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Nueva revista de filología hispánica

versión On-line ISSN 2448-6558versión impresa ISSN 0185-0121

Nueva rev. filol. hisp. vol.71 no.1 Ciudad de México ene./jun. 2023  Epub 20-Feb-2023

https://doi.org/10.24201/nrfh.v71i1.3848 

Reseñas

Jessica C. Locke, Ana Castaño y Jorge Gutiérrez Reyna (coords.), Historia de las literaturas en México. Siglos XVI al XVIII. El primer siglo de las letras novohispanas (1519-1624). Vol. 1, ts. 1 y 2. Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2021; xlv + 949 pp.

David Sánchez-Sánchez1 
http://orcid.org/0000-0002-7961-3621

Noé Blancas-Blancas2 
http://orcid.org/0000-0003-3191-8108

1UPAEP, Universidad david.sanchez@upaep.mx, noe.blancas@upaep.mx

Locke, Jessica C.; Castaño, Ana; Gutiérrez Reyna, Jorge. Historia de las literaturas en México. Siglos XVI al XVIII. El primer siglo de las letras novohispanas (1519-1624). v. 1, ts. 1 y 2., Universidad Nacional Autónoma de México, México: 2021. p. xlv+-949,


Esta obra constituye uno de los aportes más lúcidos y completos a una de las disciplinas que, si bien han sido atendidas por la crítica, aún no han merecido estudio constante e integral. Conformado por dos tomos de paginación corrida, el primer volumen, que se ocupa del primer siglo del período virreinal, presenta las colaboraciones de veintiocho especialistas, quienes sobresalen de manera unánime por contribuir a este proyecto con trabajos sumamente actualizados tanto en la materia que tratan como en la metodología que siguen.

Esbozada ya en el siglo XVIII por Juan José de Eguiara y Eguren, y en el XIX por Beristáin y Souza y por Joaquín García Icazbalceta, la historia de la literatura en México no fue objeto de estudio sistemático ni acuciante hasta el siglo XX, con José Toribio Medina, Francisco Pimentel, José María Vigil, Marcelino Menéndez Pelayo, Julio Jiménez Rueda, Carlos González Peña, Alfonso Méndez Plancarte, Alfonso Reyes, José Pascual Buxó y Beatriz Garza Cuarón.

En el siglo XXI, este primer tomo ofrece un estado de la cuestión “de lo que hoy se considera como literatura novohispana” tanto para el “curioso lector” como para el “especialista” (p. xxxv), y organiza los trabajos en cinco apartados: “Materialidades y soportes. El libro y la imprenta”; “A vista de pájaro. Panoramas literarios”; “Confluencias. Las lenguas y las culturas del Viejo y el Nuevo Mundo”; “La presencia del neolatín. Filosofía, teología y literatura académica”, y “Consolidación de la literatura novohispana en español”.

Marina Garone Gravier, en “Imprenta y libro antiguo. Consideraciones para el estudio material de la literatura novohispana” (pp. 3-39), ofrece un resumen “de la estructura, funcionamiento y condiciones laborales del taller de imprenta” (p. 33) -la primera fue la de Juan Pablos, instaurada en 1539-; describe detalladamente los muebles e instrumentos: la prensa, la galera, el componedor, la caja y platina, las ramas, las mesas o chibaletes, las balas o tampones; el papel y la tinta: calidades, procedencias, formas de mercantilización. Asimismo, lo concerniente a la tipografía y el grabado: los tipos móviles, el molde, lo estilos tipográficos -el gótico rotundo fue el primero y el único, hasta la llegada de Antonio de Espinosa, quien incorporó los tipos romanos y cursivos-, las técnicas de las imágenes, y el formato, diseño de página, portada y el texto propiamente dicho.

