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Nueva revista de filología hispánica

versión On-line ISSN 2448-6558versión impresa ISSN 0185-0121

Nueva rev. filol. hisp. vol.69 no.1 Ciudad de México ene./jun. 2021  Epub 02-Mar-2021

https://doi.org/10.24201/nrfh.v69i1.3718 

Reseñas

Romances nuevamente sacados de hystorias antiguas dela crónica de España por Lorenço de Sepúlueda (Amberes, 1551). Edición facsímil. Estudio de Alejandro Higashi. Coordinación de la edición de José J. Labrador Herraiz. Frente de Afirmación Hispanista, Madrid, 2018; 703 pp. Romances nuevamente sacados de hystorias antiguas dela crónica de España por Lorenço de Sepúlueda vezino de Seuilla (Amberes, s.a.). Edición facsímil. Estudio de Mario Garvin. Coordinación de la edición de José J. Labrador Herraiz. Frente de Afirmación Hispanista, México, 2018; 762 pp.

1Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa lilianmichelle.medina@gmail.com

Romances nuevamente sacados de hystorias antiguas dela crónica de España por Lorenço de Sepúlueda. (Amberes, 1551). Edición facsímil. Estudio de Alejandro Higashi, Labrador Herraiz, José J.. Frente de Afirmación Hispanista, Madrid: 2018. 703p.
Romances nuevamente sacados de hystorias antiguas dela crónica de España por Lorenço de Sepúlueda vezino de Seuilla. (Amberes, s.a.). Edición facsímil. Estudio de Mario Garvin, Labrador Herraiz, José J.. Frente de Afirmación Hispanista, México: 2018. 762p.


En 2016, el Frente de Afirmación Hispanista emprendió un proyecto editorial coordinado por José J. Labrador Herraiz en el que se han publicado ya varios de los romanceros impresos más importantes del siglo XVI, en cuidadas y prácticas ediciones facsímiles, a menudo acompañadas de muy extensos estudios preliminares en los que se ha vuelto con nuevos ojos sobre obras cuya valoración crítica, en muchos casos, no había sido la más adecuada. Entre ellos, podemos leer la primera edición facsímil de las tres partes de la Silva de varios romances de Esteban de Nájera, en cuyos atractivos estudios preliminares a cargo de Vicenç Beltran se manifiesta su originalidad y relevancia en el terreno de la imprenta española del período como una superación de la empresa iniciada por Nucio. Paloma Díaz-Mas, por su parte, ofrece un panorama actualizado de los estudios más recientes sobre el Cancionero de romances, y en una cuidada edición facsímil presenta por primera vez el que fue uno de sus testimonios más completos, la edición de 1550 (y no como solía editarse, la edición sin año). Del Romancero del Cid, contamos con los trabajos de Arthur Lee-Francis Askins y de Alejandro Higashi , centrados en sus fuentes y en su relación con el corpus de romanceros impresos que le antecedieron. A estos títulos, se suman las recientes ediciones de los Romances nuevamente sacados de hystorias antiguas dela crónica de España de Lorenzo de Sepúlveda, con estudio de Alejandro Higashi para la de Steelsio (1551) y de Mario Garvin para la de Nucio (sin año), ambas impresas en Amberes.

En su “Introducción” (pp. 15-177), Alejandro Higashi desmantela la leyenda negra edificada durante los siglos XIX y XX alrededor del romancero erudito. Un análisis de las circunstancias formales, de fondo y editoriales que caracterizaron al romance historiado permite valorar las novedades más importantes de la obra de Sepúlveda en el camino hacia la dignificación del romancero: la autoría explícita, el apego a la materia histórica y una mayor complejidad narrativa que desemboca en la formación de ciclos épicos. También se plantea su relación y convivencia con otros proyectos editoriales coetáneos en un período bien delimitado, a raíz de la reciente datación atribuida al Cancionero de romances, conocido hasta ahora como sin año, por Josep Lluís Martos: el quinquenio 1546-1551. A lo largo de las seis secciones de la “Introducción”, Higashi dialoga con las diversas perspectivas críticas que han descalificado el romancero y coincide a menudo con los nuevos enfoques de estudio en torno a la revaloración del género (por ejemplo, los de Mario Garvin y Vicenç Beltran).

