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Nueva revista de filología hispánica

versión On-line ISSN 2448-6558versión impresa ISSN 0185-0121

Nueva rev. filol. hisp. vol.64 no.1 Ciudad de México ene./jun. 2016

 

Notas

Pesonajes y escenarios: motivos compartidos en Don Quijote y La pícara Justina

Adriana Azucena Rodríguez* 

*Universidad Autónoma de la Ciudad de México, México.


Resumen

Este artículo es una comparación entre algunos motivos y tópicos de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha y La pícara Justina, obras publicadas en 1605, en el ámbito académico de la época -entendido el término “academia” como tertulia: una incipiente forma de organización intelectual alrededor de intereses culturales comunes. El propósito es mostrar los personajes, las situaciones y los escenarios compartidos. Se propone una reflexión sobre la intertextualidad, así como las coincidencias y discrepancias entre dos obras publicadas en un mismo contexto social y geográfico, pero principalmente literario y académico.

Palabras clave: El Quijote; La pícara Justina; intertextualidad; motivos; tópicos

Abstract

This article compares the way that several motifs and topics are presented in El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha with the way they are developed in La pícara Justina. Both novels were published in 1605, in the “academic” context of the day. At the time the term “academy” indicated a group of intellectuals gathered around common cultural interests. The purpose of this paper is to highlight the characters, situations, and scenarios shared by both novels. Thoughts on intertextuality, are offered in the course of a commentary on the similarities and differences between two works, published in the same social and geographical world, and above all, in similar literary and academic contexts.

Keywords : El Quijote; La pícara Justina; intertextuality; motifs; topics

Mientras Cervantes preparaba un libro contra las falsedades de los libros de caballerías, Francisco López de Úbeda -o un autor que tomaría su nombre- hacía lo propio contra todo tipo de lecturas profanas y deshonestas en forma de “entremeses y aun comedias, alcahueterías y romances, coplas y cartas, cantares, cuentos y dichos”1. Su propósito, señala, es advertir de los peligros que acechan a mujeres y hombres. Tanto El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha como La pícara Justina fueron publicados en 1605, la primera en una imprenta de Madrid y la segunda en Medina del Campo. Ambas novelas muestran similitudes que revelan la consolidación de tópicos y motivos en la narrativa de la época, a propósito de personajes, situaciones y escenarios. Se emplea aquí la noción de tópico en tanto lugar, expresión o tema común del que los escritores se sirven con frecuencia, y la de motivo como una unidad mínima del relato, un acontecimiento con carga temática, por lo que en ocasiones un motivo resulta, al mismo tiempo, un tópico: el de las bodas, por ejemplo.

Como don Quijote, Justina fue provista por la fortuna de un raro ingenio pero, como el caballero, se aficionó a lecturas nocivas: “fue dada a leer libros de romance”, Celestina, Momo, Lázaro, Patrañuelo, Asno de oro. Si Cervantes enlaza situaciones caballerescas mediante las andanzas del caballero, el autor de La pícara Justina escribe un cancionero glosado con las deshonestas confesiones del personaje, rematado con el obligado “Aprovechamiento” dirigido al lector en general, con las indicaciones precisas sobre lo que debe colegir a propósito de lo leído. Como Cervantes, el autor de Justina acude a la escritura para motivar la escritura misma o, por lo menos, los objetos de escritura y sus accidentes: así, dedica los “Melindres” a la pluma, la tinta y el papel -en particular, a una culebra descubierta en las imperfecciones del pergamino en el que la supuesta autora vierte sus memorias, como corresponde al género picaresco. Estos objetos están relacionados con marcas de la vida licenciosa de la protagonista, una extraña protagonista literaria: mujer, letrada y pícara, dotada de referencias cultas y modismos provincianos.

Existen datos que garantizan que ambos autores conocían sus respectivas obras desde antes de la impresión, datos que se encuentran en la mención, en repetidas ocasiones, de la obra de Cervantes en La pícara Justina, como señaló Marcel Bataillon:

Hay que admitir que López de Úbeda conocía en general el Quijote y sin duda su novela del Cautivo antes de la impresión (se puede relacionar con esta novela intercalada una alusión del L. III, iii, I,1: “los pícaros no admiten cuento que sea de menos estofa que la toma de la Goleta”). Recíprocamente Cervantes o uno de sus amigos debieron de tener conocimiento de la Pícara en pruebas, en la época en que ésta quemaba las etapas legales para aparecer más pronto2.

Cervantes, por su parte, conoció y valoró, en Viaje del Parnaso, la obra de su colega, en términos más bien negativos:

Haldeando venía y trasudando

el autor de La Pícara Justina,

capellán lego del contrario bando

y cual si fuera de una culebrina,

disparó de sus manos su librazo,

que fue de nuestro campo la rüina3.

Y agrega, a propósito, Bataillon:

En fin, no puede negarse, frente al Quijote, libro decente, prudente, juicioso, preocupado por su buen nombre, La Pícara Justina surge como un libro escandaloso, cuyas necedades están escritas con una extravagancia consciente. Cuando, con un equívoco trivial sobre “escribir a tontas y a locas”, Urganda caracteriza el modelo que no se ha de imitar como literatura “para entretener doncellas”, alude en dos palabras, pero con un lenguaje casi diáfano, al Libro de entretenimiento de la Pícara Justina (título de la edición princeps de Medina del Campo) y a la pretensión de su autor de “que en este libro hallará la doncella el conocimiento de su perdición...” (p. 86).

Pero, principalmente y para extrañeza de los críticos, destaca el hecho de que López de Úbeda conocía al personaje del Quijote antes de su impresión, pues uno de los versos de las “sextillas unísonas de nombres y verbos cortados” señala:

Más que la rud- conoci-

Más famo- que doña Oli-

Que Don Quijo- y Lazari-

Que Alfarach y Celesti- (p. 712).