En “Mercaderes de libros en la Nueva España. Comercio, censura y privilegio en el siglo XVI” (pp. 41-73), Olivia Moreno Gamboa advierte que el tráfico de libros fue más importante que la imprenta. Gracias al privilegio o monopolio concedido a su familia de Sevilla, Juan Cromberger envió a Juan Pablos a América; pero al expirar tal privilegio, se incorporaron al negocio Esteban Franco y Diego Agúndez, y Antonio de Espinosa, fundidor de letras de Juan Pablos. La Reforma protestante y el alumbradismo en Castilla provocaron que la Corona y la Iglesia, por medio de la Inquisición, tuvieran mayor control del libro y sus alcances. Moreno ilustra tal dominio de las autoridades con dos casos de censura: el del comerciante Alonso de Castilla y el de Benito Boyer por la venta de 197 biblias prohibidas.

Sobre las obras prehispánicas hay dos capítulos. En “Las letras nahuas. Naturaleza y tipología de sus fuentes” (pp. 77-123), Salvador Reyes Equiguas analiza los códices Xolotl, Aubin y Mendoza, y la Crónica mexicayotl, entre cuyos procedimientos sobresalen el difrasismo, el paralelismo, los estribillos y las palabras broche -ya estudiados por Ángel María Garibay-, así como la versificación, todo lo cual sirve de fundamento para establecer los criterios de su clasificación. Concluye recordando que hoy sólo contamos con la reconstrucción hecha por frailes españoles y nahuas latinizados: escritura alfabética que no pudo reproducir “el contexto ritual y musical que acompañaba a los cantos”, la oralidad, los gestos, ni la danza.

En “La literatura maya. Voces y perspectivas” (pp. 125-165), Michela Craveri se encarga de analizar el Popol Vuh, redactado en la segunda mitad del siglo XVI. Craveri destaca su carácter oral, así como la presencia de parataxis, fórmulas, repetición de conceptos y recursos fonéticos -rima, anáfora, paranomasia, quiasmos, onomatopeyas-, dentro del modelo básico de repetición con variación, y el uso del difrasismo. Asimismo, no deja de reconocer que el probable motivo originario de la obra haya sido la “probanza de linaje y méritos” (p. 144). Por su retórica, su “refinado simbolismo”, su “estilo poético sagrado” vinculado a la oralidad, asegura Craveri, el Popol Vuh, lo mismo que otros textos mayas, es un “libro para ver”: medio de conocimiento y de afirmación cultural (p. 158).

Tras un recuento de los indígenas que aprendieron y escribieron en latín, Andrés Íñigo Silva, en “La literatura neolatina del siglo XVI en la Nueva España” (pp. 167-209), hace el registro de los evangelizadores que escribieron en esta lengua: Vasco de Quiroga, Pedro de Gante, Cristóbal Cabrera, Maturino Gilberti, Francisco Cervantes de Salazar, Francisco Bravo, entre otros. De las 131 obras impresas en México entre 1539 -cuando se fundó la primera imprenta- y 1600, afirma, 40 estaban en latín.

Poesía, teatro, prosa, épica y crónica son los géneros en que se organizan los siguientes estudios. En “La poesía en el primer siglo del virreinato. ¿Una nueva lengua poética?” (pp. 211-243), Martha Lilia Tenorio, en su escrupuloso recorrido por la producción poética, plantea una cuestión central: ¿cómo “hablar de la poesía novohispana como poesía mexicana” (p. 241)? En la de Juan de la Cueva, observa, sólo hallamos neologismos, e indigenismos en la de Eugenio de Salazar; aunque éste, como Bernardo de Balbuena, crea “un nuevo espacio poético” a partir del espacio de la Nueva España. Tenorio da cuenta de la “lírica comprometida”: producciones para certámenes y ocasiones como el túmulo en honor a la muerte de Carlos V y las fiestas de los jesuitas. Se centra luego en los tres poetas ya mencionados: Juan de la Cueva, quien propone una nueva lengua para describir el Nuevo Mundo; Eugenio de Salazar, en quien Alfonso Méndez Plancarte encuentra “cierto sabor y tono ya mexicanos” (p. 227); y Bernardo de Balbuena, el “primer poeta genuinamente americano” (p. 233), según Marcelino Menéndez Pelayo.

