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Nueva revista de filología hispánica

versão On-line ISSN 2448-6558versão impressa ISSN 0185-0121

Nueva rev. filol. hisp. vol.68 no.1 Ciudad de México Jan./Jun. 2020  Epub 02-Abr-2020

https://doi.org/10.24201/nrfh.v68i1.3591 

Reseñas

Esther Hernández, Lexicografía hispano-amerindia, 1550-1800. Catálogo descriptivo de los vocabularios del español y las lenguas indígenas americanas. Iberoamericana-Vervuert, Madrid-Frankfurt/M., 2018; 240 pp.

Rosío Molina-Landeros1 

1Universidad Autónoma de Baja California, rosio.molina@uabc.edu.mx

Hernández, Esther. Lexicografía hispano-amerindia, 1550-1800. Catálogo descriptivo de los vocabularios del español y las lenguas indígenas americanas. Iberoamericana, Vervuert, Madrid: Frankfurt/M.: 2018. 240p.


En este catálogo, Esther Hernández condensa las características más significativas de 161 vocabularios hispano-amerindios producidos entre 1550 y 1800 en la América colonial; cronológicamente, presenta una panorámica ante todo de tres aspectos relevantes de la lexicografía bilingüe colonial: la historia de los documentos, la historia de las lenguas y la técnica o el modelo lexicográfico seguidos en la confección de estos vocabularios.

La información proporcionada por Hernández en este catálogo evidencia la revisión de profusos vocabularios manuscritos e impresos, así como la consulta de múltiples estudios historiográficos e innumerables visitas a diferentes bibliotecas y archivos de Europa y América para la localización de obras que anteriormente no habían sido inventariadas. Sin duda, esta exhaustiva investigación permitió a la autora no sólo actualizar los catálogos ya existentes, sino también ofrecer una vasta bibliografía para facilitar estudios posteriores. De manera puntual, en la introducción declara que tenemos en nuestras manos “la primera monografía general acerca de los vocabularios bilingües del español con las lenguas indígenas de América” (p. 43).

La organización de las obras, como dije arriba, obedece principalmente a un orden cronológico; luego, a su condición de manuscrito o impreso y, en tercera instancia, según dicta la misma producción lexicográfica, a su lengua y localización. En el primer capítulo, dedicado a los vocabularios escritos durante el siglo XVI, las obras se distribuyen en seis apartados: listas de palabras; primeros glosarios indígenas; manuscritos de autoría o datación incierta; vocabularios de paradero desconocido; vocabularios con copias del siglo XIX; finalmente, los impresos. El segundo capítulo, que contiene las obras lexicográficas correspondientes al siglo XVII, cuenta con cuatro grandes subapartados: los manuscritos; los conservados en copias del siglo XIX; aquellos con paradero desconocido y los impresos durante este siglo. Posteriormente, el tercer capítulo, que en palabras de la autora “está dedicado de manera específica a los vocabularios de las lenguas mayas, debido a su singularidad y la dificultad que entrañan” (p. 139), se subdivide en lengua quiché y cakchiquel. Por último, los vocabularios nacidos durante el tercer siglo colonial aparecen en el cuarto capítulo organizados en manuscritos depositados en diversas instituciones europeas y de América; manuscritos de la colección del Museo Británico, según el catálogo de Gayangos; manuscritos de la colección “Celestino Mutis” de la Biblioteca Real de Madrid; otros archivos españoles; manuscritos en paradero desconocido y, al final, los impresos en el siglo XVIII. Según puede verse, cada capítulo muestra que la organización de la dilatada producción lexicográfica colonial resultó en sí misma una tarea compleja.

