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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.73 no.3 Ciudad de México ene./mar. 2024  Epub 22-Ene-2024

https://doi.org/10.24201/hm.v73i3.4470 

Reseñas

Sobre Guillermo Palacios, Conquista y pérdida de Yucatán: la arqueología estadounidense en el “Área Maya” y el Estado nacional mexicano, 1875-1940

Franco Savarino1 

1Escuela Nacional de Antropología e Historia

Palacios, Guillermo. Conquista y pérdida de Yucatán: la arqueología estadounidense en el “Área Maya” y el Estado nacional mexicano, 1875-1940. Ciudad de México: El Colegio de México, 2021. 322p. ISBN: 978-607-564-293-2.


La publicación del estudio de Guillermo Palacios sobre la arqueología estadounidense en Yucatán, por El Colegio de México, pone a disposición del público la que es, probablemente, la mejor y más completa investigación sobre la actividad arqueológica del vecino del norte durante la fase del nacimiento y auge del interés por la “cultura maya”. El texto tiene diversas aristas y sujetos, como se anuncia en el título: son, por un lado, los arqueólogos, académicos, exploradores y aventureros que protagonizaron la búsqueda del pasado remoto de “los mayas” en México, y por otro lado el Estado mexicano, el cual consintió sus actividades en los contextos específicos del porfiriato, la Revolución y la reconstrucción posrevolucionaria, tomando gradualmente cartas en el asunto conforme se desarrollaba una conciencia del valor del pasado prehispánico y la necesidad de protegerlo de los saqueos y extracciones semilegales o ilegales de los extranjeros. El título también alude a una “conquista” metafórica de Yucatán por parte de los estadounidenses, y una posterior “pérdida” por parte de ellos en un periodo de aproximadamente medio siglo.

Con un estilo fresco, ágil y casi detectivesco, el libro traza el desarrollo inicial, en la costa este de Estados Unidos, de una élite de socios privados, coleccionistas y anticuarios interesados en el pasado arqueológico -en particular la élite del área de Boston-Cambridge-, involucrando con el tiempo a instituciones universitarias (Universidad de Harvard-Museo Peabody) y privadas (Carnegie Institution). Mediante una acuciosa y extensa investigación en abundantes fuentes de archivo en México y Estados Unidos, y en fuentes secundarias especializadas, el autor reconstruye el ambiente donde se desarrolló el interés por el mundo maya y nació, de hecho, el concepto de “Área Maya”, y asimismo, tomó forma y cobró importancia la arqueología y antropología académica en Estados Unidos, con el apoyo de agentes y enviados en misión a Yucatán, y el control ejercido por las élites bostonianas, durante mucho tiempo, sobre el consulado de Estados Unidos en Mérida-Progreso.

Al mismo tiempo, pone en evidencia el lento y accidentado protagonismo de diversos actores mexicanos vinculados con el Estado nacional en un trayecto histórico atropellado y lleno de ambigüedades en donde se desarrolló paulatinamente la noción de patrimonio arqueológico e histórico, con la necesidad y el imperativo moral de preservarlo. El Estado, las autoridades y la opinión pública mexicana habían sido, generalmente, los grandes ausentes en los estudios sobre la aventura arqueológica estadounidense en la región; de aquí la novedad y la importancia del libro de Palacios para conocer “el otro lado”, las percepciones, acciones e intervenciones mexicanas ante el despertar de la curiosidad y atracción por el “Área Maya” en tanto civilización de gran relevancia en la historia americana y mundial.

En la segunda mitad del siglo XIX, el impulso a la exploración arqueológica y antropológica y a la formación de colecciones en museos, acompañó el imperialismo europeo en el Mediterráneo, Egipto, Oriente Medio, la India, el sureste de Asia y otras áreas conquistadas o dominadas por Europa. El ascenso de Estados Unidos y su creciente importancia económica y política estimuló la ambición de ponerse al nivel de las potencias europeas en el campo arqueológico y antropológico. Al ser ya “ocupadas” por europeos las zonas más apetecibles y prestigiadas (Mediterráneo, Oriente Medio), y quedando poco margen para que misiones americanas abrieran excavaciones en Grecia, Egipto, Siria y Mesopotamia y pudieran extraer y enviar piezas importantes, los estadounidenses buscaron abrir nuevas áreas exclusivas en el continente americano, donde era escasa o ausente la presencia europea. De aquí los esfuerzos para investigar las antiguas civilizaciones nativas en Perú, el sur y sureste de México, y América Central. Yucatán, Chiapas y Centroamérica tenían varias ventajas: estaban geográficamente cerca de la costa este de Estados Unidos; quedaban bajo el control laxo de estados débiles (Guatemala, Honduras) o eran regiones alejadas del centro político en el caso de México (Yucatán, Chiapas); y los vestigios antiguos pertenecían a un área cultural bastante homogénea, que más tarde se conocerá como “Área Maya”. De hecho, Palacios apunta que fue precisamente el esfuerzo sistemático de los estadounidenses de la costa este (a los que denomina, por economía, “Bostonians”) lo que llevó a consolidar el concepto, en el ámbito de un esfuerzo explícito y sistemático para poner la “civilización maya” al mismo nivel de las antiguas civilizaciones de la edad clásica en el Viejo Mundo (Egipto, Grecia, Mesopotamia, India). El área maya entonces se convertiría en el “Egipto americano” (título significativo de un libro publicado en 1909 por dos viajeros estadounidenses, Channing Arnold y Frederick J. Tabor Frost). Un mundo por explorar, descubrir, comprender e interpretar al alcance y manejo exclusivo de los norteamericanos de la costa este, los “bostonianos”.

