La atención internacional que han recibido los proyectos políticos y sociales de los kurdos ha crecido considerablemente a causa de la guerra en Siria y de la participación de grupos armados kurdos en la lucha contra el Estado Islámico de Iraq y el Levante. Este incremento del interés en el tema también da lugar a la difusión de generalizaciones, simplificaciones y, en general, a la reificación de la identidad kurda y su relación con instituciones como el Estado, la etnia y la religión. Algunos de estos errores e imprecisiones son producto del desconocimiento del desarrollo histórico de la “cuestión kurda” (comosucede en los medios de comunicación), otros se generan cuando se lee la historia a través de un prisma conceptual que obstaculiza el análisis crítico de los procesos que describe. El propósito de este artículo es exponer algunos de los momentos clave (o encrucijadas) en la historia de los kurdos que viven en Turquía,1 y que invitan a una nueva reflexión sobre procesos supuestamente conocidos. Buscamos, así, enriquecer el debate sobre la participación kurda en la transformación del mundo contemporáneo en el plano regional y global,2 a la vez que proponemos una nueva narrativa en torno al proceso kurdo en Turquía más allá de las limitantes del discurso geopolítico.
Este texto es producto de un diálogo interdisciplinario entre un geógrafo y una antropóloga, ambos con experiencia de campo en Turquía. Si bien no se basa directamente en nuestra investigación en campo, surge de las claves que nos ha ofrecido esa experiencia para leer las fuentes sobre la historia kurda a contrapelo3 de la perspectiva geopolítica. Añadimos un mapa que permite ilustrar la expresión territorial de algunos de los procesos descritos.
Este artículo consta de cinco secciones. La primera es teórica y sustenta nuestro cuestionamiento del discurso geopolítico. En los siguientes apartados presentamos el desarrollo de tres encrucijadas de formación y expresión identitarias entre los kurdos en Turquía y concluimos con una reflexión sobre los desafíos que le presenta la hegemonía de la estatalidad a la imaginación política en busca de estrategias alternativas de gobernanza y autodeterminación.
Anexo: topónimos y pronunciación de la ortografía turca moderna
En adelante, aludiremos a localidades del Kurdistán. Durante el último siglo, en los cuatro Estados entre los que se divide el Kurdistán, se implementaron políticas que pretendían borrar cualquier esbozo lingüístico kurdo de su territorio. Por ello, en el cuerpo del texto se utilizará el topónimo en kurdo con su nombre oficial entre paréntesis la primera vez que se mencione. Cuando se haga referencia a alguna localidad fuera del Kurdistán, se utilizará su nombre en español.
Conservamos la ortografía turca para las palabras y los nombres propios o de organizaciones citados en esa lengua. Cabe señalar las diferencias de pronunciación de algunas letras del alfabeto latino en el turco moderno y el español: La “c” se pronuncia como la “g” inglesa en geography; la “ç” se pronuncia como “ch” en chofer; la “ş” se pronuncia como la “sh” inglesa en she; la “ı” se pronuncia como la “i” inglesa en girl; la “ü” se pronuncia como la “u” inglesa en university; la “ö” se pronuncia como “eu” en la palabra francesa seul; la “ğ” es muda, pero prolonga el sonido de la vocal precedente.
Hacia una lectura antigeopolítica de la cuestión kurda
La geopolítica ha tenido un papel protagónico en las narrativas contemporáneas sobre la “cuestión kurda”. Acaso paradójicamente, la frecuente definición de los kurdos como “pueblo sin Estado”4 coloca al Estado (y particularmente al Estado nación) en el corazón de esas narrativas. Nuestro propósito es cuestionar ese enfoque y hacer explícitas sus limitaciones. Si se pretende analizar el proceso kurdo, en el que las diversas narrativas sobre la identidad nacional no se han cristalizado en estructuras estatales reconocidas por el sistema internacional contemporáneo, es necesario trascender un discurso que naturaliza al Estado y prioriza sus instituciones, validadas por el sistema-mundo capitalista (Wallerstein 2005), sobre otras formaciones políticas y sociales.
El geógrafo alemán Haushofer definió tempranamente la geopolítica en su libro Bausteine zur Geopolitik (1928) como “la conciencia geográfica del Estado” (Larkin y Peters 1993, 123). Además del protagonismo político del Estado, que lleva a considerar otras formas de organización política en términos relativos a éste (se les llama “actores no estatales”, de tal modo que el Estado no es sólo una forma de organización política, sino la medida de todas las otras), la geopolítica “conceptualiza a la lucha realista por el poder más específicamente como una lucha por territorio” (Drulák 2006, 421; traducción de Lucía Cirianni Salazar).
La premisa principal sobre la “cuestión kurda”, esto es, su condición de “pueblo sin Estado”, implica la suposición de que, de tener un Estado propio con control sobre el territorio habitado mayoritariamente por personas étnicamente kurdas, los kurdos verían garantizados los derechos culturales que se les han negado por su condición de minoría étnica bajo la administración de cuatro Estados (Turquía, Siria, Iraq e Irán). Se trata de una suposición que no sólo tiende a naturalizar la discriminación de las minorías, sino que implica un entendimiento primordialista5 de la identidad étnica como fuente de cohesión política y social en lugar de problematizarla como resultado de procesos histórico-políticos agonísticos6 sujetos a una variación constante. Dicho de otro modo, a lo largo del periodo histórico que analizamos se han ido formando distintas interpretaciones sobre la identidad kurda; estas interpretaciones están imbricadas con otros factores de identificación colectiva en un complejo devenir de procesos políticos y sociales. Proponemos, por lo tanto, una aproximación antigeopolítica7 al análisis de la cuestión mediante una lectura crítica de los procesos de formación identitaria kurda en la historia política de Turquía.
