El de 1927 pasa por ser uno de los anni mirabiles del gongorismo. Pero no más de lo que lo fue el bienio comprendido entre 1612 y 1614, que daría lugar a la redacción del Polifemo y las Soledades; e incluso 1618, fecha en la que Chacón data la Fábula de Píramo y Tisbe (véase Pérez Lasheras 2012). Pues bien, al margen de la efeméride -un punto interesada- del tercer centenario de la muerte del poeta cordobés, conmemorada por (casi todos) los miembros de la “Generación de la amistad” (cf. Lara Garrido 2008; Reyes 2007), el homenaje del Ateneo de Sevilla coincidió con los días en que Reyes (1958, p. 136) empezó a curiosear por el microcosmos de los gongoristas del siglo XVII, esa “pequeña república de los miopes en [la] que cada uno procuraba robarle al otro la «noticia peregrina» o la «alusión recóndita»”1.
No albergamos dudas sobre el papel del “regiomontano universal” a la hora de redimir a aquellos primeros exégetas de los poemas mayores, “por repelentes que sean, o parezcan ser, si queremos entender [a cabalidad los versos de don Luis]” (Romanos 2002, p. 201)2. Y más conspicuo aún se nos antoja que la edición de las Soledades en el haber de Jammes (Góngora 1994) fuera saludada, casi al unísono, por otro de los maestros aztecas del Novecientos, el llorado Antonio Alatorre (1996), y su tocayo e igualmente erudito Antonio Carreira (1998a).
Sin embargo, sus elogios al trabajo del hispanista galo no estorbarían a Alatorre (2000, p. 304), p. 304), esta vez en un largo artículo-reseña de los Gongoremas (1998) y la edición en cuatro volúmenes de los Romances (Góngora 1998) que firmó Carreira, para concluir que “a los dos [y habla de su concienzudo amigo] nos irritan las ediciones hechas a la diabla, con malas notas y mala puntuación del texto. Los dos ponemos muy en alto la edición de las Soledades de… Jammes, y también los dos le hacemos algún que otro reparo”3.
A su zaga, un grupo de estudiosos ha venido apostando durante las últimas décadas por el arte -concedemos, ya que vicario- de comentar a los comentaristas. Tanto a los más celebrados del Barroco como a los primeros espadas de nuestros siglos: con Dámaso Alonso y el propio Jammes abriendo el cartel. Por lo que atañe a las Soledades, bastará citar los seis escolios de Ly (1985, 1995, 1995a, 1999, 2013, 2015) a los vv. 732-742 de la Soledad I, el “métrico llanto” del peregrino (II, vv. 112-189)4, la “república alada” (II, vv. 735-976), la figura del conde de Niebla en la Soledad II, la “sintaxis figurativa” y el sustantivo flor a lo largo de ambas silvas5; los de Ponce Cárdenas (2001, pp. 90-107; 2014) al carbunclo (vv. 62-83)6 y el cortejo nupcial (vv. 755-851) de la Soledad I, y luego a los vv. 954-965 de la II, en los que supo atisbar el rastro del libro III de la Cynegetica de Opiano; los de Mazzocchi (2010) a un selecto puñado de loci critici; los cuatro deslindes de Blanco (2016, pp. 269-282, 309-332, 379-406, 407437), de veras capitales, sobre el “venatorio estruendo” (I, vv. 222-232) y el tema de la caza, el “toro nupcial” (vv. 845-851), las arquitecturas y ruinas pastoriles (I, vv. 220-221, 521-523; II, vv. 665-673, 695-709) y los obeliscos de la Soledad I (vv. 573-584)7; el libro de Encarnación Sandoval acerca del peregrino (2019); y el cuarteto de asedios de Bonilla Cerezo (2016, 2019, 2020 y 2021) a la Dedicatoria al duque de Béjar (1613): los pasos del peregrino (vv. 1-4), los muros de abeto y las almenas de diamante (v. 6), Euterpe y la Fama (vv. 35-37), y a otros quince pasajes de la bautizada por Díaz de Rivas como silva de los campos8: 10-14, 26, 3941, 43-44, 70-83, 243-246, 350-355, 368-370, 453-456, 534-539, 566-572, 767-770, 797, 835-837 y 886-8879. Todos ellos han ayudado a resolver no pocas “dificultades vencibles” del laberíntico poema, favoreciendo asimismo la reducción de las “invencibles” (Spitzer 1980, p. 257)10.
Ojalá que también nuestras glosas arrojen clara luz y terminen deslizándose como asteriscos de polvo de estrella por las futuras ediciones, habida cuenta de que aprendimos de nuestros maestros a tener conciencia del límite y la certeza de que cualquier edición crítica será siempre una perfectible hipótesis de reconstrucción del texto -y hasta de la voluntad- original de su autor.
Luego no nos mueve aquí el prurito de la sabiondez. Ni tampoco el capricho de ser más gongorinos que Góngora para enmendarle la plana al maestro Jammes. Sólo analizaremos, por fin, veintisiete arcanos de la Soledad I acerca de los cuales no vaciló en confesar que le asaltaban dudas11. De hecho, coinciden en no pocas ocasiones con aquellos que Pellicer (1630, p. 171) dio en llamar “enigmas de la Esfinge” en sus Lecciones solemnes12.
* * *
I, vv. 117-120:
ni la que en salvas gasta impertinentes
a pólvora del tiempo más preciso:
ceremonia profana
que la sinceridad burla villana13.
Una de las aportaciones de Jammes al mejor entendimiento de las Soledades se cifra en el rango que otorgó a la emblemática, con lo cual abrió una vía ensanchada luego por la tesis de Taylor (1996; véase, además, su trabajo de 1997), quien analizó los llamados “sonetos emblemórficos”: “Máquina funeral, que de esta vida” (1611), “Urnas plebeyas, túmulos reales” (1612), “Ceñida, si asombrada no, la frente” (1613), “Esta en forma elegante, ¡oh peregrino!” (1614), “Entre las hojas cinco, generosa” (1615), “Restituye a tu mudo horror divino” (1615), “Sella el tronco sangriento, no le oprime” (1621), “Al tronco descansaba de una encina” (1622) y “Oro no rayó así flamante grana” (1623). A este análisis de conjunto le seguirían un artículo de Trabado Cabado (1996), otro par de Poggi (2009, pp. 127-150, 167-184), la monografía de Bonilla Cerezo y Tanganelli (2013) 14 y el estudio, en el haber de Ponce Cárdenas (2015), de la imagen de Cupido en el “métrico llanto” de la Soledad II (vv. 123-129).
Son de interés las notas del profesor Jammes a los vv. 108-116 de la Soledad I (“No en ti la Ambición mora, / hidrópica de viento, / ni la que su alimento / el áspid es gitano; / no la que, en vulto comenzando humano, / acaba en mortal fiera, / esfinge bachillera / que hace hoy a Narciso / Ecos solicitar, desdeñar fuentes”; Góngora 1994, p. 221), en los que atisbó la huella de tres emblemas de Alciato: el del camaleón (vv. 108-109, núm. 43 en la colección del humanista lombardo), el de la Envidia (vv. 110-111) y el de la “esfinge bachillera”, que, coaligado con el de Eco y Narciso (vv. 115-116), simboliza “la ignorancia del presumido, que no quiere conocerse a sí mismo” (Jammes 1994, pp. 220-222 y 591-592 15), y se relaciona, a su vez, con el núm. 178, “que hace de la esfinge el símbolo de las tres fuentes de la [rudeza]: la liviandad, [encarnada] en las plumas de sus alas; la lascivia, por ver su rostro de mujer; y la soberbia, por sus garras de león”.
A partir de estas cuatro res pictae sobre los vicios cortesanos, Bonilla Cerezo y Tanganelli (2013) hilvanaron otra serie de empresas -varias de las cuales dormían el sueño de los justos- que pautan los episodios de la primera silva desde la Dedicatoria al duque de Béjar (“Pasos de un peregrino son errante”) hasta el v. 250. El lector curioso los hallará en sus páginas, si bien advertimos que al rosario de emblemas (vv. 108-116) engarzados por Jammes podría sumarse un cuarto, ¡y hasta un quinto!, que laten bajo los vv. 117-118: “ni la que en salvas gasta impertinentes / la pólvora del tiempo más preciso” (Góngora 1994, p. 223). Sugerimos el análisis de esta imagen guiados por otra divisa, esta vez de Sebastián de Covarrubias (1610, II, 28, p. 128), que nos faculta para ampliar los extravíos palaciegos de la sección que Bonilla Cerezo y Tanganelli (2013, pp. 73-99) titularon “Retrato de un cortesano en doce empresas”.
Ambos filólogos han reparado en esta deuda con el mayor de los Covarrubias y, de camino, en que, según el autor de la Soledad primera, ilustrada y defendida, posiblemente el antequerano Francisco de Cabrera,
tomando la metáfora de las salvas que hacen los navíos con artillería y mucha pólvora, queriendo condenar lo que ha introducido la lisonja, dio la pólvora, que es el instrumento con que los navíos hacen la suya, o la ceremonia de los señores idolatrados de sus dientes, que, en semejantes vanidades y salvas, gastan su vida, y lo mejor del tiempo (en Osuna Cabezas 2009, p. 208)16.
Nosotros suscribimos que la imagen que espoleó la inventiva de Góngora hubo de ser la del cañón disparando sus proyectiles, dechado de aquella fama ruidosa, pero frívola, que corre de oído en oído:
La bala de una pieza que se inflama,
por el aire conmovido,
es símbolo muy propio de la fama
que, volando de uno a otro oído,
siempre acrecienta el fuego de su llama,
diciendo mucho más de lo que ha sido.
Y cuando se publica con mentira,
es como el tiro que sin bala tira.
Además, el rústico de la Soledad I se burlaba de una ceremonia profana. Y es que, durante el Siglo de Oro, solemnidades tales como el nacimiento de un príncipe, o las exequias de un monarca, se conmemoraban con fuegos de artificio; una espectacular marca de presunción, según atestigua el siguiente emblema de Capaccio (1592, I, 28r):
Luego el exceso de autobombo hace que nuestra vida se consuma antes de tiempo, ya que la dicha no radica en vivir, sino en saber vivir; de manera que la vana presunción nubla los sentidos tanto de los herederos al trono como de sus validos, y los incita por ello a la temeridad.
Añadiremos que Góngora tuvo esta imagen en la uña desde fechas relativamente tempranas. Aunque se nos escape cuál fue su modelo iconográfico, tenemos fe en Delle imprese trattato di Giulio CesareCapaccio, Napoli, Horatii Salviani, Gio. Giacomo Carlino y Antonio Pace, 1592. Así lo sugiere al menos la cronología de una de sus letrillas, “Un buhonero ha empleado” (1593):
Al que pretende más salvas
y ceremonias mayores
que se deben, por señores,
a los Infantados y Albas,
siendo nacido en las malvas
y crïado en las ortigas,
cinco higas (vv. 29-35)17;
y, dos décadas después, otro pasaje de la Soledad I que nunca se ha relacionado con los vv. 117-118; ni, por consiguiente, con la res picta del teólogo salernitano:
El lento escuadrón luego
alcanzan los serranos,
y disolviendo allí la compañía,
al pueblo llegan con la luz que el día
cedió al sacro volcán de errante fuego,
a la torre, de luces coronada,
que el templo ilustra,
y a los aires vanos
artificiosamente da exhalada
luminosas de pólvora saetas,
purpúreos no cometas (I, vv. 642-651)18.
