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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.73 no.4 Ciudad de México abr./jun. 2024  Epub 22-Abr-2024

https://doi.org/10.24201/hm.v73i4.4528 

Reseñas

Sobre Margarita Fajardo, The World that Latin America Created. The United Nations Economic Commission for Latin America in the Development Era

Marco Palacios1 

1El Colegio de México

Fajardo, Margarita. The World that Latin America Created. The United Nations Economic Commission for Latin America in the Development Era. Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 2022. 281p. ISBN: 978-067-426-049-8.


Margarita Fajardo ofrece un relato claro y escueto de un proceso complejo: la proyección global de América Latina en el orden internacional que surgió en Bretton Woods (1944). Esta historia fluida, bien escrita y estructurada, se fundamenta en la bibliografía indispensable y, con gran energía y economía del tiempo, la autora acudió a cerca de 30 repositorios de Estados Unidos y América Latina, un ideal algo fuera del alcance de la mayoría de investigadores del “sur global”. El libro enfoca el caleidoscopio humano que ofrece la recién creada Comisión Económica para la América Latina (CEPAL) (1948-1950), su líder icónico, el prestigioso y experimentado economista argentino Raúl Prebisch, y su mensaje: “El desarrollo económico de América Latina y sus principales problemas”, ensayo que se convirtió en el “manifiesto de la CEPAL” (1949). La autora enfatiza el nuevo vocabulario que elabora la CEPAL en torno al problema del desarrollo económico de los países productores de materias primas y el arsenal de nuevas técnicas, en especial la planeación económica, que rápidamente pondrá a disposición de los gobiernos latinoamericanos.

Empieza por la disección del concepto “centro-periferia”; el centro, formado por los países industrializados, y la periferia, por los países productores de materias primas. Le subyace un cuestionamiento radical de la teoría según la cual el comercio internacional es beneficioso para todos los involucrados puesto que los “términos de intercambio” son históricamente desfavorables para la periferia. El planteamiento no era novedoso, a más de que había sido demostrado empíricamente por el economista británico Hans. W. Singer que, el mago Prebisch, convirtió en piedra filosofal de su “manifiesto” (se le cita como la hipótesis Singer-Prebisch). Si la relación centro-periferia era el punto de partida, el reto de la CEPAL consistía en formular estrategias de desarrollo económico y social dentro de la matriz de Bretton Woods y la panoplia de instituciones de las nacientes Naciones Unidas.

De la misma manera que otras instituciones creadas en el periodo de posguerra, la CEPAL debió comenzar por la organización, control y manejo técnico de la información fundamental; por recopilar, sistematizar y disponer de cuentas nacionales fiables. Para esto había que reclutar y formar expertos en cada país. En trayectorias que la autora intenta seguir detalladamente, se forma lo que se conoce como el grupo de cepalinos. Desde las oficinas centrales de la CEPAL se sabía que las fuentes estadísticas existían, particularmente las colecciones de la Sociedad de Naciones; en cuanto a las de los países desarrollados y, en algunos casos, en los países periféricos que ya tenían entidades estadísticas en funcionamiento, no siempre estaban disponibles. El trabajo por delante era monumental.

Con base en estadísticas fiables, la CEPAL propuso un “índice de capacidad de importación” que permitió delimitar “la paradoja del desarrollo”, esto es, las crisis recurrentes originadas en los déficits en la balanza de pagos a medida que la industrialización exige un aumento de los ingresos por exportaciones. De este modo diseñó un plan de desarrollo en cada país que planteaba una combinación de préstamos internacionales multilaterales; programas de estabilización de precios de materias primas; apertura a las importaciones de los países en desarrollo en los países centrales, y permitir el cierre de mercados de los países periféricos. Bajo el dogma y la jerga actuales, esto de liberalización en el centro y proteccionismo en la periferia se tacharía de ocurrencia populista.

