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Estudios de Asia y África

versión On-line ISSN 2448-654Xversión impresa ISSN 0185-0164

Estud. Asia Áfr. vol.54 no.2 Ciudad de México may./ago. 2019

https://doi.org/10.24201/eaa.v54i2.2437 

Reseñas

S. Dube (2017), Formaciones de lo contemporáneo. México: El Colegio de México. 248 pp.

Mario Rufer*  

*Universidad Autónoma Metropolitana

Dube, S.. 2017. Formaciones de lo contemporáneo. México: El Colegio de México, 248p.


Un prólogo, nueve capítulos y un epílogo: ése es el esqueleto del libro más reciente en español de Saurabh Dube. Formaciones de lo contemporáneo desafía la propia noción de objeto y método y, de muchas formas, esquiva también las disecciones entre episteme y método, entre formulaciones teóricas y disquisiciones empíricas. Todo está allí y, sin embargo, hay que desandar en la lectura su configuración. En esta reseña no me centraré en los contenidos específicos del libro, sino en la forma en la que puede trazarse una voluntad de lectura. Lo haré, además, en un orden diferente al que Saurabh sostiene.

Primera lumbre: el archivo. Si algo aprendí del autor en el tiempo que fui su estudiante es, primero, que el archivo no es un lugar, sino una disposición. ¿Qué, quién, cómo decide qué es huella, qué pasa a documento para ser arconte del archivo? En definitiva: ¿dónde se manifiesta la “firma del archivero”?, para usar la célebre frase de Jacques Derrida. Ésa parece ser la trampa intuida en “Guayaquil”, el cuento de Jorge Luis Borges que narra el posible (y nunca probado) encuentro entre Simón Bolívar y José de San Martín, los dos grandes liberadores de América. Allí, el narrador se bate en un duelo retórico con un historiador extranjero sobre el encuentro misterioso entre ambos guerreros, enigma historiográfico de la patrística nacional latinoamericana si los hay. Por más argumentos que esgrima, expone el historiador, “votre siège est fait”: su posición está tomada, su punto de arribo ya está dado y es la Historia, ninguna dialéctica es más poderosa que el heroísmo levantado por el archivo-monumento, parece querer decirnos Borges.

Dube abre el libro hablando del encuentro fortuito con un borracho que merodeaba los archivos de Raipur y que simplemente clamaba “aur ka karees”, ¿qué otra cosa se puede hacer? Devela también cómo un encuentro particular con este personaje le reveló la existencia de una mina de oro de documentos, protocolos y archivos sobre legalidad y criminalidad. Lo que me parece crucial es que para Saurabh, el archivo como lugar está atravesado por prácticas cotidianas y personajes ordinarios, por el azar y por la convención, y que no podemos comprender la forma-archivo como un repositorio finito que, por un lado, “contiene” la historia y, por otro, espera ser “descubierto” según la distribución diferencial de talento por parte del historiador. El autor nos deslumbra con una anécdota no sobre encuentro, sino sobre pérdida: una de las carpetas sobre las dos aldeas cuya historia, historiografía y antropología histórica pretendía diseccionar, se había perdido misteriosamente. También tengo ese recuerdo de sus clases, cuando leíamos a Dipesh Chakrabarty: “hay que escribir sobre lo que estamos menos preparados para escribir”, hay que hacer de la historia una práctica que hable y devele el quehacer de la práctica misma, y no ese hacer aséptico, quirúrgico, que conserva lo peor de la crónica moderna -su fe en el tiempo lineal, vacío y homogéneo- y desdeña lo mejor de ella, la aparición del sujeto que escribe como sujeto que comprende.