Para su estudio “Teatro y dramaturgia en la Nueva España. Siglo XVI” (pp. 245-277), Octavio Rivera Krakowska sigue la división propuesta por Juan José Arrom: misionero (“evangelizador, catequístico, franciscano, de evangelización o náhuatl”), criollo (“profano o callejero”) y escolar (“jesuita, jesuítico, de colegio, colegial”, p. 245). Representado por jóvenes indígenas, cuya evangelización pretendía, el teatro misionero seguía formas medievales; su género fue el auto, con temas bíblicos, vidas de santos o historias contemporáneas; se tiene noticia de treinta representaciones en el siglo XVI, y se conservan más de diez piezas, la mayor parte del siglo XVIII. En cuanto al teatro criollo, en éste participaban españoles, mestizos e indígenas, e incluso compañías profesionales; sus géneros fueron coloquios, loas y entremeses. Respecto del escolar, los actores eran estudiantes, y sus géneros fueron tragedia, égloga y coloquio.

De los géneros prosaicos se ocupa Camila Pascal García en “La prosa de la Nueva España en el siglo XVI. Reflejo de un encuentro entre dos mundos” (pp. 279-313). Ante la “necesidad de describir el Nuevo Mundo a los europeos”, uno de los géneros más utilizados fue la crónica, que entreteje historia y literatura con la incorporación de lo maravilloso o de “analogías con elementos míticos o legendarios” (p. 280). Pero también se hicieron estudios de lengua (gramáticas y vocabularios), principalmente del náhuatl; asimismo, cartas y relaciones, textos de carácter etnográfico y religioso, libros filosóficos, jurídicos y científicos. El valor de esta prosa novohispana, concluye Pascal García, no es sólo histórico, sino también literario, por cuanto se nutre de las tradiciones renacentista europea e indígena americana, e incorpora “al registro de los hechos una carga estética” (p. 310).

María José Rodilla León, en “Primeros escritos novohispanos. Crónica y épica de la Conquista” (pp. 317-347), estudia la producción de estos dos géneros en América. La crónica, apunta, se clasifica en tres rubros: el que registra el encuentro de las culturas europea y americana (Colón y Las Casas); las “relaciones de colonización” (cosmógrafos y cronistas como Pedro Mártir, Fernández de Oviedo y Cabeza de Vaca); y las crónicas de la Conquista (pp. 317-319). Rodilla se concentra en este último y en la épica. Si los cronistas recurren a “modelos míticos como las Amazonas, la Fuente de la Eterna Juventud, el Dorado el País de la Canela” (p. 319) y tienen como modelos literarios los libros de caballerías, los poetas épicos tienen como rasgo común los reclamos por los méritos de sus antepasados.

En “La salida de Chicomoztoc según la Historia tolteca-chichimeca. Una narración entre la lírica y la épica” (pp. 349-373), María Castañeda de la Paz estudia la obra maestra de la literatura indígena mexicana elaborada por autores anónimos, que cuenta la historia de Cuauhtinchan, donde vivían pueblos nahuas y popolocas. En la primera parte, el documento refiere la salida de tres grupos que vivían en Chimoztoc y su peregrinación hacia Puebla, Cholula, y el valle poblano-tlaxcalteca; en la segunda, se cuenta la historia de Cuauhtinchan hasta 1547. Esta última, afirma Castañeda, muestra “la riqueza de la narrativa mesoamericana”, caracterizada por un elaborado lenguaje “lleno de giros y difrasismos” (p. 350). En cuanto pictografía, la Historia tolteca-chichimeca presenta un sistema semasiográfico que no registra palabras, sino datos mediante imágenes, y resulta una historia “a caballo entre la lírica y la épica” (p. 371).

