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Nueva revista de filología hispánica

versión On-line ISSN 2448-6558versión impresa ISSN 0185-0121

Nueva rev. filol. hisp. vol.65 no.2 Ciudad de México jul./dic. 2017

 

Reseñas

María Luisa Lobato, La jácara en el Siglo de Oro. Literatura de los márgenes

Jesús Jorge Valenzuela Rodríguez* 

* El Colegio de México. Correo electrónico: jjvalenzuela@colmex.mx.

Lobato, María Luisa. La jácara en el Siglo de Oro. Literatura de los márgenes. Iberoamericana-Vervuert, Madrid-Frankfurt/M.: 2014. 347p.


Ésta es la primera monografía dedicada enteramente a la jácara en el Siglo de Oro, tal como anuncia la propia autora, quien explica que su objetivo no es agotar un tema que “estaba muy necesitado de una visión de conjunto”, sino hacer “un trazado de la cuestión” y ponerlo al servicio de nuevas indagaciones (p. 8). Por tanto, este recorrido -más expositivo que analítico- por el mundo de la jácara debe complementarse con un libro colectivo editado por Lobato y A. Bègue, Literatura y música del hampa en los Siglos de Oro (2014), según advierte la propia Lobato. Integran la monografía once capítulos más un anexo, donde se editan cuatro composiciones germanescas. La completan dos secciones bibliográficas (una específicamente sobre la jácara, la otra sobre los demás trabajos citados) y tres índices: de títulos, de primeros versos y de nombres propios.

El primer capítulo (“Los antecedentes de la jácara...”) se ocupa de la poesía germanesca desde Rodrigo de Reinosa, el primer poeta conocido que trata el hampa y su léxico en sus composiciones, hasta el romancillo anónimo de “Alta mar esquiva”. Al comenzar su recorrido por estas primeras manifestaciones, escritas en metros muy diversos, Lobato fija su atención en la primera sección de la antología de Poesías germanescas editada por John M. Hill en 1945. Ahí, además de reseñar el argumento de las composiciones antologadas, entabla un interesante diálogo con otros estudiosos de la poesía germanesca1. Lo que caracterizaría toda esta primera etapa de la poesía germanesca sería, según Lobato, el distinto grado en la utilización del vocabulario germanesco, así como la relación entre el jaque, hombre de valentía aparatosa e irreal, y la iza, mujer cuyo trabajo como prostituta sirve para mantenerlo (p. 29). Lobato cierra el primer capítulo explicando que el léxico de germanía no es un rasgo indispensable de la jácara y es por ello por lo que en su estudio también considera aquellas obras cuya lengua es la común. En realidad, son otros los elementos -como los ambientes y los tipos- que sirven para definir la vinculación del “género nuevo” con el hampa (p. 30).

Según las clasificaciones de Lobato, en las jácaras devocionales o de contenido devocional el léxico de germanía no sólo no es determinante, sino que en ellas apenas se conserva algún término germanesco. Pero con todo, tal y como comenta la estudiosa: “No deja de tener su interés que en esos ámbitos tuviesen también entrada términos y expresiones propios del mundo del hampa, aunque dulcificados y, si no cómicos, al menos graciosos” (p. 103). Aparentemente, algunas de las jácaras devocionales sí presentan ese rasgo como un elemento que las vincula al mundo del hampa, pero el léxico germanesco, o la fraseología característica de este tipo de composiciones, va evolucionando en dos sentidos a la vez: si bien en algunas jácaras ya no se utiliza el lenguaje germanesco, o su uso se morigera, en otras, sobre todo en las devocionales, es justamente el vocabulario lo que las vincula al mundillo de la jácara, ya que en muchas de ellas los comportamientos hampones no parecen ser lo más decisivo.

