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Nueva revista de filología hispánica

versão On-line ISSN 2448-6558versão impressa ISSN 0185-0121

Nueva rev. filol. hisp. vol.68 no.2 Ciudad de México Jul./Dez. 2020  Epub 09-Set-2020

https://doi.org/10.24201/nrfh.v68i2.3645 

Artículos

Las gramáticas misioneras sobre la lengua quechua a través de sus paratextos

Missionary grammars of the quechua language as seen through their paratexts

Ana Segovia Gordillo1 

1Universidad Rey Juan Carlos, ana.segovia@urjc.es


Resumen:

Este artículo arroja luz sobre quiénes fueron los autores de las gramáticas misioneras del quechua, sus motivaciones al concebirlas, sus destinatarios, qué lenguas estaban implicadas y cuáles fueron sus métodos. Para ello, usamos como corpus de estudio los paratextos de las gramáticas sobre el quechua de los siglos XVI, XVII y XVIII, tradición en que predominó la orden jesuita, cuyas artes, según veremos, procuraban instruir a los responsables de la doctrina en las variedades dialectales de los indígenas, cuya colaboración en tales tareas se erigió en pilar fundamental para refinar los métodos de trabajo utilizados.

Palabras clave: gramáticas; paratexto; lingüística misionera; quechua; jesuitas

Abstract:

This article focuses on the authors of colonial grammars of the Quechua language, their motivations, the intended readers, what languages were included and the different methods used to codify the indigenous languages. To this end, we used 16th, 17th and 18th century Quechua grammar books, paying special attention to the study of their paratexts. The main conclusions are: Jesuits are predominantly the authors; their works fulfill pedagogical and preaching objectives; the intended readers are other members of the clergy; the authors were concerned with the dialectal varieties; and collaborating with native speakers is a fundamental way of gathering information.

Keywords: grammars; paratexts; missionary linguistics; quechua; jesuits

Introducción

El interés sobre las obras lingüísticas de los misioneros ha sido señalado por diversos investigadores, como Hernández de León Portilla (1993); Sueiro Justel (2003); Ridruejo (2007a); Esparza Torres (201) o González Carrillo (2010), entre otros. Desde nuestro punto de vista, la pujanza de esta línea de investigación se debe, entre otras razones, a su interdisciplinariedad: como su estudio se puede llevar a cabo desde distintas perspectivas, es una parcela de conocimiento que resulta atrayente a lingüistas, historiadores y antropólogos. Con respecto a la historiografía lingüística, las investigaciones precedentes han demostrado que “a satisfactory history of linguistics cannot be written before the impressive contribution of missionaries is recognized” (Hovdhaugen 1996, p. 7), tesis que mantienen otros muchos investigadores como, por ejemplo, Calvo Pérez (1994), Esparza Torres (2010), Hernández (2013) o Zwartjes (2007). De hecho, a pesar del reciente surgimiento de esta disciplina y de sus consecuentes carencias, las investigaciones sobre este vasto campo de estudio avanzan con fuerza (Zwartjes 2012).

Dadas las dimensiones de esta subdisciplina historiográfica, es obligado fijar los límites de este trabajo: el objetivo principal es estudiar las obras gramaticales sobre la lengua quechua compuestas durante la época colonial, aunque será inevitable aludir a los vocabularios que surgen en esta misma época. Son varios los trabajos dedicados a los aspectos lingüísticos de las gramáticas misioneras de la zona andina1. Sin embargo, faltaba un estudio que abordase la información contenida en lo que entendemos como paratexto de tales gramáticas2. A este respecto, es obligado citar a Genette (1987), para quien el paratexto es todo aquel texto que surge alrededor del texto propiamente dicho, desde los prólogos y las tapas del libro (peritexto) hasta las entrevistas al autor o la publicidad de la obra (epitexto). Además, Genette distingue entre aquello que es responsabilidad del autor (peritexto o epitexto autorial) y aquello que depende de la editorial (peritexto o epitexto editorial). Así, “le paratexte est donc pour nous ce par quoi un texte se fait livre et se propose comme tel à ses lecteurs” (1987, p. 7). De su propuesta, nos centraremos en el peritexto autorial: fundamentalmente, el título, la dedicatoria y el prólogo, aunque también hemos considerado las aprobaciones, las licencias, las censuras y las producciones poéticas presentes en algunas de las gramáticas estudiadas. De manera que, según la clasificación propuesta por Cancino Cabello (2017, p. 411), estudiaremos los “paratextos legales”: “que se incluyen por obligación de la legislación”, y los “paratextos de la tradición escritural”, “incorporados por el deseo del autor de seguir un modelo anterior de obras metalingüísticas y eclesiales”.

Coincidimos con López Alonso (2014, p. 145) en que “lo primero que se visualiza en un texto y que sirve para activar en el lector un posible sentido global se sitúa en la periferia del texto o nivel del paratexto”. Por ello, nos proponemos dar a conocer los datos relevantes que los primeros gramáticos de la lengua quechua proporcionan en los textos preliminares de sus artes. De esta manera, contextualizaremos la producción lingüística del quechua durante la Colonia, aspecto que resulta clave para comprender el nacimiento de la lingüística misionera, fruto de toda una serie de circunstancias (sociales, religiosas, políticas y culturales) en concomitancia.

Marco metodológico y corpus de estudio

Pocos son los estudiosos que han tratado cuestiones metahistoriográficas de la lingüística misionera. Sin duda, es obligado citar el artículo de Zimmermann titulado “La construcción del objeto de la historiografía lingüística misionera” (2004), pues constituye una de las primeras reflexiones sobre este aspecto. El autor, de manera sistemática, enumera toda una serie de tareas aún pendientes en este campo de investigación entre las que encontramos la reconstrucción de métodos de trabajo de campo y los estudios sobre la formación de los lingüistas misioneros, sobre la influencia teológica en la concepción lingüística o sobre la actitud de los lingüistas misioneros frente a las lenguas indígenas (pp. 26-27). Inspirados en estas tareas y con el objetivo de contribuir al estudio de la “Historiografía de la Lingüística Amerindia” (Koerner 1994, p. 19), en nuestra investigación hemos intentado dar respuesta a las siguientes preguntas: quiénes fueron los autores y qué fines perseguían con la elaboración de estas gramáticas; quiénes eran los destinatarios; qué lenguas están implicadas en la elaboración de los tratados gramaticales; y, finalmente, cuál es el método que seguían los misioneros en la composición de estos manuales3.

Con respecto al período estudiado, nos centraremos en la gramaticografía colonial. Para ello, tras revisar los aportes de Viñaza (1977 [1892]) y Niederehe (1995, 1999 y 2005), así como las bibliografías específicas sobre la lengua quechua elaboradas por Rivet y Créqui-Montfort (1951) y por Medina (1930), seleccionamos aquellas artes de la lengua quechua con paradero conocido4. El resultado de esta búsqueda arrojó nueve gramáticas sobre el quechua compuestas entre 1560 y 1753, cuyas reediciones coloniales también hemos tenido en cuenta.

Mannheim (1989, p. 25-26) sostiene que “desde mediados del siglo XVII en adelante, se dejó de lado el trabajo lingüístico original en las lenguas aborígenes para atender las reediciones de Artes y los catecismos del siglo XVI y comienzos del siglo XVII”, aspecto que se puede comprobar en nuestra selección de gramáticas. Del siglo XVI destaca la aportación de Domingo de Santo Tomás, esto es, la Grammática o arte de la lengua general de los indios de los reynos del Perú (1560), así como el Arte, y vocabulario en la lengua general del Perú llamada quichua, y en la lengua española (1586). Del siglo XVII, hemos recopilado las tres reimpresiones del Arte, y vocabulario (1603, 1604 y 1614) y seis gramáticas sobre esta lengua indígena: la Grammática y arte nueva dela lengua general de todo el Perú, llamada lengua qquichua, o lengua del inca (1607) de Diego González Holguín; el Arte dela lengua quechva general de los yndios de este reyno del Pirú (1616) de Alonso de Huerta; el Arte de la lengua quichua (1619) de Diego de Torres Rubio; el Arte de la lengua general de los indios del Perú (1648) de Juan Roxo Mexía y Ocón; el Arte de la lengua quichua general de indios del Perú (1690) de Juan de Aguilar y el Arte de la lengua general del ynga llamada qquechhua (1691) de Esteban Sancho de Melgar. Sin embargo, en el siglo XVIII se reduce considerablemente el número de estudios gramaticales sobre el quechua: examinaremos las dos reimpresiones de la gramática de Torres Rubio, ambas en Lima, hacia 1700 y en 1754, así como la Breve instrucción o arte para entender la lengua común de los indios según se habla en la provincia de Quito (Lima, Imprenta de la Plazuela de San Cristóbal, 1753)5.

Autores

Siglo XVI: Domingo de Santo Tomás y el autor del “Arte, y vocabulario” (1586)

Domingo de Santo Tomás nació en Sevilla, estudió en los colegios de San Pablo y de Santo Tomás y en 1520 ingresó en la orden de los dominicos. Con 41 años se embarcó a Perú, donde trabajó intensamente catequizando a los indígenas, fundando escuelas y conventos y, como no podía ser de otro modo, aprendiendo la lengua quechua. Fue el primer catedrático de Prima Teología en la Universidad de San Marcos (Cerrón-Palomino, 1995, pp. vii-ix). En los textos prologales de su gramática cita a san Pablo, pero también hace gala de su saber grecolatino, pues alude a Homero, Eurípides, Platón, Lisipo, Alejandro Magno, Quintiliano o Plutarco. Además, el dominico se ocupa de la descripción del quechua no sólo en su gramática, sino también en el Lexicón, o vocabulario de la lengua general del Perú; sus obras fueron impresas en Valladolid en 1560. Por lo demás, Santo Tomás dedica el último apartado de su arte a la práctica de las reglas aprendidas con la “Plática para todos los indios” (cf. Taylor 2001), escrita en quechua y con una doble traducción al castellano (Cerrón Palomino 1995, p. xxi).

Con respecto a la autoría del Arte, y vocabulario, Calvo Pérez mantuvo en 2009 que “la autoría del Anónimo de 1586 se sustentó en un trabajo colectivo preconciliar” (pp. 47-48). No obstante, Cárdenas Bunsen (2014) la atribuye al cronista peruano Blas Valera, posibilidad que apunta también Cerrón Palomino (2014). Teniendo en cuenta esta tesis, el autor del arte de 1586 sería el jesuita mestizo Blas Valera, experto en latín y en quechua (Egaña 1958, pp. 140-141). Como resalta Hyland (2003,p. 31), es su condición de mestizo lo que hace que Valera reciba una formación singular:

Blas was the product of a dual heritage in a newly created frontier culture. On the one hand, his mother taught him respect for the great traditions of the Inca nobility. She must have spent many hours recointing to her son, in her native tongue, stories and poems about the Incas. On the other hand, Blas’s father took care to give his sons the best education available in the colony.

