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Estudios de Asia y África

versão On-line ISSN 2448-654Xversão impressa ISSN 0185-0164

Estud. Asia Áfr. vol.53 no.2 Ciudad de México Mai./Ago. 2018

https://doi.org/10.24201/eaa.v0i0.2406 

Traducción

“Palabras caninas”, de Abdelfattah Kilito1

Abdelfattah Kilito’s “Dog Words”

Traducción:

Manuela Ceballos* 

* The University of Tennessee, Knoxville, manuela.ceballos@gmail.com


Introducción

Abdelfattah Kilito nació en Rabat en 1945 y es autor de varios libros en francés y en árabe. Considerado uno de los más importantes escritores marroquíes contemporáneos, obtuvo el Gran Premio de Marruecos del Libro en 1989, el Premio de la Academia Francesa (le Prix du Rayonnement de l’Académie Française) en 1996 y el Premio Sultán Al-Owais en 2006. Entresus obras destacan: El autor y sus dobles; No hablarás mi lengua(traducido al español en 2012); La lengua de Adán; Hablo todas las lenguas, pero en árabe, y la novela La controversia de las imágenes (traducida al español en 2007). Es profesor de la Universidad de Rabat.

En este ensayo (escrito en francés y publicado por primera vez en las actas de un coloquio sobre bilingüismo que se llevó a cabo en Rabat en 1981, y que aparece aquí por primera vez en español), Kilito se pregunta: ¿Qué pasa y quiénes somos -si es que todavía somos- cuándo perdemos la lengua? ¿Cuál es el vínculo entre la elocuencia y la condición humana? ¿Cuál es el destino del imitador, de aquel que simula hablar un lenguaje que no le pertenece, de aquel ser vencido que debe aprender a hablar como el vencedor? “Cuando dos lenguas están en presencia una de la otra, una de ellas siempre está necesariamente ligada a la animalidad. Habla como yo o, si no, eres un animal”, escribe Kilito en el francés de los colonizadores y los colonizados, a la vez que cuestiona la legitimidad y la estabilidad de toda jerarquía ontológica y lingüística.

El texto comienza contando la historia de un viajero perdido en la oscuridad del desierto. En medio del desespero y para encontrar el lugar donde habitan los humanos, el viajero ladra como un perro. Las implicaciones de este gesto y los caminos a tomar son casi infinitos: ¿para volver a sentirse humano habrá de enfrentarse a la propia animalidad? ¿Qué pasaría si, después de imitar a los perros, el viajero no recuerda cómo volver articular el idioma de su gente? De esta forma, Kilito, cuyos textos retoman las formas y los temas de la literatura árabe clásica, invita al lector a “jugar en serio” y a pensar cómo se construyen las identidades a partir del lenguaje.

Palabras caninas

Adivinanza: ¿qué hacía el árabe de otrora cuando, perdido en la noche, no lograba hallar el camino? ¿Qué estrategia usaba para otra vez encontrar las moradas de los hombres, para reencontrarse a sí mismo?

Ustedes nunca lo adivinarán y tendrán entonces que darle la lengua al gato. ¿Pero qué hará con su lengua ese voluptuoso animal? Otra adivinanza que yo no sabría traducir al idioma felino. Sin embargo, si yo fuera usted, guardaría mi lengua y la defendería con todas mis fuerzas de las garras del gato carnicero al cual, ustedes han visto sus ojos, lo habita el demonio. Deberán además resignarse durante este relato a no oír más que maullidos, gritos de animales. Pues ¿cómo es posible ha blar de la lengua, del bilingüismo, sin evocar, citar, invocar al animal? ¿No hay en el trasfondo de toda palabra articulada la modulación de un grito inarticulado? Por esto voy a referirme al Libro de los animales de al-Ŷāḥiẓ (autor del siglo IX),2 escritor de córneas protuberantes (de ahí su nombre o, más precisamente, su apodo): me gusta pensar que de tanto contemplar las maravillas de la creación y examinar los animales terminó por tener los ojos saltones; cuando uno se asombra, abre grandes los ojos, pero cuando el asombro es muy fuerte, el ojo puede salirse de su cavidad, dispararse hacia fuera, volverse un ojo que, me imagino, permanece siempre abierto y jamás parpadea (al-Ŷāḥiẓ no olvidó hablar de la rana, con la que tenía al menos algo en común).