En el capítulo 2 (“Jácaras en romances. Los Romances de germanía de Juan Hidalgo, 1609, y los contenidos en colecciones de Romances varios, 1621-1688”) se emprende un itinerario por estas composiciones, analizando ciertas fórmulas y esquemas que emplean los poetas al elaborar esa degradación burlesca de la mitología que tan propia era de los siglos de oro. Por la estructura retórica de ese primer romance (el que comienza “A ti belicoso Marte” y anuncia otros seis romances de la antología) y por todas las referencias eruditas que encierra, el autor -nos señala Lobato- no pudo ser sino un poeta culto (pp. 30-39). Luego, al comentar las características de los poemas que conforman la segunda parte de la colección de Hidalgo, la estudiosa lanza la hipótesis -una hipótesis arriesgada, como ella misma reconoce- de que su autor haya sido nada más y nada menos que Quevedo, para quien los primeros años del siglo XVII fueron un periodo de mucha actividad literaria. Lobato sugiere que con esta hipótesis se explicaría el hecho extraño, ya señalado por Hill, de que los Romances de germanía impresos por Hidalgo en 1609, pese a su éxito, “no tuvieran imitadores, excepto Quevedo” (p. 39). La hipótesis resulta sugerente, pero pierde peso cuando recordamos que las jácaras quevedianas difieren de los romances de germanía en cuanto a la acción que los caracteriza. Y es que en las jácaras de Quevedo la acción que suele estructurar el romance es sustituida por la inactividad inherente a la forma epistolar. Asimismo, en sus poemas, Quevedo presenta al rufián como una piltrafa que no conoce más que el fracaso, oponiéndose así a la exaltación de la suerte del jaque que solía darse en los romances germanescos. Es decir, todo parece indicar que en sus jácaras Quevedo se propuso hacer una parodia, una suerte de contra-romances de germanía.

Con respecto a este segundo capítulo tal vez convenga hacer otras precisiones2. Lobato dice de Quevedo “que establece en sus jácaras tipos bien dibujados y escenas casi dramáticas en cuanto que las voces se suceden, dando así los pasos necesarios para la transformación de la poesía germanesca en jácara entremesada, llamada a tener gran éxito en los teatros del siglo XVII” (p. 44). Los personajes de la jácara quevediana bien podrían figurar en cualquier tablado, como tipos o figuras, pero no parece haber más dramatismo en esas composiciones que el acostumbrado en el romance en general, que tendía a veces a desarrollar escenas totalmente dialogadas, lo que suele conocerse como actualización dramática. Sin embargo, de las jácaras quevedianas que sabemos pudieron haber llegado al teatro -Escarramán y Carta de la Perala a Lampuga, su bravo-, paradójicamente ninguna tiene diálogo (si no es evocado a distancia), ya que se trata de epístolas. Y esto es así porque las jácaras de Quevedo que aparentemente llegaron a los tablados lo hicieron para ser cantadas, incluso bailadas, pero nunca, según parece, para ser representadas. En todo caso, si hay alguna destinada a tal efecto, sería la jácara de La venta, al final de la cual se promete una segunda parte y cuyas “voces se suceden”. Además, de las dieciséis composiciones que José Antonio González de Salas clasifica como jácaras en su edición de Parnaso español, monte en dos cumbres dividido (1648), la mitad es completamente monologada, esto es, son obras o escritas a manera de jácaras-carta o que acuden al tópico del ubi sunt mediante un soliloquio, como en la de Sentimiento de un jaque por ver cerrada la mancebía. El que la jácara apareció en el teatro con Quevedo, sea como baile de fin de fiesta, sea como jácara cantada, es un hecho consabido. El que Quevedo haya dado los primeros pasos para la jácara entremesada, en cambio, ya es un asunto mucho más discutible, por las propias características antidramáticas de sus jácaras, que no de sus personajes. Puede haber, como he dicho, actualización dramática, procedimiento habitual en cualquier tipo de romance, pero esto no quiere decir que su dramatización estuviera planeada para ejecutarse cual jácara entremesada. Es sin duda Quiñones de Benavente el que da esos pasos. Y este hecho se observa muy bien en esas jácaras que Lobato clasifica de elementales, cuando todo el público es movido a pedir jácara al cómico que está sobre el tablado, convirtiéndose el teatro en un zafarrancho al cantarse coplas de jácaras por uno y otro lado. Ahí Benavente comienza a complicar lo que antes era una simple jácara cantada en el teatro. Incluso los romances de germanía que son anteriores a las jácaras de Quevedo tienen más elementos dramáticos que las quevedianas. Si la jácara estaba completamente avalada por el público, sencillo sería embeberla de dramatismo y contaminarla de otros géneros breves que ya tenían vida propia. El asunto germanesco ya había tenido injerencia en la comedia renacentista y en los pasos de Lope de Rueda. Conscientes de esta tradición, pero aprovechando también el auge de la jácara poética, que ya empezaba a cantarse en los tablados, los dramaturgos sólo tenían que asimilar ambas manifestaciones y ofrecérselas al público. Es cierto que las jácaras quevedianas llevaban in nuce diversos elementos dramáticos, pero si la jácara llegó a ser dramatizada, no fue por ello, sino por circunstancias más bien externas, como la recepción del público, que lanzaba alaridos pidiendo este tipo de composiciones. A fin de cuentas, ¿qué era más fácil y más práctico: seguir componiendo más jácaras poéticas para cantarlas en el teatro o sumergir la jácara en las convenciones del teatro? La conveniencia parece la verdadera razón por la cual la jácara invadió los demás géneros, desde los entremeses y los bailes hasta la comedia misma.