Tras unirse a los jesuitas en 1568, Valera trabajó en las misiones de Huarochirí, Santiago del Cercado, Cuzco, Juli y Potosí, hasta que en 1582 volvió a Lima para trabajar en la traducción al quechua del catecismo católico (Hyland 2003, cap. 3). Recuérdese que en el Tercer Concilio Provincial Limense se aboga con fuerza por que la labor pastoral se realice en las lenguas indígenas (Lisi 1990, pp. 125 y 225), motivo por el cual se prescribió la redacción y edición de un catecismo y un confesionario unificado en quechua, aimara y castellano que facilitaran la catequesis de los indios6. Este proyecto de traducción en el que se implicó Valera hizo que entrara en contacto estrecho con José de Acosta, con quien tuvo discrepancias que salieron a la luz en numerosas ocasiones (Hyland 2003, p. 64). A finales de 1586, comienza una etapa difícil para Valera: por un lado, los padres jesuitas deciden excluir a los mestizos de la congregación; por otro, Valera es acusado de un crimen sexual y encarcelado en Lima (Hyland 2003, pp. 68 ss.). Tal vez éstos fueran los motivos por los que su nombre no apareciese en el Arte, y vocabulario de 1586, a pesar de que, en el prólogo de la obra, puede leerse con claridad una enfática primera persona del singular7. Desafortunadamente, el paratexto de la obra de 1586 no aporta ningún otro dato relevante.

Siglo XVII: las reediciones del “Arte, y vocabvlario” de 1586, González Holguín, Huerta, Torres Rubio, Roxo Mexía, Aguilar y Sancho de Melgar

Entre las reediciones del Arte, y vocabulario de 1586, encontramos la Grammática y vocabulario publicada en Sevilla por Clemente Hidalgo en 1603, el Vocabulario enla lengua general del Perú impreso en Lima por Antonio Ricardo en 1604 y, finalmente, el Arte, y vocabulario enla lengua general del Perú, impreso de nuevo en Lima, esta vez por Francisco del Canto en 1614. Tanto la edición de 1603 como la de 1614 reproducen sin cambios el prólogo “Al lector” de 1586 firmado por Antonio Ricardo. Lamentablemente, ni el prólogo al Arzobispo de Sevilla escrito por Diego de Torres Bollo, procurador del Perú, ni la dedicatoria al obispo de Quito redactada por Francisco del Canto añaden nueva información sobre el autor.

Nos detendremos ahora en el segundo de estos textos, puesto que el final de su título dice así: “Nuevamente emendado y añadido de algunas cosas que faltauan por el Padre Maestro Fray Iuan Martínez Cathedrático dela Lengua. Dela orden del Señor Sant Augustín”.Rivet y Créqui-Montfort (1951, pp. 38-40) examinan con cuidado este vocabulario de 1604 y llegan a la conclusión de que es una reedición del Arte, y vocabulario de 1586 con las siguientes características: la Provisión Real es idéntica; aunque el título sólo se refiere al vocabulario, tras él puede consultarse la gramática; el texto está un poco más apretado (por eso la edición de 1604 ocupa menos folios); en el vocabulario las palabras españolas se destacan en cursiva; en las Annotaciones hay algunas adiciones o correcciones sucintas; finalmente, en el arte, se pueden apreciar modificaciones en los títulos (“Delas letras y uso de Escriptura” en lugar de “Dela Ortographía”) y hay algunas añadiduras y reajustes, sobre todo en la parte relativa a las partículas. Del autor agustino de tales adiciones, poco hemos podido averiguar. Martínez (1992), en su estudio sobre los catedráticos agustinos en la Universidad Mayor de San Marcos de Lima, mantiene que el vizcaíno fray Juan Martínez de Ormaechea8 ganó la cátedra de quechua el 10 de junio de 1591 y la regentó hasta su muerte, en 1616. Tal y como explica Porras Barrenechea (1999, pp. 174- 175), esta cátedra universitaria de la lengua quechua fue fundada por el Virrey de Toledo en 1577 y tenía por objeto, según una ordenanza de Toledo expedida el 7 de julio de 1579, enseñar a predicar el Evangelio a los indígenas, puesto que “el verdadero latín para en m ,…}señar doctrina a estos indios es saberlo hacer en la propia lengua de ellos” (p. 174). El primer catedrático de la lengua quechua en la Universidad de San Marcos fue Juan de Balboa, quien dirigió la cátedra de 1579 a 1590, hasta que le sucedió el agustino fray Martínez de Ormaechea.

Diego González Holguín, aunque nació en Cáceres, se formó en la Universidad de Alcalá de Henares, donde se instruyó en las lenguas clásicas y estudió los textos bíblicos en profundidad. En 1568, ingresó en la Compañía de Jesús y llegó a Lima en mayo de 1581 para dedicarse a la conversión de los indios (Torres Saldamando 1882, pp. 68-70). En los prólogos de su gramática intercala citas en latín bíblico y menciona a san Pablo, san Pedro, san Dionisio de Areogapita, al papa León I, o el Concilio de Trento, muestra todo ello de su amplio conocimiento de la doctrina católica. Tras la impresión de su gramática, González Holguín publica en 1608 el Vocabulario dela lengva general de todo el Perú llamada lengua qquichua, o del inca. Además, según Torres Saldamando (1882, pp. 69-70), compone dos obras doctrinales: un Tratado de privilegios de los indios impreso por Francisco del Canto en Lima en 1608 -que puede consultarse al final del vocabulario español-quechua, como anuncia su portada (“Van añadidos al fin los privilegios concedidos a los indios”)-, y una obra manuscrita e inédita, Pláticas sobre las reglas de la Compañía, que según Torres Saldamando está en la Biblioteca de Lima, aunque Porras Barrenechea (1952, p. xxiii) la da por perdida y nuestra búsqueda en los catálogos en línea de la Biblioteca Nacional del Perú y de la Biblioteca y Archivo Histórico Municipal de Lima ha sido estéril.

Poco conocemos de la trayectoria vital de Alonso de Huerta. Según la portada de su arte, nació en la “muy noble y muy leal ciudad de León de Huánuco” (en el centro del Perú); estudió en la Universidad de San Marcos de Lima, donde se graduó como maestro en Artes y obtuvo el doctorado en teología y hacia 1585 recibió las órdenes sagradas para pasar a formar parte del clero secular (Coello de la Rosa 2005; Moya 1993; Porras Barrenechea 1999). Alonso de Huerta sustituyó al agustino fray Juan Martínez en la cátedra de quechua de la Universidad de Lima; pero, antes de ello, hacia 1592, había trabajado de manera incansable en la cátedra de esta lengua de la catedral de Lima, fundada en 1551 por el arzobispo fray Gerónimo de Loayza (Castro Pineda 1963). Las citas en latín, las referencias a san Pablo, san Pedro y a los evangelistas Mateo, Lucas y Juan y la decena de poemas que preceden a su gramática revelan que Huerta fue un hombre cultivado. No ha llegado hasta nosotros ningún vocabulario ni obra doctrinal alguna cuyo autor sea Alonso de Huerta.

Diego de Torres Rubio nació en Alcázar de Consuegra (Toledo) y falleció en el colegio de Chuquisaca (Bolivia). Estudió en Valencia y allí, en 1566, ingresó en la Compañía de Jesús. Diez años más tarde viajó a Perú en la expedición del padre José Tiruel. Entonces, fue enviado al colegio de Potosí (Bolivia) y se entregó al estudio del aimara, lengua que enseñó durante más de treinta años en el colegio de Chuquisaca (Porras Barrenechea 1952, pp. xiii-xiv). En su arte, impresa en 1619 en Lima por Francisco Lasso, encontramos una breve gramática, seguida de un vocabulario bidireccional y varios textos religiosos. Unos años antes, en 1616, Torres Rubio, que dominaba el quechua, el aimara y el guaraní (Porras Barrenechea 1952, pp. xiii- xiv), publicó el Arte dela lengua aymara, con la misma estructura (arte, vocabulario y obras doctrinales). Entre sus obras lingüísticas, además de las gramáticas sobre el aimara y el quechua a las que acabamos de referirnos, Torres Saldamando (1882, pp. 79-81) le atribuye un Arte de lengua guaraní, publicada en 1627; infelizmente, no hemos conseguido localizarla. además, según Viñaza (1977[1892], pp. 57 y 86-87), Rivet y Créqui Montfort (1951, pp. 35 y 77) y Niederehe (1999, p. 19 , Torres Rubio sería el autor de la Gramática y vocabulario en lengua quichua, aymara y española (Roma, 1603; reeditada en Sevilla, 1619). Sin embargo, a día de hoy este tratado trilingüe continúa sin ser encontrado (Hernández y Segovia 2012, p. 479).

En 1648, vio la luz el Arte de la lengva general de los indios del Perv´ impreso en Lima por Jorge López de Herrera; su autor, Juan Roxo Mexía y Ocón, nació en Cuzco, cumplió con sus tareas sacerdotales en la parroquia de San Sebastián de Lima y fue catedrático de la lengua quechua en la Universidad de esta ciudad (Porras Barrenechea 1952, p. ix). Como el mismo autor narra en su prólogo “A la Real Universidad de Lima”, se comprometió a redactar un tratado gramatical sobre la lengua quechua, si lograba la cátedra de este idioma de la Universidad; conseguida la cátedra, Roxo Mexía cumplió su palabra:

Prometí a vuestra señoría, cuando en su real claustro alegué mis méritos y suficiencias para catedrático de la lengua general de los indios d’este reino, componer arte con los preceptos necessarios para que con facilidad se aprendiesse. Cumplió vuestra señoría mis desseos, honrándome con la cátedra que pretendía. Y yo por no caer en la censura grave de san Pedro Crisólogo (In verecundi debitoris est; aut differre debita, aut promissa denegare), al año presento a vuestra señoría este Arte, desempeño de mi palabra y índice de mi gratitud9.

No nos ha llegado de este autor ningún trabajo lexicográfico; tampoco escribe textos doctrinales, pero el apartado final de su gramática son unas “Advertencias para traducir los Evangelios en la lengua” y allí anuncia que tiene previsto imprimir una traducción de los pasajes evangélicos, lamentablemente todavía sin localizar (Roxo Mexía 1648, ff. 87v-88r).

De bien avanzado el siglo XVII, 1690, es el Arte de la lengua quichua general de indios del Perú de Juan de Aguilar, un manuscrito de 49 folios que pertenece a la biblioteca particular de José Luis Molinari, en Buenos Aires (Altieri 1939). Por el título del manuscrito sabemos que su autor fue licenciado y vicecura de la Catedral de Lima, pero, desafortunadamente, no hemos logrado averiguar nada más sobre la biografía de este misionero. Las investigaciones de Ángeles Caballero (1973 y 1987) no aportan nuevos datos. Además, el manuscrito carece de prólogo, detalle que lleva a pensar a Ángeles Caballero (1987, p. 130) que tal vez no estuviera listo para ser llevado a la imprenta. Al carecer de paratexto, el manuscrito de Juan de Aguilar queda fuera de este estudio.