Si Cervantes plantea un libro que “todo él es una invectiva contra los libros de caballerías”, López de Úbeda anuncia desde su inicio que sacará “a luz este juguete... de manera que en mis escritos temple el veneno de cosas tan profanas con algunas cosas útiles y provechosas” (pp. 109-110). En ambos, se recurre a la parodia de esos libros que critican. Cervantes traslada los episodios de las novelas de caballerías a un contexto realista en la España de finales del siglo XVI y principios del xvii con la figura del loco. López de Úbeda llevará al exceso la crítica social de la picaresca con transformaciones en el género del personaje y multiplicación de sus recorridos por el territorio leonés. La parodia como imitación irónica o burlesca de diversos elementos literarios -personajes, situaciones y comportamientos-, se encuentra en la base constructiva de ambos textos. El Quijote obedece, en clave paródica, a los motivos de las novelas de caballerías -ya ampliamente analizados por la crítica-, resueltos de manera contundente y en la sucesión establecida: investidura, incorporación del escudero, consagración a la amada, enfrentamientos en el camino. Con menor acierto, López de Úbeda combina una serie de motivos librescos, como la presencia de textos que preceden la obra: aparece el fisgón Perlícaro que recrimina a la protagonista la ausencia de título, prólogo o sobrescrito y la escasa valía de la autora. Le recuerda que debe seguir ciertas normas acordes con el uso: los antecedentes familiares que, cuando se trata de pícaros, vienen contaminados de judaísmo, mala fama de los padres y de la propia autora. En adelante, la novela incorporará una serie de parodias de todos los géneros narrativos, desde la hagiografía -y con ella su contraparte, la picaresca- hasta la celestinesca; incluso su formato de impresión responde a ese recurso, como ha señalado Oltra: “Las anotaciones marginales, necesarias y aun exigibles en obras filosóficas, teológicas y doctrinales, afean considerablemente una obra de ficción, y en La pícara Justina son evidente burla de esta producción seria”4.

Es probable que buena parte de las coincidencias sean consecuencia de que ambos libros respondieron al mismo género según los criterios literarios de la época: de entretenimiento, como calificaron al Quijote Antonio de Herrera -“de gusto y entretenimiento”-, Gutierre de Cetina -“libro de mucho entretenimiento”- y José Valdivielso -“libro de apacible entretenimiento”- en sus respectivas aprobaciones5. Y, en la portada del volumen de López de Úbeda, se anuncia: Libro de entretenimiento de la Pícara Justina. Al ser éste un libro moral, acerca de todos los asuntos reprobables -concentrados por convención literaria en el pícaro-, es posible apuntar a la definición de “libro de entretenimiento”. Resultaría un género literario establecido y reconocible entre la comunidad lectora del siglo XVII, que se disolvió en la reformulación genérica al adaptarse a las convenciones del XIX para reducirse al término “novela”. Augustin Redondo señala la implicación que censores y autoridades de la época, como Bautista Capataz y santo Tomás, atribuían al entretenimiento honesto de obras como el Persiles: el placer de su novedad junto con las enseñanzas impartidas mediante ejemplos y orientadas hacia las virtudes y el rechazo del vicio:

Es posible que se trate asimismo de una manera de sugerir la necesidad de que el lector se implique profundamente en el descubrimiento de la obra para lograr la luz, después de las tinieblas, como lo sugería el lema adoptado por el impresor Juan de la Cuesta, que figura en el centro mismo de la portada: Spero lucem post tenebras, tanto en el Persiles póstumo como en las dos partes del Quijote. Estos trabajos vienen a ser también los del receptor, porque sólo llegará al auténtico entretenimiento o sea, más allá del recreo inmediato, al placer del texto... esforzándose por desentrañar la maravillosa maraña de viajes y aventuras... que se le propone6.

La expresión “libro de entretenimiento” aparece en El Quijote durante el escrutinio de la biblioteca. El barbero pregunta “¿qué haremos de estos pequeños libros que quedan?”7. El cura reconoce algunos “que no hacen ni harán el daño que los de caballerías han hecho”8, pero se supuso que estas obras, en vez “de entretenimiento” eran “libros de entendimiento”9, que es como corrigen algunos editores de El Quijote10. Ya sea de entretenimiento o entendimiento, el rasgo genérico parece aludir al efecto en el lector: la posibilidad de divertir y educar al mismo tiempo.

Y el propósito de entretenimiento, con su propósito didáctico, se logra, en ambos libros, mediante las andanzas, que en El Quijote se resuelve mediante la tradición de la caballería andante, elevada por la literatura de la época a la categoría de mito, arte y ciencia. Como mito, el caballero refiere una idílica Edad de Oro seguida por una de Hierro, cuyos vicios hicieron necesaria la caballería andante (I, 11); como ciencia, sostiene que “encierra en sí todas o las más ciencias del mundo”: leyes, teología, medicina y astrología, entre otros saberes ejercidos en los diferentes sitios por los que transitará; y como arte, considera “que es tan buena como la de la poesía, y aun dos deditos más” (II, 18). Y en La pícara, las andanzas se explican en la afición andariega atribuida a las mujeres. Una vez liberada de la autoridad paterna, de suyo flexible, el Libro II se ocupa de la iniciación de Justina en la vida licenciosa. A diferencia de otros pícaros, obligados por las circunstancias a vagar por el mundo, Justina parece ejercer su libertad de manera consciente. Y su primera estación es la romería, episodio que sirve al autor para mostrar los peligros de la danza y las andanzas. En este episodio destaca la disputa acerca de las razones por las cuales las mujeres son tan aficionadas a estos “vicios”; la mejor respuesta en la romería se cifra en que la naturaleza de las mujeres se caracteriza por rebelarse a otras leyes a que su género está sometido,

aunque sea cosa tan natural como obligatoria que el hombre sea señor natural de su mujer, que el hombre tenga rendida a la mujer, aunque la pese, eso no es natural, sino contra su humana naturaleza, porque es captividad, pena, maldición y castigo. Y como sea natural el aborrecimiento desta servidumbre forzosa y contraria a la naturaleza, no hay cosa que más huyamos ni que más nos pene que el estar atenidas contra nuestra voluntad a la de nuestros maridos, y generalmente a la obediencia de cualquier hombre. De aquí viene que el deseo de vernos libres desta penalidad nos pone alas en los pies. Vean aquí la razón por qué somos andariegas.