Tampoco descartamos que sobre esta dupla de “pasajes artilleros” de la Soledad I se dejaran sentir los Proverbios morales (1612, II, 97, p. 161) de Cristóbal Pérez de Herrera, médico de cámara de Felipe II: “Es la fama tan ligera como el viento, según dijo el poeta que volaba, Fama volat, va creciendo más cada hora, y aunque caiga sobre cosa falsa, y sin fundamento, suele hacer gran ruido, que es dar estallido horrendo”.
Desde otra ladera, Hernández Miñano (2015, p. 309) señaló cómo
los [agudos] epigramas del jesuita Carlo Bovio [Ignatius insignium, Epigrammatum et elogiorum centurias expresus aCarolo Bovio (Roma, Ignatis de Lazeris, 1655)] -posteriores a las Soledades- ofrecen una magnífica muestra de imágenes y textos de elogio a san Ignacio llenos de balas, cañones de artillería y otros ingenios bélicos19;
pero precisa, eso sí, que “la imagen del cañón como pictura de un emblema aparece ya en la empresa del caballero Sospinto en la obra de Biralli Dell’imprese scelte (1600), según Santiago Sebastián” (loc. cit.). Entonces, tampoco resulta imposible que, a la altura de 1610, don Luis pudiera hojear un ejemplar de este libro, reeditado en la Serenísima por Giovanni Alberti20.
Finalmente, Carreira (2017) ha subrayado cómo a propósito del pasaje que nos ocupa (“ni la que en salvas gasta impertinen tes / la pólvora del tiempo más preciso: / ceremonia profana / que la sinceridad burla villana / sobre el corvo cayado”),
Jammes encuentra dilogía en la palabra salva, fiado en que se la denomina ceremonia. Sin embargo, es posible que se refiera no a la salvilla en que se probaban los alimentos de un magnate, sino al hecho de disparar con pólvora para celebrar cualquier hecho cortesano, puesto que eso es también una ceremonia. La dilogía origina aquí confusión21.
I, vv. 153-162
El que de cabras fue dos veces ciento
esposo casi un lustro (cuyo diente
no perdonó racimo aun en la frente
de Baco, cuánto más en su sarmiento:
triunfador siempre de celosas lides,
o coronó el Amor, mas rival tierno,
breve de barba y duro no de cuerno,
redimió con su muerte tantas vides),
servido ya en cecina,
purpúreos hilos es de grana fina.
Los gentiles pastores sirven al náufrago la cecina (“cuyas fibras parecían hilos purpúreos de grana”, Jammes, p. 229) de un macho cabrío: el mismo que había sido esposo de dos centenares de cabras durante cerca de cinco años. Nos permitimos corregir el adjetivo cuanto (v. 156), toda vez que aquí se trata de un exclamativo (cuánto) que pondera, dentro del paréntesis (vv. 154-161), la cantidad y el estado de las vides, aún ligadas a las cepas22.
Lo prosificamos del siguiente modo: el cabrón “no perdonó” (o sea, ‘devoró sin piedad’, ‘uno detrás de otro’) ningún racimo; ni siquiera los que adornaban la frente de Baco. ¡No digamos ya (“cuánto más”), pues le resultaría sencillo comérselos, aquellos que pendían de los sarmientos!23.
Jammes explicó así la segunda parte de este tableau:
Redimió con su muerte tantas vides: “Unos pensamientos o conceptos burlescos gasta V.m. en esta obra, y en todas las suyas, indignísimos de poesía ilustre, y merecedores de grande reprehensión, aunque a V.m. quizás le parezcan galantes”, dice Jáuregui, citando entre otros ejemplos este verso “del cabrón que se comía las uvas” (Antídoto). Puesto a criticar, podía haber añadido que, en este caso preciso, el concepto no es sólo burlesco, sino también casi sacrílego, ya que las palabras redimir, muerte y vides (que sugiere vidas por paronomasia) pueden aludir al dogma de la Redención: con su muerte, Cristo redimió muchas vidas. Así parece haberlo interpretado el abad de Rute…: “fuera de la alusión de los nombres, sigue la doctrina de los que histórica y fabulosamente han tratado de aquel animal dañosísimo a las vides”. Supongo que, con la expresión “la alusión de los nombres”, el abad quiere referirse al chiste que he analizado, y sobre el que valía más no entrar en explicaciones24. A. Carreira remite a Virgilio (Geórgicas, II, 374-381) y a Ovidio (Fastos, I, 353-361), donde aparece el macho cabrío que, “con su muerte, expía haber destruido las vides consagradas a Baco” (p. 230)25.
Nuestra glosa no se refiere esta vez -o sólo en parte- a los versos de Góngora, sino al escolio de uno de sus mejores comentaristas: Francisco Fernández de Córdoba, abad de Rute. Ni Jammes, ni Carreira, ni tampoco Mancinelli, en su reciente y por cierto soberbia edición del Examen del “Antídoto” o Apología por las “Soledades” de don Luis de Góngora contra el autor del “Antídoto” (2019), cayeron en la cuenta de que el sustantivo del sintagma “de los nombres” debiera editarse en letra cursiva (o mejor, “de Los nombres”, para no repetir la preposición, que forma parte del título de la obra citada aquí por el abad), porque el cordobés aludía no a los términos muerte y vides (o vidas), sino al diálogo De los nombres de Cristo (1572-1585), de fray Luis de León (2008, p. 35), en el que se lee:
Y así vienen a ser casi innumerables los nombres que la Escritura divina da a Cristo; porque le llama León y Cordero, y Puerta y Camino, y Pastor y Sacerdote, y Sacrificio y Esposo, y Vid y Pimpollo, y Rey de Dios y Cara suya, y Piedra y Lucero, y Oriente y Padre, y Príncipe de Paz y Salud, y Vida y Verdad, y así otros nombres sin cuento. Pero de aquestos muchos escogió solos diez el papel, como más substanciales; porque, como en él se dice, los demás todos se reducen o pueden reducir a éstos en cierta manera.
Pocas páginas después, se preguntaba el agustino:
¿Por ventura no dice Él de sí mismo: “yo soy vid y vosotros sarmientos”? Y en el salmo que ahora decía, en el cual todo lo que se dice son propiedades de Cristo, ¿no se dice también: “Y en su día fructificarán los justos”?… Pues esto mismo, sin duda, es lo que aquí nos dice el profeta; el cual, porque le puso a Cristo nombre de Fruto, y porque dijo señalándole como a singular fruto: “Veis aquí un varón que es Fruto su nombre”, por que no se pensase que se acababa su fruto en Él y que era fruto para sí y no árbol para dar de sí fruto, añadió luego diciendo: “Y fructificará acerca de sí”, como si con más palabras dijera: “Y es Fruto que dará mucho fruto, porque a la redonda de Él, esto es, en Él y de Él por todo cuanto se extiende la tierra, nacerán nobles y divinos frutos sin cuento, y este Pimpollo enriquecerá el mundo con pimpollos no vistos” (p. 40)26.
Aclarado ya este pequeño misterio, no tanto gongorino como “ruteño” -valga la licencia-, sí acordamos con Jammes en la paronomasia entre la vid y la vida, ya que no sólo asoma por este pasaje de la Soledad I, sino que resucitará en el epitalamio de las bodas rústicas (I, vv. 893-896):
Vivid felices -dijo-
largo curso de edad nunca prolijo,
y si prolijo, en nudos amorosos
siempre vivid esposos27.
Volveremos sobre este canto nupcial con motivo de otro locus (I, vv. 810-811). Antes nos gustaría apuntalar la lectura de Jammes al distinguir que en el v. 160 de la Soledad I (“redimió con su muerte tantas vides”) brilla una agudeza burlesca que linda con el sacrilegio. Sin pretensión de exhaustividad, sorprende que los gongoristas de nuestro tiempo -y algunos de los antiguos- tiendan a analizar los poemas mayores de don Luis como si hubieran nacido uno de espaldas al otro. He aquí un ejemplo; porque la octava 59 del Polifemo (1612, vv. 465-472) ayuda a iluminar los vv. 153-162 de la silva de los campos:
Su horrenda voz, no su dolor interno,
cabras aquí le interrumpieron, cuantas
-vagas el pie, sacrílegas el cuerno-
a Baco se atrevieron en sus plantas.
Mas, conculcado el pámpano más tierno
viendo el fiero pastor, voces él tantas,
y tantas despidió la honda piedras,
que el muro penetraron de las hiedras28.
Nótese que estas cabras -como el macho cabrío de la Soledad I- son adjetivadas como sacrílegas (v. 467), ya sin elidir el epíteto blasfemo. A las claras. Y tampoco falta aquí el guiño al dios del vino (“A Baco se atrevieron en sus plantas”, v. 468). La estancia, amén de despejar ese chiste que Góngora pulió de forma más elusiva en los versos que analizamos, resulta asimismo jocosa. Según Bonilla Cerezo (2010, pp. 230-231),
el ruido de las cabras, rumiando los racimos, malográndolos con sus pezuñas, funciona como el campanillazo bufón que detiene la cantinela del cíclope. Ahora bien, don Luis escribe que el ganado ahogó “su horrenda voz, no su dolor interno”. En la octava sólo cesará el canto, la poesía del monstruo, el plectro de un jayán obnubilado por su propia música. [Polifemo es] víctima de una ensoñación, de un rapto de las Musas, con las que, por otra parte, está más o menos emparentado en la dinastía olímpica…. Tan absorto como dolido, el sacrilegio del rebaño no provoca en él una reacción demasiado agresiva -les tira piedras con su honda, lo normal en cualquier pastor-. Polifemo sólo actúa con [rústica saña] (“su dolor interno”) cuando el veneno de los celos le muestra la imagen de los novios… abrazados en la floresta. ¿Y quiénes son los agentes que permiten esa visión? En efecto, ¡de nuevo las cabras!, que corren hacia el bosque temerosas del castigo. Su huida desbarata [entonces] el telón boscoso, el “muro de hiedras” (1612, LIX), que velaba la intimidad de Acis y Galatea. [Sólo] en el instante en que el ganado, con una imagen [asaz] tragicómica, deja a la vista lo que estaba oculto, es cuando el hijo de Neptuno siente el jirón de los celos, despertando de su regia quimera, increíblemente tejida, y de sus bienes de coleccionista29.
Más todavía: Góngora tiene cierta querencia a usar verbos relacionados con el sacrilegio (profanar) cuando de cabras se trata. Así, el motivo reaparece en la canción “Cuatro o seis desnudos hombros” (1614, vv. 17-20): “Este ameno sitio breve, / de cabra, apenas, montés / profanado, escaló un día / mal agradecida fe”.