Hay otro asunto en este segundo capítulo que es oportuno comentar. Se trata del romance de Perotudo, que abre la antología de Hidalgo en 1609 y cuyo recopilador considera el primer romance germanesco. Antonio Rodríguez Moñiño, partiendo del estudio de diversas obras (ensaladas, centones y comedias) del siglo XVI, llegó a la firme conclusión de que este romance era contemporáneo de las primeras poesías germanescas (su artículo se publicó en el Anuario de Letras en 1962). Más recientemente, Diego Catalán (2007) trató de desmontar las conclusiones a las que había llegado Rodríguez Moñino, y para ello citó varias composiciones que contienen elementos afines. Sin embargo, el documento que permitió a Catalán afirmar que el romance de Perotudo no fue el primero, sino recreación de un romance-canción que todos los demás siguen, imitan o glosan, fue la carta que el embajador de Felipe II en París, Thomás Perrenot de Granvela, señor de Chantonay, envió el 28 de mayo y el 6 de junio de 1562, en que citaba los primeros cuatro versos del romance, que rezan: “En la ciudad de Toledo / donde los hidalgos son, / nacido nos ha un baylico, / nacido nos ha un baylón”. Catalán argumenta que, en vista de la ingente cantidad de léxico germanesco que en él aparece, el romance de Perotudo nunca debió pasar por un proceso de tradicionalización. Y con base en ello y en el hecho de que el señor de Chantonay estaba transcribiendo canciones y romances tradicionales en su carta, Catalán concluye que el romance no puede ser anterior al 27 de mayo de 1570 (punto que no sería oportuno discutir aquí). No obstante, Lobato asevera que, según Catalán, el romance pudo haberse compuesto antes del 27 de mayo de 1570 (p. 41), observación que repite más adelante (p. 55). Y en otras dos ocasiones, sin darse cuenta (por lo visto) de que la fecha era solamente un punto de referencia más o menos holgado, se aventura un poco más, al sugerir que el romance fue compuesto exactamente en el año de 1570 (cf. pp. 59 y 204). Es decir, Lobato nunca parece advertir que Catalán había sostenido todo lo contrario: que el romance germanesco no podía ser anterior a la fecha mencionada.

