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Nueva revista de filología hispánica

versión On-line ISSN 2448-6558versión impresa ISSN 0185-0121

Nueva rev. filol. hisp. vol.69 no.1 Ciudad de México ene./jun. 2021  Epub 02-Mar-2021

https://doi.org/10.24201/nrfh.v69i1.3720 

Reseñas

Yanna Hadatty, Norma Lojero Vega y Rafael Mondragón (coords.), La revolución intelectual de la Revolución mexicana (19001940). Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2019; xxxvi + 534 pp. (Historia de las Literaturas en México. Siglos XX y XXI, 1).

Yliana Rodríguez González1 
http://orcid.org/0000-0001-9433-1158

1Universidad Nacional Autónoma de México yliarg@yahoo.com.mx

Hadatty, Yanna; Lojero Vega, Norma; Mondragón, Rafael. La revolución intelectual de la Revolución mexicana (19001940). Universidad Nacional Autónoma de México, México: 2019. xxxvi + 534p. Historia de las Literaturas en México. Siglos XX y XXI, 1,


La revolución intelectual… pertenece al proyecto Historia de las literaturas en México y constituye, según el orden, la cuarta entrega, que abarca de 1900 a 1940. El libro inicia con un grupo de “Presentaciones”, que constituyen una apertura común al proyecto. El cuerpo del volumen está integrado por una introducción específica, de parte de los coordinadores; cuatro bloques: “Materialidades”, “Antiguo Régimen y procesos emergentes”, “Manifestaciones de la revolución intelectual” y “Otras voces, otros ámbitos” -en que se reúnen diecisiete artículos-, más una “Discusión” -con dos artículos- y una “Cronología”.

Según los propósitos del proyecto, expuestos por Mónica Quijano en una de las piezas de apertura (“Acerca de la Historia de las literaturas en México. Siglos XIX, XX y XXI”, pp. xxv-xxxvi), esta historia pretende “organizar de forma narrativa en un tiempo y un espacio determinados, distintas y heterogéneas manifestaciones, vinculadas todas con el campo literario, que a lo largo de dos siglos… han conformado la producción literaria de lo que hoy llamamos México” (p. xxv). Un objetivo enunciado de manera ciertamente cuidadosa, que revela la prevención de sus directores ante los dos grandes consensos que han fundamentado algunas historias precedentes: por un lado, la exclusividad del corpus estudiado, que ha distinguido entre culto y popular, escrito y oral, y por el otro, lo que Quijano denomina “crisis de orden nacional como espacio único, homogéneo y cerrado” (p. xxvii). De esta definición destaco la idea de “organización narrativa”, que permite pensar la historia como un relato y admitir -acudo a Noé Jitrik- que “un relato es un diferimiento”, y que esto otorga vitalidad y libertad a la escritura. La insistencia en la literatura como proceso, la idea de sociabilidad intelectual y la constitución del campo literario gobiernan el proyecto y pretenden distinguirlo de otros esfuerzos semejantes, anteriores o contemporáneos. Si bien es inevitable admitir que el carácter necesariamente colectivo de la tarea -se trata de seis volúmenes- dará lugar a alternativas impensadas o heterogeneidades desequilibrantes, los responsables confían en que cada entrega, al final, convergerá en un mismo sitio: dar cuenta de los procesos literarios -sostiene Quijano- que han formado el campo de las literaturas producidas en México. Respecto a los destinatarios, aunque la Historia está concebida para que sea consultada por estudiantes de educación media y superior, así como por especialistas en el tema, no abandona la oportunidad de la consulta profana.

El título del volumen anuncia el sentido particular que los coordinadores -me refiero a Yanna Hadatty , Norma Lojero y Rafael Mondragón - conceden a la reunión: La revolución intelectual de la Revolución mexicana (1900-1940) revela el peso, en este tomo, de la figura del intelectual y, junto a él, de los procesos de transformación -y aquí pienso en la “revolución” en minúscula, que alude más a la mutación que a la asonada-, así como de los sujetos y de las instituciones que lo favorecen y configuran. Enunciadas como preguntas -¿qué nos deja la Revolución?, ¿cuáles son sus herencias olvidadas?, ¿cuáles sus herencias asumidas?-, los coordinadores quieren pensar en la reconfiguración del campo literario desde la creación de instituciones estatales, así como en los agentes que las posibilitan y se vinculan con ellas, pero también en las condiciones materiales en que se ejerce la literatura del ciclo. Si hubiera dudas a propósito del espíritu del volumen, el epígrafe de Arqueles Vela, que encabeza la entrega, lo reitera: “Toda revolución, para que sea completa, tiene que también ser intelectual”. Este espíritu podría resumirse, entonces, en aquello que Bourdieu señaló en 1966 al definir “campo intelectual”: un sistema de líneas de fuerza que al surgir se oponen o se agregan, una dinámica que dota al campo de una morfología determinada en un momento específico, y un campo en que se definen y conforman posiciones, participaciones, propiedades y sistemas de relaciones; todo esto enmarcado, desde luego, en la posibilidad de autonomía, que quiere decir administración del campo regida por leyes propias. El examen de estos fenómenos será, pues, el objeto de estudio de esta entrega.