I, vv. 167-168
No de humosos vinos agravado
es Sísifo en la cuesta, si en la cumbre…
Con honestidad admirable, Jammes (p. 232) señaló que humosos vinos no quiere decir aquí ‘que despiden humo’, sino ‘ahumados’, es decir,
añejos, por alusión a la costumbre romana de ahumar los vinos puestos a envejecer. Cf. Tibulo, II, 1, vv. 27-28: Nunc mihi fumosos ueteris proferte Falernos / consulis (‘traedme ahora los humosos Falernos [del año] de un antiguo cónsul’). Ignoro si [aún] se mantenía esta costumbre en España cuando Góngora escribía estos versos.
Aunque Plinio subrayó la graduación alcohólica del Falerno (“es el único vino que prende cuando se le aplica una llama”, Historia naturalis, XIV, 16, 95), don Luis bien pudo aprovechar esta otra pulla del epigrama X, 36 de Marcial:
Todo lo que almacenan las funestas bodegas de sahumar de Marsella, todo tonel que adquiere solera con el fuego, de ti nos llega, Muna: a tus desdichados amigos les mandas tú a través de mares, a través de largos caminos, crueles venenos y no por un precio asequible, sino con el que se contentaría una jarra de vino falerno o de Setia, preciosos para sus bodegas (2005, p. 97).
Por encima del par de fuentes que sumamos a la aducida por Jammes, no se ha reparado en que el Falerno era un vino propio de la antigua Roma, y además preciadísimo, en virtud de su alto coste y largo envejecimiento. Luego casaría relativamente mal con un contexto pastoril como el de la Soledad I. La nota enológica apunta aquí en otra dirección. Es probable que don Luis pensara en el vino moscatel, que,
hecho por sí solo, es malo, por ser muy humoso y dulce: mezclado con otro sale bueno y olorioso y guárdase mucho y véndese bien; y la uva, por ser de buen sabor, suélenla mucho hurtar. Por tanto, conviene que quien de ello tiene buen pro en su viña que lo guarde bien, que no bastan bardales ni paredes bien altas para defenderlo de golosos (Herrera 1513, f. 42v).
O quizá en el griego o malvasía, el cual, según Saravia de la Calle (1547, f. 35v),
cuando está puro, por ser tan humoso, no agrada tanto, y cuando le aguan más…, de mejor gana lo beben, creyendo ser puro. Mas, en este caso, deben los vendedores venderlo menos que si estuviese puro, porque de otra manera venderían agua por vino; y esto, como tengo dicho, hase de entender de sólo derecho natural o divino, porque si las leyes del reino o del concejo están al contrario, que mandan que se dé tal peso e tal medida y a tal precio y oblígase así el tabernero, o el carnicero, o panadero, no puede disminuir el peso ni la medida, ni aguar el vino, aunque pierda por razón de las leyes e contrato que hizo, porque así como cuando ganan en la carne nunca añaden onza a la libra, así cuando pierden no la han de disminuir; y pues en Castilla y en muchas otras partes pasa así la cosa, no pueden hacer cosa de las ya dichas sin pecado en el caso ya dicho30.
Incluso podríamos ir más lejos, sin necesidad de concretar un tipo u otro de uva. Góngora debía aludir a un vin fumeux, o ‘cabezón’ -más natural en un escenario arcádico-, extendido entonces no sólo por toda Francia, sino por Inglaterra (heady wine) y España. Entiéndase, pues, aquí humoso como sinónimo de ‘joven’, en la medida en que Galeno había advertido ya de los peligros de este tipo de caldos, por ser algo indigestos, resultar más “excrementosos” y producir dolores de cabeza (nótese que Góngora eligió el epíteto agravado)31.
El texto barroco que mejor nos ha ayudado a descifrar el misterio se aloja en la novelita de Rinconete y Cortadillo: la Pipota teme que el jarrito de una azumbre que se disponía a beber pudiera sentarle mal. Y Monipodio se apresta a tranquilizarla, matizando que el vino era “trasañejo”:
-Sea como vos lo ordenáredes, hijo -respondió la vieja-, y porque se me hace tarde, dadme un traguillo, si tenéis, para consolar este estómago, que tan desmayado anda de contino.
-Y ¡qué tal lo beberéis, madre mía! -dijo a esta sazón la Escalanta, que así se llamaba la compañera de la Gananciosa.
Y descubriendo la canasta, se manifestó una bota a modo de cuero, con hasta dos arrobas de vino, y un corcho, que podría caber sosegadamente y sin apremio hasta una azumbre, y llenándole la Escalanta, se le puso en las manos a la devotísima vieja, la cual, tomándole con ambas manos, y habiéndole soplado un poco de espuma, dijo:
-Mucho echaste, hija Escalanta; pero Dios dará fuerzas para todo.
Y aplicándosele a los labios, de un tirón, sin tomar aliento, lo trasegó del corcho al estómago, y acabó diciendo:
-De Guadalcanal es, y aun tiene un es no es de yeso el señorico. Dios te consuele, hija, que así me has consolado, sino que temo que me ha de hacer mal, porque no me he desayunado.
-No hará, madre -respondió Monipodio-, porque es trasañejo.
-Así lo espero yo en la Virgen -respondió la vieja (Cervantes 2013 [1613], p. 194)32.
I, vv. 171-175
De trompa militar no, o destemplado
son de cajas fue el sueño interrumpido,
de can sí, embravecido
contra la seca hoja
que el viento repeló a alguna coscoja.
Escribe Jammes (p. 234) que “otras versiones, entre ellas Chacón, leen de templado, v. 171, con buen sentido (A. Carreira; también lo advirtió D. Alonso). Pero me parece que la lógica del trozo exige un epíteto despectivo”.
Pues bien, la lectura de Chacón funciona perfectamente: Góngora aludía al acto de “templar las cajas” (templar: “acordar y poner en su punto las cuerdas de las vigüelas, los caños de los órganos y los demás instrumentos”, Covarrubias, s.v.); y las cajas son un “instrumento militar, lo mismo que el tambor” (RAE 1817, s.v.)33. A guisa de contraste, el poeta describe luego a un can embravecido, y por ello -¡éste sí!- ‘destemplado’, que rompió el silencio de la noche y el sueño del peregrino: el perro pisa la hoja seca de una coscoja, lo que produce un crujido que sobresalta al protagonista34.
Transcribimos ahora un apunte de Sinicropi (1976, p. 43), ejemplo de una filología a caballo entre el estructuralismo y la glosemática a la que Jammes no se ancla demasiado:
La manifestazione della materia viene qui piuttosto affidata, nei primi due versi, ai fonemi consonantici, entro il cui ambito si stabiliscono rispondenze asimmetriche fra labiali e dentali che tendono a soffocare quel “sueño”. Il primo settenario è strutturato in due emistichi caratterizzati nel loro rapporto da forte funzione allitterativa che impegna la maggior parte degli elementi (De can sí, embravecido); il secondo è strutturato secondo i moduli della simmetria fonologica (con il nucleo se dislocato all’apice); ed infine l’ultimo verso, che si allarga in endecasillabo per adeguarsi alla lunga folata di vento, riprende le rispondenze, terminando con quell’impressionistico coscoja. È qui da rilevare come quest’uso iconico degli elementi fonemici è così fortemente programmato da piegare ai suoi fini espressivi elementi con funzione chiaramente morfologica come l’opposizione fra no e sí (rispettivamente ai vv. 171 e 173), la quale viene ad essere neutralizzata dall’incorporamento dei suoi membri entro la serie fonologica.
Nella giustapposizione di una serie simmetrica ad una asimmetrica, questo brano obbedisce inoltre alla necessità di manifestare impressioni indecise e indefinite caratteristiche dello stato di semicoscienza di chi viene svegliato improvvisamente da forti suoni che non riesce ancora, per un istante, a distinguere. Dovremmo pensare dunque che, al livello della parafrasi, si dovrebbe qui intendere che il sonno del peregrino era stato interrotto durante la notte da rumori, o dal latrato di un cane, o dal risuonare del vento, come materia sonora ancora amorfa ed indefinibile. I versi che precedono, infatti, avevano descritto il laborioso passaggio dalla veglia al sonno.
Al hilo de este episodio, el actual decano del gongorismo se decidiría a aprobar la primera redacción del endecasílabo “que el viento repeló a alguna coscoja” (v. 175). A saber: “que el viento repeló a una coscoja”. Según Jammes (p. 234), esta última, que fue la inicial, “puede, hasta cierto punto, parecer preferible a la versión definitiva, que obliga a una sinalefa bastante laboriosa entre tres vocales: repeló a alguna”35.
En efecto; y por razones métricas. Al margen de que ninguna de las dos versiones es como para tirar cohetes: 1) la primera redacción (“que el viento repeló a una coscoja”) se traduce en un endecasílabo a maiore con acento en sexta, lo que obligaría a hacer dialefa entre los dos hemistiquios (“repeló a”) y a reservar las sinalefas para otros lugares: “que el” y “a una”; 2) para ‘mejorar’ la prosodia, Góngora barajó otra posibilidad y sumó el indefinido alguna al v. 175.
Según nuestra escansión, el ritmo de la primera se definiría por el uso de sílabas tónicas en la segunda (“viento”), sexta (“repeló”), séptima (“a una”) y décima (“coscoja”). La segunda se antoja más forzada, aunque suavice (en parte, porque también se alarga el sonido de la vocal abierta /a/: “a alguna”) el acento extrarrítmico en séptima (“a alguna”). Luego ambas variantes son válidas, y ninguna demasiado feliz. Con todo, nos decantamos, como sugirió Jammes -y desechó el mismísimo Góngora-, por la original: “que el viento repeló a una coscoja”.
I, vv. 182-189
Agradecido pues el peregrino
deja el albergue y sale acompañado
de quien lo lleva donde, levantado,
distante pocos pasos del camino,
imperïoso mira la campaña
un escollo apacible, galería
que festivo teatro fue algún día
de cuantos pisan faunos la montaña
Según Jammes,
Chacón, Pellicer, Salcedo y D. Alonso puntúan: un escollo, apacible galería. La puntuación que he adoptado es la de Vicuña, Díaz de Rivas y el ms. 146 de la Hispanic Society: me ha parecido preferible porque conserva el ritmo de la versión primitiva: …un escollo apacible, y galería, / si teatro no fue dulce algún día, / de cuantos pisan faunos la montaña (p. 236)36.