En el capítulo 3 (“La plenitud de la jácara poética: la poesía germanesca de Francisco de Quevedo, 1613-1648”), Lobato hace una caracterización de las jácaras quevedianas. Partiendo de la edición póstuma a cargo de González de Salas, en 1648, pasa revista a diferentes acercamientos de la crítica a estas composiciones. Comenta, por ejemplo, el trabajo en que Maxime Chevalier argumenta que la jácara aguda se debe exclusivamente a Quevedo, pues ni antes ni después de él se lograron ejemplares de tanta dignidad estética (p. 51). Asimismo, comenta las reflexiones de Luisa López Grigera sobre la forma en que Quevedo trataba de “honestar lo malo con buenas palabras”, según uno de sus escolios o glosas a la Poética de Aristóteles; subraya cómo, en uno de sus romances, el de Añasco, Quevedo trató, según ese criterio, de no llamar al personaje ladrón, sino “hallador de lo guardado”, y no salteador, sino hombre “que en los caminos de noche demanda para sí mismo” (p. 53). Más adelante, Lobato afirma que los logros de Quevedo, máximo representante de la jácara poética, radican, por ejemplo, en la creación de personajes que posteriormente tomarían vida literaria propia y pasarían de unos géneros a otros, como es el caso de Escarramán (p. 55), o en la consolidación de personajes rufianescos ya asentados en la tradición (p. 59). También destaca la estructura epistolar de estas composiciones, “con su siembra de teatralidad”, y los juegos de ingenio, que logran una dignificación estética de la jácara (p. 60). Anteriormente, Lobato señalaba las características teatrales o dramáticas que ya contienen las jácaras de Quevedo. Quién sabe si todos estos elementos efectivamente existan, y de existir, si sean tan evidentes como para concluir (como lo hace Lobato) que, después de Quevedo, y gracias a él, la jácara no podía seguir por los caminos hasta entonces habituales, y que su única forma de evolucionar consistía en incursionar en el teatro breve.

En el capítulo 4 la autora habla de la exitosa recepción de la jácara, pasando revista sobre todo a tres vehículos de circulación de este tipo de composiciones: las Obras varias de Cáncer, publicadas en 1651 (en que aparecen doce, cinco de ellas hagiográficas), pero de circulación anterior, entre los años 1630 y 1650; las Poesías varias de grandes ingenios españoles, de 1654 y recopiladas por Josef Alfay, que al lado de composiciones de distinto tono reúne ocho jácaras anónimas; y los pliegos sueltos poéticos de la segunda mitad del XVII, materiales que aprovechó Alfay para su colectánea y, modernamente, John M. Hill para su antología de Poesías germanescas (1945). Después de las jácaras de Quevedo, publicadas conjuntamente en el Parnaso español, en 1648, por el erudito González de Salas, las jácaras de Cáncer constituyen un hito importante, pues debido a su popularidad otros autores, como Calderón o Quiñones de Benavente, pongo por caso, incorporaron fragmentos de ellas a sus propios entremeses, bailes e incluso comedias. El mismo Cáncer integró algunas de sus jácaras poéticas dentro de sus entremeses, además de escribir jácaras entremesadas, como El sordo y Periquillo el de Madrid.

