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Estudios de Asia y África

versión On-line ISSN 2448-654Xversión impresa ISSN 0185-0164

Estud. Asia Áfr. vol.55 no.2 Ciudad de México may./ago. 2020  Epub 10-Ago-2020

https://doi.org/10.24201/eaa.v55i2.2504 

Artículos

La producción de soldados en Filipinas encauzada por la Orden de Predicadores: 1610-16481

The recruiting of soldiers in the Philippines by the Dominican Order: 1610-1648

Ostwald Sales-Colín Kortajarena1 
http://orcid.org/0000-0002-1297-4668

1Universidad Autónoma Metropolitana, México. ostsalescolinkortajarena@gmail.com


Resumen:

Filipinas se convirtió en un espacio donde se intentó reproducir las mismas formas de organización ensayadas en América, pero la monarquía española en Asia buscaba en esa primera mitad del siglo XVII su expansión y afianzamiento mediante el reforzamiento militar del archipiélago. Este artículo trata de mostrar cómo se desarrollaron las esferas de intereses mancomunados entre el gobierno filipino y la Orden de Predicadores a través de los medios empleados para producir soldados en las islas, así como las dificultades enfrentadas. Las funciones que desempeñaron los dominicos fueron cruciales en un momento en que, a pesar de sus esfuerzos, el número de efectivos militares siempre fue insuficiente. Así, este clero regular se constituyó en un brazo armado del Estado español en Asia y muestra, en cierto modo, cómo el bastión de la fe se convierte, al mismo tiempo, en uno de pretensiones hegemónicas.

Palabras clave: Orden de Predicadores; monarquía española; reforzamiento militar; Filipinas; Universidad de Santo Tomás; Colegio de San Juan de Letrán

Abstract:

Although the same forms of organization tested in the Americas were replicated in the Philippines, the Spanish monarchy in Asia sought to expand and consolidate its presence through the military reinforcement of the archipelago in the first half of the seventeenth century. This paper aims to show how spheres of joint interest between the Filipino government and the Dominican Order were developed through the recruitment of soldiers in the islands, together with the difficulties encountered. The Dominicans’ role was crucial at a time when, despite their efforts, more troops were always needed. In this way, the regular clergy became the Spanish state’s armed wing in Asia, demonstrating how to some extent the bastion of religion also propped up the monarchy’s hegemonic ambitions.

Key words: Dominican Order; Spanish monarchy; military reinforcement; Philippines; University of Santo Tomás; College of San Juan de Letrán

Introducción

Todas las ideas rectoras, planes, programas, proyectos y expediciones de la Orden de Predicadores en Filipinas tenían como punto neurálgico la capital del archipiélago, Manila, a donde llegaron en 1587. Ahí también realizaron el esfuerzo organizativo y administrativo que los llevó a instalarse en Japón (1602-1637), en las riberas del mar de la China, en Formosa (1626-1642) y en Fukien (1632), y a alcanzar lugares tan apartados como Tonkin (1676) (González, 1989, p. 277). Desde 1574, el “fin del mundo”2 pasó a depender oficialmente, como una provincia más, del virreinato mexicano, y la actuación de los dominicos en el otro extremo del mar del Sur también se destacó en el establecimiento de un comisariado del Tribunal del Santo Oficio, sufragáneo del de la Ciudad de México (Medina, 1899, p. 13; Greenleaf, 1985, pp. 33 y 229),3 lo que explica la apreciable capacidad organizativa para que estos representantes del clero regular se constituyeran en parte de la célebre frailocracia filipina, cuyo poder estaba fundamentado en una riqueza material y un monopolio espiritual a favor o en contra del Estado español cuando así le convenía.

Desde su arribo a Filipinas, la Orden de Predicadores se responsabilizó de los sangleyes avecindados en el Parián; a estos religiosos se les asignaron las provincias de Bataán y Pangasinán, en el centro de Luzón; Ituy, Nueva Vizcaya e Isabela, en el norte; e islas Batanes y Babuyanes, en Bisayas. Las actividades, las empresas y los objetivos de los dominicos fueron muy variados y conspicuos. Lo que interesa resaltar aquí es que sus ideales y sus intereses se apoyaron en establecer un acercamiento con la gente, malayos, hispanos y mexicanos, mujeres y hombres, del que se desprendiera un conocimiento que les permitiera estudiar las reacciones de estos habitantes en aras de constituirse en parte esencial de la élite española en las islas, con una fuerte influencia para ejercer su dominio, con el propósito de emular un reino similar a los que habían sido fundados en América. La Universidad de Santo Tomás (1611) y el colegio de niños huérfanos de San Juan de Letrán (1622-1623) respondieron a ese principio, con una alta disposición a la fuerza de voluntad de la Orden de Predicadores para superar tropiezos en la fundación de estas instituciones y en la notoria desconsideración hacia sus egresados.4

Terminada la conquista del archipiélago, como lo ha probado Luis Alonso (2009), el provecho no estaba centrado exclusivamente en conveniencias religiosas, sino en el reforzamiento militar defensivo que otorgaría a las Indias Occidentales, importantes productoras de plata. La función de “antemural” (AHINAH, G. de Orozco, vol. 56, p. 12a) concedida a Filipinas, que al mismo tiempo protegía las costas del mar del Sur, refleja cómo, desde el siglo XVI, los españoles se aferraron siempre a una cuestión: exigir al enemigo de la monarquía que efectuara onerosos gastos en Asia para socavar así su capacidad ofensiva en América, sobre todo durante el periodo convulsivo de la primera mitad del siglo XVII (Alonso, 2009, pp. 18 y 33).También así lo precisaba el procurador general de Filipinas, Juan Grau y Monfalcón en su Memorial de 1637, ya que una de las necesidades de conservar el archipiélago como parte de la monarquía se fundamentaba en “aliviar” a las Indias Occidentales:

que con la diversión y gasto que el enemigo tiene en las Orientales, y plazas del Maluco, es forzoso acudir menos, y con menos fuerza a infestarlas, que sería mayor si le emplea en el Oriente por lo que halla en Filipinas, la pudiese excusar, y aumentando allá los intereses del comercio, quedase libre del gasto para ocuparse en el Occidente, a donde si entrara cada año con las fuerzas todas, diera más cuidado, y causara más costosas defensas de las que se hacen en Filipinas.5

Es incuestionable que se refiere a que las islas cumplieran la función de barrera para evitar el ataque contra los territorios americanos (Crailsheim, 2014, p. 140). En definitiva, Grau y Monfalcón expresaba sin ambages que la conservación, la importancia y la necesidad de poniente se fundamentaba en la significación de que las islas se constituyeran en “el freno que detiene a los enemigos”, aunque también añadía que servían para “promulgar la Fe, asegurar la India, quitar el comercio a Holanda y prestigiar a la Corona”.

En conjunto, tal como la historiografía ha dado cuenta, Filipinas representó el confín de la monarquía española en su avanzada sobre Asia del Pacífico al establecerse como “espacio periférico” (Coello, 2011, p. 708), “frontera más allá de la frontera” (García-Abásolo, 2011, p. 78), “frontera marítima” (Mantecón y Truchuelo, 2016, p. 27), “frontera de ultramar” (Truchuelo y Mantecón, 2018, p. 1), con lo que se creó, al mismo tiempo, un límite religioso y militar situado en un espacio de intercambios, complementariedades y reciprocidades entre los grupos hispano-mexicanos y los que no lo eran, de los que surgieron numerosas influencias que fueron resultado no necesariamente de la armonía ni de la cordialidad, en un ambiente caracterizado por la tensión constante. Lo religioso es perceptible en los incesantes esfuerzos del clero castellano-español por mantener una fuerte presencia en diferentes partes del archipiélago, mientras que lo militar se aprecia en la orientación hacia programas defensivos frente a los múltiples “enemigos internos y externos”6 que amenazaban Manila y los diferentes presidios insulares. Se puede hablar de “naciones” y lugares extraños con diferentes lenguas, costumbres, creencias y formas de organización en los que se pretendía implantar el poder de la monarquía española, no sin antes explorarlos, recorrerlos, intentar dominarlos y, en dado caso, abandonarlos con la reserva de haberlos conocido de forma aproximada. Es incuestionable que se asiste a una frontera como símbolo periférico que genera tensión e inseguridad, pero que también es tornadiza y volátil en función de que contempla “la noción de propiedad de la tierra” (García Picazo, 2000, pp. 125-130). En definitiva, supone referir lo transnacional7 en cuanto a que “de un modo inmediato, se establecen corrientes dinámicas de toda clase de elementos (personas, bienes, servicios, capitales, noticias, conocimiento, creencias, ideas) que se articulan sobre redes que estructuran ese fluir” (García Picazo, 2000, p. 153).

