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Nueva revista de filología hispánica

versión On-line ISSN 2448-6558versión impresa ISSN 0185-0121

Nueva rev. filol. hisp. vol.67 no.2 Ciudad de México jul./dic. 2019  Epub 26-Jul-2019

https://doi.org/10.24201/nrfh.v67i2.3533 

Reseñas

Francisco Segovia, Detrás de las palabras. Reflexiones en torno a la tramoya de la lengua. El Colegio de México, México, 2017; 279 pp.

Gerardo A. Cortés1 

1El Colegio de México

Segovia, Francisco. Detrás de las palabras. Reflexiones en torno a la tramoya de la lengua. El Colegio de México, México: 2017. 279p.


Debido a los vínculos fundamentales que la lengua posibilita entre los seres humanos y entre éstos y su entorno, en muchas ocasiones se ha planteado la no arbitrariedad de su naturaleza. En la antigüedad, Platón buscaba argumentar la dependencia de las palabras, esto es, su relación mimética con el mundo. Luego de Aristóteles, y particularmente después de la Modernidad, no sólo se ha reconocido la arbitrariedad del lenguaje, sino también la fuerte influencia que tiene la estructura cognitiva y emocional del ser humano para determinar el mundo que lo rodea. Sin embargo, esta postura sigue dialogando con su contraria y podemos suponer que no es en balde que sea a propósito de la lengua que la balanza de esta reflexión se incline alternativamente hacia un lado y hacia el otro. Varias de las temáticas que Francisco Segovia presenta en su libro Detrás de las palabras permiten que veamos desde dos experiencias concretas, la del traductor y la del lexicógrafo, el modo en que se determinan, en que dialogan y en que se condicionan la lengua, los individuos y la materialidad que los contiene y los hace posibles.

El texto, conformado por varios ensayos de distinta extensión, tiene entre sus asuntos un par que puede englobar las dos partes que lo componen. Por un lado, la disposición a dar respuesta como actitud fundamental de la interpretación y de la traducción; por el otro, la fijación de los significados de las palabras. Ambos temas brindan ocasión particular para valorar desde distintas perspectivas la dinámica que se establece entre la producción literaria y el traductor, y entre los significados de las palabras y su fijación en el diccionario. El autor nos presenta en ambos casos una relación de condicionamiento mutuo en que los elementos lingüísticos determinan al tiempo que son determinados.

Ejemplo de lo anterior es la tesis que Segovia desarrolla en torno a la respuesta como actitud fundamental del lector, pero sobre todo del traductor. Situados desde el sujeto, una respuesta no surge únicamente a partir de un llamado de lo externo, en este caso de aquello que se nos presenta en el texto, sino que implica determinada disposición para encontrar ciertos elementos que posteriormente exigirán respuesta. En su reflexión acerca de la traducción, Segovia nos invita a sopesar dentro de esta dinámica los principios constitutivos de la creación poética que, unidos a la inclinación del poeta-traductor, dan pie a la creación, esto es, a un tipo de respuesta.

Ante la pregunta de por qué traducir un poema a partir de una traducción y no del original, Segovia pondera la relación entre el poema y el poeta. Después de aclarar que el poeta no es a priori el mejor traductor de poesía, el autor se concentra en lo que considera la mayor ventaja del poeta-traductor: “Yo no creo que siempre haga falta un poeta para traducir a otro poeta… Pero entiendo, claro, que haya quien reserve el trabajo para los poetas, porque es a ellos justamente a quienes más les importa que a su versión pasen no sólo la forma del poema sino, sobre todo, «lo poético» que hay en él” (p. 66). Identificar “lo poético” del poema no es en este caso encontrar los elementos retóricos y estilísticos que lo conforman, sino más bien ubicar un elemento más etéreo que en la experiencia de la lectura se confunde con el deseo del propio poeta. Así, el poema, aun en su versión traducida, puede mostrar al poeta-traductor “lo poético” como “lo inspirador”. En este sentido, el acto interpretativo de las palabras que dan sustancia al poema deja de ser pasivo y se vuelve más en un ir tras aquello que inspira: “Lo hemos dicho ya: lo poético no está en las palabras; lo poético es lo que va tras las palabras…” (p. 68).

A esta afirmación, que encuentra en otras partes del libro correlatos interesantes en que se subraya el valor volitivo del poeta-traductor, se contraponen otras tesis que plantean lo que el poema logra introducir al mundo y que espera ser encontrado e interpretado. Según esta otra perspectiva, la esencia del poema también debe apreciarse como algo que existe independientemente de la subjetividad y que es más bien ocasión para que el lector descubra en lo ajeno su propia capacidad creativa:

El poema estaba ahí: sólo había que escribirlo… Estaba ahí, como está ahí ese cuadro de Fulano que inspira otro cuadro, titulado d’après Fulano, o after Fulano… Estaba ahí, digo, como está ahí la pieza original sobre la que un músico hace variaciones, hurgando en su propio estilo para desentrañar el de otro, o viceversa, dejando que se desnude el deseo de otro en su deseo, pero sin intención de usurparlo; deseando, más bien, que el tema original se enamore de su variación, que le responda… (p. 77).

A partir de lo anterior, la respuesta a un poema, y más concretamente a “lo poético”, se vuelve una dinámica de mutua determinación entre el poeta y el poema. En el caso de la traducción, lo anterior se manifiesta como actitud que busca articular una experiencia estética en que los opuestos que configuran la experiencia de la lectura se atraen para después generar algo nuevo. De ahí la casi inevitable advertencia del autor: “Supongo que en estas reflexiones puede advertirse cierta solidaridad entre mis ideas sobre el lenguaje y la traducción y mis ideas sobre el amor y la seducción, e incluso sobre el misterio que hace del artista un artista” (p. 133).