La última gramática estudiada del siglo XVII es el Arte de la lengva general del ynga llamada qquechhua de Esteban Sancho de Melgar. Sabemos de este autor que nació en Lima y se doctoró en Teología en la Universidad de San Marcos; logró ser catedrático de la lengua quechua de esta universidad y de la Iglesia Metropolitana de Lima, y ejerció el cargo de examinador sinodal, según Taylor (2010), quien además dice que, probablemente, los apuntes de los cursos de quechua que el religioso dictaba fueran el material del que partió a la hora de componer su Arte, impresa en Lima por Diego de Lira en 1691. A pesar de ser criollo, gracias al paratexto legal de su obra, sabemos que el quechua no era su lengua materna:

Con el informe que tengo de que el autor de este arte se labró artífice de idioma tan ageno con el instrumento del estudio proprio, sin haberle debido a la naturaleza, ni aun la primera leche de su noticia, me es precisso repetir el Qui fecerit ﻉ docuerit hic magnus vocabitur, del Evangelio, el que hiziere y enseñare (dize) será el Alexandro Magno allá del cielo y advierte mi cuidado que aquí el enseñar es cosa que se halla hecha para el premio, sin que se mencione el estudio, fecerit ﻉ docuerit. Y si hazer y enseñar como maestros es cosa grande, estudiar para hazer maestros que enseñen no puede ser cosa mayor (“Censura del P. Juan de Figueredo de la Compañía de Jesús”, en Sancho de Melgar 1691).

Sin embargo, esta circunstancia no fue obstáculo para que Melgar siguiera componiendo en la lengua de los incas; de hecho, finaliza su gramática con la traducción de una parte del Evangelio de san Lucas y nos anuncia en ella la próxima publicación de los Evangelios traducidos al quechua (f. 50r). Se trata de la Luçerna Yndyca, un extenso manuscrito de 247 folios conservado en la Biblioteca Nacional de Bogotá. El documento contiene una selección de pasajes evangélicos traducidos del latín al quechua a la que precede un copioso léxico castellano-quechua (sistematización del vocabulario de González Holguín) y unas reglas sobre la ortografía de la lengua general (Taylor 2010). Sin duda, la orientación traductológica de Sancho de Melgar tiene un claro antecedente: Juan Roxo Mexía y Ocón.

Siglo XVIII: las reediciones del “Arte de la lengva quichua” de Torres Rubio y la “Breve instrucción”

El Arte de la lengva quichua de Torres Rubio volvió a imprimirse a lo largo del siglo XVIII en dos ocasiones. La primera reedición corrió a cargo del impresor Joseph de Contreras y Alvarado y debió salir de sus prensas hacia 1700, si tenemos en cuenta las fechas de las aprobaciones y licencias que figuran en los preliminares (25 de septiembre y 2, 3 y 12 de octubre de 1700). en ella, el jesuita Juan de Figueredo añade “algunas otras cosas que a los que tratan de salvar almas de los naturales les faciliten el uso de instruirlos en la doctrina y sacramentos” (“Al lector”, en Torres y Figueredo ca. 1700). Según Torres Saldamando (1882, p. 82), Figueredo nació en 1648 en Huancavelica y a los 16 años ingresó en la Compañía de Jesús. Se dedicó fundamentalmente a ser misionero y dominó la lengua quechua (fue catedrático de quechua en el colegio del Cercado e intérprete general por la Inquisición). En la primera parte de este libro se reproduce fielmente la gramática de Torres Rubio. Tras las explicaciones sobre las partes invariables de la oración, comienzan las adiciones de Figueredo: los romances, el catecismo pequeño, los actos de contrición y de atrición, las fiestas de precepto, los días de ayuno, las instrucciones para dar la comunión, la doctrina cristiana y dos vocabularios bidireccionales: uno índico-castellano y otro chinchaysuyo-español (Torres Rubio y Figueredo ca. 1700, ff. 38r ss.). Terminadas estas adiciones, continúa la reproducción de la obra de 1619: los nombres de parentesco, los vocabularios y los textos doctrinales.

La gramática de Torres Rubio vuelve a ampliarse en 1754, aunque en esta ocasión sólo sabemos del autor de las adiciones que pertenecía a la misma orden religiosa que Torres Rubio y Figueredo (según se indica en la portada de esta gramática). Uriarte (1904, pp. 52-53) atribuye las adiciones de esta obra a los padres Jacinto Ochoa y Juan Ignacio de Aguilar, tesis que causa extrañeza si tenemos en cuenta la redacción de los preliminares en primera persona del singular: “me dediqué” o “me informé” (“Al lector”, en Breve instrucción… 1753). En esta arte, que sale a la luz en la imprenta de la Plazuela de San Cristóbal, la materia gramatical primitiva se ve incrementada en dos aspectos: el jesuita anónimo añade unas “advertencias previas para la ortografía y pronunciación de esta lengua” y la conjugación del verbo sustantivo (que no fue considerado en 1619 ni en ca.1700). Además, la obra de 1754 incorpora nuevos textos de contenido religioso y completa la doctrina cristiana y el catecismo de Figueredo con unas notas de traducción. Finalmente, por lo que respecta a la materia lexicográfica, según el propio autor, acrecienta en “más de tres mil vocablos” los textos anteriores (“Lo que se ha añadido a los artes antiguos en esta impressión”, en Torres Rubio, Figueredo y jesuita anónimo 1754).

El último texto estudiado es la Breve instrucción o arte para entender la lengua común de los indios según se habla en la provincia de Quito (Lima, Imprenta de la Plazuela de San Cristóbal, 1753). De acuerdo con la información que se ofrece en Rivet y Créqui-Montfort (1951, p. 157), esta gramática del dialecto quechua de la provincia de Quito y Maynas fue atribuida por Dufossé (según Sommervogel) al jesuita Tomás Nieto Polo, procurador de la provincia de quito, pero Uriarte pone en duda esta atribución. Los argumentos que esgrime Uriarte (1904, p. 81) están basados en el juicio de Hervás (quien, a pesar de conocer a Polo Nieto, no insinúa que escribiera esta obra) y en la ajetreada trayectoria vital de Polo Nieto10, que difícilmente podría dejarle tiempo o darle las condiciones necesarias para la composición de una obra como ésta. Uriarte (1904, p. 81) solamente se aventura a afirmar lo siguiente: “Su autor parece Español y misionero de indios, á juzgar por su modo de explicarse”. A falta de más investigaciones sobre la autoría de este texto, lo único que podemos añadir es que el aparato paratextual de la Breve instrucción revela que el autor fue un religioso culto que dominaba el latín.

Motivaciones

Objetivo pedagógico y evangelizador

Como veremos a continuación, los misioneros parten de la premisa de que el único modo de difundir la fe es a través de la predicación en la lengua de los que escuchan. Este planteamiento ya se vislumbraba en los acuerdos del Concilio de Trento, donde se fue imponiendo el hábito de pronunciar la homilía en la lengua vernácula; sobre ello se insistió en el Tercer Concilio Limense, de manera que el empleo del quechua, el aimara y otros idiomas indígenas resultó imprescindible para que los misioneros pudieran cumplir su labor evangelizadora en América del Sur. A pesar de ello, la política lingüística colonial11 osciló entre dos fuerzas: por un lado, la enseñanza del español, porque de esta manera se evitaban las dificultades de traducción y porque la lengua se consideraba el estandarte del Imperio (recuérdese la archiconocida frase nebrisense: “Siempre la lengua fue compañera del Imperio”); por otro, el aprendizaje de las lenguas generales, porque así se lograba una evangelización más efectiva (Rivarola 1990, pp. 106-107). La Corona, por tanto, mantuvo una posición vacilante en cuanto a la cuestión idiomática: algunos documentos reales salvaguardan la enseñanza del español, mientras que otros atestiguan la defensa de la catequesis en lengua nativa; de hecho, en la real cédula de 1580 ordenó la creación de cátedras de las lenguas generales en las universidades de Lima y México, y dominar la lengua general se convirtió en requisito imprescindible para ser predicador (Solano 1991).

Admitida la idea de que el aprendizaje de las lenguas indígenas era condición indispensable para la evangelización, los misioneros no sólo tradujeron catecismos, doctrinas cristianas, confesionarios o sermonarios, sino que también emprendieron la ardua tarea de explicar la gramática y compilar el léxico de estas lenguas, tan diferentes a las indoeuropeas y carentes de una tradición lingüística previa. Para ello, los misioneros toman a los apóstoles y, en especial, a san Pablo, que aconsejaba transmitir el mensaje divino en la lengua del auditorio, como modelo para la evangelización de las Indias (Borges Morán 1960, pp. 28-44). De hecho, González Holguín, Huerta y Roxo Mexía citan en sus prólogos a san Pablo:

Cuanto importe para la predicación del Santo Evangelio (medio único para la salvación de las almas) el saber la propriedad de la lengua en que se predica, lo entendió bien el predicador de las gentes, San Pablo. Pues para predicar a los judíos (escribe a los de Corinto) vivía como judío, hablaba como judío y se transformaba en judío. Et factus sum judæis tamquan iudæus vt iudæos lucrarer. Diligencia tan necessaria que sin ella no se pudiera conseguir el fin glorioso de la conversión de los infieles, porque Quomodo audient? ¿Cómo entenderán si el que predica no se proporciona al estilo y lenguaje del que le oye? ¿Cómo abraçarán la ley evangélica que se les propone si no la sabe explicar el que la enseña? Ni ¿cómo dexarán sus idolatrías si las palabras no ajustan al intento? (“Al lector”, en Roxo Mexía 1648).

Sin duda alguna, para predicar en la lengua del otro es necesario haberla aprendido con antelación. De ahí que en el paratexto de las gramáticas se lea que son obras necesarias, útiles o provechosas. De esta manera, como explica Rivarola (1990, p. 130), la política lingüística española

en beneficio de la aculturación religiosa, sacrificó la inmediata y rápida castellanización que se pretendía, favoreciendo no solo el uso y la difusión de las lenguas indígenas, o por lo menos de algunas de ellas, sino también lo que en términos modernos se entiende como su elaboración y codificación lingüísticas.

Domingo de Santo Tomás comienza el prólogo dedicado a Felipe II afirmando que las capacidades de cada uno no deben usarse en su beneficio personal. Alude a filósofos como Eurípides y Platón, que mantenían, respectivamente, que “lo mismo quería dezir hombre ocioso que mal ciudadano” y que “el que passava la vida sin emplearla en utilidad de la república bivía embalde”; pero también basa su argumento en textos bíblicos como la parábola de los talentos (Mt 25:14-30) y el don de lenguas que, como nos cuenta san Pablo, Dios lo entrega para el provecho común (1 Cor 12:7). Por todo ello, decide codificar el quechua que había aprendido durante su estancia en Perú y así animar a otros a aprender esta lengua y a enseñar el Evangelio a los indios. No obstante, Santo Tomás es el único de los misioneros estudiados que al objetivo pedagógico y evangelizador (mejorar la comunicación entre los sacerdotes y sus feligreses) añade otro de trasfondo humanista, “la demostración, ante los escépticos y prejuiciosos de la época, que el quechua no era ninguna lengua «bárbara» sino más bien «tan conforme a la latina, y la española»” (Cerrón Palomino 1995, p. xvii). El fraile dominico quiso demostrar que los indios “eran aptos para la cultura y la religión, conceptos similares a los esgrimidos por fray Bartolomé de las Casas contra las ideas de Juan ginés de Sepúlveda” (Porras Barrenechea 1999, pp. lxi-lxii) y, para ello, hizo una defensa del indígena basada en su lengua12.

