Mucho se ha escrito ya sobre la crítica de Juan de Jáuregui a la poesía de las Soledades, y no es menor el número de quienes despachan la obra poética del sevillano -en particular el Orfeo (1624)- como un mero incidente o, a lo sumo, como indicio de que su autor no pudo sustraerse al influjo de Góngora a pesar de las numerosas reservas con respecto a su estética. No pueden negarse, desde luego, algunas reminiscencias de la Fábula de Polifemo y Galatea en el poema más conocido de Jáuregui, como el pasaje del descenso al Hades, donde resuena la descripción de la caverna de Polifemo1. Sin embargo, incidencias de esa índole no bastan para declarar una filiación directa de ambas obras y estilos.
Aunque citados con amplitud, los ataques en verso al Orfeo pocas veces se recuperan con una intención más profunda que la anecdótica2. Sin ir más lejos, el soneto de Góngora dedicado a la ocasión abre posibilidades relevantes para el estudio de este desencuentro crítico y estético:
Es el Orfeo del señor don Juan
el primero, porque hay otro segundo.
Espantado han sus números al mundo
por el horror que algunas voces dan.
Mancebo es ingenioso, juro a San,
y leído en las cosas del profundo;
pluma valiente, si pincel facundo
Tan santo lo haga Dios como es Letrán.
Bien, pues, su Orfeo, que trilingüe canta,
pilló su esposa, puesto que no pueda
miralla, en cuanto otra región no mude.
Él volvió la cabeza, ella la planta;
la trova se acabó, y el auctor queda
cisne gentil de la infernal palude3.
El poema es un breviario mordaz de la respuesta que la composición de Jáuregui obtuvo entre sus contemporáneos. Tanto la aparición del Orfeo en lengua castellana de Juan Pérez de Montalbán, como la recriminación por los términos del latín y del griego que adoptó Jáuregui -sin olvidar neologismos-, fueron aspectos concretos de los juicios en su contra. No obstante, al resumir la trama del poema, quizá Góngora aporta un argumento cuyas implicaciones han sido subestimadas. Antonio Carreira apunta en sus comentarios a este soneto que el poema de Jáuregui, después de que Orfeo olvida las condiciones impuestas para el regreso de Eurídice a la vida -y de su consecuente error-, consta aún de dos cantos; por ello, Góngora estaría poniendo en duda la relevancia del resto del texto, acaso anticlimático, a su parecer4. Pero lo realmente digno de notar es que Góngora, al cerrar su soneto, compara al sevillano con Cicno, hijo de Esténelo y amigo de Faetón, cuya transformación en cisne hace perpetuar sus lamentos por la muerte del transgresor imprudente que fue el hijo de Apolo5.
Este símil podría interpretarse como una acusación implícita de pérdida de perspectiva estética del autor ante asunto y obra: Jáuregui sería, entonces, un nuevo Cicno incapaz de dominar su subjetividad y concluir oportunamente el texto. Todo ello podría vincularse con la reivindicación del furor poético que Jáuregui hacía en el Discurso poético, del mismo año de 1624:
Este ardor o este arrobo tan alto compete a los grandes poetas. No es menos lo que debe el ingenio moverse y excitarse si propone a sus obras aplausos superiores. Mas debe (¿quién lo duda?), conseguir buen efecto destos ardimientos y raptos, emplearlos -digo- principalmente en conceptos sublimes y arcanos de que habla Séneca, no en lo inferior y vacío de las palabras, con que solo se enfurecen algunos6.
Jáuregui mantiene una concepción clasicista del oficio poético7. La inspiración insuflada en el poeta es la que lo conduce a la expresión de la belleza y lo sublime y, a la vez, lo aleja de lo burdo, lo cotidiano, lo prosaico. Se trata de un ser de excepción, poseedor de un estatuto distinto entre los hombres que le hace partícipe, en cierto grado, de la divinidad. Esta proclividad a la hierofanía, llevada a su límite, es la que Góngora parece censurar en el Orfeo, y apuntaría, también, al incumplimiento de Jáuregui con respecto a su reclamo constante sobre los que el sevillano juzgaba excesos lingüísticos en la poesía gongorina8.
En otras oportunidades, distintos editores y especialistas han intentado demostrar, por medio de conteos léxicos, que en el Orfeo se cumple el justo medio que proponía el sevillano, o bien, que la diferencia entre los términos elegidos por Góngora y él es casi inexistente9. La diferencia, que cualquier lector de estos poetas puede percibir, no es susceptible de enfoques cuantitativos ni estadísticas, puesto que al combinarse, las palabras originan algo más que sintagmas. Intención, sentido y significado sólo pueden apreciarse en la lectura y será siempre el juicio de un lector específico el patrón comparativo. Por ello, sería más fructífero un estudio del Orfeo en relación con la concepción que Jáuregui tenía de la escritura poética.