Otro indicio de la lectura/ relato de La revolución intelectual… es la propia organización del libro, los bloques en que se compartimenta y lo que en ellos concurre. Las primeras y naturales preguntas surgen de las decisiones de orden y jerarquización -a pesar de que el término procure eludirse en el proyecto-: ¿por qué dedicar apenas un texto a la naturaleza del libro y la vida editorial, si se les enuncia como impulsores fundamentales del cambio en las condiciones materiales en que se ejerce la literatura del período? Todavía más: ¿por qué situar, en el bloque designado como “Otras voces, otros ámbitos”, a niños, mujeres y estridentistas, gesto que secunda un consenso canónico de marginación del que se afirma querer escapar? ¿No se lee, en esta organización, una señal de crédito al orden histórico que ha gobernado su enunciación o invisibilización en las “otras” historias de la literatura? Esa problemática otredad, además, según la teoría feminista, alejaría y marcaría diferencia con lo uno, que siempre es el varón, o con lo universal vs. lo particular, etcétera.

Asimismo, resulta por demás polémico el título otorgado al segundo bloque: “Antiguo Régimen”. Si bien ortodoxamente el término designa un momento histórico muy específico, de manera amplia limita su final con el arribo de la Revolución y la constitución del Estado liberal. Lo controvertido reside no tanto en la admisible amplitud del término y sus consecuencias como concepto histórico/ político para la lectura del ciclo, sino en la indefinición absoluta a propósito de lo que designa para el volumen: no queda explicitado en la introducción y tampoco se desarrolla ni se problematiza en ninguno de los capítulos determinados por él, lo cual me parece que hubiera sido, por lo menos, esclarecedor. Si el Antiguo Régimen designa el siglo XIX y su sistema literario, hubiera sido indispensable establecer la idea como hipótesis de lectura de esta Historia y desarrollarla en términos de proceso, de transición, como invita a hacerlo el título.

Ahora bien, respecto a los capítulos que integran la obra, me parece un acierto abrir La revolución intelectual… con un texto como el de Freja Cervantes -único del bloque “Materialidades”: “Las obras en sus libros: la materialidad de la literatura en México (1900-1940)”, pp. 17-39-, no sólo por su originalidad y pertinencia para la historia literaria, sino porque es coherente con el espíritu del volumen: establece relaciones -y en esto Cervantes sigue a Roger Chartier- entre el saber de la literatura y la práctica editorial del período que le ocupa.

La segunda sección, “Antiguo Régimen y procesos emergentes”, agrupa cinco textos, y parece destinada a explorar los legados del siglo XIX y el modo en que se verifican, se adaptan a un nuevo contexto o se modifican una vez iniciado el siglo XX; en este apartado también se ubican territorios usualmente inexplorados en el mapa literario. Destaco como otro acierto la incorporación de los impresos populares al sistema con el artículo de Mariana Masera, Briseida Castro, Anastasia Krutitskaya y Grecia Monroy, “Los impresos populares de principios de siglo XX (1900-1917): entre la oralidad y la escritura” (pp. 43-67). A pesar de disentir a propósito de su ubicación en el volumen -en “Materialidades” hubiera establecido un diálogo sugerente con el de Cervantes-, creo que el vínculo de esta pieza con el artículo de Enrique Flores, “La prensa popular: tremendismo y anarquismo” (pp. 69-103), es manifiesto. Ambos textos reintegran a la historia la literatura popular impresa y la prensa revolucionaria, al tiempo que definen funciones y establecen continuidades. Al teatro le corresponde un capítulo en este bloque: “Teatro de revista, 40 años de búsqueda” (pp. 105-125), de Armando Partida Taizan, en que se describen con detalle los derroteros que siguió el teatro de la época -político, costumbrista, frívolo, sintético, estridentista, de variedades, nacionalista. Alfonso García Morales, con “El Ateneo de México. Crónica e interpretación de un proyecto intelectual” (pp. 127-153), uno de los textos más sólidos del volumen, revisa el sentido del proyecto y sus nexos con la Revolución mexicana, con Pedro Henríquez Ureña como motor fundamental. La sección cierra con el artículo de Yanna Hadatty Mora, “Reporters, encuestadores, editores, críticos, bibliógrafos, novelistas: el periodista como intelectual en la Ciudad de México (1900-1940)” (pp. 145-175), en que, tras un examen de la prensa y los impresos periódicos de circulación masiva no derivados de movimientos o grupos literarios, así como de figuras heredadas de la prensa del siglo XIX -como el reporter-, recupera para la historia literaria zonas inadvertidas, en general, por la crítica dedicada al período, para sostener que la Revolución favorece la amplitud del perfil del intelectual y de la idea de cultura.