La antigeopolítica se enfoca en los movimientos que no están representados ni por el Estado ni por las organizaciones ligadas a él (Routledge 1998, 245). Esta forma de resistencia es contestataria del orden económico imperante y sus demandas no caben en las estructuras representativas propuestas por el Estado. Argumentaremos que ciertas organizaciones kurdas, pese a que se han opuesto a la opresión de los Estados que las gobiernan, no han trascendido el discurso geopolítico sobre el Estado, pues se han servido de las estrategias, los fines y los canales ya establecidos por éste. Por su parte, otras organizaciones han adoptado un discurso antigeopolítico que, más que convertirlas en meros “actores no estatales”, las vuelve críticas del lenguaje y las instituciones políticas estatales y propone formas alternativas de autodeterminación. Al plantear un cambio revolucionario e intentar subvertir el orden establecido, las propuestas antigeopolíticas trascienden la condición de movimiento de resistencia a expresiones específicas de violencia estatal. El horizonte utópico de estas propuestas las hace incompatibles con el razonamiento geopolítico, que las reduce al papel de mera resistencia. Como se verá al final del artículo, en el caso kurdo la propuesta antigeopolítica más clara emerge con el proyecto del llamado “confederalismo democrático”. Cuestionamos, entonces, la narrativa sobre la “falta de un Estado kurdo”, para ver, en su lugar, formas de lidiar con un exceso de estatalidad impuesto a la población kurda y a otros pueblos cohabitantes del mismo territorio.
Este artículo se suma a la larga historia de crítica a las concepciones primordialistas de la identidad étnica, desde la definición weberiana de etnia como un “grupo humano que […] abriga una creencia subjetiva en una procedencia común” -creencia que el mismo Weber (2005, 318-319) calificaba de “artificiosa”-, hasta el análisis crítico de John y Jean Comaroff (2009) de la mercantilización de la identidad étnica, pasando por el ápice que constituyó la definición de Fredrik Barth (1976, 9-49) de las etnias como grupos de autoadscripción que, más que por aquellos elementos que sus miembros tienen en común, se identifica a través de la definición de sus diferencias con otros grupos análogos, esto es, mediante la creación y percepción de fronteras culturales. En este texto nos enfocamos en cuestionar la concepción de la identidad étnica como fundamento homogéneo para la organización política del Estado nación. En lugar de suponer que un grupo étnico “logra” (o no) conformar un Estado, observamos los procesos mediante los cuales los Estados construyen e imponen el concepto de nación y sus “otros”. En este sentido, coincidimos con Rita Segato en que:
todo estado -colonial o nacionales otrificador, alterofílico y alterofóbico simultáneamente. Se vale de la instalación de sus otros para entronizarse, y cualquier proceso político debe ser comprendido a partir de ese proceso vertical de gestación del conjunto entero y del arrinconamiento de las identidades, de ahora en adelante consideradas “residuales” o “periféricas” de la nación (Segato 2007, 138).
Finalmente, cabe una aclaración sobre nuestro uso del término “encrucijada”. En las últimas décadas, el concepto de “interseccionalidad” se convirtió en una de las principales herramientas teóricas para complejizar y politizar la identidad en un contexto en el que las identidades de las minorías se volvieron cruciales para su participación en la arena política. Específicamente, Kimberlé Crenshaw (1991) acuñó el término para exponer el fenómeno de la doble discriminación que sufren las mujeres negras en Estados Unidos. Este referente es tan dominante en la actualidad que es preciso aclarar la diferencia entre el concepto de “intersección” y el de “encrucijada” que planteamos en este artículo. Una encrucijada no es el punto de superposición de dos criterios de identificación colectiva (como el género y la raza), sino la circunstancia histórica en que la interacción agonística de esas identidades se expresa de tal modo que facilita el cuestionamiento de las narrativas primordialistas implícitas en todo nacionalismo
El sheij Said y la revuelta contra un Estado impío
Una explicación histórica frecuente, asociada al entendimiento geopolítico de la cuestión kurda, es que los kurdos perdieron la “oportunidad” de tener un Estado propio cuando se abandonó el tratado de Sèvres (que incluía el proyecto de crear un Estado kurdo) en favor del tratado de Lausana, que permitió la fundación de la República de Turquía (Gunter 2014, 33). Además de dar por sentado que la organización estatal es algo deseable en sí misma, esta lectura de la historia simplifica el proceso de surgimiento de los movimientos nacionalistas kurdos en Turquía y les da un protagonismo excesivo a las élites kurdas urbanas (más familiarizadas con conceptos políticos occidentales) de las primeras décadas del siglo XX. Dichas élites vislumbraron primero la idea de fundar un país propio, pero el proyecto aún carecía de arraigo popular (Üngör 2011). Esa perspectiva, además, soslaya las diferencias religiosas, lingüísticas y tribales que llevaron a muchos kurdos a participar en la guerra que buscaba evitar el reparto territorial propuesto en el tratado de Sèvres y que resultó en la formación de la República de Turquía (Bruinessen 1992).