En consecuencia, según esta leyenda, las mujeres tenían esa naturaleza andariega que se confirma en su afición al baile, en el que “hay dos bienes contra estos dos males, el uno el andar y el otro el alegrarnos, tomamos por medio de estas dos alas para huir de nuestras penas y estas dos capas para cubrir nuestras menguas” (p. 304). Indirectamente, el autor muestra las condiciones de la femineidad que favorecen la vida disipada: el exceso de libertad -inducida por la imposibilidad de heredar en una familia numerosa- y la consecuente movilidad hacia las romerías, ocasiones para la curiosidad y la ociosidad, como advierte López de Úbeda en el aprovechamiento.

Entonces, el motivo de las andanzas resulta fundamental para la construcción de la trama en ambas novelas pero también adquiere un valor temático, ya establecido en los modelos de personajes del caballero y el pícaro, que impulsa los intereses perseguidos y los encadena por relación de causa y consecuencia. La justificación ideológica se ve impuesta por las características del género y el personaje que lo determina. En ambos casos, la andanza deriva en un motivo común: el sitio de hospedaje, ya sea venta o mesón, la pausa en el camino o el lugar de origen de la pícara.

El Quijote tiene la venta como uno de sus escenarios fundamentales y a los venteros como personajes de igual importancia11; el que la locura del caballero le haga ver palacios en las ventas, en el código paródico de la novela, resulta una negación hiperbólica de la real apariencia de estos sitios. A su vez, La pícara Justina resulta un tratado sobre el mesón y los mesoneros desde el juicio de la protagonista. Aun con sus diferencias, pues se asocia la venta con los caminos y pequeños poblados, en tanto que los mesones se encontraban en los centros urbanos12, ambos sitios tienen la misma función de ofrecer alojamiento y alimentos a los viajantes.

El autor propone a la protagonista como modelo de mesonera, y sus habilidades para divertirse a costa de los demás se asemejan demasiado a las de las venteras de Cervantes. Justina se declara “la primera pluma que se ha ensillado en Castilla para alabar la vida del mesón” (p. 236); acude a alegorías y autoridades para explicar la naturaleza de este sitio:

El mesonero es como la tierra, y el pasajero como río. Verdad es que el río, por donde pasa, moja, y al mesón también siempre se le pega algo. Es el mesón como la boca, y el pasajero es como la comida. Verdad es, que siempre la boca medra, siquiera en probaduras, y lo mismo el mesón (p. 238).

Así, de cualquiera se ha de sacar provecho; esto es evidente en la primera salida de don Quijote. El ventero, si no puede obtener ganancia económica de sus servicios, la obtendrá burlándose de él y de su ejercicio: declara haber recorrido diversas partes de España, llevado por placeres semejantes a los de Justina, “había ejercitado la ligereza de sus pies y sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas y engañando a algunos pupilos” (I, 3).

Los sitios de hospedaje aparecen reiteradamente en la literatura española de los Siglos de Oro en autores como Lope de Vega, Juan Ruiz de Alarcón, Mateo Alemán y el mismo Cervantes. En La pícara Justina destaca la reflexión acerca del mesón, más que su función como escenario. De sus argumentos para sostener las bondades del mesón se suelen explicar y reconocer situaciones presentes en otros relatos. Así, por ejemplo, si Justina profiere una alabanza de este sitio aludiendo a su universalidad, Cervantes reúne esa diversidad en la segunda venta de su recorrido. A continuación, el discurso de Justina:

La mayor alabanza que yo hallo del mesón es que no es tan malo como el infierno, porque el infierno tiene las almas por fuerza y para siempre, y con no gastar con los huéspedes un cuarto de carbón, los hace pagar el pato y la posada... ¡Oh, mesón, mesón!, eres esponja de bienes, prueba de magnánimos, escuela de discretos, universidad del mundo, margen de varios ríos, purgatorio de bolsas, cueva encantada, espuela de caminantes, desquiladero apacible, vendimia dulce (pp. 239-240).

En el Quijote, en los capítulos de la segunda estancia en la venta de Juan Palomeque (I, 32-37), se reúne lo que Joan Oleza considera

una legión que recorre la escala social casi entera: allí se reúnen nobles como don Fernando, caballeros como don Luis, damas de mayor o menor condición como Lucinda y Dorotea, incluso una dama mora, doncellas como Doña Clara, un Oidor, servidores cualificados y lacayos, un cura, un capitán, dos barberos, un grupo de cuadrilleros, un arriero rico y otros menos, perailes, agujeros y hasta vecinos de la Heria de Sevilla, mozos en fin de la picaresca. Parece como si Cervantes recuperara la intención de Chaucer de convocar en un lugar de reunión a personajes de distintas edades, sexos, procedencias geográficas, y condiciones sociales, y repartir a cada uno su turno de palabra... La venta deviene entonces un abreviado teatro o mercado de la sociedad13.

Entonces, las sentencias que predominan en La pícara Justina, de intención ensayística, se concretan narrativamente mediante situaciones dinámicas en el Quijote. Se trata de dos maneras de caracterizar, lo que deja en evidencia la efectividad del procedimiento de construcción del personaje. Por eso, si en sus consejos el padre mesonero de Justina hace recomendaciones a sus hijos sobre el cuidado en el cobro de productos como la cebada (“no se mida al ojo, antes el arca en que estuviere esté en otro aposento más adentro del portal, y sea obscuro... Las medidas estén siempre dentro del arca, porque mientras os dicen quíteme allá esas pajas, esté la medida conclusa”, p. 243), en el Quijote se hace notar el cuidado del segundo ventero en el cobro puntual por sus servicios: “Sólo he menester que vuestra merced me pague el gasto que esta noche ha hecho en la venta, así de la paja y cebada de sus dos bestias como de la cena y camas” (I, 17). La calidad y precio de los servicios es un secreto revelado del padre mesonero a sus hijas (“Cuando trajéredes lo que os encargare, decid que lo que os pidieron lo comprastes al vecino al precio de ruegos y dineros, para que al vecino se pague la hacienda y a vosotros la salsa y la gracia”, p. 245). Y así es bastimento ofrecido al caballero en la venta: “Pusiéronle la mesa a la puerta de la venta, por el fresco, y trújole el huésped una porción del mal remojado y peor cocido bacallao y un pan tan negro y mugriento como sus armas” (I, 2).