La primera redacción soluciona el aprieto y, de paso, el del v. 188; o sea, el del “festivo teatro”. Vayamos por partes:
Dejando a un lado el primitivo estadio de este pasaje (“escollo apacible”, y no “escollo, apacible galería”), la clave para abrazar la lectura de Vicuña, Díaz de Rivas y el ms. 146 de la Hispanic Society estriba en el v. 188, donde nos topamos con otro apuro: “que festivo teatro fue algún día”. Si puntuásemos de distinta manera el v. 187, se iría al garete el quiasmo entre ambos sintagmas: escollo apacible y festivo teatro. Y por efecto dominó se resentiría la prosodia, pues en ambos endecasílabos coincide el esquema rítmico: Góngora repite como sílabas tónicas la tercera (“escollo”, “festivo”), la sexta (“apacible”, “teatro”) y la décima (“galería”, “día”). En cambio, al puntuar el v. 187 como propusieron Pellicer, Salcedo y Alonso, incurriríamos en un desliz: la coma después de escollo obliga a una pausa que afecta el ritmo y la cantidad de sílabas, pues invita a no hacer sinalefa entre escollo y apacible, lo cual daría como fruto un dodecasílabo (por tanto, hipermétrico). Esta opción se traduciría, además, en que la sílaba acentuada en “apacible” ya no sería la sexta, sino la séptima.
El segundo debate atañe al “festivo teatro”. Jammes recordó que para Salcedo, teatro es aquí sinónimo de galería: “teatro de donde los Faunos vían sus fiestas” (51r-51v). Aunque no faltan argumentos para defender esta interpretación, prefiero conservar la de D. Alonso (“teatro para celebrar sus fiestas”), porque Góngora emplea generalmente la palabra teatro en este segundo sentido de ‘escenario’ (loc. cit.).
Releamos otra vez la primera redacción: “un escollo apacible, y galería, / si teatro no fue dulce algún día, / de cuantos pisan faunos la montaña”. En virtud de estos versos, Salcedo tendría su razón. Pero teatro es sinónimo aquí de galería; del mismo modo, y cerramos el silogismo sintáctico, que galería lo era de escollo. Eso sí, también es verdad que don Luis gustaba de usar teatro -y diríase que escollo- con la valencia de ‘escenario’. Góngora nos dice que lo que ahora es escollo y galería en el pasado sirvió como teatro; o sea, como un coliseo mítico: “que festivo teatro fue algún día / de cuantos pisan Faunos la montaña”.
Ambas posturas -la de Salcedo y la de Alonso y Jammes- se antojan conciliables, pues las documentamos a lo largo y ancho del corpus gongorino: 1) “¡Oh sagrado mar de España, / famosa playa serena, / teatro donde se han hecho / cien mil navales tragedia!” (“Amarrado al duro banco”, 1583, vv. 9-12); 2) “el sueño, autor de representaciones, / en su teatro, sobre el viento armado, / sombras suele vestir de vulto bello” (“Varia imaginación, que en mil intentos”, 1584, vv. 9-11); 3) “Este, que siempre veis alegre, prado / teatro fue de rústicas deidades” (“De ríos, soy el Duero, acompañado”, 1603, vv. 5 y 6, sin duda el caso más similar a los vv. 187-189 de la Soledad I); 4) “quién suspende, quién engaña / al gran teatro de España” (“Qué cantaremos ahora”, 1605, vv. 36 y 37); 5) “la adulación se queden, y el engaño, / mintiendo en el teatro, y la esperanza / dando su verde un año y otro año” (“Mal haya el que en señores idolatra”, 1609, vv. 58-60); 6) “Mezcladas hacen todas / teatro dulce, no de escena muda, / el apacible sitio” (Soledad I, vv. 623-625); 7) “Las dos partes rayaba del teatro / el sol…” (Soledad I, vv. 981-982).
Pero detengámonos en otro texto casi coetáneo, que es el que mejor avala nuestra tesis: la equipolencia entre los sustantivos escollo y teatro. Lo hemos extraído de la Soledad II (vv. 396-402): “a pesar de mi edad, no en la alta cumbre / de aquel morro difícil (cuyas rocas / tarde o nunca pisaron cabras pocas, / y milano venció con pesadumbre), / sino desotro escollo al mar pendiente, / de donde ese teatro de Fortuna / descubro…” (Góngora 1994, p. 477).
I, vv. 212-221
“Aquellas que los árboles apenas
dejan ser torres hoy -dijo el cabrero
con muestras de dolor extraordinarias-,
las estrellas nocturnas luminarias
eran de sus almenas,
cuando el que ves sayal fue limpio acero.
Yacen ahora, y sus desnudas piedras
visten piadosas yedras,
que a rüinas y a estragos
sabe el tiempo hacer verdes halagos”.
Jammes (pp. 242-243) anotó cómo
discretamente, en un solo verso [“cuando el que ves sayal fue limpio acero”], se nos dejan adivinar los vaivenes de una vida bastante novelesca: este cabrero es en realidad un noble disfrazado que, después de algún desastre, vino a refugiarse entre los pastores y a llevar la misma vida que ellos. No sabremos nada más de este enigmático personaje. ¿Pensaría Góngora en algún individuo preciso, conocido de unos pocos lectores iniciados? ¿En algún turbulento prócer andaluz, castigado por haberse rebelado contra la autoridad real? Ningún comentarista, que yo sepa, trató de penetrar este misterio.
Aunque no de forma categórica, Ly (1985a, p. 36) había intuido ya una cierta identidad entre el duque de Béjar y este pastor filósofo. Y Bonilla Cerezo y Tanganelli (2013, pp. 59-62) sugirieron, a partir de varios paralelismos con la Dedicatoria (“Pasos de un peregrino son errante”), que este “noble disfrazado” que toma la palabra en los vv. 212-221
es una máscara de [don Alonso de Diego de Zúñiga y Sotomayor]. Existen tantas simetrías con la fachada de las Soledades que se hace difícil ignorarlas: el de Béjar cabalgó doscientos versos atrás por “muros de abeto” y “almenas de diamante” de [tal] envergadura (“gigantes de cristal”) que los temía el mismo cielo. [Y] luciendo en la diestra un arma con la empuñadura de fresno (“…cuyo acero, / sangre sudando, en tiempo hará breve / purpurear la nieve”, vv. 13-15). Era, a fin de cuentas, un “duque esclarecido” (v. 26). El mismo noble-pastor que ahora repara en un “torrente de armas y de perros” (I, v. 223), desparramados por las frondas tras el rastro de un lobo, interrumpe abruptamente su discurso para sumarse a la cinegética, el mismo pasatiempo al que se entregaba Béjar en la Dedicatoria.
A nosotros este discurso nos interesa por distintas claves -muy vecinas de las aquí resumidas- que, en esencia, derivan del sayal, las “desnudas piedras” y las “ruinas y los estragos”37. Nos explicaremos: el cambio de vida de este sujeto, que pasó de ser todo un aristócrata a un escéptico “pastor filósofo”, adelanta un tipo de paisaje, el de la “Arcadia ermitaña”, que Huergo Cardoso (2019, pp. 154-156) acaba de sacar a la luz gracias a otro par de versos de la Soledad I: “De una encina embebido / en lo cóncavo…” (vv. 267-268). Según el crítico cubano,
felices pastores de la Edad de Oro es obvio que no son, entre otras cosas porque la verdadera Edad de Oro del siglo XVII no era ya la Arcadia pagana de Teócrito y de Virgilio, sino, como recuerda fray Luis de Granada en su traducción de La escala espiritual (Lisboa, 1562) de san Juan Clímaco, “aquella edad dorada y aquel siglo bienaventurado en que florecieron aquellos gloriosísimos padres que fueron los Paulos, Antonios, Hilariones, Macarios, Arsenios y otros ilustrísimos varones que vivían por aquellos desiertos de Egipto”. La Edad de Oro eremita. Ya lo he dicho: el yermo cristiano se funde con el jardín pagano en una especie de beatus ille a lo divino; un “nuevo cortesano Monserrate” (Pellicer), como el Buen Retiro de Felipe IV; el Grottenhof del duque Guillermo V de Baviera; la Huerta del Desengaño del conde de Niebla; o el parque de la villa de Lerma del duque Francisco de Sandoval y Rojas… El lector es libre de sacar las conclusiones que quiera. Yo digo que se parece a la idea (‘dibujo interior’) de las Soledades, a un tiempo Arcadia bucólica y melancólica Tebaida… Existe la soledad de los pastores, pero la que cuenta es la de los Padres del yermo: Solitudo, sive vitae patrum eremicolarum38.
Haciendo nuestras las palabras de Huergo Cardoso, diríase que los vv. 212-221 de la Soledad I, ejemplo de “la vitalità della natura che sopravvive alla storia” (Poggi 2019, p. 191), prefiguran el destino del peregrino y hasta la trama de la cuarta Soledad: la de los “yermos”, según Díaz de Rivas, que nunca llegó a escribirse. Y es que el trato del náufrago con este “anciano del sayal” se inspira -y hubiese desembocado- en los que Rodríguez de la Flor (1999, pp. 338-340, pp. 338-340) llamó “vergeles de oración y montes de contemplación”. En definitiva, la cuarta sección del poema, por desgracia frustrada, como la tercera y parte de la segunda, apuntaba maneras de “silva seudohagiográfica”, pues dudamos de que ninguno de los personajes -tampoco el náufrago protagonista- alcanzara la santidad. Quizá lo mejor sería expandir el marbete acuñado por Nider (2005, p. 902) para un género de la novela del Barroco y hablar de una “silva de devoción”.
A su vez, tampoco se orille que las artes bene moriendi podrían haber incidido sobre esa cuarta (e hipotética) soledad. Acudimos ahora al magisterio de Pedro Espinosa, autor de dos Soledades al duque de Medina Sidonia, de clara impronta gongorina (véase López Bueno 2015), y del Espejo de cristal, cuya fecha de redacción se desconoce; no así la de imprenta (1651). El antequerano declararía que esta última obra “se labró en mi desierto”, lo cual apunta a
un [concreto] eje de coordenadas espacio-temporales: su segunda etapa vital eremítica… en Antequera o Archidona (1605-1615). [De ahí que] Rodríguez Marín [acotara] la [data de composición: 1609-1610] del Espejo [de cristal], atribuyéndolo a su primer retiro en Santa María Magdalena (Antequera) (Domínguez García 2009, p. 46).
Escribe el clérigo y poeta:
Caminando un [M]ercader por una montaña, perdido el camino, vino a dar en una selva, donde halló a un Ermitaño consumido con la vejez, al cual preguntó en qué se ocupaba en aquella soledad.
Respondió el viejo:
-Treinta años ha que estoy aquí aprendiendo a morir. Dijo el Mercader:
-Superflua cosa me parece aprender a morir el hombre mortal.
Y rogándole le enseñase el Arte de bien morir, se sentaron a la sombra de unos árboles, y el Ermitaño comenzó a decir (Espinosa 2009, p. 34).
Pero regresemos a la prosa de ficción, pues el encuentro de un joven perdido con un ermitaño que le sirve de anfitrión y guía espiritual en sus soledades (‘lugar despoblado’) fue un motivo común en la narrativa del Seiscientos. Espigaremos algunos textos, con la mirada puesta en los sustantivos sayal, piedras, ruinas y estragos39.