La revuelta del sheij Said ilustra no sólo las intersecciones entre la identidad étnica y la religiosa, sino también las fronteras lingüísticas y tribales que dificultaban la difusión, en las comunidades rurales, del concepto de una identidad nacional unificadora. Paralelamente, en el mismo episodio se ilustra cómo la imposición estatal de una identidad nacional turca requería la disolución de las instituciones que gozaban de autoridad local, como las órdenes sufíes.
El concepto de identidad nacional emergió tarde entre la población musulmana de Anatolia -compuesta principalmente por turcos y kurdos-, y se constituyó a través de un proceso de resistencia a la desintegración territorial otomana y a la creciente amenaza de colonización directa que se expresó de forma concreta en el tratado de Sèvres (1920) al final de la Primera Guerra Mundial. Lo “turco” y lo “kurdo”, lejos de ser categorías preestablecidas y esclarecedoras de proyectos nacionales emergentes, eran conceptos en gestación. A principios del siglo XX, tanto “turco” como “kurdo” se consideraban a menudo términos peyorativos (Bruinessen 1992, 268; Üngör 2011, 39). Esto no quiere decir que no hubiera conciencia colectiva de las diferencias culturales y lingüísticas entre ambos, sino que no había cristalizado como proyecto de separación política y territorial. En esa época, la mayoría de los turcos y los kurdos que vivían lejos de la capital otomana participaron en la guerra independentista con un referente identitario más arraigado en la identidad musulmana común que en la distinción étnica. Por lo mismo, imaginaron su empresa como una forma de resistencia contra la invasión de Estados cristianos que suponía el cumplimiento del tratado de Sèvres (Bruinessen 1992, 278-279).
El fin de la guerra eliminó al enemigo común que unía a turcos y kurdos musulmanes y dio paso a la imposición del proyecto nacionalista turco y otros aspectos de organización social occidental a los que el grupo político dominante se refería como “civilización contemporánea”. La nueva ideología nacionalista turca se expresó en acciones que atacaban directamente a los kurdos musulmanes: la abolición del califato, la prohibición del uso del kurdo en espacios públicos, el exilio forzado de intelectuales y agás8 kurdos al oeste de Turquía y la expropiación de tierras para entregarlas a hablantes de turco (Üngör 2011, 122-148). Como los kurdos habían sido testigos y, en ciertos casos, partícipes de un proceso similar en contra de los armenios pocos años antes, rápidamente surgió entre los líderes de diversas tribus kurdas el temor a ser sujetos de un genocidio (124).
En la historia oficial turca, la rebelión del sheij Said funge como ejemplo de las amenazas a la unidad nacional. Se empleó para justificar las reformas de secularización que eventualmente se considerarían pilares de la ideología política hegemónica en Turquía durante todo el siglo XX: el kemalismo (Atabaki 2007; Azak 2010; Cirianni Salazar 2017, 169-194). Este episodio inaugura la emergencia de una identidad nacional kurda más allá del proyecto de las élites urbanas. Sin embargo, no se sostuvo exclusivamente sobre la identidad étnica, sino que se formuló principalmente mediante una retórica religiosa y empleando las estructuras de autoridad de las órdenes sufíes (tarikats). Las tarikats tienen dos características cruciales para esta rebelión: las jerarquías, que normalmente garantizan la lealtad de sus miembros (murits) a la autoridad de sus dirigentes (sheijs), y su capacidad de trascender las distinciones y las rivalidades tribales. De ese modo, la preparación de la revuelta intentó mediar en los conflictos entre tribus y establecer alianzas. Según el recuento de Bruinessen (1992), las negociaciones previas a la rebelión fallaron en dos cuestiones que posteriormente se revelarían decisivas: la inclusión de las tribus alevíes9 (como el caso de las tribus khormek y lolan, que pelearon del lado del ejército turco) y la baja participación de los kurdos hablantes de kurmanji.10
En febrero de 1925, una escaramuza entre un grupo de gendarmes turcos y los hombres que acompañaban al sheij Said en sus viajes entre Lice, Hani y Piran desató prematuramente el conflicto armado entre los kurdos liderados por el sheij Said y el ejército turco. Rápidamente, las fuerzas del sheij Said tomaron control de varias localidades e iniciaron el sitio de la ciudad principal en la región: Amed (Diyarbakır).11
Las represalias del Estado turco tras la rebelión del sheij Said fueron muy violentas. Además de la destrucción de pueblos enteros, el hecho dio pie a la imposición de un estado de excepción que estableció tribunales de guerra para juzgar y condenar a muerte no sólo a quienes habían participado del movimiento, sino también a los religiosos que se rebelaban contra las reformas de secularización. Uno de los resultados más conocidos de esta persecución fue la creación de la ley que prohibió las tarikats (Kezer 2015, 96-102). Así, la represión de los kurdos sirvió simultáneamente para suprimir a las autoridades religiosas locales, ya fuesen kurdas o turcas, en favor de las instituciones centrales del Estado.
