by José Enrique Rodó, played in the work of Pedro Henríquez Ureña. Whilst it focusses on the interpretation of the critical essay “Ariel. La obra de José Enrique Rodó” that the Dominican humanist published in the journal Cuba Literaria (1905), it covers the wider period from 1900 to 1911, which was the most intense phase in his reception of Rodo’s ideas. The aim of this paper is to show how Henríquez Ureña’s early interpretation of these ideas was constantly changing as -is his historiographical studies, his philological research and his work as a teacher- he went in search of what he was to call our American expression.

Keywords: Pedro Henríquez Ureña; José Enrique Rodó; Ariel; essay; intellectual history

La práctica de la idea de nuestra renovación tiene un precepto máximo: el viajar. Reformarse es vivir. Viajar es reformarse.

José Enrique Rodó, Motivos de Proteo

Reconocer y analizar los aspectos proteicos que vinculan la labor historiográfica, crítica y filológica de Pedro Henríquez Ureña con el pensamiento de José Enrique Rodó no es una tarea simple*. De hecho, al hablar de la búsqueda de la expresión original de Latinoamérica, es decir, al referirse a esos temas en los cuales se muestra más claramente el diálogo entre los dos intelectuales, el mismo Henríquez Ureña afirmó que se trata de un “viaje por el palacio confuso, por el fatigoso laberinto de nuestras aspiraciones literarias” (2013j, p. 152). De igual manera, cabe subrayar que desde 1900, cuando el joven dominicano leyó por primera vez Ariel, hasta 1945, año de la publicación de su libro Literary currents in Hispanic America, el proceso de su interpretación y aplicación de los temas rodonianos fue reanudándose y renovándose constantemente1.

A la luz de estas razones, el examen que se propone en este trabajo acerca del vínculo literario e ideológico entre Henríquez Ureña y Rodó pretende proceder histórica y filológicamente. En este sentido, para no terminar como el Odiseo del canto XXVI del Infierno, de Dante, que por seguir virtute e canoscenza empezó un folle volo, el análisis se enfocará en los ensayos críticos que el dominicano dedicó a la obra del maestro uruguayo. Además, la lectura propuesta se apoyará tanto en el estudio de las cartas que los dos intelectuales intercambiaron, así como en la investigación hemerográfica.

Cabe agregar, como si quisiéramos evidenciar otra dificultad del fatigoso laberinto, que será inevitable considerar los resultados de la tarea hermenéutica a la luz del nomadismo que marcó toda la vida de Henríquez Ureña, a la luz de ese extraordinario sistema de religación que el dominicano tejió: un entramado de conexiones, tareas docentes, trabajos editoriales y toda esa serie de experiencias intelectuales y literarias que tuvo en todos los países donde vivió por largos o breves períodos2. Al respecto, Borges dijo que la capacidad de educar con la palabra y el ejemplo cotidiano fue afinándose en Henríquez Ureña gracias a su “dilatado andar por tierras extrañas, el hábito del destierro” (2001, p. viii). En tiempos más recientes, Arcadio Díaz Quiñones confirmó que la larga tradición del exilio marcó “sus lecturas, sus posiciones políticas y sus proyectos” (2010, p. 65).

Como nos recuerda Oscar Terán (1998, p. 604), Pedro Henríquez Ureña

construyó con su deriva biográfico-intelectual un iter que la recopilación cronológica de sus obras completas nos ofrece como una fenomenología de la conciencia hispanoamericana, al tornarse representativo de un ideario de época y, al mismo tiempo, diseñar una no menos representativa figura de intelectual.

De esta manera, para comprender el espacio que la interpretación de Ariel ocupa en esa fenomenología de la conciencia hispanoamericana que Henríquez Ureña nos ofreció mediante sus obras, el presente trabajo se concentra en el período 1900-1911, esto es, en la etapa formativa de su vocación crítico-literaria. Es en tal horizonte temporal que el joven dominicano vivió y expresó la fase más intensa de su recepción rodoniana: de hecho, a principios de 1905, se publicó en Cuba Literaria: Revista Semanal Ilustrada el artículo “Ariel. La obra de José Enrique Rodó”, el más significativo ensayo crítico de Henríquez Ureña sobre el mensaje arielista3.

La simiente de la palabra oportuna

Como nos recuerda Henríquez Ureña en sus Memorias, 1900 fue un año decisivo para la formación de su gusto literario. Durante las tertulias que se tenían en casa de las hermanas Leonor y Clementina Feltz (Salón Goncourt), él y su hermano Max, además de leer y comentar a autores como Díaz Rodríguez, D’Annunzio, Ibsen, Tolstoi y Shakespeare, descubrieron y apreciaron el “nuevo estilo castellano” (2013h, p. 39) de Ariel, de Rodó. Por lo demás, en 1911 Henríquez Ureña regresó a su patria, después de diez años de ausencia: había vivido en Nueva York (1901-1904) y La Habana (1904-1906), y desde abril de 1906 residía en la Ciudad de México. Entre abril y junio de 1911 se reencontró en Cuba con sus hermanos Francisco Noel, Max y Camila, y su padre Francisco Henríquez y Carvajal, y fue a saludar al resto de su familia en Santo Domingo. Volvió a México poco después de la renuncia de Porfirio Díaz a la presidencia, quien partió al exilio ante el avance de la Revolución de Madero.

Aunque la primera experiencia mexicana de Henríquez Ureña concluyó en la primavera de 1914, la etapa 1900-1911 debe considerarse determinante respecto a su recepción crítica de la obra y el pensamiento rodonianos. Esto, por dos razones esenciales: por un lado, porque la correspondencia que tuvieron José Enrique Rodó y Pedro Henríquez Ureña -que consta de nueve cartas documentadas- abarca el período que va de febrero de 1905 a mayo de 19104; por el otro, porque es precisamente en la primera década del siglo XX donde se enmarcan los cuatro principales trabajos de interpretación que el crítico dominicano dedicó a la obra del uruguayo. Se trata del ya mencionado estudio “Ariel. La obra de José Enrique Rodó”, que apareció en Cuba Literaria el 12 de enero de 1905; el artículo “Marginalia: José Enrique Rodó”, dedicado al análisis del libro Liberalismo y jacobinismo (Montevideo, 1906), que salió en la Revista Moderna de México, en el número de diciembre de 1907; la “Nota de la edición mexicana”, prólogo de las dos publicaciones de Ariel (1908) que se realizaron en Monterrey y en la Ciudad de México, y que fueron costeadas, respectivamente, por el general Bernardo Reyes y la Escuela Nacional Preparatoria; y, por último, “La obra de José Enrique Rodó”, conferencia que Henríquez Ureña leyó el 22 de agosto de 1910 como parte del ciclo de reuniones que el Ateneo de la Juventud organizó para los festejos del primer centenario de la Independencia de México.

La simiente de la palabra oportuna que, en Ariel, el viejo y venerado maestro Próspero dirigió a la juventud de América llegó a la isla de La Española pocos meses después de que Rodó publicase su discours aux jeunes gens en Montevideo, en febrero de 19005. Como muestra la carta que Federico Henríquez y Carvajal dirigió al ensayista uruguayo el 16 de agosto de 1900, Rodó había enviado al tío de Pedro y Max Henríquez Ureña un ejemplar de La vida nueva III ya en mayo del mismo año. El incipit de esta misiva, conservada en la Colección José Enrique Rodó (Archivo Literario, Biblioteca Nacional de Uruguay), es revelador: “Muy apreciado compañero: Acabo de recibir su amable carta, fecha el 6 de mayo, i con ella un ejemplar de su «Ariel»” (apudCesana 2019, p. 51).

Fue gracias a esta práctica de sociabilidad intelectual -por la cual la correspondencia se volvió vehículo de circulación de libros y artículos (Bergel y Martínez Mazzola 2010, p. 123)- que Ariel pudo leerse en voz alta durante los encuentros literarios que se organizaron, desde principios de 1900, en la casa de las hermanas Feltz. Además de Max y Pedro Henríquez Ureña, y de Federico Henríquez y Carvajal, en estas tertulias acostumbraban participar figuras importantes del ambiente intelectual quisqueyano, como Luisa Ozema Pellerano, Enrique Deschamps, Tulio Manuel Cestero y Emilio Prud’homme.

En mayo de 1901, cuando la Revista Literaria: Publicación Quincenal de Ciencias, Artes y Letras, dirigida por el contertulio Deschamps, empezó a publicar Ariel por entregas, Pedro Henríquez Ureña ya se encontraba en Nueva York6. Había llegado a esa ciudad en enero del mismo año. Su padre, Francisco Henríquez y Carvajal, Ministro de Relaciones Exteriores en el gobierno de Juan Isidro Jimenes, recibió el encargo de viajar a Estados Unidos, y luego a Europa, para ensayar un arreglo de la deuda extranjera de la República Dominicana, y decidió llevarse consigo a sus dos hijos mayores, Francisco Noel y Pedro, con el propósito de que estudiaran en Nueva York. Atento lector del mensaje arielista, Pedro Henríquez Ureña comenta en sus Memorias que los juicios de Rodó sobre Estados Unidos condicionaron la primera etapa de su experiencia neoyorquina:

Mis impresiones se atropellaban un poco, y yo las veía todas a través del prejuicio anti-yankee, que el Ariel de Rodó había reforzado en mí, gracias a su prestigio literario; no fue sino mucho después, al cabo de un año, cuando comencé a penetrar en la verdadera vida americana, y a estimarla en su valer (2013h, p. 43).

Después del levantamiento en armas del general Horacio Vázquez contra el gobierno de Jimenes (26 de abril de 1902), Francisco Henríquez y Carvajal tuvo que renunciar a su cargo como canciller. El caos político que desató este suceso le impidió vivir en su patria, por lo que decidió reunir a su familia en la isla de Cuba: mientras Francisco Noel y Pedro dejaron Nueva York para mudarse a La Habana en abril de 1904, Henríquez y Carvajal, junto a Max y Camila, se trasladaron a Santiago de Cuba7.

