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Nueva revista de filología hispánica

versão On-line ISSN 2448-6558versão impressa ISSN 0185-0121

Nueva rev. filol. hisp. vol.66 no.2 Ciudad de México Jul./Dez. 2018

https://doi.org/10.24201/nrfh.v66i2.3444 

Reseñas

Yliana Rodríguez González, El lugar común en la novela realista mexicana hacia el final del siglo XIX. Perfil y función

Rafael Olea Franco1 

1 El Colegio de México. rolea@colmex.mx

Rodríguez González, Yliana. El lugar común en la novela realista mexicana hacia el final del siglo XIX. Perfil y función. El Colegio de San Luis, San Luis Potosí: 2015. 269p.


En la introducción de este libro, luego de mencionar varias novelas mexicanas de fines del siglo XIX y principios del XX en cuya trama se otorga una función destacada al lugar común, la autora asegura que este recurso "ha formado parte de la literatura de todas las épocas y ha sido considerado, durante algún tiempo, instrumento indispensable para la creación" (p. 7). Añade, siguiendo a Wellek y Warren, que ningún autor del pasado se sentía inferior o poco original por emplear elementos aceptados y sancionados por la tradición. A diferencia de los estudios dedicados a rastrear motivos, comparar variantes y encontrar el origen de los lugares comunes más reiterados, Rodríguez González desea explicar el realismo mexicano desde sus lugares comunes, a partir de la indagación de "cómo opera el lugar común en los textos, qué función singular desempeña en ellos, qué intención mueve a cada uno de los autores propuestos a usar un lugar común en particular" (p. 8).

En el capítulo inicial, ella describe el origen aristotélico del concepto de tópico, que considera el antecedente de la noción de lugar común (a lo largo del libro, utiliza ambos términos como sinónimos, aunque prefiere el de lugar común). En contraste con otros críticos que, como María Rosa Lida de Malkiel, afirman que el lugar común es "lo inerte, lo muerto en la transmisión literaria" (p. 21), la autora sostiene que es "prácticamente improbable que el tópico permanezca único e inmutable (en sus formas de significado y significante) como elemento constitutivo de un texto literario" (p. 22). Antes del análisis de los textos, ella examina cuáles fueron las retóricas probablemente consultadas por los escritores decimonónicos, que estimularon la presencia del lugar común en el realismo. Este dato resulta relevante, porque, según Rodríguez González, en ocasiones se suele afirmar que la retórica sufrió un total desprestigio en el siglo XIX, sin reparar en lo que ella misma se había convertido. Para el caso de México, vale la pena mencionar el Arte de hablar en prosa y verso, de Josef Gómez Hermosilla, y Retórica y poética. Literatura preceptiva, de Narciso Campillo, que circularon con profusión en diversas ediciones.

Asimismo, en este primer capítulo, la autora efectúa un recorrido general del realismo en México durante el período 1880-1910, que define como la etapa de apogeo de la novela realista, cuyos autores, por el desfase de esta corriente en las diferentes regiones, pudieron abrevar de la tradición francesa o de la española. De entrada, ella afirma que el lugar común se usó en el realismo con acento naturalista con una intención abarcadora, que permitía resumir lo general en lo particular. Señala también que esta literatura estuvo regida por un afán moralizante, visible en mayor o menor grado en los textos, al cual se añadió cierta tendencia costumbrista, lo cual contribuyó a reforzar el contrato mimético del texto con sus lectores. A los lugares comunes ya sancionados en la tradición de Occidente, se sumó la autoafirmación de una identidad nacional, propia del período histórico posterior a la Intervención Francesa (1864-1867), mediante lo que el historiador Eric Hobsbawm llamó "tradiciones inventadas". Por todo ello, la autora propone que el lugar común se constituye en "un símbolo estereotipado con disfraz de auténtico y antiguo, sin orígenes históricos claros pero, paradójicamente, de larga vida en el ideario nacional ya no de naturaleza sólo literaria, y con una clara función afirmativa" (p. 48).

Para mostrar la diversidad de los lugares comunes y su funcionamiento, Rodríguez González escoge varias novelas pertenecientes a la tradición narrativa finisecular, todas ellas adscritas al realismo. En el capítulo segundo, dos textos previos a 1900: la serie de las cuatro Novelas mexicanas: La bola. La gran ciencia. El cuarto poder. Moneda falsa, publicadas por Emilio Rabasa en un lapso de dos años (1887-1888), consideradas aquí -creo que de manera pertinente- como unidad, y La parcela (1898), de José López Portillo y Rojas. En el tercer capítulo, dos novelas posteriores a 1900: Los parientes ricos (1902), de Rafael Delgado, y Santa (1903), de Federico Gamboa.

