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Nueva revista de filología hispánica

versión On-line ISSN 2448-6558versión impresa ISSN 0185-0121

Nueva rev. filol. hisp. vol.66 no.2 Ciudad de México jul./dic. 2018

https://doi.org/10.24201/nrfh.v66i2.3435 

Reseñas

Alfonso Rey, The last days of Humanism. A reappraisal of Quevedo's thought

Jesús Jorge Valenzuela Rodríguez1 

1 El Colegio de México. jjvalenzuela@colmex.mx

Rey, Alfonso. The last days of Humanism. A reappraisal of Quevedo's thought. Modern Humanities Research Association, -, Maney Publishing, Oxford: 2015. 215p. (, Studies in Hispanic and Lusophone Cultures, 15, ).


Garantía del rigor y de las dotes de este libro es que vaya firmado por Alfonso Rey. No por nada es quien dirige el proyecto de publicación de las obras en prosa de Quevedo en la editorial Castalia, labor que le ha permitido estudiar textos que la crítica ha desatendido, o en los que no se ha detenido lo suficiente, y percibir de mejor modo el alcance ideológico de sus obras tanto en verso como en prosa, según reconoce él mismo en las páginas precedentes a su estudio (p. IX). Por tanto, este libro es depositario de reflexiones bien sopesadas, degustadas por varios años, y dechado de la pericia con que Rey se maneja por los temas y aficiones que entusiasmaron el espíritu de Francisco de Quevedo, a la vez que pone en evidencia cómo fue consecuente, a veces más, a veces menos, con una ideología modelada a partir de fundamentos neoestoicos y escolásticos durante el discurso de una vida dedicada a multitud de temas, disciplinas y géneros.

El libro se divide en doce sucintos, pero sustanciosos capítulos que recorren prácticamente todas las parcelas de la obra quevediana a partir de la ideología que sale a relucir en cada una de ellas. Por tanto, se podría decir que todos estos capítulos constituyen bloques bien delimitados; los caps. 1-4 estarían dedicados a las obras de fundamento claramente neoestoicista; los que van del 5 al 9, a la actitud religiosa, moral, ética, al arte de gobernar, pero también al de la guerra y todos los miramientos que se debe tener al considerar estos temas que Quevedo vio con variopinto carácter, ya pasándose de lado de los elementos naturales, ya justificando o repudiando la guerra para poder tener paz, rigiéndose más por un criterio de sapientia y prudentia que por un temerario principio de fortitudo. El otro bloque lo constituyen los fundamentos de su poesía amorosa, que se tratan en caps. 10 y 11. Un último capítulo, antes del cierre de las conclusiones, se concentra en las divergentes valoraciones que tuvo y ha tenido la obra de Quevedo desde sus contemporáneos hasta nuestros días.

El primer capítulo trata sobre el propósito de la literatura, para lo cual A. Rey trae a colación diversas opiniones de preceptistas como Cascales, El Pinciano, Carvallo, quienes se inclinaban por alguno u otro de los preceptos u objetivos ya destacados en el horaciano docere et delectare. A pesar de recargar uno u otro elemento, Rey señala que hubo un criterio más o menos flexible entre la teoría y la práctica literarias (p. 4). Quevedo, un autor que se movió con comodidad por diferentes géneros, procuró, según fuera el ámbito genérico en el que se manejara, enseñar o causar placer. Quevedo creía que la literatura debía enseñar y agradar por igual, pero al considerar su obra como un todo, dice Rey, el propósito de enseñar permanece en términos meramente cuantitativos. En cierta manera, la concepción de Quevedo sobre la literatura se acercaba a la de Horacio, quien ve que el conocimiento es la fuente y la justificación de toda actividad literaria, aunque sin dejar de lado el arte por imitación aristotélico. Su ideal literario, entonces, se acerca al de la elocuentia, entendida como el arte de la persuasión y presencia activa en la polis (p. 7). Por tanto, afirma Rey, habría que modificar la opinión, o matizarla, de que Quevedo es mero esteta del lenguaje, sin talento para trabar ideas.

Cualquier estudio sobre la ideología de Quevedo, asegura Rey al principio del segundo capítulo, debería comenzar con las opiniones o declaraciones de Quevedo en cuanto a la vida, la muerte, virtud y sabiduría, porque es a partir de ahí que podrá encontrarse su visión de mundo, cuya base radica en la síntesis de estoicismo y cristianismo. Las obras en que puede encontrarse más claramente esas características, advierte Rey, es en su poesía moral y en seis tratados que combinan la libertad expositiva de Séneca y Cicerón con una argumentación al modo escolástico: Doctrina moral del conocimiento propio y desengaño de las cosas ajenas (1612?), La cuna y la sepultura (1634), Las cuatro fantasmas de la vida (1635), Virtud militante contra las cuatro pestes del mundo (1634-1637), Nombre, origen, intento, recomendación y descendencia de la doctrina estoica (1635; luego Doctrina estoica) y De los remedios de cualquiera fortuna (1638).