La burocracia filipina se vio esencialmente influida por el clero regular. Entonces, a la pregunta de cuál era el objetivo de la Orden de Predicadores en la fundación de esas instituciones en Manila se puede responder sinópticamente: en primer lugar, el Estado necesitaba la ayuda de la Iglesia, la monarquía española encontró apoyo en el catolicismo y el bastión de la fe se convirtió al mismo tiempo en baluarte de pretensiones hegemónicas entremezclado con los conflictos de las Provincias Unidas del Norte. Desde esta perspectiva, y dadas las circunstancias, Filipinas se volvió un “Estado misionero”,8 caracterizado por una minúscula proporción de seglares responsabilizados del gobierno y la contratación (García-Abásolo, 2002, p. 28), por lo que los frailes desempeñaron funciones administrativas en la dirección de los pueblos y se erigieron como los representantes más preclaros del rey con una incuestionable posición de privilegio (García-Abásolo, 1982, p. 78). En segundo lugar, debido a la toma de decisiones políticas del Estado español, en la instalación, la continuidad y el poblamiento de asentamientos hispano-mexicanos en Filipinas que aseguraran la reproducción de un reino similar a los creados en América, se encauzó a la Orden de Predicadores a tomar medidas determinantes, en especial durante la primera mitad del siglo XVII, con la intención de planificar su presencia en las islas.

En este trabajo intentaré aportar evidencias que proceden, principalmente, del Archivo General de Indias (AGI) y del Archivo de la Provincia Dominicana de Nuestra Señora del Rosario (APDNSR), sobre la esfera de intereses mancomunados entre el gobierno civil y el clero regular, donde se observa claramente que el objetivo del Estado español en Insulindia estaba centrado en la seguridad militar del archipiélago.9

Para ello, primero analizo el caso de la Universidad de Santo Tomás, cuya finalidad estaba encaminada a la producción de clero parroquial, a cubrir los curatos vacantes y a la vida misionera; no obstante, se propició una deficiencia en la formación del sacerdocio institucional que se veía imposibilitado para acceder a un “oficio”, ya que la Real Hacienda filipina estaba impedida para costear espacios para los egresados. El interés de la universidad estaba muy lejos del objetivo de crear soldados, pero algunos graduados pobres tomaban la plaza de gente de guerra para sobrevivir en Manila.

En segundo lugar, estudio el caso del Colegio de San Juan de Letrán, cuya respuesta en lo relativo al campo defensivo del archipiélago, que vivía los recurrentes ataques del enemigo holandés y de los hombres islamizados del sur, no dejó de ser ciertamente influyente al colaborar en el mantenimiento de la Capitanía general y acentuar un protagonismo indudable, aunque claramente parcial, con el aporte de un porcentaje minúsculo de soldados. En la realidad, la finalidad del colegio consistía en compeler a los internos a formarse como gente de mar y de guerra con el objeto de implantar la tradición de crear, con españoles y mestizos, hombres de armas con una apreciación favorable a ser fieles a la Corona; paliar la escasez de recursos militares y, al mismo tiempo, constituir una infantería disciplinada, permanente y con funciones específicas en el ámbito castrense que pudiera ser utilizada en todo momento.

La Universidad de Santo Tomás

El 15 de agosto de 1610 se inauguró el Colegio de Santo Tomás y, por designación papal, Paulo V le concedió desde 1619 “que se pudieran dar grados a los que hubiesen estudiado en Santo Tomás” (APDNSR, ST, t. 1, doc. a, pp. 1 y 2). Después fue elevado a rango de universidad por un breve de Inocencio X fechado el 20 de noviembre de 1645, aceptado por el Consejo de Indias el 31 de julio de 1646 y promulgado por la Audiencia de Manila el 8 de julio de 1648 (APDNSR, ST, t. 1, doc. a, p. 2). Así, la provincia del Santo Rosario conservaría el cristianismo “en tierras de tanta ignorancia, y tan apartadas de las enseñanzas de los superiores con un colegio donde se cursaren los estudios de teología y artes al modo de los de Europa” (APDNSR, ST, t. 1, doc. a, p. 1). Fundado inicialmente para hijos de españoles, también ingresaron mestizos de español10 a raíz del escaso número de pobladores hispanos. En consecuencia, se instauró una doble institución: por un lado, se reservó para europeos y criollos con estudios truncos que llegaban a finalizarlos a las islas, y para hijos de españoles nacidos en Filipinas; por otro lado, también acogió a diferentes etnias.

Estudiantes

El modelo de educación impartido en Filipinas seguía las mismas líneas del practicado en la América española. La estructura académica se conformó de acuerdo con la de las universidades de Salamanca en España y la de México (García, 1988, p. 88; García, 2000a, p. 432) y, según Juan Díez de la Calle (BNM, Memorial y noticias sacras…), se leían cátedras de gramática, retórica, artes, filosofía, teología moral y escolástica.

Los estudiantes de Santo Tomás procedían de la población avecindada en Manila, eran hijos de presuntos españoles nacidos en las islas y mestizos. Asimismo, si se toma en cuenta que la población en la capital era escasa y que el archipiélago se caracterizó por una mínima fecundidad, insuficientes matrimonios y una fuerte tendencia a la soltería entre novohispanos y peninsulares (García-Abásolo, 2000, p. 202), entonces no extraña que los internos de Santo Tomás destacaran precisamente por ser una mínima proporción. Todo ello se confirma cuando se ve más de cerca a los hombres radicados en la ciudad. En 1620, el arzobispo de Manila, García Serrano, informó que en la composición de los 2 400 “españoles de confesión” se encontraban mujeres y hombres mestizos, y aclaró que los varones estaban conformados por “vecinos y extravagantes”.11 De ellos, 1 010 eran hombres, 584 mujeres y 816 soldados (Rodríguez, 1986-1988, vol. XVIII, pp. 67 y 68). Para 1634, de acuerdo con Díaz-Trechuelo (1984, p. 131), se cuenta con el padrón de Manila, que registró un total de 283 vecinos, 386 hombres y 240 mujeres.

Aún más, a partir de los documentos examinados, Juan Cerezo de Salamanca reconoció, el mismo año, que el número de habitantes españoles en Manila estaba conformado por 151 hombres casados, 45 viudas, 81 solteros, 16 hijos y “el resto es gente de sueldo de mar y guerra” (AGI, Filipinas 8, ramo 2, núm. 22). El resultado es que los hombres españoles de Manila o los que fueron señalados como españoles y mestizos eran una minoría; además, hubo un evidente descenso de la población, lo que se correlaciona con la disminución de las tasas de migración de varones de España a Filipinas a partir de 1630-1634 (García-Abásolo, 1997, p. 145) y con el incremento de la demanda de pobladores para el archipiélago.

Mínimas posibilidades profesionales: tomar plaza de soldado

Surge la duda, entonces, de si la relación entre la religiosidad dominicana y el apoyo a la monarquía española en Asia, en cuanto a la defensa del archipiélago, se desplegó a partir de un grupo de egresados que se enrolaban como soldados mientras que se destruía con ello la inclinación ineludible del vínculo confesional con escasos resultados para que esos egresados predominaran como elementos del clero católico en las islas. Algunos indicios hablan a favor de ello. Así pues, no resulta descabellado plantear que Santo Tomás se convirtió en un centro con una organización de egreso defectuosa en un lugar donde, a pesar de que los “niños españoles” no abundaban y la enseñanza universitaria estaba reservada a los hombres, las posibilidades laborales que se ofrecían a los egresados eran mínimas. Algunos aspiraban a ser párrocos en diferentes pueblos, aunque hubo otro grupo con fuertes limitaciones a causa de que numerosos curatos vacantes no podían ser entregados en función de la onerosa carga económica para la esquilmada Real Hacienda filipina, con lo que se truncó la probabilidad de acceder a un “oficio”.

Durante estos años, los egresados de Santo Tomás eran relegados cuando se trataba de ocupar las doctrinas vacantes, a pesar de que su número superaba al del modesto grupo de prelados peninsulares avecindados en las islas, ya que de 1626 a 1650 disminuyeron los pasajes de religiosos españoles a Filipinas y sólo se concedieron 397 (García-Abasolo, 1997, p. 145); Ferrando (1870, p. 447) refiere incluso la escasez de personal de la provincia del Santo Rosario en Manila hacia la década de 1640.