Miguel León-Portilla ofrece, en “Fray Bernardino de Sahagún” (pp. 375-399), una atractiva y puntual biografía del célebre franciscano. Da cuenta de su patria, de sus primeros años -estudios de Derecho canónico y Teología en Salamanca, ingreso a la orden franciscana-, de su embarcación en 1529 a la Nueva España. Ya aquí, de su labor en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco y con los indios de Huejotzingo; y, tras la epidemia de cocoliztli, en 1545, del registro de los Huehuetlatohlli (1547). La apasionada exposición incluye la obra de Sahagún: su mapa de la Ciudad de México, el Librito sobre hierbas medicinales de los indios (Códice Badiano), los testimonios de los indios sobre la Conquista, los Primeros memoriales de Tepeculco, su Historia general de las cosas de la Nueva España -que seguía corrigiendo a sus noventa y tantos años- y sus Coloquios y doctrina cristiana. Enfatiza León-Portilla el invaluable aporte de su metodología: “La antropología moderna en México comenzó por obra de Bernardino de Sahagún” (p. 398).

En “El Códice Durán” (pp. 401-425), Paloma Vargas Montes analiza la obra del fraile dominico Diego Durán, elaborada con el propósito de extirpar las idolatrías de los indios y lograr su conversión. Efectivamente, Durán hace recuento de los principales dioses nahuas y sus fiestas (Libro de los ritos); del año solar, compuesto por 18 ciclos de 20 días (Calendario antiguo); de la historia del pueblo mexica: la salida de las cuevas de Chicomoztoc, su peregrinación, establecimiento en Tenochtitlan, crecimiento, tlatoanis y presagios de la llegada de los españoles y la Conquista (Historia de las Indias). Vargas Montes destaca también su “método de carácter etnográfico” expresado así por el propio Durán: “Estoy obligado a poner lo que los autores por quien me rijo en esta historia me dicen y escriben y pintan” (p. 414).

Valeria Añón examina, en “Mujeres cronistas en la Nueva España. Cartas, testamentos, procesos inquisitoriales” (pp. 427-449), un panorama de las letras femeninas, trazado “desde una posición donde el nombre propio y lo biográfico tendrán su espacio”. Las cronistas aprovecharon el discurso legal-notarial y judicial-inquisitorial, así como “la retórica y la poética del relato del viaje, que atraviesa cartas de relación, ordenanzas, peticiones y probanzas”, además del género epistolar (p. 429). Añón encuentra en las epístolas, testamentos y actas inquisitoriales una retórica del silencio o silenciamiento, otra del desamparo y del reclamo, y otra del desvío. No deja de mencionar ciertos casos extremos de silencio, como los de Leonor Cortés Moctezuma, Luisa Xicoténcatl, María de Estrada y doña Marina-Malinche.

Enrique Flores se ocupa del célebre descendiente de Nezahualcóyotl, y de su obra, en “Don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, poeta e intérprete. La novela de Nezahualcóyotl” (pp. 451-473). Más “un montaje de escritos” que una compilación biográfica considera Flores la obra Nezahualcóyotl Acolmiztli; “casi como una novela”, rearmada por Edmundo O’Gorman (p. 458). Los subtítulos novelescos (“El padre asesinado”, “El príncipe perseguido”, “El sueño de Tezozómoc”, etc.), las “reescrituras del texto bíblico”, como la matanza de niños por parte de Tezozómoc -asesino del padre de Nezahualcóyotl-, el nacimiento anunciado por los astrólogos, observa Flores, remiten a la literatura caballeresca y al cuento tradicional. Y no deja de mencionar el carácter profético que Alva Ixtlilxóchitl atribuye a los poemas de Nezahualcóyotl, que lo vuelve “un «rey poeta» calcado del David bíblico, al igual que un rey sabio calcado del Salomón hebreo” (p. 470).

Michael K. Schuessler, en “Teatro misionero y pintura mural en la Nueva España” (pp. 475-507), considera que ambas manifestaciones surgen de una “transacción intercultural” palimséstica, propicia para idear representaciones sincréticas, “tanto lingüísticas y plásticas como teológicas y culturales” (p. 478). Schuessler destaca la relación del teatro con la arquitectura “y su ornamentación iconográfica”, proporcionada frecuentemente por la pintura mural. Sobre la existencia de un teatro prehispánico, Schuessler se pronuncia por reformular la discusión mediante la creación de un nuevo “subgénero literario que podría llamarse «proto-drama», «drama-incipiente», «paleo-drama»”, o bien, “performance religioso” (p. 482). Respecto del teatro misionero, considera Schuessler que, aun cuando su propósito es evangelizador y no estético ni recreativo, “comienza a tirar del carro de la comedia” (p. 493), en términos de Alfonso Reyes.