Aunque estas obras fueron escritas y publicadas más o menos en el mismo período es difícil establecer una cronología fehaciente por las diversas fechas que se dan entre el manuscrito y las correspondientes, por ejemplo, en el caso de De los remedios, a la dedicatoria y la licencia de impresión. Por tanto, A. Rey llama a tener cuidado al momento de intentar establecer una evolución clara en Quevedo del estoicismo al cristianismo. Para Rey implica, más que acusadas preferencias por alguna de ambas doctrinas, una oscilación constante entre una y otra.

Por lo demás, en este bien nutrido capítulo, Rey brinda las principales características del estoicismo y de las bases del pensamiento de Quevedo, quien abrevó del estoicismo romano de Séneca (un estoico sui generis, cercano a ciertos aspectos del epicureísmo), Epicteto y Marco Aurelio, pero sobre todo de los primeros dos, como demuestran la traducción en verso del Manual de Epicteto (responsable, dice Rey, de las máximas de anecou y apnecou, 'resistencia' y 'abstinencia') y las incontables ocasiones en que citó a Séneca. Sin embargo, no se puede descartar a Lipsio, en quien, como declara Rey, Quevedo encontró un estímulo para unir estoicismo y cristianismo. La influencia de Lipsio fue decisiva para que Quevedo elaborara su propio pensamiento neoestoico con la huella, desde luego, de Séneca y Epicteto, además de varios Padres de la Iglesia. Pero Quevedo, continúa Rey, evita el mundo físico para centrarse en el plano moral, a la manera de Séneca y Epicteto, quienes, no obstante, difieren incluso en el enfoque del tema de la política. Con todo, si hay algún rasgo que deba resaltarse del pensamiento de Quevedo es su insistencia en comparar las doctrinas del estoicismo y cristianismo (p. 17), que lo llevaron, como a Tertuliano y san Jerónimo antes de él, a la tentación de incorporar elementos de la Stoa al cristianismo. La insistencia con que Quevedo llevó a cabo esta empresa, que lo condujo a caer en argumentos y declaraciones inconsistentes, como la presunta correspondencia entre Séneca y san Pablo o el conocimiento de Epicteto de los Evangelios, no puede valorarse desde una perspectiva estrictamente intelectual; por el contrario, debe examinarse en el entorno cultural de su tiempo. Pero más allá de la síntesis de ambas doctrinas, la intención de Quevedo como neoestoico era fortalecer el cristianismo con la autoridad del estoicismo, como Rey asegura: "he only tried to introduce into Christianity ideas and themes from the Stoa" (p. 18).

Después, Rey habla de la presencia de la patrística y la escolástica en Quevedo, con otros temas de sumo interés; pero lo que más importa destacar aquí es el peso que Rey concede a ese "intellectual substrate" (p. 18) y que utiliza para referirse, en parte, al ascetismo sui generis que Quevedo engendró a partir de la síntesis estoico-cristiana, la cual tal vez no acusa ninguna originalidad de tipo conceptual, pero conforma las bases para el entendimiento de la realidad, para aconsejar y para criticar los defectos del hombre de su tiempo. Sin este sustrato intelectual no se puede comprender sus obras morales o sátiras lucianescas, que Rey trata en el siguiente capítulo.

La ideología neoestoica de Quevedo adquirió forma en su juventud, considérese la correspondencia con Lipsio (1604-1605), los poemas de Heráclito cristiano (1613) y la redacción de sus primeros Sueños (1603-1608), aunque sus tratados morales vendrían después. Luego, Rey lanza una hipótesis muy plausible: "If this is indeed the case, we arrive at the conclusion that Quevedo began to show his stoic convictions first through fictional literature, and specifically Lucianesque satire, and only at a later stage in his life did he decide to do so through theoretical essays of a monographic kind" (p. 29).