Más adelante, en el prólogo dedicado al lector, Santo Tomás (1560) insiste con elocuencia en que imprime su obra, aunque imperfecta (“fruta no enteramente madura”), por “la extrema necesidad que hay en aquellas provincias de la predicación del Evangelio”; de manera que su gramática servirá “para dar alguna lumbre a los que ninguna tienen y mostrarles que no es dificultoso el aprender y animar a los que por falta de la lengua están covardes en la predicación del Evangelio”.

El impresor Antonio Ricardo, en su prólogo al Arte, y vocabulario de 1586, deja claro que esta obra es una herramienta para facilitar el uso de los textos doctrinales publicados con antelación y, así, garantizar la evangelización en la lengua de los indígenas13. En el preámbulo dedicado “al lector”, el autor anónimo apunta que será una obra útil, pues se adquirirá un dominio del quechua tanto en el ámbito de la comprensión como en el de la expresión; necesario lo primero para las confesiones y lo segundo para la elaboración de sermones:

Considerando yo aquesto, y la necessidad que en estos reinos había para buena doctrina de los naturales, y declaración del catecismo, confessionario y sermonario, que por decreto del Santo Concilio Provincial se hizo en esta ciudad, he hecho este Vocabulario el más copioso que ser pudo en la lengua quichua y española, con ánimo de hazer otro en la lengua aimara que falta. El cual será muy útil para todo género de gentes, assí curas de indios, como otras personas eclesiásticas y seglares que hubieren de tratar con los indios en poblado, y yendo de camino: porque en él hallarán fácilmente el vocablo que no entendieren, y también el de que tuvieren necessidad, para hablar. Será también de mucho provecho, el que comiença en la lengua índica para los que oyen confessiones, porque con él podrán atreverse a oír los penitentes con medianos principios, y el que comiença en la lengua española, servirá a los que hazen pláticas y sermones a los indios: para hablar y componer con liberalidad lo que quisieren.

Como acabamos de ver, en el paratexto del Arte, y vocabulario de 1586 se ilustran dos ideas importantes (la publicación de esta obra facilitará el uso de las obras doctrinales y servirá para mejorar tanto la comprensión como la expresión oral), pero se refieren exclusivamente al vocabulario. Por ello, nos surgen las siguientes incógnitas: ¿pueden extrapolarse estas ideas a la gramática?; ¿son también éstas las finalidades que guían al autor a la hora de codificar desde el punto de vista gramatical la lengua quechua? A nuestro parecer, la respuesta es afirmativa.

El componente paratextual de las reediciones del Arte, y vocabvlario de 1586 (1603, 1604 y 1614) poco añade a los motivos anteriores. Sí merece la pena destacar un uso totalmente coyuntural de estos textos, que conocemos gracias a las palabras del procurador Diego de Torres Bollo en el prólogo dedicado al Arzobispo de Sevilla de la Grammática y vocabolario (Sevilla, 1603). Los misioneros, conscientes de que la falta de pericia en la lengua de los indios trae consigo el fracaso de la evangelización, aprovechaban el viaje de España a las Indias para estudiar la lengua general: “ni en la navegación podremos tener mejor ocupación yo y mis compañeros en aprender las dichas lenguas [quechua y aimara] que es el medio más próximo y de los más necessarios para nuestro intento” (“Dedicatoria”, en Grammática y vocabolario… 1603).

González Holguín (1607) argumenta extensamente en su dedicatoria al doctor Hernando Arias de Ugarte los motivos por los que los religiosos deben entregarse con ahínco al estudio de la lengua quechua. El jesuita explica que frente al “don de lenguas por milagro” del que disfrutaron los apóstoles, ahora los clérigos deben estudiar con esmero las lenguas. Sin embargo, denuncia que la predicación en el Perú está paralizada porque los curas no aprenden la lengua de los indios para predicar, sino sólo para confesar; desde su punto de vista, para impulsar la predicación, y no sólo la confesión, los sacerdotes deberían instruirse concienzudamente en la lengua de los naturales, liberándose de otras ocupaciones y dedicando tiempo al estudio. En esta tarea, su gramática quechua será la herramienta que les allane el camino para aprender la lengua y predicar a los indígenas:

Por lo cual Señor viendo yo y considerando este daño de las almas y que era necessario que ayudássemos a su reparo todos, me ha movido a componer esta Arte endereçada no tanto a enseñar a los curas para confessar, que para esso bastava la que había, sino para ayudar a lo que tanto desseo que reparemos, que es la predicación evangélica y apostólica, porque con esta Arte con sus adiciones de copia y elegancia con sólo querer estudiar por sí, aunque sin maestro, podrán los curas saber para predicar y perder el miedo que tienen los que no tienen copia ni saben la elegancia, y por esta misma causa he seguido el discurso de esta epístola proponiendo a vuestra merced el estado miserable y lastimoso en que están las almas d’estos pobres indios por no tener luz de la palabra de Dios.

En el prólogo al lector, González Holguín insiste en que la principal función de su gramática es mejorar el estudio de la lengua quechua para “formar predicadores”, que no sólo sepan confesar, sino que dominen el quechua, de manera que “con grande abundancia, todo lo que en romance concebimos, se pueda hablar en la lengua con copia de palabras y su propria elegancia, que todo esto ha menester el que predica”. González Holguín añade, por tanto, un objetivo particular: mostrar que en quechua se puede decir todo cuanto pensemos en español.

Alonso de Huerta (1616), en su dedicatoria a Bartolomé Lobo 6uerrero, alaba las virtudes de este arzobispo, que se preocupa por que “los que se ordenan y los que van a doctrinas a ser curas sepan muy bien la lengua general de los indios”. Para lograr tal propósito, el arte de Huerta será de gran ayuda.

Diego de Torres Rubio (1619) es realmente sucinto en su prólogo (menos de 100 palabras). Sin embargo, es espacio suficiente para dejar claro cuáles son los motivos que le llevan a redactar esta obra: “Con los preceptos y reglas generales que van en este Arte de la lengua Quichua, puede uno aprender a hablar congruamente lo suficiente y necessario, que es menester para catequizar, confessar y predicar”. es decir, su propósito es que los sacerdotes aprendan el quechua para poder evangelizar a los indígenas en su propia lengua.

En la reedición de ca. 1700, el jesuita Juan de Figueredo dedica la obra a Miguel Núñez de Sanabria, oidor en la Real Audiencia de Lima, y allí deja claro que “la mayor gloria de Dios y bien de las Almas es todo lo que aqueste Arte aspira”. En el prólogo al lector, Figueredo explica que añade a la gramática de Torres Rubio “algunas otras cosas que a los que tratan de salvar almas de los naturales les faciliten el uso de instruirlos en la doctrina y sacramentos”. La tercera edición de la gramática de Torres Rubio deja claro en su portada la finalidad de la obra: “para la mejor inteligencia del idioma, y perfecta instrución da [sic] los parochos [sic], y catequistas de indios”.

Juan Roxo Mexía y Ocón dedica su obra al virrey del Perú don Pedro de Toledo y Leiva. Culmina su dedicatoria agradeciéndole todos sus servicios y descubriendo el propósito de su gramática: “ofrezco a vuestra excelencia este Arte de la Lengua General del Perú, que siendo su fin dar a este reino ministros idóneos para la predicación evangélica y enseñanza de sus indios se le deve a vuestra excelencia de justicia”. Más adelante, en el prólogo al lector, Roxo Mexía denuncia que a mediados del siglo XVII no haya quien sepa correctamente el quechua. Por eso, compone su gramática: para que se aprenda con facilidad y fielmente la lengua quechua y se siga el ejemplo de san Pablo.

Esteban Sancho de Melgar (1691) dedica a don Francisco de Oyagüe “esta Arte (que vulgarmente se dize de la lengua) por ser y ceder en útil de los pobres indios”. Además, Figueredo, en la censura de esta obra, insiste en que su fin es “lograr un ministro apostólico”.

Por último, el autor de la Breve instrucción, en el prólogo al lector, mantiene que prepara su gramática para aquellos misioneros entusiastas que quieran ir a trabajar a la zona de Quito y Maynas.

Para perfeccionar el estudio del quechua

Hasta el momento, hemos visto que la argumentación de los misioneros a favor del aprendizaje y estudio del quechua está fuertemente inspirada en las Sagradas Escrituras. Como los apóstoles, sobre todo san Pablo, los misioneros se propusieron transmitir la Buena Noticia en la lengua de sus oyentes y, para cumplir el encargo, publicaron diversos materiales de estudio como las gramáticas y los vocabularios. No obstante, la lectura del paratexto de sus gramáticas nos desvela que detrás de la pregunta ¿para qué? se esconde otra respuesta: para mejorar los tratados anteriores.

Santo Tomás (1560), en su prólogo al lector, con gran elocuencia advierte que su tratado no aspira a ser perfecto y da la posibilidad “para que otro con mayor erudición y perfección lo acabe”. Esta gramática, según las investigaciones de Cerrón Palomino (1995, p. lii; 2014, p. 16) y Calvo Pérez (2000, p. 180, y 2013), perdió vigencia una vez publicado, con el auxilio del Tercer Concilio Limense, el Arte, y vocabulario de 1586; sin duda, “el cambio de dominio misionero (del dominico al jesuita) y el cambio de dialecto (el paso del estándar costeño al estándar cuzqueño absoluto) tuvieron que ver en la decisión comentada” (Calvo Pérez 2000, p. 180). Tal vez ésos hayan sido los motivos por los que el tratado de 1586 no alude a la gramática de Santo Tomás. a pesar de ello, Calvo Pérez (2000, p. 141) ha demostrado que el Arte, y vocabulario de 1586 tiene en cuenta la obra de Santo Tomás “de modo que la aportación del autor sevillano se incorpora inicialmente al nuevo modelo”.

González Holguín (1697), en la dedicatoria a Hernando Arias Ugarte, se refiere de manera explícita a un trabajo gramatical anterior: “me ha movido a componer esta Arte endereçada no tanto a enseñar a los curas para confessar, que para esso bastava la que había, sino…”14. Se trata probablemente del Arte, y vocabvlario de 1586. No obstante, Segovia Gordillo (2016) mantiene que González Holguín se apoya tanto en la gramática de 1560 como en la de 1586 e incorpora a esa tradición gramatical misionera recién emergida aportes organizativos, doctrinales, terminológicos y didácticos.

Alonso de Huerta tiene claro que su objetivo es enseñar la lengua de los incas para ayudar en la predicación y redacta este manual porque, desde su punto de vista, los anteriores no satisfacían las labores docentes:

aunque hay otros dos impresos ya el uno es tan corto que le faltan muchas cosas que en éste van añadidas, y la claridad y distinción que éste tiene; y el otro es tan abundoso y amplio que no es para principiantes, que se podrán aprovechar d’él los que quisieren después de haber aprendido éste, porque entenderán de él algunas cosas que no podrán entender no sabiendo los principios que en éste se señalan (“Introducción”, en Huerta 1616, f. 1r-1v).

