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Nueva revista de filología hispánica

versão On-line ISSN 2448-6558versão impressa ISSN 0185-0121

Nueva rev. filol. hisp. vol.65 no.2 Ciudad de México Jul./Dez. 2017

 

Reseñas

Rafael Olea Franco (ed.), Los hados de febrero: visiones artísticas de la Decena Trágica

Antonio Cajero* 

* El Colegio de San Luis. Correo electrónico: acajerov@hotmail.com.

Olea Franco, Rafael. Los hados de febrero: visiones artísticas de la Decena Trágica. El Colegio de México, México: 2015. 436p.


Durante la celebración del centenario de la Decena Trágica, en febrero de 2013, El Colegio de México organizó un coloquio con el fin de rememorarla y, más aún, para reformular la visión que se tiene del infausto acontecimiento. Para ello, concurrieron especialistas en cine, teatro, historia y literatura. El resultado de mediano plazo es Los hados de febrero: visiones artísticas de la Decena Trágica, editado por Rafael Olea Franco. El libro reúne a quince investigadores que interpretan el hecho histórico desde diversas manifestaciones artísticas: la poesía, la novela, el ensayo; la fotografía, la pintura, el cinematógrafo, el teatro; y otras no tan artísticas, pero de plumas de artistas: el diario, las memorias, la autobiografía, en fin, visiones y revisiones en torno de un tema espinoso. Presento, en seguida, un recuento de las colaboraciones a fin de entender y entendernos en el marco de un pasado que, curiosamente, poco difiere del presente. Los medios cambian, los fines permanecen.

Vicente Quirarte, en “Orfandades de febrero”, se enfoca en un hecho olvidado, entre muchos más, de la otra, de las otras historias de México: las orfandades generadas por escaramuzas, revoluciones, levantamientos y defecciones; en la constante violencia contra los niños de la calle (papeleritos, cargadores, aguadores...) y los de puertas adentro, atados al oficio familiar de la fragua, la rueca, el amasijo, la parcela, en fin, al pesado grillo de la cotidianidad. En particular, Quirarte plantea un doble plano de lectura: revisa los textos generados por dos paradigmáticos huérfanos de febrero, Alfonso Reyes y el hijo de Belisario Domínguez, por un lado; por otro, denuncia el indignante papel de los niños en el ejército regular, la orfandad de los hijos de los milicianos, en fin, la muerte temprana de mirones y civiles ajenos al conflicto. Hoy se diría eufemísticamente que los huérfanos fueron víctimas colaterales.

Febrero de Caín y de metralla. Somera imagen literaria de Bernardo Reyes”, de Rogelio Arenas, constituye un seguimiento pormenorizado de la presencia de Bernardo Reyes en la vida y la obra de su hijo Alfonso. Para ello, Arenas remueve los testimonios que ofrecen las cartas cruzadas entre Reyes y Martín Luis Guzmán o entre aquél y su esposa Manuelita; asimismo, recorre los diarios y las prosas en que el hijo, desde la orfandad, reclama la injusticia cometida contra el padre; todo ello con el fin de desmenuzar el soneto “9 de febrero de 1913”, escrito en Río de Janeiro, el 24 de diciembre de 1932, dos años después de la escritura de la Oración del 9 de febrero.

Margo Glantz colabora con el artículo “Por las heridas de su cuerpo se desangra la patria: Alfonso Reyes”. A partir de una sugerente analogía tomada de Reyes, Margo Glantz sigue a la familia del polígrafo a lo largo de más de un siglo: desde que el abuelo Domingo Reyes llega de Panamá para incrustarse en la historia de México con el perfil de militar invencible y justiciero hasta, por lo menos, el momento en que Alfonso se marcha de México para emprender su periplo europeo, cuando se niega a ser secretario del usurpador Victoriano Huerta. Destaca, en el detallado análisis de la relación padre-hijo, la agudeza con que Glantz identifica la función del cuerpo -fragmentado la mayoría de las veces- en la retórica alfonsina de Oración del 9 de febrero y Días aciagos. Diríase una retórica corporizada: llena del vacío dejado por el cuerpo amado.