Los lugares comunes tratados en las secciones de este libro dependen de la obra examinada en sí. Por ejemplo, el tópico lingüístico no se estudia en la novela de Delgado, donde tiene menor importancia, mientras el de la Arcadia sólo aparece en la de López Portillo. Esto indica que no se aplicó un modelo unitario, cuya obvia consecuencia hubiera sido uniformar (y con ello desnaturalizar) el contenido de estas novelas finiseculares. Los lugares comunes tratados en cada caso son los siguientes. Para las novelas de Rabasa: 1) el tópico lingüístico; 2) la ciudad versus el campo; 3) la mujer: una dulce novia virginal, una madre santa, una mujer caída; 4) la enfermedad como expiación; 5) el amor adverso. En López Portillo: 1) el tópico lingüístico; 2) la Arcadia; 3) la ciudad versus el campo; 4) la mujer: una dulce novia virginal, una madre santa, la amiga cómplice; 4) los amores contrariados. En Delgado: 1) la ciudad contra el campo; 2) el poder corruptor del dinero; 3) la mujer: una novia virginal, una madre santa, una mujer caída; 4) el hombre: un novio romántico, un capitalista, un calavera; 5) los amores contrariados. Por último, para Santa: 1) el tópico lingüístico; 2) la ciudad versus el campo; 3) personajes típicos: la prostituta, la madre santa, el seductor; 4) la enfermedad como redención; 5) el amor ciego. Ante la imposibilidad de referirme a cada uno de los lugares comunes analizados, describo solamente unos pocos ejemplos.

En el caso de la serie novelística de Rabasa, destaca el tópico lingüístico, asociado al desarrollo de la política en México, en los discursos públicos y en la prensa, donde se prodigan las frases demagógicas (en un claro antecedente del ejercicio de la política a lo largo del siglo XX, añado yo). De acuerdo con los usos tipográficos de la época, estas frases están en cursivas, indicio que ayuda al lector a descodificar su significado, marcando su distancia irónica. En su paso por la política, Juanito Quiñones, el narrador-protagonista, acabará por convertirse en adepto de este lenguaje, ya en funciones de periodista. Sin embargo, el texto mismo, al ser construido por este personaje, implica una función paródica respecto de esa lengua.

En su análisis del tópico lingüístico en López Portillo, la autora entra en la polémica sobre la lengua de los personajes de La parcela, que ha recibido comentarios encontrados, pues algunos críticos lo alaban como fiel representación de un habla campirana, mientras que otros lo consideran como un rasgo artificial (en este último grupo se ubica Mariano Azuela, inclemente ante las deficiencias estilísticas del autor). Para Joaquina Navarro, parte de la riqueza lingüística de la novela reside en los modismos y las frases hechas, de las cuales se citan varias en la página 86 de este libro. Siguiendo las ideas del crítico brasileño Antonio Candido sobre el uso de los proverbios, Rodríguez González sostiene: "Lo que el refrán o la frase hecha representan en la novela es la concepción de una sociedad entumecida por la palabra, donde no hay individualidad" (p. 87). En palabras de Candido, que ella reproduce: "el fracaso espera a quien pretende salir de lo que la sabiduría cristalizada determina. La rigidez de las normas y la rigidez lingüística del proverbio se justifican mutuamente" (p. 87). Yo creo, con perdón de Candido, que ningún acervo lingüístico -por ejemplo, el vasto refranero de la lengua española- es rígido per se; más bien resulta decisiva la habilidad que, en cada uso específico, desplieguen los usuarios de ese acervo (ya sean reales o ficticios), según mostró Cervantes mediante Sancho Panza, personaje capaz de discutir con don Quijote a partir de un amplio bagaje de refranes que prodiga con gusto, en ocasiones con tanta habilidad que incluso provoca la desesperación y la no embozada envidia de don Quijote. En cuanto a esta sección, considero que quizá hubiera sido pertinente incluir en la discusión el prólogo del escritor a su novela, el cual más bien se cita en la sección dedicada a la contraposición entre ciudad y campo; en él, López Portillo afirma que si bien la literatura mexicana puede enriquecerse con vocablos propios, de todos modos no debe apartarse del "genio de la lengua materna"; esta paradójica opinión explicaría algunas de las dubitaciones del escritor al construir el habla de sus personajes, cuyo tono a veces oscila entre lo castizo y lo mexicano, amén de que también hay habla rural o judicial, así como expresiones en otra lengua.

En lo que respecta a Los parientes ricos, Rodríguez González resume así la función específica que cumple, en los diferentes niveles de la novela, cada uno de los elementos examinados: "el tópico del [viaje del] pueblo a la ciudad influye en la construcción del espacio que, en el caso de Delgado, es elemento indispensable del texto…; el tópico del poder corruptor del dinero es, sin duda, el motor de la trama; el de la mujer (la madre santa, una mujer virginal y una mujer caída: la seducida) y el del hombre (un capitalista, un hombre romántico, un calavera: el seductor) inciden en la constitución de los personajes… Por último, el tópico de los amores contrariados, aunque ortodoxo como los anteriores, tiene un ingrediente moral que dirige su lectura hacia un lugar nuevo" (pp. 144-145). Tal vez este esquema funciona mejor precisamente por la estructura dicotómica que en gran medida tiene el texto, desde el poder destructivo de la ciudad en contraste con los beneficios de la vida campirana, hasta la contraposición de los dos grupos familiares: por un lado, la familia pobre del campo, con integrantes femeninos (doña Dolores y sus dos hijas: Margarita y Elena); por otro, la familia rica de la ciudad, dominada por los hombres: Alfonso (el novio romántico) y Juan (el calavera), protegidos por su padre (el capitalista), cuyas conductas lesionan a los otros, por acción u omisión. En este punto, cabe añadir, la obra bordea el abismo de una novela de tesis, con todo lo que esto implica.