Los investigadores están de acuerdo en que el arte “abundoso y amplio” al que se refiere Huerta es la gramática de González Holguín; sin embargo, no coinciden en la identificación del manual “corto”: ¿la gramática de Santo Tomás, la de Torres Rubio o bien el Arte, y vocabvlario de 1586? (Ángeles Caballero 1987; Calvo Pérez 2004; Porras Barrenechea 1999). En nuestra opinión, el arte conciso al que se refiere Huerta no puede ser una gramática sobre el quechua compuesta por Torres Rubio con anterioridad a 1616, porque, como vimos, la existencia de la Gramática y vocabulario en lengua quichua, aymara y española (Roma, 1603) es incierta. De manera que mientras este trabajo que conjuga el español, el quechua y el aimara permanezca sin localizar, tendremos que esperar a 1619 (tres años después de que fuera publicada la gramática de Huerta), para ver impreso un manual sobre la lengua quechua escrito por Diego de Torres Rubio. Además, ya hemos visto que el arte de Santo Tomás quedó relegada tras la publicación del Arte, y vocabvlario de 1586. Por consiguiente, desde nuestro punto de vista, el manual escueto al que alude Huerta es el Arte, y vocabvlario de 1586, hipótesis defendida también por Schmidt-Riese (2005).

Diego de Torres Rubio representa una excepción en esta trayectoria que estamos delineando, puesto que no hace referencia en sus textos introductorios a ninguna gramática anterior15. En las reediciones de su obra, sin embargo, sí se menciona (aunque muy someramente) algunos textos anteriores. Juan de Figueredo escribe en quechua (y después traduce al castellano) unas “Estrofas en que significa el autor ser sólo discípulo de los que han compuesto los artes con ingenios tan excelentes” (Torres Rubio y Figueredo ca. 1700). Además, en el prólogo al lector, cita a Torres Rubio y presenta sus adiciones con modestia. En la tercera edición del arte de Torres Rubio podemos consultar un listado con “lo que se ha añadido a los artes antiguos en esta impresión” (Torres Rubio, Figueredo y jesuita anónimo 1754), pero no se cita explícitamente ninguna gramática. En cambio, el jesuita anónimo sí remite a otros repertorios lexicográficos anteriores. Según cuenta el autor en la advertencia preliminar, cuando su obra ya estaba lista para la imprenta, llega a sus manos “el dilatado y exactíssimo Vocabulario, que dio a luz el P. Diego Gonzáles Holguín, de la Compañía de Jesús” y se da cuenta de que hay otros vocablos que faltan. Por ello, incluye unas adiciones tras el primer vocabulario bidireccional, pero, como no quiere “abultar mucho este Arte”, remite al diccionario de González Holguín y a la reedición de 1614 del Arte, y vocabvlario (Torres Rubio, Figueredo y jesuita anónimo 1754, f. 172v).

Roxo Mexía (1648) pretende que la lengua quechua se aprenda “con más facilidad y provecho” de manera que se domine tanto su modalidad oral como la escrita (la traducción del latín al quechua); para ello, es necesario superar los textos gramaticales anteriores: en particular, se refiere a cuatro que, desde nuestro punto de vista, son el Arte, y vocabvlario (1586), la gramática de González Holguín (1607), la de Huerta (1616) y la de Torres Rubio (1619). Según Roxo Mexía, todos los autores anteriores tuvieron “lúcidos ingenios” y lograron ser “grandes y elegantes lenguaraces”, pero se centraron en enseñar a declinar y a componer y omitieron otros aspectos relevantes en la enseñanza del quechua:

Ver este ardiente zelo y la necesidad que tiene el idioma de más preceptos para que con facilidad se aprenda y con propriedad y elegancia se hable, me ha obligado a componer este Arte, porque aunque hay cuatro antes d’éste con la gloria de inventores, sed habenda gratia ijs qui inchoarunt, no trataron de muchos romances, del uso del infinitivo que es dificultosíssimo, la correspondencia de los subjuntivos, el uso del relativo, de que carece la lengua (“Al lector”).

En la dedicatoria a Francisco de Oyagüe, Sancho de Melgar (1691) se refiere a su arte, impresa en octavo de 56 folios, como “esta obrita” o “este corto volumen”, porque una de las metas que perseguía era ser conciso para evitar el menosprecio que sentían los alumnos ante las obras extensas (tal vez estuviera pensando en la gramática de González Holguín): “común desdén a artes dilatados” (“Al lector”).

Finalmente, en la Breve instrucción de 1753 también se critican los volúmenes muy largos, por lo que su autor se propone elaborar un texto corto y fácil:

Puse especial cuidado en que fuesse breve, clara y que en pocas ojas enseñasse lo que aun dilatados volúmenes no suelen algunas veces instruir o por confusos o por tener muchas superfluidades que más molestan que atraen a su estudio y muchas veces están arrinconados por no poder con su extención conseguir lo que cosas recogidas y pequeñas han alcanzado, cumpliéndose lo que Plinio y Séneca dixeron que nunca se muestra más admirable la naturaleza, que en cosas pequeñas y que es como cierta servidumbre a las grandes no poder ser pequeñas (“Al lector”).

Destinatarios

Los principales receptores de las obras de lingüística misionera estudiadas son los clérigos llegados al Nuevo Mundo, nada diestros en las lenguas vernáculas americanas.

Santo Tomás (1560) deja claro en su prólogo al lector que “este arte se haze para eclesiásticos”. No obstante, el autor del Arte, y vocabvlario de 1586 se da cuenta de que su obra, en particular el vocabulario, podrá ser útil a todas aquellas personas, religiosas o no, que necesiten comunicarse con los indígenas16:

El cual será muy útil para todo género de gentes, assí curas de indios, como otras personas eclesiásticas y seglares que hubieren de tratar con los indios en poblado, y yendo de camino, porque en él hallarán fácilmente el vocablo que no entendieren, y también el de que tuvieren necessidad, para hablar. Será también de mucho provecho, el que comiença en la lengua índica para los que oyen confessiones, porque con él podrán atreverse a oír los penitentes con medianos principios, y el que comiença en la lengua española, servirá a los que hacen pláticas y sermones a los indios para hablar y componer con liberalidad lo que quisieren (“Al lector”).

También el arte de Huerta (1616) está dirigida a un destinatario general; dice Diego Ramírez: “será útil y provechoso para los que en este reino la quisieren saber por la claridad y buena reducción de preceptos que tiene” (“aprobación”). Y el último terceto del soneto de Martín de Mena Godoy proclama lo siguiente: “América te ensalça agradecida / porque en sus hijos la ignorancia mengua / con la verdad que enseñan tus preceptos”.

Sin embargo, como dijimos al principio, son los sacerdotes los destinatarios fundamentales de estas obras, porque, como explica González Holguín (1607), los curas tienen dos obligaciones básicas, la administración de los sacramentos y la predicación17; para cumplirlas, necesitan conocer la lengua de sus catecúmenos. Así lo argumenta Juan Vázquez en la aprobación:

He visto la Arte de la lengua Qquichua del Inca compuesta por el padre Diego Gonçález de la Compañía de Jesús… y entiendo será de mucha ayuda a los curas y de más ministros que hubieren de ayudar a los indios para que con propriedad y claridad se les prediquen las cosas de nuestra santa fe.

Desde esta perspectiva, el estudio de las lenguas es una vertiente más de la misión apostólica de los religiosos; por eso, la responsabilidad de la falta de conversión de indios recae en los párrocos que no han aprendido la lengua indígena (cf. la “Dedicatoria” de González Holguín 1607).

Torres Rubio (1619) pretende que con su gramática se aprenda lo suficiente para “catequizar, confessar y predicar”; clérigos son, por tanto, los destinatarios. Insiste en esta idea alonso de Messía (1655-1732), quien pide que se apruebe la segunda edición de esta obra, “porque le facilita a los señores curas de indios el ministerio de apóstoles” (Torres Rubio y Figueredo ca. 1700). Este mismo planteamiento lo encontramos en la última reedición de la gramática de Torres Rubio, pues el jesuita anónimo completa el tratado de 1619 para instruir párrocos y catequistas (cf. portada en Torres Rubio, Figueredo y jesuita anónimo 1754).

Agustín de Berrio, prior del convento de Lima, aprueba el arte de Roxo Mexía (1648) y lo ensalza porque es herramienta indispensable para que los sacerdotes implanten la doctrina cristiana en el Perú, “pues por el órgano de las vozes de los indios articuladas en labios españoles (a que principalmente sirve este tan importante trabajo) passará a sus entendimientos no sólo lo católico de la doctrina sino el amar a la nobleza de su maestro”.

Ni en Sancho de Melgar ni en la Breve instrucción de 1753 hay información explícita sobre los destinatarios. No obstante, conociendo sus propósitos, es fácil aventurarnos a pensar que estas obras iban dirigidas a los clérigos.

Lenguas implicadas

Lengua objeto

Como vimos arriba, Santo Tomás (1560) dedica a Felipe II su gramática para desmentir que los naturales del Perú sean bárbaros e indignos de ser tratados como el resto de sus vasallos, pues siendo su lengua “muy polida y delicada”, ellos también lo serán. Además, en este prólogo, introduce una somera descripción geográfica del quechua: “es lengua que se comunicava y de que se usava y usa por todo el señorío de aquel gran señor llamado Guaynacapa, que se estiende por espacio de más de mil leguas en largo y más de ciento en ancho”. En el segundo de sus prefacios, resalta las diferencias entre el quechua y las lenguas conocidas por los europeos: “esta lengua del Perú tan estraña, tan nueva, tan incógnita y tan peregrina a nosotros y tan nunca hasta agora reduzida a arte ni puesta debaxo de preceptos d’él”. Santo Tomás no declara en ningún momento la procedencia geográfica del quechua que describe; no obstante, según Cerrón Palomino (1995, p. xvi), el dialecto-base de la variedad codificada, que presenta rasgos gramaticales sureños junto a una fonología norteña, es el hablado en la franja costeña comprendida entre Chincha y Lima. Calvo Pérez (2013, p. 229) ahonda en esta idea:

Podríamos decir que partiendo de la inexistencia de una gramática previa, DST [Domingo de Santo Tomás] logra el máximo común divisor de todos los dialectos quechuas, especialmente los concernientes al quechua del Norte o chinchaisuyo y quechua del Sur o cuzqueño, identificándose en gran parte con un dialecto puente que se aproxima a lo que es hoy el dialecto ayacuchano.