Los ejemplos que se presentan inducen a la precaución, especialmente a la hora de hacer comparaciones, ante todo porque cada egresado guarda estrecha relación con las necesidades prácticas de su propia calidad, por ejemplo, si es “de linaje y hacienda” o “de menos puesto”. Hacia 1621, Santo Tomás albergaba 20 colegiales de beca (Rodríguez, 1986-1988, vol. XVIII, p. 80), unos sufragaban sus propios gastos y otros eran subvencionados por la Mesa de la Santa Misericordia,12 mientras que entre 1639 y 1641 contaba con 30 estudiantes (BNM, Memorial y noticias sacras…), y desde 1645 se habían graduado dos doctores, 20 maestros y numerosos bachilleres (APDNSR, ST, t. 1, doc. a, pp. 1 y 2). Sin embargo, la oportunidad profesional del egresado no era un asunto baladí. Por ejemplo, así sucedió con Juan Fernández de Ledo, maestro en artes y teología, quien fue recomendado al rey para ocupar alguna dignidad eclesiástica en Filipinas o Nueva España. El provincial de Santo Domingo destacaba su recogimiento y lealtad a la Iglesia, y a pesar de que el padre Domingo González, rector de Santo Tomás de 1627 a 1633, escribió una carta en Manila, con fecha del 13 de diciembre de 1633, recomendándolo vehementemente, los resultados no fueron los esperados, pues sus promociones y sus ascensos estuvieron marcados por el signo de la vicisitud (Rodríguez, 1986-1988, vol. XIX, pp. 374 y 375).

Lo que se apunta con estos botones de muestra, aunque de manera incompleta, es algo que ya se había convertido en certidumbre y que también se había afirmado, la ficticia esfera de la fantasía de producir un sacerdocio capacitado para enviarlo a diferentes partes de las islas, ya que en 1638 el arzobispo de Manila expresó la carencia de prelados para las diferentes “doctrinas” de las islas. Ahí empleó un concepto que refería una realidad del archipiélago exclusivamente religiosa, mediante la cual los naturales de Filipinas permanecían agrupados para su adoctrinamiento cristiano (Alonso, 2009, p. 37); no obstante, menoscabó la utilidad de los recién egresados de los colegios mayores al describirlos como “muy mozos y no saber la lengua” de las diferentes provincias del archipiélago, por lo que emplearlos redundaría en situaciones perniciosas para la catequesis (Rodríguez, 1986-1988, vol. XX, p. 55).

Se disponía de un número de egresados, pero aquí nos encontramos con una de las repercusiones en la vida cotidiana de estos religiosos, para los que suponía un enorme desafío la desocupación. Sin duda, en el ámbito profesional del sacerdocio masculino no todos tenían las mismas posibilidades profesionales. Una prueba concluyente la aporta el Cabildo Secular de Manila, que en una carta del 27 de junio de 1636 ponderó el desmesurado número de egresados de los colegios de Santo Tomás y San José, pues, a su juicio, “eran muy graves los apuros que éstos pasaban por quedarse sin oficio ni beneficio”. No obstante, el Cabildo solicitó al rey que las parroquias vacantes que habían sido fundadas por los religiosos, desde 25 años atrás, fueran concedidas a los graduados con diploma, y que se repartieran entre los pupilos de Santo Tomás (Rodríguez, 1986-1988, vol. XX, p. 13, n. 44).

Naturalmente, en este aspecto hay que ser precavido y no sacar resultados demasiado simples ni hacer afirmaciones precipitadas. Sobre todo porque hasta ahora disponemos de las declaraciones del gobernador Sebastián Hurtado de Corcuera, que también mostró preocupación en lo relativo a las instituciones de educación superior, y subrayó que “no tienen a qué aspirar los clérigos que ahora estudian en estos colegios (Santo Tomás y San José), y salen algunos muy buenos sujetos, y es lástima no tener en qué ocuparlos” (Rodríguez, 1986-1988, vol. XX, pp. 89 y 90).

Acto seguido, se plantea una segunda e importante cuestión. ¿Qué se entendía por desocupación de los egresados? Se consideraba desocupación la de aquel que después de un intenso periodo de instrucción religiosa que permite la obtención de un diploma de grado, se encuentra fuera de la esfera de los oficios reservados para deudos y personas acaudaladas respecto a los que, “sin hacienda”, difícilmente podían comprar; en consecuencia, estaban obligados a acceder a la plaza de soldado. Resulta paradójica la aparente desocupación de los egresados universitarios. La deficitaria Real Hacienda filipina muy difícilmente podría sostener los desmesurados gastos derivados de la asignación de curatos vacantes o la creación de pueblos nuevos donde los egresados pudieran ejercer su profesión, pero, asimismo, dedicarse a ser “gente de guerra” era poco provechoso desde la óptica de devengar un salario, pues era bien sabida la situación lamentable de los cuerpos castrenses acantonados en Manila, a los que el Estado adeudaba sus sueldos a causa de la estrechez del situado enviado desde la Nueva España.

Con todo, en 1636 el Cabildo Eclesiástico de Manila informó que los jóvenes egresados de Santo Tomás con diplomas de grado, catalogados como estudiantes de excelencia, entre los que se encontraban hijos de vecinos pobres, difícilmente podrían acceder a una prebenda eclesiástica, lo que deterioraba su formación clerical, y, en consecuencia, muchos de ellos se veían compelidos a tomar la plaza de soldados para “poder pasar sus vidas” (Rodríguez, 1986-1988, vol. XX, p. 55).

¿Cuáles son, entonces, las fuerzas motrices en el desarrollo de la producción del sacerdocio institucional en Filipinas? En principio ya han sido mencionadas: la Iglesia y el Estado pueden calificarse como fundamentales.

Al clero regular lo que más le importaba era, como la historiografía lo ha estudiado, reforzar los impulsos orientados a robustecer su capacidad de decisión en las islas, ya que se convirtieron en la única figura del Estado que llegó a los lugares más recónditos (García-Abásolo, 2000, p. 196). Vemos que los dominicos reclamaban la utilización de sus necesidades religiosas apoyados en su modelo educativo, el que, al mismo tiempo, mostraban entre los grupos urbanos de Manila y los recién llegados con estudios truncos de España y América como contagioso. Contemplaban el proceso de aprendizaje en Santo Tomás como el resultado de una intensa formación docente con una importante satisfacción para ampliar el sacerdocio institucional e influir de forma activa en la cristianización insular por medio del catecismo y los sermones con la finalidad de contribuir al reforzamiento de la monarquía española en Asia, pero en el clero regular, como élite cultural, no hubo una conciencia basada en la necesidad de compartir “doctrinas” con el recién nacido clero secular, pues simplemente no estaba dispuesto.

Mientras que el Estado español estaba interesado en la obediencia y el orden, Manila se convirtió en una capital comercial y militar; era la ciudad dominante del tráfico transpacífico que necesitaba ser defendida del incesante hostigamiento holandés de esta primera mitad del siglo XVII. Lo que más le importaba era la “reputación de las armas de la monarquía en aquellos reinos”; en otras palabras, estaba más concentrado en cómo impedir una humillante derrota frente al enemigo neerlandés y evitar la capitulación de Filipinas ante las Provincias Unidas del Norte. Por lo tanto, Manila se constituyó en una “frontera abierta” y se transformó en un valioso medio para intercambios materiales, culturales y humanos en medio del riesgo constante (García-Abásolo, 2011, pp. 77-82).

En definitiva, los cuerpos militares acantonados en Manila eran reforzados con soldados que procedían de la Nueva España y trasladados a otros presidios, como Zamboanga, Ternate y Formosa. Y, conforme avanzaba el conflicto hispano-holandés de esta primera mitad del seiscientos, la Orden de Predicadores siempre mostró serias deficiencias en cuanto a la producción de un contingente militar numeroso y suficientemente preparado para la defensa de las islas, pero contribuía simbólicamente a repeler a “los [enemigos] de Europa [que] pudiesen dar en partes tan remotas” (AGI, Filipinas 8, ramo 2, núm. 23, exp. 1, p. 3).