La sección “Manifestaciones de la revolución intelectual”, la más extensa -reúne siete piezas-, se acerca ya a la configuración del campo literario, cuyos agentes derivan del proceso de emergencia, trazado en el bloque precedente. Una vez más, los intercambios y diálogos se multiplican, aunque el orden otorgado me sigue pareciendo confuso: el texto de Ignacio M. Sánchez Prado, “Naciones intelectuales: campo literario y nación en la literatura de la primera mitad del siglo XX” (pp. 179-191), dialoga fundamentalmente con el de Pedro Ángel Palou, “Contemporáneos y la construcción del campo literario en México” (pp. 275-292), pues ambos se proponen, con estilos y acentos particulares, reflexionar a propósito de la formación de la literatura mexicana desde estéticas e instituciones -que involucran redes intelectuales, órganos de difusión, editoriales, polémicas, discursos. Mientras Sánchez Prado se ocupa de Alfonso Reyes, el estridentismo y Jorge Cuesta para explicar la construcción del campo literario, a Palou le interesan los Contemporáneos como agentes de afirmación progresiva de la autonomía literaria que, a su juicio, la Generación de medio siglo afianzará. El artículo de Antonio Cajero Vázquez, “Tránsito y consolidación de contemporáneos (1918-1928)” (pp. 249-273), con énfasis en sus antecedentes y su establecimiento como red intelectual -el gesto de aludir a ellos como “contemporáneos” en minúscula busca remarcar esta noción-, brinda un examen a su conformación -con interés en tensiones, conflictos, formación de subgrupos- para desmitificar la imagen general del grupo, al tiempo que explica la emergencia de condiciones y conflictos que se verificarán más tarde y de los que Sánchez Prado y Palou se ocuparán. Leonardo Martínez Carrizales, por su parte, en “Autofiguraciones de los intelectuales mexicanos” (pp. 223-247), atiende a la construcción del intelectual en piezas autobiográficas de Alfonso Reyes, Enrique González Martínez y José Vasconcelos. Estos agentes autoconfiguran, con su discurso en primera persona y situados en los dominios de lo femenino, un modelo de identidad pública que se verifica, a decir de Carrizales, en la tensión entre el diseño de un Estado corporativo y popular y el legado individualista, liberal y burgués: el escritor/ funcionario. Este artículo establece una suerte de alto en el camino entre el de Alfonso García Morales y el de Liliana Weinberg y constituye un antecedente del proceso de formación de un campo y unos grupos no homogéneos, ni rígidos ni carentes de fisuras, que tratarán Cajero, Sánchez Prado, Palou y, más adelante, Silvia Pappe.