En el capítulo 5 (“La modalidad de las jácaras contrafacta y las «devocionales». Una muestra más del triunfo del género”), Lobato distingue, como se anuncia en el título, entre dos tipos de jácara dentro del ámbito devocional. Las jácaras contrafacta se componían evidentemente sobre la falsilla de alguna jácara de éxito, mientras que las devocionales no se ajustaban a una composición preexistente. Algunas eran bastante libres en su tratamiento, mientras que otras se ceñían más a una jácara de rufianes utilizando frases y giros propios de la germanía. Sin embargo, Lobato prefiere otro tipo de clasificación, al distinguir entre las jácaras devocionales “de primera generación”, en que entrarían los contrafacta y las crísticas (como las que se basan en el Escarramán de Quevedo), y las jácaras devocionales “de segunda generación”, que se dividen a su vez en hagiográficas (que tratan sobre la vida de algún santo), marianas (que formulan alguna alabanza de la Virgen), y aquellas otras dedicadas a san José o la figura de Cristo. Estas jácaras de segunda generación no toman como modelo jácaras mundanas previas, sino que elaboran un texto nuevo y lo aderezan con términos propios de la germanía (p. 91). Lobato intuye que estas jácaras devocionales se recitaron “en el ámbito de fiestas religiosas, dedicadas a distintos motivos, aunque no necesariamente en el espacio del templo”. No hay datos, según observa, que comprueben que tuvieran acompañamiento musical, “aunque en algunos casos es muy probable”. Sería interesante saber en cuáles casos, pero Lobato no lo dice. Finalmente, la estudiosa supone que “se recitaron para una festividad concreta o, simplemente, para regocijo del pueblo, como pudo suceder con la... de Escarramán «a lo divino»” (p. 92). Lobato avanza con precaución al hacer estas observaciones, apoyándose sobre todo en su intuición. No hay nada de malo en ello, sobre todo cuando se trata de un género con tantas aristas como éste. Sin embargo, me parecería que los contrafacta eran composiciones que se ceñían a una versión original profana, con todo y la música que llevaban. Esto se antoja muy evidente: a fin de cuentas, en estas obras devocionales lo que se proponía conseguir, más allá del regocijo del público, era que los feligreses se preocuparan por su salvación (cf. Wardropper 1958, pp. 80-81, 86-87). Todavía es frecuente en algunas denominaciones religiosas intentar atraer a algunas almas descarriladas con una canción pagana, de bastante éxito, vuelta a lo divino, utilizando sobre todo su música original.

En el capítulo 6 (“Las jácaras de contenido devocional, musicadas como coplas de villancicos, en el espacio del templo y del convento”), Lobato se ocupa de aquellas jácaras devocionales que, a su juicio, fueron recitadas o cantadas dentro del templo. Se trata de jácaras que, al igual que los villancicos, se cantaron para celebrar alguna festividad religiosa (Navidad, Reyes, Corpus Christi, etc.). Estaban incorporadas a una estructura litúrgica en que había alguna copla a la que se denominaba jácara, en la cual podían encontrarse términos propios del léxico germanesco y personajes con características hampescas, pero de manera muy liviana, dice Lobato, pues “más que actualizar un mundo del hampa, lo que persiguen es la chanza o gracejo” (p. 100).

El registro germanesco parece enunciarse en las jácaras divinas o devocionales desde una voz que narra en tercera persona; en ocasiones habrá personajes que hablen de tal forma, pero no serán el asunto principal de la composición, sino quienes hacen menciones o referencias a alguna divinidad o santo (véanse pp. 107 ss.). De todos modos, la pregunta resulta obligada: ¿por qué introducir las altas cumbres de lo divino en las simas del ámbito hampesco? ¿Por qué describir la vida de los santos como la vida de cualquier rufián? En realidad, lo único que prestan las jácaras rufianescas a las divinas o a las devocionales es su carruaje léxico y fraseológico, elementos que forman parte inconfundible del tesoro siempre manoseado de la jácara. Es sintomático que un tipo de composiciones que sirvió para cantar a las sabandijas del hampa sea reutilizado para cantar la vida encomiable de los santos. Con ello parece quedar claro que el rufián era más personaje literario que figura histórica y que los autores de las jácaras devocionales no querían comparar a los santos con los rufianes, sino simplemente tomar prestada una fórmula de expresión literaria para ensalzar a los santos como verdaderos héroes; es decir, para dar mayor realismo a sus vidas ejemplares. Los autores toman prestado el registro germanesco, los modos y los amagos de la construcción literaria del rufián. No había en ello una atracción por el fango, sino el aprovechamiento de unas convenciones con las que los feligreses podían de alguna manera identificarse. Al hacer que un santo hable como jaque o, mejor, al hacer que cuente su vida como la de un jaque, se le hace encajar en un molde que no tiene nada que ver con la realidad, pero sí con los artificios de cierto realismo.