Lorna Shaugnessy, en su extenso artículo “La experiencia no reclamada. Exilio, memoria y trauma en Ifigenia cruel de Alfonso Reyes”, deconstruye desde una perspectiva psicoanalítica los vínculos entre este poema dramático y la biografía de Alfonso Reyes. El resultado: más preguntas que respuestas, a pesar de las analogías y coincidencias en las historias de ambos exiliados. El núcleo exegético es la memoria: hilo de Ariadna tejido con diversos materiales y múltiples grosores en Ifigenia. Esta apuesta, me parece, enriquece el texto alfonsino en la medida en que ahonda en los resortes internos del creador que enfrenta un trauma, los traumas mejor dicho, de un hombre y, sinecdóticamente, de una nación.

En “Tercia de Reyes”, Fernando Curiel presenta la necesidad de estudiar conjuntamente el destino del general Bernardo Reyes a la par que el de sus hijos Rodolfo y Alfonso. Curiel mismo ofrece la pauta para esta lectura en que los testimonios de las tres figuras mencionadas convergen o divergen; aporta las fuentes y los testimonios; refiere los trabajos al respecto y las tareas pendientes, “sólo para reyistas”; en fin, abre un panorama en que la familia, padre e hijos, discurren sobre un acontecimiento que marca, antes o después, a todos: ya con la muerte a mansalva, ya con un puesto oprobioso, ya con el exilio a cuestas.

En “La pasión de Madero según el subteniente Urquizo”, Lorenzo Meyer analiza las decisiones de Madero como gobernante a la luz del testimonio privilegiado de Urquizo sobre la Decena Trágica. Es éste un testigo cuyo doble papel -en los inicios de la revolución como maderista de hueso colorado y, durante el golpe, como miembro del ejército regular que traicionó a Madero- le permitió tener una visión más profunda que la de otros testigos o participantes. En La Ciudadela quedó atrás (1965), señala Meyer, Urquizo revela las entrañas del poder a que la gente común sólo puede acceder por conjeturas o, en todo caso, como piezas en el tablero de voluntades superiores. Urquizo sería un ejemplo de lealtad militar porque, como Villar o Villarreal, cumplió con el deber de defender al legítimo presidente hasta el último momento.

En “Francisco L. Urquizo, protagonista y relator de la Decena Trágica en Recuerdo que... y Tropa vieja”, Max Parra reconstruye las vicisitudes de Urquizo como guardia presidencial durante el asedio a Palacio Nacional. Por su movilidad y por su relación con el encargado del conmutador en Chapultepec, Urquizo tuvo noticias de primera mano que le permitieron seguir los acontecimientos con cierta precisión. A decir de Parra, este protagonista y relator de la Decena Trágica se sirve de dos géneros distintos y complementarios para reconstruir sus experiencias de la revolución: las memorias y las obras de ficción o semificción. Luego, con meticulosidad, Parra analiza las obras que Urquizo publicó en los años treinta en relación con la Decena.

Lucía Melgar colabora con el artículo “Apasionada defensa del apóstol. Elena Garro ante la Decena Trágica”. Según la estudiosa, si bien en Los recuerdos del porvenir y en Felipe Ángeles la revolución ocupa un lugar decisivo, sólo en la serie “Caudillos de la Revolución”, publicada en 1968, en ¿Por qué? Revista Independiente, se puede acceder a la relectura crítica y apasionada de Elena Garro sobre el maderismo y su desenlace. Con ello, sugiere que, con altibajos y hasta nuestros días, la nostalgia del maderismo resurge a lo largo de la historia de México, acaso porque un anacrónico clamor por el castigo de los asesinos de Madero sigue vivo.

Rafael Olea Franco contribuye con “El averno criollo de José Vasconcelos”. Con base en una lectura de Ulises criollo, las memorias de Vasconcelos, Olea Franco demuestra cómo éste vivió fascinado por la figura de Madero, con quien no sólo se sentía identificado, sino a quien eligió como su precursor (en el sentido borgeano de la palabra). Testigo postergado del golpe militar y de la traición huertista, Vasconcelos se asume heredero del mesianismo maderista. Es más, el grado de identificación llegó a la impostura porque, como sostiene Olea Franco, “apenas concluidas las elecciones presidenciales de 1929, la historia ofreció al autobiógrafo la oportunidad de cumplir un destino semejante al martirologio de Madero” (p. 194). Averno el de Vasconcelos, sí, pero siempre de la mano de un Virgilio omnipresente.