La ventera y la mesonera se convierten en personajes paradigmáticos en la literatura que involucra algún tipo de viaje, lo que implica casi toda la producción literaria de la época. El personaje, en la obra de López de Úbeda, da cuenta del origen de los individuos de su gremio y, sobre todo, de la importancia que posee el género femenino en el desempeño del oficio:

Verdad es que no asentó de todo punto el mesón, hasta que nos vio a sus hijas buenas mozas y recias para servir; que un mesón muele los lomos a una mujer, si no hay quien la ayude a llevar la carga. El día que asentó el mesón, éramos tres hermanas, buenas mozas y de buen fregado (otras tres gracias), bien avenidas en lo público, aunque en lo secreto cada cual estornudaba como el humor la ayudaba (p. 241).

Y no puede faltar el rasgo de esa ambigua libertad sexual de las mujeres que atienden a individuos de diversa procedencia geográfica y social, ese difuso límite entre la mancebía, la prostitución14 y el recato, un recato un tanto turbio que Justina mantiene hasta la última página de la novela. La alusión a la prostitución queda negado en cada oportunidad, como cuando cree ser considerada una mujer de la vida, una bordiona, al convidarla unos galanes al “humilladero”, como llaman los lugareños a la capilla del Cristo del Humilladero: “No soy yo una de las que ellos ni otros como ellos han de llevar al humilladero. Allá a otras bordionas de su marca podrían ellos humillar y llevar al matadero o humilladero, que yo soy muy soberbia para semejantes humildades” (p. 580). Esa misma ambigüedad proporciona a Cervantes situaciones extremas; tal vez la más representativa sea la de la venta de Palomeque: ahí se congregan ávidos lectores de libros de aventuras, entre ellos la madre y la hija del ventero -una afición que comparte Justina-; pero ahí también hallamos a Maritornes y su vínculo con el arriero, o a la hija, en quien, a decir de la investigadora Enriqueta Zafra,

se podía distinguir una especie de Justina, que con apariencia de virginal doncella está igualmente comerciando con su cuerpo. Así, si en un principio es la “Doncella, muchacha de muy buen parecer” después durante la burla que ella y Maritornes le hacen a don Quijote en el capítulo 43, se las describe a las dos como “semidoncellas”. Además, esa noche, de entre todos los de la venta “solamente no dormían la hija de la ventera y Maritornes”, con lo cual se prueba que las correrías y burlas nocturnas eran comunes a estas dos muchachas15.

Por su parte, Justina declara sólo veladamente este tipo de tratos de las mesoneras, aunque en el transcurso de su relato se remite con frecuencia a las mujeres del mesón, con mínimas motivaciones, como su justificación a su reverencia ante las imágenes religiosas: “el mayor cuidado que yo tenía en cuantas reverencias hacía, era ver si salían buenas y conforme a un molde de reverencias que a mí me había dado una dama mesonera, gran mujer de reverencias” (p. 585). La gracia aquí se encuentra en el juego entre la habilidad de esta mesonera de relacionarse con hombres de iglesia y su consecuente pose de respeto.

Conocedora de las cualidades de su gremio, Justina hace burla de ellas en uno de los episodios más cómicos de la novela, el engaño de Cobana Restona, la obesa y poco agraciada mesonera, víctima de las mismas artimañas que aplica a los caminantes. A propósito, señala otra cualidad propia del oficio, la discreción, que “tiene tres partes: la primera, olvido de majestades; la segunda, halagos de palabras y la tercera, inquisición de secretos, a cuya causa el prudentísimo Mercurio tenía por armas el perro retozón, el lobo olvidadizo y la culebra escudriñadora” (p. 642). López de Úbeda crea el perfil de su personaje según convenciones que debieron ser reconocidas y posibles en varias mujeres ocupadas en ese oficio. Cabe insistir en que los detalles que conforman ese perfil están referidos en clave paródica, como ocurre en la noticia de sus antecedentes familiares, que incluyen cristianos conversos y otras actividades vergonzantes en la época. En este punto, eligió incluir en el árbol genealógico de la pícara a un titiritero. Llama la atención que también en el Quijote hay alusión a los titiriteros, justo para incluir en ese gremio al personaje de Ginés de Pasamonte, especie de pícaro itinerante en las aventuras del caballero16. Surge, así, un nuevo tópico común en ambas obras.

Por medio del bisabuelo, Justina recrea cómo se realizaba el espectáculo de títeres17. El espectáculo, agrega, resultaba atractivo y con consecuencias que explican parte de la mala fama del titiritero: “por oírle se iban desvalidas tras él fruteras, castañeras y turroneras”. El artista sucumbió al asedio, continúa Justina: “dio en apearse y agarrarse tanto a hembras, que después de haberle comido los dineros, vestidos, mulos, títeres y retablo, le comieron la salud y la vida y lo dejaron hecho títere en un hospital” (p. 219). La lascivia, pues, se suma a los vicios del personaje. En tanto, Cervantes convierte a Ginés de Pasamonte en Maese Pedro, titiritero18 y, para coronar un vergonzoso historial de delitos, el personaje termina en el oficio de titiritero: “determinó pasarse al reino de Aragón y cubrirse el ojo izquierdo, acomodándose al oficio de titerero; que esto y el jugar de manos lo sabía hacer por extremo (I, 17). Para el siglo XVIII, el lugar común llega al Diccionario de la Real Academia en su definición de juego de manos: “la habilidad o agilidad de manos, con que los titiriteros engañan y burlan la vista, con varias suertes de entretenimiento, con que hacen una cosa por otra”19.

Los titiriteros resultaban, entonces, otra de las manifestaciones de la vagancia; peor aún, de las trampas de la ficción concebidas en la época20. De esta manera, el titiritero, el individuo que ocupaba un lugar entre los marginales sociales que abundaban en España, es mostrado en ambas obras como la figura perniciosa del ladrón, lascivo y farsante que había mantenido una posición más bien discreta en el catálogo de desocupados conocidos: un tópico consolidado en la época y heredado a la actualidad21.