En “El teatro en los colegios jesuitas” (pp. 511-535), Alejandro Arteaga Martínez divide la producción teatral de esta orden religiosa según tres modelos: hagiográfico, eglógico y pedagógico. En el hagiográfico están las tragedias Judith y el Triunfo de los santos, atribuido a Pedro de Morales, así como la Comedia a la gloriosa Magdalena, de Juan de Cigorondo. En el eglógico se ubican la Égloga por la llegada del padre Antonio de Mendoza, Diálogo en la visita de los inquisidores, de Bernardino de Llanos; Coloquio a lo pastoril, Égloga pastoril por el nacimiento del niño Jesús y Égloga del nacimiento, de Juan de Cigorondo. En el pedagógico, hallamos el Adolescente penitente, las Églogas del engaño y la Tragedia intitulada Ocio, de Cigorondo. Éste y Bernardino de Llanos dominan el teatro jesuita, con distintas visiones: Llanos se ciñe al latín y sigue la tradición clásica, mientras que Cigorondo explora el español y la cultura popular.

En “El neolatín mexicano del siglo XVI. Autores fundamentales y panorama de la poesía” (pp. 537-565), José Quiñones menciona los primeros textos en latín: las cartas de fray Pedro de Gante a los frailes de Flandes y la de fray Julián Garcés al papa Paulo III, además de ciertos textos de Juan de Zumárraga y Vasco de Quiroga. En esta nómina descuellan Cristóbal Cabrera, Francisco Cervantes de Salazar y Bernardino de Llanos como los de mayor producción, cuya vida y obra se reseñan detalladamente. Quiñones también identifica tres tipos de fuentes: libros con poemas preliminares, libros que intercalan poemas, y manuscritos. Estas obras, aunque escritas por españoles, son ya americanas, así sea sólo por hablar de nuestras cosas, pues los autores, “siendo realmente ellos, son acaso también nosotros”; en todo caso, concluye Quiñones, “somos nosotros mismos los que nos aceptamos en ellos” (p. 562).

Mauricio Beuchot, en “Literatura filosófica y teológica en la Nueva España” (pp. 567-587), presenta un resumen de estos géneros “muy entreverados”. Del siglo XVI menciona, entre otros, a fray Julián Garcés, fray Juan de Zumárraga y fray Bartolomé de las Casas, “paradigma de la filosofía mexicana y latinoamericana” (p. 569). Del siglo XVII, barroco, hermético y escolástico, a Alonso Guerrero, Diego Marín, Francisco Naranjo, Juan de Palafox, Carlos de Sigüenza y sor Juana. Y, por último, del ilustrado siglo XVIII, a Francisco de Céspedes, Antonio Mancilla, Nicolás Prieto, Pablo Robledo, Francisco Cigala, Diego José Abad, Francisco Javier Alegre y Francisco Javier Clavijero. En teología, sobresale Juan José de Eguiara y Eguren; y entre los que optaron por la modernidad, Miguel Hidalgo y Costilla.

Víctor Manuel Sanchis Amat se ocupa de “Francisco Cervantes de Salazar, cronista de la Nueva España” (pp. 589-610), para dar cuenta de su infancia, sus estudios, su trabajo en el Consejo de Indias y su publicación de los diálogos de Juan Luis Vives, a los que agrega siete suyos. Detalla además la elaboración de la Crónica de la Nueva España: el financiamiento que otorgó el Cabildo desde 1558 hasta 1566, su confiscación y pérdida, y su hallazgo en 1909 por Francisco del Paso y Troncoso. La muerte de Cervantes de Salazar, en medio de la soledad, en noviembre de 1575, afirma Sanchis Amat, habla del destino de los humanistas, “olvidados a la sombra de los grandes protagonistas” (p. 607).

