En su magnífica conferencia plenaria para el IV Congreso Internacional del GEF (el Grupo de Estudios sobre lo Fantástico, residente en la Universidad Autónoma de Barcelona), Meri Torras trasladaba provocativamente dos décadas de ininterrumpida reflexión sobre cuerpo y textualidad a un ámbito aparentemente impropio y heterogéneo -precisamente el de las visiones etéreas, las insinuaciones inmateriales, las amenazas ingrávidas- preguntándose alusiva: “¿Hay un cuerpo en este corpus?”1. Sin duda lo hay en los cuentos fantásticos de Julio Cortázar, según la estudiosa responsable de la investigación que aquí reseñamos, quien hace girar alrededor de la percepción concreta de una corporeidad sensible la bisagra que separa el gótico en el Río de la Plata2 salido del taller literario del Gran Cronopio de la clásica ghost story decimonónica.
A primera vista, el libro más reciente de Margherita Cannavacciuolo podría parecer un ejercicio erudito, una de esas operaciones académicas perfectamente cerradas, formalmente irreprochables3, que se encaprichan con un tema, un método, una postura crítica -que se ha puesto de moda por interceptar el Zeitgeist-, y los convierten en passepartout universales, útiles para forzar cualquier cerrojo, descontextualizando hacia atrás, paseando palabras clave estudiadamente inéditas o preocupaciones filosóficas insospechadas por recintos textuales que las reciben atónitos e inermes, como se haría ante un aterrizaje alienígena. Nunca está de más, me parece, hurgar allí donde todo aparentemente funciona -todo, excepto el sentimiento del texto, la empatía del “lector viejo”, el diálogo con quien escribe y el respeto de ese algo cada vez más demodé en la crítica contemporánea, que en otra época dio en llamarse intentio auctoris-, sin miedo a descompaginar tantos “buenos servicios”, desarreglar el ritual interpretativo, descomponer la simetría perfecta del juego de té alterando el delicado equilibrio de sus relaciones4 en pos de alertar sobre el peligro mortal de tantas intervenciones frías, solventemente burocráticas, que, con las mejores de las intenciones posibles, dejan una obra, un corpus, hechos “fiambre”: exquisitos cadáveres desalmados con habilidad de expertos en una mesa de disección. Y, sin embargo, a pesar de que tal vez puedan caber algunas dudas acerca de la efectiva centralidad de la reflexión sobre el cuerpo en la visión del mundo y en la poética de un surrealista de primera y segunda hora, obsesionado más bien con la psique y sus trastornos, con el inconsciente y sus inesperados alcances, como Julio Cortázar, el riesgo al que nos referimos no amenaza por suerte el trabajo sensible y luminoso de la autora de este libro: su propuesta, diríase, de una antropología del corpus fantástico cortazariano, que concilia admirablemente paradigmas imprevistos, es decir entrelaza la teoría del más huidizo y cambiante entre los géneros literarios -¿el más impalpable e incorpóreo?- con la fenomenología de la percepción de Merleau Ponty, y, más adelante, con el corporeal turn que, tras afectar como verdadero boom los estudios socioantropológicos en los años ochenta del siglo pasado, entroncando con el desenmascaramiento filosófico de la historia cultural del cuerpo y su reivindicación como lugar político de la resistencia a los discursos del poder (Foucault, la tercera ola feminista, lo queer…), actualmente sitúa los libros de David Le Breton en el estante de los best sellers de aeropuerto, hace saltar las chispas de la interpretación verdadera, dando lugar a una lectura no traicionera y, a la vez, muy original de todo un clásico literario del siglo XX.
