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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.73 no.4 Ciudad de México abr./jun. 2024  Epub 22-Abr-2024

https://doi.org/10.24201/hm.v73i4.4534 

Reseñas

Sobre Andrés Fábregas Puig, Historia mínima del indigenismo en América Latina

Alejandra Mailhe1 

1Universidad Nacional de La Plata-CONICET

Fábregas Puig, Andrés. Historia mínima del indigenismo en América Latina. Ciudad de México: El Colegio de México, 2021. 278p. ISBN: 978-607-564-258-1.


En este libro, el antropólogo mexicano Andrés Fábregas Puig -profesor e investigador del CIESAS de Occidente- realiza una erudita reconstrucción de la historia del indigenismo en América Latina. Con un equilibrio notable entre el análisis cuidadoso de cada etapa estudiada, la reubicación de la misma en un escenario más amplio y la atención a diversos agentes (clérigos, antropólogos, intelectuales en general y movimientos sociales, entre otros), Fábregas Puig despliega un punto de vista comparativo a nivel continental, desde una perspectiva diacrónica que abarca todo el siglo XX y las primeras décadas del XXI, sin olvidar algunos jalones previos del periodo colonial. La escasez de trabajos que aborden el indigenismo desde una perspectiva histórica y continental como la que propone este autor, sumada a la erudición con que se sumerge en cada etapa, convierten este libro en un aporte fundamental para la historia del indigenismo en par ticu lar y de la antropología en América Latina en general.

Esta Historia mínima… se centra inicialmente en el estudio del caso mexicano, dada la influencia clave del indigenismo de este país en el resto de América Latina, pero también aborda el derrotero de los indigenismos en Guatemala, Ecuador y Perú. Con gran capacidad de síntesis y sin perder profundidad analítica, desentraña la gravitación constante de una misma matriz asimilacionista, presente en los principales indigenismos políticos -y culturales- del siglo XX, que descansa en la creencia en la necesidad imperiosa de homogeneizar a la población, como condición sine qua non para consolidar el Estado-nación.

En especial, el capítulo I historiza los precedentes del indigenismo y del relativismo cultural en el régimen colonial, desde mediados del siglo XVI, atendiendo a la defensa del derecho de los indios por parte de fray Bartolomé de Las Casas, Francisco de Vitoria (quien llega a justificar la guerra de los indios como resistencia a la opresión colonial) y Antonio de Montesinos (quien, junto con otros monjes dominicos, denuncia la explotación de los indios), contra perspectivas como la de Juan Ginés de Sepúlveda, que justifica la guerra como vía para lograr la evangelización. En el estudio de esta etapa, Fábregas Puig subraya la importancia de las congregaciones religiosas como agentes históricos, no sólo porque diseñan una aculturación occidentalizante, sino también porque perfilan tempranamente posiciones agonales que -con variantes- serán recreadas por los indigenismos del siglo XX (por ejemplo, al oscilar entre el respeto por las diferencias culturales y el arrasamiento de esas diferencias para imponer una cultura considerada “superior”).

Al poner en relación el periodo colonial con los indigenismos más modernos, Fábregas Puig descubre una continuidad inquietante entre las diversas políticas orientadas a suprimir a los pueblos de indios como entidades culturales autónomas. Así, por ejemplo, examina el indigenismo surgido al calor de la revolución mexicana, encarnado por Manuel Gamio en su ensayo Forjando patria (de 1916), como prolongación laica de las políticas asimilacionistas vinculadas primero a la evangelización colonial y luego a las intervenciones del Estado en el siglo XIX.

En el derrotero posterior de este modelo homogeneizante, adquiere un peso privilegiado el Primer Congreso Indigenista Interamericano de Pátzcuaro celebrado en 1940, en donde las intervenciones del presidente Lázaro Cárdenas, de numerosos antropólogos latinoamericanos, e incluso de representantes de los grupos indígenas, insisten en la occidentalización como una instancia imprescindible para la consolidación de una sociedad nacional. Este congreso -que da lugar a la fundación del Instituto Indigenista Interamericano en 1942- refuerza la expansión de esa matriz indigenista por todo el continente.