En el poema II de las Experiencias de amor y fortuna (1626, ff. 90r-91r) de Francisco de Quintana, se lee:
Era el que habitaba aquella aspereza un hombre anciano, alto, corpulento y hermoso, aunque las facciones estaban algo deslucidas, o por la flaqueza de su edad, o con las injurias del tiempo…; la barba tan copiosa que cubría con los extremos una cuerda, que le aplicaba al cuerpo una pobre y remendada túnica… Se llegó a Feniso apaciblemente y, después de haberse informado de la causa que le había traído a tan remota parte, le llevó a su celda o morada, edificio que formaban dos peñas… Hízole sentar sobre la dureza de una piedra que a él le servía de lecho, y después de haberle preguntado su patria y nombre, y tratado de otras cosas, obligado de los ruegos de Feniso para que le dijese quién era y quién le había hecho eligir tan riguroso género de vida, empezó el penitente viejo a referirle desde el principio de su vida esta prodigiosa historia.
Más semejante, si cabe, a los vv. 212-221 de la Soledad I resulta este pasaje de las Soledades de Aurelia, de Jerónimo Fernández de la Mata (1639, f. 10r):
No lejos del sitio que frecuento habita un varón venerable, ermitaño de virtud conocida, a quien la abstinencia tiene macilento, sin humedad los ojos del continuo llanto, la piel toda arrugada, poco menos su color etíope, cano cabello y barba crecida hasta la cinta, un saco de áspera materia y de duras cortezas, una soga que al cuerpo se le ajusta. Llévame a verle un deseo de comunicarle. Es su ermita natural un peñasco roto…
Y lo mismo sucede con el episodio de Aurelia y su amiga Fidenia (ff. 42v-43r):
-No sin sentimiento de dejar mi casa voy imaginando que parte de esta soledad más oculta me sea conveniente. Intento este sitio, déjole por aquel que veo adelante; uno señalo y a otro que parece que me convida llego, cuando doy en una parte tan cerrada de árboles y densa que no sé cómo penetrarla. Reconozco si alguna senda a lo interior me lleve; consigo el intento, miro -entre peñas llenas de pardo moho- un edificio arruinado, historia sin opiniones en que por fuerza convienen los mortales, pues también las piedras sienten la lima sorda de los años… Paso adelante, llego a un indicio de jardín que muestra confuso sus planteles, rotas las estatuas que le servían de adorno, algunas en el suelo, otras medio trastornadas, cubiertas ya de verde vello, ciegas las fuentes, quebrados sus conductos. No pude sin lágrimas mirar estas memorias, diciendo: “¡Oh grandezas del mundo! ¿Cuáles son vuestros fines?”.
Veamos por último el resumen que hizo Chenot del cuarto capítulo de los muy tardíos Trabajos del vicio (1680) de Simón de Castelblanco:
un ermitaño que tiene a su cuidado una ermita cerca de Sigüenza, socorre a don Carlos, perdido con Andrés en una noche de tormenta. Ambos viajeros han dejado sus mulas varadas en un lodazal; van a oscuras hasta que Andrés divisa un sendero que sube y los ladridos de un perro le guían hasta la ermita, situada encima de un collado. El mozo tiene que convencer al eremita [de] que son viajeros perdidos (1980, pp. 76-77).
Nada casual parece el ladrido del perro, por lo que pueda tener de recuerdo de aquel otro de la silva de los campos: “El can ya, vigilante, / convoca despidiendo al caminante” (I, vv. 84-85; Góngora 1994, p. 215).
En resumidas cuentas, nuestro análisis del “anciano del sayal”, posiblemente el VI duque de Béjar, interesa sobre todo por su valor proléptico dentro del discurso (y del plan) de las Soledades. No se trata sólo de la figura de un linajudo que devino pastor, sino de un pastor con trazas de anacoreta: el destino que acaso aguardaba al peregrino protagonista. Además, la presencia de unas ruinas (“desnudas piedras”, vestidas de “piadosas hiedras”) en aquella Arcadia confirma que el paisaje de la Soledad primera contrasta el locus amoenus con el horridus, tal como celebrara el pintor romano Giovan Battista Passeri en los “paisajes con ermitaño” de su colega Lanfranco: “desiertos escapados, horrendos y desastrosos, pero que contienen en aquel horror tanto de ameno que al verlos invitan a los espectadores a aquel barranco para gozar tan suaves soledades” (apud Huergo Cardoso 2019, p. 134)40.
I, vv. 263-266
inundación hermosa
que la montaña hizo populosa
de sus aldeas todas
a pastorales bodas.
Jammes (pp. 250-252) anotó que
Salcedo considera que populosa es atributo: “Inundación de todas las aldeas convecinas que hizo populosa la montaña que pobló aquel monte de todos los vecinos de las aldeas convecinas” (f. 64v). Pero esta construcción encaja mal con el complemento del lugar del v. 266 (a pastorales bodas) y, por otra parte, las serranas ya no están en la montaña, sino al pie de ella: el arroyo está ya casi mudo (v. 242) y pronto será “manso” (v. 343). Mi interpretación sigue la de D. Alonso y… Carreira.
Si añadimos un par de comas al v. 264 (“que la montaña hizo, populosa,”), todo queda más claro: el epíteto populosa funcionaría entonces como atributo no del sustantivo montaña, sino de la inundación, que primero es hermosa y luego populosa, fruto del ingente número de zagales -surgidos de aquella montaña- que, desde sus respectivas aldeas, se dirigen a las pastorales bodas.
I, vv. 291-296
Cuál dellos las pendientes sumas graves
de negras baja, de crestadas aves,
cuyo lascivo esposo vigilante
doméstico es del Sol nuncio canoro,
y, de coral barbado, no de oro
ciñe, sino de púrpura, turbante.
Jammes (p. 260) explicó con tino las imágenes del gallo (“doméstico es del Sol, nuncio canoro”), de probable cuño ovidiano: “Non vigil ales ibi cristati cantibus ori”41. Ahora bien, Pellicer (1630, col. 423) no dudó al señalar que don Luis se había inspirado en Prudencio (himno I del Gallicinio: “Ales diei nuntius / lucem propinquam praecinit”). Y nos permitimos añadir el Moreto de Virgilio: “y el vigilante gallo había anunciado el día con su canto”, tal como registra Antonio de Nebrija (2002, p. 229) en su comentario a la obra del calagurritano, donde hemos dado con la glosa más semejante al sintagma “doméstico es del sol”. Así, el gran lingüista escoliaba acerca del latín fit nanque: “Es su sentido y orden. Pedro, y quienquiera que sea el hombre que cometa pecado, antes de que el heraldo de la luz, esto es el gallo, esto es Cristo, ilumine etc.” (p. 233).
Salcedo Coronel (1636, p. 70) se acogió a las autoridades de Ovidio (libro I de los Fastos: “Iam dederat cantum lucis praenuncius ales”) y los Moralia de san Gregorio: “Gallus diei nuncius, horas noctis discutit, et demum vocem exhortationis emittit”. Sin embargo, ni él ni los exégetas del Barroco adujeron el nombre de Plutarco, quien en el libro consagrado a los oráculos de Apolo “dice que tenía un gallo en la mano, queriendo significar la mañana y que se llegaba el nacimiento del sol” (López 1670, p. 89)42.
En paralelo, es curioso que Jammes aclarase la metáfora del turbante de color púrpura (la ‘cresta’, v. 296) y la aguda elipsis del sustantivo gallinas, de las cuales el gallo es sultán43, sin reparar en el originalísimo nudo entre ambas imágenes (‘gallo nuncio’ y ‘gallo sultán’) y en varios problemas de puntuación. Nosotros proponemos la siguiente:
Cuál dellos las pendientes sumas graves
de negras baja, de crestadas aves,
cuyo lascivo esposo, vigilante,
doméstico es del Sol, nuncio canoro;
y de coral barbado, no de oro,
ciñe, sino de púrpura, turbante.
Nuestros cambios afectan el epíteto vigilante, que debería ir entre comas, pues funciona como predicativo del sustantivo esposo. Se trata de un participio de presente latino con valor oracional idéntico al de lascivo, pues ambos complementan a esposo. Sin orillar, por supuesto, que “doméstico es del sol” y, por yuxtaposición, “nuncio canoro” son predicados nominales de “lascivo esposo” y, obviamente, también de vigilante44. En resumen, editamos entre comas este último participio adjetival para evitar la sucesión (y la confusión) de epítetos: el gallo es un lascivo y vigilante esposo, sin duda, y doméstico funciona aquí como sustantivo (‘criado’), igual que nuncio; pero si no colocamos un par de comas antes y después de vigilante, la sintaxis acaba por resentirse: “cuyo lascivo esposo vigilante / doméstico” se antoja demasiado confuso (además de agramatical).
Justo al final del v. 294 hemos integrado un punto y coma: Góngora sugiere que el gallo posee unas barbas de coral, y que no el oro, sino la púrpura, ceñía su turbante (‘su cresta’). Añadiremos una clave de Vázquez Siruela, para quien de púrpura turbante es un sintagma ya utilizado por Plinio, lib. X, al tratar de los gallos: “Ut plane digne aliti honoris tantum praebeat Romana purpura”45.
Finalmente, aunque no sea fácil postular vínculos absolutos, hemos documentado la imagen del gallo como nuncio solar, y a la vez señor de un harén de gallinas, en un apólogo (“El gato y el gallo”) del Fabulario (1613) de Sebastián Mey (2017, pp. 102-103):
Gallo: Señor gato, esto lo hago yo [despertar a todo el mundo] en servicio de la república, y por el bien de todos; y merecía que me dieran algún salario por ello, pues despierto a los oficiales, labradores y jornaleros, para que acudan a sus trabajos y labores; a los hombres ricos, para que si hay ladrones los sientan; a las señoras, para que no hagan las mozas algún mal recado.
Gato: Cuando tuvieras respuesta en esto, mereces la muerte por vivir siempre abarraganado; tienes un mundo de amigas, y muchas dellas tus parientas, con lo cual das mal ejemplo y mucho escándalo al mundo.
Es verdad que no resulta increíble que dos textos del todo coetáneos, como son las Soledades de Góngora y el Fabulario de Mey, puedan influirse recíprocamente; y tampoco que los sintagmas “vivir abarraganado” y “tienes un mundo de amigas” no sean idénticos a “cuyo lascivo esposo, vigilante” (I, v. 293)46. Sin embargo, llama la atención que en el apólogo del valenciano se sucedan la referencia al gallo como “despertador del mundo” y la malicia del séquito de gallinas. Luego no descartamos que ambos autores se valieran de una fuente común, acaso una de las ediciones del Isopete ystoriado -donde se incluía ya esta fábula de “El gato y el gallo”, atribuida a Remicio- que circularon por la España de la segunda mitad del siglo XVI. Publicado en 1482, este libro se reimprimiría en veintidós ocasiones hasta 157647.
I, vv. 321-328
Lo que lloró la Aurora
(si es néctar lo que llora)
y, antes que el Sol, enjuga
la abeja que madruga
a libar flores y a chupar cristales,
en celdas de oro líquido, en panales
la orza contenía
que un montañés traía.
