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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.73 no.4 Ciudad de México abr./jun. 2024  Epub 22--2024

https://doi.org/10.24201/hm.v73i4.4516 

Reseñas

Sobre William Taylor, Fugitive Freedom. The Improbable Lives of Two Impostors in Late Colonial Mexico

Gabriel Torres Puga1 

1El Colegio de México

Taylor, William. Fugitive Freedom. The Improbable Lives of Two Impostors in Late Colonial Mexico. Berkeley: University of California Press, 2021. 224p. ISBN: 978-052-036-856-9.


La vida errante de dos “impostores” novohispanos es el eje del último libro del reconocido historiador William Taylor: libro pequeño, ágil y de fácil lectura, que además de ofrecer una lectura divertida al lector, le brinda una reflexión inteligente y punzante sobre la impostura y la simulación como fenómenos sociales.

Dos expedientes inquisitoriales (uno de ellos conservado en la Biblioteca Bancroft) permiten a Taylor reconstruir las experiencias de Joseph Aguayo y Juan Atondo, dos “impostores”, el primero (tal vez mestizo) a mediados del siglo XVIII y el segundo (al parecer español) en las primeras décadas del XIX. Ambos encontraron en el desplazamiento y la impostura, sobre todo en la personificación de sacerdotes, la oportunidad de obtener autoridad y prestigio, así como de alterar el curso de unas vidas que parecían determinadas por la miseria y el abandono.

Por medio de estos casos, Taylor reflexiona sobre el papel de la impostura en una sociedad profundamente desigual y acostumbrada a remarcar las diferencias raciales de manera jurídica y simbólica. Los “impostores” reconocidos como tales suelen ser quienes, por haberse excedido en su audacia, fueron procesados y castigados públicamente por alguna autoridad. Pero los extremos pueden indicar que la impostura se ejercía en distintos niveles para negociar con los anhelos de clasificación y orden de una sociedad muy heterogénea (un “laberinto de etnicidades”, según el autor). La migración, tanto la trasatlántica como la interna, de los pueblos a las ciudades, provocaba fenómenos de reacomodo social, algunas veces imperceptibles y otras, to lera dos por la autoridad. La impostura parece haber jugado un papel interesante en ellos.

Taylor no busca extraer la “verdad” de las historias parciales y engañosas, sino explorar el fenómeno social de la impostura y, en cierto modo, también de los actos de representación de los individuos. Erwin Goffman, por supuesto, es autor recurrente en este libro. En los casos estudiados, Taylor observa la presión de una sociedad acostumbrada a clasificar a la población y a distinguir y tratar a las personas a partir de su “calidad” étnica, así como de sus “méritos”, propios o heredados. En este tipo de sociedades, donde la simulación era castigada, pero el disimulo era un ejercicio permanente, la mentira no podía ser revolucionaria, sino oportunista; permitía obtener beneficios a quien la ejercía, siempre y cuando conociera bien los códigos culturales que reproducían esa misma inequidad social. En ese sentido, insinúa Tay lor, ¿qué tan distinto es el impostor a otros individuos inmersos en una “sociedad de engaño y sospecha”, como él la clasifica? “Los impostores parecen estar en todos lados”, afirma el autor, “actuando como sacerdotes, piadosos eremitas, místicos, pordioseros, oficiales reales y médicos. Otros vivían vidas secretas y pecaminosas como bígamos, pecadores sexuales y sacerdotes solicitantes de mujeres en el confesionario” (p. 13). Sin embargo, como él mismo señala, la “simulación” condenada no era lo mismo que el “disimulo” aceptado por los tratadistas (Gracián, por ejemplo). De una o de otra forma, fueron muy pocas las personas señaladas como “impostores”, aunque muchas hubiesen recurrido a la simulación (y no se diga al disimulo) en varios momentos de su vida.

Taylor advierte una gran diferencia entre los dos personajes: Aguayo le parece claramente un impostor, pero Atondo le resulta enigmático. El primero había hecho de la impostura su oficio y también su fatalidad; requería del vagabundeo para sobrevivir y estaba consciente de que para ello requería también seguir fingiendo. El segundo, en cambio, regresaba pasos en su vida, pero asumía en distintos momentos con convicción su papel de laico o de eclesiástico. Más allá de posibles características psicológicas, con las que especula Taylor, el caso de Atondo tiene como principal componente el miedo a la guerra, un rasgo inconfesable pero natural, que transformó radicalmente la vida relativamente pacífica de la Nueva España. En cualquier caso, las vidas de ambos estuvo marcada por su fracaso. Los dos fueron descubiertos y estuvieron cerca de la muerte, antes de ser apresados y después remitidos a la jurisdicción inquisitorial por razones que ameritan una explicación.

