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Estudios de Asia y África

versión On-line ISSN 2448-654Xversión impresa ISSN 0185-0164

Estud. Asia Áfr. vol.51 no.3 Ciudad de México sep./dic. 2016

 

Reseñas

Estudios de Asia y África, vol. L (3), núm. 158: Culturas culinarias: comida y sociedad en Asia y África

Charles-Édouard de Suremain* 

*Institut de Recherche pour le Développement.

Estudios de Asia y África, ,, v. L, (, 3, ), n. 158, :, Culturas culinarias: comida y sociedad en Asia y África, número especial coordinado por, Banerjee, Ishita.


La alimentación remite a una contradicción profunda: permite tanto reunir a la gente como oponerla; de hecho, pone en juego gustos y ascos que se expresan a través de lo biológico, pero que evocan más profundamente la construcción social y cultural de uno mismo y de los demás. Así, como escribe Françoise Héritier-Augé: “el otro es en primer lugar aquel que no come como uno”.1 Los ejemplos de etiquetas como halal, kosher y, hoy en día, el “régimen vegano” son bien conocidos. La alimentación es así una de las piedras angulares a partir de las cuales se desarrollan identidades individuales y colectivas.

Como todo hecho social, la alimentación de un grupo o de una sociedad constituye un conjunto complejo de representaciones, saberes y prácticas que se afirman en sus diferencias, unas con relación a las otras, pero también -y es muy importante- con relación a otros conjuntos de representaciones, saberes y prácticas. Este aspecto es ampliamente tratado por la literatura antropológica: porque cristaliza las diferencias culturales e identitarias, la alimentación es uno de los fundamentos de la existencia de los grupos y las sociedades.2

Esta contradicción atraviesa el número 158 de la revista Estudios de Asia y África, sobre las dinámicas de las prácticas culinarias; es complementaria a la cuestión del género, que evoca otra declinación, la noción de frontera, que se discute ampliamente en el número.

Cabe precisar: el tema de la “frontera” es central en este número, pero entendida como un espacio a la vez real y simbólico; se trata, como dice Georges Condominas,3 de un “espacio social”, es decir, de una construcción compleja, histórica y cultural, que se define por un conjunto de relaciones sociales e intercambios. El espacio social implica la circulación de personas, objetos, ideas y símbolos; en este sentido, la frontera es tanto un “marcador” de identidad para un espacio social particular, como un “vector” que permite inscribir las identidades en un sistema más amplio de interacciones e intercambios.

Frederik Barth4 mostró muy bien que la frontera posibilita, a la vez, reconocerse, desmarcarse, y asignar una identidad tanto a otros como a uno mismo. Barth habría podido inventar la noción dinámica de “espacio social alimentario”, pero no lo hizo; y ésta ha sido retomada sólo parcialmente por las nociones de foodscape o foodspace, que están actualmente de moda en la línea de Arjun Appadurai5 y sus ethnoscapes.

Al hablar de comidas “buenas para comer” que son también comidas “buenas para pensar”, Claude Lévi-Strauss6 considera la alimentación como un sistema de signos que toman sentido los unos en relación con los otros. Independientemente de las contingencias históricas, los signos existirían por sí mismos y obedecerían a una lógica de transformación estructural; sin embargo, como dice Edmund Leach,7 ¿es factible pensar por separado en la estructura y la historia, es decir, aislar la “historia fría” de la “historia caliente” analíticamente? El número especial de la revista Estudios de Asia y África reactiva este viejo debate antropológico y aporta datos singulares.

Así, el ejemplo de las “cocinas coloniales”, tratado por Cecilia Leong-Salobir e Ishita Banerjee , muestra que la “transformación estructural” de las cocinas está ampliamente condicionada por la situación colonial tanto en India como en Indonesia. La figura central, la cocinera, es designada como la responsable de la salud y la higiene de las poblaciones colonizadas; desde este punto de vista, es ejemplar. Pero el impacto de la colonización sobre la sociedad en su conjunto va mucho más allá de la transformación de las cocinas locales. Abro aquí un paréntesis. Podríamos establecer un paralelo entre el estatuto de la cocinera y el de las nodrizas que alimentan a los niños. La cocinera y la nodriza pertenecen a estratos económicos y culturales percibidos como inferiores en la escala social; ahora bien, ambas adquieren un gran valor social gracias a su función nutricia cerca de las élites, ya sea que se trate de familias o de niños. Estas figuras acompañan el cambio social; son el vector de transformaciones sociales casi invisibles pero sostenibles, aunque su estatuto social no evoluciona. Recientemente, un número de la revista de antropología suiza Tsantsa8 fue dedicado a la cuestión de los empleados domésticos y su relación con los niños.