Karl Kohut, en “Las alabanzas tempranas de la Ciudad de México. De Francisco Cervantes de Salazar a Arias de Villalobos” (pp. 613-653), estudia los textos escritos entre 1554 y 1632. La metrópoli aparece emergente en los Diálogos de Francisco Cervantes de Salazar; “híbrida”, en la “Epístola” de Juan de la Cueva; bucólica en la “Descripción de la laguna de México”, de Eugenio de Salazar, y en Siglo de oro en las selvas de Erífile, de Bernardo de Balbuena; letrada, en “Epístola al insigne Fernando de Herrera”, de Salazar; mercantil, en Grandeza mexicana de Balbuena; y criolla, en Canto intitulado Mercurio de Arias de Villalobos. Mientras que su “cara oscura” aparece en Memorial de Gonzalo Gómez de Cervantes; y como materia de la Historia, en la Monarquía indiana de Juan de Torquemada. Todos los autores buscan no la descripción realista, sino el laus urbis, es decir, la alabanza.

De la poesía novohispana del siglo XVI habla Jorge Gutiérrez Reyna en “Flores de varia poesía (1577). Un cancionero entre dos mundos” (pp. 655-693). Este cancionero reúne 359 composiciones; 61 de tema religioso y 298 de tema amoroso, casi todos “bajo el influjo del Canzionere de Francisco de Petrarca”. Entre los autores, peninsulares y novohispanos, encontramos a Gutierre de Cetina, Juan de la Cueva, Fernán González de Eslava, Martín Cortés, Carlos de Sámano y Francisco de Terrazas; sin embargo, también hay gran cantidad de textos anónimos. Gutiérrez Reyna advierte la necesidad de una nueva edición con aparato de notas; pero más importante aún es “dejar de pensar en las Flores de varia poesía como el único cancionero novohispano” (p. 689), pues el estudiarlo como uno de tantos del siglo XVI podría revelarnos finalmente su excepcionalidad.

Margit Frenk, en “La lírica sacra de Fernán González de Eslava” (pp. 695-732), se ocupa del único autor novohispano cuya obra teatral fue impresa; el volumen que contiene sus 16 coloquios espirituales y sacramentales incluye también entremeses, loas y 157 poemas religiosos. Luego de un repaso biográfico, la gran filóloga estudia los temas y recursos, la relación con la fiestas cívicas y religiosas (“la poesía convive con las corridas de toros, las peleas de gallos, el «correr de la sortija», las procesiones engalanadas, la música de chirimías y atabales”, p. 719), y sus formas y géneros (villancicos, romances y ensaladas), que no abundan en metros italianos. Si bien esta poesía “nunca quiso ser más que producción artesanal, compuesta para una música y para una ocasión” (p. 728), advierte Frenk, recupera “una parcela interesante de la cultura novohispana del siglo XVI” (p. 729).

Octavio Rivera Krakowska y Édgar García Valencia se centran en “Música y canto en el teatro criollo. Los Coloquios III y XVI de Fernán González de Eslava” (pp. 733-757). El Coloquio III, dedicado “a la consagración del doctor don Pedro Moya de Contreras, primer inquisidor de esta Nueva España, y arzobispo de esta Santa Iglesia Mexicana”, se representó en el recinto de la Catedral, mientras que el Coloquio XVI, Del bosque divino donde Dios tiene sus aves y animales, debió de componerse para las fiestas del Corpus Christi. En ambos, la música constituye “un elemento que busca profundizar la experiencia espiritual del auditorio”; asimismo, emplean reelaboraciones de la lírica popular española, probablemente para invitar al auditorio a participar con mayor regocijo del acontecimiento teatral, quizá con la idea -atribuida a san Agustín- de que cantar a Dios “implicaba rezar dos veces” (p. 754).

