Además de gran poeta y narrador, Quevedo fue un filósofo moral, lo que hoy se denominaría un ensayista. Compuso un elevado número de tratados sobre cuestiones morales, políticas y religiosas, determinantes en la configuración de su doctrina literaria y elecciones estilísticas. Escribió Ortega y Gasset (2004, p. 536) que un libro “es lo que un hombre hace cuando tiene un estilo y ve un problema”, y tal aserto sintetiza ese gran libro que escribió Quevedo a lo largo de su existencia. Vivió los últimos días de una cultura clásica, patrística y humanística que, con todo su prestigio, cedía terreno ante un racionalismo metodológico que se iba apoderando, precisamente, de aquellos temas que tanto le interesaron: la muerte, el poder, la historia o la naturaleza de Dios (véase Rey 2015). En conjunto, su pensamiento no fue original, porque partía de unos instrumentos conceptuales que iban perdiendo vigencia en la Europa de sus días, pero tales ideas explican la razón de ser de su obra literaria, singularmente la escrita en prosa. Ésta, extensa y diversa, tiene rincones desconocidos o poco frecuentados incluso para sus especialistas, de manera que existe una desproporción entre la cuantiosa bibliografía que han recibido algunas obras y el silencio dedicado a las restantes. Con cierta frecuencia se ha tratado de deducir la cosmovisión quevedesca desde la lectura de algún título aislado, generalmente alguna pieza narrativa o satírica, sin el necesario complemento de sus tratados, pero la escritura de Quevedo es un todo, diverso y unitario, constituido por múltiples variaciones en torno a algunos temas centrales en la cultura de sus días. Para entender su quehacer conviene tener al alcance de la mano su obra completa.
En 1648, a los tres años de su muerte, se inició la recopilación y edición de sus escritos. En esta fecha se publicaron en Madrid, en la imprenta de Diego Díaz de la Carrera, dos colecciones, independientes entre sí. Por un lado, El Parnaso español con las nueve musas castellanas, primer paso hacia una “poesía completa” de Quevedo, que se amplió en 1670 con Las tres musas últimas castellanas; por otro lado, Enseñanza entretenida y donairosa moralidad, primer paso hacia su “prosa completa”1. En 1671, en Amberes, Cornelio Verdussen publicó las Obras de don Francisco de Quevedo, en cuya portada afirma que “contiene todas sus poesías”. Después de él, ya durante los siglos XVIII y XIX, publicaron la poesía completa quevediana la viuda de Verdussen (Amberes, 1726), Ibarra (Madrid, 1772), Sancha (Madrid, 1791), Juan Pons (Barcelona, 1866), Ramón Pujal (Barcelona, 1869), Garnier Hermanos (Paris, 1884) y Florencio Janer (Madrid, 1877). Fue ésta la primera edición que se podría denominar erudita, porque ofrece un estudio literario, notas explicativas e información sobre fuentes, tal como hicieron en el siglo XX, cada uno con su personal criterio, Luis Astrana Marín, Felicidad Buendía y José Manuel Blecua2.
Las obras en prosa quedaron en manos de otros actores. La mencionada Enseñanza entretenida y donairosa moralidad era una colección incompleta y defectuosa textualmente, surgida de una circunstancia especial en la vida de Quevedo, pero hizo posible que en 1650 el propio Díaz de la Carrera publicase Todas las obras en prosa de Francisco de Quevedo y una Parte segunda de las obras de prosa de Francisco de Quevedo, con algunas versiones diferentes y la adición de diversos títulos ausentes en la Enseñanza de 1648. Esta edición de 1650 fue la base de las de 1658 y 1687 (en Madrid, por Antonio González de Reyes). En 1729 confluyen prosa y poesía en la edición de la Hermandad de San Juan Evangelista, donde seis impresores se repartieron el trabajo: Juan de Zúñiga (primera parte de las obras en prosa), Juan de Ariztia (segunda parte), Antonio Sanz (Vida y obras póstumas), Joseph Rodríguez de Escobar (Política de Dios), Francisco del Hierro (Parnaso) y Alonso Balvás (Las tres musas últimas). El siglo XVIII se cierra con el Quevedo completo, prosa y poesía, de las bellas y cuidadas ediciones de Ibarra y Sancha3.