Al elegir a Orfeo como tema de su composición mayor, Jáuregui reivindica una figura rebelde ante la muerte que, al dejarse llevar por la impaciencia, olvida las condiciones impuestas y pierde de manera definitiva a Eurídice. La anterior podría considerarse como otra de las razones que dan sustento al soneto escrito por Góngora para denostarlo (porque el olvido de Orfeo sería homólogo al de Juan de Jáuregui con respecto a sus críticas a las Soledades). Una dimensión más positiva de su elección revela un trasunto posible del mismo Jáuregui, pues en Orfeo encontraría al artista lírico por excelencia, el mejor develador de lo sublime y sus alcances, cuya música suscita una armonía inédita a su alrededor y es capaz de conmover incluso el orden del Hades10. Esta capacidad de subvertir la realidad es la característica más importante de la poesía para Jaúregui:
…si admitimos que sea curiosus el mago o hechicero, como prueba el erudito don Lorenzo Ramírez de Prado, diré que es hechizo y magia la industria poética, pues hace a ojos de todos de la fealdad hermosura, vende por fineza lo falso y sale destos engaños como por encanto11.
La estética que Jáuregui postula, por tanto, es capaz de reconducir la realidad por cauces distintos a los comunes, ya que es imitativa y cercana a las leyes de la objetividad. La música de Orfeo no representa la destrucción del entorno, sino el atisbo de un estado de cosas óptimo, el dominio de la armonía natural, intensificado al máximo, un breve atisbo a la comunión de los seres. Así, por ejemplo, ocurre con su canto tras la muerte de Eurídice:
Tristezas canta, que en el alma ofenden,
en metros tan acordes y süaves,
que el vuelo y la carrera le suspenden,
condolidas, las fieras y las aves.
Buscan su voz, y su terneza aprenden
los troncos yertos, los peñascos graves;
las corrientes al métrico lenguaje
se impelen con retrógrado vïaje12.
La anterior es la primera ocasión dentro del poema en que la música y la voz de Orfeo muestran su influjo sobre el cosmos. La elección de protagonista y tema que hizo Jáuregui corresponde del todo a sus ideas sobre el papel del poeta en el mundo13. Aunque el asunto que canta Orfeo es la pérdida de Eurídice, su manifestación externa -música y voz- tiene un efecto catártico en el entorno natural, sólo posible por la comunicación entre intérprete y escuchas14. Por ello, el mito de Orfeo contiene el germen de la síntesis arte-retórica15, como ya puede verse en una de las fuentes consultadas por Jáuregui, el tratado de Giovanni Boccaccio:
Ciertamente estas ficciones son bellas y artísticas y, para empezar por la primera, veamos por qué se le llama hijo de Apolo y de Calíope. Se llama Orfeo, casi como voz de oro, esto es la buena voz de la elocuencia que es, efectivamente, hija de Apolo, esto es de la sabiduría, y de Calíope, que se interpreta como buen sonido. Le fue dada la lira por Mercurio porque la lira, que tiene diferentes intervalos de notas, debemos entender la facultad oratoria, que no se configura con una sola voz, es decir con la demostración, sino con muchas, y una vez formada no se encuentra en todos sino en el sabio y elocuente y en el que influye por su buena voz; puesto que todas estas cosas parecen ajustarse a Orfeo, se dicen concedidas a este mismo por Mercurio, el medidor de los tiempos. Con ésta Orfeo cambia de lugar las selvas que poseen raíces muy resistentes y hundidas en el suelo, esto es a los hombres de terca opinión que, a no ser mediante las fuerzas de la elocuencia, no pueden ser apartados de su obstinación16.
Aunque Boccaccio reivindica el furor poético, su concepción del arte implica una armonía, un orden, un sistema dado, en este caso, por la retórica y la preceptiva clásica. Prescindiendo por ahora de la interpretación moral que implica esta lectura, es digna de señalarse su homologación de habilidades sociales -como la del discurso persuasivo- al virtuosismo de Orfeo; esto implica la inserción armónica del hombre en la naturaleza, y también entraña la semejanza del artista con respecto al creador de la vida, apropiación última del mito por parte de la cultura cristiana del Barroco17.