El ensayo crítico “ Ariel. La obra de José Enrique Rodó”

Recién llegados a la capital de la Provincia de Oriente, Max Henríquez Ureña y su primo José Marino Henríquez fundaron Cuba Literaria: Revista Semanal Ilustrada. La publicación tuvo un total de cincuenta y cinco entregas que se distribuyeron en las principales ciudades de la isla entre el 7 de junio de 1904 y el 21 de julio de 1905. En su ensayo “Hermano y maestro”, Max Henríquez Ureña (2001, p. 34) cuenta que Pedro, desde La Habana, fue codirector de la revista. Además de algunos poemas, como “Mariposas negras” o “Ante el mar”8, y de la columna “Crónica Habanera” que firmó con el seudónimo León Roch9, Pedro Henríquez Ureña publicó en Cuba Literaria algunos de sus primeros trabajos interpretativos. Incluyó dos de ellos, “Ariel. La obra de José Enrique Rodó” y “D’Annunzio, el poeta”, en su libro Ensayos críticos, publicado en La Habana por la imprenta Esteban Fernández, en diciembre de 190510.

Antes de analizar el primero de estos dos trabajos, que revela la influencia decisiva del mensaje arielista sobre el pensamiento de Henríquez Ureña, cabe recordar que a partir de los números 29 y 30, que se estamparon en conjunto con la fecha del 12 de enero de 1905, y hasta el 44 (28 de abril de 1905), Cuba Literaria también publicó por entregas la obra de Ariel. Según el testimonio de Arturo Scarone (1930, pp. 5-6) y Roberto Ibáñez (2014, pp. 154-171), quienes fueron pioneros en estudiar los documentos de la Colección José Enrique Rodó, la de Cuba Literaria fue la primera edición completa que se realizó fuera de Uruguay.

Por lo general, las dos publicaciones de Ariel en Revista Literaria (1901) y en Cuba Literaria (1905), así como la resonancia que el ideario rodoniano tuvo en la formación del joven Pedro, deben entenderse a partir del análisis del clima intelectual y literario que la familia Henríquez Ureña vivió y protagonizó en la República Dominicana. El autor de Ensayos críticos creció en un entorno permeado por el ideal de la alta cultura, la educación normalista y los valores de la libertad, la justicia y la fe en el porvenir. Su madre Salomé Ureña fue, quizás, la más ilustre poetisa en la historia literaria quisqueyana. Su padre, el médico Francisco Henríquez y Carvajal, llegó a ser presidente de la República en 1916. Su tío Federico Henríquez y Carvajal fue periodista y promotor de la cultura, reconocido por su labor patriótica11.

Al respecto, Alfonso García Morales (1992, p. 21) sostiene que no debe asombrarnos que estos normalistas dominicanos se identificaran con el mensaje arielista,

con sus ideas sobre la educación integral del hombre o sobre la necesidad de los valores espirituales y estéticos en medio del utilitarismo moderno. Y sobre todo, pues les tocaba muy de cerca, con su visión de Norteamérica como representante del materialismo y la democracia mal entendida.

Al retomar estos temas, Liliana Weinberg (2015, pp. 99-100) se refiere al caso específico de Pedro Henríquez Ureña para sostener que,

Si desde los años de formación del dominicano la presencia real de dos figuras centrales, Martí y Hostos -amigos además de su familia-, marcó fuertemente el modelo del hombre de pensamiento y acción que él mismo habría de seguir, y en particular la adopción de la idea de magisterio y la causa de la razón y del libro como forma de vínculo entre los intelectuales y el pueblo, pronto la incorporación de Rodó, el juvenilismo y el arielismo serán centrales, como lo será también su propuesta hispanoamericanista.

El ensayo crítico “Ariel. La obra de José Enrique Rodó” salió en Cuba Literaria el 12 de enero de 1905 y, según lo que refiere el autor al calce (p. 13), fue escrito en La Habana, el 31 de diciembre de 1904. Como muestra la carta que el director Max Henríquez Ureña envió a Montevideo con fecha del 8 de febrero de 1905, Rodó debió de tener noticia de este artículo ya desde la primera hora:

Desde principios de enero he remitido a Ud. puntualmente los números de mi revista, en los que va publicada ya una parte de Ariel. Mi empresa es una verdadera lucha, que exige continuos esfuerzos…

En las páginas de “Cuba literaria”, alternando con las banalidades del medio, me empeño en dar a conocer lo bueno que aquí se desconoce; en traer un eco, siquiera sea débil, del movimiento intelectual del universo, y especialmente de Nuestra América; intentando así conmover el dormido espíritu de este pueblo, que, rotas las cadenas del dominio colonial, se halla de súbito en la vida nueva, atónito ante ese cambio brusco y deseado, llevando en sí todavía las amargas raíces de la ignorancia y el error que le dejó el coloniaje…

Habrá Ud. leído, sin duda, un breve estudio de mi hermano Pedro sobre Ariel, en “Cuba literaria”. Me consta que su obra va siendo muy leída por los favorecedores de mi revista, que no es de escasa circulación. ¡Ojalá que sea también muy comprendida! (apudCesana 2017, pp. 225-226).

El artículo que apareció en Cuba Literaria se divide en cinco apartados. La segunda versión de “Ariel” que se publicó en el libro Ensayos críticos -la que se utilizó tanto en la antología de Pedro Henríquez Ureña, Obra crítica, al cuidado de Emma Susana Speratti Piñero (1960), como en el segundo volumen de las Obras completas editadas por Miguel D. Mena (2013)- comparte esta misma estructura, pero muestra diferencias significativas tanto en la forma como en el contenido.

Aunque no será posible en el presente trabajo dedicar el justo espacio al examen de estas divergencias, cabe subrayar algunos ejemplos. Antes que nada, en la segunda edición, la que entregó a la Imprenta Esteban Fernández de La Habana, Pedro Henríquez Ureña modificó de manera significativa el marcado tono positivista del texto original: eliminó casi por completo la palabra raza, para utilizarla ahora sólo en dos ocasiones, al hablar de los “prejuicios de raza y secta” (2001, p. 27) y “los impulsos dispersos en el espíritu de la raza” (p. 28); de la misma forma, no sólo canceló cualquier referencia al “ideal de raza en Hispano-América” (1905, p. 12), sino que en varias expresiones sustituyó los términos razón y progreso(1905, p. 11) por los de inteligencia y civilización(2001, p. 23).

Otra diferencia relevante en la segunda edición del ensayo crítico es la reorganización de los apartados IV y V, en los que Henríquez Ureña examina los juicios de Rodó sobre el sistema democrático y el utilitarismo de Estados Unidos, así como acerca del temor de que la nordomanía pueda debilitar los ideales latinoamericanos. Entre las numerosas modificaciones se indican los siguientes ejemplos. In primis, mientras que en la versión de la revista Henríquez Ureña afirma que “Rodó, aunque señala los méritos de la democracia norte-americana, exagera sus defectos” (1905, p. 12), en la del libro sostiene: “Cabe, en mi sentir, oponer reparos a algunos de sus juicios severos sobre la nación septentrional”. Además, en el mismo párrafo, agrega una comparación que estaba ausente en el texto original, al opinar que esos juicios de Rodó fueron “mucho más severos que los formulados por dos máximos pensadores y geniales psicosociólogos antillanos: Hostos y Martí” (2001, pp. 26-27).

También el pasaje del texto primigenio en el que el intelectual dominicano se interroga, “con el ilustre cubano Sanguily”12, sobre “cuáles son esos ideales y tradiciones de raza que debemos conservar” (1905, p. 12), sufrió cambios notables. No sólo porque en la segunda versión todo el párrafo pasó del cuarto al quinto apartado, sino porque Henríquez Ureña modificó, menos de un año después, tanto la pregunta como su respuesta: “Somos españoles”, había contestado para los lectores de Cuba Literaria, “pero antes americanos, y la idea fundamental de nuestra constitución, la que alienta aún en nuestras más decaídas repúblicas, es la idea moderna del derecho, de la libertad y de la igualdad, la democracia, concepción que rompe con la tradición ibérica” (id.). De forma sorpresiva, para el texto que se publicó en Ensayos críticos, el autor escribió:

¿Cuáles son los ideales a cuya conservación debemos principalmente atender? Somos españoles, pero antes americanos, y junto con la herencia insustituible de la tradición gloriosa hemos de mantener la idea fundamental, no heredada, de nuestra constitución, la que alienta aun en nuestras más decaídas repúblicas: la concepción moderna de la democracia, base de las evoluciones del futuro (2001, p. 27).

Lamentablemente, como ya se ha dicho, no es posible proponer aquí un análisis comparativo minucioso entre las dos ediciones del ensayo crítico dedicado a Ariel para, de esa forma, entender mejor la evolución del estilo y las inquietudes que Pedro Henríquez Ureña vivió entre diciembre de 1904 y el invierno de 1905. A la luz de esta razón, y tomando en cuenta las muchas diferencias entre los dos textos, el objeto principal de la tarea interpretativa que se desarrolla en este trabajo será la versión original “Ariel. La obra de José Enrique Rodó”, de Cuba Literaria. Según lo que afirma Beatriz Sarlo (1998), sólo de esta manera será posible ir en busca de esa profundidad de las ideas que representa un camino viable en la lectura en contra del tiempo de Pedro Henríquez Ureña y, por lo tanto, ofrecer una solución a “los efectos de la lejanía histórica y cultural” (p. 880).

