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Nueva revista de filología hispánica

versión On-line ISSN 2448-6558versión impresa ISSN 0185-0121

Nueva rev. filol. hisp. vol.69 no.2 Ciudad de México jul./dic. 2021  Epub 06-Sep-2021

https://doi.org/10.24201/nrfh.v69i2.3763 

Reseñas

Rafael Olea Franco, La lengua literaria mexicana: de la Independencia a la Revolución (1816-1920). El Colegio de México, México, 2019; 257 pp.

1Universidad Nacional Autónoma de México, perus@correo.unam.mx

Olea Franco, Rafael. La lengua literaria mexicana: de la Independencia a la Revolución (1816-1920). El Colegio de México, México: 2019. 257p.


En una nutrida entrevista con Luis Harss, el autor de Los nuestros, Juan Rulfo, cuya obra de ficción más significativa salió publicada a mediados del siglo pasado, explicaba lo siguiente: “Precisamente, lo que yo no quería era hablar como un libro escrito. Quería, no hablar como se escribe, sino escribir como se habla”. La formulación es curiosa, por ser ella misma una muestra de la concepción que tenía el autor de El Llano en llamas y Pedro Páramo del libro y de la escritura: el primer giro sintáctico es paradójico -¿habrá libro alguno que no sea “escrito”?-, hasta encontrar el entrevistado la forma adversativa y sintética precisa que, con todo, no deja de contemplar la no menos extraña posibilidad de “hablar como se escribe”.

Esta declaración de Rulfo ha hecho correr bastante tinta y tergiversado no pocas apreciaciones de su narrativa. Antes que prestarle a ésta una supuesta imitación del hablar de los campesinos de Jalisco, acaso convendría vincular el manifiesto propósito del autor con un movimiento mucho más amplio y profundo de las formas narrativas en el ámbito internacional. Prueba de que Rulfo estaba al tanto de este movimiento de fondo es la presencia en su biblioteca -encuadernados por él y con algunas marcas de la lectura que hiciera de ellos- de dos ensayos que José Ortega y Gasset publicara en su momento en la editorial de la Revista de Occidente. Me refiero a la edición conjunta (1925) de La deshumanización del arte, dedicado primordialmente a las artes plásticas, y a Ideas sobre la novela, en el cual el filósofo español trata el tema de la así llamada “muerte de la novela”, muy debatida entonces en el ámbito europeo. Aun cuando el mismo Ortega declara no ser especialista en asuntos propiamente literarios, en la medida en que recoge los principales debates de la época en torno al tema y hace observaciones coincidentes con una de las vertientes más renovadoras de la novela en el transcurso del siglo XX, no está por demás recordarlas aquí, no sólo por lo que atañe a la obra de Rulfo -cuyas concepciones poéticas acerca del arte de narrar presentan sorprendentes coincidencias con los planteamientos de Ortega-, sino también, y sobre todo, por su relación con el tema de la prolija investigación que, no sin mencionar a Rulfo en más de una ocasión, Rafael Olea Franco dedica a la formación de la lengua literaria mexicana entre 1816 y 1920.

¿Cómo imaginar, en efecto, que pudiera haber aparecido en México un narrador tan profundamente original y renovador como Juan Rulfo -en el plano nacional como en el internacional-, sin los aportes previos de los autores que relee aquí, con ojo y oído avizor, quien ha venido haciendo de la literatura mexicana moderna -además de la obra de Jorge Luis Borges- el objeto privilegiado de sus desvelos?

Ortega viene aquí a cuento, por cuanto luego de considerar la novela como un género “moroso” a la par de “tupido”, preconizaba que, para salir del estancamiento en que la había sumido la reiteración de procedimientos anquilosados, hacía falta “apueblarla”. Lo que, desde luego, no entendía como la supuesta imitación de algún lenguaje considerado “popular”, sino -a la manera de Dostoievski, “uno de los más grandes innovadores de la forma novelesca”- como la ubicación imaginaria de personajes, narradores y lectores en un mismo universo -una misma “atmósfera”-, dentro de la cual nada está dicho de antemano. De donde se desprende, siempre según Ortega, que “el «realismo»… de Dostoyewsky [sic ] no está en las cosas y hechos por él referidos, sino en el modo de tratar con ellos a que se ve obligado el lector. No es la materia de la vida lo que constituye su «realismo» sino la forma de la vida”.