No nos perdamos en el reino animal, pero el tema que nos concierne es, en efecto, la pérdida, la privación, la disminución, la carencia, es decir, la metamorfosis. Un hombre se pierde en la noche, en el desierto. Debe, cueste lo que cueste, encontrar a sus semejantes. Tal vez, durante el día, marcó su camino dejando piedras, y sus pies han debido dejar rastros sobre el suelo arenoso, pero en la noche oscura no se perciben ni las piedras ni las huellas. El caminante, sin duda, tiene buenos ojos, ojos saltones, más cerca de las cosas que los ojos hundidos, pero no son ojos de gato. ¿Qué va a hacer entonces? Astuto como un simio, actúa de la siguiente manera: se pone a ladrar (increíble pero cierto). La palabra mustanbiḥ significa “aquel que imita el ladrido de un perro”.3 Así, mientras va caminando, el viajero nocturno emite, al azar, unos ladridos. Si hay perros en los parajes, se pondrán a su vez a ladrar y así le indicarán al caminante perdido la presencia de albergues y de hombres (por lo general los perros rondan los lugares habitados). Para reencontrar el camino, hay que ladrar; para (volver a) ser humano, primero hay que transformarse en perro.

El hombre que ladra es sin duda alguna un hombre pícaro, y los perros se dejan engañar con facilidad. El hombre ladra por necesidad, porque no puede hacer otra cosa para escapar de una situación difícil. Los perros creen que uno de los suyos está cerca y que se dirige a ellos, en su lengua, y se apresuran a responder al llamado. Su ladrar es el eco de un ladrar simulado, el eco de un eco. El llamado, de hecho, no emana de un representante de la raza canina sino de un ser antropomorfo que, en la oscuridad de la noche, finge ser un perro; de un imitador perdido que renuncia provisionalmente a su lengua y adopta la de los perros. De este modo, gana dos veces: encuentra a los hombres y se burla de los perros. El juego se entremezcla con la necesidad, y en esta situación la lúdica cumple una función seria: simulador hipócrita, el jugador encuentra su camino aparentando ser un perro. Llegará el momento en el cual no tendrá que ladrar más y recuperará su lengua, aquella lengua que ha debido retorcer en la boca para poder emitir los sonidos de la lengua canina.

¿Pero es seguro que encuentre a los suyos, aquellos que hablan su lengua? ¿Que sus pasos, sus ladridos, lo conduzcan a su lengua? No hay que afanarse en responder: la situación del involuntario caminante nocturno es muy compleja. Tal vez él no se dé cuenta y sobrestime su farsa y su poder sobre los perros. Corre de todos modos un gran riesgo al ladrar, sobre todo porque está solo, es de noche y las cosas están cubiertas por una sombra opaca. Si al reunirse con los suyos no encuentra su lengua, si a las preguntas que le hacen sólo puede responder con ladridos, si no puede hacer uso de la lengua de su familia, de aquella lengua familiar que desde la cuna, desde antes de la cuna, había aprendido a hablar, y que a fuerza de imitar (observando los labios de la madre) había terminado por adquirir… No puede excluirse esa posibilidad, aunque la probabilidad de que así sea parezca remota. La noche, es sabido, es mágica, llena de sortilegios y de maleficios, y no sería sorprendente si, por medio de no sé qué proceso misterioso, el viajero perdido se convirtiera en perro; ni que el hombre que imita a los perros perdiera de vista el juego (se perdiera de vista a sí mismo) y se pusiera realmente a ladrar. Uno no imita impunemente: acuérdense de los actores que en la escena de una disputa, ¡se hacen matar! Hay un gran peligro en imitar a otro, en jugar con la sombra, pues la sombra puede hacerse sólida y con el ladrido puede perderse el lenguaje articulado. Imagínense que un hom bre imita a un perro y se cansa al rato, no quiere jugar más y quiere volver a ser serio (uno no puede pasar todo su tiempo jugando a ser perro). Nuestro intérprete, entonces, decide parar el juego, pero (¡desagradable sorpresa!) no logra encontrar las palabras que solía pronunciar. Se concentra, tose, carraspea (suponiendo que todavía es capaz de recrear estos gestos), se sacude, respira profundamente y vuelve a intentarlo varias veces. Todo en vano, pues es incapaz de hablar y los sonidos que salen de su boca son, irremediablemente, ladridos.