Las contribuciones de Quevedo al género de la sátira lucia-nesca española pueden encontrarse en tres de sus obras, según el estudioso: Sueños y discursos (Barcelona, 1627), Discurso de todos los diablos (Gerona, 1628) y La Fortuna con seso y la hora de todos (Zaragoza, 1650). Después de hacer un recuento de los recursos empleados en cada una de estas obras, con observaciones puntuales sobre el género, lo que Quevedo retoma y lo que él mismo innova, A. Rey se ocupa de la ideología que guía estas estrategias narrativas; Sueños y discursos presenta un desfile de personajes, de caricaturas que representan vicios y categorías morales, pero esta técnica, tan incluyente y dinámica cuanto superficial y monótona, impedía la mirada vigilante y la reflexión atenta. Por ello, cree A. Rey, Quevedo redujo en otras de sus sátiras el número de personajes para concentrarse con más detalle en ciertos problemas que demandaban atención de modo más certero (pp. 31-32). Y aunque muchos personajes exhiben sus taras y se convierten en verdugos de sí mismos, tal vez los más irrisorios, también hay momentos en que parecería difuminarse la frontera entre el vicio o lo pecaminoso y lo que podría considerarse como justo (p. 32).

Las tres obras arriba aludidas constituyen en cierto modo la unidad y síntesis de las reflexiones que Quevedo desarrolló durante su vida; comparten una versión del mundo esencialmente estoica y cristiana. La virtud, que Quevedo concebía como el correcto ejercicio de la inteligencia y el albedrío, es piedra de toque para juzgar los errores de la humanidad. Y aunque el neoestoicismo no tenía respuesta para todos los problemas humanos, Quevedo buscó mostrar las complejidades de la existencia humana en la vida diaria, más que teorizar o hacer abstracción de los preceptos estoicos y cristianos (p. 30).

Aunque Quevedo también tocó el tema de la actividad política en Sueños y discursos, Rey dice que en Discurso de todos los diablos se observa una evolución en su pensamiento respecto del tema, y esto puede advertirse en el tipo de personajes que incluye; no deja de dar entrada al desfile de figuras, pero incorpora a personajes históricos, como Julio César, Alejandro Magno, Nerón, Séneca, etc., los que de por sí anuncian con su sola presencia los temas que va a tratar y que van a ser dominantes en la obra, como la cuestión política, a partir de lo cual, según Rey, "Quevedo addresses questions of a more technical, theoretical, and practical nature, which have to do with republic and monarchy, the royal favourite, the function of advisors, and the mission of historians" (p. 35). Si en algo Rey se muestra insistente es en dejar sentado, a partir de la obra de Quevedo, que la filosofía estoica no tiene respuestas claras para los dilemas morales concernientes a la política (p. 37), un tema que se podría decir que devanó los sesos de Quevedo durante toda su vida, pues como advierte el estudioso, estos temas atinentes a la actividad política (naturaleza del poder, equilibrio entre ética y efectividad) fueron objeto de discusión y de reflexión en el Marco Bruto, obra escrita poco antes de su muerte, pero que tampoco termina por zanjar los dilemas de modo satisfactorio (p. 37).

La hora de todos, publicada póstumamente en 1650, es aparentemente la última sátira menipea de Quevedo, destaca Rey, e implica también una evolución en el tema y el pensamiento del escritor respecto de las otras dos obras, además de reafirmarse en ella su concepción estoica de la vida, aunque sin dejar de reconocer las limitaciones de la doctrina para explicar ciertos aspectos de la realidad histórica (p. 38). La tajante oposición entre virtud y vicio, predominante en Sueños y discursos y en las escenas que no tocan el tema político en Discursos de todos los diablos, se debilita en La hora de todos, dice Rey, porque ahora Quevedo no insiste en nociones como castigo y recompensa, sino que las sustituye por la comparación entre apariencia y realidad (p. 39). Sin embargo, el autor sigue mostrando sus dudas: "Quevedo, a man of secure beliefs in his treatises, reveals the doubts which reality imposed on his most deeply-rooted convictions" (p. 39).

Después de pasar revista a diversos aspectos de la obra y de señalar el hito que representan ciertas escenas en que se analiza la situación política europea (p. 40), Rey vuelve sobre las convicciones de Quevedo para declarar: "Perhaps we might say that Quevedo found in Lucianesque satire a means of defending his convictions without ignoring the changing reality of the individual and of history" (p. 42). La ficción, dice Rey más abajo, es en general menos sistemática que la prosa didáctica, pero permite, por un lado, la intuición y el tratamiento de problemas y situaciones reales que difícilmente entrarían en la lógica del tratado y, por otro, desarrollar ideas que no se justificarían en un tratado por su forma de razonamiento, que demanda más precisión. Sin embargo, en este tipo de ficción, tanto en prosa como en verso, Quevedo se muestra en el límite de sus creencias al representar situaciones y actitudes que no tienen lugar en su sistema de ideas (p. 42), pero que se sentía con la necesidad de tratar, aunque pusieran en jaque sus convicciones, toda vez que, como bien señala Rey, Quevedo era consciente de aquellos problemas que precisaban de mayor atención, por lo cual "such passages ought to be valued as a confirmation that reality is richer than any moral doctrine or social convention" (p. 42).