Las siguientes obras lingüísticas sobre el quechua se apartan de la obra del dominico, pues codifican la variedad cuzqueña:

La variedad seleccionada, con el respaldo implícito del Tercer Concilio Limense, será entronizada por los patrocinadores de la asamblea episcopal como el modelo y arquetipo del buen decir, constituyéndose en adelante como el referente exclusivo del quechua, en tanto medio de expresión y objeto de estudio. En tal sentido, la opción dialectal asumida en esta oportunidad significó una callada recusación de la variedad que había elegido fray Domingo de Santo Thomás como objeto de su codificación. El solo hecho de haber sido materia de tres reimpresiones en el primer quincenio [sic] del siglo XVII es un indicador de la importancia que tuvo el Arte como instrumento de aprendizaje de la lengua con fines de evangelización (Cerrón-Palomino 2014, p. 12).

El Arte, y vocabvlario de 1586 consagra, por tanto, el estándar de base cuzqueña que sirvió como lengua franca pastoral (Calvo Pérez 2004, p. 215). Así pues, tal y como pone de relieve Durston (2007, p. 106):

The evidence suggests that during the 1550s and 1560s and to some extent into the 1570s, missionary and pastoral agents were free to produce vernacular texts with the dialectal characteristics they considered most apt for their specific audience… The shift that ocurred during the 1570s and 1580s was characterized both by a demand for dialectal uniformity in pastoral discourse and by a turn towards the Quechua of the southern highlands, in particular that of Cuzco18.

El autor del Arte, y vocabvlario de 1586, tras dar las equivalencias de los nombres de parentesco y antes de empezar la segunda parte del vocabulario (castellano-quechua), pone de manifiesto que ha recogido fundamentalmente las palabras típicas del Cuzco, aunque también recolecta términos y expresiones propios de la variedad chinchaysuya, “a sort of collective term for the quechua dialects of central and northern Peru” (Adelaar & Muysken 2004, p. 181):

Éste es el modo de tratarse en el Cuzco. Los Chinchaysuyus, casi en todo, se diferencian d’este buen estilo. Y nuestro intento es solamente tratar del uso que hay en el Cuzco, como cabeça que es d’estos reinos en lo que toca a la policía y buen lenguaje de los indios. Con todo, no se ha dexado de tocar en el Vocabulario algunas cosas que comúnmente usan los Chinchaysuyus (“Anotaciones”).

González Holguín (1607) también describe la lengua hablada en la ciudad imperial; él mismo lo deja anotado en la portada de su vocabulario (“Corregido y renovado conforme a la propriedad cortesana del Cuzco”), así como en algunas observaciones de su gramática (“En el Cuzco y entre buenos lenguas se usan todas”, “Y éste es más galano modo y más usado en el Cuzco”, ff. 15v y 17v).

Alonso de Huerta (1616) traza una triple distinción: 1) “lenguas maternas”, “que se hablan en cada pueblo tan distintas y diferentes que hay pueblos que con no distar unos de otros más de media legua y aun un cuarto de legua, los del uno no entienden lo que hablan en el otro”; 2) lenguas “generales para provincias”, “con que, fuera de las maternas, se hablan los de cada provincia o reino distinto, como es la de Chile, los chiriguanaes, la aimara, la puquina, la pescadora en los Valles de Truxillo, que todas son muy diferentes unas de otras”; 3) la “lengua general del Imperio”:

Demás de todas estas lenguas [las maternas y las generales] hay una que se llama quichua o general, por ser la lengua que hablava el Inga en la provincia del Cuzco adonde residía y tenía su palacio; el cual mandó a todas las provincias sujetas a su govierno y mandó la hablassen, mandó a los padres que desde pequeños la fuessen enseñando a sus hijos, los cuales demás de la lengua materna y la común de la provincia, les enseñaban la general del inga, que con proprio nombre la llamaban quichua y general, por serlo para todo el reino y reinos que sujetó, que es la que mediante el favor de Dios hemos de tratar y enseñar en este presente arte (“Introducción”, f. 1r-1v).

Una vez reconocido el carácter de lengua franca del quechua, Huerta distingue dos modos de hablarla y se propone dar datos en su gramática sobre cada uno de ellos: “el uno muy pulido y congruo y éste llaman del Inga, que es la lengua que se habla en el Cuzco, Charcas y demás partes de la provincia de arriva, que se dize Incasuyo”; “la otra lengua es corrupta, que la llaman Chinchaysuyo, que no se habla con la policía y congruidad que los Ingas hablan” (f. 1v). Desde esta perspectiva, Huerta ha de ser valorado positivamente por ser un “dialectólogo temprano” (Moya 1993, p. xxviii). Además, con la publicación del arte de Alonso de Huerta en 1616 entra en juego un nuevo glotónimo: quechua. La forma quichua se empleó la primera vez por Domingo de Santo Tomás (1560) y continuó en uso durante el siglo XVI y los primeros años del XVII19. Estos dos nombres competirán a lo largo de los siglos hasta que, finalmente, triunfe la forma quechua (Cerrón Palomino 1987, pp. 31-37).

El paratexto de la gramática de Torres Rubio, tan breve, no aporta información sobre la lengua indígena codificada. Figueredo, en cambio, en su edición de comienzos del siglo XVIII, ensalza la lengua en su prólogo al lector e incluye el “Vocabulario de la lengua chinchaisuyo” (Torres Rubio y Figueredo ca. 1700, ff. 53v-59r), precedido por unas advertencias sobre los contrastes fundamentales entre el quechua general y el de los chinchaysuyos. Es importante señalar que ésta es la primera contribución dedicada específicamente a la variedad chinchaysuya (Rivet y Créqui-Montfort 1951, p. 125). En la edición de 1754, el jesuita anónimo reproduce las aportaciones de Figueredo y las completa (Torres Rubio, Figueredo y jesuita anónimo 1754, ff. 213v-214r).

En la gramática de Roxo Mexía (1648) se compara la lengua del Cuzco con la de Madrid y Toledo no sólo en el prólogo del autor al lector, sino también en la aprobación de fray Juan Escudero: “los preceptos son proprios, genuinos y ajustados al idioma, modo y frasses de la lengua materna de los naturales sin desviarse un punto del uso ordinario y común de la que se usa en el Toledo y Madrid de las indias, que es el Cuzco”. Además, Roxo Mexía demuestra tener ciertas pretensiones normativas, porque denuncia a aquellos clérigos que no han aprendido bien la lengua imperial y que, por ello, no sólo incumplen su misión evangélica, sino que, además, pervierten la lengua de los indios: “Hablar la lengua siendo tantos los barbarismos que se dizen como las razones que se pronuncian, no es hablar lengua. Sí, echar a perder la lengua, perderse a sí propios y perder a los que con bárbaro lenguaje enseñan” (“Al lector”).

Sancho de Melgar (1691, f. 17v) también se propone fijar la variante cuzqueña: “No enseñaré en este capítulo (y lo mismo he observado y observaré en los demás), si no es lo que hablan los Cuzcos”.

Por último, la Breve instrucción de 1753 describe la variante del quechua ecuatoriano, como anuncia en su portada, “según se habla en la provincia de Quito”, y en su prólogo: “me dediqué a componer este arte de la lengua común de estas partes de Quito y Maynas”.

Así pues, según Torero (1995, p. 22), el siglo XVIII supone la “afirmación de los quechuas regionales” o, como dice Calvo Pérez (1995, p. 53), la “representación mayor de la periferia hasta entonces esquivada”: por un lado, Figueredo y el sacerdote anónimo (ca. 1700 y 1754) describen el quechua de la sierra central peruana; por otro, en la Breve instrucción (1753) se codifica el quechua de Ecuador.

Metalengua

En las gramáticas misioneras examinadas, la metalengua, es decir, la lengua mediante la cual se explican las lenguas indígenas, es el castellano. Como mantiene Ridruejo, esta decisión está estrechamente relacionada con los objetivos de sus gramáticas:

Si la finalidad de las descripciones gramaticales hubiera sido teórica, quizá podríamos esperar que se empleara como lengua instrumental el latín (tal como hacen muchos de los gramáticos contemporáneos en Europa), dado que esta lengua era la que funcionaba como metalenguaje en las obras gramaticales y, mejor o peor, debería ser conocida por los clérigos, pero las gramáticas y vocabularios misioneros tienen un objetivo práctico: sus destinatarios fueron ordinariamente clérigos que habían de ejercer tareas evangelizadoras y, en muchos casos, el destinatario inmediato lo constituían hermanos de la misma orden religiosa [a] la que pertenecían los autores y las obras no iban destinadas más que a ser difundidas en su convento o en conventos vecinos (2006, p. 716).

El hecho de que estos tratados usen el español, y no el latín, para describir las lenguas indígenas entronca con la corriente medieval de las grammaticae proverbiandi, que iban abandonando el latín por imperativo pedagógico y explicaban en castellano la gramática latina (Esparza Torres y Calvo Fernández 1994). A mediados del siglo XV, continuaron escribiéndose gramáticas latinas con traducciones romances como el Compendium grammatice de Juan de Pastrana, la Grammatica brevis(1485) de Andrés Gutiérrez de Cerezo, el Perutile grammaticale compendium (1490) de Daniel Sisó y, por supuesto, las Introducciones latinas contrapuesto el romance al latín (ca. 1488) de Antonio de Nebrija. De hecho, la Nova ratio de Nebrija consolidará el uso de la lengua española como medio para estudiar la latina (Esparza Torres y Calvo Fernández 1994).

Pero los misioneros americanos no sólo siguen la corriente pedagógica que inician las gramáticas proverbiandi y la versión bilingüe de las Introductiones latinae, sino que también cuentan con otros precedentes más cercanos en el uso del español como metalengua. No debemos olvidar que durante el siglo XVI van surgiendo partidarios de enseñar el latín en la lengua materna de los estudiantes, para hacerles más accesibles los contenidos de gramática latina. entre ellos, podemos citar a Bernabé de Busto y sus Introductiones grammáticas breues y compendiosas (1533), a Luis de Pastrana y sus Principios de gramática en romance castellano (1539), a Francisco de Thámara y su Suma y erudición de grammática en metro castellano (1550), a Diego Carvajal y su Arte de gramática latina en lengua latina y española (1582), a Pedro Simón Abril y Los dos libros de la gramática latina escritos en lengua romance (1583), a Juan Sánchez y sus Principios de la gramática latina (1586) o a Francisco Sánchez de las Brozas y su Arte para en breve saber latín (1595).

En américa, el castellano se convierte en la herramienta apropiada para describir las lenguas indígenas, fundamentalmente, por una necesidad pedagógica: la enseñanza de la lengua indígena a través del latín podía ser un obstáculo si los alumnos no dominaban bien la lengua latina. Al abandonarla, por tanto, los autores de estos textos llegarían a un abanico de destinatarios más amplio. En este sentido, las gramáticas misioneras coinciden con las gramáticas de español para extranjeros, que, por regla general, renuncian al latín a la hora de explicar la doctrina gramatical20.

Lengua de referencia

Los autores de las gramáticas usan en sus prólogos el recurso de la captatio benevolentiae al subrayar la dificultad de su empresa. para sortear estos obstáculos cuentan con una ayuda inestimable, el latín, referente metodológico y conceptual de cómo enseñar una segunda lengua: “Y porque (como se ha tocado) este arte se haze para eclesiásticos que tienen noticia de la lengua latina va conforme a la Arte d’ella” (“Al lector”, en Santo Tomás 1560).