Desde el primer apartado del artículo es posible apreciar la prosa clara, densa y elegante del joven crítico dominicano. Henríquez Ureña introduce a su lector en el mundo simbólico del Ariel hablándole de La Tempestad, “obra armoniosa, serena y animada como los frisos del Partenón”, a la que Shakespeare supo dar “la soberana placidez griega” (1905, p. 11). Después de describir a Próspero como “el sabio conocedor del mundo y sus pequeñeces, fortalecido en la soledad, quien, ayudado por Ariel y su cortejo fantástico, realiza su última obra de paz y amor, vence al monstruoso Calibán”, el autor del ensayo crítico escribe: “Hoy atraviesa Ariel con sus etéreas alas el Atlántico hasta detenerse en la cabeza de un joven Próspero. Viene a ayudarle a triunfar de Calibán, que pretende adueñarse de esta isla desierta de progreso que se llama América” (id.).

En el segundo apartado, el crítico dominicano pone énfasis en la forma de la escritura del maestro uruguayo para afirmar que Rodó “es hoy el estilista más brillante de la lengua castellana” (id.). Entre los tres jóvenes latinoamericanos César Zumeta, Manuel Díaz Rodríguez y José Enrique Rodó, quienes, en su opinión, encarnarían el estilo moderno, Henríquez Ureña elige a este último como el más completo. La prosa del uruguayo “es la transfiguración del castellano, que abandonando los extremos de lo rastrero y de lo pomposo, alcanza un justo medio y se hace espiritual, sutil, flexible a las más diversas modalidades, como el francés de Anatole France o el inglés de Walter Pater o el italiano de D’Annunzio” (id.). Para Henríquez Ureña, los estudios de Rodó precedentes a Ariel -se refiere en concreto a “El que vendrá”, “La novela nueva” y Rubén Darío- ya revelaban las capacidades del ensayista crítico que se distingue por “el análisis profundo y fino, la sensibilidad exquisita, el juicio correcto y comprensivo, la erudición extensa y ordenada” (id.).

Mientras define Ariel como una “disertación filosófico-social”, Henríquez Ureña cita tres párrafos del estudio crítico sobre el ensayo de Rodó que Leopoldo Alas había escrito para Los Lunes de El imparcial (Madrid, abril de 1900), y que fue utilizado como prólogo en la segunda edición de Ariel (Dornaleche y Reyes, Montevideo, septiembre de 1900). Según lo que afirma Clarín -lo que el dominicano enfatiza con sus citas-, el opúsculo de Rodó “no es ni una novela, ni un libro didáctico; es de ese género intermedio que con tan buen éxito cultivan los franceses y que en España es casi desconocido” (apud P. Henríquez Ureña 1905, p. 11). Ariel “no es un diálogo: es un monólogo, un discurso en que un maestro se despide de sus discípulos”. El venerado Próspero se dirige a la juventud

de la América que llamamos latina, y la excita a dejar los caminos de Calibán, el utilitarismo, la sensualidad sin ideal, y seguir los de Ariel, el genio del aire, de la espiritualidad que ama la inteligencia por ella misma, la belleza, la gracia y los puros misterios de lo infinito (id.)13.

A los problemas de la civilización en América Latina, y al idealismo activo de la paideia arielista, dedica Henríquez Ureña el tercer apartado de su artículo. Al leer esta sección nos damos cuenta de que el crítico dominicano está reconociendo en Rodó esos valores que recibió en su entorno familiar, en particular por medio de la educación que le dio su madre Salomé Ureña: “la fe que Pedro Henríquez Ureña deposita en el alto valor del saber y la disciplina intelectual, fe en su utilidad edificante y redentora, el sapere aude ilustrado al que fogosamente se refiere Rafael Gutiérrez Girardot…, y su pasión por su país y por la América Hispánica” (Rojo 2012, p. 54).

En referencia a estos aspectos medulares en la formación de Henríquez Ureña, hay que evidenciar el papel que desempeñó Eugenio María de Hostos en el medio intelectual de Santo Domingo. Los quehaceres literarios y la labor educativa de Francisco Henríquez y Carvajal y Salomé Ureña fueron profundamente influidos por el racionalismo positivista y la fe en la enseñanza laica que el nicaragüense introdujo en República Dominicana, a partir de 1880 cuando fundó la Escuela Normal14. Para Hostos, así como para sus dos más destacados colaboradores quisqueyanos, el arte y la literatura representaban, antes que nada, “una fuerza social que actúa como fuerza moral” (Céspedes 2002, p. 65).

A partir de los principios de verdad, bien y justicia orientados a la acción, que aprendió desde la niñez, Pedro Henríquez Ureña llegó a entender y a apreciar la voluntad educadora y la orientación moral que el uruguayo concibió como aspectos ineludibles de la literatura. De hecho, en el cierre de su artículo, al sintetizar la enseñanza fundamental del discurso rodoniano, el joven dominicano definirá Ariel como “uno de los grandes esfuerzos del pensamiento americano”, una obra “destinada, como dijo Gastón Deligne de la poesía de Salomé Ureña, a mantener «de una generación los ojos fijos en el grande ideal»” (1905, p. 13).

El idealismo que Rodó exponía en Ariel, además de proponerle una revisión no reaccionaria, sino conciliadora, del positivismo (Cf. Rodó 1957b, pp. 504-505, y Cesana 2016, pp. 175-177), indicó al joven Henríquez Ureña el camino a seguir en la búsqueda de la expresión de nuestra América. Como confesó a Miguel de Unamuno en carta del 10 de diciembre de 1901, Rodó creía que el escritor, el ensayista o el poeta debían luchar

por poner en circulación ideas; por hacer pensar; por formar público para el libro que trae quelque chose dans le ventre, como dice Zola. Estos pueblos [de América Latina] son escenario muy pequeño (para empresas de orden intelectual) en la actualidad: pero nos anima el que el porvenir de ellos es grande y seguro (Rodó 1957, p. 1310).

El ejemplo de la antigua Grecia en el porvenir de América Latina

En el artículo de 1905, así como en su producción ensayística posterior, Henríquez Ureña compartió muchos de los ideales de la prédica arielista: la necesidad de desarrollar de forma integral las facultades humanas y de cultivar el jardín interior, el valor inestimable de la fe en el porvenir y el optimismo, además de la emergencia de educar a los jóvenes de América Latina en el sentido de la belleza y en el culto al arte (1905, p. 12). Ciertamente -tanto para Rodó como para Henríquez Ureña-, el ejemplo de estos ideales orientados hacia el perfeccionamiento del ser humano fue representado por la antigua Grecia.

Respecto a este último tema, Sergio Ugalde (2012, p. 62) ha evidenciado que los futuros ateneístas de México, y entre ellos su orientador Pedro Henríquez Ureña, irán más allá de la lectura “idílica y armónica” del mundo clásico griego que propuso Rodó. Cuando Jesús T. Acevedo concibió la Sociedad de Conferencias de México en 1907, estos jóvenes se convirtieron definitivamente al helenismo: estudiaron “la Grecia estética que había creado la escuela de Oxford, con Walter Pater y Gilbert Murray”; pero también profundizaron “la imagen pesimista y desmesurada del mundo helénico que la filología alemana había construido a lo largo del siglo XIX, en las obras de Otfried Müller, Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff o Friedrich Nietzsche” (Ugalde Quintana 2016, p. 163).

A pesar de las horas de estudio que Henríquez Ureña, ya en México, dedicará a Platón, Matthew Arnold y Walter Pater15, durante el primer lustro del siglo XX la voz del maestro Próspero está aleccionando la vocación crítico-literaria del discípulo dominicano. En el artículo de 1905, la imagen de la Grecia clásica, alegre y de una bellezza incomparabile, que Rodó había descrito en los primeros dos capítulos de Ariel, estaba operando de forma profunda en el pensamiento de Henríquez Ureña; el ensayista uruguayo había vinculado el arquetipo irrepetible del hombre ateniense al ideal de perfección definido por Ernest Renan como ese fin al cual el ser humano “debe encaminar sus energías como la posibilidad de ofrecer en un tipo individual un cuadro abreviado de la especie” (Rodó 1957a, p. 208).

Con el tiempo, principalmente gracias a la lectura de la obra de Matthew Arnold, es decir, de quien antes que Rodó había intentado “to show that culture is, or ought to be, the study and pursuit of perfection” (Arnold 1889, p. 33), esta influencia arielista llegó a representar una de las bases a partir de las cuales Henríquez Ureña desarrolló su búsqueda de la expresión hispanoamericana. De hecho, tanto para Arnold como para Rodó, el espíritu helénico, con “su ideal de la cultura «armoniosa», que lograba integrar «dulzura y luz», y aspiraba a la «perfección»”, era el modelo a seguir para ingresar en la modernidad (Díaz Quiñones 2006, p. 222)16.

El ideal constructivo de Ariel, alegorizado en el alma joven de la antigua Grecia que “fundó su concepción de la vida en el concierto de todas las facultades humanas” (Rodó 1957a, p. 210), representó para Henríquez Ureña una “idea-fuerza capaz de unificar e iluminar los impulsos dispersos en el espíritu de la raza” (1905, p. 13) 17. En este sentido, la simiente de la palabra oportuna que Rodó le había ofrecido germinó de forma renovada en distintas obras del dominicano; por ejemplo, en el “Preliminar” de En la orilla. Mi España (1922), cuando Henríquez Ureña afirmó que

Sobre los pueblos de tradición latina se alza siempre, y para toda cosa, como paradigma platónico, la idea de perfección. Desde que Roma quedó fascinada por los inmarcesibles arquetipos de Grecia, el espíritu crítico de los pueblos latinos exige siempre, en toda obra, aquella perfección cuyo secreto se revelaba a los griegos como verdad cotidiana (2013c, p. 15).