El Colegio de San Juan de Letrán

Cuando en 1622 Jerónimo Guerrero, un militar retirado, fundó un centro de acogida masculino en Manila para albergar a niños huérfanos españoles indigentes y mestizos, las autoridades del archipiélago parecieron tener bien claro el futuro castrense de los internos (APDNSR, SJL, t. 1, doc. 1; AGI, Filipinas 7, ramo 5, núm. 68, p. 1). Ese año alojaba a 50 muchachos entre los 10 y los 18 años de edad (García-Abásolo, 2000, p. 203). Era un centro de enseñanza elemental donde se les instruía en la doctrina cristiana13 mientras aprendían a leer y escribir, y, cuando estaban adelantados, eran enviados al Colegio de Santo Tomás, y aunque se fundó exclusivamente para huérfanos de español, con el tiempo recibió a “indios” y mestizos de sangley (Ferrando, 1870, pp. 434 y 437). Así, la regulación significaba el ordenamiento para producir en la capital algo de lo que carecían las islas para su defensa militar, que eran los soldados enviados desde Nueva España a través del Pacífico para librar la guerra hispano-holandesa en el propio archipiélago filipino. Se terminó por autorizar, en 1640, al gobernador en turno, Sebastián Hurtado de Corcuera, que se convirtiera en patrono del colegio, y en adelante éste fue sufragáneo de los dominicos y convertido en colegio bajo protección real (APDNS, SJL, t. 1, doc. 2, fs. 9-23).

En resumen, las necesidades económicas del colegio eran demasiadas y sus gastos onerosos, aunque se reconocía su necesidad en Manila a causa del gran número de niños y muchachos sin abrigo de padres ni deudos (AGI, Filipinas 8, ramo 1, núm. 4, f. 6). Toda esta cadena de circunstancias en el plazo inmediato, que representaba una necesidad apremiante para la protección militar de Filipinas, obliga a formular una cuestión fundamental: ¿de dónde procedían los recursos para costear el mantenimiento del Colegio de San Juan de Letrán?

Desde su fundación en 1623, el rey le requirió al gobernador que contribuyera a la conservación, el desarrollo y el mantenimiento de la institución. Juan Grau y Monfalcón respondió que la casa-colegio era de las más pobres, por lo que era necesario dotarle de una pensión sobre encomiendas vacantes para subvenir sus necesidades, pues desde agosto de 1626 los internos sólo habían gozado de una ayuda anual de 300 pesos. En todo caso, desde noviembre de 1627 el gobernador general era el responsable de proveer lo necesario para el sostenimiento con una ayuda de la Mesa de la Misericordia. En consecuencia, en agosto de 1630, el gobernador Juan Niño de Tavora expuso la necesidad de buscar ingresos para el colegio a causa de la flaqueza de la Real Hacienda filipina.

Una fuente consistió en producir en el colegio (AGI, Filipinas 329, libro 3, fs. 204r y 204v; APDNSR, SJL, t. 1, doc. 10) vino de arroz y pangasí,14 para lo cual se vedó su elaboración a los sangleyes del Parián. Otra procedía de las donaciones de vecinos acaudalados; por ejemplo, Pedro de Navarrete aportó 5 000 pesos para la edificación del colegio con objeto de concluir la obra. Y una más provenía de la entrada de unos 1 500 o 2 000 tributos como renta fija para el sostenimiento de la institución, los cuales eran aportados por las encomiendas de hombres beneméritos ya fallecidos, para cuyos hijos y “para criarles se hace este colegio”. Asimismo, tenían un espacio de carga destinado en el galeón de Nueva España; por ejemplo, en 1635 la Junta de Repartimiento cedió al colegio seis piezas en el barco (AGI, Filipinas 8, ramo 3, núm. 105, f. 8), y en el mismo año Sebastián Hurtado de Corcuera concedió la encomienda de Bagnotan, que producía 300 pesos anuales (Ferrando, 1870, p. 433).

Luego, en 1640, el mismo gobernador otorgó un solar en el Parián de los sangleyes de Tondo para construir casas con el fin de alquilarlas como vivienda para los chinos, y “con lo que rentaren se sustenten los niños huérfanos de esta ciudad (Manila)” (APDNSR, SJL, t. 1, doc. 1, p. 30r). También se donaron capellanías, como la de Lope Félix de Alcarazo, que ascendió a 3 868 pesos y cinco tomines en 1652 (APDNSR, SJL, t. 1, doc. 4). Por último, se añadía el socorro enviado desde Nueva España a la provincia del Santo Rosario, que consistía en textiles de sayal pardo, jerguetas y frazadas producidas en el virreinato mexicano (Sales-Colín, 2000, pp. 639 y 648).

¿Qué significa todo esto? Simplemente que el colegio de niños huérfanos de San Juan de Letrán continuaba reforzando el poder de la monarquía española en Asia mediante el proyecto político sustentado en el poblamiento de Filipinas, y con ello se robustecía un rasgo sobradamente conocido: la esfera de intereses mancomunados entre el gobierno civil y el clero regular. Es indudable que también en este aspecto la provisión asistencial que el Estado español y la iniciativa privada de la capital ofrecieron al colegio (mejorar sus instalaciones, mejorar sus ingresos) estuvo encaminada a planificar aspectos defensivos de las islas contra las Provincias Unidas del Norte en un momento en que escaseaba el número de efectivos militares originarios de Nueva España en las islas y se incrementaba la necesidad de producirlos en Manila, por supuesto, con una planificación a largo plazo.

Aquí claramente se exalta que el desarrollo del Estado español como un Estado moderno estuvo marcado por el objetivo de la seguridad militar de los territorios hispano-filipinos. Por lo tanto, las relaciones entre el gobierno civil y las autoridades eclesiásticas dependían de intereses mutuos; así, los dominicos tomaron parte activa en la producción de soldados, de tal manera que los internos de San Juan de Letrán serían inducidos a formarse como gente de mar y de guerra para los reales campos de Manila.

¿Cuáles fueron las razones que animaron esta tenaz singularidad en la capital del asentamiento español en Asia? Grosso modo, tuvo su propia dinámica en las siguientes motivaciones de los gobernadores de las islas para atender la defensa de la capital: i) el precario número de soldados enviados desde el virreinato mexicano; ii) una nueva fase de la guerra moderna que se libraba fundamentalmente en las aguas del propio archipiélago entre hispano-mexicanos contra el hostigamiento constante de las Provincias Unidas del Norte, y que mantenía un estado bélico permanente; iii) el apoyo estatal y de la iniciativa privada para la manutención de los internos de San Juan de Letrán, y iv) la disponibilidad de gente de guerra en las islas con una específica dedicación a funciones militares, ya que, desde el punto de vista de la logística castrense, la guerra necesitaba soldados preparados.

Escasez de soldados

En la documentación de los gobernadores generales de Filipinas de la primera mitad del siglo XVII enviada a la metrópoli se insiste en el mínimo porcentaje numérico de los recursos militares llegados desde el virreinato mexicano para atender todos los flancos que necesitaban resguardarse del peligro inminente de la guerra, y se acentúa la necesidad de compañías de infantería para Manila, Santiago, Cavite, Bolinao, Lampón, Cagayán, Cebú, Caragá, Otón, Calamianes, Iligan, Zamboanga, Joló, Ternate y Formosa (Rodríguez, 1986-1988, vol. XIX, p. 225; Sales-Colín, 2005).

Otras causas que eran motivo de suficiente preocupación por la escasez de estos efectivos militares tienen que ver con la estrecha relación que ejercía el propio estado de indefensión vivido en Manila. De acuerdo con la documentación consultada, y a partir de las declaraciones de los propios capitanes generales, se advierten como las más recurrentes:

  1. La tardanza de los galeones de la Nueva España (AGI, Filipinas 329, libro 3, p. 120v; Filipinas 8, ramo 1, núm. 17, pp. 1 y 2; ramo 2, núm. 22, exp. 1, p. 1, y núm. 23, exp. 1, p. 1; ramo 3, núm. 89, exp. 1, p. 2; Filipinas 330, libro 4, p. 128v; Filipinas 9, ramo 1, núm. 13, exp. 1, p. 4).