En el siguiente capítulo, Rey destaca la afición de Quevedo por el humor literario y por elevar artísticamente la vida diaria y sus aspectos cómicos, lo cual heredó de los clásicos, pero también de la tradición cristiana, en que la risa no siempre se vio de modo negativo. De hecho, hay dos variedades de la risa en el ámbito cristiano que Rey encuentra también en Quevedo: "one is playful and insignificant, a means of lightening the message or teaching; the other, more severe, is that of the just toying with the foolish sinner" (p. 47).

Rey hace en este capítulo una importante rectificación en la valoración de la obra humorística de Quevedo; oponiéndose tácita, aunque evidentemente a ciertas tesis defendidas antaño acerca de que el Buscón, por ejemplo, es obra de juventud, puesto que el desengaño, no así lo chocarrero, aún estaba lejos de irrumpir en la vida de Quevedo, Rey aboga por dejar de lado interpretaciones maniqueas, pues tanto en obras tempranas como tardías, Quevedo utiliza la comicidad y lo serio. Rey tiene razón; sin embargo, ¿no valdría la pena también tomar con cautela la actitud de Quevedo ante un tema según el género en que lo trata? Así como no es adecuado adjudicar a la juventud el tono con que se tocan ciertos asuntos y otro a la edad madura, tal vez tampoco sea prudente pensar que Quevedo mantuvo una misma actitud, tanto de joven como de viejo, ante los temas que le preocupaban. Recuérdese, sólo como ejemplo, que El chitón de las tarabillas es tan virulento y lisonjero que parecería libelo por encargo. Asimismo, en Cómo ha de ser el privado salen por todos lados el servilismo y el panegírico. Quién diría que después Quevedo se opondría al valido a cuyos pies se había echado años antes. Las ideas o actitudes necesariamente van cambiando, por lo menos de matices, conforme transcurre la vida y según la experiencia acumulada. La ambición y conveniencia igualmente desempeñan papel importante en la toma de decisiones y actitudes. A veces, también los desengaños hacen que el hombre vuelva a sus cuarteles o a sus primeras ideas y convicciones con mayor contundencia. Es cierto que se mantienen ciertas aficiones, ciertos compromisos ideológicos, como en el caso de Quevedo con el estoicismo; sin embargo, no hay que olvidar que Quevedo lo mismo se burlaba de la poesía petrarquista o neoplatónica que escribía atendiendo a esa tradición. Es decir, no hay deferencia ni compromiso cuando se trata del juego literario o cuando las críticas se vuelven clichés y lugares comunes para esforzarse en otros ámbitos, como el del arte verbal.

En los capítulos que tratan sobre el petrarquismo y neoplatonismo en Quevedo, Rey destaca que antes de alabar el amor al modo de Petrarca, Quevedo ya lo había condenado de alguna forma en su Heráclito cristiano, colección de poemas de 1613 en que se advierten las huellas de Petrarca, tanto en algunos sonetos como, especialmente, en la concepción del libro que toca varios temas referentes al desengaño, y en el que puede encontrarse, en un par de composiciones, el rechazo del amor mundano, la palinodia, dirá Rey, "in which the act of having adored a woman is recanted" (p. 140). De esta manera, Petrarca inspiraría los dos libros de Quevedo, uno religioso, el Heráclito, y otro profano, Canta sola a Lisi, lo que lleva al estudioso a una sagaz observación: "he wrote first a moral parable with no love story, then later a love narrative involving no moral considerations" (p. 140). Canta sola a Lisi implica una de las facetas en el autor en que deja de lado su estoicismo para probarse como poeta del amor en una especie de poesía muy técnica; y aunque las semejanzas con el Rerum vulgarium son evidentes, Rey destaca algunas diferencias significativas, como la que concierne al amor de la dama, que en Petrarca se torna religioso al volverse la amada guía espiritual del amante, la donna angelicata del stilnovismo, mientras que en Quevedo, mediante una concepción profana del amor, el amante busca la inmortalidad, paradójicamente, en la llama de la pasión, divergencia fundamental que podría interpretarse como ataque frontal a la médula del Canzoniere, pues, según Rey, denunciaría el rechazo de Quevedo de ver a la amada como el medio para llegar a Dios (pp. 146-147). En cuanto al neoplatonismo, que es más bien un cúmulo de motivos y solía asociarse con el petrarquismo en la poesía del Siglo de Oro, ha habido más disensiones entre la crítica. Con todo, el neoplatonismo, que contribuyó al caudal de motivos en la poesía amatoria, así como a la diversidad lingüística y estilística, en Quevedo sólo se admite, como observa Rey, en términos de inventio lírica y de elocutio, pero no en términos conceptuales (p. 157).