Curiosamente, Ginés comparte con Justina otro rasgo: su afición a los burros ajenos. El narrador del Quijote justifica el descuido narrativo del robo del rucio informando que fue él quien lo había hurtado en la primera parte (II, 27). En general, la crítica se ocupa más del problema de escritura y edición que señaló el mismo Cervantes, sin ocuparse de la función o la significación de este episodio. Probablemente su coincidencia en la obra de López de Úbeda arroje luz al respecto. Justina declara el hurto de su burra a causa del descuido de su “mochillero”, percance que resolvió con una sustitución: “que pues esta borrica está queda, o es nuestra o lo quiere ser. Mira, ¿tú no lo ves, que parece que nos conoce?” (p. 553); el chico duda pero termina por obedecer a su ama. Ella con frecuencia justificará la operación: “la propiedad que en las burras me contenta más a mí es que, como unas se parecen a otras en el color y talle, cualquier trueco, bueno o malo, pasa por ellas y ellas por él, y cualquier burla de trasposición, si se hace con ligereza, tiene efecto”. Y argumenta: “las burras todas parece que salen por un molde, y cuando sea alguna la diferencia, que con lodo seco, que con trasquilarlas, se desconocen más [que] Urganda la desconocida” (p. 555).

Y, en el Quijote, también Sancho se ve tentado a intercambiar asno, para lo que solicita permiso a su señor: “qué haremos deste caballo rucio rodado que parece asno pardo, que dejó aquí desamparado aquel Martino que vuestra merced derribó, que, según él puso los pies en polvorosa y cogió las de Villadiego, no lleva pergenio de volver por él jamás. ¡Y para mis barbas, si no es bueno el rucio!” (I, 21). A lo que responde el caballero que no es ése el comportamiento que se espera de un caballero; y Sancho insistirá en la conveniencia de un intercambio, con ideas que coinciden nuevamente con la de Justina:

Dios sabe si quisiera llevarle -replicó Sancho-, o por lo menos trocalle con este mío, que no me parece tan bueno. Verdaderamente que son estrechas las leyes de caballería, pues no se estienden a dejar trocar un asno por otro; y querría saber si podría trocar los aparejos siquiera (I, 21).

Don Quijote tolera ese comportamiento en Sancho: “Y luego habilitado con aquella licencia, hizo mutatio caparum y puso su jumento a las mil lindezas, dejándole mejorado en tercio y quinto”. Así, tal acción -que tendrá consecuencias narrativas particulares en cada novela22- resulta un recurso para caracterizar a los individuos de menor condición y matiz cómico, como Justina o Sancho, y tiene implicaciones paródicas el hacer de un animal tan humilde motivo de discusión ética. Por ello, como don Quijote en su momento, en La pícara Justina, una anciana mendicante será quien le recuerde a Justina lo erróneo de su conducta: “Señora, yo la perdono lo que me ha hecho esperar, porque Dios nos espere a todos, mas mire, hija, que torne la burra a su dueño, porque con lo ajeno nunca Dios hizo bien a nadie” (pp. 572-573). M. Guillemont y M. B. Requejo apuntan el surgimiento, en el siglo XVI, de lo que llaman una “literatura de la asinidad”, con referentes clásicos, italianos y folclóricos y que continúa con el Guzmán de Alfarache; y proponen una identificación entre personaje y montura, como rasgo particular del tópico del asno23.

La necesidad de transportarse es para los tres personajes una condición primordial, pero en Justina tal necesidad implica la razón de ser de la protagonista: la libertad. Esta característica conforma una categoría de mujer particular que no corresponde a los rasgos de los estados tradicionales: doncella, casada, viuda o monja, además del de la prostituta. Se trata de una libertad para no aceptar pretendientes, para elegir formas de vida poco convencionales y, por último, para ignorar las opiniones de sus posibles censores; se trata, pues, de una libertad del personaje femenino visible en ambas novelas: Marcela en el Quijote y la misma Justina. Ambos personajes son abismalmente distintos; sin embargo, están construidos a partir de dos elementos comunes: el vestido y ciertos recursos argumentativos. En primera instancia, se reconoce la libre elección que hacen a propósito de su apariencia: como se recordará, Marcela, ante las solicitudes de matrimonio, contesta “que, por ser tan muchacha no se sentía hábil para poder llevar la carga del matrimonio” (I, 12), hasta que un día decide adoptar el traje de pastora, cuidar su propio ganado por el campo, a donde la seguirán un puñado de amigas y jóvenes que la siguen requiriendo, entre ellos el desdichado Grisóstomo. Mientras que en el segundo episodio del libro segundo, López de Úbeda refiere la vestimenta de la joven Justina: un rosario de coral que usa como collar, “una camisa de pechos, labrada de negra montería, bien labrada y mal corrida. Cinta de talle que parecía visiblemente de plata” (p. 314), más una falda roja con un brial de color turquí24.

Recientemente, Encarnación Juárez Almendros ha analizado la vestimenta en las autobiografías del Siglo de Oro, a partir de la premisa de un “discurso sartorial” que, para entonces, atribuye a la ropa todo un sistema de relaciones sociales. Las relaciones de dominio representadas en el vestido condujeron a una legislación de éste, por lo que una elección libre de la indumentaria representaría la atribución de dominio del individuo sobre sí. La existencia de esta relación queda de manifiesto en el Lazarillo, Guzmán, el Buscón y Justina, así como en autobiografías de soldados. Y demuestra, aquí, que la elección del vestido como expresión de libertad puede también considerarse un tópico de la época, enriquecido de diversas significaciones establecidas en la construcción de cada personaje. Si bien el atuendo en Marcela es una declaración de rechazo al matrimonio, el de Justina da, además, cuenta de un poder sobre otros, particularmente, los hombres, asunto que Juárez Almendros ejemplifica, justamente, con La pícara Justina25. El atuendo de Justina busca realzar la coquetería femenina: los colores llamativos que atrajeron de inmediato a un enamorado con las peores cualidades: ingenuo y feo26. El enfado ante tal asedio se mitiga con un argumento de analogía: “Mas, pues no se queja el dorado y rubio sol de que le miren tantos feos, y el cielo no se cansa de que le miren tantos bobos, quiero sobreseer del enfado, con presupuesto de no acordarme dél” (p. 325).