  2. La presencia de “criminales, condenados, vagabundos, reos y mestizos”, agricultores que, embarcados desde México a “título de soldados”, entraban en Manila (AGI, Filipinas 7, ramo 2, núm. 32, exp. 1, pp. 1 y 2, núm. 34, exp. 1, p. 1, y núm. 23, exp. 1, p. 1; Filipinas 9, ramo 1, núm. 13, exp. 1, p. 4); de hecho, generalmente en los registros examinados, buena parte de la gente de guerra enviada a Filipinas aparece bajo la categoría de “forzados”, término que se refiere a hombres jóvenes (18-35 años) sentenciados por los tribunales del virreinato mexicano mediante una condena que tendrían que cumplir en el archipiélago, normalmente por un periodo de ocho años (AGNM, AHH, leg. 1238, exp. 1-3, y leg. 1245, exps. 1 y 2; AGNM, RCD, vol. 49, exp. 215, fs. 199r-200v) (García, 1989, p. 234; Sales-Colín, 1997, pp. 125 y 126; García-Abásolo, 2008, p. 277).

  3. La infantería llegaba desarmada, sin arcabuces, a lo que se añadía la escandalosa pobreza de los soldados atribuida a los excesivos adeudos y retrasos de sus salarios por parte de la Corona (AGI, Filipinas 329, libro 1, pp. 39v. y 40r; Filipinas 7, ramo 1, núm. 17, exp. 1, pp. 38 y 39, y ramo 5, núm. 53, exp. 1, p. 8).

  4. La dramática mortandad y reducción de las tropas, ya fuera por los fallecimientos de quienes se enfrentaban en las batallas contra los camboyanos, los ingleses, los holandeses, los sangleyes y los “moros”; por la ingesta de agua sucia, pues tanto Hurtado de Corcuera como Grau y Monfalcón expusieron que a causa de beber “agua salobre muere tanta gente, particularmente los soldados”; y porque los efectivos militares mal heridos, enfermos y lesionados, a la salida del hospital real, aún convalecientes, no dejaron de fumar tabaco, consumir buyo15 y practicar sus “compañías con mujeres de mal vivir”, por lo que nuevamente decaían y se creaba la atmósfera para una muerte prematura. De acuerdo con Hurtado de Corcuera, hacia 1637 el fallecimiento de los soldados ascendía a 14 000 (AGI, Filipinas 8, ramo 3, núm. 50, exp. 2, p. 1).

  5. La numerosa pérdida de soldados se incrementaba porque se encontraban diseminados en Manila desempeñándose como escuderos de las esposas de vecinos ricos y como parte del servicio doméstico de hogares acomodados, mientras que otros viajaban a pueblos y aldeas comarcanas “amigándose con las indias y viviendo con mucha soltura” (AGI, Filipinas 8, ramo 3, núm. 81, exp. 1, pp. 5, 6 y 7, y núm. 47, p. 1).

  6. La angustia y la paranoia entre los habitantes de la capital por el ambiente provocado por la presencia de la infantería novohispana, muy asociada a dos alteraciones peligrosas: por una parte, la extendida práctica del juego de naipes en aras de acrecentar los salarios devengados, animada la partida con licor de tuba, hasta que se embriagaban, y cuando el azar no beneficiaba a los miembros de la tropa y perdían todos sus caudales, “andan descalzos y desnudos y muchos venden los arcabuces a los naturales, que es harto inconveniente y andan a pedir limosna y hacen mil bajezas entre los naturales, los cuales los llaman soldados” (Rodríguez, 1986-1988, vol. XVIII, p. 314), que se convirtieron en vagabundos de la capital y de diferentes provincias de las islas (CEH, CSIC, Pensiones, leg. 1, núm. 762); por otra parte, los graves perjuicios ocasionados por los “forzados” de vida relajada, entre los que se encontraba gente de guerra que practicaba el pecado nefando (AGI, Filipinas 8, ramo 2, núm. 26, exp. 1, p. 4; Filipinas 330, libro 4, p. 22r; BN, Fondo Reservado, Manuscritos Referentes a Filipinas, ms. 1398, f. 404v).

La guerra hispano-holandesa y los hombres islamizados del sur

El periodo de la historia de Filipinas que aquí se estudia se caracteriza tanto por una política exterior progresivamente marcada por una importancia mundial como por la subsistencia de la recurrente guerra hispano-holandesa de la primera mitad del siglo XVII, que parecía una espiral infinita. El funcionamiento del Colegio de San Juan de Letrán queda enmarcado en dos fases de la guerra que explican la necesidad de transformarlo en un centro productor de recursos militares suficientes para cubrir las dificultades básicas del gobierno de Manila.

La primera fase es de una guerra mancomunada de incursiones militares de gran envergadura y alto grado de organización en contra del archipiélago, como la de la Alianza Defensiva (1619-1639) (Knauth, 1972, pp. 284 y 285), una entente flamenco-inglesa mediante la cual se atacó la presencia hispana en Insulindia con la finalidad de adueñarse del ingente comercio con la intervención de sus compañías comerciales. La amenaza europea provocó una percepción de guerra, con un constante miedo y confusión, que sin duda desgastó a los hispanos al mantener un esfuerzo bélico cada vez más intolerable. Dicha imagen se desprendió de la indiscutible llegada de la “confederación”, como se le denominó a la entente que se cernió sobre Manila, precisamente durante la fundación del colegio y en años posteriores. Así, desde 1622, Alonso Fajardo de Tenza precisaba que las islas se encontraban hostigadas por ingleses y holandeses; en junio de 1623, el enemigo atacó la capital, y en julio de 1625 entraron en Manila, aunque luego decidieron retirarse (AGI, Filipinas 7, ramo 5, núm. 73, exp. 1, p. 1, y ramo 6, núm. 83, exp. 1, p. 3).

La segunda fase es el plenilunio de la guerra hispano-holandesa (1644-1648), una ofensiva contra Luzón reforzada por la continua presencia de potentes escuadras frente al puerto de Manila. Mientras se tomaban medidas encaminadas a favorecer la seguridad de la capital, se manifestaba de modo ostensible la precariedad del sistema defensivo. Durante este periodo, Filipinas se vio zarandeada por el hostigamiento de las Provincias Unidas del Norte y se crearon numerosas necesidades que, por supuesto, se tornaron perjudiciales en lo relacionado con la escasez de soldados. En conjunto, desde 1644 las islas se encontraban en un estado lamentable. De acuerdo con Diego Fajardo, el comercio con la Nueva España estaba debilitado, el número de unidades navales en astilleros era reducido, escaseaba la gente de guerra y no llegaba la ayuda monetaria del virreinato mexicano (AGNM, RCO, vol. 1, exp. 3, fs. 23 y 24). Si se añade el terremoto del 30 de noviembre de 1645, cuya réplica fue el 5 de diciembre; la pérdida de dos galeones el mismo año, el hostigamiento de los holandeses a la Pampanga en 1647 (AGNM, RCO, vol. 3, exp. 56, f. 106) y el ataque contra Cavite en 1648 al tiempo que ocuparon la isla del Corregidor (AGNM, RCO, vol. 4, exp. 24, f. 57), además de la incomunicación entre Nueva España y Filipinas de 1646 a 1648 (Blumentritt, 1882, pp. 53 y 57; Berthe y De los Arcos, 1992, pp. 141-151; Gil, 1989, p. 234), es posible entender por qué las islas de poniente se encontraban debilitadas económica, naval y militarmente.

Además, permaneció la amenaza de los hombres islamizados del sur de Filipinas, de Mindanao y Joló, contra los asentamientos hispano-filipinos, aunque los enfrentamientos, las correrías y hasta los acuerdos de paz entre los sultanatos y el gobierno de Manila no tuvieron la misma fuerza ni la misma intensidad con el pasar de los años (Barrantes, 1878, pp. 8-11; Crailsheim, 2013, p. 95). Por ejemplo, en 1625 los camucones16 saquearon Catbalogan, capital de Samar; luego, en enero y mayo de 1632, Juan Niño de Tavora realizó dos “entradas”17 de pacificación en Caragá contra mindanaos; más tarde, en 1634, mindanaos y joloes ejecutaron correrías de saqueo sobre las Bisayas (Montero y Vidal, 1887, pp. 180-182) (AGI, Filipinas 7, ramo 6, núm. 85, exp. 1, p. 2, y Filipinas 8, ramo 2, núm. 23, exp. 1, p. 3). Para contener a los “moros”18 de Mindanao y Joló, el gobierno de Diego Fajardo estableció acuerdos de paz en 1644 con Corralat, sultán de Mindanao, e igualmente se concertó amistad con Kundarat en 1645; para 1646 se firmó un tratado de amistad con Bungsu, sultán de Joló (Prieto Lucena, 1984, p. 107; Molina, 1984, pp. 120 y 121).