En cuanto al tipo de información, se encuentran, por ejemplo, aspectos de la vida del misionero autor o copista; las dimensiones del documento; el lugar donde se resguarda; las características de la técnica y la tradición lexicográfica y algunos aspectos históricos de las lenguas confrontadas. Cabe mencionar que a Hernández no siempre le fue posible dar noticia de todas estas esferas correspondientes a los documentos, ya que, cuando ofrece pocos datos, da señas del escaso conocimiento o estudio que se tiene sobre el vocabulario. Por ejemplo, de los vocabularios quechua y aimara, incluidos en la Doctrina cristiana (1585) -atribuida a José de Acosta, Bartolomé de Santiago y Blas Valera-, Hernández proporciona características técnicas y la localización del documento (pp. 103-104); del vocabulario de len- gua mexicana hablada en Guadalajara, de fray Juan de Guerra (1692), únicamente da cuenta de su ubicación y de su cualidad de describir la variante occidental del náhuatl (p. 109). Además, a los glosarios otomíes (ss. XVI-XVII) les dedica un breve apartado para sólo enumear los manuscritos, informar acerca de su localización y de quienes los han estudiado. A propósito del glosario otomí (1605) de Urbano, apunta que se trata de una copia manuscrita de Molina (1555) con glosas añadidas en otomí (p. 112) y proporciona el listado de autores que lo han analizado. Con la misma brevedad, presenta rasgos gene- rales del vocabulario anónimo tzotzil (escrito entre los ss. XVI y XVII) e información sobre la lengua, la ubicación del documento y quienes lo han estudiado (p. 116).

Entre estos vocabularios, descritos sucintamente, se encuentran por lo general aquellos de cuya suerte no se tiene mayor noticia. Sin embargo, Hernández justifica este tipo de inventario argumentando que gracias a las fuentes bibliográficas se sabe de la existencia de documentos extraviados y, puesto que aún siguen dándose hallazgos de vocabularios perdidos o desconocidos, resulta conveniente integrarlos a catálogos como éste (p. 120). Por ello, en lo que toca al siglo XVI, informa sobre 21 vocabularios, entre los que figuran los de náhuatl y tarasco (ca. 1577) de Ayora; varios sobre las lenguas mayas de Yucatán y Guatemala, como el de Villalpando, González Nájera, Gaspar Antonio (ca. 1590), Betanzos (ca. 1550), Parra (ca. 1550) y Torres (ca. 1550), por mencionar sólo algunos. En lo atinente al siglo XVII, la autora da noticia de las referencias de 14 vocabularios en paradero desconocido; por ejemplo, los de lengua mexicana de Bautista y Carochi; el de mayo de Águila; el de Figueroa sobre tepehuana y tarahumara (ca. 1680); los de guaraní de Bolaños, Aragona y Velázquez. El número de obras perdidas es mucho menor en el siglo XVII, y para sumarlas a su inventario se apoya, como lo hace a lo largo del catálogo, en los de Viñaza y Niederehe, principalmente.

Por lo demás, cuando se trata de obras de las que hay suficiente información, Hernández selecciona las características más notables y los estudios más sobresalientes que se han hecho de ellas; los datos proporcionados, generalmente, se circunscriben a los tres aspectos señalados líneas arriba: la historia de los documentos, la historia de las lenguas y la técnica o tradición lexicográfica utilizada para la configuración del vocabulario.

Dentro de la historia de los documentos, se considera información sobre la vida de los autores, el paradero del documento y otro tipo de datos diversos. En cuanto a los autores, Hernández proporciona semblanzas breves sobre la vida religiosa, producción y tareas académicas. Ejemplo claro de ello es lo que nos dice sobre Basalenque, el agustino artífice del vocabulario matlazinga (1642), quien llegó a la Nueva España en su infancia, fue maestro en el colegio de Tiripetio y autor también de gramática, historia, derecho canónico, hermenéutica, liturgia y ascética (pp. 107-109).