En “El romancero historiado y su circunstancia” (pp. 15-47), Higashi analiza el sesgo negativo que la crítica de antaño impuso a los romances de materia histórica con autoría explícita y, en general, a cualquier manifestación de origen popular que procediera de una fuente impresa anterior. Dentro del contexto del rescate de la esencia historicista y de su valor ejemplar, Higashi expone el proceso de dignificación del romancero no sólo con el caso particular de Sepúlveda, sino con el estudio en paralelo de su coetáneo Alonso de Fuentes y sus Cuarenta cantos declarados y moralizados (1550). La denominación de los romances como cantos y la inclusión de perspectivas hermenéuticas propias de los textos clásicos, como la declaración y la moralidad, propiciaron la identificación del romancero con la poesía épica clásica, de modo que las etiquetas de cantos, declaraciones y moralidades confirieron gravedad a los asuntos tratados y prestigiaron la composición con los indicios históricos y la esencia épica. Estas iniciativas fueron motivadas por el interés en temas de la historia antigua de un público acostumbrado a los romances novelescos de los pliegos sueltos y, por supuesto, en el caso de Sepúlveda, por la fuente histórica autorizada en que se basaban sus composiciones: la Crónica general publicada por Florián de Ocampo y atribuida a Alfonso X, el Sabio. Ante tal escenario, Higashi resalta la importancia de designar estos textos como romances historiados, nombre fiel a la esencia cronística y a las designaciones editoriales frecuentes en los títulos de los repertorios.

En coincidencia con los estudios de Beltran sobre el romancero como un género editorial (El romancero: de la oralidad al canon, 2016, y su análisis de las tres partes de la Silva de varios romances de Esteban de Nájera, 2016), Higashi propone el quinquenio 1546-1551 como período en el que puede reconocerse un impulso editorial común en repertorios como los de Martín Nucio (1546 y 1550; también su Sepúlveda s.a.), Alonso de Fuentes (1550), Juan Steelsio (1551) y Esteban de Nájera (1550-1551): el de fortalecer la presencia y pervivencia del romancero de forma general, y del romancero historiado de forma particular, en los canales de circulación de los impresos más prestigiosos, alejados ya del modesto pliego suelto. Esta propuesta resulta significativa para los estudios antiguos y recientes de la historia y conceptuación del romancero impreso al delimitar un período de éxito editorial y al entrever una red de relaciones entre repertorios. Al respecto, Higashi considera el auge del romance historiado como el resultado de un “proceso de adaptación a los nuevos mercados culturales” (pp. 46-47) y una muestra bastante representativa de la estrecha conexión entre imprenta y producción poética. En esto coincide con los trabajos de Vicenç Beltran, al mostrar los mecanismos que condujeron al romancero hacia su dignificación y consiguiente consolidación entre las clases cultivadas, constituidas por un público “culturalmente más exigente” que estimaba el contenido de los romances en detrimento de su forma poética. El nuevo modelo editorial propuesto por los proyectos de Nucio, De Fuentes, De Nájera y Sepúlveda gestó un arsenal de material aprovechable para la oferta editorial que terminaría por justificar la permeabilidad entre romanceros, debido al “estilo antiguo, los temas históricos, el carácter nacional y… su procedencia cronística” (p. 41) que los acreditaban y hermanaban.

En la segunda sección, Higashi responde la pregunta “¿Por qué no estudiamos antes el romancero historiado?” (pp. 47-74). La primera etapa de este proceso consistió en una tipología centrada en un concepto romántico de poesía popular, caracterizada por su ingenuidad temática y formal. Higashi analiza la clasificación de V.A. Huber entre cantos populares y juglarescos, basada en una jerarquía de géneros que iba del más apreciado al menos valorado: el romancero viejo, los romances cultos (entre los que se encontraban los historiados) y, por último, los romances compuestos por poetas cortesanos y profesionales. El argumento más generalizado en contra de los romances historiados era que “no nacían de la musa del pueblo, sino del capricho de los letrados que frecuentaban las crónicas históricas; no circulaban naturalmente entre la población, sino que se imponían desde las cortes; no representaban lo mejor de la colectividad, sino las filias y fobias de los sujetos ilustrados” (p. 55). Además, Alejandro Higashi extiende y profundiza más en el panorama crítico del romancero hispánico al retomar argumentos del siglo XIX que reforzaron estos prejuicios, como los de Ferdinand Wolf, Jacobo Grimm, Agustín Durán y Manuel Milá y Fontanals, defensores de la superioridad del romancero viejo por su procedencia popular, quienes no consideraron la posibilidad de que muchos romances hubieran sido copiados, “en su gran mayoría, de pliegos sueltos publicados con anterioridad” (p. 64), como han confirmado los estudios posteriores de Menéndez Pidal, Antonio Rodríguez-Moñino, Arthur Lee-Francis Askins y, últimamente, Mario Garvin.

