Introducción
Octavio Paz visitó el subcontinente indio por primera vez en noviembre de 1951, mientras fungía como tercer secretario en la embajada de México en París. En las páginas iniciales de Vislumbres de la India (1995), el escritor narra su encuentro con esta tierra de fantasía imaginada. A bordo del Battory, minutos antes de llegar a tierra, contempló la arquitectura ondulada en el horizonte, jirones de nubes rosadas y bandadas de pájaros sobre arcos de piedra, hasta que finalmente avistó la silueta del hotel Taj Mahal, “enorme pastel, delirio de un Oriente finisecular, caído como una gigantesca pompa no de jabón sino de piedra en el regazo de Bombay”. Al advertir su asombro, un ingeniero a bordo, quien casualmente era hermano del poeta W. H. Auden, le comentó al escritor mexicano que los constructores habían leído mal los planos, por lo que erigieron el edificio al revés, dando la espalda al mar, en vez de a la ciudad. La respuesta de Paz resume el criterio orientalista, las antinomias coloniales y los lazos tendidos entre hemisferios que permean el resto del libro: “El error me pareció un ‘acto fallido’ que delataba una negación inconsciente de Europa y la voluntad de internarse para siempre en la India. Un gesto simbólico, algo así como la quema de las naves de Cortés. ¿Cuántos habríamos experimentado esta tentación?”.3
La inmensa realidad
“La India es una gigantesca caldera y aquel que cae en ella no sale nunca”, escribió Octavio Paz en 1967.4 Cinco años antes, había recibido el puesto de embajador de México en India como castigo orquestado por Jaime Torres Bodet, director general de la UNESCO, y Manuel Tello, ministro de Relaciones Exteriores, ambos angustiados debido a activismo político en Francia. Aunque la idea era deshacerse del escritor trasladándolo a un país “de segunda clase”, los seis años que vivió en el subcontinente fueron, en sus palabras, “una educación sentimental, artística y espiritual”, que definió el resto de su vida y su obra. En virtud de su aprendizaje estético y de su matrimonio con Marie José, el poeta definiría la experiencia como un “segundo nacimiento”.5 Con ánimo de polemizar, el filólogo e indólogo Adrián Muñoz García sostiene que la influencia de India fue “un factor mucho más relevante y duradero que el surrealismo” en su quehacer literario, a pesar de su clara ausencia en la crítica hispánica.6 Las reflexiones y las apreciaciones de Paz al respecto quedaron cristalizadas en Ladera este (1969), Conjunciones y disyunciones (1969), El mono gramático (1974) y Vislumbres de la India (1995), entre otros. Este último es el tema que aquí acontece, ya que en esta obra el ensayista mexicano plasmó con mayor claridad y detenimiento su percepción de la historia india, su presente y posible futuro.
En 1984, Octavio Paz se encontraba en camino a Delhi para dar una conferencia en memoria del ex primer ministro Jawaharlal Nehru, a petición de Indira Gandhi. Desafortunadamente, tras su asesinato y los disturbios generalizados que le sucedieron, la invitación se vio frustrada. Al año siguiente, el escritor impartió su conferencia gracias a la reiterada solicitud de Rajiv Gandhi, nuevo primer ministro e hijo de Indira. Una década después, el ex embajador tropezó con las páginas que había preparado y decidió extenderlas. Vislumbres de la India fue fruto del destino aunado a su nostalgia, un ensayo que, según dice, buscaba responder la pregunta: “¿Cómo ve un escritor mexicano, a fines del siglo XX, la inmensa realidad de la India?”. Consciente de la ambición y subjetividad que tal empresa acarrea, Paz sostiene que el título del libro resume su carácter, ya que sólo lograría aportar vislumbres, “indicios, realidades percibidas entre la luz y la sombra”.7 Debo concordar con su declaración de impotencia o humildad. Debido al marcado orientalismo del intelectual mexicano y las nociones viciadas que su obra reproduce sobre “el Este”, sus bosquejos de India no logran aprehender la identidad del sujeto en cuestión, aunque permiten elucidar la naturaleza de algunos conceptos en el resto de su obra.
Orientalismos diferenciados
La hispanista india Malabika Bhattacharya elogia la forma en que Octavio Paz “penetró la máscara turística que [los indios] se ponen frente a los forasteros”, logrando adentrarse en su psique gracias a su afición al tantrismo y su comprensión del budismo, a diferencia de su mentor André Breton y demás surrealistas, quienes veían en el Este un “enigma indescifrable […] música distante, mundo simbólico”.8 Los lugares que el escritor visitó, así como su profundo interés en las costumbres y las filosofías indias, revelan la intención de trascender el orientalismo mundano. No obstante, me parece que su obra es un ejemplo -refinado, único e ingenuo- de éste.