Entre 1840 y 1851, Basilio Sebastián Castellanos, Vicente Castelló y Antonio Rotondo publicaron la obra completa de Quevedo, en seis tomos, reservado el último para la poesía, de la que no se ofreció exactamente la totalidad. En el sexto y último van incluidas las notas eruditas correspondientes a todas las obras de los volúmenes anteriores, junto con documentos biográficos y bibliográficos de naturaleza diversa y desigual valor. En cierto modo, Castellanos fue el primer anotador de la obra en prosa de Quevedo4. Su labor fue muy modesta, pero debe quedar constancia de su loable propósito de aclarar “la copia de erudición” quevediana, que le parecía inaccesible al lector ordinario (Castellanos et al. 1841, t. 1, p. 84). Con tal fin contextualizó diversos pasajes y anotó algunas voces. Pese a la liviandad de su documentación, debe reconocerse que trató de enriquecer la información sobre Quevedo, a la vez que señaló algunas lagunas o planteó algunas hipótesis merecedoras de más atención.
Aureliano Fernández-Guerra llevó a cabo la primera edición erudita de la prosa completa de Quevedo en dos tomos (1852 y 1859). El de 1852 se abre con una semblanza general de Quevedo, una biografía que mejora las noticias de Tarsia y dos valiosos registros de impresos y de manuscritos, fontes criticae que constituyen la base documental que se iría perfeccionado en años posteriores. En cuanto a los textos, Fernández-Guerra incorporó obras no impresas hasta entonces, tales como Breve compendio del duque de Lerma, Respuesta al manifiesto del duque de Berganza, El martirio pretensor, Epístolas de Séneca traducidas, Grandes anales de quince días, Homilía de la Santísima Trinidad, La rebelión de Barcelona, Lince de Italia, Mundo caduco y Panegírico a la majestad de don Felipe IV. Completó una sucinta editio variorum con algunas notas explicativas, generalmente referidas a datos históricos y fuentes literarias, y dejó de lado (al igual que sus sucesores) lo que parece más urgente y difícil: explicar el complejo lenguaje de Quevedo, sus conceptos, sus peculiares anástrofes, sus cultismos semánticos, sus síntesis de lecturas ajenas, las sinuosidades de su argumentación; en suma, su lengua, no oscura -como la de los cultistas-, pero sí difícil. En 1897 emprendió la publicación de las Obras completas de Quevedo, prosa y verso esta vez, a cargo de la Sociedad de Bibliófilos Andaluces. El tomo primero, destinado exclusivamente a una actualización del aparato documental de 1852 y 1859, se cierra con un apéndice de notas y adiciones de Menéndez Pelayo, en tanto que el segundo y el tercero, inconcluso éste, están dedicados a la poesía, en un claro intento de contrarrestar la edición que Florencio Janer publicó en 1877 dentro de la Biblioteca de Autores Españoles. La muerte impidió a Fernández-Guerra llevar a cabo su nuevo plan.
En 1928 la casa editorial Aguilar abrió su bella colección Obras eternas, en papel biblia y encuadernación en piel, para divulgar a importantes autores de la literatura universal, comentados por personalidades de la erudición española, algo así como la versión española de la Bibliothèque de la Pléiade. Tal vez la imperfecta circulación de los libros de la Biblioteca de Autores Españoles y su anticuado formato, además del renacido interés por la obra de Francisco de Quevedo, animaron a incluir a éste en una biblioteca de obras completas. Se encomendó la tarea a Luis Astrana Marín, quien en 1930 había dado a conocer su traducción de las Obras completas de Shakespeare (cf. Montero Reguera 2006). La elección era acertada en la medida en que el notorio ensayista y narrador, dueño ya de una variadísima bibliografía, era el más amplio conocedor de la vida y obra de Quevedo, como demuestran los títulos que publicaría con posterioridad: El gran señor de la Torre de Juan Abad. Relaciones de la vida de Quevedo (1939), Ideario de don Francisco de Quevedo (1942), La vida turbulenta de Quevedo (1945), Epistolario completo de la vida de Quevedo y Villegas (1946).