Según Jammes (p. 266), para el endecasílabo “en celdas de oro líquido, en panales”
Salcedo da, sin advertirlo…, dos interpretaciones diferentes, que suponen dos construcciones distintas, en el mismo f. 73v de su comentario. La primera interpretación (“dice nuestro poeta que traía un montañés una orza de panales de miel”), que es la que adopté, después de D. Alonso y A. Carreira, hace el verso en celdas… en panales complemento del que le sigue, la orza contenía. La segunda (“Este, pues, néctar líquido que lloró la Aurora, y trasladó la abeja cuidadosa a las celdas de oro de los panales, contenía la orza que traía un montañés”) lo hace complemento de enjuga. Efectivamente la abeja enjuga, concentrándolo, el néctar en las celdas, y por otra parte es más adecuada una orza para contener miel líquida que panales. El lector decidirá si son suficientes estos argumentos para adoptar la segunda interpretación48.
Pues bien, este par de miopes pensamos que todo el pasaje debería leerse a la luz de la octava 26 del Polifemo (Góngora 2010 [1612], p. 163):
El celestial humor recién cuajado
que la almendra guardó entre verde y seca,
en blanca mimbre se lo puso al lado,
y un copo, en verdes juncos, de manteca;
en breve corcho, pero bien labrado,
un rubio hijo de una encina hueca,
dulcísimo panal, a cuya cera
su néctar vinculó la primavera.
En los dos textos coinciden el sustantivo néctar para aludir a la miel: “(si es néctar lo que llora)” / “su néctar vinculó la primavera”; la recurrencia del panal: “en celdas de oro líquido, en panales” / “dulcísimo panal, a cuya cera”; y lo que mejor nos ayuda a explicar los vv. 321-328 de la Soledad I: el recipiente que contiene dicho panal (y por ello el néctar). A nuestro parecer, el fragmento de la silva de los campos debería completarse con una coma después del sintagma “en panales” (v. 326); de modo que “en panales” sería una aposición expletiva -iluminadora- de la metáfora “en celdas de oro líquido”. Luego celdas es sinónimo aquí de panales; de igual forma que en el Polifemo “dulcísimo panal” cumplía una función apositiva respecto a la hermosa imagen del “rubio hijo de una encina hueca” (v. 206); o sea, “rubio hijo” equivalía a panal en la fábula del cíclope y la nereida. La construcción es idéntica.
Pasemos ya a la segunda equipolencia. En la Soledad I se nos dice que el panal estaba dentro de “la orza… que un montañés traía” (vv. 327-328). Y puesto que orza, según el Diccionario de Autoridades, es la “vasija vidriada de barro, alta y sin asas, que sirve por lo común para echar conservas” (RAE 2013 [1737], t. 5, s.v.), entendemos que el “breve corcho, pero bien labrado” (v. 205) que contenía el panal que Acis ofreció a Galatea en el Polifemo es asimismo una orza, aunque abocetada por la sinécdoque (“breve corcho”)49. Lo sugiere el hecho de que no se trata de un rudo tronco, sino de un “corcho labrado”, o sea, ‘torneado’, ‘moldeado’ por la mano del hombre. Recuérdese que en la Soledad I, a propósito de la escudilla de los pastores, se leía: “y en boj, aunque rebelde, a quien el torno / forma elegante dio sin culto adorno, / leche que exprimir vio la Alba aquel día” (vv. 145-147).
En buena lógica, tanto el “breve corcho” del Polifemo como este “rebelde boj” y, por último, la orza de la soledad de los campos, contenían, respectivamente, un panal, leche y un segundo panal. Y no sólo, porque hay otro tableau muy semejante en la silva de las riberas (II, vv. 283-301):
Cóncavo fresno, a quien gracioso indulto
de su caduco natural permite
que a la encina vivaz robusto imite,
y hueco exceda al alcornoque inculto,
verde era pompa de un vallete oculto,
cuando frondoso alcázar no de aquella,
que sin corona vuela y sin espada,
susurrante amazona, Dido alada,
de ejército más casto, de más bella
república, ceñida en vez de muros
de cortezas: en esta, pues, Cartago,
reina la abeja, oro brillando vago,
o el jugo beba de los aires puros
o el sudor de los cielos cuando liba
de las mudas estrellas la saliva;
burgo eran suyo el tronco informe, el breve
corcho, y moradas pobres sus vacíos
del que más solicita los desvíos
de la isla, plebeyo enjambre breve.
Blanco (2012, p. 89), acogiéndose a la autoridad de Díaz de Rivas, ha explicado cómo
la descripción de la colmena en la Soledad segunda deriva a no dudar su concepto central del símil [de la Eneida de Virgilio], y sin este antecedente sería difícil justificar sus menciones de Dido y de Cartago; la base de la figura consiste en dar la vuelta a la comparación de los ciudadanos con abejas solícitas empeñadas en una empresa colectiva, convirtiéndola en una descripción metafórica de las abejas en figura de cartagineses. Góngora hace por cierto de la abeja misma, genéricamente, una reina al frente de su república, como si viera en la colmena una democracia compuesta no de obreras sino de reinas50.
A nosotros nos interesan las analogías con los vv. 321-328 de la Soledad I, en la medida en que despejan el panorama: si en la silva de los campos “la abeja que -antes que el sol madruga a libar flores y chupar cristales- enjuga lo que lloró la Aurora”, en la de las riberas -acabamos de leerlo-, como una suerte de “Dido alada”, ora “bebe el jugo de los aires puros”, ora “el sudor de los cielos, cuando liba la saliva -o sea, el rocío- de las mudas estrellas”. Se diría, pues, que la versión de la Soledad II es más sofisticada, sin duda, pero también que alude a la misma escena que los versos de la I. Más interesante, si cabe, resulta el paralelismo entre los panales (“celdas de oro líquido”) que, a nuestro juicio, “contenía la orza”, la cual hemos relacionado con el “breve corcho” del Polifemo, y el burgo en el interior del “tronco informe” (de nuevo un “breve corcho”), cuyos vacíos, es decir, las celdillas, sirven de “moradas pobres” al “plebeyo enjambre”.
He aquí, por fin, nuestra prosificación de los versos que nos ocupan: ‘Lo que la Aurora lloró (si lo que llora es néctar) y la abeja enjuga, la cual -antes que el Sol- madruga a libar flores y a chupar cristales, contenía en celdas de oro líquido, o sea, en panales, la orza que un montañés traía’. Por tanto, lo que enjugó la abeja era sólo el rocío matutino (cristales) y el néctar -antes de depositarlo en los panales que el rústico traía en su orza. En efecto, “en celdas de oro líquido, en panales” es aquí un complemento circunstancial de “la orza contenía”.
No funciona la segunda lectura de Salcedo, ya que la abeja no enjuga en panales “lo que la Aurora lloró”. El añadido de una coma después del sintagma “en panales” aclara su valor apositivo respecto a “en celdas de oro líquido”; y, de paso, Góngora subraya que la citada abeja enjugaba el néctar “antes que el Sol” (y no en el panal). De ahí la segunda coma después del endecasílabo “a libar flores y a chupar cristales” (v. 325). Se trata, pues, de un tableau con dos planos distintos: la abeja enjuga el néctar que lloró la Aurora antes que el Sol enjugue la escarcha; y un montañés transporta en una orza “celdas de oro líquido”, o sea, panales, que son el resultado de que las abejas liben las flores. Entonces, aunque “la orza sea más adecuada para contener miel líquida que panales”, la de este montañés contenía celdas, que habría que interpretar -cada una de ellas- como pequeños panales.
I, vv. 344-349
merced de la hermosura que ha hospedado,
efectos si no dulces del concento
que, en las lucientes de marfil clavijas,
las duras cuerdas de las negras guijas
hicieron a su curso acelerado,
en cuanto a su furor perdonó el viento.
La paráfrasis de Jammes (p. 269) reza así:
Los cansados mozos se tienden a descansar un rato y terminan durmiéndose a la orilla del arroyo, antes sañudo, pero ahora manso, ya sea por haber hospedado en su ribera a las hermosas serranas llegadas antes, o bien sea efecto de la música que habían producido sus propias ondas al pasar sobre las aristas de sus negras guijas (que eran como cuerdas de guitarra atadas a los árboles de las márgenes, los cuales, con el pie rodeado de espuma, parecían clavijas de marfil), y que el arroyo había podido escuchar en cuanto el viento dejó de soplar con violencia.
Y sobre el sintagma “su furor”, anota:
‘el furor del viento’. Recuerda la tempestad del día precedente: mientras soplaba el viento, el arroyo no podía oír la música del agua en las piedras. Excluyo la interpretación de D. Alonso (“siempre que no embravecía el viento la corriente”) derivada de la de Salcedo (fo. 74v.): el viento provoca tempestades en el mar, no en un pequeño arroyo; en cambio, es fácil entender que el ruido del viento en los árboles (ya evocado en el v. 83) hace inaudible el canto de un torrente (pp. 268-270).
Jammes dio en el clavo, pues igual lo había leído Vázquez Siruela allá por 1630:
Perdonó. De este verbo se puede decir lo mismo que del latino parco. Dice Filargirio, sobre la 8ª égloga de Marón, explicando aquel hemistiquio: Parcite ab urbe venit. Non desine dixit, quia qui desinit finem facit; qui parcit, suspendit id quod agebat. Buena observación, pero no constante, como se ve en el lib. 2 de la Eneida, en que dice Júpiter a Venus: Parce metu, Citheraea, no para suspender el temor, sino para desarraigarlo de todo punto; mas no tiene duda que en aquella significación se usa muchas veces, y lo mismo es en la lengua española, que observó Licio con gran puntualidad en la Soledad Primera: “En cuanto a su furor perdonó el viento”. Quiere decir ‘suspendió’ etc. (f. 83v).
Si perdonó quiere decir aquí ‘suspendió’, queda claro que es el viento el que interrumpe su furor para que se escuche el concento del arroyo.
I, vv. 374-375
Más armas introdujo este marino
monstro escamado de robustas hayas…
Según Jammes,
“monstro escamado de robustas hayas” se ha interpretado de varias maneras: ‘Recubierto de tablones de madera’, dice D. Alonso; pero Salcedo Coronel pensó en un detalle más preciso: ‘Llama al navío monstruo escamado de hayas, tomando esta metáfora de aquellas cintas que se ven por la parte exterior en los costados de las naves, y por la novedad’ (f. 79v.). Prefiero atenerme a la interpretación de D. Alonso, teniendo en cuenta los otros casos en que Góngora asimila haya a navío en general: “ligurina haya” en el Polifemo (v. 442), “alta haya” en el soneto a la toma de Larache, de 1611…, “segunda haya” en la Segunda Soledad (v. 45) y “acémilas de haya” en el soneto burlesco al conde de Villamediana (p. 274).
Tampoco la redacción primitiva despeja las copiosas dudas: “Monstruo escamado de inconstantes hayas”, que, al decir del propio Jammes (loc. cit.), Góngora corrigió “para evitar la repetición del epíteto inconstantes, que valía más conservar para la rima del v. 404”.