En su clásico libro Orientalism, Edward Said definió este concepto como un discurso de dominación, tácita o explícita, basado en “la distinción ontológica y epistemológica” entre Oriente y Occidente; una narrativa de otredad y confrontación sustentada en la “división imaginaria y geográfica” entre puntos cardinales, que contrasta la supuesta racionalidad de Occidente con el barbarismo del Este, el cual se reduce a “esencias” o estereotipos.9 Formas de representación estética como la literatura de viajes permitieron difundir la idea de Oriente que sofocaría su realidad en el imaginario europeo. A la acusación romántica de exotismo subyace el sentimiento de superioridad y anhelo de conquista ideológica o material, evidente en los paisajes de Delacroix, el hombre blanco de Kipling o los montes de Darjeeling bajo el lente de Wes Anderson.10 Esta contraposición hipotética puede apreciarse en la obra de Paz desde Conjunciones y disyunciones, donde el autor define a India como alteridad al declarar que su civilización es “el otro polo de la de Occidente, la otra versión del mundo indoeuropeo”.11
Si bien el trabajo de Said estudia las construcciones eurocéntricas del mundo árabe, en Imperial Eyes, Mary Louise Pratt analiza jerarquías similares respecto al centro europeo y la periferia de América Latina.12 De igual manera, Saurabh Dube considera que esta región ha padecido el mismo discurso de subordinación que el Este, al ser presentada simultáneamente como miembro y ausencia del mundo Occidental,13creencia que Octavio Paz comparte en Postdata, donde llama a los latinoamericanos “gente de las afueras, moradores de los suburbios de la historia […] los comensales no invitados que se han colado por la puerta trasera de Occidente, los intrusos que han llegado a la modernidad cuando las luces están a punto de apagarse”.14 En este sentido, al analizar la visión que el ensayista mexicano tenía de India nos adentramos en “un discurso creado desde un ‘margen’ de la modernidad occidental en torno a otro ‘margen’”,15 el diálogo entre dos exotismos hipotéticos. Aunque el orientalismo de los modernistas hispanoamericanos se inspiró en modelos europeos, éste no refleja la oposición binaria entre conquistador y subyugado de la relación imperio-colonia a la que alude Said, sino el encuentro de dos sujetos poscolonizados.16 Si bien Paz afirma en Conjunciones y disyunciones que “la relación entre India y Occidente es la de una oposición dentro de un sistema”,17 Julia Kushigian nota que la variación latinoamericana del orientalismo se distingue del europeo por la forma en que tales opuestos se unen y entremezclan.18
Así pues, en Vislumbres de la India, Paz se identifica con el subcontinente en vez de antagonizarlo. Buscando distanciarse de la “locación estratégica” de autoridad generalmente asociada al discurso orientalista, el autor exalta su condición paralela:19 “La extrañeza de la India suscitaba en mi mente la otra extrañeza, la de mi propio país […], mi propio e íntimo exotismo de mexicano”.20 El viajero encuentra en esta tierra de misticismo y calor opresivo un correlato de la historia mexicana, así que a menudo pretende trazar semejanzas y coincidencias entre ambas culturas. Por ejemplo, al contemplar el paisaje desolado que se disipaba en el horizonte en camino a Delhi, Paz evocó imágenes borrosas de su infancia: viajes en ferrocarril durante los últimos días de la Revolución mexicana, en que, apenas a los seis años, contempló hombres ahorcados balanceándose bajo los postes del telégrafo a lo largo de la vía. Estos bosquejos del pasado, a su vez, le invocaron la violencia de la partición del Indostán.21 El célebre intelectual acababa de publicar El laberinto de la soledad, donde había intentado exorcizar las pulsiones reprimidas del mexicano para elucidar su identidad; ahora, India presentaba “otra interrogación aún más vasta y enigmática”.22 Y, sin embargo, debo hacer dos precisiones sobre la visión del subcontinente que Paz presenta en su obra: aunque el orientalismo latinoamericano es, en cierto sentido, una comparación entre periferias, sujetos subalternos, exotismos contrapuestos, el juicio del escritor está claramente inspirado en el discurso colonial hegemónico, que caracteriza al Este como desviación respecto a la cosmovisión Occidental. Por ello, al intentar resaltar las similitudes entre México e India, usualmente termina reafirmando sus diferencias.
Mierda y jazmines
Vislumbres de la India se divide en un relato autobiográfico sobre las experiencias de Octavio Paz en ese país y una serie de ensayos sobre su cultura, sociedad y política. Por decirlo así, la obra es una recopilación de vislumbres reales y figurados. Muñoz García dice al respecto: “no es ni un libro de historia ni una bitácora de viajes, aunque una y otra vez el texto parece oscilar entre ambos caminos”.23 En su recuento inicial no queda claro si su descripción de las ciudades indias acarrea el orientalismo deliberado de poetizar la cotidianeidad o es una simple declaración de asombro. De cualquier manera, el autor reproduce en sus travesías las metageografías dominantes que Dube atribuye a la visión eurocéntrica de la historia universal, entretejida con los procesos del colonialismo y los prejuicios del poscolonialismo. Según esta “cartografía de los espacios encantados”, el mundo se divide en sociedades modernas y comunidades tradicionales, categorías que pretenden contraponer la civilidad occidental al barbarismo ajeno. Tal antinomia se refleja en el enfrentamiento de conceptos como “tradición y modernidad, rito y racionalidad, mito e historia, comunidad y Estado, lo mágico y lo moderno, emoción y razón”.24
Sin embargo, en la pluma de Octavio Paz, tales ideales antagónicos no se neutralizan; al contrario, se alimentan de la realidad inasible de un microcosmos donde las contradicciones del imaginario colonial se entrelazan sin fusionarse. India no es un espacio encantado ni un lugar moderno, sino ambos y ninguno al mismo tiempo, “el realismo descarnado aliado a la fantasía delirante”.25 Como afirma Juan Carlos Ruiz Guadalajara, el escritor usó la abstracción poética para interpretar la “realidad de extremos y alteridad” que caracteriza a India, entendiéndola “siempre en clave de extremos que se tocan, que se funden, que se explican el uno al otro, que coexisten, se devoran, se necesitan o se rechazan”.26 Según Paz, esta tierra es un mosaico de contrastes que conviven en extraña armonía: “modernidad y arcaísmo, lujo y pobreza, sensualidad y ascetismo, incuria y eficacia, mansedumbre y violencia, pluralidad de castas y de lenguas, dioses y ritos, costumbres e ideas, ríos y desiertos, llanuras y montañas, ciudades y pueblecillos, la vida rural y la industrial a distancia de siglos en el tiempo y juntas en el espacio”. Finalmente sintetiza en retrospectiva: “vi monstruos y me cegaron relámpagos de belleza”.27
En las primeras páginas de Vislumbres, el viajero recuenta su primera visita a Bombay, ciudad aparentemente caótica y desordenada, quizá en comparación tácita con la disposición racional y sosegada de París, donde había fungido como embajador antes de llegar. A pesar de esta abrupta transición del lugar moderno al espacio encantado, para el intelectual mexicano las viñetas del Este, más que fantásticas, eran demasiado reales. Al discutir El mono gramático, Fabienne Bradu concluye que en la obra de Paz “la verdadera espiritualidad de la India no consiste en una fuga de la realidad, sino en su revelación por el exceso”.28 En párrafos consecutivos, el poeta enlista las visiones de la “realidad insólita” que le aguardaba afuera del hotel Taj Mahal:
oleadas de calor, vastos edificios grises y rojos como los de un Londres victoriano crecidos entre las palmeras y los banianos como una pesadilla pertinaz, muros leprosos, anchas y hermosas avenidas, grandes árboles desconocidos, callejas malolientes […] manchas rojizas de betel en el pavimento, batallas a claxonazos entre un taxi y un autobús polvoriento […] al cruzar una esquina, la aparición de una muchacha como una flor que se entreabre,