Astrana dedicó a la prosa el volumen primero (1 618 páginas en letra comprimida) y el segundo a la poesía (1 579 páginas), y colocó al final de éste la documentación bibliográfica relativa a la prosa. En la portada del primer volumen anunció una edición crítica con “más de doscientas producciones inéditas y numerosos documentos y pormenores desconocidos”. A decir verdad, su edición carece del aparato y método de una edición crítica; tampoco aportó la información propia de una edición anotada, dado que sus notas explicativas son muy escasas. Probablemente consideró que su mayor aportación se encontraba en esa extensa relación de documentos inéditos que venían a añadirse a los de Fernández-Guerra, cuyos papeles debió de haber heredado. El valor de sus hallazgos documentales es menor del que pregonó, pero en modo alguno desdeñable, por lo que debe reconocerse que contribuyó decisivamente a la difusión de la obra de Quevedo cuando su estudio no recibía la atención necesaria. Astrana completó los apéndices de Fernández-Guerra, y amplió así la base de datos, rescatando del olvido diversas cartas, obras en prosa y poemas. Su contribución es la propia de un erudito demasiado prolífico, asistemático y solitario, que trabajó con un método basado más en el acarreo de informaciones que en su paciente escrutinio. Fue un buen conocedor de la obra de Quevedo -con una visión más amplia que otros en aquel momento-, de manera que no merece los dicterios que recibió después por parte de investigadores formados en otra época y contexto. En cierto modo sirvió de puente entre Fernández-Guerra y la erudición universitaria de la segunda mitad del siglo XX. Piénsese, por ejemplo, que las ediciones de la obra poética a cargo de Blecua, o la del Buscón a cargo de Lázaro Carreter, parten de él en más de un aspecto. Astrana, pues, forma parte de esa cadena del saber y merece reconocimiento por sus hallazgos y aportaciones e, incluso, por algunos errores de apreciación que sirvieron de aviso y orientación a investigadores posteriores.
No conocemos el motivo por el cual la editorial Aguilar, que había reimpreso el texto de Astrana en 1946, renunció a seguir haciéndolo y encomendó a Felicidad Buendía unas nuevas Obras completas en 1958 que aportaron muy pocas novedades, sin que tal juicio suponga descalificar completamente la labor de dicha editora, que acertó a corregir algunas decisiones equivocadas de su predecesor. En la medida en que la edición de Buendía se hizo más accesible en las librerías y en las bibliotecas fue desplazando a la de Astrana, tal como éste había hecho con la de Fernández-Guerra. En las referencias bibliográficas de los estudios quevedianos publicados a lo largo del siglo XX se comprueba que los tres editores mencionados se fueron sucediendo en el favor de los estudiosos sin que eso implicara un cambio con respecto al siglo XIX. En cierto modo, pues, el Quevedo del siglo XX fue, directa o indirectamente, el que plasmó FernándezGuerra. Escasas obras, singularmente el Buscón y los Sueños5, quedaron al margen de tal tendencia. Aunque los estudios sobre Quevedo experimentaron un apreciable auge durante la segunda mitad del siglo XX, apenas se extendieron a la edición y anotación de sus textos, que quedaron detenidos en el tiempo. Pocas obras en prosa de Quevedo recibieron un tratamiento acorde con la categoría del escritor, cuya versatilidad literaria y complejidad ideológica sólo se capta yendo más allá de sus títulos más celebrados, los cuales, en un elemental cómputo de páginas, no superan el treinta por cien de la producción quevediana.
Al no ser posible repetir en solitario la edición de una obra tan amplia y compleja, se hizo evidente que sólo el trabajo en equipo podía acometer semejante tarea. Lo llevó a cabo el grupo de investigación “Francisco de Quevedo” de la Universidad de Santiago de Compostela, mediante su proyecto titulado “Edición y anotación de la obra de Quevedo” (http://www.usc.es/quevedo/). La editorial Castalia, en cuyo catálogo figuran diversos estudios de renombre sobre distintos aspectos de la obra quevediana, asumió también el reto de poner al alcance de los lectores unas Obras completas en prosa a la altura del siglo XXI, en textos reproducidos con criterios ecdóticos adecuados y exhaustivamente anotados. Ese objetivo se alcanzó en octubre de 2020 con la publicación del volumen octavo y último, que cerró un ciclo iniciado en 2003.