Nuestro corolario esta vez es doble, por las razones que aduciremos en seguida. Ante todo, opinamos que no se trata tanto de una sinécdoque del material (es decir, de la madera) de la cubierta del barco (monstruo escamado)51, cuanto de una imagen mucho más precisa: las robustas hayas son aquí los mástiles del navío, probablemente de tres palos: el trinquete, o primer palo de proa; el palo mayor, situado cerca del centro; y la mesana, o palo más cercano a la popa. Y es que algunos barcos contaban ya en la Edad de Oro hasta con un espolón o bauprés, el palo horizontal que sale de la proa52.
Nótese que la metáfora es bastante más sofisticada que la usada por don Luis en el v. 394 de la Soledad I, donde el barco de velas se ‘transforma’ en alado roble (Góngora 1994, p. 277). De hecho, Vázquez Siruela (1630, f. 148r) señalaría que esta imagen “frecuentísimamente se atribuye a los navíos, pero con solidísima base en la antigüedad: San Isidoro, lib. XIX de las Etimologías, cap. 3: «Apud latinos autem vela a volatu dicta unde est illud: velorum pandimus alas»”.
Quizá el poeta presentara los mástiles como inconstantes en la versión inicial de su poema a causa de la diferencia de altura entre unos y otros; o bien, con finalidad aún más precisa, para designar las vergas de los mástiles: las perchas perpendiculares a las que se aseguran los gratiles de las velas, ora izadas, ora desplegadas en función del viento. Si se da por buena nuestra lectura, tendríamos aquí una sinécdoque del soporte, esto es, de la verga, por los lienzos que suben, bajan, o bien se expanden sobre ella, en función de los avatares durante la travesía.
También aprobamos la lectura de Blanco (2012, pp. 308-309), que suena aún más gongorina y que, a fin de cuentas, pone el acento sobre el barco (o los barcos) en cuestión:
Los navegantes viajan con ánimo de conquista y por lo tanto llegan a las remotas playas para introducir armas en ellas, lo que hace de sus “leños” (sus barcos) algo parecido al caballo de Troya, que llevaba en su vientre hombres armados… La guerra es pues el objetivo de la navegación y ambas son moralmente equivalentes: navegantes y guerreros se enfrentan a duras penalidades y arriesgan la vida para alcanzar botín y gloria53. En la expresión este marino monstro late probablemente una vez más el carmen de Catulo sobre las bodas de Tetis y Peleo, que por su naturaleza epitalámica tiene relación evidente con la Soledad primera. Como preludio a su relato de las bodas de un mortal con una diosa, Catulo refiere la aventura de los Argonautas, en unos versos que Góngora conoció a fondo y que rotos en menudos fragmentos integró en la fábrica de su poema. Esta nave es un monstrum que causa asombro a las nereidas, que ven por primera vez una construcción humana hendiendo las aguas:
Quae simul ac rostro ventosum proscidit aequor,
tortaque remigio spumis incanduit unda,
emersere feri candenti e gurgite vultus
aequorae monstrum Nereides admirantes
(Carmina, LXIV, vv. 12-15).
(En cuanto con su proa hendió el mar ventoso y el agua, batida por los remos, encaneció de espuma, sacaron la cabeza del blanco abismo las nereidas asombradas por el monstruo)54.
Eso sí, como hemos apuntado, la tesis de Almansa y Mendoza y del autor de Antequera funciona a las mil maravillas. Es de veras factible que “marino monstro” sirva como una aposición antepuesta del sintagma “tanto mar” (I, v. 376). Bastaría releer todo el episodio para toparse con una estructura algo parecida (“al que, ya deste o de aquel mar, primero / surcó, labrador fiero, / el campo undoso en mal nacido pino”; I, vv. 369371). De igual manera que el mar se había metaforizado como un “campo de ondas” surcado (‘arado’) por un labrador en un “mal nacido pino”, o sea, en un “infausto barco”, no es imposible que el mismo mar, repleto de barcos y de mástiles: “robustas hayas” -Góngora pensaba en el Tirreno, o bien en el Egeo-, se animalice luego como un monstruo colosal.
Acaso haya que buscar la clave en los vv. 419-426 de la Soledad I, donde, para describir el istmo de Panamá, don Luis dibujó el océano como una “sierpe de cristal”, con la cola escamada de estrellas:
A pesar luego de áspides volantes,
(sombra del Sol y tósigo del viento)
de Caribes flechados, sus banderas,
siempre gloriosas, siempre tremolantes,
rompieron lo que armó de plumas ciento
Lestrigones el istmo, aladas fieras,
el istmo que el Océano divide
y, sierpe de cristal, juntar le impide
la cabeza, del Norte coronada,
con la que ilustra el Sur cola escamada
de antárticas estrellas55.
Que un río (o un mar) se puede imaginar como un “monstro escamado” lo evidencia la octava 14 de la Primavera indiana -“poema guadalupano publicado en 1668, aunque compuesto hacia 1662”- de Carlos Sigüenza y Góngora (en Tenorio 2013, pp. 90-91): “Por veneno sangriento, aljófar puro / les arroja una breve sierpe undosa / a las breñas, que son caduco muro / donde espumas dexó por piel vistosa: / en su seno no admite el monte duro / al argentado monstruo, al fin quexosa / se desliza la sierpe por las breñas / lamiendo rocas y enroscando peñas”.
I, vv. 461-464
La aromática selva penetraste,
que al pájaro de Arabia (cuyo vuelo
arco alado es del cielo,
no corvo, mas tendido)…
Jammes se hizo eco de una nota de Alonso: “Los comentaristas están acordes en considerar que vuelo está tomado aquí en su acepción de ala”. Sin embargo, el gongorista galo se aprestaría a matizar que
la metonimia no es muy convincente, y, además, esta interpretación no encaja con los versos siguientes. Lo que Góngora evoca aquí no son exactamente las alas multicolores de la Fénix, sino, más poéticamente, la estela luminosa que su vuelo deja en el cielo, parecida a un arco iris, pero horizontal, rectilíneo, no corvo (p. 290).
Y estaba en lo cierto, pues así lo glosaron, aunque con inferior vuelo -nunca mejor traído-, tanto Pellicer -“cuyas alas tienen tantos colores como el iris” (1630, col. 472) - como Salcedo Coronel -“cuyas alas cuando vuelan imitan en las colores (no en lo corvo) al arco del cielo” (1636, p. 111)- y, sobre todo, el autor de la Soledad primera, ilustrada y defendida:
Compara a la Fénix al arco del cielo, no en lo corvo, sino por las varias colores que tiene matizadas las plumas…, según Plinio dice (f. 88v), della, libro 10, capítulo 2… Lo mismo dice su secuaz Solino, Polihistor, capítulo 36, hablando de los árabes: “Apud eosdem nascitur avis Fenix, aquilae magnitudine, capite Honorato, in conum plumis extantibus, cristatis faucibus, circa colla fulgore aureo, postera par te purpureus, absque cauda, in qua roseis pennis ceruleus interscribitur nitor” (en Osuna Cabezas 2009, pp. 292-293)56.
Blanco y Conde Parrado han explicado en una de sus glosas a las Anotaciones de Vázquez Siruela que los vv. 617-618 (“No menos corvo rosicler sereno / el país coronó agradable”) del Panegírico al duque de Lerma (1617) son
perífrasis del arco iris, a su vez signo de bonanza en las tempestades y de paz después del conflicto: este doble sentido meteorológico y moral es lo que se pone de relieve en el relato bíblico del diluvio. La palabra “corvo” gusta a Góngora, especialmente para este fenómeno: “arco alado es del cielo, / no corvo más tendido”, dice del vuelo del Fénix. En los Epitheta de Ravisius Textor, curuatus no figura como epíteto de arcus coelestis, aunque sí de arcus.
Y la propia Blanco (2012, pp. 364-366), esta vez en solitario, le ha extraído todo el jugo al -en apariencia- “inocente” locus:
Obsérvese que en la narración por Ariosto del viaje de Astolfo desde Extremo Oriente hasta Europa, el itinerario de este caballero pasa por Arabia, región que el poeta caracteriza por ser morada electa del Fénix, donde crecen la mirra y el perfumado incienso… Lo más probable, sin embargo, si se tiene en cuenta el orden seguido por el discurso de las navegaciones y su economía general, es que haya aquí una trampa. Esta aromática selva gongorina se presenta como algo que se sitúa más allá de la India en el itinerario de los navegantes portugueses, puesto que aparece su mención después del hallazgo de los “reinos de la Aurora”. Además…, Góngora sabía que Vasco de Gama no había “penetrado” en Arabia y que ni su viaje ni los sucesivos de navegantes lusos que prosiguieron la colonización de Oriente tenían ese objetivo… Por lo demás, se sabía bien por entonces que Arabia, lejos de ser especialmente rica en “aromas”, era en gran parte zona seca, tórrida y árida. Por lo tanto nos parece probable que con el pájaro de Arabia Góngora está fabricando una especie de trampantojo: la aromática selva penetrada por la codicia alude a las islas de las especias en el Extremo Oriente. Es este lugar el que debe elegir el Fénix para construir su pira y su nido, abandonando Arabia, aunque Ariosto haya confinado al ave prodigiosa en esta región, predilecta suya de “todo el mundo inmenso”… Lo más seguro sin embargo es que Góngora tuviera presente una vez más a su favorito Claudiano y el deslumbrante comienzo de su idilio Phoenix…, [donde] sitúa al pájaro de Arabia, con deliberada contradicción, en las islas de las especias, meta última de las navegaciones portuguesas, entre Ceilán, Indonesia y las Molucas.
I, vv. 500-502
donde con mi hacienda
del alma se quedó la mejor prenda,
cuya memoria es bueitre de pesares.
Jammes advierte que en la versión original se leía: “donde no sólo se quedó mi hacienda, / mas de mi alma la más dulce prenda”. No obstante, lindera del guiño al castigo del gigante “Ticio, fulminado por Zeus por haber intentado violar a Latona, y arrojado a los infiernos, donde dos buitres devoraban su hígado” (p. 298), quizá haya pasado desapercibido que otra fuente -algo lejana- para el v. 501 pudo ser la Carta a un amigo, al cual llama Galanio; y él mismo se nombra Aldino, nombres pastoriles, de Francisco de Aldana (2000, p. 359): “como es verdad que Aldino y que Galanio / dos nombres son, y sola un alma vive / en Galanio y Aldino solamente, / tanto que yo de mí menos certeza / tengo que vivo y soy que en mí vos mismo / sé que vivís y sois la mejor parte” (vv. 3-8)57.
Y tampoco se ignore, como indicaron Bonilla Cerezo y Tanganelli (2013, p. 134), que en las divisas de Alciato el suplicio de Prometeo sugiere la osadía de los que “saber presumen / las sciencias que los ánimos consumen” (Daza Pinciano 1549, p. 49):
Las Anotaciones de Vázquez Siruela (1630, f. 118r) aportan otra autoridad muy fiable:
alude no al apólogo de Ticio, sino al alma de él y a la doctrina que en aquella ficción quisieron enseñar los antiguos, como también Arbitrus en los fragmentos, p. 90, de la impresión de Salas:
Qui vultur iecor intimum pererrat
et pectus trahit intimasque fibras,
non est quem lepidi vocant poetae,
sed cordis mala liuor atque luctus.