Higashi dedica una sección al aspecto estético en “El estilo del romancero historiado” (pp. 75113), donde compara algunos romances de Sepúlveda con sus fuentes cronísticas y demuestra que las reelaboraciones no residen en una mera versificación, sino en la creación de un estilo sintético que evitaba “el moroso tramado cronológico y las digresiones genealógicas de los personajes” para conseguir “una presentación ágil y económica de los aspectos sustanciales del drama histórico” (p. 76). El estilo sintético convivió armónicamente con la selección de detalles históricos que reforzaban la verosimilitud del hecho narrado y el prestigio de este tipo de composiciones. Los cultismos y un estilo depurado cumplían con la intención de acreditar el género y atraer a lectores más refinados. Estas características señalan un equilibrio entre lo histórico y lo literario como “una estrategia de posicionamiento comercial” (p. 91). Alejandro Higashi ilustra nuevos aspectos para la apreciación del romancero historiado a partir de su comparación con el romancero viejo. Así, mientras el romancero viejo perseguía efectos literarios, el historiado buscaba el verismo de la crónica; mientras el primero recurría a tópicos literarios, el segundo, al dato exacto; pero no debemos olvidar que ambos estilos estaban fuertemente determinados por la extensión. Sepúlveda se valió de técnicas para sintetizar o amplificar la historia, criterio que dependía de apegarse al estilo del subgénero o a la verosimilitud, respectivamente. La amplificación de las escenas fue recurso que se adoptó de la prosa del período y se utilizó en los siguientes años como “estrategia de intervención artística, contra la economía narrativa del romancero viejo donde se privilegió la brevedad” (p. 98). Además, Higashi no deja pasar su importancia para la creación del suspenso en la diégesis del romance: la dilatación del desenlace en función de la tensión dramática con el fin de avivar el interés de los lectores “sin tener ya que recurrir a los textos redundantes y parasitarios de las glosas” (p. 104).

La historia medieval consistía en presentar una sucesión de aventuras, sin ese cariz cientificista que tendrá en el siglo XIX (pp. 104-105). Ante esto, Higashi, más que hacer una distinción entre literatura e historia, observa que de su confluencia surgió la necesidad de crear recursos atractivos para presentar nuevamente episodios ya conocidos. En el caso de Sepúlveda, la atracción estuvo motivada por la inclusión de la violencia gráfica como culminación de toda la tensión narrativa acumulada, porque se dirigía a un público propenso a disfrutarla debido a la cansina descripción de las batallas en el romance popular o juglaresco. Para fundamentar este aserto, Higashi compara las versiones de la historia del Cid y sus yernos en la crónica, en el romance de Sepúlveda y en el de Nucio. Gracias a diversos aspectos estéticos y formales, el legado de Sepúlveda continuó más allá del surgimiento del romancero nuevo en 1584; el contexto editorial de la época demuestra este éxito, en contra de lo supuesto por la desvalorización crítica posterior.

En “El romancero historiado y los ciclos épicos” (pp. 114-132), Alejandro Higashi propone que la noción de ciclo fue una consecuencia de la necesidad de los impresores de dividir historias amplias en varios romances para hallar un orden de presentación más atractivo para sendos repertorios. Menéndez Pidal había supuesto que los poemas épicos se fragmentaron en distintos romances, pero Higashi demuestra que la formación de ciclos épicos respondió a una iniciativa de Sepúlveda sugerida por la misma complejidad narrativa de la crónica de Ocampo: los muchos lances novelescos dentro de una gran historia le sugirieron la idea de la segmentación episódica con fines organizativos y no estéticos. La unidad narrativa no sólo correspondió a la historia general del ciclo, sino que cada romance contaba con presentación, nudo y desenlace en función de una tensión narrativa progresiva hasta la culminación tanto de la anécdota general como de la de cada romance. Higashi expone cómo la aspiración a la independencia narrativa de los romances del ciclo fue posible mediante diversos procedimientos de repetición en los versos de arranque, fuera como desarrollos paralelos para marcar la coherencia entre dos historias, fuera para constituir “meros eslabones entre el cierre del romance previo y el siguiente” (p. 127) por medio de la repetición de temas, fórmula que perduró hasta el siglo XVII.