¿Cómo reaccionarán los suyos? El caso es más bien extraño y nadie se imaginó nunca que esto pudiera suceder: ningún mito, ningún cuento de los que circulan entre la tribu, narra la historia de un hombre que empieza a ladrar… Tristes y desconsolados (aunque tal vez se digan entre ellos que es mejor reírse en estos casos), rodean a su niño perdido y se lamentan de su destino, pero llega el día en que la impaciencia se ante pone a la conmiseración. Claro, nunca lo repudian, siempre lo consideran como uno de los suyos y se sienten solidarios con él, al menos hasta cierto punto, por la desgracia que le ha acaecido. Se ponen la mano sobre el corazón y juran que jamás lo abandonarán a su suerte, pero poco a poco se dispersa entre la tribu una especie de malestar, un malestar invencible que se vuelve el único tema de conversación. Nunca se había discutido tanto acerca de algo, como si todos quisieran demostrarles a los demás, o demostrarse a sí mismos, que no ladran. Aparecen señas inquietantes: el triste protagonista comienza a frecuentar a los perros,4 a roer huesos. Ya no soporta a los gatos. Entiende todo lo que uno le dice y lo que se dice, pero como no puede expresarse más que ladrando, se esfuerza por variar sus ladridos y según la hora del día aúlla, gime, gruñe, llora o ladra. Cuando los suyos discuten asuntos serios, él formula su opinión con un gañido incongruo y profanador que trastorna las ceremonias más sagradas. Quien más se molesta es el hechicero, pues a pesar de sus fórmulas mágicas y sus exorcismos no ha podido curarlo, expulsar de su cuerpo al demonio canino. Como no quiere reconocer su derrota y perder el prestigio entre la tribu, provee la siguiente explicación, señalando con un dedo acusador a nuestro protagonista: “Este individuo es un farsante de negros designios contra nuestra gente”. La acusación no convence al pueblo en general (aunque por supuesto el hechicero culpa a los incrédulos de estar bajo la influencia canina). Al ladrador no se le condena a muerte ni se le apedrea para que se vaya, pero durante los ritos, dos hombres sujetan fuertemente su cabeza, le cierran la boca (¿el hocico?) y lo amordazan para que no lloriquee.

Sin embargo, todo esto es solamente una hipótesis. Debería dejar de jugar con las palabras y los ladridos, dejar de hilar la me táfora animal, suspender mi vigilancia al caminante nocturno y terminar de tejer este relato, cuyo hilo, dado el alto número de combinaciones posibles, corre el riesgo de desenrollarse indefinidamente.

Pero ¿cómo podría abandonar al ladrador, solo en la opaca noche? Mi corazón no me lo permite. Además, tengo que averiguar qué le va a ocurrir, tengo que saber cuál es el final dela historia.

Retomemos el hilo. Los perros le muestran al hombre perdido los lugares donde habitan los humanos. No le queda más que dirigirse con toda quietud hacia los suyos (¿los perros?) guiado por los ladridos prometedores. Al decir que va a encontrar a los suyos, peco por exceso de optimismo. Ustedes saben que los perros están en todas partes y que aquellos que ladran pueden no ser perros familiares, no ser los perros de la familia. Todo, en efecto, puede desenvolverse de acuerdo con el azar y no se puede excluir la presencia de perros extranjeros. Lo que yo desee para el viajero no cuenta. Su caminar tiene lógica propia y no puedo hacer absolutamente nada por él. Podría, eso sí, predecir los caminos diversos que se abren a su paso y, también, a mi relato.