Ahora bien, el logro literario de esta atmósfera y de este involucramiento del lector en las vivencias de los propios personajes requiere precisamente de la formación de una lengua literaria que, sin desvincularse por completo de los usos comunes de la lengua, pueda valerse de ellos y reorientarlos con miras a la “saturación” de la atmósfera en que habrán de convivir juntos lectores, narradores y personajes. Las posibilidades creativas de esta lengua literaria guardan, así pues, estrecha relación con la existencia de una lengua común, que no por natural -al menos en cierto nivel- deja de ser social y, por ende, de estar ligada a las formas históricas de su presencia en el conjunto de la sociedad. La participación activa de la literatura -en el sentido más amplio de la palabra- en la formación y recreación de esta lengua común, con sistema de educación generalizado de por medio, es hoy algo olvidado o minimizado, de la misma manera en que el discurso crítico al uso suele pasar por alto la cuestión -nunca zanjada de una vez por todas- de los vínculos y los deslindes entre los usos comunes de la lengua y los de su (re)elaboración artística y literaria. Ante esta desatención a los asuntos de la lengua y a los de la creación artística verbal, no está de más celebrar la aparición del estudio prolijo que Rafael Olea Franco acaba de dedicar a un siglo de formación de la lengua literaria mexicana.

En una nota previa, el autor de La lengua literaria mexicana circunscribe con toda precisión el objeto de su investigación, expresamente inscrita en el ámbito de la cultura letrada: “Por ello están fuera de los límites de este trabajo las expresiones de estricto carácter popular, sobre todo orales, por desgracia tan insuficientemente estudiadas en lo que respecta a esa época, en gran medida por falta de documentación y de medios de registro verbal”. Y añade a continuación: “Esta carencia hace más valiosa todavía los testimonios literarios, en particular los generados a partir de una intención artística adscrita a las diferentes corrientes del realismo” (p. 16). Queda sentado de este modo el vínculo ineludible entre los lenguajes hablados y vivos -sean éstos populares o no- y las obras literarias que los acogen y reelaboran dentro de su propio espacio ficcional; vínculo ineludible que va dando lugar al lento y sinuoso proceso de formación de la lengua literaria mexicana. Pero queda especificada también la índole de las obras seleccionadas en función de una representatividad que atañe tanto al período histórico considerado como a las diferentes concepciones del realismo que fueron coadyuvando a dicha formación.

En este período histórico -que corresponde grosso modo al de la formación del Estado nación, con todo y las heterogeneidades sociohistóricas, regionales e incluso lingüísticas puestas de manifiesto a raíz de la desaparición del vínculo colonial-, las diferentes opciones realistas, orientadas hacia la representación de lo real -las muchas variantes del habla inclusive-, no son casuales: desde su ámbito propio, acompañan un proceso político y cultural que de ningún modo pudiera reducirse a una dimensión puramente ideológica. Las principales dimensiones históricas de la problemática analizada se sintetizan en la introducción general que precede los estudios de las cinco novelas seleccionadas, en función de sus aportes a la formación de la “lengua literaria mexicana”, misma que, por las condiciones históricas de tal formación, no hubiera podido designarse de otro modo, v.gr. sustituyendo el calificativo de mexicana por una atribución puramente geográfica (de México), como pareciera autorizarlo la concepción globalizante actualmente imperante. El contraste con las polémicas entre Bello y Sarmiento, primero, y entre Cuervo y Valera, después, sirve al autor para “marcar tanto las similitudes como sus notables diferencias respecto del ámbito cultural mexicano” (p. 26).

Las cinco obras en las que se detienen los análisis de Olea Franco son, sucesivamente, El Periquillo Sarniento (1816-1831), Astucia (18651866), Los bandidos de Río Frío (1888-1891), Santa (1903) y Los de abajo (1915-1920). Esta selección pretende ser “una muestra… del lento y paulatino proceso mediante el cual se forjó una lengua que ahora podemos denominar «mexicana»”, mientras que la extensión desigual de los análisis dedicados a cada una de ellas depende ante todo de “la relación que mantiene con los objetivos del trabajo, no del valor literario de la misma” (p. 16). Sin embargo, por cuanto la lengua literaria es inseparable de las estructuras artísticas de las que forma parte, el autor precisa también, y con toda razón, que tuvo que tomar tales estructuras en cuenta junto con sus diferentes modos de configurar narradores y personajes.

El primer estudio, dedicado a la novela de Fernández de Lizardi, parte de una breve síntesis de las diferentes ediciones de El Periquillo Sarniento, y trae a cuenta algunas de las valoraciones que fueron señalando sus escasas pretensiones literarias a la par de su rescate del lenguaje popular. Pero, sin dejar de subrayar la estructura picaresca y el costumbrismo en los que se asienta la novela -mismos que, como se recordará, permiten al narrador desplazarse de un espacio sociocultural a otro y caracterizar a los personajes con base en su representatividad social, la del habla inclusive-, Olea Franco reformula estas apreciaciones algo trilladas mediante la detección de “una clara escisión entre dos aspectos diferenciados: el fomento de la normatividad lingüística, por un lado, y el libre flujo de las expresiones populares, por otro” (p. 31). Y amplía luego esta tensión, constitutiva de la enunciación novelesca, con otra observación no menos sagaz, que atañe a los destinatarios virtuales de la obra. En efecto, la mención, como al pasar, de la frase deíctica “como acá decimos” estaría señalando “el deseo autoral de construir su obra teniendo en mente un doble registro verbal: tanto el de España como el de México” (p. 39). Sólo que, ante ello, no se trataría tanto de preguntarse “por cuál de las dos orillas del Atlántico escribe Fernández de Lizardi” (id.), puesto que se dirigía sin duda a ambos géneros de lectores, cuanto de dar con “el problema de orden epistemológico” implicado en las alternativas léxicas barajadas por el narrador de Lizardi.