En el capítulo 7 (“Las razones del declive del romance de germanía: el tremendismo y la reiteración de contenidos de los romances de valentías, guapezas y desafueros, 1664-1700”), Lobato hace un breve recuento de los pliegos de sucesos, cuyo número fue aumentando gradualmente entre 1600 y 1700. Algunos romances de este tipo se regodean ahora contando crímenes atroces y dejan completamente de lado el léxico de germanía. Sin embargo, siguen anunciándose como jácaras, nombre que sirve sobre todo de reclamo para atraer a los lectores, que para entonces vinculan el marchamo con romances tremendistas y sensacionalistas. Es decir, la jácara, a finales del XVII se había contaminado con el romance vulgar, camino que andaría aún hasta el XIX. Como hace notar Lobato, siguiendo en esto a Maxime Chevalier, el público de la época, en los dos extremos de la cultura, no se planteaba que la nueva producción literaria publicitada como jácaras por impresores aprovechados, era de una calidad estética muy inferior a aquella a donde Quevedo había llevado sus jácaras: “El término «jácara» se aplicó entonces a historias melodramáticas que poco o nada tenían ya que ver con los agudos personajes del periodo de esplendor quevedesco” (p. 149).

El capítulo 8 se titula “La evolución de la poesía germanesca: el éxito de la jácara y de sus protagonistas en el teatro durante el segundo y tercer tercio del siglo XVII”. Ahí Lobato refiere que el poder de los personajes y de su vocabulario hampón, así como la dramaticidad de sus acciones, facilita su trasunto al teatro. Las jácaras narrativas habían convivido con las dialogadas, de manera que contaminar la jácara con el teatro breve, es decir, dramatizarla, “era el tercer paso obligado” (p. 153). Hay que recordar, no obstante, que el rufián ya había andado por esos caminos con los pasos de Lope de Rueda (por ejemplo, con El rufián cobarde). Ahora, en pleno siglo XVII, el rufián, con nombre de jaque, hace de nuevo su aparición sobre el tablado, pero ya no meramente con las características de fanfarrón que tuvo en el XVI, sino como un delincuente redomado que alardea de sus castigos más que de sus fechorías. Lobato hace después una observación muy importante: “Es conocido lo lábil de las fronteras en el teatro breve y, en efecto, poca diferencia se puede hacer entre las obritas dramáticas denominadas «jácaras», «jácaras entremesadas», entremeses y «bailes [ajacarados]»” (p. 153).

A lo largo de este capítulo, Lobato hace referencias a varios tipos de jácaras: la cantada, la recitada, la entremesada, etc., pero nunca se detiene a señalar por lo menos unos cuantos rasgos que las distingan más allá del apellido que se les ajusta. Una jácara poética, ¿podía ser cantada o no? Indudablemente. Pero también podía no ser cantada, sino recitada, y esto no le quitaba en nada su carácter de jácara poética. Asimismo, Lobato habla algunas veces de romances de asunto germanesco, pero no parece que lo haga para diferenciarlos de la jácara dramatizada (cf. p. 154). La pregunta que surge es: ¿las jácaras poéticas para Lobato son distintas de los romances de asunto germanesco? Si es así, ¿por qué llama jácaras a los romances de germanía publicados por Juan Hidalgo? Parecería un contrasentido llamarlos así; no obstante, la autora parece no advertir el enjambre de designaciones en que nos envuelve hasta embotar el vocablo, estirándolo y reduciéndolo a la vez, pero sin nunca aportar explicaciones que nos ayuden a comprender su decurso por el mundo diverso de la jácara. De la jácara dramática sólo señala algunos rasgos: “Lo característico de la jácara en su modalidad de pieza dramática fue la presencia de un mínimo de intriga dramática, el diálogo entre los personajes, las salidas y entradas en escena, la presencia de música y a veces de baile, según un ritmo marcado que las hacía reconocibles, a menudo vinculadas con el romance como forma métrica” (p. 154). En p. 163 volverá sobre las designaciones confusas: “romance de tema ajacarado” y “romance germanesco”. Posteriormente, en p. 179, dice que las jácaras de Cáncer son solamente poéticas, “embebidas en sus entremeses”, y en nota 460 habla de las “adscripciones del género”, donde aclara a grandes rasgos las clasificaciones. Arriba dice (o al menos así se entiende) que Cáncer también escribió jácaras dramatizadas.