A primera vista (aunque estemos en plena noche), no hay más que dos opciones, dos epílogos posibles de esta historia: o el caminante encuentra a los suyos o se topa con gente extraña. No obstante, habrá que presagiar otros epílogos, y todos sabemos que cada epílogo es en realidad un prólogo.

He aquí una de las posibilidades que ustedes no adivinan, que no pueden adivinar: los perros que responden al llamado del viajero son perros falsos, tal vez hombres perdidos que imitan también el ladrido de los perros para encontrar de nuevo el camino. Si esto es así, tenemos un doble engaño, pues hay imitación de parte y parte. Todos creen que hay perros de verdad al otro lado cuando no hay sino perros de mentiras. Llegará el momento en el cual el encuentro entre las partes será inevitable; todo el mundo se sentirá decepcionado y la búsqueda tendrá que comenzar otra vez desde cero.

Volvamos a empezar. Supongamos que los perros que res ponden al llamado son perros de verdad; nadie garantiza que se encuentren próximos a donde habitan los humanos. ¡Pueden ser perros perdidos! Existen los perros perdidos. A pesar de la agudeza de su instinto y de su astucia vital, aun los animales cautelosos se pierden a veces. También se equivocan. ¿La prueba? Han tomado un ladrido falso por ladrido verdadero, a un hombre por un perro.

Perros falsos, perros verdaderos, otras posibilidades narrativas me seducen, pero voy a dejarlas en el aire por ahora, pues no hay que buscarle tres patas al gato y hay muchas maneras de matar pulgas. Recordemos: el viajero, oyendo a los perros que ladran a lo lejos, se dice a sí mismo: “Una de dos cosas: o me encuentro con los míos o con extraños. Los perros son monolingües: los perros que conozco ladran de la misma manera que los que no conozco. En la noche, todos los perros hacen el mismo ruido”. Siempre optimista, yo lo dejo que se dirija hacia ellos, a los suyos, pero sé que no encontrará ni la tranquilidad ni la seguridad que anhela. Lo espera una gran sorpresa. Se acerca a ellos, palpitando el corazón y, cosa inaudita, se da cuenta de que en vez de hablar la lengua que antes hablaban, ladran. Tanto era el deseo que tenían de encontrar al hijo perdido que se pusieron todos a ladrar para anunciarle su presencia e indicarle dónde estaba ubicado el pueblo. ¡Y ahora que está entre ellos, las palabras de bienvenida se han transformado en ladridos! Lo que le ocurrió, lo que casi le ocurre, lo que pudo haberle ocurrido, lo que ha debido ocurrirle al caminante, le ha ocurrido ahora a su tribu.

A menos que, por supuesto, sea el pueblo entero el que se haya perdido en la noche, que todos estén a la búsqueda del campamento, de las hogueras del campamento que se queman en algún lugar, tan inútilmente como estrellas. A menos que sea todo el pueblo el que esté buscando el idioma tan descon sideradamente desperdiciado, el idioma del que se abusa poco a poco hasta agotarse, del que no queda nada sino un ladrido sonoro y vano.

Los fuegos del campamento se queman en algún lugar y es sin duda su reflejo el que se percibe en el cielo. Las gentes de la tribu abandonaron el campamento y partieron en busca del niño perdido, del idioma perdido. Ladran, errantes, y algún día tendrán que preguntarles a las estrellas dónde está su campamento, ya también perdido u ocupado por extraños, que termina siendo lo mismo. Durante este tiempo, el viajero apura el paso creyendo haber encontrado al fin lo que buscaba: los perros ladraron y, a la vuelta del camino, los fuegos impusieron la certidumbre de sus brasas. Pero, como podrán adivinar, no hay expresiones de alivio, esos seres a quienes ama ya se han ido, y quienes sí están allí no son nada acogedores (les digo de una vez que apagarán la hoguera para alejar al huésped indeseable).