En “El orden editorial del romancero historiado” (pp. 132-163), Higashi muestra cómo la naturaleza episódica del romancero promovió que los romances se cantaran sin un orden particular hasta la llegada de la imprenta, cuando fue necesario agruparlos bajo algún criterio. Si los ciclos representaron una solución por parte de los autores, las misceláneas hicieron lo propio del lado de los impresores. Las soluciones que se habían adoptado en la imprenta con el propósito de reunir un conjunto de romances originan un problema para la obra de Sepúlveda por tres razones: su romancero historiado tenía un único autor, una misma orientación estilística y su antecedente no era el pliego suelto, sino la crónica de Florián de Ocampo, por lo que la distribución propuesta por Nucio, según el orden de los protagonistas, y por Rodríguez-Moñino, según el orden cronológico, no respondía al gusto de la época por la variatio en las misceláneas poéticas manuscritas e impresas. Higashi observa que esta problemática deriva de “un conflicto de intereses, una profunda incomprensión crítica y, claro, por la pérdida irreparable de la edición príncipe de Sepúlveda” (p. 136).

El estudioso tiene especial interés por la editio princeps perdida, pretendidamente sevillana, por sus consecuencias en la organización de las conservadas de Steelsio y Nucio. Especialistas como RodríguezMoñino y Mario Garvin han intentado deducir cuál de las dos debió acercarse más a la princeps, pero, según las observaciones de Higashi, ninguna de las dos “es enteramente fiel a la príncipe de Sevilla” (p. 139). El problema se agrava porque el resto de las ediciones posteriores depende siempre o de la de Steelsio o de la de Nucio, de modo que no queda huella en la tradición textual posterior de la morfología que pudo tener la príncipe. Higashi, en todo caso, deslinda la responsabilidad de quienes participaron en el proceso: mientras que a Sepúlveda puede atribuirse la formación de ciclos y la estructura unitaria de cada romance, Nucio impondría un orden editorial semejante al que ya había ensayado en el Cancionero de romances (por personajes) y Steelsio daría preeminencia al ciclo, colocándolo al principio de su compilación (si no estaba ahí ya desde la editio princeps) y respetando la unidad de cada romance (no cae en la tentación, por ejemplo, de formar un ciclo cidiano). En cualquier caso, el entramado de toda la compilación generó la posibilidad de una lectura fluida gracias a la presencia de dos temas constantes dentro de la variatio: la reconquista y la nobleza.

Higashi subraya el carácter complementario que tenía el proyecto de Sepúlveda de la experiencia de lectura “canónica en el corpus editorial de pliegos sueltos y nacientes romanceros dentro de la cual se insertaba” (p. 163). Las principales contribuciones del romance historiado a este fenómeno son estudiadas por Higashi en “Sepúlveda, Steelsio, Nucio” (pp. 164-176), entre las que se encuentran el verismo histórico, los nuevos episodios, la inclusión de detalles, la violencia explícita y la formación de ciclos completos, así como la superioridad de la autoría explícita sobre el anonimato del romancero que circulaba en pliegos sueltos. Como menciona Higashi, el Cancionero de romances de Nucio, los Romances de Sepúlveda y, más tarde, los Quarenta cantos de Alonso de Fuentes y las tres partes de la Silva de varios romances de Esteban de Nájera fueron proyectos destinados a dignificar el romancero; además, su ubicación en el quinquenio 1546-1551 indicaría una explosión comercial del género en todas sus variantes. Dentro de este contexto de relaciones, estudiado ya por Mario Garvin y Rodríguez-Moñino, Higashi destaca la importancia de la continuidad del formato editorial entre el Cancionero de romances y los Romances de Sepúlveda. Materialmente, ambos contaban con “23 cuadernillos en dozavo, de la signatura A a la Z, 276 folios en cada ejemplar” (p. 170). Se trata de proyectos editoriales que se inclinan más a la complementariedad que a la oposición: el Cancionero estaría formado por la reunión de pliegos sueltos anónimos, mientras que los Romances de Sepúlveda estarían destinados a publicarse en un libro, panorama que “dificulta proponer con seguridad cuál se adelantó al otro” (p. 172). Después de un análisis crítico y a partir de fechas propuestas respecto a la preeminencia de las compilaciones, Higashi concluye que el romancero de Sepúlveda pudo haber inspirado la formación del Cancionero de romances de Nucio.