En algún momento, Lobato parece referirse a la evolución de la jácara teatral cuando dice que Quiñones de Benavente acometió el género con jácaras muy básicas (p. 157, pero véanse las páginas anteriores), y vuelve sobre ello en p. 158, al decir: “Si Quiñones fue pionero en la construcción de jácaras entremesadas, no fue desde luego una excepción entre los dramaturgos que acometieron este género”. Sin embargo, en el esquema que traza (pp. 179 ss.), la autora califica de jácaras a secas las composiciones de Quiñones de Benavente, aunque hay que reconocer que, al hacerlo se basa en las clasificaciones de Cotarelo o, en su defecto, en el género en que los testimonios de las piezas las inscriben (cf. p. 179, nota 460). Aun así, hubiera sido meritoria una discusión más detenida del asunto.

Un esquematismo en las clasificaciones no parece brindar resultados positivos, ya que, como la misma autora observa, “estas adscripciones genéricas eran variables en la época y la misma pieza puede aparecer en dos testimonios diferentes como J [jácara] o E [entremés], por ejemplo” (p. 179). La contaminación entre los géneros era asunto de entera naturalidad en la literatura de una época en que los procedimientos y los estilos o registros lingüísticos se mezclaban o yuxtaponían continuamente; de ahí las dificultades que ofrecen para su encasillamiento. La realidad es tan compleja que seguramente resistiría a cualquier intento de clasificación. Sin embargo, en p. 191 (ya en el capítulo 9), Lobato complica aún más las categorías al decir que jacarandina es algo diferente de jácara: “Una tercera categoría es el juego con versos no tanto de jácara-germanesca sino de jacarandina que hacen algunos autores áureos”. Lo dice a propósito de El alcalde de Zalamea, de Calderón, y en apoyo a su tesis cita a Monique Joly, quien estudió tres episodios en que aparece el sintagma “la flor de la jacarandina”: “Ya Joly en 1992 se detuvo en un magnífico artículo en la intertextualidad entre estos tres fragmentos, que muestran «lo tenue de su relación con la tradición germana» en cuanto que el lenguaje ha perdido su valor críptico tras un proceso de estilización”. Sin embargo, jácara y jacarandina sí eran equivalentes en la época, e incluso jacarandina servía para designar un romance de características germanescas (como en A una dama, hermosa por lo rubio, un romance de Quevedo que comienza: “Allá vas, jacarandina, / apicarada de tonos”; o como en Jácara de doña Isabel, la ladrona, de Quiñones, donde leemos: “Las jacarandinas viejas, / como hay dellas tanta falta, / para podellas cantar / las quitan las telarañas”). Si las jácaras que canta la Chispa en El alcalde de Zalamea no tienen de jácaras más que el nombre, es porque también hubo otras composiciones que, a pesar de no tratar asuntos del hampa, recibieron tal denominación (¿sería acaso la música el elemento característico que hermanaba todas estas composiciones aun cuando iban por otro camino que las de temas rufianescos?).