Fajardo escruta casos. Por ejemplo, en Brasil, expone el compromiso que pudo lograrse conciliando el aspecto nacionalista del manifiesto cepalino y las nuevas realidades de política económica generadas por el suicidio de Getúlio Vargas en 1954, a partir del papel desempeñado por el dúo Celso Furtado y Roberto Campos. Según la autora ese compromiso dio oportunidad a que Brasil, un país de la periferia, pudiera establecer bases de cooperación con el capital y las instituciones más representativas del centro. La “inflación estructural” era otro problema latinoamericano recurrente y, siendo Chile el paradigma, el economista Aníbal Pinto toma el protagonismo intelectual. En esta sección del libro la autora destaca el poder del léxico tecnocrático de la CEPAL al punto que, sostiene, los gobiernos latinoamericanos habrían estado más dispuestos a dejarse guiar por ésta que por el mismo Fondo Monetario Internacional, FMI. El supuesto es que la CEPAL habría conseguido articular la inflación con problemas más “estructurales”, como la baja elasticidad-ingreso de la demanda de materias primas de los países del centro y la mayor elasticidad-ingreso de bienes manufacturados de los países de la periferia; la urgencia de expandir la producción en las grandes propiedades rurales ociosas; la distribución del ingreso y sus consiguientes efectos en la contracción del mercado interno. Por esto era necesaria la reforma agraria y Chile era un modelo de la Alianza para el Progreso.

Fajardo describe cómo la CEPAL neutralizó el mensaje radical de la reforma agraria cubana y formuló una especie de cartabón de la política latinoamericana con base en el modelo chileno. Sin embargo, la revolución cubana dividió a los cepalinos, como se muestra en la contraposición del economista mexicano Juan Noyola, procubano, y el chileno Jorge Ahumada, cepalino puro. En un momento álgido de la Guerra Fría, Prebisch movió al núcleo mayoritario de expertos de la CEPAL hacia la versión del desarrollo económico que propiciaba la Alianza para el Progreso, formalmente a cargo de la Organización de Estados Americanos (OEA). La CEPAL prevaleció en este frente porque la OEA no podía competir con las herramientas, el lenguaje, la experiencia política y las habilidades técnicas de los cepalinos.

Basándose en la doctrina económica del centro-periferia, los sociólogos de la CEPAL construyeron el concepto de “dependencia”, contribución latinoamericana a las ciencias sociales universales atrapadas en “la teoría de la modernización”. En términos conceptuales la cuestión era si la dependencia y el desarrollo económico eran intrínsecamente incompatibles, como postulaban la izquierda latinoamericana y versiones de la “teoría de la dependencia”, como las de los brasileros Ruy Mauro Marini, Theotônio dos Santos y Vânia Bambirra, exilados en México.

El tratamiento que emprende la autora sobre la dependencia es algo deficiente en comparación con el de los temas económicos y de política económica. Introduce sumariamente la versión de André Gunder Frank, teórico itinerante que pasa un buen tiempo en Brasil, en particular la tesis del “desarrollo del subdesarrollo” latinoamericano a partir del siglo XVI. Radical y antikeynesiano, Frank ofrece una gran teoría. En contraste, Fernando Henrique Cardoso, discípulo de Florestan Fernandes en la Universidad de São Paulo (USP), presenta “una escuela” en que conviven “dependencia y desarrollo”. El sociólogo brasileño consideraba que la formulación económica de la CEPAL había excluido lo político, un componente fundamental del análisis. Pese a sus diferencias sustanciales, Cardoso y Frank convergen en el desafío al nacionalismo económico, específicamente a la idea de una burguesía nacional progresista. Con base en encuestas sociológicas de los industriales de São Paulo, Cardoso proponía una situación ambigua y paradójica: aunque objetivamente los industriales eran aliados del gran capital transnacional, habían sido socios en una coalición populista con el sindicalismo y la izquierda nacionalista. Coalición frágil, como se demostró al final del último periodo de Getúlio Vargas. Según Fajardo, Cardoso instrumentalizaría su versión de la dependencia ocupando el centro político latinoamericano en la transición a la democracia.

The World that Latin America Created brinda viñetas ricas, como los rumores de que el encargado de poner a marchar la CEPAL, el economista cubano Eugenio Castillo, era un espía de Estados Unidos; la habilidad del diplomático chileno Hernán Santa Cruz gracias a la cual la sede de la CEPAL quedó en Santiago; el comportamiento consumista de Cardoso cuando, huyendo del golpe de Estado de Brasil de 1964, se instala apresuradamente en la capital chilena como alto funcionario de la ONU.

A pesar de la claridad expositiva, el análisis idóneo y la calidad académica, hay temas centrales del entorno global y latinoamericano omitidos, aunque matizarían y enriquecerían el contexto histórico y político de este “mundo creado” por la CEPAL y los dependentistas. En algunos casos son omisiones inexplicables, en otros, quizás, puedan justificarse por el período y la escala temática del libro.