Al preguntarse por qué la Inquisición persiguió a unos impostores y a otros no, el autor parece olvidar la importancia que la institución daba a la defensa de su jurisdicción, motor de muchas causas que siguió sin que, en comparación con otras, fuesen de mucha importancia. En los casos de Aguayo y Atondo la jurisdicción se justificaba únicamente por la violación al sacramento, que era delito privativo, a diferencia de la impostura que, por lo general, daba lugar a delitos (hurtos, estafas, etc.) que no le correspondía juzgar. Si no había indicios de que el falso sacerdote hubiera celebrado misa o actuado en el sacramento de la penitencia, no podía imputársele un delito de fe y, por tanto, era asunto del poder real o de la jurisdicción episcopal, según fuese el caso. Falsos clérigos, por tanto, suelen encontrarse en otras fuentes y sólo en Inquisición por estos hechos o por la sospecha de haberlos cometido.

En cualquier caso, no eran estos reos los que más interesaban al Tribunal, que solía indagar la falta sin aclarar los detalle de su vida ni profundizar en su pensamiento, para castigarlos finalmente como vagabundos, más que como herejes, a azotes y trabajos forzados, como fue el caso precisamente de Aguayo y seguramente el de Atondo, cuya resolución lamentablemente no figura en los expedientes que Taylor pudo consultar. El amplio conocimiento que tiene el autor de la sociedad novohispana y del estado eclesiástico le permite hacer afirmaciones y especulaciones muy razonables sobre el estado que guardaba la Inquisición en sus últimos tiempos; sin embargo, podría haber sacado provecho de estudios más recientes acerca de dicha institución en España y America para confirmar, por ejemplo, las diferencias enormes que había entre el tribunal de la década de 1770, que juzgó y sentenció dos veces a Aguayo, y el que procesó a Atondo, entre 1815 y 1818.

El libro comparte con otros autores la fascinación por el fenómeno de la impostura. La discusión historiográfica se nutre de los estudios históricos de Miriam Eliav Feldon (Renaissance Impostors), Perez Zagorin, Valentin Groebner (muy notable su reflexión sobre la simulación en la obra de Gracián) y Michael Gordian, principalmente; así como del célebre libro El impostor, de Javier Cercas. Sin embargo, se echa de menos una discusión con el estudio de Calvo Maturana sobre los Impostores en el mundo hispánico y con muchos otros estudios particulares que han explorado el fenómeno de la impostura, también a partir de expedientes judiciales, casi siempre inquisitoriales. Por ejemplo, hubiera sido interesante y muy valioso contrastar estos casos con el del famoso Villavicencio o “Garatuza”, recientemente estudiado por Lilián Illades, con los jesuitas simulados que estudia Salvador Bernabéu o con el sugerente artículo de Raffaele Moro sobre el mulato José Agustín Saucedo, que también se fingió sacerdote y fue procesado por la Inquisición justo a medio camino entre Aguayo y Atondo.

Taylor prefiere, en cambio, entrar en una serie de especulaciones sobre la posible relación entre los “impostores” de la realidad con los “pícaros” de la literatura. Discute si los modelos literarios reflejaban, como espejo moralizante, algunos elementos de la vida real, y se pregunta también si algunas novelas y pudieron haber sido modelo o estímulo para aventureros o impostores. Sus reflexiones son incisivas y sugerentes, pero suenan algo forzadas respecto de los casos estudiados, sobre todo del segundo. En contraste, existen otros indicios, aportados por el mismo estudio, sobre la lectura intensiva de otro tipo de libros que los impostores combinaron con su talento para representar convincentemente el papel de sacerdotes. Se trata de manuales para oficiar misa, como el breviario que tenía Aguayo (p. 30), o para confesar, como el que usó Atondo (p. 77): libros pensados para facilitar o corregir el oficio, pero que, en manos de sujetos talentosos, sobre todo como Aguayo, se conviertieron en vehículos de educación y (trans)formación instantánea.

Finalizo destacando la descripción cuidadosa de los expedientes y la reconstrucción, paciente e imaginativa, de los dichos y contradicciones de los reos. Todo ello permite al autor sumirse en una serie de reflexiones libres y profundas sobre el juego vital entre las condicionantes sociales y la libertad humana. Por medio de estos casos extremos de impostura y sin afán moralizante, el libro de Taylor devela la presencia inevitable de la simulación, al lado del impulso humano de jugar con las reglas y escapar de los condicionamientos sociales.

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