Este problema nodal, que como señala el propio Olea es el que proporciona su tono al conjunto de la obra, radica en “cómo hacer conocer al otro, mediante la lengua, experiencias vitales u objetos que no están presentes en su realidad inmediata” (p. 40). Y no sólo en su “realidad inmediata” -diría yo-, sino también en su experiencia sensible y en elaboraciones verbales suscitadas por ella u otras semejantes que atestiguaran la existencia conjunta de una lengua común y de una lengua literaria. Ahora bien, la problemática justamente detectada por el crítico mexicano en la base de la obra de Fernández de Lizardi no deja de tener sus antecedentes; se halla de hecho en el trasfondo de buena parte de la literatura del período colonial, y no hubiera podido desaparecer como por encanto con la Independencia. Cabe preguntarse incluso si, en el período considerado, la desaparición del poder colonial no contribuyó a poner de manifiesto las heterogeneidades y profundas escisiones en el seno de una sociedad cuya dimensión propiamente nacional aún quedaba por hacer -tanto en el plano de la lengua como en otros-, y si, al diversificar y volver más complejas las instancias involucradas en los procesos de institucionalización literaria, estas mismas características socioculturales no contribuyeron también a agudizar el problema epistemológico de fondo.

En este sentido, al menos, abona el estudio que Olea Franco dedica a la novela de Luis G. Urbina Astucia, cuyo costumbrismo difiere del de Lizardi por la inflexión eminentemente popular que su autor confirió a la narración ficcional de un supuesto testimonio relativo a las aventuras de unos contrabandistas michoacanos en tiempos de Maximiliano. En este caso, el estudio se centra ante todo en las paradojas y vicisitudes de la recepción de la que fue objeto la novela, debido precisamente a lo novedoso de la perspectiva intrínsecamente popular y regional de una narración asumida por los mismos protagonistas con su habla propia.

Con el análisis detenido de algunos ejemplos provenientes de Los bandidos de Río Frío, Olea abunda luego en la problemática de la elaboración de los deslindes entre el habla popular y la norma culta en proceso de formación, poniendo de manifiesto los aciertos y tropiezos de Manuel Payno al asumir la narración en tercera persona y tener que representar, transcribiéndola, el habla de sus personajes. Las tensiones entre uno y otro registro se habrían agudizado en este caso con las ambigüedades suscitadas, tanto por la distancia nostálgica que el exilio del autor en España y Francia imprimió a una narración impropiamente bautizada por él mismo de “naturalista”, como por las particularidades de unos destinatarios ligados a la publicación periódica.

La presencia de la novela de Federico Gamboa, Santa, en este conjunto de ensayos críticos, se justifica al menos por dos razones: primero, por la sorprendente contradicción entre lo escabroso de su tema y el marcado conservadurismo de su estilo narrativo, cuyo naturalismo se asocia no sólo con Zola, sino también con normas literarias más castizas que mexicanas, inclusive cuando del habla popular se trata; y luego, por cuanto estos mismos rasgos evidencian que el proceso de formación de la lengua literaria mexicana es más sinuoso e incierto de lo que pudiera sugerir el orden cronológico.

El último de los ensayos, dedicado a Los de abajo, es el más extenso, lo cual se justifica por la complejidad que representa la novela de Mariano Azuela. Las sucesivas modalidades de edición; la conjunción de testimonio y de ficción artística vinculados con un tema tratado al fragor de una contienda armada que reúne a letrados e iletrados; la transcripción de registros, tonos y acentos verbales muy diversos; la distancia movediza del narrador anónimo respecto de los personajes; la mezcla de concepciones estéticas distintas tanto en las descripciones como en la configuración de los personajes son los principales aspectos examinados por Olea, junto con los avatares de la recepción, nacional e internacional de la novela. Pero también es de subrayar que este último estudio destaca por la participación del propio investigador en la exposición de sus hallazgos. Acaso más notoria en este último estudio que en los anteriores, esta participación abierta contribuye, con la movilidad de sus acentos, a que las minucias de los análisis logren involucrar al lector en ellas, y a que la lectura del texto se vuelva por demás placentera.

Por último, quisiera insistir en la relevancia de unos análisis que, al encarar la espinosa cuestión, hoy en boga, de los vínculos entre la letra y la voz -o entre el ámbito de la cultura letrada y los lenguajes hablados y vivos-, no sólo no pasan por alto la dimensión propiamente artística de las obras estudiadas, sino que se valen de ella para poner de relieve la inestabilidad, la complejidad y la historicidad cambiante de esos mismos vínculos.

Recibido: 28 de Julio de 2020; Aprobado: 30 de Septiembre de 2020

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