Cuando se conoce el paradero de las obras, o si están disponibles en Internet, Hernández indica la ubicación y el número de su catalogación en las bibliotecas. Este trabajo de localización permitió identificar 38 instituciones o bibliotecas europeas y americanas en las que se resguarda alguno (o algunos) de estos vocabularios novohispanos; por ejemplo, de la primera edición del vocabulario cora (1732) de Ortega se hallan copias en cuatro bibliotecas; en nueve se localizan ejemplares del diccionario otomí de Neve y Molina (1767); ejemplares del vocabulario mexicano (1765) de Cortés y Zedeño están ubicados en seis bibliotecas, además de estar disponible en Internet, a través de Open Library. Otros, en cambio, no gozan de numerosos ejemplares, como el manuscrito del vocabulario de Mayathan, que se localiza en la Universidad Nacional de Austria (p. 70); de los vocabularios matlazinga (1642) de Basalenque se hallan copias fotográficas en la biblioteca Newberry de Chicago y en los catálogos de las universidades de Tulane y Harvard (p. 109); del vocabulario choltí (1692) de Morán se ubican dos ejemplares: uno en Tulane y el otro en Filadelfia. A lo largo del catálogo, se muestran qué bibliotecas cuentan con diferentes vocabularios, como la biblioteca de Newberry de Chicago, la cual resguarda, además de las copias fotográficas del vocabulario matlazinga de Basalenque, el vocabulario de lengua mexicana de Guerra (1692); el anónimo del zapoteco (1696); el de la lengua de Michoacán (1647); el anónimo maya (ca. 1650), entre otros. Respecto de los documentos ubicados en sitios de Internet, como en Open Library, Hernández da cuenta y razón de que se consiguen imáge- nes del vocabulario tarasco (ca. 1697) de Serra; del mexicano (1765) de Cortés y Zedeño; del cora (1732) de Ortega; del cahita (s. xvii), atribuido a Basilio, y del vocabulario de la lengua tepehuana (1743) de Rinaldini, entre otros.

La denominación “datos diversos” alude a información como las teorías de datación, procedencia o posible autoría; ciertas peculiaridades o contenidos sobresalientes del documento; el modo de trabajo del lexicógrafo para la recolección del léxico, etc. Por ejemplo, Basalenque, para elaborar el vocabulario matlazinga (1642), se valió de “tres indios ladinos” que le dieron información pertinente (Salguero, citado en p. 108). Por su estructura y lo temprano de su composición, por su contenido, que refleja el habla del momento, Hernández cree que la recopilación léxica del vocabulario cakchi- quel atribuido a Vico debió de hacerse oralmente (p. 64). El caso del vocabulario de Mayathan ha generado una serie de teorías acerca de su datación y autoría, y con base en el léxico, Hernández considera que este manuscrito es “resultado de un proceso de reelaboración en fases sucesivas en tiempo y de la participación de varias personas” (p. 70) y que su autor, muy probablemente, fue un “docto misionero español” (p. 71). La autora, además, tras observar “las adaptaciones a la realidad yucateca”, “las alusiones míticas al Barroco”, “las entradas castellanas hechas con mentalidad indígena”, “las traducciones literales de la lengua autóctona” (p. 72), sostiene que este vocabulario está compuesto desde la perspectiva indígena y que, por lo tanto, contiene un rico material léxico y cultural del mundo indígena yucateco (p. 74). Por su parte, al vocabulario trilingüe castellano, latino y mexicano (ca. 1550), la autora dedica poco más de cuatro páginas (pp. 56-60) para describir sus dimensiones, mencionar la existencia de artículos añadidos por los usuarios, evaluar los estudios sobre éste y las teorías planteadas por varios autores a propósito de su datación, autoría y potenciales destinatarios. Finalmente, enuncia una consideración personal, acerca de que “la redacción de este manuscrito se hizo en colaboración con escribanos o intérpretes nahuas” (p. 60).

Entre la información variada también caben las menciones de notas que contienen ciertas obras, toda vez que dan luz sobre el posible autor, como en el caso del anónimo zapoteco (1696) (p. 111); las alusiones a la rareza que suponen algunos vocabularios, porque la autora no encontró ejemplar en ninguna biblioteca, como en el caso del vocabulario mame de Reynoso (1644) (p. 118); la identificación de propósitos como los del vocabulario quechua del jesuita González Holguín, quien contemplaba su obra como posible herramienta para los indígenas en el aprendizaje del español (pp. 128-129), declaración sin duda reveladora e inusual entre la lexicografía colonial, la cual tuvo como común denominador el haberse elaborado para otros misioneros.