Según Esparza Torres (2007, p. 33), “la mirada a las gramáticas latinas se veía como un medio de asegurar que se estaba trabajando adecuadamente y con provecho”. Además, como deja entrever Santo Tomás en la cita anterior, otra razón por la que toman como sistema de referencia la gramática latina tiene que ver con el hecho de que de esta manera “se abreviaba la exposición y se facilitaba el aprendizaje a todos aquellos que hubieran estudiado la gramática latina” (Suárez Roca 1992, p. 29). Ahora bien, como defienden Zwartjes y Hovdhaugen, este hecho no implica necesariamente que los misioneros sigan de manera inflexible el marco teórico grecolatino imponiéndoselo a las lenguas americanas:

However, in recent studies linguists and historians of linguistics began to pay more attention to these work and the results of recent research demonstrate that the opposite may be closer to the truth: many works are written ‘in dialogue’ with their predecessors, many missionaries, if not the most, had an excellent command of these ‘exotic’ languages. These pioneers not only adopted but also in many cases adapted, or even partially abandoned the Greco-Latin model in a ‘revolutionary’ way, focusing on the idiosyncratic features of the native language themselves (2004, p. 2)21.

Los misioneros practicaron el método contrastivo, que se caracteriza por la comparación de la lengua descrita con otras lenguas, las denominadas por Esparza Torres (2007, p. 7) “lenguas de referencia”. Basta con ver las primeras páginas de las gramáticas estudiadas para comprobar que las comparaciones del quechua con el latín o con el castellano son frecuentes.

Método de aprendizaje

Los misioneros explican que han empleado muchos años de sus vidas en aprender las lenguas indígenas y en escribir estas obras22. De tal forma transmiten a sus lectores la idea de que sólo a través del trabajo perseverante lograrán aprender la lengua quechua: “estudio frecuente d’este libro” (“Dedicatoria”, en Arte, y vocabvlario… 1614 [1586]); “con el instrumento del estudio proprio” (“Censura de Figueredo”, en Sancho de Melgar 1691); “a costa de mucho afán y trabajo”, “mucho exercicio”, “constancia y aplicación” (“Al lector”, en Breve instrucción… 1753).

El hecho de que los artígrafos dedicasen tanto tiempo a la elaboración de sus gramáticas está directamente relacionado con su método de trabajo. Los lingüistas misioneros considerados en este estudio descartan el criterio de la auctoritas, pues las lenguas que describen no cuentan con una tradición literaria y se valen de los testimonios orales de los indios para confeccionar sus gramáticas, que tienen, por tanto, un carácter eminentemente descriptivo.

Santo Tomás incide en la idea de que el uso de los “inventores” del quechua será lo que le guíe en su descripción gramatical:

Pero la principal razón en esto de los nombres y hablas es el uso, porque assí se usa y lo usaron los que primero hablaron la lengua y usan bien d’ella: porque el hablar d’esta manera y no de aquella depende de la voluntad de los primeros inventores d’ella, y que primero la usaron hablar (Santo Tomás 1560, f. 4v).

González Holguín (1607) recoge las muestras orales de los indios del Cuzco y, a partir de ellas, confecciona sus trabajos sobre el quechua23:3

Habiendo, pues, yo juntado con alguna curiosidad por más de veinticinco años, todas las cosas curiosas, sustanciales y elegantes que he hallado en esta lengua, viéndolas primero puestas todas en uso, y repreguntando de nuevo a muchos indios grandes lenguas, y enterado en la práctica y uso de todo, porque salieron las cosas muchas, y tantas, que excedían el justo tamaño de arte, mas por ser todas cosas importantes para la perfecta inteligencia de la lengua no se podía dexar, tomé este acuerdo, que las repartí en cuatro libros (“Al lector”).

Otros misioneros, como Roxo Mexía (1648), insisten en que el aprendizaje se logrará con el estudio de las normas gramaticales y la adquisición de vocabulario:

Tan ajustado a su estilo y tan claro que sin arrojamiento puedo dezir que sabiendo vocablos los cuales no enseña el Arte (si bien lo he compuesto con tanto cuidado de variarlos que podrá servir de Vocabulario) y ajustándose a sus preceptos hablará cualquiera tan bien la lengua como el maestro que le pone en la mano (“Al lector”).

Idea que también encontramos en los textos que preceden a la obra lexicográfica de Santo Tomás (1560a), quien mantiene que el arte por sí solo no enseña la lengua, sino que necesita el vocabulario, de la misma manera que a un orfebre

poco aprovecharía ser muy sabio en la lavor de oro o plata y demás metales y tener gran abundancia de buriles, sinzeles y demás instrumentos del arte muy cabales y perfectos, si no tuviesse metal en qué los exercitar conforme al arte que d’ello tiene (“Al lector”).

Por lo demás, los misioneros en sus prólogos estimulan a los estudiantes a que combinen la formación teórica de las artes con la puesta en práctica de lo aprendido para lograr un verdadero dominio del quechua: “Y con esto y con el uso y cuidado se aprenden frasis y modos de hablar y assí saberse la lengua más perfecta y elegantemente” (“Prólogo”, en Torres Rubio 1619); “Bien observadas estas reglas podrás con facilidad leer la arte, consultando para lo que pareciere duro a los peritos en este idioma” (“Al lector”, en Sancho de Melgar 1691). De hecho, como explica Maldavsky (2012, p. 282), las artes gramaticales necesitaban un “complemento práctico indispensable”: “el uso, o sea la inmersión en la lengua, en las doctrinas de indios”.

Así pues, los gramáticos misioneros confían en el uso a la hora de aprender algunas irregularidades del quechua; además, de esta forma, evitan ser farragosos en sus obras (Fonseca 2010, p. 252): “algunas excepciones habrá que importan poco y el uso las enseñará” (González Holguín 1607, f. 123v). En definitiva, perseverancia en el trabajo, diálogo con los indios, práctica y adquisición de vocabulario son sus cuatro claves.

Conclusiones

Según hemos podido averiguar, en los inicios de la lingüística quechua predomina la orden jesuita (Valera, González Holguín, Torres Rubio, Figueredo, el jesuita anónimo) y el clero secular (Huerta, Roxo Mexía, Aguilar y Sancho de Melgar); encontramos, además, un dominico (Santo Tomás) y un agustino (Juan Martínez). todos ellos tienen una dilatada formación religiosa y humanística.

La mayoría de los autores de gramáticas publica también obras doctrinales, excepto en los casos de Huerta y Aguilar, de quienes sólo tenemos noticia de que escribieron gramáticas; en cambio, Roxo Mexía no puede incluirse entre las excepciones, pues anuncia la traducción de los Evangelios. Esto nos lleva a concluir que el proyecto didáctico misionero tiene dos vertientes claramente diferenciadas: una fase de preparación lingüística, que, a su vez, se divide en instrucción gramatical y en aprendizaje del vocabulario; y otra en la que los clérigos se familiarizan con las traducciones en la lengua indígena de la doctrina cristiana. Ambas facetas, que no tienen por qué ser sucesivas, sino que se pueden experimentar en forma simultánea, están estrechamente vinculadas; ambos tipos de textos, lingüísticos y religiosos, se dan la mano para cumplir el cometido de los misioneros: evangelizar a los nativos. esta tendencia se mantiene en otros autores de américa del Sur: Bertonio (1612, 1612a, 1612b, 1612c), Ruiz de Montoya (1639, 1640 y 1640a) y Valdivia (1606, 1607 y 1621) redactaron varias obras pías, y tras las gramáticas de Lugo (1619) y De la Carrera (1644) pueden consultarse confesionarios. Nuestros resultados, por consiguiente, concuerdan con trabajos anteriores:

La combinación de tratados lingüísticos con obras de carácter doctrinal es muy frecuente entre los misioneros. De una parte, porque unas veces son los mismos autores de obras lingüísticas los únicos que están capacitados para redactar o traducir obras religiosas a las lenguas indígenas y, por tanto, escriben unas y otras, tal como sucede con Andrés de Olmos o Alonso de Molina. En otras ocasiones porque se considera necesario publicar las obras religiosas como lo que eran, el instrumento realmente imprescindible para el evangelizador, mientras que las partes gramaticales eran consideradas en realidad como el medio propedéutico para hacer uso de tal instrumento (Ridruejo 2007, p. 163).

El componente paratextual revela que las gramáticas están concebidas como motores del cambio religioso en América del Sur; es más, teniendo en cuenta las dificultades que conlleva el aprendizaje de una segunda lengua y “el estado miserable y lastimoso en que están las almas d’estos pobres indios por no tener luz de la palabra de Dios” (“Dedicatoria”, en González Holguín 1607), las artes pasan a ser obras imprescindibles, ya que con ellas los sacerdotes se ejercitarán en la lengua indígena y predicarán en la lengua de los catecúmenos. En los paratextos, hemos leído que estas gramáticas nacen para “catequizar, confesar y predicar” o para “formar predicadores”, algo que sin el conocimiento del quechua no se podría llevar a cabo. Por consiguiente, los religiosos aprenden y enseñan las lenguas amerindias a través de artes gramaticales (y diccionarios bilingües) porque estas obras constituyen el medio más adecuado para lograr su propósito final: la evangelización de los indígenas. Según nuestra investigación, al objetivo pedagógico y evangelizador hay que sumar el hecho de que cada gramático defienda la necesidad de mejorar las artes anteriores. Como muestran las frecuentes citas del aparato paratextual, estas obras nacen con la meta de perfeccionar los tratados precedentes. Siguiendo el lema de enriquecer, mejorar o ampliar las gramáticas anteriores, se va originando lo que Hernández de León-portilla (2003, p. 6) ha denominado “gramáticas en cascada” (véase también Hernández Triviño 2016), una clara muestra de la continuidad o serialidad de estos textos (Cuevas Alonso 2011). Todos ellos forman parte de lo que podríamos llamar, siguiendo a Swiggers (2003, p. 84), una “tradición interna”: la tradición misionera hispánica; y es que, como resalta Ridruejo (2007 a, p. 462), “las obras lingüísticas misioneras hispánicas instituyen tradiciones en las que ellas mismas se incluyen”. De estas finalidades se separa Santo Tomás, pues plantea su gramática con dos objetivos: no sólo la enseñanza de la lengua quechua para poder transmitir el Evangelio a los indígenas, sino también la defensa del indígena; además, como su gramática es pionera en el estudio del quechua, no puede aludir a otros tratados anteriores.

En cuanto a los destinatarios, hemos confirmado que las gramáticas misioneras estudiadas son textos de apoyo para estudiantes no nativos de las lenguas indígenas: fundamentalmente, misioneros españoles que desean transmitir el mensaje evangélico a los indígenas. De forma accesoria y según cuentan los propios autores en sus prólogos (en particular, Santo Tomás 1560a, el autor del Arte, y vocabvlario de 1586 y González Holguín 1608), los diccionarios podrán ser de gran utilidad tanto a los seglares que quieran comunicarse con los indios como a los indígenas que necesiten aprender el castellano.