En el poema de Jáuregui puede apreciarse, además, el apego al origen mitológico del héroe y su historia, actitud manifiesta desde el mismo título de la composición. El héroe es un epónimo en el sentido cabal del término, pues Jáuregui no redujo su versión a un relato de “hechos ficticios”, como sucede cuando se antepone la frase Fábula de… a los nombres de los personajes principales en el título18. Esta práctica, ya visible en la Fábula de Píramo y Tisbe -y presente también en la Fábula de Polifemo y Galatea-, devino en una tradición de cultivo de las versiones burlescas, donde la intención de presentar los mitos sin la solemnidad originalmente depositada en ellos -en tanto vulgata de la religión politeísta que dio sustento a la civilización clásica- se basaba en estrategias como el anacronismo consciente, e hizo de la apropiación barroca de esa parte de la herencia occidental la oportunidad de convertirla en prolongación de su muy concreta realidad histórica y social. Si bien podría decirse que sería una señal más del evemerismo ya presente en la Edad Media, no resultaría menos probable que la heterogeneidad de las composiciones poéticas basadas en la mitología -implicada por esa mezcla de tonos- no fuera sino producto de una sensibilidad en evolución, que ya había experimentado el afán del humanismo renacentista por recobrar la confiabilidad de los textos latinos y volver a las fuentes griegas, siempre glosadas, referidas de tercera mano o traducidas desde la división del imperio romano y la subsecuente caída de su fracción occidental19.
La supuesta radicalidad de la literatura barroca, su predilección por los contrastes, el uso del hipérbaton, la alusión críptica antes que la enunciación directa, entre otros rasgos, sólo puede ser tal cuando se la juzga con los parámetros de otra época, como ocurrió durante el apogeo del Neoclasicismo. Pero ya antes hubo quienes se deslindaban de prácticas que consideraban ajenas a la ortodoxia dictada por el gusto más apegado al fondo y a la forma de la estética clásica, en oposición a quienes, como Góngora, tenían siempre presente el fondo, la esencia de esa poética, y la convirtieron en punto de partida de su nueva apropiación estética de la realidad. Piénsese, por ejemplo, en una de las críticas más radicales de Jáuregui a las Soledades:
Pasemos luego a la traza desta fábula o cuento, o qué se es. Allí sale un mancebo, la principal figura que V.m. nos representa, y no le da nombre. Este fue al mar y vino del mar, sin que sepáis cómo ni para qué; él no sirve sino de mirón, y no dice cosa buena ni mala, ni despega su boca. Sólo hace una descortesía muy tacaña y un despropósito: que se olvida de su dama ausente, que tantas querellas le costó al salir del mar y se enamora de esotra labradora desposada en casa de su mismo padre, donde lo hospedaron cortésmente, sin que sirva aquello de nada al cuento, sino para echarlo más a perder y rematarlo sin artificio ni concierto alguno. Y, juntamente, todo el proceso del poemilla, me digan si puede ser más friático y pazguato20.
La intención en este párrafo, descontados los errores tendenciosos o por descuido21, era intensificar la falta de correspondencia entre el tipo de estrofa elegido por Góngora y el tema al que dedica un vehícu lo formal usualmente vinculado a asuntos solemnes22. De ello puede concluirse, de modo provisional, que Jáuregui anteponía la poética, en tanto preceptiva, a la práctica de la poesía, al menos en el Antídoto, cuya intención era polemizar en torno a las Soledades. Desde esa perspectiva, la inmovilidad de los géneros era total para él; representaba un principio que no admitía matiz alguno. Que esto era así, desde su punto de vista, lo refleja el Discurso poético:
Lícito es y posible al ingenio, contravenir muchas veces a la regulada elocuencia y sus leyes comunes sin ofender las poéticas, antes ilustrando sus fueros. Aspirar debe a grandiosas hazañas y no medianas, porque no sólo la humildad y rendimiento es indigno en los versos, sino también la llaneza y la medianía (ya lo predica Horacio) y aunque sea pareja y sin vicios, es viciosa y tan despreciable que no halla lugar en poesía. Mas tampoco le tiene la grandeza y la sublimidad, si es pocas veces conseguida y la más alternada con precipicios. El ingenio poético presuma extremados peligros, pero no pretenda alabanza si se perdiere en ellos, que no le valdrá por disculpa lo que a Faetón: Magnis tamen excidit ausis. Pocas y leves pérdidas se le permiten, gran constancia se le encomienda23.