El nuevo Estado turco pretendía homogeneizar la identidad nacional mediante el reconocimiento oficial de una sola lengua y una religión bajo su control.12 El proyecto de un Estado kurdo emergió entonces no como consecuencia natural de la identidad kurda, sino como una forma de resistencia ante aquello contra lo que muchos habían luchado en la guerra de independencia y que se consolidó pese a la ausencia de colonizadores directos: un Estado secular que emulaba a sus pares occidentales. En sus primeras expresiones, esta resistencia no separaba los elementos étnicos de los religiosos en sus reivindicaciones.
Tanto los conflictos entre kurdos como sus episodios de alianza con el naciente gobierno turco (primero, la alianza de kurdos musulmanes con el movimiento independentista y, después, la de tribus alevíes contra la rebelión del sheij Said) ilustran que, lejos de una relación espontánea entre identidad étnica y proyecto/interés nacional, hubo un proceso agonístico en el que distintos enfoques sobre el Estado nación estuvieron en juego.
La construcción de un Estado con “mano de bronce”
En un discurso pronunciado el mismo año en que se suprimió la rebelión del sheij Said y se decretó el cierre de las tekkes sufíes, el primer ministro İsmet İnönü declaró:
Nuestra labor es transformar a toda persona que se encuentre dentro de la patria turca en un verdadero turco. Acabaremos con cualquier elemento que se oponga a la “turquidad” y al “turquismo”. Las principales cualidades que buscamos en alguien que sirva a la madre patria es que sea un turco y un “turquista”.13
Esta cita muestra no sólo el esfuerzo por crear e imponer verticalmente desde el nuevo Estado la identidad nacional turca (y, por lo mismo, su artificialidad), sino también la disposición a emplear la violencia para tal fin. No es casual que İnönü haya empezado a fungir como primer ministro a raíz de la destitución de Ali Fethi Okyar en el contexto de la rebelión del sheij Said. El sector más radical del CHP (Partido Republicano del Pueblo) criticó a Okyar por no tomar medidas suficientemente duras en contra de los rebeldes, a lo que éste contestó que “no se mancharía las manos de sangre con violencia innecesaria” (Üngör 2011, 126). Tras forzar la renuncia de Okyar el 2 de marzo de 1925, Mustafa Kemal convocó a İnönü para ocupar su puesto y ejercer un castigo ejemplar contra los kurdos (126). Una década después, İnönü volvería a mancharse las manos de sangre.
En la última etapa formativa del nacionalismo turco, esto es, cuando se impuso como ideología oficial de la nueva república, intelectuales de origen kurdo como Ziya Gökalp y Şerif Fırat participaron en la creación del mito nacional turco y de la negación de la existencia misma del pueblo kurdo. El primero afirmaba que si bien los pueblos túrquicos y kurdos eran étnicamente diferentes, cientos de años de convivencia bajo un modo de organización tribal los había fusionado, argumento que justificaba la asimilación cultural de los kurdos. Por su parte, Fırat acuñó el término peyorativo de “turcos de la montaña” para referirse a los kurdos.14 El nuevo Estado turco y sus aliados kurdos veían en estas acciones una misión civilizadora.
Estos intelectuales fueron parte de un grupo de científicos a los que el gobierno turco convocó para darle un aura de autenticidad y rigor positivista al mito nacional. En 1931 se fundó el Türk Tarih Kurumu (Instituto de Historia Turca) y en 1932, la Türk Dili Tetkik Cemiyeti (Asociación del Estudio de la Lengua Turca). Entre las reformas de los primeros años de la república destacaron el uso del alfabeto latino y la transformación de la lengua turca con el fin de eliminar palabras de origen árabe o persa y remplazarlas (muchas veces sin éxito) por otras de origen túrquico o, a veces, incluso por neologismos y términos occidentales. Esa transformación lingüística tuvo su expresión geográfica en el cambio masivo de la toponimia del país.
Dos ejemplos extremos del pensamiento kemalista fueron la célebre Güneş-Dil Teorisi (teoría lingüística del sol) y “la tesis histórica turca”. La primera afirmaba que todos los idiomas del mundo derivaban de una lengua originaria de Asia central. La segunda aseveraba que los turcos eran descendientes de los habitantes arios de Asia central y que estaban emparentados con todas las grandes civilizaciones antiguas de la región, como la sumeria o la hitita.15 La función de este mito nacional fue dotar imaginariamente a la figura de la “nación turca” de una raigambre ancestral en Anatolia y así justificar su presencia en dicho territorio (Zürcher 2004, 191; Shaw 2004). Así surgieron diferentes interpretaciones que pretendían demostrar que, originalmente, los kurdos no hablaban ninguna de las variantes del kurdo que existen en Anatolia (zazaki y kurmanji).16 La formación de esta historia oficial tenía la intención de negar ab initio los fundamentos discursivos de un potencial nacionalismo kurdo. Paradójicamente, el empeño puesto en esta negación de la identidad kurda eventualmente se convirtió en un instrumento para ejemplificar la artificialidad de la identidad nacional turca. Se revela, así, la ansiedad que provoca el asedio espectral del otro que ha sido invisibilizado.
A partir de 1934, Ankara estableció políticas demográficas que buscaron quebrantar los lazos sociales y territoriales de las tribus kurdas, así como marginarlas de las regiones más fértiles y económicamente prósperas. Estas estrategias de marginación reforzaron la identidad kurda como resistencia y dieron lugar a una segunda rebelión importante, la rebelión de Dêrsim de 1937 (McDowall 2004, 207-210).