En el capítulo dedicado a los lectores de Quevedo, Rey hace un espléndido recorrido por la diversidad de interpretaciones que ha merecido la obra del escritor desde el siglo XVII hasta nuestros días. Como se deja ver, muchos dan mayor peso a cierta actitud de Quevedo sobre las demás; señalan elementos en su conducta para juzgar la personalidad entera del escritor, del hombre. En el siglo XIX se destacó su valentía para criticar el gobierno; en parte del siglo XX se censuró la adhesión de Quevedo a sus ideales aristocráticos, etc. Es cierto, como dice Rey en alguna parte de su estudio, que el escritor pone en evidencia sus intereses y su personalidad en lo que escribe, pero mucho de ello responde al juego literario1.

La figura que se atisba tras la lectura de este libro es la de un Quevedo tan polifacético cuanto problemático a la hora de sacar conclusiones sobre su obra y personalidad. Aunque Rey se dirige siempre con mucho rigor en su conocimiento de Quevedo y tacto en sus apreciaciones, ya que ante la falta de evidencia prefiere siempre abstenerse de hacer comentarios conclusivos, no cabe duda de que habérselas con Quevedo siempre representa un problema de interpretación, pues muchas veces los datos biográficos imponen sobre sus textos la mitad de las conclusiones a que los críticos han de llegar. Por ello, A. Rey ha intentado en este libro devolver la atención a las condiciones de vida (esto envuelve ideas y estudio, formas de aprendizaje, etc.) del siglo XVII en que vivió Quevedo, para calibrar mejor su obra y la misma figura del escritor, ya que, de alguna u otra manera, Quevedo ha sido, como diría Raimundo Lida, partido, no para entenderlo mejor, sino para juzgar su personalidad. Desde esta perspectiva roma, por falta de un estudio más completo, se ha visto en él a un escritor prolífico y diverso en cuestión de intereses literarios, pero unidimensional en cuanto a su forma de ser y trato para con los demás, lisonjero si son poderosos, pero desdeñoso con los desarraigados y extranjeros. Dos son las peticiones de Rey, después de predicar con el ejemplo: volver la mirada atenta sobre el siglo XVII para una cabal comprensión del período y estudiar de modo más integral la obra de Quevedo para entender mejor los muchos entresijos de su pensamiento.

1Sólo cabría hacer una mínima observación en este capítulo. En p. 168, cuando Rey habla de los finos acercamientos de Raimundo Lida a la obra de Quevedo, se detiene en una de sus declaraciones a propósito de una frase del Sueño del infierno: "Also of note are his hesitations at the phrase «Toda la sangre, hidalguillo, es colorada», with which a devil of the «Sueño del infierno» jokes with the foolish nobleman. Lida… evoked «los pruritos genealógicos que están en la base de tanta afirmación y tanta negación del señor de la Torre de Juan Abad», as if he feared perceiving in the pen of Quevedo a phrase «digna de 1789 o de 1917». It is surprising that he brought up the question in such terms, when he could have turned to something far more obvious: Quevedo's preference for virtue and honour drew on a current of thought beginning with Aristotle and Juvenal, whose sixth satire was frequently recalled by Quevedo in his works". La afirmación no es para escandalizarse si se tiene en cuenta el pasaje completo del prólogo en las Prosas de Quevedo y se observa que R. Lida está hablando de la complejidad del escritor que invita a los estudiosos a simplificar y a tomar partido, pues muchas de sus páginas "provocan en muchos lectores adhesión y repulsión como de actualidad viva, lo cual invita a partirlo: «Toda la sangre es colorada»: frase digna de 1789 o de 1917. Pero se ha suprimido en ella el hidalguillo, que tanto significa para Quevedo y su tiempo" (p. 11). Así, pues, R. Lida no tendría por qué interesarse en su prólogo por la solera de donde devino la frase de Quevedo, cuando está más interesado en los desmembramientos que muchos quisieran hacer de la obra quevediana y pone el fragmento como ejemplo frugal, después de lo cual R. Lida advierte: "Hay mucho que escoger, y muchísimo bueno, pero a la vez no hay que disculpar lo menos bueno (moralmente bueno) en nombre de no sé qué deficiencias ambientales" (pp. 11-12).

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