Para Jáuregui, el poeta no está sujeto a las reglas de expresión, aunque su licencia para transgredirlas sólo significa que debe superar los límites impuestos para alcanzar logros estéticos mayores que aquellos considerados como modelos. Mucho pide al poeta la preceptiva, puesto que mucho se espera de él. Esta concepción agonista en torno al poeta se observa de principio a fin en el Orfeo. Baste recordar su inmunidad inicial al amor, y cómo al sucumbir a la presencia de Eurídice da inicio el devenir trágico del cantor:
Gozaba, juvenil, el trace Orfeo,
de libre edad, la primavera ociosa,
dando a sus años regalado empleo
la lira dulcemente numerosa.
No al vínculo legal del Himeneo
afectos cede, ni a la cipria diosa,
cual si anteviera el ánimo presago,
ya por su medio, el venidero estrago.
…
Mas, entre las beldades que atropella,
de inquieta llama causador y exento,
fue la excepción Eurídice más bella,
que impuso apremios a su libre intento:
ama, vencido, el que imperaba, y ella
juzga felicidad el vencimiento.
¡Ay cuántas veces aduló, engañosa,
la desdicha, con máscara dichosa!
(I, 1, 3, vv. 1-8, 17-24).
Orfeo tendrá como fin reestablecer la armonía perdida con cada vuelco del destino. Aunque cuando se enamora de Eurídice rompe el equilibrio que consigna Jáuregui, al hallarse correspondido recupera el balance de su estado anímico. La muerte de Eurídice supone un punto de inflexión dentro del poema, cuyas consecuencias se prolongarán desde el canto II al V. En su descenso al Hades coinciden las dos dimensiones de sentido -que se desprenden del vínculo amoroso del protagonista y de la victoria del orden sobre el caos-, mas Jáuregui, siempre atento al desarrollo de su personaje, matiza la posibilidad de una interpretación alegórica:
Riesgos tropella con audaz semblante,
anhelando desprecios de la muerte,
que si con ella lucha Amor constante,
produce Amor actividad más fuerte.
Aun hasta allí la voz del tierno amante
los peligros opuestos no divierte,
porque la causa que le impele a tanto
deba más a su esfuerzo que a su canto
(II, 36, vv. 281-288).
Orfeo no utiliza sus habilidades líricas para facilitarse el viaje; antes bien encara los obstáculos que encuentra como simple mortal, para hacer de su aventura un mérito de amante y no el resultado de un deus ex machina que echaría por tierra la anécdota del poema narrativo. Pablo Cabañas afirma que “dentro de la mitología la predilección de los escritores se encuentra en los semidioses; hijos de un Dios y de un mortal sus hazañas se circunscriben a la vida humana, mas conservan siempre hálito de deidades”24. Cuando llega por fin al inframundo, Orfeo se abre paso con su música y subvierte la atmósfera de desolación y dolor allí reinante:
Llega a Aqueronte y en su orilla espera,
las cuerdas corrigiendo y consultando.
Ve la grosera barca a la ribera
opuesta conducir copioso bando.
Del instrumento y de la voz esmera,
de nuevo entonces, el acento blando:
gime la cuerda al rebatir del arco,
y su gemido es rémora del barco.
Resonó en la ribera tiempo escaso
el canto, que humanar las piedras suele,
cuando atrás vuelve, y obedece el vaso
más a la voz que al remo que le impele.
La conducida turba, al nuevo caso,
se admira, se regala, se conduele;
y las réprobas almas, con aliento,
se juzgan revocadas del tormento
(II, 44-45, vv. 345-360).
En la acepción más directa posible, la música de Orfeo es catártica, pues su efecto se manifiesta en la conmoción de los oyentes, conscientes de su bienestar efímero25. Esa característica es más visible cuando Orfeo ya está ante Plutón. En ese momento Jáuregui invoca a las musas para indicar que ha llegado a uno de los pasajes cruciales del mito26:
Dime lo que lloró, cantando, Orfeo,
y los efectos de su ruego, ¡oh Musa!,
cuando su voz, seguida del recreo,
fue en el palacio cóncavo difusa,
y, dulce, consiguió mayor trofeo
que, acerbo, el duro rostro de Medusa;
pues suspensión en piedra convertida,
da a las deidades y a las piedras vida
(III, 72, vv. 569-576).