A pesar de las diferencias de origen y condición, Marcela y Justina emplean argumentos comunes. El argumento basado en la fealdad en contraposición con la belleza es muy cercano al de Marcela en el Quijote: “que podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir «Quiérote por hermosa: hasme de amar aunque sea feo»” (I, 13). Para inicios del siglo XVI, el asunto aparecía con frecuencia en documentos tanto literarios como eruditos -coordenadas en las que se configuraron las obras que hoy se agrupan bajo el título de Siglos de Oro-, a modo de respuesta a las configuraciones sobre el amor recuperadas por el neoplatonismo. Así, Justina dedica largas disquisiciones a defender su libertad ante los asedios amorosos y contra las concepciones del amor, tradicionalmente vertidas en la figura de Cupido: “No creo al amor, si ese es amor. Eso fuera creer que el amor sólo por bien parecer tiene saetas ligeras en las manos y en el cuerpo voladoras alas, y fuera pensar que el fuego enfría y la agua seca” (p. 834).

Marcela, en el Quijote, cuestiona la voluntad de los amantes de obtener el favor de la amada, agraciada por el don de la hermosura, sin “pedilla ni escogella”; la belleza del alma contra la del cuerpo y la superioridad de la primera; defiende, además, su elección de la vida retirada como resguardo de su libertad y, finalmente, su inocencia en el caso de la muerte de Grisóstomo. Justina, por su parte, juzga severamente los medios por los que los galanes pretenden obtener los favores de las damas: presentarse enamorados, absortos, ofrecer miradas piadosas y tiernas y menear sus rostros con gestos que hacen reír a la mesonera, pues reconoce la mala calidad del amor que se le ofrece27; o presentarse con los atributos de los caballeros, en un personaje que recuerda al caballero de la Triste Figura ante las mujeres de la venta:

Otros hubo que pensaron de Justina que se moría por Roldanes, y a esta causa pasaban por mi puerta con espadas de a más de la marca, hechos festones de armas, tozadas de instrumentos bélicos. Esto era de día que de noche todo era sacar lumbre de las piedras con los golpes de sus espadas, intentando ruidos hechizos (p. 837).

La apariencia del falso caballero, como la de don Quijote, mueve a Justina a risa y rechazo. El “Roldán”, sin embargo, se retira satisfecho de haber hecho reír a la “dama” Justina, contando “por favor el ventanazo”. Aparece, así, una nueva coincidencia entre La pícara Justina y Don Quijote: las burlas al pretendido caballero, provenientes del gremio de mesoneros y venteros. Pero estas burlas, en la obra de López de Úbeda como en la de Cervantes, pueden venir acompañadas de violencia física. Así ocurre al hijo de la lavandera, joven con pretensiones de hidalguía, que atrae la atención de otros jóvenes y sale derrotado de la solicitud de matrimonio, pues Justina le arroja “una gran chaparrada de agua de a medio hervir, harto limpia, pues limpiaba los platos” (p. 828). Estas imágenes recuerdan los sucesivos maltratos que reciben el caballero y su escudero de una o dos personas que luego incitan a los vecinos o al resto de los huéspedes a participar de la burla que, en el caso del falso hidalgo y pretendiente, culmina con golpes y expulsión:

Ya que no tuvo otro medio con que mostrar su enojo, echó tras los muchachos con intención de hacerlos disciplinantes de por fuerza. Mas ellos revolvieron sobre él con tanto brío que, como los ratones vencieron a los valientes de Rodas, le vencieron al valiente hidalgo, y fueron tan poderosos, que le echaron del pueblo así, en pelete, como estaba, y hasta hoy no ha tornado al pueblo (p. 829).

Por último, en este recuento de motivos y tópicos comunes en estas dos obras de 1605, cabe incluir el motivo de las bodas, pues representa, como la venta y el mesón, un lugar y un tiempo cuya recreación narrativa reúne elementos representativos de la cultura y la sociedad de la época. Ocasiones como ésta se reiteran en la obra de Cervantes y en buena parte de la literatura de los Siglos de Oro. En ambas novelas se enfatiza el banquete de bodas como el augurio de un matrimonio bien concertado que, sin embargo, no es del todo voluntario o promisorio. Así, en La pícara Justina, cuando por fin la mesonera ha elegido esposo, se hace notar la calidad de la comida y el vino, pero sobre todo la disposición de los vecinos para participar del banquete de bodas -y tomar de él para sus casas-, con la venia de la novia, que con este acto de displicencia y generosidad subraya su valía:

La comida fue buena y bueno el servicio, y con todo eso, hubo en ella algunos que comieron sin plato.

Diome gusto de ver que dos pelones de mi pueblo, con achaque de pan de boda, enviaban a sus casas cuanto podían a sus mujeres, y mirándome, decían como por donaire:

-Con licencia de la señora Justina.

Mas yo, porque no pensasen que el ser novia es ser boba y no ver nada, les decía, también por burlas, lo que pudiera pasar por veras, y era responder:

-Vaya en amor de Dios (p. 865).

Como se recordará, esa alegre práctica será compartida por Sancho. Asimismo, a través de la mirada del escudero, se hace notar que las bodas de Camacho hacen alarde de la generosidad del banquete:

Lo primero que se le ofreció a la vista de Sancho fue, espetado en un asador de un olmo entero, un entero novillo; y en el fuego donde se había de asar ardía un mediano monte de leña, y seis ollas que alrededor de la hoguera estaban no se habían hecho en la común turquesa de las demás ollas, porque eran seis medias tinajas, que cada una cabía un rastro de carne: así embebían y encerraban en sí carneros enteros, sin echarse de ver, como si fueran palominos; las liebres ya sin pellejo y las gallinas sin pluma que estaban colgadas por los árboles para sepultarlas en las ollas no tenían número; los pájaros y caza de diversos géneros eran infinitos, colgados de los árboles para que el aire los enfriase (II, 20).

Y ambos autores se ocupan de la calidad del vino. En el caso de Justina, la novia refiere el efecto: “El vino no fue malo. Por señas, que algunos de los convidados, a tercera mano, se pusieron a treinta y una con rey, y a cuarta, hablaban varias lenguas sin ser trilingües en Salamanca ni babilonios en torre” (p. 866). En tanto que Cervantes recrea un cuadro colorido lleno de detalles y de plasticidad:

Contó Sancho más de sesenta zaques de más de a dos arrobas cada uno, y todos llenos, según después pareció, de generosos vinos; así había rimeros de pan blanquísimo, como los suele haber de montones de trigo en las eras; los quesos, puestos como ladrillos enrejados, formaban una muralla, y dos calderas de aceite, mayores que las de un tinte, servían de freír cosas de masa, que con dos valientes palas las sacaban fritas y las zabullían en otra caldera de preparada miel que allí junto estaba (II, 20).