rachas de hedores, materias en descomposición, hálitos de perfumes frescos y puros […] mujeres de saris rojos, azules, amarillos, colores delirantes, unos solares y otros nocturnos […] jardines públicos agobiados por el calor, monos en las cornisas de los edificios, mierda y jazmines, niños vagabundos […]
en el cielo, violentamente azul, en círculos o zigzag, los vuelos de gavilanes y buitres, cuervos, cuervos, cuervos…29
Al concluir, extenuado, su primera noche en India, Paz colapsó al pie de un gran árbol y resumió su abrumadora experiencia en una cita parafraseada de T. S. Eliot: “Human kind cannot bear much reality”. Esta curiosa elección de palabras para englobar una fantasía aparentemente tangible puede entenderse con los conceptos de Dipesh Chakrabarty, quien sostiene que “India” es un “término hiperreal”, que alude a “ciertas figuras de la imaginación, cuyos referentes geográficos permanecen más o menos indeterminados”.30 Si bien el académico bengalí procura explicar una relación de dominación, la cualidad gráfica de su “India” explica, por ejemplo, que Paz vea en Nueva Delhi “un conjunto de imágenes, más que de edificios”. Por instantes, el escritor parece difuminar la brecha entre jerarquías hemisféricas al afirmar que la ciudad-jardín es tan “irreal” como las construcciones decimonónicas de Londres; no obstante, en su juicio artístico es clara la atribución de exotismo cuando asigna un dinamismo erótico a las curvas sensuales de Oriente, contrapuesto al carácter rectilíneo de las edificaciones que lo colonizaron: “Se ha dicho que la arquitectura gótica es música petrificada; puede decirse que la arquitectura hindú es danza esculpida”.31 Tal dinamismo parece reiterativo o incluso atemporal, como el de quien baila sin cesar sobre su propio eje. Bien lo ha dicho Said: uno de los dogmas principales del orientalismo es que el Este es “eterno, uniforme e incapaz de definirse a sí mismo”,32 idea evidente en “El balcón”, desde el que Paz contempla el paisaje:
Quieta
en mitad de la noche
no a la deriva de los siglos
no tendida
clavada
como idea fija
en el centro de la incandescencia
Delhi
dos sílabas altas
rodeadas de arena e insomnio
En voz baja las digo
Nada se mueve
pero la hora crece
se dilata33
La acusación de atemporalidad también es evidente en la descripción del mausoleo del emperador Humayún, que Paz elogia como la “abolición del tiempo convertido en espacio”.34 Es difícil negar el orientalismo del escritor, aunque esta sensación de intriga espiritual hace de su recuento una crónica brillante y agraciada. En la prosa diáfana del poeta, las estrellas del cielo indio arden silenciosamente y el agua en estanques alargados refleja el mundo al mismo tiempo que lo disipa. La debilidad de Vislumbres es la forma en que esta descripción erotizada de India distorsiona las opiniones del autor sobre su sociedad y sus instituciones.
Especias del tiempo
Buscando coincidencias en los usos y costumbres de México e India, Octavio Paz se adentra en el territorio del arte culinario y afirma que éste es una de las formas más sinceras para acercarse a la cultura de un pueblo. Según su criterio, los repertorios gastronómicos de ambos países -excéntricos, de sabores y colores violentos- son “infracciones imaginativas y pasionales de los grandes cánones del gusto”. Considera afín la preeminencia del picante en su cocina y admira la semejanza entre el curry y el mole en cuanto a sabor, pigmento y función; sin embargo, encuentra una diferencia significativa en la presentación de los platillos. Utilizando la terminología de Claude Lévi-Strauss, pionero de la antropología estructuralista, Paz sostiene que la cocina mexicana es diacrónica -al igual que la europea, una sucesión de guisos-, mientras que la cocina india es sincrónica: “no sucesión ni desfile, sino aglutinación y superposición de substancias y sabores”. Para el ensayista, tal mezcolanza de sabores es un reflejo de su historia, caracterizada por la yuxtaposición de pluralidades religiosas, culturales y sociales, que a menudo se contraponen sin disociarse.35 Como argumento de autoridad cita a Jawaharlal Nehru, quien alguna vez equiparó a India con un palimpsesto, en que “uno debajo del otro, están inscritos muchos hechos, ideas y sueños, sin que ninguno de ellos cubra completamente los que están abajo”.36 En la pluma de Paz, el comentario del estadista alude simultáneamente a la reconciliación de diversidades y a la aparente atemporalidad de India, “fusión de los sabores, fusión de los tiempos”. Un inmenso platillo de siglos en putrefacción.37
En su impresionante erudición, el premio Nobel observa que “cada civilización es una visión del tiempo”, entretejida en sus instituciones, técnicas, filosofías u obras de arte. No obstante, al reconocer esta pluralidad de cosmovisiones, también establece una jerarquía silenciosa en términos de civilidad y barbarismo. Por un lado, el ensayista acierta en afirmar que la idea “moderna” del tiempo rectilíneo se origina en el cristianismo, cuya noción de origen y destino se volvió, al secularizarse, el fundamento de la historia universal, una narrativa de progreso continuo que abarca hasta nuestros días; por el otro, imputa el supuesto estancamiento de India a su “ausencia de conciencia histórica”, la cual achaca a la cosmología del hinduismo, que entiende el tiempo como maya: sueño, ilusión, apariencia, “vana repetición de una falsa realidad”. Según el poeta, mientras que la Europa moderna enaltece el cambio, India glorifica la inmutabilidad, ya que “la impermanencia es una de las marcas de la imperfección de los seres humanos y, en general, de todos los entes”.38 Por ello, el poeta considera que el elogio de la atemporalidad permea todo aspecto de India, desde el culto hasta el paisaje, como es evidente en los instantes eternos de “Viento entero”:
El presente es perpetuo
Los montes son de hueso y son de nieve
están aquí desde el principio
El viento acaba de nacer
sin edad
como la luz y como el polvo39
Más interesante aún es que en Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo (1967), Paz declara que India y las culturas mesoamericanas comparten esta carencia de conciencia histórica, pues ambas tienen nociones cíclicas del tiempo.40 Basta recordar que en El laberinto de la soledad había afirmado que “los antiguos mexicanos” veían el aquí y el más allá como partes de una totalidad dialéctica, porque “la muerte no era el fin natural de la vida, sino fase de un ciclo infinito”.41 Al comparar estas concepciones divergentes del tiempo y contraponerlas al tiempo lineal “universal”, el orientalista no logra elucidar las dinámicas de poder que su juicio de valor acarrea.
Si bien Paz explica cómo el tiempo sagrado devino historia secular, obvia que la naturalización del tiempo histórico unificó las diferentes narrativas del mundo en una sola cronología que permitió discriminar cosmovisiones ajenas, como él instintivamente lo hace.42 De hecho, la carencia de conciencia histórica que el escritor mexicano achaca a India era una noción recurrente entre viajeros y administradores británicos, que permitió reforzar la idea de su estancamiento y atraso.43 Para mediados del siglo XIX, quedaba claro que Europa era el epítome de la modernidad, dueña de los instrumentos de su temporalidad, estándar bajo el cual juzgaría y articularía el lenguaje del colonialismo. Tal jerarquía tácita convirtió la división temporal en territorial.44 Explica Roger Bartra en La jaula de la melancolía: “el pensamiento occidental llegó a fundir sus nociones del espacio y del tiempo con las ideas del progreso histórico. Así se configuró un estereotipo cultural eurocentrista que llegó a considerar, digámoslo así, que la coordenada temporal iba de oriente a occidente”.45 Este discurso dicotómico entre modernidad y tradicionalismo no describió el mundo, sino que permitió reinventarlo: Europa era dueña de la historia; India, presa del mito.