Tratando de sintetizar los principales méritos del presente volumen, destacaría tres. En cuanto al primero, cabe señalar que, en contraste con muchas investigaciones parecidas que se centran en un elemento temático catalizador -en este caso la representación del cuerpo, su compleja, multiforme, ambigua “producción” sintomática activada por el advenimiento de lo extraño, su irreductibilidad última a las estrecheces del discurso ordenador que sirve de gatillo para la desposesión fantástica- y saquean el texto como un repertorio o una base de datos útiles para sacar conclusiones previstas de antemano en la teoría, el enfoque culturalista y el demonio teorizador ceden el paso aquí, como decíamos, a la escucha activa de la voz de Cortázar, tanto que, incluso por encima de la ganzúa temática escogida -con todo, sorprendentemente “cómplice” para estudiar una escritura que, diríase, no trasuda precisamente presencia, es más letra (juego, urdimbre, trampa retórica, “metáfora sin referente”) que carne5-, el de Margherita Cannavacciuolo funciona en primera instancia como un buen libro sobre Julio Cortázar, tradicional en el mejor de los sentidos posibles, un estudio monográfico que, como señala Rafael Olea Franco en su prólogo, trata su obra “como un todo integral” (p. 12), un organismo vivo dispuesto a abrirse y a revelarse en el diálogo intertextual realmente contagioso que la estudiosa constantemente provoca entre sus diferentes partes con el propósito de que se iluminen mutuamente -como, por ejemplo, cuando proyecta o hace colapsar en el análisis de un cuento archicanónico el recuerdo o el presagio de uno de los inéditos primerizos de La otra orilla, o cuando trae a colación a Oliveira y su pasión desaforada, su amour fou, felizmente a deshora por los caminos más evanescentes y las desencarnadas trayectorias de una arquitectura fantástica menor con el intento de dar aún más cuerpo a esos fantasmas…6
El segundo elemento destacable reside en el hecho de considerar “el cuerpo del personaje como punto de arranque de los mecanismos narrativos en los que la transgresión fantástica se articula” (pp. 19-20) -precisamente el cuerpo, misteriosa complejidad agenciada, no ya la Razón, ese fetiche obsoleto y tambaleante, convencionalmente universal y desprovisto de cualquier morada concreta-, más en general y más allá de Cortázar, abre potencialmente una brecha -por la que se insinúa la posibilidad de una perspectiva inédita- en los estancados eternos retornos de una teoría del género (o del modo), cuya cambiante vitalidad narrativa, cuyo sorprendente comportamiento de cadáver viviente (y retornante) que resiste con tenacidad a lo largo de todo el siglo XX (sin olvidarnos de la más estricta contemporaneidad)7 a su consunción (la profecía de agotamiento pronunciada por Todorov), no siempre ha ido acompañada por una revisión igual de precisa y persuasiva de los instrumentos analíticos utilizados8. Lo que en cambio noto aquí es una pronunciadísima vocación teórica: el ambicioso avance de un modo diferente de leer literatura fantástica que merecerá la pena seguir explorando, para emprender sin titubeos la vía de la abstracción, de la especulación sobre el código, para liberarse de las amarras de las poéticas individuales, de la necesidad de verificar la sensibilidad concreta hacia el cuerpo de determinado autor, y para interrogar directamente a partir del prisma de la corporeidad el sistema de convenciones, repeticiones y variaciones que pone en marcha la escritura de lo uncanny -¿la de todas las épocas?, me pregunto en este sentido, ¿o, más bien, la de determinada época?
De hecho, si como aciertan Meri Torras y Noemí Acedo, “el cuerpo ha sido uno de los mayores puntos ciegos de la cultura occidental: subsidiario, derivado, superfluo y hasta engañoso, peligroso y perverso”, y “su lugar ha sido siempre el del otro, contrario y complementario de la razón, el alma y el intelecto”9, su función en el pacto societario que funda nuestra ontología de lo real, paradoja de las paradojas, no se aleja mucho del del “fantasma” (el elemento del disturbio que tensa la percepción reconfortante de nuestros confines con la sospecha de un imprevisto al acecho) en el mecanismo fantástico, de manera que su reivindicación, el estudio puntual de sus comportamientos literarios específicos -ambivalentemente, tan nuestros y tan ajenos: propósitos firmes, gestos de conservación y rituales aprendidos gobernados por la autoridad de una conciencia-vigía individual o colectiva; o bien espontáneos, inerciales automatismos, incontrolables misterios naturales en los que asistimos impotentes a la vulneración de nuestro paradigma y aprendemos a reconocernos en la excepción a una norma imposible- apela directamente al meollo filosófico de todas las escrituras del terror, activando su instintivo potencial entrópico y deconstruccionista. Más en profundidad, la del cuerpo que nos afantasma -como cómplice de una experiencia de extrañamiento que nos pone al desnudo, vehículo temprano de la intuición de otredad que vuelve inconsistente la ficción de seguridad que impropiamente nos contiene- es una metáfora poderosa, pues el traslado al ámbito fantástico de la reflexión cultural que ha convertido el cuerpo en oscuro y necesario detonador de la implosión de la categoría del sujeto en la episteme occidental produce fantasmas irreparables, sintomáticamente encarnados, que traen la dura ley de la indistinción a nuestra propia morada, de modo que provocan una fusión entre lo propio y lo ajeno, lo interno y lo externo, y vuelven así caduca toda dicotomía de separación entre mundos ya no enfrentados, sino perfectamente colapsados el uno sobre el otro, con el cuerpo-prodigio en el lugar intersticial del otro, el mismo: por esa vía, con gran productividad, me parece, la aplicación de la noción fenomenológica del cuerpo doble10 -(ni) contenedor (ni) contenido de una sustancia identitaria irremediablemente relacional para Merleau Ponty y sus secuaces- desplaza el énfasis inquietante que caracteriza lo fantástico de una metafísica de lo sobrenatural a una física de lo extraño y provisional.