Para Fábregas Puig, en este proceso también juega un papel estratégico la obra del antropólogo mexicano Gonzalo Aguirre Beltrán, quien en sintonía con el Congreso de 1940 insiste en que la verdadera ciudadanía sólo se alcanza con base en una homogeneización capaz de superar las demandas étnicas, en favor de las reivindicaciones de clase. Fábregas Puig sostiene que Aguirre Beltrán, como heredero directo del indigenismo de la revolución mexicana, defiende el papel rector de la antropología ejercida desde el Estado para lograr el mestizaje y reconoce la utilidad de la noción de “región intercultural de refugio” (acuñada por Aguirre Beltrán para anclar la aculturación en las “ciudades rectoras” de cada área, favoreciendo la asimilación de los indígenas).

En términos generales, el trabajo de Fábregas Puig contribuye de manera fundamental a desentrañar la perduración de una misma matriz de dominación en las diversas políticas de integración de los indígenas a lo largo de la historia. Y desde el punto de vista teórico-metodológico, esto supone enfrentar un problema clave para la historia de las ideas, al abordar una tradición discursiva en la diacronía, sin perder de vista las coyunturas históricas específicas de cada nuevo contexto enunciativo, a fin de evitar el encuentro de “lo mismo” en la larga duración. El análisis del discurso de autores como Michel Foucault y Marc Angenot, o la historia conceptual de Reinhart Koselleck -entre otros modelos-, advierten sobre los riesgos de esta deshistorización -común en la historia de las ideas tradicional- que implicaría pensar el lenguaje como una simple mediación para acceder a las ideas, concebidas como mónadas transhistóricas, situadas más allá del lenguaje. Lejos de este riesgo, Fábregas Puig reconstruye con erudición diversos momentos del eje diacrónico, pero sin perder de vista los debates propios de cada nueva etapa y de cada contexto nacional, enfatizando incluso en algunos casos (por ejemplo, en la obra de Aguirre Beltrán) la emergencia de “lo nuevo” en convivencia con la gravitación de elementos propios del pasado, desde una perspectiva que podría vincularse al modo en que Raymond Williams define, en Marxismo y literatura, las nociones de “dominante”, “residual” y “emergente”, para dar cuenta de la complejidad de los cambios en el orden conceptual.

Una ventaja clave de este volumen consiste en el cuidado con que su autor, en el capítulo IV, aborda la historia del indigenismo en otros contextos latinoamericanos más allá del mexicano. En esta dirección, revisa las teorías formuladas en Guatemala, Ecuador y Perú, buscando demostrar la gravitación de modelos semejantes de homogeneización cultural como meta. Los recaudos que se perciben en la reconstrucción de esta tradición discursiva en la historia mexicana también se despliegan para abordar estos otros casos nacionales. En consecuencia, resulta particularmente convincente su conclusión acerca de la fuerte gravitación del Congreso de Pátzcuaro para sellar un modelo continental de indigenismo como política de Estado.

Otro mérito del trabajo de Fábregas Puig es no haberse limitado al estudio de la misma matriz indigenista (arraigada en todo el continente y hegemónica a lo largo del siglo XX), al considerar también la emergencia de perspectivas crecientemente reactivas a este tipo de políticas asimilacionistas. En el caso de México, las críticas despuntan a partir de la publicación del libro De eso que llaman antropología mexicana (editado en 1970 por Arturo Warman, Margarita Nolasco, Guillermo Bonfil, Mercedes Olivera y Enrique Valencia) y se consolidan en la década de 1990 con demandas como las del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), en favor del respeto por la diversidad cultural de las comunidades indígenas. Ese quiebre epistemológico e ideológico con el indigenismo homogeneizante se explora también en contextos como los de Guatemala, Perú, Ecuador y Bolivia, alcanzando especial relevancia el reconocimiento del carácter “plurinacional” del Estado en los dos últimos casos, propiciado por los gobiernos progresistas de Rafael Correa y de Evo Morales respectivamente, junto con la acción de diversos movimientos contraindigenistas que cuestionan el dogma de la nación como unidad cultural, para defender en cambio la posibilidad de una integración basada en acuerdos políticos interétnicos.