Cuando leía Formaciones de lo contemporáneo, recordé mi primera incursión en el archivo, cuando hacía una investigación modesta -que fue mi tesis de licenciatura- sobre la presencia de esclavos de origen africano a través de la exploración del archivo judicial en la gobernación intendencia de Córdoba, hoy Argentina, a finales del siglo XVIII. Allí había un personaje concomitante a Sattar, el que frecuentaba los archivos judiciales de Raipur: se llamaba Olmedo. Sin embargo, nadie conocía a Olmedo. A Olmedo le gritaban los secretarios desde el piso de consultas hacia las catacumbas del sótano: “¡Olmedo! ¡Aquí va un pedido!”, “¡Olmedo! ¡El legajo es incorrecto!”. Todos los historiadores de Córdoba sabíamos que Olmedo era importante, pero no teníamos idea de quién era ni dónde estaba. Una mañana le pregunté a la señora de intendencia, una de las que lo invocaba, si yo podía ver a Olmedo, porque necesitaba información sobre un legajo perdido que se buscaba desde hacía años (según me contaban) y que contenía la pieza fundamental de un levantamiento de indios que para mí era capital analizar. Horrorizada, la señora me contestó: “¿A Olmedooo? ¡No! Él no sube nunca al piso. No lo tiene permitido”. “No importa”, contesté. “Yo bajo”. Se sobresaltó: “¿Qué? ¡No! Imposible. No. Nadie baja al acervo. Ningún historiador de este país ha visto el acervo junto”.

Encontré peculiarmente atractivo ese espanto a que yo “viera” el depósito (y no a que lo manipulara o a que sustrajera algún repositorio). Era lo único que le importaba a la asistente. Como si en esa potencial visión de conjunto se escondiera alguna revelación insoportable, alguna evidencia icónica sobre la arquitectura del tiempo. O tal vez ese acto no fuera más que el descenso a un escenario diminuto y, como tal, una profanación que podría desenmascarar el rito: la ridícula solemnidad con la que esperábamos a Olmedo. Quizás la mirada habría develado un logos ancestral que los archiveros custodiaban sigilosamente de los historiadores como venganza. En sus detalles precisos, en su apertura al hacer, Formaciones de lo contemporáneo nos “habla” de esto -que, por supuesto, yo jamás conté ni hice parte de mi trabajo.

Dube escribe para que los lectores encontremos un permiso, una forma de acceder a los componentes analíticos que nos permitan comprender seriamente qué rituales reviste el archivo, qué ritos de pasaje implica, qué imaginación sobre el tiempo, la historia y la memoria imprime en quienes lo manipulan (desde el archivero, pasando por el que maniobra el montacargas hasta el que lo recorre borracho), qué representaciones deja entrever sobre la propiedad y la custodia institucional, qué saberes conocidos inviste para los veteranos y qué desafíos nunca explícitos impone a los novatos. Desde este libro, el archivo reclama ser analizado más en términos de un hecho social como acción ritual que incluye simbolización, drama y trama, que como ese lugar aséptico donde simplemente descansan los documentos vivos del pasado.

Segunda lumbre: la escala y la escritura. Formaciones de lo contemporáneo dedica los dos primeros capítulos a una importante discusión sobre la aldea en India. La predilección de la escritura es la misma sobre la que Saurabh discurre desde hace tiempo en sus escritos: la aldea no como referente empírico solamente, sino como concepto-entidad que informa -a la vez que es informado por- los procedimientos políticos, disciplinares y académicos que hablan sobre ella. Escribir sobre la aldea es siempre escribir sobre lo que sobre ella se ha escrito, sobre la forma en la que existe en las discusiones sobre tradición, modernidad, comunidad, Estado, nación y capital.

Citaré tres pasajes que me parecen importantes en el libro, extraídos respectivamente de las páginas 22, 23 y 33. Primero: “éste es un esfuerzo por explorar la aldea como algo que al mismo tiempo se articula con -y es ilustrativo de- amplios esquemas y también texturas íntimas del conocimiento antropológico y las configuraciones disciplinarias, del imperio y la modernidad, del cristianismo y la conversión, del Estado y la nación”. Segundo: “No sólo la ironía, sino también la ambivalencia rodean al estatus de la aldea en la antropología/sociología del subcontinente”. Tercero: “En términos concretos, sugiero que no hay nada intrínseco en, digamos, los recuentos etnográficos multiubicados del art déco -o, para tal caso, del baile a gogó- en Shanghai, en Ciudad de México y en Nueva York, que los hagan más apremiantes y relevantes que un estudio crítico de la casta y el parentesco en las aldeas indias”.