En cuanto a la historia de las lenguas, con este catálogo, Hernández reclama para los vocabularios novomundistas un espacio dentro de la lexicografía bilingüe española, argumentando que es el español la lengua de partida en la mayoría de ellos y que en los más importantes se observan innovaciones léxicas, además del español, de voces indígenas americanas (p. 44). La autora reconoce que la relevancia de cada una de estas obras reside no sólo en las innovaciones en cuanto a la técnica para constituir el diccionario, sino también en las novedades léxicas empleadas, como lemas o entradas que no se habían registrado anteriormente (p. 45). Por ejemplo, algunos vocabularios permiten adelantar la fecha de registro de algunas voces españolas, como es el caso de amusgar y cairel en el vocabulario castellano-mixteco de Alvarado (1593) (p. 105); el vocabulario hispanotzendal, copiado en 1620 por fray Alonso de Guzmán, contiene no sólo información que contribuye al estudio de la lengua indígena al “compilar miles de palabras de la lengua tzendal”, sino también al de la historia del español por aportar nuevas acepciones y las primeras documentaciones de ciertos americanismos, como vainilla y bofetear (p. 69). Por su parte, Córdova incluye como novedades léxicas aguadija y bacilar en su vocabulario de lengua zapoteca (1578) (p. 102).

Las voces de procedencia indígena incorporadas a la lengua española es aspecto de la lexicografía que Hernández atiende a lo largo de su catálogo. Por ejemplo, el vocabulario de Mayathan da espacio a “nuevas palabras que los españoles estrenaron en América”, al recoger antillanismos, nahuatlismos, mayismos y el quechuismo papa, cuyo uso era raro en la Nueva España (p. 73); el vocabulario tzendal de Ara (ca. 1560) adelanta la documentación de algunos americanismos como chayote, caxete, chocolate, chicoçapote/ chico zapote (p. 66, n. 23); la documentación de papa resulta “dato léxico significativo” del vocabulario castellano-quichua (1560) de Santo Tomás (p. 99); el vocabulario anónimo castellano-quechua (1586) registra coca, chicha, ají y cobuya (p. 104); chichimeca, chayote, chocolate y axoxoyole son voces que Basalenque inscribe en el vocabulario matlazinga (1642) (p. 108); Ortega, en su vocabulario cora (1734), presenta masparrillo y pisiente como innovaciones léxicas (p. 170); por último, el vocabulario de la lengua huasteca (1767) de Tapia Zenteno se caracteriza por ser rico en nahuatlismos, como jacal, cuescomate, metate, etcétera (p. 174). Además, Hernández da cuenta de ampliaciones morfológicas y semánticas, de nuevas adjetivaciones y novedosas contextualizaciones gramaticales que permiten ahondar en estudios sobre la historia del español americano. Por ejemplo, el vocabulario cakchiquel atribuido a Vico, por la dirección en la que se presenta el material léxico: de lengua originaria al español, pone en evidencia los indigenismos incorporados al español y algunas transferencias semánticas del mundo indígena al español a partir de algunas “adjetivaciones inéditas” (p. 65), por lo que “parece más una traducción que un texto lexicográfico” (p. 68). Asimismo, los vocabularios dan cuenta de los procedimientos empleados por los españoles para nombrar las nuevas realidades americanas, como llamar gallinazo al ‘zopilote’, tigre al ‘ocelote’ y puerco al ‘pizote’, en el vocabulario trilingüe (ca. 1550) (p. 59). En relación con la técnica y la tradición lexicográfica, el catálogo esboza cómo se alcanza la progresión de la técnica lexicográfica mediante la repetición y ruptura de los modelos hegemónicos como Nebrija, Covarrubias, Calepino y Molina. Hernández suma investigaciones propias con las de diversos investigadores para ofrecer una descripción panorámica de la lexicografía novomundista colonial. Esta historia de la tradición lexicográfica, elaborada con las obras inventariadas, inicia con listas de palabras, los primeros glosarios, hasta llegar a los vocabularios que se emancipan del modelo para erigir una técnica particular. Por ejemplo, en el capítulo dedicado al siglo XVI, presenta cinco glosarios añadidos a vocabularios de otras lenguas: el primero, el Vocabulario trilingüe castellano, latino y mexicano (ca. 1550) de autor anónimo, conformado a partir del vocabulario español- latín de Nebrija (1516), al cual se le añadieron las glosas en náhuatl. En palabras de Hernández, la importancia de este manuscrito reside en que con él se inicia una serie de glosarios americanos “que comparten propósito y técnicas de elaboración” al basarse en vocabularios de lenguas originarias impresos (p. 57) y en que “forma parte de la tradición hispánica de elaboración de glosarios latinos-romanos”, aunque con la lengua náhuatl como meta, cuyas glosas también des- cienden de una “tradición lexicográfica que comparten otros vocabu- larios trilingües con lenguas románicas” (p. 60). Le siguen el glosario otomí (1560) y el glosario matlatzinca (1557), cada uno incorporado al vocabulario de Molina (1555), el glosario otomí (post quem 1559) escrito a mano en un ejemplar de Gilberti (1559) y otro glosario otomí (post quem 1571) hecho sobre un ejemplar del vocabulario de Molina (1571). En el siglo siguiente, puede hallarse esta misma técnica en el anónimo otomí (1640), que consta de copias manuscritas de las entradas castellanas de Molina (1571) (p. 112).