Luz América Viveros, en “Dimensiones autobiográficas del episodio huertista”, toma como base de su estudio un texto y un paratexto -las memorias de Juan Sánchez Azcona y la entrevista a Alfonso Reyes que realizó Armando de Maria y Campos- a fin de reconstruir unas visiones íntimas de un hecho dolorosamente colectivo; sin embargo, hay que decirlo, el mayor aporte de este texto se halla en la lectura pormenorizada que ofrece de Mi diario, de Federico Gamboa, desinteresado colaborador del gobierno huertista. En una atinada analogía, Luz América Viveros describe los avatares del Orfeo mexicano que termina por caer al abismo del oprobio y del exilio.

Antonio Saborit, con su texto “La generación de las sombras largas”, traza los caminos que siguieron los modernistas mexicanos durante el “febrero de Caín y de metralla”. Para ello toma como figura central a José Juan Tablada a quien, de paso, descarga de la autoría del Madero-Chantecler después de una meticulosa pesquisa y una disuasiva explicación. Para despertar la tantálica curiosidad del lector, sólo destaco la hipótesis que guía el estudio de Saborit: según él, habría que dejar de lado las interpretaciones facilonas que suponen, por un lado, la defensa incondicional del Antiguo Régimen por parte de los modernistas y, por otro, la insatisfacción de éstos ante los cambios y recambios generados por la Revolución. Ante todo, arguye Saborit, habría que destacar la visión crítica de estos cisnes a los que González Martínez torcería el cuello por las mismas fechas en que cae el dictador.

Ninguna expresión artística pasó por alto el acontecimiento más traumático, si cabe, de la política mexicana. Con “De disparos fotográficos: Ezequiel Carrasco, reportero gráfico de la Revolución”, Rebeca Monroy ofrece una lectura del proceso con base en las imágenes publicadas en la prensa periódica de la época. Ilustra, literalmente, al lector, con el recuento de los daños que capta la cámara de Ezequiel Carrasco, uno de tantos periodistas gráficos que cubrieron la noticia del asalto a Palacio Nacional la mañana del 9 de febrero de 1913. Con las fotografías reproducidas a lo largo de su exposición, bien puede decirse que Carrasco viene a dar luz, flashazos, de historia patria.

En un agudo texto, “¿Es posible borrar la historia?”, Esther Acevedo no sólo reconstruye el desarrollo de la Decena Trágica desde los marcos de un cuadro de Fernando Best Pontones, titulado Ciudadela. 13 de febrero de 1913, sino que configura el devenir de la historia desde el régimen porfirista hasta el regreso de los nostalgiosos del orden y el progreso, encabezados, primero, por el dedicatario de la pintura analizada, Félix Díaz, y luego por El Chacal.

El didáctico acercamiento de Aurelio de los Reyes a “Las «vistas» cinematográficas de la Decena Trágica” permite al lector comprender dicho proceso histórico, al mismo tiempo que lo instruye sobre los procesos técnicos y científicos relacionados con el cinematógrafo. De este artículo también debe destacarse la explicación de cómo la concepción positivista del cine se transforma hasta convertirlo en un medio de propaganda política para las diferentes facciones que se disputaron el poder durante las dos primeras décadas del siglo XX en México.

El estudio de Eduardo Contreras Soto sobre las prácticas teatrales más comunes entre las fechas que van del ascenso de Madero a su caída, permite reconstruir las visiones encontradas que se expresaron sobre el polémico personaje. Especialmente en uno de los llamados géneros chicos, la revista, Madero fue objeto de la parodia y la crítica, como lo muestran el anónimo Madero-Chantecler (1910), El Tenorio Maderista (1911-1912), de Luis G. Andrade y Leandro Blanco, y El país de la metralla (1913), de José F. Elizondo y Rafael Delgado, obras que, por cierto, el editor de Los hados de febrero: las visiones artísticas de la Decena Trágica decidió reproducir al final del libro en aras de difundirlas en conjunto para beneplácito del curioso lector. Aun cuando Olea Franco cuenta que alguien le ha comentado, entre veras y burlas, que este libro vale por los apéndices, a mi juicio se trata de otro feliz acontecimiento para bien de las letras y la historia de México, siquiera como antídoto contra el vino agrio y amargo de la Decena Trágica.

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