El capítulo 10 trata de las obras que tuvieron como elemento fundamental el hampa o a algún germano, como es el caso de El rufián dichoso, de Cervantes, El galán escarmentado, de Lope de Vega, la comedia burlesca Los celos de Escarramán, etc. El capítulo 11 se dedica a reproducir un trabajo anterior de Lobato que ofrece un itinerario crítico por la bibliografía en torno a la jácara. Cierra el libro un anexo en que Lobato nos brinda una edición crítica de cinco composiciones germanescas inéditas: Jácara del Zurdo, Jácara entre dos mujeres, los entremeses de Periquillo el de Madrid y Los valientes, nuevo y el baile de El Chápiro, que Lobato atribuye a Quiñones de Benavente.

A tarea de tanta envergadura no se puede achacar superficialidad, puesto que intenta ser, como la misma autora subraya, un panorama, un estudio de conjunto, en el que tal vez hubieran resultado impertinentes análisis muy particularizados. Por ello, es justificable que la autora no haya calado a fondo en los apartados dedicados a las poesías y romances de germanía. Asimismo, hay que destacar el trabajo bibliográfico realizado por Lobato, sus pesquisas por diversas bibliotecas, especialmente la BNE. Es el suyo un estudio ampliamente documentado, que le permite anunciar diversas noticias sobre manuscritos e impresos y traerlos a discusión por primera vez. El gran conocimiento que la autora posee de la jácara en sus diversas manifestaciones lo pone en evidencia en todas las partes del libro. Por tanto, su monografía viene a llenar un vacío en el estudio de la jácara, precisamente porque aclara el itinerario de este tipo de composiciones, remite a la bibliografía especializada sobre el tema y ofrece la edición de algunas obras inéditas.

Referencias

Catalán, Diego 2007. “Nacido nos ha un bailico”, “Nacido nos ha un bailico”, http://cuestadelzarzal.blogia.com/2007/040101-nacido-nos-ha-un-bailico.php [consultado el 1 de junio de 2016]. [ Links ]

Di Stefano, Giuseppe 1972. “Tradición antigua y tradición moderna. Apuntes sobre poética e historia del Romancero”, en El romancero en la tradición oral moderna. Eds. D. Catalán, S.G. Armistead y A. Sánchez Romeralo, Cátedra Seminario Menéndez Pidal, Madrid. [ Links ]

Wardropper, Bruce 1958. Historia de la poesía lírica a lo divino en la cristiandad occidental, Revista de Occidente, Madrid. [ Links ]

1Por ejemplo, rebate la hipótesis de Laura Puerto Moro acerca de que Reinosa (ca. 1450-ca. 1530), al aludir a la moneda del carlín, evoca el mundo no de Carlos I de España (1500-1558), sino de Carlos I de Anjou (1226-1285), lo cual, según Puerto Moro, obliga a remontarnos mucho más lejos en el tiempo y a trasladarnos hasta tierras italianas, si queremos dar no sólo con el origen de la literatura dedicada al habla de germanía, sino incluso con la creación de la figura del rufián. Al rechazar esta hipótesis, Lobato nos recuerda “que el carlín negro se acuñó ya en el Reino de Navarra entre 1351-1355 y el carlín blanco entre 1355-1363, en periodo del rey Carlos II de Navarra” (p. 18).

2Aunque se trate de una minucia es preciso señalar que en p. 42, hablando del romance germanesco “Yo me estando allá en la Guanta”, Lobato señala “que recuerda el que incorpora el poema de Pedro de Padilla (1583), «yo me estando allá en Ronda», del romance que empieza «Siempre lo tuviste, moro»”. En realidad, y dejando de lado coincidencias léxicas que delatan la existencia más bien de una fórmula, el romance germanesco está calcando tanto el comienzo como la estructura de otro romance, el que comienza “Yo me estando en Giromena”, en que Isabel de Liar cuenta la llegada de una comitiva enviada a asesinarla por sus amoríos con el rey. Se trata de dos romances con estructura omega, si seguimos el rótulo de Di Stefano (1972); es decir, son romances que cuentan con dos relatos, “uno actualizado y otro —que constituye el antecedente del primero— evocado por alguno de los personajes” (pp. 289-290).

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