Sin duda, las actuaciones de estos gobernadores permiten plantear que era claramente imprescindible actuar de forma inmediata en ámbitos considerados acuciantes. En ese sentido, parece justificado que se hayan tomado con precisión las precauciones necesarias para que se empezara con el ambicioso plan de preparar en San Juan de Letrán gente de mar y de guerra al servicio de la monarquía en Asia.

Presión estatal en la formación de soldados preparados

Precisamente, una de las precauciones necesarias se derivó del apoyo estatal y de la iniciativa privada del que gozaba San Juan de Letrán para la manutención de sus internos. Así lo impuso la Corona para tener a su disposición recursos humanos castrenses, que serían permanentes y podrían ser utilizados en todo momento, dado el virulento estado de guerra; además, se constituiría un pequeño grupo de oficiales elegidos consciente mente como representantes del rey con la disposición de formar soldados en Manila mediante el indigenato, es decir, preparar gente de guerra con los descendientes de migrantes que hubieran nacido en la capital, ya fueran huérfanos de españoles o mestizos. Se pone en práctica una idea muy primigenia basada en la creación de milicias que parecía muy efectiva para la gobernación insular, así lo apuntó el rey en 1623 al insistir en “la caridad con que los vecinos de esa ciudad [Manila] acuden con sus ordinarias limosnas” a San Juan de Letrán. Por lo tanto, apremió al gobernador Alonso Fajardo de Tenza a “que los niños que ahí se criasen los inclinen particularmente a la marinería y, a los que a esto no se inclinaren, a soldados” (APDNSR, SJL, t. 1, doc. 1; AGI, Filipinas 7, ramo 5, núm. 68, p. 1).

Pero ¿por qué precisamente los internos de San Juan de Letrán que eran huérfanos de español y mestizos? 19 Había una visión por parte de las autoridades reales de que, con base en la obediencia, tendrían su lealtad, a diferencia de las remesas originarias de Nueva España, compuestas de criminales, condenados y vagabundos, que no destacaban como cuerpos de tropa al estar desprovistos de disciplina, y desde los puntos de vista militar y financiero ocasionaban crecientes dispendios. Pensaban que San Juan de Letrán podría atenuar esa situación, aunque había otras explicaciones:

  1. El envío de indios, mestizos y mulatos como efectivos militares desde Nueva España a Filipinas incrementaba el desprestigio de la infantería española, o, como se decía en la época, la “reputación” de las armas de la monarquía en Asia, ya que esos recursos humanos eran catalogados como “gente de mal hacer” (AGI, Filipinas 9, ramo 1, exp. 1, p. 3).

  2. A pesar de que la escasez de infantería en las islas se paliaba con batallones de indígenas pampangos, que fueron los más leales a la Corona y se distinguieron por la destreza en el manejo de las armas, las autoridades insulares emitieron percepciones muy diversas en las que se señalaban las deficiencias de estos tercios; por ejemplo, Diego Fajardo aseguró que sólo eran “buenos labradores y su servicio de mucho gasto y poca importancia” (AGI, Filipinas 330, libro 4, p. 226r).

  3. Juan de Silva apuntó en 1613 que los buenos soldados preferían avecindarse en Malaca a fin de ligarse al comercio independiente (AGI, Filipinas 329, libro 2, p. 172v), por lo que estos contingentes estaban más interesados en amasar una fortuna que en servir a la Corona.

  4. En definitiva, Alonso Fajardo de Tenza subrayó en 1623 (Rodríguez, 1986-1988, vol. XVIII, p. 286) que, a falta de tropas originarias de México en Filipinas, la seguridad del archipiélago dependía de la recluta perentoria de soldados africanos, forzados de las galeras y lazarinos,20 aunque desde 1608 Hernando de los Ríos Coronel se mostró contrario al empleo de “negros briosos” como efectivos militares, pues, a su juicio, se convertían en salteadores de los caminos por donde transitaban los hispano-mexicanos que viajaban de una provincia a otra (APDNSR, CR, t. 1, doc. 10, f. 50).

Hubo otras razones para elegir a estos jóvenes.21 Sin duda, simpuso la necesidad de emplear en Manila los recursos humanos disponibles, ya que la insuficiencia de soldados en el archipiélago era recurrente. Así, durante la primera mitad del siglo XVII, especialmente en los gobiernos de Sebastián Hurtado de Corcuera y Diego Fajardo y Chacón (1635-1653), se registró la llegada a las islas de “niños y muchachos” de 12, 14 y 16 años de edad como parte de los efectivos militares enviados desde el virreinato mexicano, y, por ende, se incrementaron los lamentos de las autoridades, que se manifestaron contrarias a la llegada de estos individuos matriculados bajo la plaza de soldados (AGI, Filipinas 330, libro 4, pp. 128r y 128v; AGNM, RCD, vol. 49,exp. 215, fs. 199r-200a, y exp. 251, fs. 225R-226a; AGI, Filipinas 9, ramo 1, núm. 1, pp. 1 y 2; Filipinas 330, libro 4, pp. 243r y 243v, y Filipinas 9, ramo 1, exp. 1, pp. 1 y 3) y que servían “más para la escuela que para las armas”. Se puede suponer que las autoridades del archipiélago mostraban desconfianza frente a individuos legos, aunque no eran hostiles a la presencia de remesas demasiado jóvenes, sino a que carecieran de preparación castrense. Por lo tanto, al menos en teoría, había un distanciamiento respecto de los internos de San Juan de Letrán, que serían adiestrados como gente de guerra con una dedicación específica a las funciones militares como soldados preparados.

No obstante, formar a la gente de guerra suponía una dificultad. Para crear soldados con los niños huérfanos el problema era la mínima cantidad numérica de los internos. En 1622 había 50; en 1638, 20; en 1639, 12 (APDNR, SJL, t. 1, doc. 6, fol. 161r); en 1641 se apuntaba “la muchedumbre de jóvenes [con] que contaba ya el colegio” (Ferrando, 1870, p. 435). Las posibles explicaciones de las cifras apuntadas de los colegiales podrían ser las siguientes: i) durante la primera mitad del siglo XVII, disminuyó la población española y novohispana en las islas y propendía a concentrarse en la capital, áreas circunvecinas y su antepuerto Cavite (Díaz-Trechuelo, 1984, p. 131); ii) entre 1575 y 1625, aumentó la presencia de varones jóvenes de Sevilla en Filipinas, aunque muchos de ellos no se asentaron definitivamente en el archipiélago, ya que retornaron a su lugar de origen después de haber amasado alguna fortuna, así que la migración masculina perfiló sus cotas más altas entre los años 1631 y 1634 (García-Abásolo, 2000, p. 200); iii) se sabe que por esas fechas en Manila escasearon los matrimonios, la fecundidad fue muy baja y los índices de mortandad, elevados (García-Abásolo, 2000, p. 201; Mesquida, 2010, pp. 472 y 481; Manchado, 2011; p. 81), y iv) la “muchedumbre” de 1641 estaría relacionada con los “niños y jóvenes” registrados como soldados procedentes de la Nueva España que refieren los gobernadores Hurtado de Corcuera y Diego Fajardo. En suma, desde la apertura del colegio hasta 1626, sólo 40 alumnos pasaron a servir en la milicia insular (APDNSR, SJL, t. 1, doc. 2); en consecuencia, el monarca escribió en 1635 al gobernador Sebastián Hurtado de Corcuera que la cédula de 1623 no había “tenido ejecución”, por lo que era conveniente y deseable que los huérfanos de San Juan de Letrán se formaran como marineros y soldados al servicio de la monarquía en Asia.

Con todo, la Orden de Predicadores nimbó la posición del colegio en 1648 al apuntar “que para el aumento y conservación de esta república conviene sea ayudada la crianza de los dichos niños huérfanos por haber mostrado la experiencia que de ellos han salido y salen muchos soldados”. Con este argumento se comprobaba la necesidad en Manila de una institución encargada de formar gente de guerra; se pensaba que los huérfanos daban mejores resultados como tropa, y se les conformaría como batallón, pero con la exigencia de que sus integrantes fueran descendientes de españoles y mestizos. Finalmente, las evidencias que sostenían la preferencia de muchachos de estas calidades se veían en una mayor fidelidad al rey, así las autoridades insulares estaban decididas a evitar una familiaridad perjudicial con los soldados llegados desde Nueva España.