El artículo de Liliana Weinberg, “México y la constelación americana: publicaciones, migraciones, sociabilidades” (pp. 193-221), es notable por varias razones: en primer lugar, porque toca el tema de la materialidad y entra en diálogo con la pieza de Cervantes; en segundo, porque examina, tal y como ella lo enuncia, el proceso de interrelación de la ciudad letrada con otras esferas de la sociedad y con diversas redes de sociabilidad artística e intelectual en México y América Latina, operación que muy pocos artículos en esta Historia llevan a cabo; y, por último, porque propone que el ensayo posibilitó el establecimiento de redes intelectuales latinoamericanas al posicionarse como género estratégico para pensar los grandes temas de la cultura latinoamericana. El bloque concluye con dos artículos más: el de Edith Negrín y José Manuel Mateo, “Páginas de la literatura proletaria” (pp. 293-321), y el de Max Parra. La colocación del texto de Negrín y Mateo en esta sección resulta desconcertante debido, por un lado, a su evidente relación con la pieza de Flores en el segundo apartado; por el otro, porque estoy convencida de que su ubicación en “Otras voces, otros ámbitos” hubiera permitido una lectura más orgánica, respecto a los textos ahí agrupados, en términos de proceso histórico. Empero, me parece fascinante el desconcierto que provoca -y entiendo que esto es lo que se proponían los coordinadores del volumen- al poner en duda la periodización de corte quirúrgico a la que nos hemos acostumbrado y, con ello, extender las relaciones entre textualidades, grupos y sujetos, lo que nos obliga a repensar la constitución de la literatura en esta etapa. Así, se entiende cómo los primeros escritores autodenominados proletarios surgen en Veracruz, donde también los estridentistas encuentran un espacio privilegiado que, a decir de Negrín y Mateo, se sitúa entre la cultura hegemónica y sus márgenes. Los autores de esta pieza sostienen que la internacionalización de la actividad teórica proletaria fue tan universal como las vanguardias y que su invisibilización o, peor, el rechazo a otorgarle calidades estéticas y literarias se explica en el supuesto dogmatismo que la informa y en la insistencia en despolitizar este discurso literario y su análisis. El último texto queda vinculado al bloque desde lo cronológico, pues relata un proceso que ocurre de modo simultáneo a los otros desarrollados en la sección. Max Parra, con “La «Novela de la Revolución mexicana»: la construcción política y cultural de una tendencia narrativa” (pp. 323-341), desmonta la categoría “novela de la Revolución” a partir, en principio, de mostrar sus evidentes imprecisiones y divergencias, al tiempo que señala, con Juan Pablo Davobe -y esto me parece explícito de su voluntad crítica-, que la consolidación de la novela de la Revolución está ligada con la del Estado mexicano y sus mecanismos de legitimación: se ofrece una lectura homogeneizante del fenómeno, porque la categoría se convierte -a decir de Parra- en una expresión mediatizada de la política de Estado posrevolucionaria y nacionalista. Parra alude a la crítica literaria como instrumento articulador del campo literario, no únicamente en términos de profesionalización sino, siguiendo a Antonio Cornejo Polar, de organicidad del propio sistema.

La sección designada como “Otras voces, otros ámbitos” agrupa cuatro piezas que se mantienen aisladas -¿marginadas?- unas de otras. El propósito de este bloque, lo dije al inicio de la reseña, me resulta confuso y me parece más cercano al “cajón de sastre” que a una voluntad de reivindicación histórica. La sección abre con un artículo de Lilian Álvarez Arellano, “Infancia en la cultura y literatura para niños (1917-1940)” (pp. 345-365), que se consagra a historiar este tipo de literatura en el período, tema, otra vez, raramente advertido por las historias de la literatura. El panorama que Álvarez ofrece es amplio y documentado y parte de la idea de conectar lo discursivo con el contexto social, político y cultural del ciclo que le ocupa. La idea de que el niño, en algún punto de esta historia, deviene en parte del proletariado y agente de su redención es fascinante y ayuda a leer, desde otro lugar, las prácticas y los actores involucrados en procesos aludidos antes. Lo mismo sucede con Juan José Doñán (“Narrativa cristera [1930-1940]”, pp. 367-385), quien acusa un obstinado “ninguneo” hacia la literatura cristera por parte de la crítica -una literatura, por cierto, de dilatada vida, como evidencia Doñán, para sorpresa de quien lo lee. El autor admite, sin embargo, que esta narrativa ha sido más un medio que un fin: no goza, sostiene Doñán, de calidad notable y pareja por ser producto de autores amateurs y por tener propósitos pedagógicos o de denuncia. La pieza de Silvia Pappe, “El movimiento estridentista: algunas disyuntivas” (pp. 387-404), se distingue por su descolocación: su objeto es historiar el movimiento estridentista y sus lecturas, fenómeno que hace ya varios capítulos dejamos atrás, por lo que la posible vinculación con los textos relativos corre el peligro de difuminarse. Se agradece que la autora esquive la tentación por lo anecdótico y en cambio privilegie la reflexión a propósito del modo de historiar el estridentismo, discuta los lugares comunes que lo han solidificado, proponga nuevas lecturas, admita las contradicciones que surgen en el proceso de su construcción y establezca categorías como el “presentismo” para situarlo en términos estéticos. Para terminar, Elissa Rashkin y Viviane Mahieux (“La voluntad de escribir: mujeres en el campo de las letras [1910-1940]”, pp. 405-429) ofrecen, en un capítulo pleno de noticias y reflexiones, el “trazo de emergencia”, a decir de sus autoras, de mujeres intelectuales en una etapa de treinta años. Se ocupan de figuras singulares y a partir de una de ellas, Cube Bonifant, brindan una hipótesis que dialoga con el texto de Hadatty: para entender las escrituras ejercidas en los márgenes de las letras, es necesario acudir a los medios periodísticos y atender géneros no considerados propiamente literarios.