Por su parte, el propósito de Mario Garvin en su “Estudio preliminar” (pp. 11-208) se encamina a una mayor comprensión de la evolución editorial del romancero a partir de las pruebas de composición y de intervención de autores y editores respecto a los Romances de Sepúlveda y a las publicaciones coetáneas y anteriores a ellos. Por eso, Garvin propone una hipótesis viable que explique la forma y el contenido originales de la edición príncipe perdida de los Romances, a raíz de las reordenaciones a las que fueron sometidos en las dos ediciones conservadas, la de Martín Nucio y la de Juan Steelsio. Para resolver el orden de la princeps, Garvin considera la progresión narrativa de la historia en la Crónica general de España (1541) de Florián de Ocampo, fuente directa de sus composiciones. Pero los romances añadidos por Nucio al repertorio original obstaculizan el propósito, de modo que el método para distinguirlos será una comparación entre los romances y sus posibles fuentes cronísticas valiéndose del principio de máxima fidelidad textual. Éste consiste en buscar indicios textuales entre las obras comparadas que puedan demostrar la filiación, como datos numéricos exactos, nombres propios e incluso la secuencia narrativa.

En “El libro” (pp. 11-37), Mario Garvin rastrea el origen de la edición conservada de Nucio. Con la búsqueda de sus propietarios intermedios, desde la muerte en 1833 del primero conocido, Richard Heber, hasta su llegada en 1904 a la Hispanic Society of America, Garvin demuestra “hasta qué punto bibliografía e historia literaria iban (y van) de la mano” (p. 13), a juzgar también por las primeras apariciones del volumen en bibliografías del período, como en la Bibliographie de Jean Peeters Fontainas. A pesar del descuido de los estudiosos en lo que toca a la obra de Sepúlveda, interesados por su primacía como autor y compilador de romances historiados, estos métodos no se encaminan a la revaloración estética de los Romances, sino a una mejor comprensión de “la historia editorial del romancero a mediados de la centuria” (p. 17) y su posterior desarrollo en la segunda mitad del siglo XVI.

Luego de analizar “Las ediciones antuerpienses” (pp. 17-37) de Steelsio y de Nucio, Garvin contradice en buena parte la propuesta de Rodríguez-Moñino sobre una “relación lineal Princeps > Steelsio > Nucio” (p. 22) al pensar en la existencia de un ejemplar anterior desconocido. Para tal fin, Garvin estudia la dependencia entre las dos ediciones conservadas y la Crónica de Florián de Ocampo, en donde encuentra textos que no coinciden con ella y que probablemente habrían sido añadidos. A partir de los resultados, Garvin sugiere la posibilidad de que Nucio copiara directamente de la princeps o de una edición perdida de él mismo previa a la sin año, idea ya desarrollada en un artículo publicado en 2018 (cf. infra “Referencias”).

El estudio de “La princeps de Sevilla” (pp. 39-83) inicia con la contextualización de la obra en torno a dos realidades simultáneas de la época: el auge del romancero viejo en la difusión impresa y la composición de textos por autores que imitaban el tono de esos romances antiguos (“Textos y contextos”, pp. 39-47). Con una mirada crítica hacia ambos fenómenos, Garvin reconoce que Sepúlveda compuso “una obra completa basándose en una crónica”, pero como resultado de “la evolución de ciertas corrientes cuyo nacimiento es anterior” (p. 42) y no como iniciativa original. De esto resulta que los límites de la definición tradicional de romancero erudito se aplicaron sólo en términos de temporalidad sin atender rasgos de composición, como las fuentes prosaicas impresas en las que se basaron.

Uno de los objetivos principales del análisis de Garvin es exponer las razones del éxito de los Romances de Sepúlveda en el contexto de su publicación. La dependencia entre los romances eruditos y la transmisión de las fuentes cronísticas podía deberse o a la distancia temporal entre la composición y la impresión o a la atracción del público por la crónica. Al respecto, la materia histórica despertó un amplio interés en la primera mitad del siglo XVI, y la crónica de Ocampo tuvo una recepción favorable, aunque limitada a quienes podían costearla. En respuesta, Sepúlveda apuntaría a ofrecer una alternativa con contenidos cronísticos mucho más asequible y con mayores elementos de verismo que la fuente (“Criterios de selección y ordenación”, pp. 50-73). La originalidad del material elegido por Sepúlveda en la tradición de los pliegos sueltos fue señalada por Alejandro Higashi , pero, en la opinión de Mario Garvin, sería resultado de las tareas independientes tanto del autor, que debió de mezclar su admiración por los romances con un amplio conocimiento de ellos, como del editor, pues Nucio tendría una mayor visión para identificar “la presencia de un romance en la tradición impresa anterior” (p. 51). Sin embargo, esta hipótesis se debilita ante el hecho de que Nucio ignoraba la existencia de una primera edición española.