La institución central en las primeras etapas de este proceso de “invención” y encumbramiento de la civilización maya fue el Museo Peabody. Éste se inició a partir de una sociedad privada, y gracias al aumento de sus colecciones mayas incrementadas con piezas remitidas por sus agentes en Yucatán y Centroamérica, se convirtió, a partir de 1890, en una institución líder en el campo de la arqueología y la antropología, pasando a formar parte, como dependencia oficial, de la prestigiosa Universidad de Harvard. De 1894 hasta el estallido de la revolución mexicana esta labor de formación de colecciones en museos -el Peabody y unos pocos más- se intensificó y llevó a consolidar, en los medios académicos y entre el público en general, la conciencia de la importancia de las altas culturas ancestrales americanas. Más tarde, en las primeras décadas del siglo XX, a esta labor y presencia universitaria se sumará la actividad de grandes instituciones filantrópicas, como la Carnegie Institution, fundada por el magnate del acero Andrew Carnegie en 1902. Fuera de los museos, la presencia de “lo maya” se hizo perceptible y se popularizó entre el público académico y general, además, en las exposiciones internacionales, destacando la de Chicago de 1893, y en los congresos de americanistas, sobresaliendo el que se celebró en la ciudad de México en 1895. La curiosidad por las antiguas “civilizaciones perdidas” de América se propagó en Estados Unidos creando un efecto de retroalimentación que impulsaba aún más la exploración y excavación en Yucatán y Centroamérica.

El surgimiento y auge de la arqueología maya fue facilitado, sin lugar a dudas, por circunstancias políticas. El régimen de Porfirio Díaz fue condescendiente con la exploración y las actividades de excavación y extracción de antigüedades del territorio nacional, lo que se relaciona con la apertura hacia la inversión extranjera para promover el desarrollo del país. Esta condescendencia fue más evidente en el caso de Francia y de Estados Unidos, por la veneración que sentían los hombres del régimen hacia estos países, tomados como modelos culturales y políticos. Esto favoreció directamente, por ejemplo, las exploraciones de Désiré Charnay, quien tuvo “visto bueno” para hacer todo lo que quisiera en Yucatán sin estorbo de las autoridades mexicanas.

Sin duda, nos encontramos aquí con una de las vertientes más controversiales del modelo de desarrollo capitalista adoptado por el régimen porfirista, junto con la permanencia y el agravamiento de injusticias sociales y rezagos culturales que motivarán la eclosión del proceso revolucionario en 1910.

En Yucatán, además, los extranjeros gozaron por mucho tiempo de una posición ventajosa debido a lo remoto de los emplazamientos en la selva, la incertidumbre de las relaciones entre el Estado y la federación en los años de la Guerra de Castas y sucesivos (lo que ayuda a explicar la libertad de movimiento que tuvieron los “bostonianos” en las dos últimas décadas del siglo XIX), y la indefinición de los límites internacionales con Belice y Guatemala (lo que dejaba dudas, por ejemplo, sobre la pertenencia a México de la totalidad del sitio de Yaxchilán).

La exploración arqueológica, además, a través de los incidentes y escándalos que ocasionaron los visitantes y estudiosos extranjeros en el manejo y sustracción de objetos desde los sitios arqueológicos, influyeron de manera importante para que se formara, paulatinamente, una conciencia del “patrimonio nacional” enfocado en el pasado prehispánico, con la necesidad y tarea de protegerlo, conocerlo y catalogarlo.