Así, por ejemplo, mucho antes de 1950 las clases dominantes y los gobiernos de los países latinoamericanos, al menos de los más mencionados en el texto, buscaban decididamente el desarrollo por el camino de la industrialización, de modo que, cuando salió a la luz el “manifiesto” de Prebisch, lo apoyaron con entusiasmo. Quizá sea más importante subrayar que, a diferencia de la época de Bretton Woods, 1944, la CEPAL emerge en 1948-1950, en la época dura de la Guerra Fría. En ese breve lapso se transformaron los ámbitos políticos e ideológicos. Justo después de erigida la arquitectura financiera y de poder de Bretton Woods, ocurre la masiva e inesperada descolonización de Asia y África. En 1949 emerge un gigante político en la forma de la República Popular China. En 1955, con la creación del Movimiento de los No Alineados, en la Conferencia de Bandung, el bloque latinoamericano pierde más peso en las Naciones Unidas. En esa coyuntura Estados Unidos se ve forzado a equilibrar los intereses atlantistas con las realidades geopolíticas y eventualmente económicas del Pacífico, como se demostró, primero, en la Guerra de Corea y luego en la de Vietnam. Este dilema tuvo fuertes repercusiones dentro de Estados Unidos, en lo que pareció ser la feroz competencia de intereses del “complejo militar-industrial” denunciada por el presidente Eisenhower.

Además, en el mundo de la descolonización surgen enfoques más radicales y ricos temáticamente. Por ejemplo, la obra del siquiatra martiniqués Frantz Fanon, presentada al mundo por Jean Paul Sartre. En este nuevo escenario mundial de la década de 1960, parecía inevitable que el “lenguaje provocador” y el “tono desafiante” de la CEPAL empezara a lucir algo trasnochado. Frente a los desafíos conceptuales que ofrecía la Revolución cubana, la CEPAL no tiene más remedio que aceptar su origen: un hijo del Occidente de la Guerra Fría, aunque se le permitió manejar una retórica alternativa a la que fue renunciando para alinearse con la jerga del Banco Mundial y el FMI.

Por todo esto conviene hacer un breve excurso al pasado histórico y subrayar que las naciones de América Latina se formaron en el periodo de las revoluciones occidentales (c. 1770-1825). Desde esta perspectiva, no pertenecían al “tercer mundo” de la descolonización tricontinental de la posguerra. Sin embargo, 150 años después de la independencia nacional, América Latina continuaba siendo “dependiente y sub de sarro lla da” o “en desarrollo”. El término América Latina tiene orí genes históricos y ha tenido propósitos políticos precisos. Fue acuñado incidentalmente por un diplomático colombiano en París, bajo el Segundo Imperio, en un momento propicio para contrastar América (léase Estados Unidos) con otra América, la “latina”. La expresión tiene eco en el liberalismo español -Castelar, por ejemplo-. Algunos años más tarde sale una respuesta desde Washington: “panamericano”, “panamericanismo” y, muy importante, se institucionalizan las “conferencias panamericanas”.

Otro problema que no puede soslayarse es el surgimiento del nacionalismo vinculado a la identidad cultural. Quizá desde la revolución mexicana a la cubana, pasando por la boliviana, se configuraron paradigmas populares, encarnados un poco más tarde en los museos nacionales. Un modelo general fue el Museo del Hombre de París (1937). Museos aparte, los portadores del nuevo mensaje cultural, profetas en América Latina, fueron antropólogos como Franz Boas y Paul Rivet, ambos con enorme influencia en Brasil, México, Colombia y Perú. Así, en diferentes cronologías, a partir de 1915, la antropología, inspirada por científicos europeos o europeos radicados en Estados Unidos, desarrolló una red internacional de expertos que basan su visión en un “hombre americano” genéticamente mezclado, aunque diseminado por las fronteras de los Estados nacionales, mientras que el racismo darwiniano, abierto o encubierto, sobrevivía en todas partes. A partir de la acción de esos pioneros, se formaron “escuelas” y tendencias que incorporan el “dualismo”, la definición -siempre polémica- del campesinado, las religiones populares, la urbanización de las “ciudades de campesinos”; la marginalidad y los barrios marginales, los cuadros dinámicos de la demografía social y en particular las relaciones raciales. Esas escuelas alimentaron diferentes tipos de “izquierdismos”, “nacionalismos”, y los temas se agitaban por líderes como Haya de la Torre, o marxistas creativos como Mariátegui en Perú. El nacional-populismo cubano fue otra fuente de formulaciones originales de las ciencias sociales, como lo demuestra el trabajo de Fernando Ortiz, amigo de Bronislaw Malinowski. ¿Acaso no resuena el contrapunto tabaco-azúcar de Ortiz en el discurso del argentino-cubano Ernesto Guevara en la reunión en Punta del Este de 1961? Estos ejemplos, me parece, sugieren la necesidad de acotar la centralidad que concede el libro a las formulaciones económicas y sociológicas de la CEPAL en el desarrollo de las ciencias sociales latinoamericanas con sus inclinaciones “estructuralistas”. Sobre esto no parece en vano que Claude Lévi-Strauss o Fernand Braudel realizaran estancias académicas como jóvenes profesores de la USP y forjaran una tradición académica elitista de la que surgieron sociólogos como Cardoso.