Entre los temas de la primera parte del libro encontramos reflexiones en torno a la experiencia de traducciones “al alimón”, esto es, de traducciones colaborativas, homenajes a traductores y creadores, y sobre todo referencias a experiencias personales. Segovia nos describe los momentos en los que la casualidad, la curiosidad y el afán de escuchar y responder lo llevan a analizar y reelaborar un poema del antiguo Egipto, o unos versos de Safo o, incluso, a traducir “al alimón” un poema ruso.

A manera de puente, la segunda parte de la obra comienza con cavilaciones respecto de la norma lingüística y de la traducción. Al igual que se hace con varios de los asuntos de esta sección, Segovia observa de manera crítica las políticas lingüísticas que las editoriales imponen a los traductores. Para el autor, la norma es un conjunto de rasgos particulares que presenta una lengua en un grupo específico. Así presentada, la norma lingüística es rasgo fundamental de la forma en que se expresa la cultura de una sociedad en su lengua. Exigir a los traductores que neutralicen su variante dialectal es para Segovia una manera en que el mercado privilegia la homogeneización para facilitar el monopolio (p. 149).

La crítica que hace aquí el autor a la tendencia mercantil que suprime las diferencias culturales dentro de una lengua tiene correlato en la segunda parte del libro en la crítica a la influencia del discurso científico en la lexicografía. Para tratar este tema, Segovia expone la mutua determinación entre cultura y lenguaje: “Miramos desde nuestra cultura y en lo mirado vemos, además de lo mirado, un reflejo de nuestra cultura… La lengua es parte muy principal en la construcción de la cultura, pero al mismo tiempo es recipiente de esa misma cultura” (p. 216). Este vínculo entre cultura y lenguaje -nos cuenta Segovia- determinó la taxonomía de los primeros compendios lexicográficos que antes de tener un criterio alfabético ordenaban las palabras según la percepción que determinada cultura tenía del mundo (p. 199). Los textos de la segunda parte analizan la manera en que paulatinamente el discurso científico ha impregnado tanto la concepción del mundo como el lenguaje. Según las ideas del autor, este nuevo factor implicaría elementos positivos y negativos.

Desde la perspectiva de la elaboración de criterios para incluir (o excluir) palabras de un compendio lexicográfico, algunos procedimientos de la ciencia son más que bienvenidos. Frente a la práctica de la Real Academia Española de incluir palabras en el Diccionario de la lengua española a partir de criterios asistemáticos, Segovia resalta los beneficios de un programa como el del Diccionario del español de México (DEM), cuyo análisis estadístico de corpus, además de brindar criterios claros, evita que la autoridad de algunos se imponga sobre la lengua, ámbito en que el hablante tiene la última palabra. Lo anterior no implica que la elaboración de un diccionario como el DEM esté constituido únicamente a partir de elementos objetivos; de acuerdo con Segovia, en muchos casos la ideología del redactor se cuela en su definición, particularmente en aquellas palabras cuyo referente es hoy en día problemático, tal es el caso de alma o duende (pp. 238-239).

Todavía próximo a este tema, y en parte como ejemplo de la influencia poco positiva del discurso científico en la lexicografía, Segovia analiza la relación entre el diccionario y la enciclopedia en “Ciencia, lenguaje, cultura”, uno de los estudios más interesantes de la recopilación. Para el autor, la diferencia entre estos dos tipos de texto es clara: “…la definición enciclopédica rechaza la polisemia y sostiene una relación de biunivocidad entre el término y su definición. El diccionario no hace eso, pues acepta la polisemia y extiende ante el lector un abanico de acepciones, cada una de las cuales implica una definición distinta” (p. 204). Al advertir que el discurso científico, y por tanto el enciclopédico, comienza a impregnar la lexicografía, Segovia debe aclarar el punto de partida de la enciclopedia y del diccionario, así como el objetivo de cada una de estas obras. La enciclopedia, al ser producto de la Ilustración, lleva consigo la impronta del conocimiento científico, es decir, la del conocimiento unívoco al que aspira la ciencia. Por ejemplo, una enciclopedia puede traducirse a otros idiomas: no importa la palabra con que se designa un objeto; para la ciencia éste tiene ciertas características que no cambian. A diferencia de la enciclopedia, el diccionario no parte de la premisa de que a las palabras corresponde un referente en la realidad, sino que a cada palabra corresponde un significado. Si a esto agregamos que el significado está determinado por varios elementos diacrónicos y sincrónicos del grupo de hablantes de una determinada lengua, entonces tenemos que el diccionario más bien busca registrar todas las variantes semánticas de las palabras de una lengua. De ahí que un diccionario monolingüe no se pueda traducir: las connotaciones que tiene una palabra en una lengua no serán las mismas que la de otra a pesar de que puedan tener equivalentes más o menos exactos.

Como ya lo habíamos mencionado, el libro de Segovia es una compilación variada que ofrece distintos acercamientos a la traducción y a la lexicografía; desventaja de ello es que no se desarrollen varios de los temas que sugieren algunos de los textos más breves. No obstante, la ventaja de esta diversidad radica en que no sólo se ofrece una amplia variedad de temas (de la cual pueden sacar provecho especialistas, estudiantes o sólo curiosos de la lengua), sino también la posibilidad de acercarse desde distintos ángulos al libro; ningún ensayo supone la lectura del anterior ni la segunda sección depende de la primera. Si Segovia nos presenta una obra rica en espacios de reflexión, producto de una mezcla entre la erudición, las experiencias personales y sus afinidades intelectuales y artísticas, entonces animamos a los lectores a emprender la lectura del libro a partir de un examen hedonista de su índice. Según nos lo propone el autor, tal procedimiento garantiza una respuesta; no la hagamos esperar.

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