Sobre los mismos temas hay dos conferencias que son paradigmáticas. La primera se titula “La cultura de las humanidades”; en este discurso, pronunciado en la inauguración de las clases del año 1914 en la Escuela de Altos Estudios de la Universidad Nacional de México, Henríquez Ureña sostuvo que el ejemplo del milagro helénico es para el espíritu moderno fuente de fortaleza. La antigua Grecia fue “mantenedora de la inquietud del espíritu, del ansia de perfección, maestra de la discusión y de la utopía” porque “creyó en la perfección del hombre como ideal humano, por humano esfuerzo asequible” (2013d, p. 323).

En la segunda conferencia, leída en la Universidad de La Plata en 1922 y publicada con el título “La utopía de América”, el dominicano puso a Rodó en ese selecto grupo de hombres representativos del espíritu latinoamericano, junto a Bolívar, Sarmiento, Alberdi, Bello y Hostos. Además, afirmó que la fe en el porvenir de la magna patria debía fundarse “en el hecho de que, en cada una de nuestras crisis de civilización, es el espíritu quien nos ha salvado, luchando contra elementos en apariencia más poderosos; el espíritu solo, y no la fuerza militar o el poder económico” (2013g, p. 128).

A pesar de las diferencias entre discípulo y maestro que se examinarán más adelante, al fin y al cabo, Henríquez Ureña retomó el precepto arielista según el cual lo importante para la Humanidad sería “llegar a un término mejor por el desenvolvimiento de la vida, apresurado y orientado mediante el esfuerzo de los hombres. La fe en el porvenir, la confianza en la eficacia del esfuerzo humano, son el antecedente necesario de toda acción enérgica y de todo propósito fecundo” (Rodó 1957a, p. 207). Dirigiéndose al público de la Universidad de La Plata, Henríquez Ureña se apoyó en Rodó para sostener que nuestra América debía creer en ese ideal del “perfeccionamiento de la vida humana por medio del esfuerzo humano”, que había sido “una de las magnas creaciones espirituales del Mediterráneo, nuestro gran mar antecesor” (2013g, p. 129).

La cultura salva a los pueblos

En los últimos dos apartados del artículo de 1905, Henríquez Ureña hace hincapié en el análisis de los capítulos cuarto y quinto de Ariel en los que Rodó estudió, por un lado, los conceptos de educación, superioridad y selección implícitos en el sistema democrático y, por el otro, la ejemplaridad de Estados Unidos respecto al espíritu utilitario y la democracia mal entendida.

En lo que concierne a las ideas de superioridad y selección que según Rodó serían, en cierta dosis, implícitas en el sistema democrático, ya en el tercer apartado de su ensayo Pedro Henríquez Ureña había llegado a una interpretación contundente: Próspero dirige su prédica “a una juventud ideal, la élite de los intelectuales” (1905, p. 11). En su opinión, este aspecto no constituiría un defecto, porque Rodó no propuso un estudio de psicología social como fue el caso de Nuestra América (1903), del argentino Carlos Octavio Bunge. Aunque falten en Ariel referencias precisas a las imperfecciones de la vida real y concreta de las sociedades latinoamericanas, la finalidad de la literatura puede ser también la de “contribuir a formar un ideal en la clase dirigente, tan necesitada de ellos” (id.). El crítico quisqueyano retomó el examen del capítulo cuarto de Ariel en los dos breves párrafos que abren el cuarto apartado de su ensayo. In primis, consideró lógica la conclusión de Rodó, según el cual la democracia, “lejos de nivelar todos los méritos y obstruir la selección, tiene por objeto suprimir las distinciones artificiales para permitir la libre aparición y el desenvolvimiento del mérito individual positivo” (p. 12).

Al interpretar hoy estos juicios concisos sobre algunos de los temas más significativos en Ariel, hay que considerar, ante todo, la situación personal de Pedro Henríquez Ureña. Concluida la experiencia en Nueva York, donde había vivido tres años fundamentales para su madurez moral e intelectual, en enero de 1905 trabajaba en la casa comercial Silveira y Compañía, de La Habana; el ambiente cubano le parecía estrecho y poco estimulante, tanto que en sus Memorias confesó que su mayor deseo era salir de la isla (2013h, p. 65). También a Rodó lo hizo partícipe de tal malestar en la primera carta que le envió (1o de febrero de 1905), en la cual, por lo demás, le comentó las razones que lo impulsaron a escribir su ensayo crítico sobre Ariel:

Desde 1900, cuando leímos esa disertación suya la hemos estimado, mis hermanos y yo, como uno de los libros de más alta enseñanza para los hispanoamericanos. Hoy, después de más de cuatro años de conocerla, me he atrevido a condensar en algunos párrafos mi interpretación de ella. Esos párrafos pecan por la falta de reposo en pensamiento y estilo a que me obliga una vida en la cual es la literatura una excepción, aunque es mi pasión constante (apudCesana 2017, p. 228).

Aunque en 1905 Henríquez Ureña vivía todavía la etapa formativa de su arte ensayístico, en estos párrafos dedicados al capítulo cuarto de Ariel es posible reconocer una serie de sugerencias eminentemente significativas. Entre líneas, el joven dominicano está prefigurando no sólo algunos de los tópicos que definirán, con el pasar de los años, esa empresa civilizadora de la magna patria de la cual se hará promotor, sino también los juicios, favorables o divergentes, que irá reelaborando respecto al ideario rodoniano.

En el cuarto apartado de “Ariel. La obra de José Enrique Rodó”, Henríquez Ureña afirmó que para el desarrollo de los países latinoamericanos era imprescindible entender tanto la necesidad de la justicia y la libertad para todos los individuos como la dependencia entre la cultura y los aspectos materiales y productivos. En tal sentido, sostuvo que el “aparente exceso de utilitarismo de la época presente es indudablemente un fenómeno necesario” que “servirá a la causa de Ariel” (1905, p. 12). A principios del siglo XX en los países más civilizados -sigue Henríquez Ureña- es cierto que “la democracia ha puesto la libertad al alcance de todos” y que la misión de la educación popular será la de

dar al talento todas las ventajas, poniendo si cabe decirse, la inteligencia al alcance de todos. El problema del porvenir es poner la riqueza al alcance de todos, y las soluciones propuestas por Henry George y por los socialistas van pareciendo cada día menos ilusorias (id.).

En el trascurso del tiempo, el humanista quisqueyano se mostrará siempre de acuerdo con la idea de Rodó, en cuyo Ariel había afirmado: “Sin la conquista de cierto bienestar material es imposible, en las sociedades humanas, el reino del espíritu” (1957a, p. 236). De hecho, pocos años después, en “Vida intelectual de Santo Domingo” (Horas de estudio, 1910), Henríquez Ureña escribió que siempre “la cultura crece con el desarrollo material” (2013k, p. 173). Posteriormente, en “El espíritu y las máquinas” reiteró su convicción al respecto de manera similar: “hay que atender a la buena maquinaria, a la eficacia técnica, porque sin ellas el espíritu no se manifiesta en plenitud. El espíritu debe interesarnos más que el progreso en el orden material o mecánico; pero el progreso en tales órdenes debe ser garantía de la integridad del espíritu” (2013c, p. 18).

Sin embargo, al leer el cuarto apartado del artículo de 1905, hay otras indicaciones que no pueden escapar a la mirada del crítico que compara, experimenta y ensaya. Como ya se ha indicado, Henríquez Ureña escribió que “con la educación popular se trata de dar al talento todas las ventajas, poniendo, si cabe decirse, la inteligencia al alcance de todos” (p. 12). Al respecto, Liliana Weinberg ha evidenciado muy bien cómo la primera lectura de Ariel ofreció al dominicano la ocasión para interrogarse sobre el uso público del conocimiento y sobre cuáles eran las herramientas más eficaces para “salvar la brecha entre la cultura de élite y las necesidades de la población en general” (2015, pp. 104-105).

De hecho, es sobre los temas del posible uso público del conocimiento, la alta cultura y la educación popular que se muestran algunas de las diferencias conceptuales más significativas entre el maestro uruguayo y su discípulo18. Henríquez Ureña, a diferencia de Rodó, nunca sostuvo la idea de que la educación popular representara “un interés supremo” en la reforma del sistema democrático, ni mucho menos que la función de la escuela fuera transmitir “la idea de las subordinaciones necesarias, la noción de las superioridades verdaderas” (Rodó 1957a, p. 223). Rodó estaba convencido de que

El deber del Estado consiste en predisponer los medios propios para provocar, uniformemente, la revelación de las superioridades humanas, dondequiera que existan. De tal manera, más allá de esta igualdad inicial, toda desigualdad estará justificada, porque será la sanción de las misteriosas elecciones de la Naturaleza o del esfuerzo meritorio de la voluntad. Cuando se la concibe de este modo, la igualdad democrática, lejos de oponerse a la selección de las costumbres y de las ideas, es el más eficaz instrumento de selección espiritual, es el ambiente providencial de la cultura (p. 224).

Por cierto, en su tesis La universidad(2013f, pp. 32-41), que presentó en 1914 para optar al título de abogado en la Universidad Nacional de México, Henríquez Ureña dedicó no poca atención al tema de los derechos y las obligaciones del Estado para colocar, como afirmó Rodó en Ariel, “a todos los miembros de la sociedad en indistintas condiciones de tender a su perfeccionamiento” (Rodó 1957a, p. 224); pero se mostró siempre muy distante de las ideas de ferocidad igualitaria, inviolabilidad de la alta cultura y determinismo que el uruguayo asoció a los temas educativos. Desde su primera lectura de Ariel, el dominicano no compartió la posición de Rodó, para quien “la democracia admite siempre un imprescindible elemento aristocrático, que consiste en establecer la superioridad de los mejores” (id.).