En “Eugenio de Salazar, vida y obra. De la oscuridad del olvido a la luz del canon” (pp. 759-805), Jessica C. Locke estudia el proceso por el cual se ha integrado al canon de las letras novohispanas una obra desconocida aún dos siglos y medio después de la muerte de su autor. Comenta la Silva de poesía en cada una de sus partes: su testamento literario, la serie poética de la primera, los poemas de la segunda (“Descripción de la laguna de México” y “Epístola al insigne Hernando de Herrera”), las “obras de devoción” de la tercera, así como las cinco cartas de la cuarta. Comenta también la Navegación del alma por el discurso de todas las edades del hombre, la Suma del arte de poesía, que no aparece en su testamento legal; y el Manuscrito 22658 de la Biblioteca Nacional de España.

Martín Zulaica López, en “Bernardo de Balbuena. Vida y virtud, obra y fama” (pp. 807-833), aporta nuevos datos del poeta novohispano, prácticamente desconocido hasta 1940, cuando John Van Horne publicó su primera biografía. Aunque la infancia y la juventud de Balbuena son aspectos que en gran medida aún siguen “en penumbra”, Zulaica ha logrado desentrañar el año de su nacimiento: 1563. También ofrece Zulaica lúcidos comentarios sobre Grandeza mexicana, Siglo de oro en las selvas de Erífile y El Bernardo, para cerrar con las convicciones que tenía Balbuena, respecto de la máxima de Ovidio, de que “la fama es la máxima labor del poeta” y, respecto de la de Juvenal, de que “la virtud es la sola y única nobleza” (p. 829).

Partiendo de La Araucana, de Alonso de Ercilla, que introduce el tema americano “en el imaginario poético español”, Rodrigo Cacho Casal se dedica a estudiar “Épica novohispana del siglo XVI. Francisco de Terrazas y Antonio de Saavedra Guzmán” (pp. 835-859). Luego de reseñar los primeros poemas, centrados en la figura de Hernán Cortés, examina las obras de los autores que dan título al artículo: Nuevo Mundo y conquista, y El peregrino indiano, respectivamente. La primera, que nunca llegó a concluirse, insiste en la reivindicación de los criollos descendientes de los conquistadores, que vivían “pobrísimos”: “sin madre, sin socorro y sin abrigo” (p. 842). La segunda, que procura exaltar “la importancia de los héroes y de las armas” (p. 848), se distingue por ser el poema más detallado sobre Cortés en su siglo.

El segundo tomo de este primer volumen cierra con una “Discusión” (pp. 859-874) y una “Cronología” (pp. 877-903). La “Discusión” comprende las respuestas de Concepción Company, Rodrigo Martínez Baracs y Mauro Alberto Mendoza Posadas a las preguntas: “¿La confluencia de diferentes culturas durante los tres siglos virreinales imprimió un carácter propio a la lengua que se habló y a la literatura que se escribió en la Nueva España? ¿Puede hablarse de un impacto ejercido por las lenguas indígenas en la lengua española o viceversa?” Company (pp. 859-865) considera que el español comienza a adquirir mexicanidad en los siglos XVII y XVIII con el uso de indigenismos, diminutivos, posesivos, la subordinación y la disminución del pretérito compuesto. Martínez (pp. 865-970) considera que el influjo de las lenguas indígenas en el español fue moderado, pero enorme el de éste en aquéllas, empezando por “la posibilidad misma de la escritura de textos en lenguas indígenas”. Mendoza (pp. 870-874) advierte que el mundo judicial dejó “las mejores pistas de las influencias mutuas”.

La “Cronología” está dividida en cuatro columnas: “Sucesos políticos, religiosos y sociales”, “Sucesos culturales y artísticos”, “Sucesos literarios” y “Sucesos bibliográficos”, que inicia en 1492, año de la toma de Granada, del edicto de expulsión de los judíos, de la llegada de Colón a América y de la publicación de la Gramática de la lengua castellana de Antonio de Nebrija; y concluye en 1624, año de la publicación de El Bernardo, de Balbuena.

La historia de la literatura mexicana ha tenido que esperar hasta el siglo XXI para una obra de este rigor y envergadura, como lo requiere una producción tan heterogénea como milenaria y de influjo insospechado.

Recibido: 26 de Mayo de 2022; Aprobado: 24 de Junio de 2022

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