Lo mismo ocurre en lo que toca al hummus de los judíos y los palestinos. Como lo expresa Nir Avieli: se trata de un alimento “sin frontera” estructural. Es simplemente mediterráneo o de Oriente Medio; pero también -y sobre todo- es un alimento altamente político en el conflictivo contexto de Medio Oriente. La invisible frontera estructural del hummus se vuelve en cierto modo visible a causa del contexto político local. El entramado de la frontera simbólica y la frontera política permite aquí identificar la frontera como espacio social y político. Estamos en el corazón de la problemática de la “gastropolitique” (proyecto FoodHerit).9

En un texto que se refiere a los “alimentos de los pobres” en China, y en otro que habla de los dulces en Japón, las fronteras reenvían a fuertes desigualdades sociales, económicas o culturales preexistentes en esos dos países. En China, Xu Wu muestra que los alimentos consumidos habitualmente por los pobres del campo, en los menús de los restaurantes de las ciudades pasan por un proceso que se observa también en América Latina: se trata de la “supresión” de las características sociales y culturales del alimento; es decir que el estatuto de los alimentos debe ser borrado, invisibilizado, para ser “reacomodado”. Este proceso de neutralización toma varias formas; a veces, voluntariamente, oculta los orígenes indios; otras veces se apoya en un indigenismo totalmente reinventado, inspirado en un glorioso pasado inca o azteca.10 Es la lógica de la invención de la tradición, teorizada por E. Hobsbawn y T. Ranger.11 Sin este proceso de neutralización sería imposible servir “platos de pobres” en los restaurantes elegantes. En otra escala, el consumo de dulces categorizados como “extranjeros” en Japón le permite al consumidor establecer una frontera simbólica con los consumidores de dulces locales; Jon Holtzman explica que posibilita reinventar una “japoneidad” moderna. Parece obvio que los consumidores atraviesan estas fronteras simbólicas según las circunstancias de la vida social. Sólo una etnografía muy detallada de la situación de consumo hace factible recopilar estos matices.

Cabe añadir algunas reflexiones sobre el enfoque etnográfico. Los antropólogos proceden por inducción lenta. Intentan descubrir progresivamente la “naturaleza íntima” de los alimentos y de la alimentación, a partir del estudio de las prácticas, los discursos y las representaciones; en este caso, las categorías emic, enunciadas por los actores, son el punto de partida de la investigación etnográfica exploratoria que se desarrolla al ritmo de la vida social. En el curso de esta exploración de lo íntimo, de lo cotidiano, el investigador es conducido a interrogar sus propias categorías (lo sano, lo bueno, lo curativo, lo limpio…) a la luz de las categorías de los actores con los cuales mantiene una relación de larga duración. Porque es construida en la duración, esta intimidad lleva al investigador a reemplazar los alimentos y la alimentación en un contexto social, cultural, simbólico, político, económico mucho más amplio y complejo que aquel impuesto por otros tipos de investigación (cuantitativa, cualitativa). El objetivo no es el mismo, en absoluto.

La etnografía está en el centro de dos textos que se refieren a África, en particular el de María Guadalupe Aguilar Escobedo, sobre las relaciones entre la alimentación y la brujería.

El tiempo y la intimidad compartidos le permiten al antropólogo acceder, mediante la observación, a la comunicación no verbal, que es la vía real de entrada a esta cuestión. En Senegal, como en África central, es imposible hablar explícitamente de brujería; únicamente es sugerida, metaforizada, por un conjunto de actitudes corporales indirectas. Estas actitudes corporales son discretas y varían según el estatuto de los individuos. Entre los kukuya del Congo se les enseña a los niños a controlar su mirada cuando comen: jamás deben fijarla en alguien, pues corren el riesgo de “hacerse comer” (Suremain, observación personal). De la misma manera, un hombre no debe aceptar ningún alimento de una mujer que no sea la suya. Las mujeres jóvenes no deben tocar ningún platillo, salvo el preparado por su suegra, durante el periodo de reclusión posparto. Estos ejemplos muestran que el enfoque etnográfico desvela la dimensión conflictiva de la alimentación. Si en el discurso, el reparto, la solidaridad o la comensalidad encarnan los valores ideales, no es la regla en general; en la diferencia entre lo ideal del discurso, los hechos y la práctica está precisamente una de las riquezas que aporta el enfoque etnográfico inscrito en un análisis antropológico.

El enfoque etnográfico es también esencial para comprender un tema tan controvertido como el canibalismo. Sabemos que el estatuto de los alimentos es distinto en cada sociedad, pues son clasificados, jerarquizados, rechazados o separados de manera diferente; a los alimentos les son atribuidos valores sociales y culturales relativos; entonces, metodológicamente es importante comprender el lugar que ocupan en la sociedad, y no considerar aisladamente los discursos y las prácticas. Ejemplos bien conocidos en la literatura etnológica ilustran esta postura metodológica y epistemológica: la interdicción para los israelíes de comer carne de cerdo; la repugnancia de los aldeanos del noreste tailandés hacia la nutria de los arrozales, y las precauciones tomadas por los lele, del ex Zaire, en relación con la toxicidad de algunos animales.12

Más allá del gusto y del asco se plantea la cuestión de eso que los antropólogos llaman el orden de lo comestible y de lo no comestible, o aun de lo incomible. En las ciencias de la alimentación, la discusión se focaliza en la oposición entre las prescripciones y las interdicciones alimentarias o los tabús.13 Esta focalización excesiva conduce a callejones sin salida, tanto por preguntarse por qué tal alimento es excluido de la alimentación como por comprender las lógicas y a los actores que distinguen los alimentos comestibles de los no comestibles en un contexto dado.