El bloque que alberga la “Discusión” se centra en una pregunta ineludible para una historia de esta naturaleza, en lo que toca a renovación e interés a propósito de la pluralidad de las culturas literarias: ¿en el contexto de la Revolución, cómo se replantea el indigenismo en la cultura? Para ello, Rodrigo García de la Sienra y Rafael Mondragón ensayan dos respuestas de diversa condición. Mientras García de la Sienra apuesta por una reflexión sobre las representaciones discursivas del indigenismo y sobre el problema que plantea la subjetividad política indígena en el seno del lenguaje literario, Mondragón, con voluntad descolonizadora de la literatura mexicana, se ocupa de Juana Gutiérrez de Mendoza, intelectual indígena, para ilustrar su hipótesis de que el maestro rural y las prácticas de lectura y escritura que éste promovió en el período lo configuran como intelectual orgánico.

La revolución intelectual… cierra con una “Cronología” a cargo de María José Ramos de Hoyos, en la que se ofrecen noticias pormenorizadas relativas a bibliografía, hemerografía, campo literario, protagonistas, sucesos culturales y vida cotidiana y avances tecnológicos, gracias a las cuales se pueden trazar correspondencias productivas con los capítulos que la preceden. El índice onomástico permite fundamentar la impresión que deja la lectura del volumen: el peso específico de José Vasconcelos y Alfonso Reyes en estos años es manifiesto, pues resultan ser los personajes más citados. Le siguen Pedro Henríquez Ureña y Enrique González Martínez, más algunos autores de Contemporáneos que no quedan muy lejos: Novo, Gorostiza, Villaurrutia, Pellicer.

Como toda obra colectiva, las contribuciones de este tomo son naturalmente desiguales en cada uno de los niveles que las constituyen, pero los principios que rigen el proyecto evitan la incoherencia, aunque no la fragmentariedad. La condición de las piezas es, pues, diversa: algunos apuestan por reconstruir, de modo apretado, los derroteros de un género o los hitos y continuidades de un proceso dilatado; otros encuentran en determinadas textualidades la explicación de una época y la configuración de prácticas; algunos más optan por el análisis de las redes intelectuales y sus orígenes; otros examinan polémicas, grupos, órganos de difusión; algunos se detienen en el contexto y establecen conexiones productivas con el fenómeno literario. A pesar de que La revolución intelectual… esquiva el relato a partir de la figura de autor, éstos no están ausentes de sus capítulos. La índole del volumen no ayuda a evitar, en ciertos casos, la repetición, aunque la mayor parte de las veces los contenidos tienden más a la suma que a la insistencia. En definitiva, la combinación de miradas generales con otras particulares otorga dinamismo a esta Historia.

Sus aciertos son abundantes; los errores en el cuidado de la edición, por suerte, mínimos -los encabezados de la cronología; alguna nota de corrección que se escapó en el índice- y fácilmente subsanables en siguientes ediciones. Creo que, para poder evaluar esta entrega con justicia, es indispensable contar con los seis volúmenes y vislumbrar, por ejemplo, si es posible leer orgánicamente el proyecto, si se verificaron diálogos entre los tomos, si hay deudas reales o vacíos, y si éstos se compensan con los capítulos de otras entregas; en fin, poder establecer un balance general del resultado. La voluntad por acometer esta tarea historiográfica es agradecible, no sólo por el sorprendente esfuerzo que supuso o el urgente ejercicio de revisión de la disciplina que implicó -razones que serían suficientes para reconocer su mérito-, sino por la propuesta de renovación respecto a la metodología y el objeto de estudio, que no es poca cosa.

Recibido: 14 de Noviembre de 2019; Aprobado: 15 de Diciembre de 2019

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