Como ha afirmado Alfonso García Morales (2010), es innegable que, durante el período cubano y los primeros años mexicanos, el “proyecto civilizador” de Henríquez Ureña “adquirió un sesgo aristocrático, casi esteticista. Lo que le importaba entonces era educarse a sí mismo y educar a las élites, no instruir a la mayoría” (p. 122). De la misma manera, hay que subrayar que el autor dominicano siempre reconoció la importancia del canon y la alta cultura; en sus quehaceres literarios manifestó la necesidad de “poner en circulación tablas de valores: nombres centrales y libros de lectura indispensables” a partir de los cuales pensar la “historia literaria de la América española” (2013j, p. 157). Sobre estos temas, en su tesis La universidad, afirmó:

La alta cultura no es un lujo: los pocos que plenamente la alcanzan son los guardianes del conocimiento; sólo ellos poseen el laborioso y sutil secreto de la perfección en el saber; sólo ellos, maestros de maestros, saben dar normas ciertas y nociones seguras a los demás: a los profesionales, a los hombres de acción superior, a los guías de la juventud (2013f, p. 36).

Aun así, en su acción intelectual, vocación docente y trabajo editorial, Pedro Henríquez Ureña se mostró “impenitente en la arcaica creencia de que la cultura salva a los pueblos” (2013c, p. 20). A este respecto, hay dos citas paradigmáticas. Por un lado, en “Patria de la justicia” -breve y apasionado discurso que dio en 1924 para el homenaje a Carlos Sánchez Viamonte-, cuando señaló que el

ideal de justica está antes que el ideal de cultura… Nuestro ideal no será la obra de uno o dos o tres hombres de genio, sino de la cooperación sostenida, llena de fe, de muchos, innumerables hombres modestos; de entre ellos surgirán, cuando los tiempos estén maduros para la acción decisiva, los espíritus directores (2013i, p. 135).

Por otro lado, en su ya comentada conferencia “La utopía de América”, precisó que la verdadera cultura debe ser “cultura social, ofrecida y dada realmente a todos y fundada en el trabajo… No debe haber alta cultura, porque será falsa y efímera, donde no haya cultura popular” (2013g, p. 127). En el mismo discurso exhortó a sus oyentes de la siguiente forma: “Ensanchemos el campo espiritual: demos el alfabeto a todos los hombres; demos a cada uno los instrumentos mejores para trabajar en bien de todos; esforcémonos por acercarnos a la justicia social y a la libertad verdadera” (p. 129).

A pesar de que Ariel fue la obra que enseñó a toda su generación la importancia del sentido de la belleza, el culto del porvenir y el ideal desinteresado del espíritu, es evidente que en la noción de cultura y educación popular que tenía Pedro Henríquez Ureña intervino algo más. Fundamentales fueron, en este sentido, las enseñanzas de su madre Salomé Ureña y de Eugenio María de Hostos -para quienes los valores más altos eran la libertad verdadera y la justicia social-, así como el ejemplo de José Martí; pero también esencial fue su primera experiencia en México (1906-1914) marcada, in primis, por los ideales revolucionarios, las reformas de Justo Sierra en el ámbito de la enseñanza y el compromiso docente de la generación ateneísta en la Escuela de Altos Estudios y la Universidad Popular.

América en el espejo: latinidad, hispanidad y Estados Unidos

En los apartados IV y V de su artículo, Henríquez Ureña retomó el diálogo con el estudio crítico de Leopoldo Alas que había aparecido en la segunda edición de Ariel. La lectura del ensayo de Rodó y del prólogo de Clarín le dieron la posibilidad de inaugurar algunos de los temas más sugestivos de toda su sucesiva tarea historiográfica y filológica dedicada a la reflexión sobre la expresión de nuestra América. En su estudio, Leopoldo Alas se había declarado partidario de “la unión, con todas clases de lazos, entre españoles peninsulares y españoles americanos”; en síntesis, se consideraba un soñador radical que, sobre todo con respecto a las manifestaciones literarias, creía firmemente “en la futura unidad de la gran familia ibérica” (1900, p. 7)19.

En estos dos últimos apartados, Henríquez Ureña analizó el capítulo quinto de Ariel dedicado a Estados Unidos como representante del espíritu utilitario y los supuestos peligros que la imitación de su vida democrática podría determinar para las naciones latinoamericanas. En su opinión, sería ésta la “parte más discutible y más discutida del libro” (1905, p. 12): Rodó, aunque señale algunos méritos, exagera los defectos de la nación norteamericana; se mostró demasiado preocupado por la posibilidad de que la nordomanía (la imitación del verbo utilitario encarnado en el estilo de vida estadounidense) pudiera determinar la deslatinización de América, es decir, “la renuncia de nuestros ideales latinos” (id.). Al respecto, en el quinto capítulo de Ariel, el uruguayo había afirmado: “tenemos -los latinoamericanos- una herencia de raza, una gran tradición étnica que mantener, un vínculo sagrado que nos une a inmortales páginas de la historia, confiando a nuestro honor su continuación en lo futuro” (1957a, p. 228).

A partir de su interpretación de Ariel, Henríquez Ureña inauguró sus reflexiones sobre el tema de la latinidad o hispanidad de América. Ya desde entonces, revelaba cierta distancia de cuánto iban sosteniendo, después del 1898, algunos de los intelectuales más importantes de España, como Miguel de Unamuno, Rafael Altamira y Leopoldo Alas20.

Desde ese año en que España perdió sus últimas colonias, se intensificaron los esfuerzos por hacer sentir en América una presencia espiritual que viniera a sustituir la antigua implantación física. Aunque nació al mismo tiempo que la Independencia, el concepto de “hispanismo” o “hispanoamericanismo” no cobró auge hasta entonces. El acercamiento por parte de España fue en buena medida correspondido en América, donde la tradición española se asumió como una seña de identidad frente al expansionismo estadunidense (García Morales 1992a, pp. 70-71).

Henríquez Ureña retomó la idea de una América Latina opuesta a una América anglosajona, que Michel Chevalier había formulado, por primera vez, en la introducción a sus Cartas sobre América del Norte (1836). Como ya se ha comentado, el crítico quisqueyano se interrogó sobre cuáles eran los ideales y las tradiciones que deberían defenderse. “Somos españoles”, afirmó, “pero antes americanos, y la idea fundamental de nuestra constitución, la que alienta aún en nuestras más decaídas repúblicas, es la idea moderna del derecho, de la libertad y de la igualdad, la democracia, concepción que rompe con la tradición ibérica” (1905, p. 12).

En su artículo “Ariel. La obra de José Enrique Rodó”, al igual que en su producción venidera, Henríquez Ureña no prescindió de la importancia de “reivindicar el crédito de la familia española” (p. 14). De hecho, algunos años más tarde, en el artículo “En defensa de la lírica española. A propósito del discurso del Dr. Varona sobre la Avellaneda” (El Fígaro, La Habana, 17 de mayo de 1914), sostuvo que “a todo pueblo de nuestra América, interesa conocer y comprender el espíritu de la familia española. Si nuestros pueblos han de llegar a conocerse a sí mismos, deben buscar la explicación de sus orígenes; es decir, deben conocer «realmente» a España” (2013a, p. 23). En este sentido, como ha indicado Arcadio Díaz Quiñones, en su aspiración de fundar para América Latina una tradición intelectual moderna, Henríquez Ureña concibió “una trama que tenía sus comienzos en la colonia(2006, p. 167).

Sin embargo, su ensayo sobre Ariel evidencia que, por aquel entonces, Henríquez Ureña ya estaba elaborando esas ideas de asimilación, cosmopolitismo e imitación (entendida como método de aprendizaje) que serán herramientas muy eficaces a la hora de investigar las expresiones de América Latina, en obras como Seis ensayos en busca de nuestra expresión o Las corrientes literarias en la América hispánica. En tal sentido, ante la preocupación de Rodó por una posible desnaturalización de los ideales latinos, el crítico dominicano afirmó:

Las cualidades inherentes a nuestro genio personal -no menos reales porque aún no se hayan fijado en un todo homogéneo- no podrán tan fácilmente como suele suponerse desaparecer en la imitación de los pueblos del norte. Si la forma del progreso es hoy, pasajera y aparentemente, sajona, precisa adaptarla juiciosamente en nuestras sociedades: y nuestra temida deslatinización vendría a ser en parte un retorno a virtudes hoy dormidas del espíritu latino (1905, p. 12).

En Ariel, José Enrique Rodó ya había dado respuesta a sus temores sobre el posible menoscabo de “nuestros ideales latinos”; admitió la importancia del cosmopolitismo en la formación de las sociedades latinoamericanas (1957a, p. 228), pero también, y sobre todo, señaló la necesidad de establecer límites precisos a la nordomanía:

No doy yo a tales límites [dice Próspero a sus alumnos] el sentido de una absoluta negación. Comprendo bien que se adquieran inspiraciones, luces, enseñanzas, en el ejemplo de los fuertes; y no desconozco que una inteligente atención fijada en lo exterior para reflejar en todas partes la imagen de lo beneficioso y de lo útil es singularmente fecunda cuando se trata de pueblos que aún forman y modelan su entidad nacional (p. 227).

Lo que el ensayista uruguayo no aceptaba, y que es esencialmente la actitud que el dominicano le criticaba en ese entonces, consistía, por un lado, en “el propósito de desnaturalizar el carácter de los pueblos -su genio personal- para imponerles la identificación con un modelo extraño” (id.); y, por el otro, en el hecho de tener “aquel titánico organismo social” por modelo de civilización donde el idealismo y los intereses del alma coinciden con la fuerza de la voluntad y el espíritu utilitario (p. 237).