La región de Dêrsim es una zona montañosa compuesta por cientos de aldeas. La misma ciudad de Dêrsim está rodeada por montañas y la atraviesa el Munzur, uno de los principales afluentes del Éufrates. Sus habitantes son principalmente kurdos alevíes que hablan zazaki; como en casi todo el Bakur (Kurdistán turco), antes del genocidio de 1915 compartían esta región con pobladores armenios.17 En la década de 1930, cerca de 70 000 personas vivían en Dêrsim. La lejanía de los centros de poder que les había otorgado autonomía desde tiempos otomanos también los resguardó de las políticas kemalistas. La gente de Dêrsim se organizaba mediante la típica estructura jerárquica tribal de la zona, compuesta por poderosos líderes tribales y religiosos. Como sucedía en tiempos del Imperio otomano, la capital gobernaba por intermediación de los agás locales. A los ojos de la nueva república, esta forma indirecta de gobierno era problemática, pero lo que alarmó a Ankara fue el crecimiento del nacionalismo entre los hijos de las élites intelectuales kurdas locales. En 1936, la región fue sometida a un estricto gobierno militar (Bruinessen 1994, 4-5).
Las pocas fuentes que hay sobre la masacre de Dêrsim no permiten conocer todos los detalles. No obstante, las fuentes disponibles afirman que el ejército turco temió una inminente rebelión de un puñado de tribus (lideradas esta vez por un dede18 aleví, Seyid Riza) que le demandaban al Estado autonomía para gobernarse según sus propias estructuras de autoridad.
En 1937 el gobierno turco llevó a cabo una violenta campaña de “pacificación”. Cientos de aldeas fueron desplazadas por la fuerza y se cometieron atrocidades contra la población civil,19 como el asesinato de mujeres y niños y el secuestro de cientos de niñas que fueron trasladadas a hogares adoptivos (muchas a casas de familiares de los militares activos durante la operación) en el centro y occidente de Anatolia.20
Entre 1937 y 1938, el ejército asesinó a alrededor de 10% de la población de Dêrsim (Bruinessen 1994, 7-8).21 El nombre militar de esta operación fue “Tunç eli”, que significa “mano de bronce”. Por esto, un par de años antes de la rebelión, se cambió el nombre oficial de la región de Dêrsim a Tunceli.22 Durante y después de la misma, nuevas deportaciones tuvieron lugar siguiendo el plan establecido por la ley 2510. Una vez “pacificada” la región, se estableció una brigada especial para que patrullara desde las montañas (McDowall 2004, 209).23 Regiones circundantes como Elazığ o Malatya fueron sometidas a un lento proceso de limpieza étnica de kurdos alevíes.24
Esta masacre marca el punto final del periodo de disputas eminentemente tribales contra el Estado, pero los movimientos de resistencia en el Kurdistán no desaparecieron, sino que se restructuraron. En el siguiente apartado veremos cómo la lucha kurda se transformó para dejar atrás las estructuras precoloniales de autoridad (la tribu y las organizaciones religiosas sufíes y alevíes) y asociarse, en su lugar, con nuevas ideologías políticas trasnacionales: el marxismo-leninismo y el islamismo.
Entre el marxismo y el islamismo: estatalidad y “progreso” en los referentes para la lucha kurda
El proyecto nacionalista impulsado por el Estado turco logró sortear poco a poco los obstáculos de sus primeros años. Durante las tres décadas que siguieron a la masacre de Dêrsim, continuó un proceso de asimilación y segregación de la población kurda. El proceso es paradójico, porque asimilar y segregar son dos acciones contrarias y, sin embargo, ocurrían simultáneamente. Esto no es, por supuesto, una característica única de la situación de los kurdos en Turquía, sino una experiencia común para las poblaciones marginadas en los Estados modernos. Como los palestinos en Israel o los pueblos indígenas en los Estados latinoamericanos, los kurdos en Turquía se han visto sujetos a una situación de “exilio domiciliario” (Rabinovich 2015).
Por una parte, la marginación socioeconómica de la población kurda tenía el propósito de impedir que se empoderara y tuviera los medios para concretar un proyecto independentista; por otra, la segregación cumplía el fin de mantener la otredad de los kurdos como amenaza flotante a la integridad territorial turca, por lo menos en el discurso político del Estado. La resistencia de los kurdos, en consecuencia, respondía no sólo a la asimilación cultural, sino también a la marginación socioeconómica y el “subdesarrollo”. Así se incorporó a la lucha kurda el discurso (característico de la modernidad occidental) del “progreso” como meta civilizatoria. Ese discurso subyacía a las diferencias entre los modelos de estatalidad de la época: tanto los Estados capitalistas como los socialistas compartían un anhelo de modernidad entendido como desarrollo económico y científico y como dominación técnica de la naturaleza.