Debo hacer una pausa y prepararlos para lo que sigue (lo que van a escuchar se sale realmente de lo ordinario). Debo volver atrás, al punto de partida, a la palabra árabe mustanbiḥ, que evoca no sólo la errancia, la esperanza de hacer que ladren los perros, sino también el fuego del campamento. El solo ladrido no es suficiente para indicar la presencia humana; es un signo necesario pero incompleto (pues existen los perros perdidos) cuya función es conducir al caminante a otro signo mucho más certero: la llama y el humo de los hogares. Si las personas hacia las cuales se dirige el viajero no son hospitalarias, ¿cómo van a apagar el fuego? Le pedirán, pues, a su madre que se mee encima.55 Ella se acomodará sobre el fuego y soltará un chorro de orina, un chorrito delgado, pues siendo avara y madre de hijos avaros, no está dispuesta a despojarse fácilmente de su orina. El poeta no nos dice si este mísero líquido logra extinguir las llamas (aunque han debido ser bastante débiles porque aquellos que retienen su orina no desperdician nunca la madera), si el compromiso por el cual opta la madre resulta satisfactorio. En cualquier caso, el viajero no será acogido. Yo le aconsejaría, además, alejarse lo más rápidamente posible, pues corre el peligro de que lo desgarren los perros hambrientos de los avaros (hambrientos y muertos de sed).6

Una situación distinta pero igualmente engañosa puede producirse si el viajero se tropieza con seres generosos. Hay perros merodeando alrededor del campamento de estos seres, pero son perros cobardes y holgazanes7 que ya ni ladran. Sus amos reciben huéspedes todo el tiempo y, en ese ir y venir, los perros pierden el norte, sumergidos como lo están en una ola constante de seres verticales que llegan pidiendo comida y abrigo. De tanto llamarlos al orden, han perdido el hábito de emitir sonidos caninos. En cambio, ocupan todo su tiempo comiendo los abundantes restos de comida que los invitados les tiran. En resumidas cuentas, son tan acogedores como sus amos, aunque sus motivaciones sean de otra índole. Esa escena idílica me deja un poco escéptico, pero también me deja con ganas, con hambre, de más. Primero que todo, los perros que ya no ladran, los perros condenados a la mudez, que no abren el hocico sino para comer, ¿siguen siendo perros? Quiero creer en la generosidad de sus amos, pero ¿cómo voy a encontrarlos si no hay ladridos que me indiquen el lugar del campamento cuando se haga de noche y esté perdido? Sospecho que esta gente es aún menos hospitalaria que los avaros con los que nos topamos antes, quienes, hay que reconocerlo, no han amordazado a sus perros. Es cierto, apagaron sus hogueras, pero siento su presencia y esta presencia es reconfortante; sé que ahí están los humanos y que, lo quieran o no, se comunican conmigo por medio de sus perros. En cambio, la comunicación es imposible con quienes han hecho que sus perros olviden cómo ladrar. Piensen un poco: estoy cerca, pero ninguna seña sonora me guía hacia ellos. Me digo, con la muerte en el alma, que están ahí y que cada paso que doy me aleja de su campamento. Ladro inútilmente y ningún animal me responde.

Vamos de todos modos a suponer que nuestro viajero termina por vislumbrar las hogueras de un grupo humano extraño, vamos a suponer que esos extraños hablan en vez de ladrar y que el ladrador, al acercarse a ellos, recupera su lengua. ¿Qué va a suceder entonces? Será considerado, haga lo que haga, un animal. Cuando dos lenguas están en presencia una de la otra, una de ellas siempre está necesariamente ligada a la animalidad. Habla como yo o, si no, eres un animal. Para que yo diga lo que vengo a decir tengo que tener la ventaja de la fuerza, pues si estoy en posición de debilidad seré yo el animal. No es apropiado hablar en este caso de un conflicto. Para que haya un conflicto, los dos adversarios deben poseer la misma fuerza o, al menos, una fuerza comparable. El león pelea con el tigre, pero se conforma con sólo devorar al conejo o al perro. El bilingüismo no evoca la imagen de dos contrincantes que avanzan, el uno hacia el otro, cada uno armado con una red y un tridente. No, en este caso uno de los gladiadores está ya en el suelo y se prepara para recibir el golpe de gracia (en los anales romanos, ningún César se apiadaba del gladiador derribado).