Es pertinente rescatar la crítica a la europeización del saber histórico que Chakrabarty denuncia en “La poscolonialidad y el artilugio de la historia”, donde lamenta que incluso los estudios actuales sobre el Tercer Mundo tienden a producirse bajo la sombra de Europa, “sujeto de todas las historias”.46 A pesar de la solidaridad periférica que Paz predica en Vislumbres, gran parte de sus observaciones reproducen los prejuicios del orientalismo decimonónico en sus distintos avatares académicos, distinguiendo tajantemente entre las sociedades occidentales modernas que navegan el flujo de la historia y las no occidentales, ancladas al pasado debido a la importancia del mito y el ritual en sus culturas. Como dice Dube, la modernidad es “el desencantamiento del mundo […] por medio de poderosas técnicas de la razón”, pero también genera sus propios encantamientos, entre ellos las oposiciones jerárquicas que parten al mundo en dos. Tales antinomias permiten que la importancia actual de la espiritualidad hindú y el tradicionalismo indio resulte, a la vez, contemporánea y anacrónica.47
Al equiparar la cosmovisión del hinduismo con el tiempo de las culturas prehispánicas, Paz cae en las trampas de la fe ciega en la modernidad. Como bien critica Bartra, la noción de que todos los hombres primitivos comparten una visión homogénea del tiempo es fruto del “racionalismo mecánico anclado en la noción de progreso”.48 Sea en la arena y el insomnio bajo los que Delhi yace sepultada o en el viento pardo que acaricia la piedra cruda de Luvina, las horas transcurren (o no lo hacen) con igual melancolía. Bartra derriba los cimientos de la cronología universal al revelar que la idea del tiempo mítico “ligado al edén primitivo, en contraste con las nociones modernas del acaecer histórico” es, irónicamente, parte de la mitología moderna.49 Así, pues, encontramos un desierto en otro: el tiempo occidental es tan mítico como los que desprecia, pues se centra en narraciones ilusorias que glorifican el progreso, el futuro o la línea recta, tan distante de las curvas del subcontinente, aquella danza hecha piedra.
Castas cristalizadas
Así como Octavio Paz ve en el hinduismo la “negación metafísica” del tiempo, considera que la institución de las castas es su negación social, un “modelo de organización social pensado para una sociedad estática […] La casta es ahistórica; su función consiste en oponer a la historia y los cambios una realidad inmutable”.50 El ensayista mexicano basa su argumentación en la canónica visión de las castas que el antropólogo francés Louis Dumont articuló en Homo Hierarchicus (1966), a su parecer “la explicación más coherente, original y profunda”. Ignorando las dimensiones políticas y económicas de esta lógica social, Paz denuncia su carácter colectivo y religioso al contraponerlo a la estratificación socioeconómica de las clases sociales modernas. Según su perspectiva, el mayor vicio de las castas es que cristalizan los roles sociales e impiden el progreso individual que el liberalismo occidental abandera: “la casta es lo contrario de nuestras clases y asociaciones, formadas por individuos. En ella la realidad primordial es la colectiva”.51 No obstante, Paz ignora protestas recientes frente a la inercia del sistema de castas, como el proyecto pacifista que Gandhi abanderó hasta su muerte o la campaña de Ambedkar contra la discriminación de los intocables que conservaba fuerza durante su estadía.52
En “Castes of Mind”, Nicholas B. Dirks reprocha la forma en que se ha propagado la reputación de la casta como germen de la civilización india, expresión básica de su sociedad, sustento religioso de su origen y reproducción, “una de las razones por las cuales la India carece de historia o, al menos, de sentido histórico”.53 En Vislumbres, Paz exagera esta noción primordialista mediante su usual prosa poética, al sostener que esta institución “nació sola, aunque por voluntad divina, cósmica, del suelo y el subsuelo de la sociedad, como una planta […] Casta es jati y jati es especie. La casta es, por decirlo así, un producto natural”.54 Sin embargo, Dirks considera risible que se haya propagado la imagen de la casta como pilar arcaico del tradicionalismo indio -y, por ende, la mayor amenaza a su modernización-, ya que ésta de hecho permitió allanar el camino para “lo moderno” e incluso se ha exacerbado gracias a instituciones modernas.55 No sorprende que el académico enliste el libro de Dumont entre las obras de la antropología moderna que nutrieron la jerarquía imaginada entre Este y Oeste, al describir el Estado precolonial de India como uno débil, a merced de una sociedad guiada por principios religiosos en vez de políticos.56 Cuando Paz recrimina que las castas son un obstáculo para la modernización de India, reproduce inconscientemente los postulados de la antropología colonial, que veía en este territorio exótico una sociedad apolítica y renuente al cambio. Dice el ensayista mexicano:
La oposición entre historia y casta se convierte en enemistad mortal cuando la historia asume la forma del progreso y la modernidad. Al hablar de modernidad no me refiero solamente al liberalismo democrático y al socialismo, sino a su rival: el nacionalismo. Las castas constituyen una realidad indiferente a la idea de nación […] La modernidad, en sus dos direcciones, es incompatible con el sistema de castas.57
En realidad, la configuración actual de la casta no es un legado inmemorial “que ha resistido a la civilización moderna, de los ferrocarriles a las fábricas”, como afirma Paz, sino una forma moderna de sociedad civil que la administración colonial recreó e instrumentalizó para aglomerar las diversas formas de organización social en India, lo que facilitó su dominación, a la vez que preservaba el estereotipo de su carácter tradicional.58 En este sentido, las castas no sólo eran “compatibles” con la modernidad; fueron uno de sus instrumentos.
Naciones y negaciones
Aunque Octavio Paz tuvo una relación cercana a Indira Gandhi durante los seis años que fungió como embajador de México en India, en las páginas de Vislumbres queda claro que concordaba más con el proyecto de nación que su padre, Jawaharlal Nehru, visualizó durante su mandato, hasta el día de su muerte. Paz sólo encuentra elogios para el difunto estadista, a quien caracteriza como un aristócrata pragmático, de “cultura occidental” e inigualable elegancia, “inmaculadamente vestido de blanco y una rosa en el ojal”,59 a diferencia de Mahatma Gandhi, su contraparte supuestamente espiritual, tradicionalista y retrógrada.60 Al comparar a los padres del Estado indio, Paz deja entrever su apego a la modernidad cuando insinúa que su admiración hacia Nehru se debe a su occidentalismo y, en cierta medida, a su visión de un Estado-nación secular.