En ese contexto, la rebelión kurda, tanto de los grupos laicos cercanos a organizaciones de izquierda como de los movimientos islamistas afines al pensamiento de los partidos de centro-derecha (por lo menos por el anticomunismo), se empezó a estructurar desde el reclamo por la marginación socioeconómica y a emplear el lenguaje del “subdesarrollo” y el “atraso” respecto a la hegemonía de la modernidad. El anhelo de un Estado independiente resurgió, entonces, no sólo sin los referentes simbólicos y las estructuras organizativas de las primeras revueltas, sino contra ellos: muchos elementos “tradicionales” de la sociedad kurda fueron culpados, a la par del Estado turco, de la situación de “atraso” en la que se hallaban. Esto implicó una nueva forma de aproximarse a la identidad no sólo étnica (para entonces ya entendida mediante el paradigma político de la nación), sino también religiosa: la interpretación tanto del alevismo como del islam sufrió revisiones profundas.
Entre los alevíes, tanto kurdos como turcos, el laicismo se consideró una oportunidad para superar la marginación y la persecución religiosa que padecían desde tiempos otomanos; esa tendencia los motivó a apoyar el proyecto kemalista de modernización/occidentalización de la sociedad.25 Los procesos migratorios hacia las ciudades y hacia otros países exacerbaron esta tendencia occidentalista hasta que algunos sectores construyeron discursivamente el alevismo como cultura vernácula y no como religión (Shankland 2003; Dressler 2013). En el caso de los kurdos alevíes, se popularizó la postura de negar los aspectos de origen islámico del alevismo o de considerarlos elementos “contaminantes”, alegando un origen zoroastriano (Çevik 2012). Esta narrativa incrementó la distancia identitaria entre kurdos alevíes y kurdos musulmanes.26
La migración a las ciudades, en el contexto internacional de la Guerra Fría y de la constitución de 1960, también dio lugar a la emergencia de organizaciones políticas de izquierda que hasta entonces habían operado en la clandestinidad (Zürcher 2004, 246).27 En ese contexto, los debates y las publicaciones marxistas proliferaron por toda Turquía y en las universidades surgieron nuevas organizaciones estudiantiles con tendencias marxistas como las Dev Genç (Juventudes Revolucionarias) y los Doğu Devrimci Kültür Ocakları (Aslan 2021, 40-45).28
Algunas organizaciones posteriores, como las encabezadas por Deniz Gezmiş, Mahir Çayan e İbrahim Kaypakkaya,29 utilizaron tácticas de guerrilla urbana. En los primeros años de la década de 1970, los tres fueron ejecutados. No obstante, por primera vez en la historia de la república, actores políticos turcos respaldaron el movimiento kurdo y contribuyeron a frenar su aislamiento. En la misma década, estas organizaciones se enfrentaron a grupos paralelos de ultraderecha, como los Bozkurtlar (“lobos grises”), brazo armado del Milliyetçi Hareket Partisi, un partido ultranacionalista turco anticomunista y antikurdo. En 1978, año en que los Bozkurtlar cometieron una masacre contra los alevíes en Maraş, Abdullah Öcalan (quien fuera miembro de las Dev Genç) fundó el Partiya Karkerên Kurdistan (PKK), que a partir de ese momento habría de tomar el relevo de la lucha armada puesta en marcha por Gezmiş, Çayan y Kaypakkaya. Sakine Cansız, originaria de una familia típica del Kurdistán, fue otra de las fundadoras del PKK (Cansız 2017). Ejemplo de esta ruptura generacional es que Cansız conoció a Öcalan en el contexto del álgido debate universitario de la época. Sus ideas eran contrarias a la estructura tribal de la sociedad kurda y crítica de la influencia religiosa sunní, la que veía como una fuerza cultural favorable para el Estado porque mermaba la identidad kurda.
En sus orígenes, el PKK se planteó una lucha simultánea contra el chovinismo y el capitalismo del Estado turco y contra la opresión “feudal” de los agás y los sheijs (Öcalan 2010, 24-25), esto es, de las estructuras tradicionales de poder de la sociedad kurda de Anatolia. Así pues, en esa etapa el PKK tenía una misión modernizadora y estatista que buscaba la creación de un Estado kurdo socialista, por lo que rompía con los movimientos nacionalistas kurdos que hasta entonces controlaban la vida política de ese pueblo, particularmente el Partiya Demokrat a Kurdistanê (PDK), de la familia de sheijs Barzani.30
En su primera etapa, el proyecto del PKK no logró convencer a la mayoría kurda musulmana, pero esta situación cambió tras la persecución, encarcelamiento, torturas y desapariciones forzadas que cometió el Estado turco contra la población kurda luego del golpe militar de 1980. La resistencia a la violencia estatal fungió nuevamente como elemento unificador de distintos sectores de la población kurda, lo que engrosó las filas del PKK y orilló a la organización a las primeras reformulaciones de su postura en torno a la religión para incluir en su proyecto a los kurdos musulmanes, siguiendo un esquema más secular que antirreligioso (Çevik 2012).
El PKK no fue el único movimiento kurdo que emergió en esos tiempos. Dos ejemplos de organizaciones islamistas kurdas en Turquía fueron Med-Zehra y Hizbullah.
Said Nursi (1877-1960), uno de los intelectuales kurdos musulmanes más influyentes del siglo XX en Turquía, planteó la necesidad de reformar la práctica islámica para hacerla compatible con la vida moderna y fundó las bases de un racionalismo islámico que retoma ideas del sufismo, pero que se aleja de sus estructuras tradicionales de autoridad (Vicini 2020). Nursi se enfocó en la educación como estrategia para el desarrollo; le preocupaba el “atraso” educativo de los kurdos. Entre los grupos inspirados por Nursi (conocidos en Turquía como “nurcus”), que se caracterizaron por la fundación de escuelas y dormitorios para estudiantes, sólo Med-Zehra retomó la identidad kurda de su maestro para plantear una nueva forma de nacionalismo islamista kurdo.31 Esta organización planteó la creación de una federación islámica de Estados nacionales (Atacan 2001; Çevik 2012; Oba 2006), en contra de la noción tradicional de la umma (comunidad de todos los musulmanes, sin distinción étnica, lingüística o racial).