La operación comparativa desplegada por Fábregas Puig da sus frutos no sólo al demostrar la extensión del modelo asimilacionista en todo el continente hasta fines del siglo XX, sino también al suscitar algunos contrastes significativos en el presente, por ejemplo al advertir diferencias en cuanto al reconocimiento del carácter plurinacional del Estado, en países con reformas constitucionales progresistas como Ecuador o Bolivia, frente a otros todavía más reacios como Perú, al menos al momento de edición del libro (aunque Fábregas Puig sugiere que el inicio de un nuevo gobierno progresista, tal como ocurre en el caso de México, puede abrir una nueva etapa en este sentido).

Al reconstruir la historia del indigenismo en Perú, el autor advierte que allí la ideología del mestizaje tiende a ser rechazada por los grupos más conservadores, como un peligroso camino hacia la pérdida del control hegemónico ejercido por los grupos dirigentes. Esta situación (que el autor registra como persistente aun en plena década de 1960 y que se agrava en la de 1970, en el marco de la lucha entre el Ejército y los movimientos armados) podría comprenderse mejor atendiendo a la relativa marginalidad que históricamente asumen, en ese país, los discursos en favor del mestizaje, pues ya desde los años veinte la perspectiva hegemónica parece haber estado encarnada por discursos como Tempestad en los Andes (del antropólogo Luis Valcárcel), que abogan por la preservación de las diferencias culturales desde un relativismo conservador, para garantizar así el poder de las oligarquías regionales, frente a las pocas voces que por entonces se sitúan en sintonía con el indigenismo mexicano -como El nuevo indio de José Uriel García-, que buscan promover una urgente asimilación integradora. La complejidad del caso peruano deja entrever en qué medida el relativismo cultural, resistente al indigenismo homogeneizador, también puede ser funcional a la perduración de viejas formas de dominación material y simbólica.

El amplio panorama que traza el libro con respecto a la historia del indigenismo y de su -todavía incipiente- desarticulación crítica en todo el continente se cierra con una valiosa “Bibliografía comentada”, que presenta un mapa completo de lecturas imprescindibles para indagar mejor en torno a estos temas.

Para reconstruir las críticas al indigenismo como política de Estado, resulta particularmente útil el capítulo V, que revisa la incidencia de la teoría de la dependencia y la del colonialismo interno, a partir de figuras tales como Rodolfo Stavenhagen y Pablo González Casanova, quienes advierten el modo en que las sociedades indígenas son pensadas como colonias dentro de cada país, subrayando el papel del indigenismo como instrumento de dominación. Fábregas Puig también reconoce el compromiso creciente de la antropología de las últimas décadas en esta desarticulación de los indigenismos como dispositivos de asimilación cultural, palpable en hitos como las dos reuniones de Barbados celebradas en la década del setenta (en donde, además de cuestionar el indigenismo, se reconoce la importancia estratégica de los movimientos indígenas como vías para la emancipación de estos pueblos). Al mismo tiempo, el autor atiende al despliegue de diversos espacios de educación superior intercultural que, en los últimos años, se consolidan en el continente gracias a la presión ejercida por los movimientos indígenas, colaborando así en el arraigo de una interculturalidad equitativa capaz de desplazar definitivamente las teorías de la aculturación. Aun así -advierte lúcidamente Fábregas Puig- persiste el riesgo de que ese tipo de conquistas sean solo formales, volviéndose funcionales para la perduración solapada, en los hechos, de nuevas formas de paternalismo “neo-indigenista”. En este sentido, análisis como el de Fábregas Puig resultan prometedores porque fomentan, en el campo intelectual, el desarrollo de una vigilancia autocrítica capaz de superar la tentación de ese tipo de retornos, más o menos encubiertos.

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