Por lo que se refiere a las lenguas implicadas, en primer lugar, merece la pena destacar que los autores demuestran interés por las variedades dialectales del quechua, porque su gran preocupación es comprender y ser comprendidos. La variante privilegiada es el quechua cuzqueño, aunque también codifican otras variedades: Santo Tomás, el quechua costeño; Figueredo y el sacerdote anónimo, el quechua de la sierra central peruana; y el autor de la Breve instrucción (1753), el quechua de Ecuador. Asimismo, estas obras contribuyen a la dignificación de la lengua quechua, porque tanto las gramáticas como los diccionarios hacen ver que “los idiomas indígenas son vehículo de expresión suficientes, capaces e idóneos para exponer y declarar las verdades del cristianismo” ( Suárez Roca 1992, p. 253); además, en los paratextos de estas obras se sostiene que las lenguas indígenas son merecedoras de respeto, como la española o la latina. Recordemos que entre los siglos XVI y XVII se ennoblecen las lenguas vernáculas europeas, que pasan a considerarse lenguas de cultura capaces de ser sometidas a reglas. En américa, esta idea se aplica a las lenguas autóctonas (Breva-Claramonte 2008, p. 41). Los clérigos demuestran con sus tratados que cualquier lengua puede sistematizarse, de manera que codificar el quechua es tan importante como fijar el castellano y, a su vez, describir estos idiomas vernáculos es tan noble como fijar la lengua de cultura por excelencia, el latín. En palabras de Zimmermann (2006, p. 327), “admitir que las lenguas indígenas sean aptas para la transmisión de las ideas del evangelio, implica la construcción a priori de la igualdad de los idiomas en términos de expresión del pensamiento”. Por tanto, podemos afirmar con Breva-Claramonte (2008, p. 41) que “el proyecto humanista de elevar las lenguas vulgares y bárbaras a la condición de lenguas de cultura se transplanta [sic] y es asumido por los misioneros gramáticos del Nuevo Mundo”

En segundo lugar, como hemos visto, los gramáticos del quechua usan el español como lengua descriptora, de manera que continúan la línea de aquellas gramáticas que defendían el uso de la lengua vernácula en la enseñanza del latín: los autores, al redactar sus gramáticas en español, se posicionan a favor de la enseñanza de segundas lenguas (en este caso una lengua indígena americana) en la lengua materna de los alumnos. Esta elección, por un lado, hunde sus raíces en la tradición hispánica de las gramáticas proverbiandi y se propaga con gran aceptación entre algunos gramáticos humanistas, como Pedro Simón Abril; por otro, está motivada por razones prácticas: de este modo, se facilita el acercamiento al texto gramatical por parte de aquellos alumnos que no dominaran el latín.

En tercer lugar, a la hora de describir el quechua, los misioneros se sustentan en un soporte teórico nacido para codificar otra lengua, el latín. Algo que, como resalta Hernández Triviño, no se trata de un hecho aislado:

El pan-latinismo renacentista permeó la codificación gramatical de otras lenguas: en primer lugar del árabe y del hebreo, lenguas que en la Edad Media habían desarrollado sus propias tradiciones gramaticales y que en el siglo XVI fueron sometidas al molde latino; asimismo, de las lenguas vulgares de Europa, que fueron codificadas en gramáticas con el mismo modelo; y desde luego, de cuanta lengua exótica y peregrina aparecía a los ojos de los europeos, quienes desde la segunda mitad del siglo XV habían emprendido un proceso de expansión hacia el este y el oeste de sus tierras. Hacia el este, los portugueses exploraron las costas de África, y el sur de Asia hasta China y Japón; y, hacia el oeste, los castellanos se asentaron en un nuevo continente, América (2016, p. 16).

Comparten un metalenguaje descriptivo proveniente de la tradición latina y, con ello, garantizan la buena recepción de otros misioneros que también manejan esta doctrina, nacida de las obras lingüísticas latinas con las que se formaron en España. Además, aplican el método contrastivo y cotejan el quechua con el latín y el español.

En lo concerniente al método de aprendizaje, hemos constatado que la producción lingüística misionera es fruto del trabajo grupal: se trata de una labor cooperativa entre los misioneros y los indígenas. Las gramáticas (y los diccionarios) son resultado de un intenso trabajo de campo: los misioneros se valen de los testimonios orales de los indios para confeccionar sus obras, de manera que los colaboradores indígenas llegan incluso a convertirse en coautores. Además, hemos averiguado que la metodología de enseñanza y aprendizaje que emplean los misioneros se sustenta en dos pilares: el estudio tanto del léxico como de los rudimentos gramaticales y la práctica de lo aprendido. El dominio del vocabulario se consigue gracias a la consulta de los diccionarios bilingües; el conocimiento de las reglas gramaticales, con la lectura activa del manual; y la ejercitación, a través de las conversaciones con los indios. En suma, el método de aprendizaje que los misioneros practicaron y aconsejaron se afirmaba en el trabajo perseverante y en la práctica continua de la lengua.

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2Este tipo de análisis se ha aplicado en otros ámbitos de la lingüística misionera: para Mesoamérica, véase Esparza Torres 2003, 2005, 2014, 2015 y 2017; para Filipinas, García-Medall 2010. Además, Cancino Cabello 2017 ofrece una clasificación de los paratextos de las gramáticas escritas por los misioneros.

3Aunque en las siguientes páginas nos limitaremos al estudio de la producción gramatical misionera del ámbito quechua, las conclusiones a las que llegaremos no se aplican exclusivamente a esta esfera, puesto que otras gramáticas americanas contemporáneas comparten los mismos objetivos, los destinatarios, la metalengua, las lenguas de referencia y los métodos. Como muestra de ello, baste citar los estudios sobre el área mesoamericana de Esparza Torres (2003, 2007, 2014, 2015 y 2017) o Hernández de León- Portilla (1993, 2007, 2009, 2010 y 2012).

4Quedan sin revisar, por tanto, textos como la Gramática de la lengua general del Cuzco (1633) del franciscano Diego de Olmos.

5Con las excepciones de Huerta y Aguilar, en Alvar Ezquerra 2019 se encuentran varios ejemplares de los textos analizados en este artículo.

6La Doctrina christiana, y catecismo para instrucción de los indios, y de las de más personas, que han de ser enseñadas en nuestra sancta fe salió en 1584 de las prensas de Antonio Ricardo. Un año más tarde, vieron la luz el Confessionario para los curas de indios y el Terecero catecismo y exposición de la doctrina christiana por sermones.

7Léase la cita completa de “Al lector” infra, p. 466: “Considerando yo aquesto…, he hecho este Vocabulario”. La cursiva es nuestra en esta y las siguientes citas.

8En la bibliografía consultada, hay variación en cuanto al apellido de este autor: Ormaechea ~ Ormachea.

9En las citas de los documentos coloniales, hemos usado los “Criterios de edición de documentos hispánicos…” propuestos por la Red Internacional CHARTA.

10Para conocer la biografía de Polo Nieto, véase Backer et al. 1960, p. 1774, y Jouanen 1941, t. 2, p. 334

11Los estudios sobre el conflicto idiomático en la América colonial son abundantísimos. Además de los que citaremos aquí, para una bibliografía completa, remitimos al apartado “Política lingüística: el castellano y las lenguas indígenas hasta el siglo XVIII” de la Bibliografía temática de historiografía lingüística española: fuentes secundarias (Esparza Torres 2008, pp. 610-615).

12Para ahondar en esta idea, cf. Esparza Torres 2016 y Ragi 2014. Sobre la relación entre Santo Tomás y Las Casas, cf. Urbano 2013. Además, en Medina Escudero 1988 se estudian en profundidad los métodos de evangelización de los dominicos en América.

13“Restava solamente el Vocabulario en las dichas lenguas, para declaración y entendimiento de todo lo suso dicho, y para que los ignoran [sicΣ con facilidad aprendiessen y supiessen lo que cada vocablo y frasis contenido en las dichas obras significava. El cual al presente está acabado, copioso conforme a la necessidad que las dichas obras d’él tenían, y sin el cual están como mancas, y poco inteligibles” (“A Fernando de Torres y Portugal”, en Arte, y vocabvlario… 1586).

14Véase la cita completa supra, p. 468.

15En cualquier caso, el hecho de que no aludan de manera explícita en sus prólogos a los tratados anteriores no quiere decir que no los consulten a la hora de elaborar sus propios materiales. Para resolver esta cuestión, sería necesario un estudio pormenorizado sobre las fuentes de los gramáticos misioneros.

16Esta idea también la encontramos en el prólogo al Lexicón de Santo Tomás (1560a): “En la primera va el romance primero y luego lo que significa en la lengua de los indios porque el que sabe la de España y no la d’ellos se aproveche d’él. En la segunda, al contrario, primero se pone la lengua indiana y luego la española, porque el que la sabe y no la de España assí mismo se pueda aprovechar”. Además, González Holguín (1608), en los preliminares de su Vocabulario, se percata de que no sólo clérigos y seglares se aprovecharán de los vocabularios bilingües, sino que también serán beneficiarios “los indios que apetecen saber la lengua castellana” (“Suma”).

17 Pondera González Holguín en la dedicatoria de su gramática de 1607: “la iglesia les da dos llaves, una de enseñança y otra de potestad, y como no pueden dexar de usar de la potestad de administrar los sacramentos, assí no pueden dexar de enseñar”.

18Para más información sobre el quechua pastoral, cf. cap. 6 de Durston 2007.

19Está presente en el Arte, y vocabvlario de 1586 y en González Holguín (1607), aunque este último usa una variante ortográfica del glotónimo: qquichua (Cerrón Palomino 1987, p. 35).

20Encontramos, sin embargo, algunas excepciones: las gramáticas misioneras del extremeño Collado, Ars grammaticae iaponicae linguae (1632), y la del alemán Havestadt, titulada Chilidúgú sive tractatus linguae chilensis (1777) sobre el mapuche, usan el latín como lengua de descripción lingüística.

21En los siguientes trabajos se estudian las rupturas de las gramáticas misioneras quechuas con la tradición grecolatina: Alvar 1992; Calvo Pérez 1994 y 2000; Segovia Gordillo 2010.

22Cf. los siguientes testimonios: “en quinze años continuos que estuve en los grandes reinos del Perú había alcanzado la noticia de la lengua general d’ellos” (“Al lector”, en Santo Tomás 1560); “Habiendo, pues, yo juntado con alguna curiosidad por más de veinticinco años, todas las cosas curiosas, sustanciales y elegantes que he hallado en esta Lengua” (“Al lector”, en González Holguín 1607); “por haberme yo ocupado tiempo de veinte y cinco años en esta santa Iglesia Catedral en predicar a los indios y enseñar a los clérigos” (“Dedicatoria”, en Huerta 1616); “Hijo de la experiencia y trato de veinte y dos años y más que sin interrupción he tenido en el púlpito y confessionario siendo cura de indios” (“Al lector”, en Roxo Mexía 1648).

23Además, en el prólogo al lector de su vocabulario, este autor deja claro que son los indios los principales autores de sus obras y él un sencillo mediador.

Recibido: 23 de Agosto de 2018; Aprobado: 27 de Marzo de 2019

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