Desde este punto de vista, bien podría decirse que la transición conceptual del “centro-periferia” a la “dependencia” fue la de la economía a la sociología superando las teorías de la modernización elaboradas en prestigiosas universidades estadounidenses. Pero, antes de éstas, el desarrollo de la antropología en América Latina había marcado el rechazo explícito a los paradigmas originales de la disciplina, es decir, el colonialismo eurocéntrico.

Ahora bien, con la Revolución cubana, economistas marxistas como Paul Sweezy y Paul Baran, el sociólogo Wright Mills y el filósofo Herbert Marcuse, hombres de la “nueva izquierda”, encontraron ecos en la intelectualidad y las universidades de América Latina (los tres primeros fueron ampliamente publicados por el Fondo de Cultura Económica, que tuvo una legión de lectores en toda América Latina, incluido el Brasil de habla portuguesa). Si, como enfatiza Fajardo, el lenguaje cuenta, el asesor de seguridad del presidente Kennedy, W. Rostow, puso sobre el tapete la noción de que América Latina se encontraba en el peligroso momento político del “despegue económico”. Sería difícil entender la influencia de Gunder Frank en América Latina sin considerar el impacto previo de la obra de Paul Baran. Todo esto se pasa por alto en el libro. Es el notable caso de la disputa Baran-Rostow, lucha ideológica que se libró desde el centro con el objetivo de ganar adeptos en la intelectualidad de la periferia. En La economía política del crecimiento Baran propone una nueva concepción del imperialismo y el crecimiento económico que Rostow trató de refutar en Las etapas del crecimiento económico. Un manifiesto nocomunista, y que también apareció con el sello editorial del Fondo de Cultura Económica. No sobraría añadir que Baran y el historiador británico Eric Hobsbawm escribieron a cuatro manos una crítica específica de este “manifiesto”.

En otro campo, en el libro de Fajardo se soslaya el impacto real de la acción cepalina en la gestión cotidiana de las políticas económicas. Por ejemplo, el aludido compromiso de Furtado-Campos con el capital extranjero y las instituciones internacionales ¿no debiera enmarcarse en la participación del Brasil en el GATT como socio fundador? A este respecto, cabe añadir que podría trazarse un contrapunto interesante entre la UNCTAD bajo la dirección de Prebisch y el GATT. Si bien el GATT implica un vínculo jurídico entre los países adherentes, la UNCTAD (G 77), fuertemente supervisada por varias agencias gubernamentales de Estados Unidos, era un organismo que producía documentación de calidad y, al mismo tiempo, servía de galería política al “tercer mundo”.

Otro aspecto marginado se refiere al peso de las perspectivas nacionales. México, por ejemplo, ofrece un caso de gran ambigüedad frente a los igualmente ambiguos paradigmas cepalino-dependentistas. Amigos de los cepalinos, los mexicanos desarrollaron pragmáticamente sus propias políticas económicas y sociales, coincidiendo o no con la CEPAL. Ésta, además, ignoró muchas realidades que podrían ser paradigmáticas en algunos países latinoamericanos. En términos de reforma agraria hubo casos como la propiedad comunal establecida en el ejido mexicano, o la expropiación sin compensación, o la entrega gratuita de tierras expropiadas a los campesinos. Tal vez este distanciamiento fáctico entre los gobiernos y la CEPAL pueda predicarse para la mayoría de países latinoamericanas en diferentes coyunturas. Otro ejemplo podría ser el conjunto de críticas recientes sobre las concepciones unitarias latinoamericanas de tipo cepalino en relación con la historia económica y la urgencia de estudiar trayectorias nacionales específicas.

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