Ambos autores reconocen que la fiesta de bodas implica un acto social, en el que las opiniones de los comensales son esenciales. Así lo señala Justina:

Estos son los que honran las bodas, porque después de acabadas, dicen a los que les preguntan lo que pasó, que en la boda hubieron danzas, y que hasta la casa era volteadora, y que ardían setenta candiles por arte de encantamiento sin haber gota de aceite, y que hubo colaciones de letras y que a ellos les cupo la equis, y que todos los de la boda traían cascabeles, y ellos en la cabeza, y que todos los convidados vinieron de lejas tierras y hablaban con tal destreza que con sola la R decían cuanto querían, y cuentan mil maravillas con que pretenden hacer una boda tan famosa como la de Daphne, en cuyo casamiento se volvieron las piedras en vino.

La colación no fue mala, pues allende de ciertos melones de invierno que hicieron madurar a pulgaradas, hubo piñones mondados y en agua, que para en aquella tierra es el non plus ultra de los regalos; avellanas en abundancia, y aun agavanzas y altramuces, con un si es no es de turrón (pp. 866-867).

Con el motivo de las bodas culmina la historia de La pícara Justina; el orden de los acontecimientos da la pauta para cerrar esta investigación y ofrecer algunas conclusiones. Ambos autores vivían en Valladolid en 1604 y, como sostienen Bataillon y Anthony Close, tenían conocimiento de sus respectivos manuscritos, pues una obra “se diseminaba habitualmente a través de copias manuscritas o lecturas ante círculos académicos. Cervantes da a entender que fragmentos de la primera parte de Don Quijote habían sido transmitidos de esa forma con anterioridad a su publicación”28. José María Micó, por su parte, ha advertido que se produjo una especie de competencia entre El Quijote, La pícara Justina y la segunda parte del Guzmán que propició algunos de los errores de escritura tan recordados; la vecindad de los autores sugiere al investigador la coincidencia en los círculos académicos: “las noticias de cuanto sucedía o se avecinaba corrían como la pólvora por cenáculos y academias”29. Si esto es así, situaciones como las aquí expuestas serían tópicos y motivos literarios bien establecidos en círculos y tertulias. Estos episodios temáticos y lugares comunes llegan a coincidencias más o menos establecidas, como la discusión sobre las mujeres libres o el viaje que es ocasión de aventuras, además de otros que no eran tan evidentes, como los personajes que todo viajante podría reconocer, como la ventera o el titiritero y ocasiones para la risa colectiva, como las bodas, las burlas con violencia o los accidentes del viaje. Los escritores de la época debieron echar mano de estos motivos y competir entre ellos por los logros alcanzados mediante esas opciones limitadas. Sin duda, Cervantes acertó en aspectos narrativos y estilísticos que aventajaban a López de Úbeda, más ocupado en los modelos y modos lingüísticos y genéricos de su momento, al margen de sus posibilidades narrativas.

Referencias

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1Francisco López de Úbeda, La pícara Justina, ed. Luc Torres, Castalia, Madrid, 2010, p. 114.

2Marcel Bataillon, Pícaros y picaresca. La pícara Justina, Taurus, Madrid, 1969, p. 81.

3Miguel de Cervantes, El viaje del Parnaso, ed. Vicente Gaos, Castalia, Madrid, 2001, VII, vv. 220-228, pp. 155-156.

4José Miguel Oltra Tomás, La parodia como referente en “La pícara Justina”, Instituto Fray Bernardino de Sahagún, León, 1985, p. 120.

5Augustin Redondo, En busca del “Quijote” desde otra orilla, Centro de Estudios Cervantinos, Madrid, 2011, p. 18.

6Augustin Redondo, “El Persiles, «libro de entretenimiento» peregrino”, en Peregrinamente peregrinos, Quinto Congreso Internacional de la Asociación de Cervantistas, ed. Alicia Villar Lecumberri, Asociación de Cervantistas-Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, Madrid, 2004, p. 73.

7Don Quijote, ed. Luis A. Murillo, Castalia, Madrid, 2001, I, 6.

8Don Quijote, I, 6, en la edición de Clemencín (Alfredo Ortells, 1986) y la de Rodríguez Marín (Espasa-Calpe, 1964), basados en el prólogo del Persiles (“me acogía al entretenimiento de leer algún libro devoto”, I, 28) o en un pasaje del Quijote: “Hojeo más los que son profanos que los devotos, como sean de honesto entretenimiento” (I, 16).

9En la época, el entendimiento definía la potencia del hombre para aprehender, “no la misma cosa ni sus partes, o alguna corporal calidad della, sino recibiendo dentro de sí la especie de aquello que aprehende”, como define Julio, personaje en la Dorotea de Lope de Vega (ed. de Edwin S. Morby, Castalia, Madrid, 1987, p. 115).

10Según Luis Andrés Murillo en su edición, I, 6, n. 31. Martín de Riquer mantiene “entretenimiento”.

11Aurelio González señala que la venta es un espacio de una ficción teatral colectiva en el Quijote (“La venta como teatro: Cervantes y el Quijote”, en El “Quijote” desde América, eds. Gustavo Illades y James Iffland, BUAP-El Colegio de México, Puebla-México, 2006, pp. 101-117).

12“Es evidente que no es lo mismo un mesón, una venta, una posada. El primero estaba localizado en un núcleo de población rural o urbano y, además de disponer de cuartos para alojar gente, tenía otros servicios para aquellos individuos que quisieran tan sólo comer y alimentar sus caballerías. Semejante era la función de las ventas con la variación de que éstas se encontraban en los caminos. Las posadas, a diferencia de las anteriores, sólo ofrecían prestaciones a sus huéspedes”, Margarita Torremocha Hernández, “Las noches y los días de los estudiantes universitarios (posadas, mesones y hospederías en Valladolid. S. XVI-XVIII)”, Revista de Historia Moderna, 10 (1991), p. 46.

13Joan Oleza, “De venta en venta hasta el Quijote. Un viaje europeo por la literatura de mesón”, ACerv, 39 (2007), pp. 44-45.