Es la cuestión que pone sobre la mesa el texto de Arianna Huhn acerca del canibalismo en Mozambique. En la medida en que difieren las fronteras entre lo que Philippe Descola14 llama las ontologías de los humanos y de los no humanos, la forma, la función y el significado del canibalismo no son en ninguna parte los mismos. Es el sentido del libro Civilización y canibalismo, publicado recientemente por el antropólogo Georges Guille-Escuret,15 el cual muestra la universalidad del fenómeno según las épocas y las sociedades, y la inmensa variabilidad de sus declinaciones locales. Con el canibalismo, el tema de la frontera encuentra otro fértil terreno de expresión.

Para concluir este comentario diré que los antropólogos buscan ante todo comprender el sentido de las prácticas, los discursos y las representaciones de la gente con la que comparten la vida cotidiana. En el enfoque inductivo, la relación con el informante y el tiempo de convivencia son esenciales para la construcción del objeto de investigación. El objeto “alimento” o “alimentación” se define a la vez en la duración y en la relación del investigador con sus interlocutores (o informantes), con el conocimiento de que el estatuto (social, simbólico, cultural, político y económico) del investigador y sus consideraciones forman parte integrante de esta relación. Es la “relación etnográfica”.16 El investigador intenta saber quién hace qué, cuándo, por qué y cómo; interroga su lugar en el proceso, lo que le permite encontrar respuestas… Es en esta doble dimensión donde la reflexión ética desempeña un papel importante,17 la cual da sentido a la investigación. Llevado como tal, el enfoque antropológico permite relacionar las categorías de los actores (emic) y las del investigador (etic) con la finalidad de comprender mejor las representaciones, los discursos y las prácticas alimenticios de los primeros.18

1F. Héritier, “La leçon des ‘primitifs’”, en Espaces 89, L’Identité française, París, Tierce, 1985, p. 61.

2Sobre estos temas, en Francia, la revista online Anthropology of Food, y el OCHA (Observatoire CNIEL des Habitudes Alimentaires) son ineludibles. Se publican periódicamente números temáticos sobre el asunto: Ethnologie Française, Journal des Anthropologues, Techniques & Cultures

3Georges Condominas, L’espace social : à propos de l’Asie du Sud-Est, París, Les Indes Savantes, 2006.

4Frederik Barth, Ethnic Groups and Boundaries: The Social Organization of Culture Difference, Oslo, Universitetsforlaget, 1969.

5Arjun Appadurai, “Disjuncture and Difference in the Global Cultural Economy”, en M. Featherstone (ed.), Global Culture, Londres, Sage, 1990, pp. 295-310.

6Claude Lévi-Strauss,Le totémisme aujourd’hui, París, Presses Universitaires de France, 1962.

7Edmund Leach, Rethinking Anthropology, Nueva York, Bloomsburry Academic, 1966.

8Véronique Pache Huber y Laurence Ossipow, “Les enfants comme enjeux et comme acteurs appartenances, relations interindividuelles et logiques institutionnelles”, Tsantsa, núm. 17 (número especial), 2012.

10Raúl Matta, “República gastronómica y país de cocineros: comida, política, medios y una nueva idea de nación para el Perú”, Revista Colombiana de Antropología, vol. 50, núm. 2, 2014, pp. 15-40.

11Eric Hosbawn y Terence Ranger, The Invention of Tradition, Cambridge, Cambridge University Press, 1983.

12Mary Douglas, Purity and Danger. An Analysis of the Concepts of Pollution and Taboo, Londres, Routledge and Keegan Paul, 1966.

13La palabra tabú, de origen polinesio, se utiliza en la lengua común para designar tanto la interdicción como la cosa prohibida. Tiene también una connotación mágica o ritual. Los antropólogos prefieren el uso de la palabra interdicción; por una parte, porque es metodológicamente poco riguroso aplicar una categoría dialectal local a todas las sociedades; por otra, porque las interdicciones tienen numerosas “funciones positivas”. Cf. Igor de Garine, “Évolution contemporaine des croyances et interdits alimentaires”, Présence Africaine, vol. 113, núm. 1, 1908, pp. 129-146.

14Philippe Descola, Más allá de naturaleza y cultura, Buenos Aires, Amorrortu, 2012.

15Georges Guille-Escuret, Les mangeurs d’autres. Civilisation et cannibalisme, París, Éditions de l’EHESS, 2012.

16Olivier Leservoisier (ed.), Terrains ethnographiques et hiérarchies sociales. Retour réflexif sur la situation d’enquête, París, Karthala, 2005.

17Will van den Hoonard, Walking the Tightrope: Ethical Issues for Qualitative Researchers, Toronto, University of Toronto Press, 2002.

18Agradezco a María Guadalupe Aguilar Escobedo, colaboradora del número 158 de Estudios de Asia y África, una primera revisión del español de esta reseña.

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