Garvin busca los romances de la princeps extraídos de la Crónica basándose exclusivamente en su contenido, lo cual supone una restricción temática a la historia de España y una estructural a la linealidad narrativa de la fuente. Si los romances contenidos en la princeps de Sepúlveda seguían el orden de la Crónica, Garvin descarta la simple versificación: pasar del lenguaje cronístico al lenguaje poético del romance ya obliga a pensar en la adaptación al octosílabo, la selección de pasajes y la reordenación del material, siempre cuidando el argumento lineal de la historia de España. El método de Garvin permite apreciar las aportaciones de Sepúlveda frente a la tradición anterior: solucionó lagunas narrativas presentes en Nucio para ofrecer historias mucho más completas y coherentes, remedió el aparente desorden de los romances que dificultaban su vinculación y enlazó narrativamente los que estaban aislados o intercalados con recursos estilísticos, todo en conveniencia de un doble propósito: lograr la independencia narrativa de cada romance y presentar unidad narrativa general. Ante esto, Garvin invita a “relativizar, si no [a] desechar por completo, ciertos juicios negativos que se mantienen desde hace muchísimo tiempo” (p. 73).

En la “Poética de Sepúlveda” (pp. 73-83), Garvin identifica dos pasos clave del autor al componer sus romances: eliminación de elementos ajenos a la trama y fidelidad al orden impuesto por la Crónica. Las intervenciones del autor siguieron principios de veracidad que restituyeron el orden lógico de algunos episodios e incluirían desde añadiduras, omisiones o variaciones condicionadas por la métrica, hasta prolepsis, analepsis y referencias cruzadas en los ciclos. Con estos recursos, Garvin demuestra la injusticia de la crítica al juzgar negativamente la cercanía de los Romances a la Crónica, cuando es precisamente el objetivo que persigue el autor, o al no considerar la coherencia de la poética del autor “con las ideas que expresaba en su prólogo” (p. 79).

Mario Garvin estudia “La edición antuerpiense perdida” (pp. 85-167) a partir del prólogo de la edición conservada del Cancionero de Nucio para deducir aspectos fundamentales; por ejemplo, la distancia temporal entre la primera publicación del Cancionero y la llegada de los Romances de Sepúlveda a su taller, la probable identidad entre los prólogos del Cancionero sin año y de la edición anterior, y la seguridad de que “la primera edición de Nucio de los Romances de Sepúlveda ha de ser necesariamente anterior a la edición de 1550 del Cancionero de romances” (p. 86). El que Nucio editara los Romances “por seguir el intento con que esto comencé” -según el prólogo- levanta la sospecha de que siguiera los criterios editoriales de su Cancionero para operar sobre la princeps de Sepúlveda como continuación del mismo proyecto. Lo anterior permite a Garvin incursionar en el análisis de “La reordenación de la princeps” (pp. 88-167) a partir de dos procesos básicos: la ampliación y la reordenación. En adelante, tablas comparativas recogen los romances más relevantes de la princeps y de las dos ediciones antuerpienses conservadas. De los resultados se deducen distintos motivos para el cambio de orden entre las tres compilaciones, como el formato distinto de la edición de Steelsio o la falta de rigor histórico de Nucio -advertida por RodríguezMoñino-, que se reflejaría en el hecho de que el editor desvinculó los romances de Sepúlveda al reordenarlos en torno a figuras protagonistas -los Infantes de Lara, Bernardo del Carpio, el Cid, Fernán González, los Sanchos y los Alfonsos- y no cronológicamente.

Mario Garvin demuestra la arbitrariedad del orden de los romances mediante tal ejercicio de comparación, que pone en evidencia que la colocación de los añadidos se basó en relaciones temáticas mínimas, como la simple coincidencia onomástica. Esta preferencia de organizar por protagonistas los textos anónimos se opone a la tendencia cortesana de reunir los textos por autor, temas o estilos afines; de ahí la necesidad de hallar “un orden lógico-causal, cronológico o espacial” para articular los primeros (cf. Higashi 2015).

La incoherencia de ese orden suscita el problema de la identificación de fuentes de “Los añadidos a la princeps” (pp. 98-167). Garvin distingue entre “Los añadidos sobre la historia de España” (pp. 100-128) y “Los añadidos de materia antigua” (pp. 128-167) para estudiarlos por separado. La ausencia de los primeros en pliegos sueltos y en la tradición anterior demuestra que estamos frente a romances eruditos compuestos por otros autores con un modus operandi semejante y coetáneo al de Sepúlveda, por lo que Garvin coteja los episodios en varios testimonios -crónicas impresas, manuscritos y traducciones- bajo el principio de máxima fidelidad textual, que incluye indicios como la identidad de ciertas estructuras, del vocabulario, del “esquema narrativo del episodio” (p. 115), de la progresión en la narración, de fórmulas o de diálogos, entre otros. La identificación se complica por la variedad de las fuentes y las variantes introducidas por el autor para ajustar los pasajes al doble octosílabo del romancero.