Henríquez Ureña, quien había vivido en Nueva York, aunque reconocía los “rasgos antipáticos” de la sociedad estadounidense, “tales como los prejuicios de raza, la moralidad puritana, el sensacionalismo y el comercialismo” (1905, p. 12), sostuvo al final de su artículo que en su sentir los hispanoamericanos “podemos… recibir ejemplos luminosos de los norte-americanos en casi todos los campos de la vida humana. Pero sería errado tomarles como modelos únicos, y es lógico esperar de nuestras tendencias cosmopolitas que busquemos enseñanzas fecundas dondequiera se encuentren” (p. 13).

Aunque en su práctica historiográfica y filológica se deben registrar una lamentable negación del mundo afroamericano, así como una indagación no siempre exhaustiva de las culturas indígenas21, Henríquez Ureña llegó a formular, en el transcurso del tiempo, la noción de un latinoamericanismo cosmopolita, de signo sustancialmente contrario respecto a la intransigencia y la francofilia de Rodó o a la “posición hegemónica y neocolonialista” (Granados García 2010, p. 138) de algunos intelectuales españoles de esa época.

A diferencia del maestro uruguayo, el dominicano supo traducir su dilatado andar por tierras extrañas en una extraordinaria capacidad religadora de múltiples experiencias literarias y culturales: vivió “el exilio como condición del intelectual moderno” (Díaz Quiñones 2006, p. 174). Reivindicar el legado ibérico y la importancia del mundo colonial le permitió establecer una tradición filológica y cultural que dio al concepto de América Latina una configuración moderna: un sentido de la continuidad que, además de aportar unidad a la magna patria, logró predisponerla en cierta medida hacia el pluralismo y la integración. A lo largo de cuatro décadas (1905-1945), Henríquez Ureña fue retomando y reajustando lo que de muy joven había afirmado en su artículo de Cuba Literaria acerca de las tendencias cosmopolitas de la identidad latinoamerica- na, para llegar, finalmente, a esa idea de fusión de culturas que permea toda la organización de su obra más representativa, Las corrientes literarias en la América hispánica. Cabe evidenciar que la larga e irresuelta práctica de este discurso cosmopolita e integrador siempre fue orientada a superar las pulsiones particularistas de la realidad latinoamericana para, de esta forma, alcanzar un horizonte universalista (Siskind 2016, pp. 156- 157). A diferencia de Rodó, lo anterior dio a Henríquez Ureña la posibilidad de elaborar un concepto muy bien articulado de la cultura latinoamericana. Mientras que para el uruguayo la cultura fue siempre categoría abstracta y elevada, imposible de descomponer, simbolizada por Ariel como ideal desinteresado del espíritu, para Henríquez Ureña “la cultura hispanoamericana abarcaba la historia literaria y las instituciones. Pero incluía también la historia de las ideas, la historia social, la pintura, la música” (Díaz Quiñones 2006, p. 172), y muchas otras actividades humanas, como el baile, la arquitectura, el teatro.

Antes de cerrar el número de Cuba Literaria del 12 de enero de 1905, hay que detenerse en dos aspectos que ya se han comentado en parte, con el propósito de evidenciar cómo la tarea hermenéutica de Henríquez Ureña en lo que toca a Ariel representa un proceso que fue reanudándose y modificándose con el transcurso del tiempo. Hay que señalar ante todo que el crítico quisqueyano abandonó muy pronto el concepto de raza, que utilizó sin reservas en su artículo “Ariel. La obra de José Enrique Rodó”. Como ya se dijo líneas arriba, empezó a realizar este cambio desde la segunda versión de su texto, publicada en el libro Ensayos críticos. En este sentido, si Rodó nunca renunció a la idea positivista de que el genio de la raza debía plasmar el porvenir del ser humano latinoamericano a partir de una herencia sagrada y una tradición étnica (1957a, p. 228), por su parte, Henríquez Ureña reelaboró profundamente sus cavilaciones en cuanto al concepto de raza. Al respecto, uno de los ejemplos más significativos es la conferencia “Don Juan Ruiz de Alarcón”, que pronunció el 6 de diciembre de 1913 en la Librería General de la Ciudad de México. Al sostener que el dramaturgo novohispano representaría, de forma cabal, el espíritu del pueblo mexicano, Henríquez Ureña dictó las siguientes palabras:

Creo indiscutible la afirmación de que existe un carácter, un sello regional, un espíritu nacional en México. Para concebirlo, para comprenderlo, hay que comenzar, a mi juicio, por echar a un lado la fantástica noción de raza latina, a que tanto apego tiene el demi-monde intelectual. Sólo ha de hablarse de cultura latina, o, en rigor, novo-latina: es decir, cultura de los pueblos que hablan idiomas romances, y que a Roma deben étnicamente muy poco, y en civilización mucho, pero no todo, porque lo más proviene de las fuentes griegas y hebreas y del vivificador contacto con los grupos germánicos en la Edad Media (2013, p. 227) 22.

En la década de 1930, ya en Argentina y poco antes de que el destino le revelara la imposibilidad de residir en su patria para colaborar con el gobierno despótico de Rafael Leónidas Trujillo, Pedro Henríquez Ureña volvió a analizar el concepto de raza23. Para entonces, su distanciamiento con Rodó a propósito de este tema se había hecho definitivo. En la clase inaugural del curso “Clásicos de América” que dio durante 1931 en el Colegio Libre de Estudios Superiores de Buenos Aires, se ocupó nuevamente de Juan Ruiz de Alarcón y sostuvo que las coincidencias entre las naciones del continente no eran determinadas por el sentido antropológico que conlleva la idea de raza. Según el Próspero dominicano, hablar de los clásicos latinoamericanos significaba afirmar que existe algo en nuestra América que es profundamente distinto de lo europeo: “ese algo no es una raza, no es un ethnos, sino un ethos, una manera de pueblos, creada por siglos de convivencia, en semejanza de situaciones sociales y políticas, que han determinado una identidad de orientaciones espirituales” (2015, p. 193)24.

En octubre de 1933, Henríquez Ureña pronunció en nombre de la Universidad Nacional de La Plata un discurso para conmemorar el Día de la Raza. Sostuvo que la unidad de los pueblos de habla hispana no podía definirse a partir de este concepto: “el vocablo raza, a pesar de su flagrante inexactitud, ha adquirido para nosotros valor convencional, que las festividades del 12 de octubre ayudan a cargar de contenidos, de sentimiento y emoción” (2015a, p. 308). Retomando cuanto había afirmado en “El descontento y la promesa”, otra conferencia argentina de 1926, pronunció las siguientes palabras:

Lo que une y unifica a esta raza, no real sino ideal, es la comunidad de cultura, determinada de modo principal por la comunidad de idioma. Cada idioma lleva consigo su repertorio de tradiciones, de creencias, de actitudes ante la vida, que perduran sobreponiéndose a cambios, revoluciones y trastornos. Así, el latín ha sido en Occidente el vehículo principal de la tradición romana: la tradición persiste, a través de todas las evoluciones, dondequiera que persistió el latín. Deshecho el Imperio Romano, su idioma se partió en mil pedazos; pero en las lenguas de cultura que se construyeron sobre las ruinas del latín, dominando a la multitud circundante de dialectos rivales, sobrevive la tradición del Lacio, y esas lenguas la han difundido sobre territorios que Roma no sospechó. Pertenecemos al Imperio Romano, decía Sarmiento hablando de estos pueblos de América; pertenecemos a la Romania, a la familia latina, o, como dice la manoseada y discutida fórmula, a la raza latina: otra imagen de raza, no real sino ideal (id.).

Hay un último dato que debe destacarse para apreciar cómo la lectura de Ariel representó un proceso crítico que Henríquez Ureña actualizó mediante su trabajo historiográfico y filológico, y gracias a sus vivencias: recién llegado a Cuba, después de más de tres años en Nueva York, en su artículo de 1905 sostuvo que el ensayista uruguayo había exagerado los defectos de la nación norteamericana. Como ya se ha analizado, Henríquez Ureña pensaba que Rodó había mostrado demasiada preocupación en Ariel por la posibilidad de que emular el ejemplo utilitario de Estados Unidos (la nordomanía) representara un peligro inexcusable para los países de América Latina.

Después de su segunda experiencia en Estados Unidos (1914-1921), durante la cual trabajó como periodista en Washington y Nueva York, y fue estudiante de doctorado y profesor en la Universidad de Minnesota, Henríquez Ureña rectificó la postura crítica que había expresado en Cuba Literaria. Lo hizo, recién terminada la ocupación militar norteamericana de su país (1916-1924), en el ya citado discurso que pronunció en La Plata para rendir homenaje a Carlos Sánchez Viamonte, y que incluyó con el título “Patria de la justicia” en la primera edición de La utopía de América (1925). En su homenaje al destacado dirigente del Partido Socialista Argentino, Henríquez Ureña afirmó que Estados Unidos nació como espejo del ideal democrático y como utopía de la libertad, pero que pronto “el gigantesco país se volvió opulento y perdió la cabeza; la materia devoró al espíritu; y la democracia que se había constituido para bien de todos se fue convirtiendo en la factoría para lucro de unos pocos. Hoy, el que fue arquetipo de libertad es uno de los países menos libres del mundo” (2013i, p. 134). Sobre este tema, el dominicano recordó que, en 1900, quien había lanzado el grito de alerta fue “el último de nuestros apóstoles, el noble y puro José Enrique Rodó”. El maestro uruguayo fue quien “nos advirtió que el empuje de las riquezas materiales amenazaba ahogar nuestra ingenua vida espiritual; nos señaló el ideal de la magna patria, la América española” (id.).