La transmutación animado-inanimado y su inversa tienen secuelas semejantes a las del discurso retórico sobre una audiencia desprevenida. Aun cuando Orfeo consigue inicialmente su propósito, al incumplir la condición impuesta para la resurrección de Eurídice, puede apreciarse que su artificio lírico pierde toda eficacia, puesto que para obtener la restitución de su esposa los dioses apelaron a su perseverancia como amante, no a su pericia artística:
Del gran dolor a la inclemencia fiera
se entrega; y provocando en sí la ira,
aun el tormento aseverar quisiera
cuando actor de su pérdida se mira.
Revuelve de Aqueronte a la ribera,
y rudos forma acentos a la lira;
no obedeciendo, en el turbado llanto,
la cuerda al plectro, ni la voz al canto
(III, 101, vv. 801-808).
Así, es posible percibir un sentido agonístico en el poema, puesto que tanto el destino como la responsabilidad del personaje sobre sus acciones le enfrentan a la adversidad de nueva cuenta27. Nada, ni su arte prodigioso siquiera, puede ya devolverle a Eurídice, pues la gracia concedida por Plutón dependía del ejercicio de su voluntad. La forma en que se sublima el dolor renovado por la pérdida lleva el tema artificio-naturaleza a su punto culminante:
Mas la nativa gracia mal se oculta,
en el dolor envuelta macilento;
bella existe, y del ánimo resulta
en ella impreso el interior tormento.
Así su gentileza rinde inculta
ninfas mil a piadoso sentimiento;
y esta piedad y femenil cuidado
que él mueve compasivo, logra amado
(IV, 106, vv. 841-848).
Ocurre, en cierta forma, un retorno parcial al estado de cosas que prevalecía antes de la unión de Eurídice y Orfeo28, aunque el desinterés del músico ante las pasiones que suscita con su música está basado ahora en la fidelidad, si antes en la indiferencia. Por el contrario, la comunión del poeta con la naturaleza es completa y perfecta, no hay pasión que la contamine, y no se verá transtornada ni siquiera ante el asesinato de Orfeo:
Ya que su acuerdo, de la voz cautivo,
los quietos animales restauraron,
no recobrando su rigor nativo,
la piedad aprendida conservaron;
y muerto viendo al que adoraban vivo,
de dolor, más que de furor, bramaron,
cual pueden, compensando, agradecidos,
dulces cantos con hórridos bramidos
(V, 173, vv. 1377-1384).
La sintonía del poeta y el orden natural perdura aun después de su desaparición, y hace necesaria, además del castigo a las Bacantes por su crimen, la integración del músico a ese ámbito empático que reflejaba de manera idónea su estado de ánimo. De ahí la catasterización de la lira órfica, que se convierte en símbolo de perduración del arte29; un arte de índole divina en el sentido pagano del mito evocado por Jáuregui, mismo sentido que tenía presente Gerardo Diego cuando afirmaba: “Atengámonos a los efectos, porque pretender apresar su divino canto -poesía y música- sería empresa casi sacrílega”30.
La huella de la inefabilidad, como señala Gerardo Diego, es patente en el poema, pues intentar describir la música en sí haría naufragar el texto de Jáuregui. Pero tan importante como la trascendencia del artista es el cumplimiento de su destino, cuyos presagios ya indicaban que, al menos en vida, la suerte de Orfeo y Eurídice sería trágica. Cabría discutir si esta limitación constante de la poesía en el Orfeo obedece al deseo de respetar esa esfera de lo indecible en la que ni siquiera el poeta puede penetrar, a riesgo de fracasar. Parece, de cualquier modo, que se trata de uno de los momentos en que Jáuregui-poeta desmiente con su proceder a Jáuregui-polemista y, sobre todo, a Jáuregui-preceptor31. Si Orfeo representaba para Jáuregui la figura que encarnaría la máxima aspiración artística, la trascendencia del músico tendría la misma importancia que el cumplimiento de su destino, en términos del programa estético que se proponía el sevillano. El tránsito de Orfeo cumple definitivamente un sino predeterminado, y le conduce a una vida otra:
En los Elíseos reinos colocado,
a Eurídice investiga cuidadoso,
cuando su vista le atajó el cuidado,
y fue su vista el colmo a su reposo.
Burlando ya de la invasión del hado,
en sus abrazos se internó glorioso,
donde anteriores padecidos males
hoy le sazonan gozos inmortales
(V, 186, vv. 1481-1488).