Para Garvin, la moda del romance erudito y el interés por la materia histórica en Amberes dan pauta para considerar que los añadidos pudieron llegar a Nucio mediante el contacto de su taller con “autores, compiladores aficionados o ambos… cercanos a la corte”, aunque también las coincidencias formales entre los romances añadidos apuntan a la autoría única, debido a que algunas fuentes manuscritas contenían varias crónicas en volúmenes facticios: “tal vez era una única persona, acaso aquel Caballero Cesáreo que menciona en el prólogo” (p. 128).

La identificación de las fuentes se complica todavía más en el caso de romances de tema clásico y de historia sagrada, porque además del modus operandi similar al de Sepúlveda, los autores tenían acceso a fuentes muy variadas, desde la Biblia hasta sus distintas paráfrasis. Como señala Garvin, el análisis se enmarca entre dos factores: “la consciencia de que con toda seguridad hubo una fuente escrita que sirvió de base, o al menos de guía, y… la posibilidad, muy alta en ciertos temas, de que otras fuentes hallaran cabida en el texto” (pp. 129-130). Por lo mismo, el análisis inicia con el romance más cercano a la prosa (Porsena, rey poderoso) y termina con el de mayores divergencias (Los galos entran en Roma).

Los testimonios cotejados incluyen obras como el Espejo de consolación de Dueñas, el Metamorphoseo de Ovidio y el Iustino clarissimo traducido por Bustamante, pero son los comentarios de Bernardo Illicino a los Triunfos de Petrarca, traducidos por Antonio de Obregón, los que resultan útiles para nueve de los doce romances añadidos. Además de las coincidencias temáticas, Garvin identifica patrones y analogías recurrentes en la sintaxis de romances y comentarios que apuntan hacia la autoría única; entre otros ejemplos, advierte que mientras “la prosa del comentario emplea el pretérito indefinido, el romance opta por el imperfecto” (p. 146). A raíz de esto, Garvin observa que los rasgos de la poética de este probable autor muestran una mayor libertad de composición al utilizar distintas fuentes y entremezclarlas con elementos de su invención.

Dentro del contexto editorial de la obra, Garvin analiza la aportación de los 31 romances añadidos a la edición conservada, marcados tipográficamente con un asterisco y atribuidos en la portada al Caballero Cesáreo. En dicho contexto, la novedad editorial amplía sus horizontes desde la compilación hasta la creación, con lo que la versificación incluye nuevos episodios, reformulación de partes, amplificaciones y reinterpretaciones. Para una mayor claridad sobre estos fenómenos, en su capítulo “Adición y variación: la edición conservada” (pp. 169199), Mario Garvin estudia la relación entre los proyectos que se engarzan en la evolución editorial del romancero: las tres partes de la Silva de Esteban de Nájera, el Cancionero de romances sin año y los Romances de Sepúlveda, y, como antecedentes comunes a los tres, las crónicas. Con base en la propuesta Cancionero (edición perdida) > Silva > Romances (edición conservada), Garvin busca demostrar “cómo la Silva, de algún modo, ejerce de puente entre los dos estadios evolutivos del proyecto de Nucio” (p. 172), con mayor influencia en el Cancionero de 1550 y, particularmente, en la edición conservada de Sepúlveda.

Garvin profundiza aún más en el estudio cuando divide los añadidos en tres tipos: las versiones distintas de romances ya publicados en la Silva; los textos de procedencia indeterminada relacionados temáticamente con romances existentes; y los romances novedosos. Respecto al primer tipo, Garvin observa que las versiones de Nucio suelen ser más largas porque, generalmente, aportan coherencia interna a los episodios, aunque eliminan rasgos de transmisión oral por medio de correcciones de erratas y de la estructura sintáctica. En cuanto a las aportaciones de los romances con afinidad temática a los ya publicados, se incluyen: completar una historia mediante la inserción de un nuevo romance en una serie, narrar el mismo episodio desde la perspectiva de otro personaje y ampliar el horizonte narrativo al desarrollar un elemento sugerido en la Silva.