Otro testimonio importante de cómo Henríquez Ureña cambió su interpretación inicial relativa al juicio de Rodó sobre Estados Unidos reside en una de las breves notas manuscritas que el dominicano recogió en una carpeta titulada “En la orilla: gustos y colores”. Estos comentarios, escritos entre 1921 y 1923, se conservan en esa parte de su colección personal que su segunda hija, Sonia Henríquez Ureña de Hlito, donó a El Colegio de México. Miguel D. Mena publicó este material disperso y fragmentario en el tomo 7 de las Obras completas de Pedro Henríquez Ureña. Por su alto valor documental, vale la pena leer la nota completa:

Al releer las páginas que dedica Rodó a los Estados Unidos, en Ariel, me asombra hasta el estupor la exactitud de sus juicios. Hace todavía diez años no me parecían justos: aún sin contar con la nordomanía -que no todos supimos evitar, ni sabemos-, mis opiniones se fundaban en el solo conocimiento de Nueva York. No es que Nueva York no sea típica del país: hay aspectos en que es acaso la ciudad más típica, y sirve, además, de modelo a las otras. Pero es fácil, allí, evitar el contacto frecuente con las formas menos agradables de la vida norteamericana.

Cuando se vive en Washington, o en Chicago, o en Minneapolis, o en San Francisco, se vive necesariamente “a la americana”, para bien y para mal. Y entonces es imposible no estar de acuerdo con Rodó, a quien dan la razón, también, los escritores rebeldes de la nueva generación en los Estados Unidos (2013b, p. 341).

Promotor de la obra de Rodó en México

Pocos días después de ver su trabajo “Ariel” publicado en la colección Ensayos críticos, en una versión sustancialmente modificada respecto de la original que apareció en Cuba Literaria, Henríquez Ureña dejó La Habana y se embarcó para Veracruz. Recién llegado en la ciudad mexicana (7 de enero de 1906), fundó la Revista Crítica, junto al cubano Arturo R. de Carricarte, y colaboró con algunas crónicas en El Dictamen, dirigido por José Hinojosa.

En abril de 1906, gracias a la influencia de Arturo G. Múgica, redactor de El Dictamen, Henríquez Ureña llegó a la Ciudad de México, habiendo ya gestionado, desde Veracruz, su ingreso en la redacción de El Imparcial. Muy pronto entró en contacto con los círculos de Savia Moderna y Revista Moderna de México, así que al cabo de dos semanas conocía a algunas de las figuras más destacadas del panorama literario mexicano: Antonio Caso, Ricardo Gómez Robelo, Jesús Valenzuela, Alfonso Reyes, Rafael López, Luis Castillo Ledón, entre otros.

A partir de ese momento, Pedro Henríquez Ureña tuvo un papel protagónico en la difusión de Ariel y del ideario rodoniano en el horizonte intelectual capitalino. De hecho, en las cartas que durante los siguientes años envió a Montevideo nunca dejó de contar a Rodó sus compromisos literarios. Al respecto, es ejemplar la misiva que le escribió el 5 de marzo de 1909, en la que, además de referirse al general Bernardo Reyes, quien había costeado la primera edición mexicana de Ariel, describió en detalle las actividades de la Sociedad de Conferencias, así como sus propios quehaceres literarios (Cesana 2017, pp. 236-239).

En diciembre de 1907, la Revista Moderna de México publicó “Marginalia: José Enrique Rodó”. En este breve ensayo, Henríquez Ureña analizó el folleto Liberalismo y jacobinismo (1906), en el cual Rodó había recogido sus artículos polémicos sobre el acuerdo de la Comisión de Caridad y Beneficencia Pública que suprimía los crucifijos en los hospitales del Estado. El argumento que el uruguayo dio acerca del origen histórico de la caridad, con el fin de refutar esa disposición, le pareció débil y poco convincente. Sin embargo, a la hora de considerar el afán anárquico y la impotencia de la filosofía “del llamado positivismo, que es su credo aparente”, Henríquez Ureña reconoció en Rodó “la seriedad de quien estudia y sobre todo medita, en la soledad [del] silencio, lejos de las ferias de vanidad internacional”; su mérito reside “en su alta y secreta aspiración de dar a nuestra América un ideal constructivo. Podrá equivocarse a ratos, y de hecho se equivoca; podrá desanimarse, y por lo menos calla; pero suya será siempre la palabra animadora de Ariel” (1907, p. 241).

Poco antes (20 de noviembre de 1907) de que se publicara su artículo sobre Liberalismo y jacobinismo, Henríquez Ureña, su hermano Max, Antonio Caso, Jesús T. Acevedo, Alfonso Cravioto, Rafael López, Rubén Valenti y Ricardo Gómez Robelo dirigieron una carta al general Bernardo Reyes: le expresaban su deseo de que el gobernador del estado de Nuevo León los ayudara económicamente para llevar a cabo una reimpresión de Ariel. Esta publicación se realizó en Monterrey en mayo de 190825. Según lo que comentó Pedro Henríquez Ureña a su hermano Max en carta del 2 de diciembre de 1907 (Incháustegui y Delgado Malagón 1996, p. 392), fue él quien escribió la “Nota de la edición mexicana”; este breve prólogo que abre el sermón laico del maestro Próspero termina con el siguiente párrafo:

Al dar a conocer Ariel en México, donde hasta ahora sólo habían llegado ecos de su influencia, creemos hacer un servicio a la juventud mexicana. No pretendemos afirmar que Rodó ofrezca la única ni la más perfecta enseñanza que a la juventud conviene. En el terreno filosófico, podrán muchos discutirle; en el campo de la psicología social, podrán pedirle una concepción más profunda de la vida griega y una visión más amplia del espíritu norte-americano; pero nadie podrá negar, ni la virtud esencial de sus doctrinas, que en lo fundamental se ciñen a las más excelsas de los espíritus superiores de la humanidad, ni la enérgica virtud de estímulo y persuasión de su prédica, ni, en suma, que Ariel sea la más poderosa inspiración de ideal y de esfuerzo dirigida a la juventud de nuestra América en los tiempos que corren (en Rodó 1908, p. 6).

Al cerrarse la primera década del siglo XX, Henríquez Ureña ofreció el último de sus cuatro principales trabajos de interpretación de la obra rodoniana a un público mexicano. El 22 de agosto de 1910, en el ciclo de reuniones que el Ateneo de la Juventud organizó para el primer centenario de la Independencia de México, leyó la conferencia “La obra de José Enrique Rodó”. En su discurso analizó la producción ensayística del uruguayo desde El que vendrá (1896) hasta Motivos de Proteo (1909). No vaciló en nombrarlo “maestro de América”. En Ariel, Rodó había indicado a la juventud los ideales de una prédica necesaria, de amplitud humana; otra vez, como en 1905, el dominicano recordó y admiró los preceptos arielistas útiles “a la justa comprensión de las cosas y a la práctica segura del mundo”: la necesidad de cultivar el jardín interior, así como de creer en el entusiasmo, el porvenir, la hermosura (2013e, p. 369). Al concluir la parte que dedicó a Ariel en esta conferencia, Henríquez Ureña dijo:

Pero, pese a los que, para concederle valor máximo al libro, necesitarían encontrar, al abrirlo, una aparatosa clasificación de elementos étnicos y una autoritaria valuación de influencias ambientes; pese a los que creen imposible hallar ideas donde hay estilo…, pese a toda incomprensión, Ariel es la más poderosa voz de verdad, de ideal, de fe dirigida a la América en los últimos años (p. 370).

A pesar de las reflexiones expuestas, es cierto que desglosar y estudiar los aspectos que vinculan la labor intelectual de Pedro Henríquez Ureña con el ideario de Rodó no es tarea sencilla. Por esta razón, se propuso una investigación que procediera histórica y filológicamente. Antes que nada, el análisis textual de “Ariel. La obra de José Enrique Rodó” ha considerado las principales diferencias entre la versión original del artículo que apareció en Cuba Literaria (12 de enero de 1905) y la segunda edición que se publicó en el libro Ensayos críticos. Asimismo, la tarea interpretativa del texto se ha apoyado en el iter biográfico-intelectual que el dominicano trazó con sus obras y su hábito del destierro, así como en las fuentes poco comunes que ha aportado el trabajo de archivo y hemerográfico. El propósito de todo ello ha sido contribuir a la cabal comprensión de la escritura ensayística de Henríquez Ureña.

A pesar de la distancia entre los conceptos de raza, superioridad de los mejores y cultura como ideal desinteresado del espíritu, utilizados por Rodó, frente a los conceptos de latinidad cosmopolita, educación popular y justicia social que Henríquez Ureña desarrolló, Ariel constituyó una fuente de inspiración muy poderosa, la obra que enseñó a toda su generación la importancia del sentido de la belleza, el culto del porvenir, el ejemplo del milagro helénico y la necesidad de una conciencia latinoamericana. Como dijo Alfonso Reyes: “Rodó trajo una palabra de bravura, un consejo de valentía aplicado a la concepción de la conducta” (1996, p. 135). Tanto en su calidad de escritura como en la de genio creador visionario, Rodó “sabía que el problema está en el espíritu, y que el espíritu tiene que engendrar de por sí sus formas adecuadas… Era el que escribía mejor y era el más bueno. Su obra se desenvuelve sobre aquella zona feliz en que se confunden el bien y la belleza” (p. 137).

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* La investigación que sustenta el presente artículo se llevó a cabo gracias al apoyo del Programa de Becas Posdoctorales de la UNAM, que permitió a su autor trabajar en el Instituto de Investigaciones Filológicas bajo la dirección del Dr. Héctor Manuel Perea Enríquez y de la Dra. Tatiana Aguilar-Álvarez Bay.

1 Al respecto, hay que señalar el valor historiográfico y documental de la conferencia “Rodó en la crítica de Pedro Henríquez Ureña”, que Walter Rela dictó el 16 de marzo de 1992 en la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña, de Santo Domingo. Véase Rela 1992.

2Sobre el concepto de religación aplicado al sistema literario latinoamericano, pueden verse Rama 1985 y Zanetti 1994.

3Pude consultar la revista Cuba Literaria en el Fondo reservado de la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí. Respecto a la presente investigación hemerográfica, agradezco a Taisuki Villa Diez y a Alicia Flores Ramos por el auxilio fundamental que me brindaron.