En el libro de Margherita Cannavacciuolo el cuerpo se hace elemento fantástico ideal, base para una nueva gramática del género, perfecto emblema de sus contradicciones inherentes (y vitales). Parafraseando a Nancy (Corpus, Arena Libros, Madrid, 2010, p. 18), es límite, “fractura e intersección del extraño en el continuum del sentido”: nuestro asomo a lo desconocido, un diafragma ambivalente que, a la vez, nos separa y nos abre, vulnerables, a una relación de peligrosa contigüidad con lo otro del mundo11, el umbral donde empezamos a dejar de ser totalmente domésticos, la frontera que nos diluye osmóticamente hacia afuera, sin que, por lo demás, acabemos del todo de perder el pie, sin que dejemos de ser totalmente nosotros. ¿De quién o qué cosa es entonces realmente cómplice este objeto intersticial, “tercer término entre realidad e irrealidad” que, “al participar a ambos órdenes ontológicos” (p. 21), más que cuerpo propio, es cuerpo intermedio que favorece la “continuidad de los parques”? ¿Su trabajo ambiguo, que podríamos asociar, alternativamente, al de un guardia-atalaya que vigila nuestras fronteras para alertarnos acerca del peligro con toda una producción reactiva más o menos disponible al diagnóstico y al de un saboteador deseoso y arrojadizo, tendrá que contar como expresión del yo o del otro? Sugestivamente, la investigación que aquí se lleva a cabo vuelve ociosa la pregunta, al reconocer en los sentidos, que es por donde nos entran las imágenes del mundo (o el mundo, más o menos arbitrariamente, se vuelve imagen), la base natural para esa “intención extraña”, ese sentir intermedio, dislocado e incómodo -ese sentimiento de no estar del todo-, en el que nos recuperamos al descolonizarnos del principio de autoridad unívoco del yo, lo que hace coincidir el cuerpo, el cuerpo-herida que tenemos (o mejor, somos) y constantemente nos sorprende con los síntomas maravillosos de la imposibilidad de inteligirnos y dominarnos -la “intencionalidad corporal” que pone en jaque a la res cogitans e impone “su saber escondido y contrario a la conciencia” (p. 236)- con una somatización difusa -y una puesta al día pospsicoanalítica- de la anarquía inmaterial del subconsciente.
¿Tendrá entonces que centrarse en el cuerpo y hacer hincapié en su contradictoria sabiduría la defensa de ese “humanismo integrado” que, escuchando su época, en un par de artículos fechados en 194912, Cortázar cifra en el punto de articulación posible entre surrealismo y existencialismo, en ese lugar metamórfico y cargado de futuro de la historia de la cultura donde el evanescente ligado irracionalista del primero se encuentra con la base material (y materialista) del segundo?
El tercer y último aspecto que quiero poner de relieve tiene que ver con el sitio en el que este libro coloca al escritor de Rayuela para (re)significar, de alguna forma, su herencia. Al explotar magistralmente “la relación contradictoria que el sujeto” -el personaje cortazariano- desarrolla “con su cuerpo” (p. 43), la estudiosa no sólo consigue dar cuenta de una versión de la escritura fantástica profundamente enraizada en lo cotidiano luego de hallar precisamente en el uso de la corporeidad el amarradero concreto para tantas impresiones encontradas que, desde las lecturas más tempranas, no dejan de apuntar a la envergadura “naturalista” de sus visiones contrastando su ordinariez táctil y matérica con el ejemplo del otro gran fantástico del canon porteño (¿cómo olvidar, entre otros casos, a esos conejitos expulsos como bolas de pelusa?), sino que también sienta las bases para lo que definiría una ‘política del cuerpo cortazariano’, muy propiamente una política de los cuerpos no alineados ni normativos, contradictorios y “en contra” (el cuerpo torturado de la artista callejera en “Graffiti”, el incompleto de la nena en “Satarsa”, el monstruoso e invisible del acompañante del narrador en “Después del almuerzo”, el letárgico de Mecha en “Pesadillas”…), según una tendencia que reverbera con fuerza en las ultimísimas generaciones de escritores y escritoras de lo insólito.
Si en todos los casos mencionados -la casi totalidad de ellos proveniente, no por casualidad, de la producción del Cortázar más militante, el de los años setenta y ochenta- “la ficción fantástica actúa como desestabilizador de historias constituidas y revelador de historias reprimidas” (como señala Cannavacciuolo parafraseando a Sylvia Molloy, p. 234), tenemos aquí un ejemplo fehaciente de cómo la suspensión de la autoridad del principio de realidad (que, como es obvio, constituye el punto de partida de todo discurso fantástico) pueda servir de vehículo para la contestación de ese régimen de control societario que impone a los cuerpos modelos, ritos y hábitos de identificación inderogables: hablando en palabras que no podrían sonar más actuales para la crítica cultural contemporánea, para hacer chirriar la legitimidad del poder biopolítico.
En suma, por entre las páginas de este libro se asoma la silueta alargada de un Cortázar agudamente contemporáneo, precursor, tal vez imprevisto, de ciertos fantasmas muy característicos de las experimentaciones más actuales con el código (de Mariana Enríquez a Samanta Schweblin, pasando por Claudia Hernández y Giovanna Rivero, entre muchos otros) donde prima la permeabilidad interdiscursiva entre una escritura especulativa que, de una forma cada vez más explícita, se hace cargo de las tensiones socioidentitarias de nuestro mundo reivindicando el poder disruptivo de los cuerpos que no cuentan y una literatura de compromiso y presencia cada vez menos asida a la reproducción ordenada (de las máscaras) de lo real.