En cuanto a Santa, se trata de una novela en la que se condensan muchos lugares comunes de la época, empezando por los lingüísticos, pues Gamboa despliega una diversidad de tonos que van desde el habla rural (Chimalistac) hasta la urbana (la casa de Elvira), aunque también se presentan modalidades extranjeras, de origen peninsular, aunque no coincidentes, como no lo son el habla de Elvira, la madrota del burdel, ni la de los residentes de la Guipuzcoana, casa española de huéspedes, encabezada por el torero andaluz apodado el Jarameño. Asimismo, al igual que sucede con Delgado, en Gamboa el tópico de ciudad-campo se desarrolla de manera un tanto rígida, pues en Santa, "la circularidad de la historia se fundamenta en el periplo que lleva a la protagonista de su pueblo natal a la ciudad, donde sufre un doloroso extravío, y de la urbe a su Chimalistac" (p. 160). No obstante, sin duda este periplo es uno de los elementos fundamentales para el éxito que ha tenido la novela por más de un siglo: es verdad que Santa regresa muerta a su adorado Chimalistac, pero ennoblecida por otro lugar común manejado por el autor: la redención por medio de la enfermedad y el sufrimiento, proceso en el cual la protagonista recibe el auxilio de Hipólito, con base en otro lugar común: el amor ciego (literalmente). No deja de ser sintomático, por cierto, que una de las novelas más emblemáticas de la literatura mexicana haya sido forjada con tal acumulación de lugares comunes, los cuales, sin embargo, han resultado atractivos y funcionales para numerosas generaciones de lectores.

El cuarto capítulo es una especie de recapitulación de los análisis concretos de las obras narrativas referidas. En él, Rodríguez González apuesta a mostrar que las obras estudiadas pueden ofrecer, en cuanto al rubro de los lugares comunes, una serie de elementos útiles para caracterizar el período, es decir, lo que ella llama "Lugares comunes realistas", entre los cuales se encuentran en especial: el tópico lingüístico, campo contra ciudad, personajes tópicos, el amor adverso y la enfermedad como expiación. De manera implícita, con esta enumeración la autora indica cuáles considera que son los lugares comunes más generales de la literatura mexicana de ese período.

El afán abarcador de la autora, mediante el cual desea mostrar la utilidad de su propuesta no sólo para los cuatro autores analizados, sino para la novelística mexicana del realismo, se pude ejemplificar en conclusiones como ésta: "El tópico lingüístico en la novela realista es elemento indispensable para la poética que la rige por ser útil en la consecución de tres de sus objetivos específicos: la verosimilitud, la sanción estética y la persuasión del lector hacia la idea específica que la origina y que transmite (ya sea estética, política, ética o religiosa)" (p. 189). Desde otra perspectiva, se podría decir entonces que Rodríguez González identifica cuál puede ser la función estructural, compositiva, de los elementos que ha definido como lugares comunes en la narrativa mexicana de fines del siglo XIX e inicios del XX.

Antes de concluir esta breve reseña, conviene alabar dos rasgos generales del volumen. En primer lugar, el hecho de que antes del análisis de las obras, se exponga la recepción crítica de cada uno de los escritores. En segundo lugar, la abundante información que proveen las notas a pie de página, que no se limitan a las simples referencias bibliográficas, sino que amplían la discusión. A mi juicio, todo ello prueba que la autora tiene un buen conocimiento de la novelística mexicana del período, así como de los autores seleccionados. Sólo señalo lo que acaso sea una preferencia individual: me hubiera gustado ver, a lo largo del volumen, un mayor diálogo con la historia de México, referente obligado de esos textos literarios.

En general, suele aludirse al uso de los lugares comunes o tópicos como parte de una supuesta falta de originalidad creativa. Sin embargo, como Rodríguez González demuestra, los autores analizados trasforman los lugares comunes realistas, pertenecientes a campos semánticos distintos, para dotarlos de un sentido diverso al común del realismo decimonónico. En otra terminología, la del formalismo ruso, se podría decir que estos escritores logran "desautomatizar" los lugares comunes.

Según se percibe en los análisis de este libro, un tópico no es simplemente un elemento usado muchas veces, sino más bien algo válido para diversas situaciones, en las cuales asume significados no coincidentes del todo. Como breve conclusión de esta reseña, se podría decir que el corpus novelístico elegido por Rodríguez González le sirve para mostrar que, en efecto, el empleo de los lugares comunes en la narrativa mexicana de fines del siglo XIX y principios del XX no produce una literatura muerta o inerte. Sin duda, su libro ayuda a matizar (y tal vez más bien a corregir) ese otro lugar común de cierta crítica literaria: la idea de que el uso del lugar común sólo propicia que los textos entren en un proceso de petrificación.

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