Nuestro protagonista no tardará en entender esto, muy a su pesar. Los extraños cuya lengua no habla lo toman por animal. No lo consideran necesariamente un perro (ya no ladra frente a ellos), pero sí un simio. Un simio que imita no el hablar de los perros, sino el ladrido de los extraños. Ya que no habla como ellos, lo creen simio. Él se sabe simio y, además, por si fuera poco, asmático. Cada vez que abre la boca debe hacer un gran esfuerzo, un esfuerzo serio que lo diferencia de los demás que hablan con fluidez, de aquellos que hablan como jugando, como quien respira de manera continua y apacible. Es este esfuerzo el que lo marca como simio, imitador. Sin esfuerzo no hay imitación. Me explico: el simio es nada más y nada menos que nuestro caminante de antes que busca deshacerse de su naturaleza simiesca para ser como sus interlocutores, ellos, los hombres. Si estuviera en el mismo plano que esos que lo miran con una mezcla de curiosidad y malestar, no tendría necesidad de recurrir a la imitación. No, él imita porque no es uno de aquellos a quienes imita, imita eso que no llegará nunca a ser. Y él lo sabe. Los otros también lo saben o, al menos, llega el momento en el que terminarán por saber (a diferencia de los perros, que, ustedes recuerdan, se dejan engañar en el juego de la imitación) que un hombre no se hace a punta de monerías. Paradoja de la imitación: al querer parecerse a otros, ser como ellos, uno solamente termina por mostrar su separación. Uno no reproduce sino lo que no es y el como nunca ha sido una identidad. La imitación vive de la brecha, de la distancia entre el ser y el parecer. Una imitación, aunque alcance un alto nivel de perfección, nunca logra abolir la diferencia.

Del otro lado del espejo, los interlocutores -el público del simio- están en una situación envidiable. No tienen nada que disimular, su parecer coincide con su ser y actúan en pleno día, a la luz del sol de mediodía (que, como saben, no trae ninguna sombra sospechosa). En cuanto al simio, es un hipócrita nato: cuando disimula cualquier cosa, una gran sombra se extiende tras él, una sombra que no se advierte. Lo que esconde no es lo que muestra. No olvidemos que estuvo perdido en la noche y que ahora está perdido entre extraños, entre los hombres. Al imitar, también disimula.

Curiosamente, a los espectadores del simio les gusta, de cuando en cuando, librarse al juego de la imitación. Un simio es sin duda un animal divertido y nadie puede resistir las ganas de imitar al imitador. Entonces, durante sus momentos libres, imitan al simio: no el ser del simio, sino su parecer. El parecer del simio es una imagen de quiénes son, ya que el simio se es fuerza por parecerse a ellos. Por lo tanto, al reproducir las muecas del simio, imitan su propia imagen. Claro, es su imagen deformada, pero su imagen al fin y al cabo.

Me refiero de nuevo a al-Ŷāḥiẓ, no a al-Ŷāḥiẓ del Librode los animales, sino a aquel (al mismo) del Libro de la elocuencia. Les advierto, seguiré hablando de seres no antropomorfos porque ni al-Ŷāḥiẓ ni yo somos capaces de discurrir sobre la elocuencia sin evocar a los animales. Es siempre refiriéndose alanimal como uno habla de la elocuencia.

Al-Ŷāḥiẓ escribe que un autor no puede sobresalir en dos lenguas.8 Yo sospecho que era monolingüe, aunque a veces hiciera uso de palabras extranjeras. Los estudiosos se rompen los sesos tratando de averiguar si sabía persa, como si esta cuestión tuviera alguna importancia. De hecho, al-Ŷāḥiẓ no tenía necesidad de saber otra lengua distinta del árabe por la simple razón de que no había, en su época, sino una sola lengua: el árabe. Lo demás no era sino ruido, algarabía de maullidos, gañidos y relinchos. Al-Ŷāḥiẓ era un escritor feliz.9 Amaba reír y su risa era franca, sin reflexiones tardías. A veces, hacía experimentos con los animales (los de verdad), con serpientes y moscas, por ejemplo.10 A veces, observaba a aquellos individuos que hablan como los animales o, mejor dicho, que no hablan, parecidos en esto a los animales. Menciono como prueba una página del Libro de la elocuencia que trata de unos animales domésticos, un ciego, algunos personajes híbridos y un imitador.11