El escritor mexicano cita al activista Jayaprakash Nayaran para argumentar que India es “a nation in the making”. Al comparar su experiencia histórica con la de Estados Unidos (como la bautizó Lipset, “the first new nation”), el autor enlista los obstáculos que impiden la transformación del palimpsesto indio en una nación moderna. A su juicio, la mayor amenaza para el triunfo de su proyecto nacional es la persistencia de un pasado milenario y heterogéneo en cuanto a religiones, etnias, lenguas y tradiciones.61 Según Partha Chatterjee, gran parte de los discursos poscoloniales sobre la sociedad india aún conservan su conceptualización colonial, que alimentaba la idea de su exotismo al caracterizar a su población como una mezcolanza de comunidades, imposible de adaptar a la democracia liberal.62 De forma inversa, Paz considera que este sistema político es la clave para edificar un Estado-nación moderno, capaz de englobar a los diversos pueblos y religiones del subcontinente.63 Aunque propone un modelo ad hoc, inspirado tanto en la modernidad occidental cuanto en los valores endémicos de la tradición india, en realidad parece defender la predominancia de la primera sobre la segunda, al ver el secularismo como única opción para encaminar a India hacia la modernidad.
En The Nation and its Fragments, Chatterjee retoma incisivamente la terminología modernista de Benedict Anderson para denunciar que el sesgo occidental de la academia y su fetiche por la modernidad han viciado el debate sobre el nacionalismo poscolonial al intentar encajarlo en los modelos “universales” de Occidente:
Si los nacionalismos en el resto del mundo deben escoger su comunidad imaginada de entre las formas “modulares” que Europa y las Américas han puesto a su disposición, ¿qué les queda por imaginar? Pareciera que la historia ha declarado que nosotros, en el mundo poscolonial, sólo seremos consumidores perpetuos de la modernidad. Europa y las Américas, los únicos sujetos legítimos de la historia, han pensado en nuestro nombre tanto el guión de la ilustración y explotación colonial cuanto el de nuestra resistencia y miseria poscolonial. Incluso nuestras imaginaciones restarán por siempre colonizadas.64
Me parece que no deberíamos debatir en qué medida India puede constituirse como una nación que evoque a las europeas, sino la manera en que ésta se ha distinguido de ellas. Según Chatterjee, los nacionalismos anticoloniales de Asia y África difieren de las formas “modulares” que abanderan las sociedades occidentales, pues se conforman por dos dominios que se nutren mutuamente: la imitación material del modelo occidental (que tácitamente acepta su supremacía funcional) y la reafirmación espiritual de una identidad única, que antepone la singularidad cultural a la emulación burocrática. Esta articulación binaria de la identidad india desemboca en un proyecto distinto al que Paz visualiza, pues la espiritualidad que él disocia del nacionalismo moderno es, en realidad, una expresión de resistencia cultural ante las jerarquías globales de poder. Su objetivo no es crear una nación con base en las pautas ajenas de Europa ni recluirse en el tradicionalismo, sino crear una cultura nacional “moderna” que, al mismo tiempo, no sea occidental.65
Desde la publicación de Vislumbres de la India hace dos décadas, han surgido perspectivas revisionistas que cuestionan el valor inherente del secularismo ante la persistencia de conflictos étnicos, como los disturbios de Gujarat en 2002. Después de todo, éste no es un concepto anclado a la cultura vernácula de las sociedades indias. Dice Ashis Nandy que el lenguaje hegemónico del secularismo es una expresión del “imperialismo de categorías”, cuya etnofobia busca sepultar la heterogeneidad cultural y étnica bajo el manto del Estado-nación moderno, inexorablemente vinculado al desarrollo y el progreso científico.66 De igual manera, Chakrabarty precisa que el deseo de separar necesariamente la esfera pública y la privada emana de una noción eurocéntrica de la ciudadanía que ignora otras formas de interacción entre el individuo y la comunidad.67 Tras el deseo de secularizar India yace la idea de emular al “hombre occidental”, quien pareciera haber conquistado su territorio por tener una comprensión superior sobre la relación (o, más bien, la disociación) entre política y religión.68 Lo cierto es que las comunidades religiosas de India convivieron en relativa armonía durante siglos. Como sostiene Nandy, quizá los principios cotidianos de la tolerancia religiosa en la India precolonial puedan renovar su cultura política contemporánea, más que el sueño burocrático de la “desetnización”69 que Paz considera la única salvación.70
El laberinto de la modernidad
A todos los juicios de Octavio Paz sobre India -paisajes inmutables, ausencia de conciencia histórica, cristalización de las castas, imposibilidad de formar una nación- subyace el debate de la modernidad, uno de los ejes principales de su obra ensayística y poética. No es coincidencia que ésta sea la protagonista del discurso que dio en Estocolmo al aceptar el Premio Nobel de Literatura en 1990, donde reveló que la aspiración de ser un hombre de su tiempo desembocó en la vocación de ser un poeta “moderno”. En aquel discurso, el galardonado escritor definía la modernidad como una aspiración, en vez de un estado: “un espejismo, un haz de reflejos”, pero también una pasión universal, que “desde 1850 ha sido nuestra diosa y nuestro demonio”.71
Las exhortaciones del intelectual mexicano a modernizar India siguiendo modelos eurocéntricos parecen desconcertantes al escuchar sus críticas incisivas a la modernidad misma. En aquel discurso de aceptación, Paz afirmó que el concepto en sí era equívoco, incierto y arbitrario, pues cada sociedad tiene su propia definición. De igual forma, rechazó la temporalidad universal al criticar cómo la persecución del presente en Hispanoamérica procuraba importar el tiempo en que vivían “los otros”, es decir, europeos y estadounidenses, hasta que la Revolución (o, dice el escritor, la revelación) mexicana desentrañó sus raíces: “México buscaba el presente afuera y lo encontró adentro, enterrado pero vivo. La búsqueda de la modernidad nos llevó a descubrir nuestra antigüedad, el rostro oculto de la nación”.72 Para entonces, Bartra había denunciado que el tiempo lineal era tan mitológico como el circular; Paz llevaría la denuncia a otro plano al afirmar que la modernidad no era la antinomia de la tradición, sino una tradición en sí misma, su otro rostro, cuya vitalidad dependía de la simbiosis entre ambas: “aisladas, las tradiciones se petrifican y las modernidades se volatizan; en conjunción, una anima a la otra y la otra le responde dándole peso y gravedad”.73
Me parece que este vaivén entre el abrazo y el repudio de la modernidad en la obra de Octavio Paz se debe a que -utilizando los términos74 de Dube- el poeta era simultáneamente un sujeto moderno y un sujeto de la modernidad: cómplice y crítico de la historia universal; pionero del modernismo en el margen del “desarrollo”; el único premio Nobel de Literatura de México, un país en la periferia del mundo que lo había galardonado. Su criterio vago y contradictorio es evidente en el análisis comparado de Vislumbres, cuando afirma que los proyectos nacionales de India y México implicaron una crítica de sus pasados, que en ambos países fue ambigua porque entrañaba, al mismo tiempo, apartarse del pasado e intentar salvarlo. “Ni los indios ni los mexicanos reniegan de su pasado: lo recubren y lo repintan”, declara Paz en aliteración.75 Aunque El laberinto de la soledad y Vislumbres de la India parecen extremos distantes de su obra -respecto a temporalidad, temática y espacio imaginado-, en el fondo, el mexicano estilizado y rebosante en patologías de su obra maestra no es tan distinto al indio de Vislumbres. Al discutir El laberinto con Claude Fell, el autor confesó que esta obra hablaba sobre “un México enterrado pero vivo […] Un universo de imágenes, deseos e impulsos sepultados”.76 Lo mismo puede decirse sobre el protagonista de su travesía por el subcontinente.