En esta doble conciliación final, arte y vida cumplen su paso por el mundo y concretan, en el texto del poema, la aspiración de su autor a una estética de la armonía, la conjunción de los efectos hacia un objetivo único, la concordancia entre forma y discurso y la contención como sola vía para dar cauce a lo sublime32. Juan Matas Caballero se detiene a considerar que Jáuregui, con respecto a la estética expresada en el Orfeo,
…no podía caer en una hipertrofia del elemento verbal en detrimento de los contenidos, ni en dificultar la forma poética hasta provocar la incomprensión, puesto que en este aspecto se basaba buena parte de su crítica y, aunque el tema así lo requiriese, no podía dar más facilidades a sus enemigos; y, por otra parte, quizás convenga tener en cuenta que, tal vez, la mejor manera de demostrar el carácter musical del Orfeo y los efectos catárticos derivados de su héroe lírico fuera expresándolo mediante una adecuada contención formal33.
Excesivamente programático, quizá 34, Jáuregui sólo pudo haber recibido la acusación de incongruencia en un medio donde sus polémicas críticas a Góngora permanecían en el recuerdo de cuantos continuaban involucrados en el debate sobre poesía culta y poesía llana35. Para Francisco Javier Álvarez Amo, ese ambiente hace comprensibles las reacciones de Jáuregui al prestigio de Góngora y la respuesta crítica a su Orfeo:
La trayectoria de Jáuregui ilustra, más bien, el carácter sistemático de la República de las Letras en el Siglo de Oro. El valor de las posiciones individuales depende de, y repercute sobre, el valor de la posición del resto de individuos. Cualquier alteración del campo da lugar a casi imprevisibles efectos de acción y reacción. La azarosa carrera de Jáuregui debe así muchas de sus vicisitudes a circunstancias históricas que, en principio, poco tenían que ver con él: el irresistible ascenso de Luis de Góngora, desde la difusión de sus obras mayores hasta su aterrizaje en el Madrid cortesano hacia 1617; la privanza de Olivares y la situación de privilegio de su partido sevillano; la disminución del prestigio relativo de Lope de Vega entre los aristócratas madrileños; etc. La trayectoria de Jáuregui deja, de esta forma, de contener misteriosos e inexplicables virajes a favor y en contra de Luis de Góngora o Lope de Vega: sus acciones y omisiones, en efecto, como las del resto de sus contemporáneos, como las de los nuestros, nacen del conflicto entre sus aspiraciones individuales y las coordenadas poéticas de su tiempo36.
De la anterior consideración del ámbito literario español del siglo XVII se desprende la interrelación de los poetas y sus simpatizantes con los patrocinadores de las letras y los políticos que podían darles cabida en la administración del reino, o bien convertirse en sus mecenas. Al tomar en cuenta este factor, las distintas etapas de la evolución de Jáuregui dentro del sistema literario se hacen más comprensibles37. Aunque en el Orfeo es recurrente el empleo de cultismos e hipérbatos, la impresión que deja en el lector es bien distinta de la que se desprende de un poema como las Soledades38. Mientras que en este último no hay una relación directa entre asunto y forma, en el poema de Jáuregui, asunto elevado y forma -el endecasílabo en octavas reales- hablan de su intención de elitismo basado en la preceptiva clasicista39:
Es cierto que la obra excelente no puede ser estimada en su justo valor menos que por otro sujeto igual a quien la compuso. Todos los inferiores defraudan su precio por no alcanzarle, aunque le conozcan en parte. Los de menor esfera se entretienen sólo con lo inmediato y superficial; otros más caudalosos conocen diversos motivos de estimación; hasta que los mayores ingenios, los más doctos y prácticos en la facultad penetran al íntimo conocimiento de lo compuesto, complaciéndose más que todos en lo superior de sus méritos. Esto conocía Quintiliano cuando dijo: Aquel a quien agradare mucho Cicerón, ése crea que está aprovechado. Ille se profecisse sciat, cui Cicero valde placebit. Supone que el hallar sumo agrado en las obras insignes pertenece a los que más saben, y así, de sólo agradarnos de Cicerón, infiere sabiduría porque sin ella no se pondera tan alto mérito40.
Para Góngora no podía dejar de ser obvia la preferencia de Jáuregui por el discurso explícito. Bien podría tratarse, en última instancia, de la razón de su crítica al Orfeo en el soneto ya citado al inicio de este artículo. La correspondencia directa de fondo y forma en el poema de su crítico más enconado era también -como ya se ha visto- el escenario propicio para que el tema de la música órfica, con sus posibilidades catárticas, terminara seduciendo al autor mismo. Jáuregui, a pesar de las numerosas críticas tanto de claros como de oscuros, tuvo conciencia de haber hecho coincidir poética preceptiva y práctica poética en su poema narrativo de 162441.