14Antonio Rey Hazas ejemplifica la identificación entre mesonera y prostituta con un fragmento de Juan de Mal Lara: “No casarse con hija de mesonero es buen consejo, porque donde muchos van y vienen y de tan diversas condiciones, alguno vino que agradó a la moça, o alguno a ella. Y cuan malo sea esto, díganlo los experimentados, porque aun ay está la doncella tras siete paredes, y es menester grande aviso, ¿quánto más quando anda entre todos?” (Mal Lara, Filosofía vulgar, citado en Rey Hazas, “La compleja faz de una pícara: hacia una interpretación de La pícara Justina”, RLit, 90, 1983, p. 100.

15Enriqueta Zafra, Prostituidas por el texto: discurso prostibulario en la picaresca femenina, Purdue University, West Lafayette, IN, 2009, p. 95.

16Asimismo, Berganza, en “El coloquio de los perros” reúne a buhoneros, vagabundos y titiriteros bajo una misma condición: “Toda esta gente es vagamunda, inútil y sin provecho; esponjas de vino y gorgojos del pan” (Novelas ejemplares, ed. J.B. Avalle Arce, Castalia, Madrid, 1987, t. 3, p. 287).

17“Mi bisabuelo tuvo títeres en Sevilla, los más bien vestidos y acomodados de retablo que jamás entraron en aquel pueblo. Era pequeño, no mayor que del codo a la mano, que dél a sus títeres sólo había diferencia de hablar por cerbatana o sin ella. Lo que es decir la arenga o plática era cosa del otro jueves. Una lengua tenía harpada como tordo, una boca grande, que algunas veces pensaban que había de voltear por la boca” (p. 218).

18“Bien se acordará, el que hubiere leído la primera parte desta historia de aquel Ginés de Pasamonte a quien, entre otros galeotes, dio libertad don Quijote en Sierra Morena, beneficio que después le fue mal agradecido y peor pagado de aquella gente maligna y mal acostumbrada” (I, 17).

19Real Academia Española, Diccionario de la lengua castellana, Joaquín Ibarra, Madrid, 1783, s.v.

20Así lo reitera, nuevamente, el mismo Cervantes mediante el personaje de Vidriera: “De los titiriteros decía mil males: decía que era gente vagamunda y que trataba con indecencia de las cosas divinas, porque con las figuras que mostraban en sus retablos volvían la devoción en risa, y que le acontecía envasar en un costal todas o las más figuras del Testamento Viejo y Nuevo, y sentarse sobre él a comer y beber en los bodegones y tabernas; en resolución, decía que se maravillaba de cómo quien podía no les ponía perpetuo silencio en sus retablos, o los desterraba del reino”, “El licenciado vidriera”, en Novelas ejemplares, ed. cit., t. 2, pp. 133-134.

21“La imagen que en la actualidad tenemos del teatro de títeres que se realizaba en la España de los siglos XVI y XVII se ha formado principalmente a partir de lo que aparece en la archifamosa escena del retablo de maese Pedro... A partir de este texto literario, y de otros como El retablo de las maravillas, del propio Cervantes, o La pícara Justina, se ha conformado una visión romántica del teatro de títeres en la que aparecen fundidos el espíritu libertario, la picaresca y la salvaguarda de antiquísimas tradiciones”, Francisco J. Cornejo, “Un Siglo de Oro titiritero: los títeres en el corral de comedias”, en XXVII y XXVIII Jornadas de teatro del Siglo de Oro, eds. I. Barrón Carrillo, E. García-Lara y F. Martínez Navarro, Instituto de Estudios Almerienses, Almería, 2012, p. 11.

22Francisco Rico observa la importancia narrativa del pasaje: “He aquí asimismo un escenario que contiene todos los ingredientes que culminarán en el tablado de farsa de la venta: el barbero, el asno del barbero, los aparejos del asno del barbero que Sancho habrá de cargar a cuestas cuando le roben a su jumento y que el barbero reconocerá donde Palomeque, la bacía que relumbra como un yelmo de oro y que destrozarán los galeotes, el pleito en torno a la bacía y los aparejos, los equilibrios del prudente Sancho para conjugar primero caballo y asno, luego yelmo y bacía... No hay duda de que la «alta aventura y rica ganancia del yelmo de Mambrino» es el arranque de no pocas de las principales líneas de desarrollo novelesco que en adelante sigue el Ingenioso” (“Versiones, lecturas y trasparencias del Quijote”, en El ingenioso hidalgo. Estudios en homenaje a Anthony Close, ed. R. Cacho Casal, Centro de Estudios Cervantinos, Alcalá de Henares, 2009, p. 298).

23Michèle Guillemont y Marie-Blanche Requejo Carrió, “De asnos y rebuznos. Ambigüedad y modernidad de un diálogo”, Criticón, 101 (2007), pp. 57-87.

24Y el autor dirige este episodio para advertir a los hombres contra los encantos de la coquetería: “Es tan sutil el engaño y engaños de la carne, que a los broncos, zafios e ignorantes persuade con sus embustes y embeleca con sus regalos” (p. 326).

25Encarnación Juárez Almendros, El cuerpo vestido y la construcción de la identidad en las narrativas autobiográficas del Siglo de Oro, Tamesis, Woodbridge, 2006.

26Llama la atención que, a diferencia del primer pícaro, no es la pobreza la que dirige el modo de vida de los bellacos, ni mucho menos el de Justina, que tiene oportunidad de casarse con cierta ventaja en más de una ocasión; pero prefiere la posibilidad de salir y regresar de su aldea a las romerías y tener fama de ingeniosa, reconocida como la “pícara romera”, título de la Segunda parte del libro II.

27“Amor que, antes de llegar a su punto, representa los extremos de su última perfectión, es como camuesa que sin estar madura huele y está amarilla” (p. 836).

28 Anthony Close, Cervantes y la mentalidad cómica de su tiempo, Centro de Estudios Cervantinos, Alcalá, 2006, p. 378.

29José María Micó, “Prosas y prisas en 1604: El Quijote, el Guzmán y la Pícara Justina”, Hommage à Robert Jammes, ed. F. Cerdan, Presses Universitaires du Mirail, Toulouse, 1994, pp. 830-831.

Recibido: 31 de Enero de 2014; Aprobado: 10 de Noviembre de 2015

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