Blanco y Conde Parrado anotan que
la frase sirve para apoyar la lectura moral del mito que hace Góngora, y que ya conocían los antiguos: Ticio, castigado por el intento de violar a una diosa, es encadenado en el Tártaro, donde un buitre devora eternamente su hígado. A este suplicio se parece el tormento que causa al serrano el recuerdo de su hijo perdido en el mar.
Otro eco del mito, acaso más elusivo, se registraría en la redondilla “Guerra me hacen dos cuidados” (1619, vv. 5-10): “en la memoria cebados, / voraz símil cada cual / del bueitre ha sido, infernal, / cuyo insaciable desdén / plumas ha vestido al bien, / garras ha prestado al mal”.
I, vv. 573-579
Centro apacible un círculo espacioso
a más caminos que una estrella rayos
hacía, bien de pobos, bien de alisos, donde la Primavera,
calzada abriles y vestida mayos, centellas saca de cristal undoso
a un pedernal orlado de narcisos.
Según Jammes (p. 312),
dos construcciones son posibles: “un círculo, bien de pobos, bien de alisos, hacía centro a más caminos”, o “un círculo hacía centro a más caminos, bien de pobos, bien de alisos”. La primera es la de Salcedo y Pellicer; la segunda, que me parece preferible, es la de D. Alonso, adoptada por Carreira: se justifica mejor en este caso la alternativa bien… bien: unos caminos están bordeados de pobos (‘chopos’), otros de alisos.
Primera redacción:
[574] a más caminos que una estrella rayos,
[575] hacía, ya de pobos, ya de alisos.
Jammes eligió la opción correcta: “un círculo espacioso sirve como centro apacible -más que los rayos que se desprenden del centro de una estrella- a más caminos, bien de pobos, bien de alisos, que equivalen aquí a esos rayos (metafóricos) que derivan del citado círculo” (p. 313). Lo confirma no sólo la primera redacción de este pasaje, que se antoja cristalina, sino un detalle en absoluto baladí: las dos clases de árboles que hermoseaban los caminos reproducen el esquema sintáctico -y paisajístico- que habíamos leído pocos versos atrás: “Alegres pisan la que, si no era / de chopos calle y de álamos carrera” (vv. 534-535; véase Ly 2020, pp. 56-62). Un díptico en el que las dos especies de salicáceas -chopos y pobos son voces sinónimas-, es decir, los chopos y los álamos, crecían en contextos espaciales, la calle y la carrera, más afines al sustantivo caminos que al círculo del v. 573. Lo prueba asimismo, o como poco lo insinúa, el primer cuarteto del soneto De una quinta del conde de Salinas, ribera del Duero (1603):
De ríos, soy el Duero, acompañado,
en estas apacibles soledades,
que, despreciando muros de ciudades,
de álamos camino coronado.
También acaba de observarlo Juan Matas Caballero en su monumental edición de los sonetos de Góngora (2019, p. 670):
“La imagen de los álamos acompañando al río en su curso (coronado, ‘adornado’), como si formaran una «carrera» o calle tendrá su expresión concreta en las Soledades, I, 535: «de chopos calle y de álamos carrera»”58.
I, vv. 580-584
Este pues centro era
meta umbrosa al vaquero convecino,
y delicioso término al distante,
donde, aun cansado más que el caminante,
concurría el camino.
Respecto al v. 583 (“donde, aun cansado más que el caminante”), Jammes (p. 314) explicó que don Luis aludía a que el camino “muere allí”. Y añade:
Así lo explica Salcedo: “Rematábase allí el camino, por eso le llama cansado”. Díaz de Rivas lo comprende de otra manera, menos convincente a mi parecer: “Porque lo pisaban tanto”; cita la Eneida (“fatigare siluas”) y Garcilaso (“el monte fatigando”), añadiendo: “es porque lo pisan muchos”. Pero el contexto no sugiere que esos caminos sean muy concurridos (salvo en algunas ocasiones excepcionales, como la de estas bodas).
Carreira propone otra interpretación, fundada sobre el doble sentido posible (activo y pasivo) de cansado: “más fatigoso el camino que fatigado el caminante”.
Primera redacción:
[583] Do a descansar no solo el caminante,
[584] mas concurría el camino59.
La paráfrasis de Vázquez Siruela (1630, f. 146v) aclara el asunto, e inclina la balanza del lado de Carreira:
<417>23. Cansado más que el caminante llega el camino. Por las vueltas y rodeos que hace. Tal es aquello de Ovidio, lib. 1 Metamorfosis, versu 581:
Moxque amnes alii, qui, qua tulit impetus illos,
in mare deducunt fessas erroribus undas.
[Margen dcho.: Y lo de Horacio, lib. 2, oda 3: Et obliquo laborat / limpha fugax trepidare riuo, donde el arroyo trabaja y se fatiga por los rodeos que va dando con su corriente].
I, vv. 585-589
Al concento se abaten cristalino
sedientas las serranas,
cual simples codornices al reclamo
que les miente la voz, y verde cela
entre la no espigada mies la tela.
Ésta es la paráfrasis de Jammes:
Al sonido del agua que sale de la fuente se abaten las sedientas serranas, como suelen las inocentes codornices abatirse al reclamo del cazador, que emite un grito fingido semejante al suyo, y encubre entre las mieses todavía no espigadas la verde red preparada para atraparlas (p. 315).
Creemos que debió basarse en la opinión de Salcedo Coronel (1636, pp. 128-129) y menos en la de Pellicer (1630, p. 483). El culto autor de las Lecciones solemnes había escrito: “abatiéronse a beber las serranas no de otra suerte que las codornices al reclamo que contrahace su voz y le esconde los lazos entre las mieses aún no espigadas”.
Como nuestra lección es más detallada, copiaremos antes otro párrafo de Salcedo Coronel (1636, p. 129): “Muchos modos hay de cazarlas [las codornices], pero el más ordinario es con redes y con un instrumento que se llama reclamo, cuyo son es parecidísimo a la voz de la codorniz hembra, y así los machos acuden, tocándole el cazador, y caen en la red”.
Con buen criterio, el sevillano matizó que “hay muchos modos de cazarlas”, porque no es necesariamente éste el descrito por Góngora. Más aún: ¿y si al aludir al reclamo que les miente la voz el poeta no pensaba en ese “grito fingido” que emitía el cazador?
Dicho reclamo, como nos aclara la Encyclopedia metódica. Historia natural de los animales, vertida del francés al español por Gregorio Manuel Sanz y Chanas (1788, t. 1, p. 328),
se hace de dos modos: el uno es una bolsita de cuero de dos dedos de ancho, formada a modo de pera, la cual se llena de crin, sin apretarla. A su extremidad se ata con un hilo fuerte y encerado un pito, que se hace del hueso del ala de una garza, o de algunos de los huesos largos de las extremidades de una liebre o de un gato… El otro reclamo, largo de cuatro dedos y un poco más grueso que el pulgar, se hace de un alambre enroscado en espiral.
Pero nosotros entendemos que el reclamo de la Soledad primera, por coherencia con su paisaje arcádico y deportivo, y sobre todo porque luego se hablará de unas bodas con símbolos de veras precisos, no es sino otra codorniz, previamente adiestrada, enjaulada y emboscada entre las frondas por el cazador. Leamos la primera acepción de reclamo en el Diccionario de Autoridades: “el pájaro o ave doméstica y enseñada para que con su canto atraiga otras de su especie” (RAE 2013 [1737], t. 5, s.v.).
Sin embargo, o bien Góngora ignoraba esta clase de ojeo, o bien se permitió una genial licencia: las que se abaten aquí no son las codornices macho, sino las serranas, o sea, las hembras. Y quizá haya aquí otra huella ovidiana, pues el poeta de Sulmona “ve el combate como el tema que domina en el amor: Cupido hiere el corazón con dardos ardientes, las mujeres son descritas como pájaros a los que hay que tender trampas, caza a la que hay que perseguir, botín para llevarse en un rapto general de Sabinas” (Singer 1999, p. 154)60.
Insistimos en que lo ortodoxo -por no decir “lo normal”- es que sean las hembras quienes con su cuquilleo atraigan al macho hasta el cazadero, donde se habrá colocado una red -esa tela que refiere don Luis. La jaula con la codorniz hembra se suele ubicar en la parte trasera de dicha red, a no más de dos o tres pies, pero siempre en el lado opuesto a donde se escucha el canto del macho; luego, el cazador se retira a una distancia que nunca supera los doce pasos, sin hacer ruido, mientras que el reclamo llama al macho. Este terreno donde descansa la jaula recibe el nombre de “repostero”, “pulpitillo” o “tanto”.
Más compleja es la imagen de los vv. 588-589: “… y verde cela / entre la no espigada mies la tela”. Lo habitual es que “entre la no espigada mies”, oculta, es decir, celada, se encuentre una red (tela), mimetizada con la vegetación, que, por tratarse aquí de un poema que ocurre durante la estación florida, sólo podría ser una albanega: o sea, la red que sirve para las capturas entre los meses de abril y agosto, que es la época en la que las codornices están en celo. Durante el invierno y el otoño, por el contrario, se usa una tiraza. Forman dicha albanega unas mallas cuadradas de “diez pulgadas a un pie o algo más de alto, y larga cuanto se quiera, aunque por lo regular suele hacerse de quince a dieciocho pies…, [con] pulgada y media de diámetro, y se pone perpendicularmente por medio de unos tientos o estacas metidas en el suelo” (Encyclopedia metódica 1788, t. 1, p. 328).
Góngora de nuevo aludió a este tipo de recreo cinegético -con presas femeninas- en la décima de 1608 A una monja que le había enviado una pieza de holanda (“El lienzo que me habéis dado”):
Holanda, niña, que ha andado
entre redes, no querría
que fuese caza algún día
desigual para los dos:
de tórtolas para vos,
para mí de montería (vv. 5-10).
Considérese, no obstante, que estos señuelos -pensamos ahora en el reclamo-silbo- figuraban en otra de las divisas de Covarrubias (1610, I, 10, f. 10r): aquella en la que un cazador apunta a unas aves con su arco. En cambio, la red asomaba en el Emblematum liber de Alciato (trad. Daza Pinciano, 1549, p. 236), que optó, en vez de por el reclamo y las codornices, por un ánade domesticado que engañaba a los de su misma especie (Bonilla Cerezo y Tanganelli 2013, p. 134).
Por último, para apurar la variedad de cinegéticas en las Soledades, no estaría de más cotejar los vv. 585-589 de la silva de los campos con otro episodio de la Soledad II, donde Góngora sí que reparó en el uso de armas de fuego:
A pocos pasos lo admiró no menos
montecillo, las sienes laureado,
traviesos despidiendo moradores
de sus confusos senos,
conejuelos que (el viento consultando)
salieron retozando a pisar flores,
el más tímido al fin más ignorante
del plomo fulminante (vv. 275-282)61.