Por lo demás, a propósito de aquella lexicografía que rompe modelos, Hernández apunta el carácter híbrido del vocabulario atribuido al dominico fray Domingo Vico, el primero sobre una lengua de la zona maya y el primero también con entrada en una lengua indígena, cakchiquel (pp. 62-65), que intercala elementos de naturaleza gramatical y léxica (p. 64), estrategia frecuente en otros vocabularios de lenguas mayas. Hernández explica además que el anónimo zapoteco (1696) está encaminado “a proporcionar léxico de uso ante una situación conversacional determinada, concretamente, ante la que se enfrentan los párrocos con sus feligreses” (p. 111). Así también, nuestra catalogadora asevera que el semilexicón yucateco (1746) de Beltrán de Santa Rosa presenta “una planta singular” al elaborar las entradas con una sola palabra en español, seguida de la equivalencia también univerbal (pp. 171-172).

Cuando las obras lo permiten, la autora compara técnicas y estructuras, con lo que revela la continuidad y ruptura de la tradición lexicográfica hispana. Por ejemplo, el vocabulario tzendal-español (ca. 1560), atribuido a fray Domingo de Ara (pp. 65-67), se aleja del modelo utilizado por Vico, pues prefiere entradas más concisas, con poca información gramatical, escasas subentradas o explicaciones en castellano; pertenece, según Hernández, a “un género lexicográfico más moderno” (p. 66). En cambio, el español-tzendal (pp. 67-69), copiado por fray Alonso de Guzmán (p. 67), presenta un estilo estructural similar al utilizado por Nebrija (ca. 1495) y Molina (1555), pero también cuenta con ampliaciones semánticas que no están en ninguno de estos dos autores. Al revisar el vocabulario de Mayathan, la autora concluye que éste no se llevó a cabo durante la época en que Molina influyó dentro de la orden, argumento que respalda con la identificación de una serie de particularidades: la nula coincidencia de las entradas o “anotaciones sobre conceptos religiosos y datos sobre la orden franciscana o menciones concretas, o nombres propios o topónimos”, que lo apartan del estilo conciso de Molina (pp. 71-72). Por último, sobre las semejanzas y diferencias entre los vocabularios de la lengua purépecha de Gilberti (1559) y de Lagunas (1574), Hernández apunta que, si bien ambos compilan raíces, se trata de dos repertorios distintos, toda vez que Lagunas se interesó además por coleccionar “abundantes referencias a motivos religiosos” (p. 100).

Sólo me resta ponderar el trabajo de la autora, quien además de dar cuenta de lo conocido, lo perdido, lo estudiado, lo descubierto y lo que aún queda por indagar en la lexicografía bilingüe colonial, somete a comparación provechosa los mismos vocabularios, los vocabularios y sus respectivas investigaciones e, incluso, el trabajo historiográfico propio y el de otros autores. En resumen, el catálogo de Esther Hernández es un nítido y exhaustivo panorama de lo que hasta hoy se conoce sobre la lexicografía hispano-amerindia colonial.

Recibido: 13 de Febrero de 2019; Aprobado: 02 de Mayo de 2019

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