A partir de la década de 1890 se inicia lo que justamente podría denominarse una “fiebre maya”: una carrera febril por explorar y conocer el mundo pretérito de la civilización maya. En esta etapa de aceleración fue protagonista el cónsul de Estados Unidos en Mérida, Edward H. Thompson, al cual está dedicado un capítulo ad hoc. Fue una etapa convulsa en la que se entremezclaron verdaderos arqueólogos, exploradores amateurs, aventureros y turistas, y que suscitó sendas preocupaciones en México por el desorden y descontrol de la actividad en los sitios arqueológicos. La “fiebre anticuaria” se sumaba y confundía con la arqueología científica, provocando que los artefactos mayas fueran objeto de saqueo, contrabando e incluso falsificación, yendo a parar -por medio de un verdadero mercado negro de antigüedades- a colecciones privadas o a museos en Estados Unidos, los cuales no tenían problema en aceptar el material llegado de manera irregular, dudosa o ilegal del “Área Maya”, con la excusa de que el Gobierno de México era incapaz de proteger sus antigüedades y evitar que fueran a parar a colecciones europeas. No existía entonces ningún escrúpulo moral en sustraer piezas arqueológicas del país vecino, más bien muchos consideraban necesario el contrabando para enriquecer las colecciones de los museos. El carácter francamente colonialista y también nacionalista de estas prácticas de adquisición de piezas estaba a la luz del sol, a falta de reacciones protectoras en México, Guatemala y Honduras contra la sustracción de su patrimonio cultural.

Los pocos que trataron de poner un alto al saqueo y poner orden en esta “fiebre maya” internacional, como Leopoldo Batres, no lograron incidir significativamente en el fenómeno, a pesar de las repetidas denuncias. Los señalamientos a las autoridades locales -gobernadores, jefes políticos- surtían poco efecto por la distancia, los compromisos políticos (no era viable “molestar” a misiones arqueológicas estadounidenses, inglesas o francesas, suscitando problemas internacionales), la débil legislación protectora y la escasa sensibilidad hacia el pasado prehispánico. Incluso la evidencia del saqueo y la presencia de piezas “mayas” en museos y colecciones de Estados Unidos no fue suficiente para sacudir la opinión pública y obligar a las autoridades a intervenir. En casos específicos, como el de Thompson (a la vez cónsul y agente del Museo Peabody), el estatus consular ayudó en muchas ocasiones a que se exportaran piezas arqueológicas sin pasar por la inspección reglamentaria en la aduana de Progreso. La labor de Thompson fue notoria en Labná, y más aún en Chichén Itzá, después de adquirir el terreno del emplazamiento del sitio arqueológico en 1894. En Chichén, Thompson se dedicó sin estorbo a las excavaciones, sacando más tarde piezas del fondo del cenote sagrado mediante una draga, y allí recibía visitantes de Estados Unidos encantados de conocer el sitio de la antigua ciudad maya.

Las ambiciones de Thompson como dueño de la hacienda Chichén apuntaban a crear un “paraíso arqueológico” independiente de sus patrocinadores “bostonianos”, aprovechando las buenas relaciones políticas locales y estadounidenses, con las cuales logró la renovación de su nombramiento como cónsul de Estados Unidos en Yucatán en 1897.

En esta fecha se produjo la primera intervención significativa del Estado para proteger los vestigios arqueológicos, tras la petición del Museo Americano de Historia Natural, en 1895, de asegurar la concesión por 10 años de explorar y exportar piezas arqueológicas desde México. La promulgación de una nueva legislación fue seguida por una averiguación oficial en Chichén, para determinar si se estaba dañando el patrimonio arqueológico del sitio, posiblemente tras la denuncia del fotógrafo y explorador austríaco Teoberto Maler.

El contexto que vio nacer el interés y la actividad de los es ta do uni den ses en el “Área Maya” cambió al finalizar el porfiriato, con unas condiciones menos favorables durante las convulsiones revolucionarias y la formación de un nuevo Estado más comprometido con la defensa del patrimonio histórico y arqueológico nacional ante la incierta y dudosa actividad de exploración y saqueo por parte de extranjeros. En esta nueva fase el Museo Peabody y la Universidad de Harvard fueron sustituidos, como protagonistas, por la Carnegie Institution, con sede en Washington, con lo cual se eclipsaba el protagonismo bostoniano. La Carnegie comenzó sus actividades en la dé cada de 1920 tras obtener el permiso del presidente Obregón de llevar a cabo actividades arqueológicas en Yucatán, centradas en el Proyecto Chichén Itzá, que se extenderá con modificaciones y re corrien do un camino accidentado hasta 1940. Con la Carnegie Institution protagonizando la exploración arqueológica, se inició un periodo nuevo bajo la dirección del joven arqueólogo Sylvanus G. Morley (cuya figura prototípica de arqueólogo-aventurero servirá más tarde, probablemente, como inspiración para la película Indiana Jones). Thompson por su lado, en coordinación con Morley, aprovechando la presencia de la Carnegie, continuó con sus actividades de excavación en Chichén casi sin interrupción, beneficiándose de la lejanía y la relativa ausencia de las autoridades mexicanas durante las turbulencias y cambios políticos del periodo revolucionario.