Aun así, al comparar ambas obras es claro su orientalismo selectivo. A pesar de todas las patologías actuales que el ensayista deriva de la espiritualidad mexicana en El laberinto, también arguye que la Conquista culminó en la “derrota de la mentalidad mágica y la cultura ritualista”. Mientras que nuestro pasado prehispánico es apenas perceptible en ruinas y monumentos, la antigua civilización de India es “una realidad que abarca y permea toda la vida social”, un lastre místico que impide su modernización.77 Como sostiene Chakrabarty, frente al ideal abstracto de la modernidad enmarcado en el lente eurocéntrico, la historia de India sólo puede interpretarse en términos de carencia, ausencia o insuficiencia.78 En Posdata, Paz declara que “el mexicano no es una esencia sino una historia”79 y, sin embargo, en Vislumbres sugiere lo contrario sobre el indio: no es una historia, sino una esencia.
Ahora mismo
El último año que Octavio Paz pasó como embajador de México en India contempló a distancia, intrigado, las revueltas juveniles que estallaban alrededor del mundo. “Era una rebelión contra los valores e ideas de la sociedad moderna”, pensó mientras escuchaba las noticias de la BBC en un pequeño radio portátil, desde el aislamiento en Kasauli. La explicación de aquellas agitaciones juveniles, fiebres pasajeras -concluyó-, yacía en el “subsuelo psíquico de la civilización de Occidente”.80 Eran síntomas de su enfermedad. El 3 de octubre, tras enterarse de los sucesos que habían ocurrido la noche anterior en la plaza de las Tres Culturas, el embajador renunció a su cargo en protesta.81 Se despidió de India reafirmando su verdadera vocación con un poema que culminaba en la imagen de Elefanta, la cual invocaría por siempre al desempolvar los recuerdos de aquella década: “luz sobre el mar/la luz descalza sobre el mar y la tierra dormidos”.82
Dos años después, el escritor publicó Posdata, revisión crítica de El laberinto de la soledad, donde discutió los acontecimientos de 1968 y confesó su desprecio hacia la idea de la modernidad. Según su diagnóstico, ésta era un:
Extraño padecimiento que nos condena a desarrollarnos y a prosperar sin cesar para así multiplicar nuestras contradicciones, encontrar nuestras llagas y exacerbar nuestra inclinación a la destrucción. La filosofía del progreso muestra al fin su verdadero rostro: un rostro en blanco, sin facciones. Ahora sabemos que el reino del progreso no es de este mundo: el paraíso que nos promete está en el futuro, un futuro intocable, inalcanzable, perpetuo. El progreso ha poblado la historia de las maravillas y los monstruos de la técnica, pero ha deshabitado la vida de los hombres. Nos ha dado más cosas, no más ser.83
Para el poeta, los levantamientos de aquel año demostraron el deseo de oponer el “ahora, por naturaleza explosivo y orgiástico”, a la realidad petrificada e inasible del tiempo histórico.84 Después de todo, como diría en Vislumbres, el progreso metafísico que bombea sangre al reloj de la modernidad es “un permanente más allá, un futuro siempre inalcanzable e irrealizable”. Buscando enfrentarse a los espejismos del desarrollo, Paz propuso recobrar el espíritu romántico de las rebeliones estudiantiles y reafirmar la virtud del presente: “El futuro es un tiempo falaz que siempre nos dice ‘todavía no es hora’ y que así nos niega [mexicanos e indios por igual, sujetos subalternos del mundo entero]. El futuro no es el tiempo del amor: lo que el hombre quiere de verdad, lo quiere ahora”.85 Treinta años después, concluiría su denuncia a “los artilugios del tiempo” en Vislumbres de la India con la misma exhortación: “Creo que la reforma de nuestra civilización deberá comenzar con una reflexión sobre el tiempo. Hay que fundar una nueva política enraizada en el presente”.86
Octavio Paz veía en el arte la única forma de rehuir a la modernidad opresiva, ya que el arte opone el acto a la aspiración, la creación a la espera, la negación a la imitación. Si bien en Vislumbres de la India el autor reitera, una y otra vez, las jerarquías hipotéticas del pensamiento colonial, en “De la crítica a la ofrenda” sostiene que los conceptos “centro” y “periferia” no pueden explicar el dinamismo creativo del arte moderno.87 En particular, la poesía, “la otra voz”, es una fuente perenne de rejuvenecimiento, capaz de elucidar la verdadera naturaleza del tiempo, libre del sesgo lineal.88 El escritor pregunta y se responde al aceptar el Nobel: “¿Qué sabemos del presente? Nada o casi nada. Pero los poetas saben algo: el presente es el manantial de las presencias”.89 Así, pues, la respuesta a “la pregunta que hace la India a todo el que la visita” no yace en Vislumbres, sino en Ladera este, colección de poemas que Paz escribió durante su estancia en India, y cuya publicación en 1969, me parece, no fue mera casualidad.90
Nudo de tiempos
Los poemas de Ladera este91 no buscan definir India; están impregnados de ella. Aunque en Vislumbres el intento de acortar las latitudes entre Occidente y Oriente culmina en el desenlace contrario, en este poemario Paz niega la alteridad entre hemisferios al abstraer y extrapolar la reconciliación de oposiciones que permea India, finalmente enalteciendo la universalidad, una especie de fraternidad cósmica que sólo el arte podría concebir. Catalina Quesada arguye que la comprensión de la mitología y la filosofía hindúes le permitieron concretar sus obsesiones poéticas: “la dialéctica entre lo lleno y lo vacío, entre lo único y lo plural, entre la otredad y la mismidad”.92 De igual manera, Malabika Bhattacharya elogia la forma en que el poeta retomó el budismo de Nagarjuna, “modificándolo de acuerdo con su propio credo metafísico y armonizándolo con su visión poética”, para así denunciar la crisis espiritual de Occidente al negar el tiempo lineal.93 En Ladera este, India no es paria de la modernidad, sino su cura.94