Como sucede generalmente con los grupos “nurcus”, Med-Zehra se propone la disolución de las estructuras tradicionales de las tarikats en favor de instituciones más compatibles con la vida moderna (la escuela y el Estado nación son las que principalmente reivindican estos grupos); sin embargo, Med-Zehra rechaza nociones políticas occidentales como la democracia electoral y los partidos políticos, a las que considera contrarias al islam y la shari’a. Aunque Med-Zehra no participa en la lucha armada, en su principal publicación, la revista Dava, se encuentran diversas apologías a distintos movimientos armados kurdos, particularmente en la década de 1990 (Atacan 2001).
El grupo islamista kurdo que sí participó en la lucha armada es Hizbullah (Partido de Dios). A causa de su discurso antioccidental y en favor de aplicar la ley islámica (sharí’a) como fundamento legal de sus Estados, las organizaciones islamistas que surgieron en el siglo XX suelen ser consideradas como antimodernas y contestatarias del modelo de gobernanza impuesto por la colonización directa o indirecta. Están, sin embargo, atadas a lo que repudian por sus propios proyectos de estatalidad, que no dejan de retomar los fundamentos políticos del Estado moderno, como su concepto de soberanía (Hallaq 2013). Los principales modelos de Hizbullah, la República Islámica de Irán y los Hermanos Musulmanes, son ejemplos de esta tendencia ideológica híbrida que, como apunta Hallaq (2013, 2), “dio pie al fracaso tanto de la gobernanza islámica como del Estado moderno, en tanto que proyectos políticos” (traducción de Lucía Cirianni Salazar).
La Revolución islámica de Irán de 1979 inspiró a miles de musulmanes a combatir al Estado turco y establecer la ley islámica en el país. En ese contexto, un grupo de islamistas kurdos, entre los que estaban Hüseyin Velioğlu, Fidan Üngör, Ubeydullah Dalar y Mehmet Ali Bilinci, fundó el movimiento islamista Hizbullah, que aspiraba a la construcción de un Estado kurdo islámico. El movimiento se dividió desde sus inicios entre el grupo İlim (liderado por Velioğlu), que favorecía la lucha armada, y el grupo Menzil. La disputa entre ambos fue violenta, y fue İlim quien entró en guerra con el PKK (Çevik 2012, 97-100).
Mientras el PKK consolidaba sus acciones en la región, los principales cuadros de Hizbullah recibieron entrenamiento político y militar en Irán. Alarmada, Ankara decidió mantenerlos bajo estricta vigilancia. Sin embargo, los lazos entre Hizbullah e Irán no duraron mucho tiempo debido a diferencias ideológicas (Kurt 2017, 12-31).
Gracias al éxito de las operaciones del PKK en el sureste del país, Ankara recurrió a estrategias ya conocidas: desplazamientos forzados y cambios masivos de topónimos.32 Sin embargo, esto esparció el movimiento por todo el país. Ante la inutilidad de estas acciones, los Bozkurtlar y los militares recrudecieron sus métodos represivos y, finalmente, en 1986 el Estado creo las Köy Korucuları (Guardias de los Pueblos), un sistema paramilitar cuya función era aterrorizar a la población local para evitar que la guerrilla incrementara sus números y cortar sus rutas principales.33 Durante los años noventa, el gobierno turco cometió torturas, violaciones y encarcelamientos masivos. Más de 3 000 pueblos y ciudades, como Lice y Şirnex (Şirnak), fueron arrasados.34
Entre mayo de 1991 y 1995, Hizbullah entró en guerra con el PKK. Se estima que la organización se infiltró en cargos estatales y cometió alrededor de 17 000 asesinatos bajo las órdenes del Jitem, una rama secreta de gendarmería de las fuerzas armadas (Kurt 2017, 31-36). Hizbullah sólo fue parcialmente desmantelado hasta el año 2000, tras la Operación Beykoz.35
Tanto el PKK en su primera etapa como Med-Zehra y las distintas facciones de Hizbullah son ejemplos, desde distintos ángulos del espectro político, de una lucha kurda por la autodeterminación que fue impactada por los modelos internacionales de la Guerra Fría y por el surgimiento de movimientos islamistas con proyectos de estatalidad afines al sistema-mundo de la posguerra. En los tres proyectos, enfrentados entre sí, subyace el anhelo de un Estado independiente y sólo en uno de estos casos se abandonó, por lo menos en el discurso, en favor de una crítica y una propuesta más radicales y utópicas.