Durante este tiempo la arqueología estadounidense en Yucatán avanzó entre muchas dificultades, sorteó los peligros de grupos armados, la confusión institucional, la amenaza de expropiaciones (para la hacienda Chichén) y la nueva retórica nacionalista antiextranjera hasta la década de 1920. El estado de Yucatán se vio particularmente afectado por la violencia y los trastornos políticos (vaivenes de bandos y facciones revolucionarias, enfrentamientos armados, asaltos, saqueos) en 1910-1911, 1914-1915, 1919-1920. De 1918 en adelante una secuela de gobiernos “socialistas” agregó la amenaza del “bolchevismo”, especialmente durante el gobierno de Felipe Carrillo Puerto (1921-1923). Durante el periodo “socialista”, sin embargo, Morley y Thompson lograron establecer contactos fructíferos con las autoridades del estado, promovieron el turismo arqueológico (en el cual el estado estaba muy interesado para mitigar las dificultades económicas causadas por la contracción del mercado del henequén) y entraron, hasta cierto punto, en sintonía con la visión de Felipe Carrillo Puerto de utilizar el pasado arqueológico maya para dar impulso al proyecto revolucionario en la península ensalzando el nacionalismo indigenista. Thompson se promovió en la prensa estadounidense por medio de la periodista Alma Reed, quien visitó Yucatán y se volvió, como es sabido, confidente y amante de Carrillo Puerto y apologista del socialismo “maya”. Las revelaciones de Reed en la prensa, en 1923, acerca de la actividad de excavación arqueológica en Chichén no provocaron de inmediato reacciones de las autoridades mexicanas, como señala Palacios, gracias a los contactos de Morley con Manuel Gamio, quien dará su visto bueno al Proyecto Chichén en 1923, aprobando la continuación de la actividad arqueológica estadounidense en el sitio. Esta oportunidad se sitúa en el contexto del esfuerzo de Obregón por impulsar la imagen del país en el ámbito internacional, después de los años del conflicto armado, apuntando a obtener el reconocimiento de su gobierno. Esto incluía, naturalmente, la exaltación del pasado arqueológico aprovechando la “moda” mesoamericana y “maya” en particular, y dando lugar a la que -diseñada por Manuel Gamio- configura una especie de “diplomacia arqueológica” en el ámbito de una campaña general de relaciones públicas. A escala regional puede observarse cómo Carrillo Puerto aplica este peculiar modo de promoción internacional en el espacio del “Área Maya” apoyando con todos los medios a su alcance la actividad arqueológica, entre ellos dictando disposiciones a las autoridades locales para impulsar los hallazgos de ruinas, la “limpieza” y apertura de algunos sitios, excursiones a los más importantes, facilitaciones al turismo y la apertura de la carretera de Dzitás a Chichén, inaugurada con bombo y platillo en 1923.

La intervención arqueológica de la Carnegie en Yucatán ocasionó un intenso debate y agrias polémicas tras la denuncia pública de Leopoldo Batres, advirtiendo el peligro para el patrimonio nacional. El clima político con Elías Calles en el poder se tornó menos favorable a la actividad extranjera en zonas arqueológicas; los estadounidenses perdieron el apoyo de Gamio (quien salió del gobierno en 1925) y de Carrillo Puerto (asesinado en 1924 durante la rebelión delahuertista). En este nuevo contexto fracasó la compra de Chichén por parte de la Carnegie, y la propiedad fue finalmente confiscada en 1926, tras el escándalo que suscitó la salida a la opinión pública de las actividades de excavación de Thompson en el Cenote Sagrado, que incluían la sustracción ilegal de numerosas y valiosas piezas arqueológicas. Finalmente, tras el despertar de la opinión pública en México y Yucatán, con la toma de conciencia del valor del patrimonio arqueológico, el Estado intervino seriamente para poner un alto a la explotación de los sitios arqueológicos por parte de extranjeros. Paradójicamente, el motivo que ocasionó esta intervención no fue un suceso actual, sino un hecho ocurrido muchos años antes: la ya mencionada extracción de piezas arqueológicas del sitio de Chichén, por parte de Thompson, en la primera década del siglo.

El escándalo de 1926, ocurrido en un momento de relaciones internacionales deterioradas, puso punto final al protagonismo y control que ejercían los arqueólogos estadounidenses en la península, a pesar de que su presencia y actividad continuó hasta que se cerró formalmente el Proyecto Chichén en 1940, e incluso después, con otros enfoques más antropológicos y la presencia de investigadores de la talla de Robert Redfield. Conforme la relación entre México y Estados Unidos se modificaba, en vísperas de la segunda guerra mundial, en vista de una alianza para el próximo conflicto bélico, se cerró definitivamente el capítulo de la explotación “colonial” de los estadounidenses en lo que décadas antes habían llegado a considerar un coto exclusivo de exploración y excavación arqueológica en el país vecino.

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