Como afirma Fabienne Bradu, aquel exceso de realidad que Paz relata extenuado en el recuento de su primera visita a Bombay (hablando de mierda y jazmines) anticipa su revuelta contra el racionalismo en “el ojo de un huracán donde las dualidades violentamente contrastadas se aniquilan y los tiempos coinciden en uno solo: el presente perpetuo de la poesía”.95 Así, pues, al reinterpretar “Viento entero” -que bajo el lente de Said parecería acusación orientalista de atemporalidad-, queda claro que la repetición del leitmotiv “el presente es perpetuo” no es denuncia de estancamiento, sino una alusión al “ahora mismo”, aquella exhortación humanista que Paz formuló en Posdata para reprochar el eterno aplazamiento de la modernidad. Elsa Cross nota que desde “Piedra de sol” el escritor mexicano experimentó con una concepción circular de la realidad y el tiempo poético; sin embargo, en “Viento entero” el tiempo no sólo es circular, sino también discontinuo, fragmentado, simultáneo.96 Quizá sólo en esa realidad fracturada tenga sentido que Paz haya refutado los prejuicios de Vislumbres de la India en Ladera este, un libro que escribió treinta años antes. Dice Manuel Durán que “Viento entero” “aniquila el devenir y, al mismo tiempo, la idea de progreso, tan occidental”,97 en versos como:
juntos atravesamos
los cuatro espacios los tres tiempos
pueblos errantes de reflejos
y volvimos al día del comienzo
El presente es perpetuo […]
los universos se desgranan
un mundo cae
se enciende una semilla
cada palabra palpita […]
Gira el espacio
arranca sus raíces el mundo
no pesan más que el alba nuestros cuerpos
tendidos.98
Asimismo, Bhattacharya considera que llamar “idea fija” a Delhi en “El balcón” no implica que esté varada en el tiempo, como afirmé antes, sino que denota la confluencia del pasado, el presente y el futuro que Paz considera necesaria en una articulación desoccidentalizada de la modernidad.99 Basta recordar aquella reflexión sobre el movimiento y la inmovilidad en El mono gramático, cuando el ensayista concluye que “la fijeza nunca es enteramente fijeza y que siempre es un momento del cambio”.100 De igual manera, añade en “Vrindaban” que “Los absolutos las eternidades/Y sus aledaños” no le conciernen, ya que su interés lírico se centra en el “Advenimiento del instante/El acto/El movimiento en que se esculpe/Y se deshace el ser entero”.101 En el discurso del Nobel reafirmaría esta aseveración, al proclamar que la experiencia poética es el instrumento para crear una filosofía del presente -distinta a la modernidad occidental, la filosofía del porvenir-, ya que “la reflexión sobre el ahora no implica renuncia al futuro ni olvido del pasado: el presente es el sitio de encuentro de los tres tiempos”.102 Entonces la eternidad no es tiempo inmóvil, sino permanencia dinámica, y la modernidad no es un hilo infinito, sino un “nudo de tiempos, racimo de espacios”, como la noche que el poeta describe en “Perpetua encarnada”.103
Dos orillas
Dice Octavio Paz en El mono gramático: “el poeta no es el que nombra las cosas, sino el que disuelve sus nombres”.104 Así como Bartra destaca la forma en que las jerarquías del tiempo lineal se convirtieron en divisiones metageográficas, Paz insinúa que al desarticularlas también desvanecerán las fronteras imaginadas entre Este y Oeste. Diversos autores coinciden en que el poeta trasciende ambas barreras al apropiarse de aforismos budistas que reconcilian oposiciones. Dice Bhattacharya que “Ladera este es la aceptación final del principio budista según el cual dualidad y oposición son meras ilusiones, maya, porque una existe en la otra y ambas en una, que es en sí la nada o sunyata”.105 Por su parte, Kushigian sugiere que “la otra orilla” a la que alude Paz refleja el concepto budista del salto simbólico, “la representación gráfica y metafórica del contacto entre los dos extremos”; por ello, al hablar de una, más bien se alude a “‘las dos orillas’, la confluencia entre elementos opuestos, su continuidad, y contigüidad en tiempo y espacio”.106 No hay dos laderas, sino el río entre ellas, que fluye rítmicamente de una bahía a otra, acarreando en su vaivén granos de arena, retornando sin partir, “como la imagen geométrica de la Banda de Möbius”.107
Aunque Paz escribió la mayor parte de los poemas en Ladera este durante sus viajes por el subcontinente asiático, evitó aislarlo al establecer un diálogo continuo con Occidente.108 Explica Manuel Durán que su interés hacia Oriente era parte de su “humanismo comprometido”, ya que buscaba herramientas para entender las patologías del hombre occidental.109 En el paisaje árido de India, el poeta tropieza con Artemisa, compara la voz del nim con la del fresno, vanagloria personajes célebres de la Revolución mexicana y protestas anticapitalistas en París, e incluso arguye (al divagar sobre música y silencio) que John Cage era japonés. “Imágenes de uno y otro lado del océano fungen como versiones recíprocas, como metáforas mutuas. El poema está alimentado por una colectividad y, en consecuencia, es universal, nunca localista”,110 dice Muñoz García, a lo que Durán añadiría: “el carácter de la cultura hindú es abierto, sincrético, acumulativo y, por tanto, estos detalles, estas ‘formas decorativas’ o interferencias occidentales, se funden perfectamente en un conjunto continuo y en cierto modo amorfo -deliberadamente amorfo”.111
Si bien el contraste entre hemisferios permite evitar la soledad, la relación específica entre México e India es plena hermandad. Algunas veces, Paz rechaza conscientemente el orientalismo y otras lo neutraliza al “orientalizarse” a sí mismo. Esto es evidente en el primordialismo con el que denuncia la masacre de Tlatelolco en “Intermitencias del Oeste (3)”, donde conjuga nuevamente el tiempo en un nudo, una modernidad tradicional, que entrelaza con ironía ofrendas sangrientas del pasado y el presente: “(Los empleados/municipales lavan la sangre/en la Plaza de los Sacrificios)”.112 Así, pues, el autor se distancia de los prejuicios que prevalecen en Vislumbres al reconocer su propio exotismo y equiparar ambos en reflejos intercalados. La ambigüedad de la peregrinación religiosa que observa en “Cochin” basta para disolver ambos hemisferios por un instante:
Con mantilla de espuma,
jazmines en el pelo
y aretes de oro,
van a misa de siete,
no en México ni en Cádiz:
en Travancore.113