Abdullah Öcalan fue capturado en Kenia en 1999 con ayuda de la inteligencia militar israelí y estadounidense. Sin embargo, el PKK no se desmanteló, sino que entró en una etapa de transformación ideológica que, inspirada por los escritos de su líder encarcelado, dio lugar al confederalismo democrático: un proyecto multicultural de “administración política no estatal o democracia sin Estado” (Öcalan 2012, 21). La transformación ideológica que supuso la transición del marxismo-leninismo al confederalismo democrático abrió una nueva etapa en la historia de la lucha kurda (Conde 2017a; Castillo 2017). A partir de ese momento, al menos en teoría, el PKK buscó alejarse de la tradicional estructura jerárquica del partido, es decir, intentó construir un nuevo paradigma, alejado de los objetivos que asume la perspectiva geopolítica (Estremo 2017).
Este nuevo enfoque, que coloca el ecologismo y el feminismo en el corazón de su planteamiento de liberación (Aguilar Silva 2019), no ignora algunos aspectos cruciales del lenguaje político de su etapa marxista, como la referencia al “feudalismo” como sistema de opresión universal previo al Estado-nación capitalista (Öcalan 2012). La propuesta de gobierno del confederalismo democrático consiste en estructuras autónomas de organización local, donde la toma de decisiones sucede mediante asambleas que ya no requieren la homogeneidad étnica ni la centralización burocrática del Estado-nación. Es, por lo tanto, una oferta de democracia directa (Öcalan 2012; Castillo 2017). Como propuesta de gobierno que apela a la autonomía local, se parece a la forma de organización kurda anterior al surgimiento de los Estados actuales. No es, sin embargo, una proposición de “vuelta al pasado”, porque cuestiona explícitamente el poder “feudal” y patriarcal de la organización tradicional kurda.
El modelo del confederalismo democrático fue puesto a prueba especialmente en los cantones kurdos del norte de Siria (Royavá) a raíz del éxito militar de las unidades de defensa kurdas (Yekîneyên Parastina Gel y Yekîneyên Parastina Jin, Unidades de Protección Populares y Unidades Femeninas de Protección, respectivamente) en la lucha contra el Estado Islámico durante la guerra civil en Siria, lo que resultó en una zona bajo control kurdo de facto, cuyo proyecto está directamente inspirado por la ideología del PKK (Conde 2017a; Castillo 2017). Los principales desafíos para la concreción del confederalismo democrático en Royavá son la necesidad estratégica de establecer alianzas y razonamientos geopolíticos con los Estados aliados (Conde 2017a, 72) y los reclamos de los habitantes no kurdos de la región (principalmente árabes y asirios) sobre su plena inclusión en el proyecto (Gutiérrez de Terán 2019, 93). Dicho de otra manera, el control sobre un territorio implica la necesidad de un nuevo tipo de resistencia: la resistencia a actuar como un Estado. En palabras de Silvana Rabinovich (2015, 331): “La potencia de esa resistencia reside en la concepción comunitaria (heterónoma en sus relaciones internas y autónoma hacia el Estado) de la propiedad que, siguiendo el lema divide et impera, los Estados tratan de pulverizar” .
La revolución de Royavá coincidió con el fin del proceso de paz entre Ankara y el PKK, que prometía dar lugar a un modelo de estatalidad multicultural al estilo de las democracias liberales occidentales36 (Kuzu 2018; Rossati 2015). En un giro hacia el autoritarismo que se hizo explícito con la represión a las protestas de Gezi en 2013, Ankara retomó el discurso nacionalista de antaño y dejó atrás las políticas de “apertura” respecto a las minorías étnicas y religiosas que se habían emprendido en la primera década del siglo XXI, con la llegada al poder del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP).37 Este cambio de discurso busca justificar una nueva oleada de violencia estatal contra el movimiento kurdo de liberación y sus aliados turcos (Conde 2017a, 65-67).
Conclusiones
Las encrucijadas históricas aquí expuestas invitan a cuestionar la perspectiva geopolítica que naturaliza el deseo de un Estado nación como resultado directo de la diferencia étnica. Sostenemos que la identidad étnica no entra en juego en la arena política en forma “pura”, sino imbricada con otras fuentes de identificación comunitaria, y que la formación de un Estado es un objetivo que sólo apareció en el horizonte político de los kurdos en un contexto en el que esa forma de organización política dificultaba imaginar otras estructuras de gobernanza y autodeterminación. Dicho de otro modo, los proyectos de fundación de un Estado kurdo sólo tuvieron sentido cuando las formas anteriores de gobierno parecieron inviables, tanto por su destrucción violenta en el proceso de formación de los Estados entre los que quedó repartido el Kurdistán (el “exceso de estatalidad” al que se vieron sometidos) como por su deslegitimación en el imaginario social “moderno” y su demanda de “progreso”. Eventualmente, la imposibilidad de concretar esos proyectos de estatalidad y la condición de permanente marginalidad respecto a los Estados en su región permitieron la emergencia de, por lo menos, una visión crítica de dicha estructura de gobierno: el confederalismo democrático.
Así, lejos de dar por sentada la deseabilidad de la organización estatal como un resultado natural de la diferencia étnica de los kurdos, este artículo muestra cómo el modelo del Estado nación sólo ha sido significativo durante un periodo breve de la historia reciente, y su capacidad para proteger a los kurdos de la violencia que sufren a causa del exceso de estatalidad que han padecido está empezando a ser cuestionada. Queda por ver cómo se desarrollará esa identidad en resistencia ante la encrucijada actual, en que algunos kurdos partidarios del confederalismo democrático han logrado un control territorial que trae consigo nuevos riesgos.