Más allá de los cuidadosos detalles expresados en el libro sobre la aldea en India, en términos comparativos sobre elucubraciones de identidad, casta, estatalidad y legalidad, conversión y traducción, me parece clave el análisis del autor al respecto no sólo por la “especificidad” de los casos y la forma como la aldea moldeó las fórmulas disciplinares de la antropología y la antropología históricas, sino también por la relevancia que tiene su trabajo en momentos en los cuales la comunidad adquiere proporciones talismánicas, la misma que había advertido Edward Said sobre la diferencia en la antropología.

Al preguntarse por la aldea, por sus formas de ser compuesta y figurada en la academia y en el Estado mismo, Saurabh se pregunta a veces directa, a veces indirectamente, por la comunidad. Y quisiera detenerme aquí, porque ésta es una presentación y deseo mencionar por qué este libro es importante para lectores mexicanos y latinoamericanos (no necesariamente especialistas en India, como yo mismo). Si parafraseáramos a Chakrabarty, Saurabh parece preguntarse, ¿quién habla por qué comunidad-aldea? ¿Con qué lenguajes imbricados? ¿La frontera entre qué nociones de “lo común”, lo tradicional, lo moderno, lo legítimo y lo legal está presente? La comunidad, si seguimos a Espósito, se aglutina alrededor de una falta. No de “lo común” ni de “lo local”, sino de una carencia que es el centro de toda comunidad y que, de alguna manera, la produce. El problema es que, como muestra Dube respecto a la aldea, esa noción está atravesada por la fuerza del discurso histórico antropológico con una especie de mandato: misma lengua, usos y costumbres, unidad territorial limitada, autoidentificación, una misma concepción de mundo. Lo que se forcluye en esta noción de comunidad, nos muestra Dube a partir de sus análisis bibliográficos y de archivo sobre la aldea, es el carácter performativo de una noción sin duda apropiada por los pueblos, pero sobre todo concedida por el Estado poscolonial y por las disciplinas, parcializada por él, en un intento de fagocitarle todo lo que tenga de emergencia y desacuerdo. ¿Cómo es que, cuando pasa de moda por demasiado local, la comunidad retorna a la imaginación disciplinar como fetiche? Los análisis de Saurabh muestran cómo la comunidad queda ligada menos a lo común como noción política, que a la tradición como moneda intercambiable con cultura. En esta catacresis se producen dos movimientos que reditúan en la fuerza del Estado-nación: la comunidad es a la vez cultura exhibida (cargoística, estática, mónada) y tradición expuesta (fuera del tiempo, perteneciente al paisaje de un tiempo siempre pasado). Éste es uno de los potenciales ideológicos más persistentes y nocivos del multiculturalismo.

Formaciones de lo contemporáneo, desde análisis sobre espacios “remotos” como “espacios encantados, lugares modernos”, muestra que, mientras sigamos como parte de la antropología indigenista y postindigenista “constatando” como “dato” la existencia de comunidades con valores, reglas, soberanías, tradiciones y pautas -exactamente eso que el discurso multicultural liberal pide que la comunidad sea-, y mientras aparezca idéntica a la estampa del no-tiempo con la que la comunidad indígena es definida por el discurso histórico, antropológico, sociológico y de Estado, esa falta seguirá siendo más o menos cubierta y, sobre todo, administrada por el Estado-nación.