Lo más fascinante ocurre cuando el diálogo entre exotismos deviene soliloquio a dos voces. El poema que Paz dedica al afamado pintor indio Jagdish Swaminathan (uno de sus amigos más cercanos durante su periodo como embajador) elogia la visceralidad del modernismo contrapuesta a la racionalidad de la modernidad, al narrar cómo el artista destruye “la idea fija” con un trapo y un cuchillo. Sus versos tienden un puente (¿o torrente?) entre periferias al compaginar sus matices y deidades en el espíritu creador del hombre frente al lienzo: “salta el rojo mexicano/y se vuelve negro/salta el rojo de la India/y se vuelve negro […] /el cuerpo azul de Kali/el sexo de la Guadalupe”.114
“Viento entero” y “Al pintor Swaminathan” son ejemplos brillantes de la identificación periférica que el orientalismo latinoamericano encierra; además, revelan la importancia del erotismo en esta correspondencia paciana.115 No debe olvidarse que Ladera este abre con una dedicatoria a Marie José. En diversos poemas, la llama doble aparece como metáfora de la reconciliación entre opuestos; el afecto que encierran dos cuerpos desnudos se equipara a la conjunción de tiempos o lugares. La disolución erótica de tiempo y espacio que impera en este poemario culmina en “Cuento de dos jardines”. Mientras que en El mono gramático, el viajero atravesaba fronteras distantes al pasar de Galta a Cambridge sin dificultad, en este poema transita patios que décadas y kilómetros han separado. Los jardines a los que el poeta alude son memorias: el primero es el jardín de la casa en la Ciudad de México donde pasó su infancia (“Aquel de Mixcoac, abandonado,/cubierto de cicatrices,/era un cuerpo/a punto de desplomarse.”) y el segundo es el jardín aledaño a la embajada de México en India, donde se casó con Marie José al pie de un árbol de nim116 y renació (“Nosotros le pedimos al nim que nos casara./Un jardín no es un lugar:/es un tránsito/una pasión”).117 Kushigian considera que esta obra “simboliza proféticamente la sensación de andar a la deriva entre ‘las dos orillas’ y la vertiginosa mezcla de opuestos”.118 Desde el edén de recuerdos, Paz nuevamente identifica deidades ajenas, y las transmuta en un solo credo y espacio al encajar a Prajnaparamita en el culto guadalupano, cual madre universal. Así, pues, México e India se miran a través de un espejo para encontrarse en el mismo sitio, como hermanos reconciliados o amantes provisionales, ladera este, ladera oeste. En palabras de Elsa Cross, este poema triunfa en “la aprehensión de lo trascendente dentro de lo inmanente. La unión de estos dos opuestos hace desvanecer toda dualidad y escisión no sólo de la realidad externa, sino del ser humano consigo mismo”.119
¿Qué nos espera en la otra orilla?
Pasión es tránsito:
la otra orilla está aquí,
luz en el aire sin orillas,
Prajnaparamita,
Nuestra Señora de la Otra Orilla,
tú misma,
la muchacha del cuento,
la alumna del jardín.120
“Transcurrir es quedarse”, dice Paz, y disuelve finalmente la cartografía de lo encantado. En “Cuento de dos jardines”, el poeta mexicano desmantela los prejuicios inherentes a la noción de la historia universal que divide el mundo en dos, al desentrañar la naturaleza inasible de estos espacios. Finalmente, halla en la itinerancia el “tiempo del amor” que no encontraba en el futuro. En camino a Galta, el viajero descubre que, en realidad, buscaba el tránsito en sí: “Para aquellas colinas éramos unos extraños, como los primeros hombres que, hacía milenios, las habían recorrido. Pero los que caminaban conmigo no lo sabían: habían abolido la distancia -el tiempo, la historia, la línea que separa al hombre del mundo”.121 Ni aquellas colinas ni los jardines del cuento eran temporales o espaciales:
Una casa, un jardín,
no son lugares:
giran, van y vienen.
Sus apariciones
abren en el espacio
otro espacio,
otro tiempo en el tiempo.122
Pájaros
Vislumbres de la India concluye con un apéndice de poemas indios que el escritor mexicano tradujo al español a partir de versiones en inglés.123 No obstante, Adrián Muñoz observa que “uno tiene la legítima impresión de estar leyendo a Paz más que a los autores indios que intenta difundir”.124 Esta observación podría extenderse a la relación general del autor con el subcontinente: Paz no traduce fielmente su realidad para el público, sino que la abstrae poéticamente; interpreta, recrea y se apropia de India tanto como ella se apropió de él. Aunque cede a las trampas retóricas de la modernidad en Vislumbres de la India y las disuelve en Ladera este, ambas obras están guiadas por un instinto más visceral que cerebral. Él mismo confiesa que el primero “no es hijo del saber, sino del amor”,125 y por ello sus descripciones de pueblos y costumbres indios evocan capítulos de Las ciudades invisibles, en vez de su realidad tangible.
Creo que Paz estaba tan consciente de su orientalismo que optó por instrumentalizarlo, lo que le permitió nutrir su ánimo creativo. Él mismo explica que Vislumbres buscaba responder la pregunta: “¿Cómo ve un escritor mexicano, a fines del siglo XX, la inmensa realidad de la India?”, lo que reafirma la idea de que esta obra trata sobre percepciones, quimeras, ciudades de arena y asombro. Quizá el deseo de idealizar el subcontinente suponía que las metageografías en que el mundo se divide están tan arraigadas en nuestro imaginario que, a estas alturas, es imposible demolerlas, por lo que es más fácil construir sobre ellas y recorrerlas de principio a fin. Como bien dijo Paz al recibir el Nobel, la modernidad no se encuentra en un hemisferio ni en el otro y no yace en un tiempo, sino en todos. “La abrazamos y al punto se disipa: sólo era un poco de aire. Es el instante, ese pájaro que está en todas partes y en ninguna. Queremos asirlo vivo pero abre las alas y se desvanece, vuelto un puñado de sílabas”.126 Extraña coincidencia: entre todas las palabras que se repiten en Ladera este (comienzo, cuerpo, silencio…), una aparece más de veinte veces,127 misma que el poeta mexicano advierte -aunque sea por un instante- en “Los jardines de los Lodi”. Incluso las imágenes que creemos eternas pueden cobrar vida sin previo aviso y disiparse en seguida:
En el azul unánime
los domos de los mausoleos
-negros, reconcentrados, pensativos-
emitieron de pronto
pájaros.128