4Para conocer en detalle la relación epistolar entre José Enrique Rodó y los hermanos Max y Pedro Henríquez Ureña, puede consultarse Cesana 2017.

5Siguiendo la voluntad de Rodó, el ensayo Ariel se publicó por la editorial Dornaleche y Reyes como tercer opúsculo de la serie La vida nueva. En la primera entrega (1897) de esta serie de folletos literarios se incluyeron los artículos “El que vendrá” y “La vida nueva”. El estudio crítico que dio cuerpo a La vida nueva II (1899) fue “Rubén Darío: su personalidad literaria, su última obra”, en que Rodó interpretó Prosas profanas.

6Como muestran los diez números de la Revista Literaria que se conservan en la Colección Emilio Rodríguez Demorizi, en la Biblioteca del INTEC de Santo Domingo, esta edición quisqueyana de Ariel se quedó incompleta. El ensayo de Rodó sólo apareció en los siguientes números: 3 (1º de mayo de 1901, pp. 15-16), 5 (15 de junio, pp. 14-15) y 6 (8 de julio, pp. 15-16).

7Para más detalles respecto a la historia de la familia Henríquez Ureña durante estos años, cf. Max Henríquez Ureña 2016, pp. 66-88.

8En Cuba Literaria se publicaron los siguientes poemas de Pedro Henríquez Ureña: “Frente a las «Palisades» del Hudson” (14 de junio de 1904, núm. 2, p. 14); “Mariposas negras” (28 de marzo de 1905, núm. 40, p. 89); “Lux” (28 de abril de 1905, núm. 44, pp. 121-122); “Ante el mar” (10 de mayo de 1905, núm. 45, p. 129), y “Máximo Gómez” (28 de junio de 1905, núm. 52, p. 187).

9Entre el 21 de agosto de 1904 (núm. 11, p. 87) y el 12 de marzo de 1905 (núm. 38, p. 78), Pedro Henríquez Ureña publicó en Cuba Literaria un total de nueve crónicas desde La Habana; en esta columna, se ocupó de temas variados que iban de las funciones teatrales a los conciertos, de la crónica artística y social a los congresos y actos más destacados de la capital cubana.

10Además de “Ariel. La obra de José Enrique Rodó” (12 de enero de 1905, núms. 29/30, pp. 11-13) y “D’Annunzio, el poeta” (21 de julio de 1905, núm. 55, pp. 211-212), Cuba Literaria publicó los siguientes ensayos críticos de Pedro Henríquez Ureña: “Belkiss” (14 de julio de 1904, núm. 6, p. 46); “La música nueva. La escuela italiana” (23 de julio de 1904, núm. 7, pp. 49-50); “Letras cubanas” (5 de septiembre de 1904, núm. 13, pp. 97-99); “Rasgos de un humorista” (20 de diciembre de 1904, núm. 27, pp. 210-211); “Dos artistas” (20 de febrero de 1905, núms. 34/35, pp. 46-47), y “José Joaquín Pérez” (20 de abril de 1905, núm. 43, pp. 114-116).

11Sobre las dos ediciones de Ariel en Revista Literaria y Cuba Literaria, y, en general, acerca del papel de los Henríquez Ureña en la difusión del ensayo de Rodó durante el período 1901-1908, véase Cesana 2019.

12Casi seguramente, Henríquez Ureña se refiere a Manuel Sanguily Garritte (1848-1925), patriota, político y periodista cubano, quien, además de participar activamente en la Guerra de los Diez Años, fundó la revista Hojas Literarias (1893-1894) y publicó La Revolución de Cuba y las repúblicas americanas (1896), entre otros ensayos.

13La versión completa de este juicio del crítico español puede consultarse en Alas 1900.

14La Sociedad Amigos del País, que Francisco Henríquez y Carvajal presidió desde 1876, y el Instituto para Señoritas, que Salomé Ureña inauguró a finales de 1881, tuvieron un papel fundamental en la difusión del positivismo hostosiano. Al respecto, pueden consultarse los trabajos de Piña-Contreras 1994, Céspedes 2002 y Mendoza Bolaños 2018.

15En sus Memorias, Pedro Henríquez Ureña relata que en 1907 su padre le envió desde Europa una colección de obras clásicas de literatura antigua y de textos críticos sobre temas griegos. Al respecto, el dominicano presenta una bibliografía muy significativa. Véase Henríquez Ureña 2013h, pp. 83-84.

16Como ha señalado Alfonso García Morales (1992a, p. 60), un texto interesante para entender la relación entre Matthew Arnold y José Enrique Rodó es “El espíritu y las máquinas”, una crónica de viaje escrita en 1917, y que en 1922 Henríquez Ureña incluyó en el libro En la orilla. Mi España (2013c, pp. 16-21).

17Para mayor conocimiento sobre la evolución de la imagen de la Grecia antigua en el ámbito ateneísta, con particular atención en el caso de Alfonso Reyes, véase Ugalde Quintana 2019.

18En términos generales, se hace aquí impostergable una consideración metodológica: como dijo Italo Calvino (2002) al hablar del lugar que ocupa en la literatura la antítesis entre conciencia intelectual y mundo popular, hay que reconocer también que el análisis del papel que Ariel desempeña en la fenomenología de la conciencia hispanoamericana —que el dominicano contribuyó a definir por medio de sus obras— se ve obligado a enfrentarse con il midollo del leone. La médula del león, es decir, esa línea difusa donde no es para nada fácil desglosar y analizar los aspectos que vinculan la acción y el pensamiento de Henríquez Ureña con el ideario de Rodó, ni mucho menos elaborar juicios tajantes e incuestionables.

19Sobre la historia de las ideas de hispanidad e hispanoamericanismo, con particular énfasis en el contexto mexicano, véase Granados García 2010.

20Sobre la actitud de estos intelectuales españoles ante el carácter latino, hispánico o anglosajón de América, además del prólogo a la segunda edición de Ariel a cargo de Alas 1900, pueden consultarse Altamira 1900 y Unamuno 1907. Estas indicaciones bibliográficas representan sólo el punto de partida en el análisis de este tema medular en la historia intelectual del orbe hispánico. Para ahondar en su estudio, remito a los textos que se señalan en García Morales 1992a, p. 71, n. 4. En concreto, respecto a la polémica de Miguel de Unamuno sobre la hegemonía cultural de Francia en América Latina, véase Jiménez Aguirre 2010, pp. 55-57.

21Tomando como ejemplo cuanto afirma Arcadio Díaz Quiñones (2006, pp. 180-182) sobre estos problemas, el propósito de este trabajo no es poner en tela de juicio a Henríquez Ureña desde una perspectiva teórica poscolonial. Para un estudio más amplio sobre tales asuntos, véanse los textos que señala Díaz Quiñones 2006, p. 182, n. 30.

22La intención de esta referencia a Juan Ruiz de Alarcón no es elogiar ni criticar la tesis de Henríquez Ureña sobre la supuesta mexicanidad del dramaturgo. Para profundizar en este tema, remito a Alatorre 1964.

23Después de su segunda experiencia en México (1921-1924), durante la cual fue colaborador de José Vasconcelos, en el verano de 1924 Henríquez Ureña, su esposa Isabel Lombardo Toledano y su hija mayor Natacha se mudaron a Argentina. Esta primera etapa rioplatense terminó en diciembre de 1931, cuando regresó a República Dominicana para asumir el cargo de Superintendente General de Enseñanza, en lugar de su hermano Max, quien había sido nombrado canciller en el gobierno de Trujillo. Las limitaciones a los principios de libertad y justicia que el dictador impuso a la reforma universitaria a cargo de Pedro Henríquez Ureña frustraron la ilusión de poder vivir en su patria y de concluir así un destierro que parecía infinito. Luego de una breve estancia en París, donde visitó a su padre, en agosto de 1933 decidió regresar a Buenos Aires.

24Según Miguel D. Mena (en P. Henríquez Ureña 2015, p. 204), los apuntes de esta clase se publicaron por primera vez en México en Cursos y Conferencias (año 1, núm. 1, julio de 1931). Como afirma Jorge Tena Reyes (2016, p. 365), “Clásicos de América” no fue sólo el título de un curso académico, sino el proyecto más extenso de realizar una colección de autores latinoamericanos con el editor Pedro Sainz Rodríguez, representante en Buenos Aires de la Compañía Iberoamericana de Publicaciones (CIAP). Aunque la colección no logró publicarse, cabe señalar que Henríquez Ureña pidió a Alfonso Reyes que colaborara en tal proyecto. En su carta del 23 de agosto de 1930, puede consultarse la lista de los treinta y seis autores seleccionados que el dominicano le propuso y entre los cuales aparece José Enrique Rodó. Véase Henríquez Ureña y Reyes 1983, pp. 408-412.

25El 5 de diciembre de 1907, Bernardo Reyes contestó a la solicitud de estos signatarios de la siguiente forma: “Ayer recibí la carta de Uds. fecha 20 del próximo pasado, en que me expresan su deseo de que los ayude para efectuar la reimpresión de la obra escrita por José Enrique Rodó, con el título «Ariel», acompañándome, para que sirva de original, varios números de «Cuba Literaria», en que se dio a la estampa; y tomando en cuenta el simpático objeto de propaganda de arte, que entraña semejante reimpresión, desde luego dispongo lo necesario para el caso, en el concepto de que se tirarán quinientos ejemplares de la obra”. Esta misiva se conserva entre las cartas de Pedro Henríquez Ureña (1903-1946), del Fondo Bernardo Vega, que se atesoran en el Archivo General de la Nación, en Santo Domingo (Caja 2 con número de signatura 516803).

Recibido: 28 de Agosto de 2019; Aprobado: 29 de Abril de 2022

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