Finalmente, Garvin opta por hallar constantes comunes entre los textos analizados que refuercen la idea del autor único, revisada en la “Breve semblanza del Caballero Cesáreo” (pp. 193-199). La búsqueda incluye los 52 romances añadidos que suman la princeps y la edición sin año. Ante la diversidad de fuentes y la distancia temporal entre las dos ediciones de Nucio, Garvin cree que hay textos de procedencia distinta a la autoría única, sin descartar la relevancia de la unidad en el método de versificación de algunos romances y, sobre todo, la importancia de un común denominador evidente: “la perspectiva editorial de los añadidos” (p. 196). Garvin cree en la honestidad de Nucio al prologar sus obras, en las que advierte de sus intervenciones en el orden, en la ampliación y en la modificación de los textos, así como de la razón por la que oculta el nombre de ese Caballero Cesáreo: “para cosas mayores que conformen con su persona y hábito”. Esto sugiere que el autor sea “una persona perteneciente a una de las órdenes militares” (p. 198) o religiosas. Pero sólo se puede afirmar que se trata “de un personaje cercano a la corte, con sólidos conocimientos de la historia sagrada y nacional, un gusto por los romances necesariamente equiparable al del propio Sepúlveda, y con una estrecha relación con la imprenta de Nucio” (p. 199).

En todo su estudio, Mario Garvin aporta aspectos significativos fuera de lo bibliográfico y lo biográfico para la comprensión de los Romances de Sepúlveda, dentro de su propia historia editorial y de la evolución general del romancero, atendiendo las posibles fuentes, el contenido y orden originales, y distintos aspectos compositivos y literarios. Los resultados del análisis minucioso de Garvin se concretan en un “Apéndice” (pp. 201-208) que incluye un listado de los romances que probablemente contenía la princeps de Sepúlveda y en el orden original supuesto según la cronología de la fuente. La publicación de la edición facsímil de Martín Nucio de los Romances y el estudio de Mario Garvin componen un libro en gran medida integral, porque permiten apreciar las diferentes decisiones editoriales de cada editor en un mismo ámbito donde influían el público, la corte, la realeza, la imprenta, los autores y los distintos colaboradores.

Si hasta hoy la obra de Lorenzo de Sepúlveda parecía secundaria en el horizonte de los romanceros del quinquenio 1546-1551, los estudios de Higashi y Garvin dejan clara su posición central en un canon que busca dignificar el romance para un público cada vez más exigente; lo suficiente, al menos, para que valore el componente histórico, la esencia épica, la autoría explícita y una anécdota cada vez más compleja hasta llegar a la formación de ciclos, todos ellos argumentos de venta exitosos. Las conclusiones para entender las razones del éxito del romance historiado son vastas: “Mayor control artístico en los detalles, mayor verismo, tramas más complejas, suspense, mayor artificio, mucha novedad” (Higashi, p. 113). La identificación de fuentes eruditas mediante el principio de máxima fidelidad textual podría ofrecer información relevante para otros repertorios de la época, como el mismo Cancionero de romances, al revelar quizá textos procedentes de crónicas y de otros impresos o manuscritos que circulaban en esos años (traducciones, paráfrasis y adaptaciones). Dirigir los estudios del romancero hacia aspectos textuales, editoriales o compositivos coadyuva al establecimiento de nuevas relaciones entre las distintas propuestas editoriales que transitaban dentro del mismo cauce editorial y de la misma lógica cultural. Tales rasgos perduraron hasta el siglo XVII, cuando la obra de Sepúlveda ya no circulaba como tal, pero cuya influencia se prolongó mediante la Hystoria del muy noble y valeroso cauallero del Cid Ruy Diez de Biuar, en romances, en lenguaje antiguo, de Juan de Escobar, otro ejemplo cardinal para entender el romancero historiado.

Referencias

Beltran Vicenç 2016. El romancero: de la oralidad al canon, Reichenberger, Kassel. [ Links ]

Garvin, Mario 2018. “Los Romances de Lorenzo de Sepúlveda: de las ediciones antuerpienses a la princeps”, Nueva Revista de Filología Hispánica, 66, 1, pp. 71-94, doi: 10.24201/nrfh.v66i1.3393. [ Links ]

Higashi, Alejandro 2015. “Imprenta y narración: articulaciones narrativas del romancero impreso”, en Literatura y ficción: estorias, aventuras y poesía en la Edad Media. Ed. Marta Haro Cortés, Publicacions Universitat de València, València, t. 2, pp. 627-641. [ Links ]

Primera parte de la silva de varios romances (Zaragoza, 1550) 2016. Ed. facsímil. Estudio de Vicenç Beltran. Coordinación de la edición de José J. Labrador Herraiz, Frente de Afirmación Hispanista, México. [ Links ]

Recibido: 28 de Enero de 2020; Aprobado: 04 de Marzo de 2020

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