Los ocho volúmenes están organizados según un sencillo criterio temático, no del todo coincidente con el de publicaciones anteriores, y ocupan más de siete mil páginas. Contienen ochenta y un obras (y otras seis de atribución dudosa), de variable extensión y complejidad. Las ediciones de los textos son críticas y anotadas. En cuanto críticas se basan en la recensión de los testimonios existentes y el escrutinio de las lecturas variantes, con el fin de determinar la voluntad final del autor; en cuanto anotadas, pretenden explicar las dificultades lingüísticas, las alusiones literarias y las referencias de carácter histórico. El conjunto se ofrece como un todo coherente, con numerosas referencias internas de unas obras a otras, no como una agregación de contribuciones aisladas, de manera que la prosa quevediana se muestra como un gran libro, plural y unitario a la vez.
Esa cohesión se plasma en una estructura mantenida de modo uniforme: 1) cada volumen se abre con un extenso estudio literario, que pretende recoger el más reciente estado de la cuestión en materia de bibliografía crítica, a la vez que trata de contextualizar el pensamiento de Quevedo en las corrientes ideológicas de su tiempo, y de superar lecturas anacrónicas; 2) cada una de las obras editadas va precedida por un estudio textual en el que se plantean, por este orden, las cuestiones relativas a autoría, fecha de redacción, recensión y método editorial seguido; 3) el texto crítico, con notas explicativas a pie de página, se completa al final con una relación de las fuentes utilizadas en la recensión y el pertinente aparato de variantes; 4) por último, como apéndices generales del volumen, vienen un índice de las voces y conceptos anotados así como la pertinente bibliografía crítica.
Con respecto a obras completas anteriores, la edición que ahora comentamos descarta las atribuciones incorrectas (por ejemplo, Migajas sentenciosas, La sombra de Mos de la Forza, Relación en que se declaran las trazas con que Francia he pretendido inquietar), añade textos entonces desconocidos (Execración por la fe católica) y ofrece otras según nuevos manuscritos (Consideraciones sobre el Testamento nuevo, Al Padre Juan de Pineda). También es novedosa la separación de obras incorrectamente agrupadas como una sola. De este modo se presentan diferenciadas Virtud militante contra las cuatro pestes del mundo y Las cuatro fantasmas de la vida: Homilía de la santísima Trinidad y Homilía a la santísima Trinidad; Providencia de Dios y Que hay Dios y providencia divina. Obviamente las ediciones parciales de algunos títulos se han tenido en cuenta y han constituido una aportación interesante. Pero hecha tal aclaración es evidente que son muchas las obras que por primera vez se editan críticamente y/o se anotan filológicamente. Entre otros títulos cabe recordar, además de los que se acaban de mencionar, Política de Dios, Marco Bruto, La constancia y paciencia del santo Job, La caída para levantarse, Lo que pretendió el Espíritu Santo con el Libro de la sabiduría y otros cuya mención sería prolija. Son reseñables también algunas ediciones críticas y anotadas que actualizan investigaciones precedentes, como sucede con las recientes de España defendida o La caída para levantarse, por citar solamente dos casos.
Estas nuevas obras completas, además de ofrecer textos más seguros y mejor interpretados, abren la puerta a investigaciones adicionales. Por ejemplo, la exhaustiva bibliografía de las fuentes manuscritas e impresas de los siglos XVII-XIX, con la mención de las bibliotecas que las custodian, permitirá conocer el entorno geográfico y económico en el cual se difundió la obra de Quevedo, es decir, una especie de sociología de sus lectores. En este sentido aparecen datos que no estaban presentes en las ediciones de investigadores anteriores. Asimismo, gracias a estas obras completas, ya será posible un nuevo vocabulario de Quevedo, que actualice el benemérito pero limitado trabajo que en 1957 llevó a cabo Fernández Gómez, el cual se complementaría con los Índices de la poesía de Quevedo publicados en 1993 por Fernández Mosquera y Azaustre. También, con estos nuevos textos, hay una base más segura para concordancias de palabras y listados de voces anotadas, del mismo modo que una adecuada digitalización permitirá sintetizar y clasificar los principales paradigmas sintácticos empleados por Quevedo, lo cual constituiría una notable aportación para la sintaxis histórica, precisamente en el momento en que se elabora el tan ansiado diccionario histórico del español.