Conclusión

El análisis presentado se centra en el establecimiento del poder de la monarquía española en Filipinas en consonancia con un grupo del clero regular en el contexto de la primera mitad del seiscientos. La intención que lo animó fue la de buscar esquemas explicativos al considerable esfuerzo del Estado español para mantener el archipiélago como posesión sufragánea de la monarquía al emplearlo como “defensa”, “antemural” y “freno” de sus enemigos en aras de proteger las Indias Occidentales, excelentes productoras de plata, y así evitar fuertes gastos de protección en América. En consecuencia, se intentó reproducir en las “islas de poniente” un reino lo más parecido a los que se habían fundado en los virreinatos.

Tres fenómenos bien conocidos son la esfera de intereses mancomunados entre el gobierno insular y las autoridades del clero regular, la naturaleza tan complicada y dinámica del continuo estado de guerra hispano-holandesa, para el cual se necesitaban efectivos militares a raíz de la escasez de soldados originarios de Nueva España, y el reforzamiento de la monarquía española en Asia con la exaltación de sus cualidades como un Estado moderno que centró su atención en la seguridad militar de sus territorios y áreas ocupadas y procuró expandirse en ellas y conservar su posición en el marco europeo de potencias. Así, el amplio derecho de injerencia de los dominicos en asuntos estatales de la administración insular fue un factor básico en el importante papel que ésta ostentó como representante de la Corona, con amplias facultades y atribuciones de intervenir en la vida pública y privada de sus súbditos.22

La Universidad de Santo Tomás y el Colegio de San Juan de Letrán permiten observar en la realidad la actuación de los dominicos al arrogarse derechos que les permitieran justificar su presencia en Filipinas como brazo militar del Estado, como se demuestra en este artículo.

Hay motivos para suponer que la aportación de efectivos militares fue baladí si se considera el mínimo porcentaje numérico de gente de guerra preparada por los dominicos, pero en medio de los numerosos conflictos bélicos de esta primera mitad del seiscientos, estos religiosos se mostraron capaces de aprovechar las energías de los súbditos de la Corona en la búsqueda de la defensa del archipiélago. Por eso es necesario distinguir que estos soldados se sumaron a los procedentes de Nueva España, Perú y Guatemala, a los batallones pampangos, a los flecheros aetas cuyos servicios fueron indispensables para la pacificación de Luzón y las Bisayas, y a los holandeses capturados en batalla que pasaron a servir al rey en los reales campos de Manila (Sales-Colín, 2009, pp. 169-176; Sales-Colín, 2015, pp. 237-238). Fue un proceso que implicó a un número de “naciones” con el propósito de mantener la presencia española en Asia.

La Orden de Predicadores reconocía su poder relacionado con la pujanza de las fundaciones creadas para varones al: i) fomentar el poblamiento del archipiélago, ii) producir un sacerdocio institucional, iii) crear instituciones similares a las fundadas en Europa y América para lograr que Filipinas fuera lo más parecida a otros reinos de las Indias Occidentales, y iv) continuar con la expansión de la provincia del Santo Rosario en Asia oriental.

En todo caso, ambos centros aportaban soldados para la defensa de las islas. No obstante, aquí radica su gran diferencia: Santo Tomás los aportaba indirectamente y San Juan de Letrán los producía directamente.

Las prebendas concedidas a los egresados de la universidad no eran proporcionales a las posibilidades profesionales debido a las deficiencias en la organización escolar, ya que las oportunidades laborales para los recién titulados fueron restringidas, y también hubo rechazo por parte del clero regular al afirmar que esos jóvenes desconocían los dialectos de las “doctrinas” adonde serían enviados. La situación era aún más lamentable porque no había sedes vacantes, ya fuera porque algunas estaban reservadas para una persona “de linaje” o simplemente porque “los pobres” no podían comprarlas; en consecuencia, de acuerdo con el Cabildo Eclesiástico de Manila y el gobernador Sebastián Hurtado de Corcuera, la mayor parte de los egresados pobres se veían obligados a tomar la plaza de soldados para sobrevivir en las islas. Desde esta perspectiva, se contribuía muy deficientemente a la defensa del territorio, y los universitarios manejaban en su imaginario el sentido de la desocupación simplemente porque no ejercían su ministerio, por lo que enfrentaban un porvenir poco halagüeño.

En el Colegio de San Juan de Letrán se planeó que los internos sirvieran a la monarquía formándose como gente de mar y de guerra, y esa necesidad se apoyaba con el argumento de la subvención estatal. Esta infantería a la que, con base en las fuentes consultadas, provisionalmente se le puede adjudicar una mínima cantidad de plazas de soldados, resulta importante porque se prefería a personas que respondían a la calidad de español y mestizos para formarse como milicias en Manila. Aunque no puede pasar inadvertido que eran individuos que satisfacían ciertas cualidades, como una visión favorable basada en la fidelidad a la Corona, soldados y marineros adiestrados exclusivamente para funciones militares que podrían ser usados en todo momento, y que asimismo se mantendrían separados de las tropas recién llegadas de la Nueva España para evitar vínculos nocivos.

Así, la Orden de Predicadores, como parte del Estado español, encaminaba a los internos de la Universidad de Santo Tomás y del Colegio de San Juan de Letrán hacia las parroquias, la vida misionera y la milicia, y los inducía a llevar un tipo de vida y actividades de las que la monarquía pudiera beneficiarse como parte de un Estado moderno que, como Estado de poder y administración militar, destinaba buena parte de sus recursos a la guerra y la defensa de Filipinas. (

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1 Este trabajo se realizó con respaldo del Programa de Apoyo a Proyectos de Investigación e Innovación Tecnológica (PAPIIT) a través del proyecto IG400318 Redes empresariales y administración estatal: movilización de recursos y producción de materiales estratégicos en el mundo hispánico como escenario de la globalización temprana (siglos XVI-XIX).

2En la correspondencia privada mantenida entre los gobernadores generales de Filipinas y el rey de España, algunos capitanes generales se refieren peyorativamente al archipiélago como el “fin del mundo” o el “último mundo”. Tomando en cuenta la lejanía en tiempo-distancia de más de un año respecto a la metrópoli, Filipinas era apartado, indómito, acechado por múltiples “enemigos”; predominaba el clima tropical, y la ciudad era pequeña y con grandes casonas hacinadas.

3Por real cédula de 25 de enero de 1569, se estableció el Tribunal del Santo Oficio en México con jurisdicción sobre las audiencias de México, Guatemala y Nueva Galicia, y sobre el arzobispado de México y obispados de Tlaxcala, Michoacán, Oaxaca, Yucatán, Guatemala, Veracruz, Chiapas, Honduras, Nicaragua y Filipinas. Aunque pasaron varios años para el nombramiento del comisario en las islas, el primer obispo de Manila, el dominico fray Domingo de Salazar, al llegar a la capital en 1582, fundó la Inquisición con un fiscal y sus ministros (Medina, 1899, pp. 15, 19-20 y 23).

4Se trata fundamentalmente de la “alternativa de 1621”, que estableció la alternancia obligatoria entre criollos y españoles en las elecciones y oficios en Filipinas (Truchuelo y Mantecón, 2018, p. 3). Un conflicto abierto que demuestra cómo el clero castellano-español insular se mostró contrario a una mayor presencia del clero criollo-novohispano al rechazarlo para que se integrara como parte del profesorado de Santo Tomás y como candidatos a parroquias vacantes con el argumento de que tenían un amplio desconocimiento de las islas y de sus dialectos (Sales-Colín, 2003, pp. 149-150).

5Memorial al rey en su Real Consejo de las Indias por D. Juan Grau y Monfalcón, procurador general de las islas Filipinas, sobre las pretensiones de la ciudad de Manila y demás islas del archipiélago en su comercio con la Nueva España, 1637 (Torres de Mendoza, 1866, p. 412).