Dube trabaja con la ambivalencia en la producción de la aldea, con la frontera entre la producción de una imagen corpórea del aldeano criminal, a la vez que ésta se traduce en un espejo revertido (y prístino) para las conformaciones del imperio y de la nación. Me pregunto también hasta qué punto podríamos leer ciertas formulaciones de Saurabh a la luz de lo magistralmente presentado por Mary Douglas en Pureza y peligro en 1973. Douglas se enfrentó al problema de la pureza y la contaminación, y explicó con agudeza cómo el pavor de ciertas sociedades primitivas a la contaminación debe ayudarnos a entender visiones generales del orden social. Lo que hace el Estado-nación en tiempos de crisis de la homogeneidad es complementar una retórica de la pureza con la de la hospitalidad. El Estado poscolonial y sus artefactos, a través de lo que define como “política cultural”, acepta que hay “muchas aldeas, muchas Indias, muchos Méxicos, diversas identidades, múltiples culturas”. Siempre y cuando sea ese Estado (a través de órganos específicos de extensión de soberanía) el que administre adónde empieza y termina cada una, mientras pueda definir la pureza clasificable de esa “tradición”.

Dube, desde otro espacio-tiempo, nos ayuda a entender cómo se formó lo contemporáneo, de ahí la justeza del título del libro: cómo podemos analizar la forma en que la nación extiende su soberanía al controlar el aparato de enunciación, administrar las condiciones rituales y evitar la contaminación. Pero Saurabh, a través de un estudio detallado sobre la aldea, la conversión y la legalidad, nos ayuda a entender también de qué manera hemos llegado a un momento en el que el discurso deja de ser el de la homogeneidad (de la nación, por ejemplo) y pasa a ser el de la hospitalidad. No a lo Derrida, sino una hospitalidad de Estado, donde el otro sólo puede ser parcializado como huésped. Una hospitalidad que se extiende al retener la autoridad cultural y disimula peligrosamente el ejercicio efectivo del poder, la jerarquización y la codificación del valor cultural; así se mueve en lo que llama “de una articulación elíptica del Estado a un encuentro con el Estado espectral” (p. 210). Las jerarquizaciones se refiguran, y las fórmulas de poder y diferencia son cómplices de la antropología, la historia, la política pública y los secretos del archivo.

¿Y dónde queda el lugar de la historia o de la antropología, es decir, “nuestro” lugar en el quehacer? La insistencia de Dube es bastante clara desde el inicio de su obra: las disciplinas y sus hacedores también “creamos” los objetos, los moldeamos, los transformamos en aspiraciones y en modelos, en reificaciones y en jerarquías. En la página 159 el autor nos lanza:

¿Cuáles son los aspectos de la historia como un conocimiento organizado que sostienen complicidades ineludibles con los requerimientos del progreso? ¿Cuáles son las implicaciones de tales complicidades que incluso en las interpretaciones radicales de los pasados campesinos y en las valoraciones críticas de historias autoritarias no pueden apartarse de las suposiciones disciplinarias del historiador, que son dominantes y de largo alcance?

Lo mítico, lo primitivo, lo mágico habitan nuestro mundo no solamente como formas cotidianas de acecho inconfeso. Lo hacen también como fórmulas moldeadas por los quehaceres disciplinares y los modos de entender la textura de lo social.

Hacia el final del libro, el autor nos abre un escaparate sobre su propia vida, sobre la clase 1979 de la Escuela Moderna en Nueva Delhi a la que el autor perteneció. ¿Con qué sueños embaucó la modernidad a una generación entera? ¿Qué trampas tendió? ¿Cómo se narran esas trampas y cómo se tejen con las formas más generales del capitalismo devastador y de su irremediable producción de deseo? Y, sobre todo, si es cierto que “seguimos […] atraídos incesantemente hacia el pasado”, como el personaje de Fitzgerald que el propio autor cita, Formaciones de lo contemporáneo parece invitar a rearmar la sentencia que lanzaba Sartre hace algunas décadas: “lo importante no es lo que el pasado ha hecho con los hombres, sino lo que los hombres hagan con lo que el pasado hizo de ellos”.

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