¿Qué razones tienen para reunirse estos personajes y qué van a hacer todos juntos? El imitador (ḥākiya), cuenta al-Ŷāḥiẓ, reproduce el ladrido del perro y el rebuzno del asno. Reproduce también la actitud y los gestos del ciego y, además, imita la pronunciación defectuosa de los grupos étnicos no árabes. La imitación hace reír a costa del otro y confirma el sentimiento del “nosotros”; supone entonces una complicidad entre el imitador y el espectador, estando los dos presentes, mientras que el imitado está “ausente”, confinado a la jaula de la tercera persona,12 aun si pareciera decir yo con la voz del imitador, aun si pareciera decirle a los ojos del público. La imitación sólo es posible gracias a la superioridad que sienten quienes participan del espectáculo frente al personaje que les sirve de objeto.

Se darán cuenta de que cada uno de los personajes imitados carece de algo, tiene una deficiencia. Al asno y al perro les falta el uso del lenguaje articulado, al ciego la vista, al que no es árabe, la capacidad de pronunciar los sonidos guturales. Al-Ŷāḥiẓ señala que a tal individuo se le reconocía como originario de Sind, de Jurāsān o del Ahwāz, de acuerdo con su pronunciación del árabe, pues cada grupo tenía una forma especial de articular las palabras.13 Abrir la boca en esas condiciones es traicionarse, revelar diferencia y falta. Lo más simple sería entonces callarse y deambular, apretados los dientes, en los lugares donde hay gente. Sin embargo, ¿podría resignarse un poeta al silencio en una época en la cual la poesía no era escrita ni leída sino recitada y escuchada? Me refiero aquí al caso de dos poetas (Abū ʿAṭāʾ al-Sindī y Ziyād al-Aʿjam) cuya pronunciación era defectuosa. Entonces, les encargaban a sus esclavos la declamación de sus poemas para evitar el ridículo.14 Imagínense, frente a una gran persona, el poeta permanece en silencio mientras que un sustituto recita su poema. Por lo tanto, el poema está compuesto por dos individuos de manera sucesiva: el compositor que lo crea en forma de murmullo sordo, y el declamador que lo exterioriza presentándolo en la bandeja de su lengua. Durante la ceremonia, el poeta escucha su propio poema recitado por alguien más. Para hablar, requiere de un portavoz.

Lengua cortada, tímpano roto: dos fenómenos con consecuencias similares. Acuérdense de ese músico sordo a quien se le permitía a veces dirigir la orquesta que tocaba sus piezas musicales. La primera vez, el experimento resultó en sonidos dis cordantes. Después, las cosas se arreglaron, pues se nombró a un segundo director de orquesta que se ocultaba del público y que, por ende, sólo veía al músico sordo haciendo el papel de director, aunque en realidad no hiciera más que dirigir su propia música interior. Dos directores de orquesta, dos públicos. Dos músicas de las cuales una es sonora y la otra inaudible para todos menos para el músico sordo, pues es el único que puede oírla y la toca para sí mismo (la orquesta se rehúsa a tocar con él). Una música que, en relación con la primera, está retrasada, es decir, o adelantada o retrasada… El poeta con la lengua cortada está siempre adelantándose: si le miran los labios, los verán moverse y dibujar los contornos de las palabras que el portavoz se prepara para decir.

Lengua cortada, lengua castrada. No se asombren si, hojeando los siete volúmenes que comprenden el Libro de los animales, se encuentran con eunucos, seres cuya virilidad ha sido interrumpida, ni hombres ni mujeres,15 con animales cuya condición es compleja, animales cuya naturaleza es curiosa y complicada. El mutismo es como la castración. Perder la lengua, perder la habilidad de hablar las lenguas… No es una tragedia irreparable perder una lengua; la desdicha suprema es perder la lengua, el pedazo de carne que se guarda en la boca. Una cuestión que al-Ŷāḥiẓ no tocó en su capítulo sobre el perro (¿cómo fue que no se le ocurrió?): ¿necesita el perro la lengua para ladrar? ¿Para los ladridos del perro es tan necesaria la lengua como lo es para las palabras del ser humano?