6Entonces, en Filipinas las circunstancias fronterizas suponen seis realidades: i) pueblos no sometidos al dominio hispano que habitaban en la cordillera, lugares alejados y de difícil acceso; por ejemplo, balanes, calingas, catatangas, guinaanes, ifugaos, itetapanes, isnallas, quiaganes, sambales y aetas, entre otros; ii) las Bisayas, que se caracterizaron por un escaso grado de hispanización con recurrentes huidas de sus pobladores hacia los montes (García-Abásolo, 2011, p. 85), ya sea por levantamientos o revueltas contra los malos tratos de los religiosos, muy especialmente de los agustinos, que les imponían ventas forzadas; iii) aquellos de religión mahometana o musulmanes del sur del archipiélago, originarios de las islas de Mindanao, Joló, Borneo, Tawi-Tawi, que mantuvieron una guerra de guerrillas recurrente contra la monarquía; iv) el escenario del mar de la China, que se extiende desde las orillas de China y Formosa hasta Japón (Truchuelo y Mantecón, 2018, p. 2), lo que originó diferentes rivalidades contra portugueses, holandeses e ingleses; v) Asia oriental, con los reinos de Camboya, Siam y Macasar, supuso diferentes intensidades al establecer propósitos defensivos, programas de intercambio comercial o aquellos predominantemente conectados con la alineación de fuerzas con ingleses y holandeses, y vi) la desprendida de Europa en el marco de la Tregua de Amberes (1609-1621), cuya cuarta cláusula permitía la realización de la guerra fuera de aguas europeas y su traslado hasta las propias aguas del mar de Filipinas (Parker, 1989, p. 258), así como la Alianza Defensiva, una entente anglo-holandesa (1619-1639) cuyo fin consistía en debilitar el comercio español y portugués en Insulindia (Knauth, 1972, p. 284). SHM, AG, Luzón, núm. 6742. AGI, Filipinas 9, ramo 1, núm. 13, exp. 4.

7Queda claro que el temor mutuo y la desconfianza entre los diferentes grupos humanos que habitaban las Filipinas implicaron que, en la práctica, las islas representaran un ámbito de relación y fricción transnacional (Truchuelo y Mantecón, 2018, p. 2).

8“El patronato real aseguraba que la iglesia funcionara como auxiliar de la corona y transformaba al clero en una rama del servicio civil en la que se podía confiar para llevar a cabo fielmente sus órdenes” (León, 2001, p. 294). En ese sentido, de acuerdo con Ciaramitaro (2018, p. 175), la presencia misionera cumplía tres propósitos: la real, la papal y la propia.

9Otra realidad parecida en cuanto a la colaboración entre religiosos y el brazo militar en las posesiones españolas del Pacífico lo ilustra el caso de las islas Marianas, cuya conquista espiritual estuvo a cargo de la Compañía de Jesús, percibida como una “religión de apóstoles” más interesados en la predicación del cristianismo, puesto que los dominicos y los franciscanos estaban esforzándose por establecerse en Japón y en China. Con todo, a pesar de que los jesuitas sostuvieron la idea de la presencia de un contingente de soldados poco numeroso en las islas, su escasez se tornó en una constante para el sostenimiento de la presencia española. Entonces, hacia 1670 se percibió la necesidad de gente de guerra para la protección de los religiosos, que consideraron a los nativos como “fieros e indómitos a los cuales era obligado domeñar por la razón de que los marianos se negaban al cristianismo y, por tanto, a convertirse en súbditos de la monarquía española (Coello, 2011, pp. 715-724, 731, 732 y 742-745).

10Se les denominaba mestizos a los hijos de las uniones ilegales entre “españoles” y malayas o chinas (sangleyas) que no eran reconocidos por sus padres, y esto habla claramente de una calidad de la población asentada en Manila que, en la documentación de la época, era catalogada como de “menos puesto”.

11Extravagantes es como se denominaba a los transeúntes.

12En 1593 se creó la Cofradía de la Misericordia, conocida posteriormente como la Mesa de la Santa Misericordia de Manila, fundada por el franciscano Marcos de Lisboa con un ideal de proyección caritativa semejante a la de Lisboa. Para 1621 contaba con 200 hermanos, y anualmente elegían a 12 integrantes a los cuales se encargaba la administración de la cofradía. La hermandad destacó por sus acciones altruistas y filantrópicas. Solicitaba limosnas y el dinero se empleaba para la manutención de hombres pobres vergonzantes, y para socorrer y dar la dote para casar a las doncellas huérfanas del Real Colegio de Santa Potenciana; también se responsabilizaban de la manutención de algunos colegiales pobres matriculados en los colegios de Santo Tomás y San José y aportaban dinero al Hospital de los Esclavos, y, desde 1595, su función económica consistió en asentarse como entidad financiadora de la carrera de la Nueva España.

13Los colegiales de San Juan de Letrán fueron enviados como catequistas a las islas Marianas para ayudar a los jesuitas en la cristianización de sus habitantes (Coello, 2011, p. 724).

14El maíz era utilizado entre los indios igorrotes para elaborar una bebida alcohólica conocida como “pangasí”, similar a la chicha americana.

15El buyo se hace con la bonga, una variedad de palmera llamada areca, las hojas de una enredadera conocida como betel y la cal de los caracoles marinos (Buzeta, 1831, p. 488). Chirino (1890, p. 107) señala que el buyo es “el zumo de una como hiedra, que […] es droga muy preciada […] así los indios y aún [los] españoles lo usan mucho”, y Morga (2007, p. 234) apunta que “este compuesto se mete en la boca y se masca. Es cosa tan fuerte y enciende tanto que adormece y emborracha”.

16Los españoles llamaron así a los habitantes de las islas próximas a Borneo.

17La “entrada” era una técnica militar española que consistía en poner en marcha una avanzada de destrucción masiva, que en la documentación de la época aparece descrita como asaltos contra las poblaciones a “sangre y fuego”; se refiere a una guerra despiadada y de destrucción sin cuartel.

18En la documentación de esta primera mitad del siglo XVII, los gobernadores generales de Filipinas se refieren a los hombres islamizados del sur como “enemigos domésticos mindanaos, joloes y camucones, indios bárbaros, moros truhanes, moros emperrados”, o simplemente “moros”.

19Hay que ser muy precavidos con las afirmaciones sobre los esfuerzos de la Corona para fomentar el “poblamiento de blancos en las Islas” (García, 1996, p. 58) en las postrimerías del siglo XVI, así como con “que todos los blancos de Filipinas eran los que llegaban como soldados, forzados o voluntarios” (García, 2000b, p. 56). Sin duda, se asiste a una simplificación prejuiciosa, porque es un modelo que se acepta sin la crítica pertinente. En las listas de gente de mar y guerra enviada desde Nueva España a Filipinas, los soldados aparecen consignados con la calidad de “rubios”, “mestizos”, “morenos” y “mulatos”. También hay una inclusión de criterios donde aparece la etiqueta “españoles” y “criollos”, sin que se tenga la seguridad de que fueran “blancos”. Aún más, en el censo de Manila de 1634 sólo aparecen vecinos solteros, casados, viudos y viudas (Merino, 1977), pero no se refieren sus caracteres “raciales”. En cuanto a los conceptos “mestizas” y “mestizos”, abundan en la documentación del siglo XVII, por lo que, desde el punto de vista numérico, eran demasiados los concebidos antes del matrimonio, cuyos padres no eran obligados a casarse. En todo caso, se puede hablar de habitantes hispano-mexicanos y del mínimo porcentaje de población de origen novohispano y peninsular.

20Se les llamaba lázaros o lazarinos a quienes padecían de lepra.

21Aunque la presencia de niños embarcados como soldados se constata desde 1575 en la flota de Francisco de Sande, ya que entre la tripulación viajaba su hermano Bernardino, de 16 años, “que apenas sabe escribir, pero es bueno para las armas” (García-Abásolo, 1997, p. 150).

22En otras partes fronterizas de la monarquía española, por ejemplo en Chiapas (1564 a 1560-1565), la acción dominicana fue definitiva en la consolidación de los lindes de los vastos territorios de la Corona al constituirse en un espacio controlado y remplazar las destrucciones que llevaban a cabo los soldados por un repertorio católico de poderes y divinidades mágicas y extraordinarias, ritos prodigiosos basados en credos y ceremonias. En consecuencia, desaparecen elementos originarios de la población chiapaneca. Así, los dominicos, al igual que el estamento castrense, integraron la frontera más meridional del virreinato novohispano a ese extendido sistema de posesiones de los Austrias (Ciaramitaro, 2018, pp. 175-177 y 181).

Recibido: 10 de Abril de 2019; Aprobado: 07 de Agosto de 2019

Ostwald Sales-Colín Kortajarena es doctor en historia. Es profesor-investigador de tiempo completo en el Departamento de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana Azcapotzalco. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores de México (del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología) y del Contractor State Group Red Imperial. Es autor de dos libros y coautor de varios capítulos de libros especializados. Ha publicado en diferentes revistas científicas en México, España y Japón. Se interesa fundamentalmente por la presencia del Estado español en el Sureste de Asia, las Filipinas y el océano Pacífico de los siglos XVI al XVIII.

http://orcid.org/0000-0002-1297-4668

ostsalescolinkortajarena@gmail.com

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