¿Qué le pasa, durante este tiempo, a nuestro viajero nocturno? Sigue su camino, ladrando. Tal vez esté en un lugar desierto, completamente abandonado por los perros (existen los perros desertores). Si es así, ladrará toda la noche y no obtendrá respuesta.

Escribiendo estas líneas, al autor lo sobrecoge una inquietud que no puede reprimir. ¡Qué tal que hablando tanto de perros se convierta también él en perro! ¡Y si hablando de los animales, pierde su lengua (mejor dicho, sus lenguas, pues tiene muchas)! Inquietud sin duda compartida: el lector no es inmune, pues también, al abrir la boca, corre el riesgo de emitir, en vez de fonemas y morfemas, de unidades específicas y significativas, un ladrido seguido de otro ladrido, siempre igual.16 Si la angustia es demasiado fuerte, he aquí un remedio eficaz: apriete los dientes, tápese la boca con la mano y piense en otra cosa.

1Agradezco a Abdelfattah Kilito por permitirme traducir y publicar su ensayo “Les mots canins” (tomado de Jalil Bennani [ed.], Du Bilinguisme, París, Denoël, 1985, pp. 205-218). Las notas de pie de página provienen del texto original y se conservan en el formato seguido por el autor, con algunos ajustes.

2Al-Ŷāḥiẓ vivió entre los siglos VIII y IX [N. de la T.].

3Más exactamente, “aquel que provoca el ladrido de los perros al imitar sus voces”. Véase ʿAbd al-Salām Muḥammad Hārūn (ed.), Libro de los animales (Kitāb al-Hayawān), El Cairo, Maṭbaʿat Muṣṭfā al-Bābī al-Ḥalabī, 1939, vol. 1, p. 379.

4Es importante mencionar, aunque sea de paso, los enormes problemas que esto causa a la comunidad canina.

5Les juro que no me estoy inventando nada. Sólo hago paráfrasis de dos versos del poeta al-Akhṭal. Al-Ŷāḥiẓ cita el primero de estos dos versos en el Libro de los animales, vol. 1, p. 384.

6Pueden ser rabiosos incluso. Al-Ŷāḥiẓ menciona que el hombre mordido por un perro rabioso comienza a ladrar (Libro de los animales, vol. 2, pp. 10 y 11).

7“Mi perro es cobarde”, dice el poeta Ibn Harama (citado por al-Jurjānī en Khafājī [ed.], Dalāʾil al-iʿjāz [Pruebas de la imposibilidad de imitar el Qurʾan], El Cairo, [s.d.e.], 1969, p. 263).

8Libro de los animales, vol. 1, pp. 76-77.

9Eran muchos los escritores “bilingües” durante los primeros cuatro siglos después de la hégira. No puedo imaginarme que hayan sido infelices, mientras que hoy la infelicidad es muy común entre los escritores árabes de habla francesa (y árabe) que hablan (o simulan hablar) del vacío, de la ruptura y el desgarro asociados a su condición.

10Libro de los animales, vol. 4, p. 113, y vol. 3, pp. 349-350.

11Abd al-Salām Muhammad Hārūn (ed.), Libro de la elocuencia (al-Bayān wa-l-tabyīn), El Cairo, Maktaba al-Khānjī, 1960, vol. 1, pp. 69-70.

12E. Benveniste, Problèmes de linguistique générale, París, Gallimard, 1966, p. 228.

13Libro de la elocuencia, vol. 1, p. 69.

14J. Fück, ʿArabiya, trad. C. Denizeau, París, Didier, 1955, pp. 28-30.

15Libro de los animales, vol. 1, pp. 105 y 108.

16¿Siempre igual? No estoy seguro. Recuerden a aquel actor que lograba crear “cuarenta mensajes diferentes a partir de la expresión ‘esta tarde’, variando las sutilezas expresivas” (R. Jakobson, Essais de linguistique générale, París, Seuil, 1970, p. 215).

Recibido: 21 de Marzo de 2017; Aprobado: 07 de Junio de 2017

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