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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.72 no.4 Ciudad de México abr./jun. 2023  Epub 08-Mayo-2023

https://doi.org/10.24201/hm.v72i4.4262 

Reseñas

Sobre Rafael Olea Franco, La lengua literaria mexicana: de la Independencia a la Revolución (1816-1920)

Pablo Mora1 

1Biblioteca Nacional de México

Olea Franco, Rafael. La lengua literaria mexicana: de la Independencia a la Revolución (1816-1920, ). Ciudad de México: El Colegio de México, 2019. 257p. ISBN: 978-607-628-923-5.


El estudio de la “lengua literaria mexicana” no se ha abordado de manera sistemática a la luz de la prosa y particularmente de la novela del siglo XIX, a pesar de la pertinencia del tema para la historia de la novela en México y, muy concretamente, para la abundante novelística de costumbres y realista. Ciertamente se ha estudiado de manera parcial desde la lexicografía y desde algunos ámbitos de la lengua a partir de trabajos y diccionarios esenciales,1 pero, salvo casos puntuales, muy poco se ha trabajado para establecer los alcances literarios y los rasgos de identidad de nuestra novela a la luz de un corpus representativo. Efectivamente, el tema de la lengua mexicana en el proceso literario de construcción de la novela poco se ha trabajado, y tampoco se han tomado en cuenta aspectos y discusiones que estuvieron en la base de un largo desarrollo cultural en el siglo XIX. A partir de la Independencia, la lengua desempeñó un papel crucial en la caracterización de la identidad y la soberanía nacionales, y, desde luego, en la definición del parentesco entre México y España. El periodismo, la producción editorial y la literatura determinaron el proceso de acercamiento, no sólo cultural, entre ambas naciones, sino en muchos sentidos también las relaciones diplomáticas, económicas y políticas. Y lo anterior sucedió porque si hubo un aspecto cultural que la clase letrada americana reconoció como esencial e incuestionable de la herencia española fue el de la lengua. En realidad, se trata de un aspecto crucial que puso de relieve la importancia que entraña la definición misma de una identidad nacional, así como la necesidad del aprendizaje formal como forma de apropiación de una lengua común. Este fenómeno detonó cuestionamientos de diversos tipos en torno a la determinación de la norma del español, la corrección, la pronunciación, etcétera, en un contexto dominado por el neoclasicismo y poéticas específicas que abonaron temas como el del casticismo frente a los barbarismos o los solecismos, la “corrección literaria” frente a temas como la originalidad, la novedad, la invención y la herejía, promovidos, en buena medida, por el incipiente romanticismo y el republicanismo en boga. Todo ello tuvo lugar en un país que mantuvo rezagos significativos, como el de los bajos niveles de alfabetización y de educación, así como el de la falta de un catálogo de obras literarias sólidas. Durante muchas décadas, aún después de la independencia, México permaneció bajo un republicanismo endeble que oscilaba con el centralismo, además de sufrir varias guerras de intervención. Por otro lado, la sociedad letrada de entonces apenas estaba constituida por una élite de criollos y españoles; a pesar de esta situación, hubo expresiones de ese sector letrado que, como resultado de un largo proceso formativo de las clases altas y finalmente de una madurez cultural de la sociedad novohispana, dentro de los cánones españoles, produjo escasas obras que dieron cuenta de estas iniciales disputas en torno a la lengua, sujetas la gran mayoría a los cánones de la ilustración del siglo XVIII.2 Lo cierto es que desde el inicio de la independencia, y mucho antes, la gran mayoría de la clase letrada reconoció como valor supremo y universal la adopción de la lengua española y la necesidad de seguir fomentando valores de prestigio a través de la corrección, el casticismo y el seguimiento de ciertas poéticas. Fueron pocas y moderadas las muestras de una “herejía” literaria con respecto a la norma castellana de la lengua. Si acaso hubo autores, como Joaquín Fernández de Lizardi, que emprendieron una producción editorial profusa y sin precedentes, con muestras de desafío a la norma española al introducir expresiones populares y giros verbales; lo que se mantuvo, en realidad, fueron los criterios de prestigio a lo largo de todo el siglo XIX, tanto entre los liberales como entre los conservadores. En todo caso fue al autor de El Periquillo Sarniento, como bien apunta Rafael Olea Franco, a quien se le puede atribuir la

[…] aptitud para construir una imagen literaria de México, atendiendo a la enorme diversidad social del naciente país y, sobre todo, por medio de una lengua literaria que asimila las inflexiones de carácter coloquial. De este modo, si, por un lado, la novela critica sin piedad los hábitos ortográficos de la época, y con ello en su afán didáctico peca un tanto de “normativa”, por otro, resulta sorprendente ver su capacidad para construir personajes diferenciados por rasgos particulares de su habla que son ajenos a la norma culta de su época (el “buen uso” del que hablaba el Conde de la Cortina) (p. 41).

El desafío de marcar una sólida independencia “literaria” mediante verdaderas obras en lengua española implicó un largo periplo literario que tuvo uno de sus puntos de quiebre en la independencia y que mostró sus mejores frutos en el último cuarto del siglo XIX con las aportaciones en poesía y crónica de los escritores modernistas.

Ahora bien, desde el ámbito de la novela, este largo proceso de la “lengua mexicana” y sus aportaciones artísticas al español abarca -como lo advierte Olea Franco- en términos cronológicos desde la obra de Lizardi, El Periquillo Sarniento (1816-1831), hasta el ejemplo supremo de Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo en el siglo XX, con una de las manifestaciones más brillantes por sus alcances lingüísticos y literarios universales dentro de la conformación de una lengua “mexicana”. En este largo proceso, de siglo y medio, y a mitad de camino, se encuentra, además, otra obra clave, como demuestra Rafael Olea Franco: Los de abajo (1915-1920), de Mariano Azuela, una novela testimonial que muestra una herencia con respecto a la novela costumbrista precedente pero que ya registra y detona características de la novela mexicana moderna del siglo XX.

El de Olea es un estudio diacrónico que examina la construcción de la lengua literaria mexicana a partir de la publicación de cinco novelas clásicas de la historia de la literatura del siglo XIX: El Periquillo Sarniento (1816-1831) de Joaquín Fernández de Lizardi, Astucia (1865-1866) de Luis G. Inclán, Los bandidos de Río Frío (1888-1891) de Manuel Payno, Santa (1903) de Federico Gamboa y Los de abajo (1915-1920) de Mariano Azuela. Al inicio de su estudio, el autor advierte que, si bien se puede adoptar como punto de partida una postura anticolonialista o de autonomía lingüística en función de una conciencia sobre la lengua literaria, al margen de las relaciones diplomáticas, con la instauración de las Academias de la Lengua en América en 1870 y la postura que adoptó Martín Luis Guzmán en la Academia Mexicana de la Lengua en 1954, “la lengua está en constante evolución en su propio territorio” y por ello “[e]n México, el español entró en un largo y lento proceso de asimilación, adopción y modificación, influido tanto por medios civiles e institucionales como militares” (p. 16). En ese sentido se trata de un proceso propio de la lengua que se llevó a cabo desde el momento mismo de la conquista, independiente de la voluntad de los hablantes.

Olea Franco tiene como objeto

[…] examinar, desde la literatura, uno de los períodos nodales de este dilatado proceso: los usos literarios de la lengua en el crucial lapso que va desde los inicios del siglo XIX hasta principios del XX, el cual coincide con el proceso de la Independencia y con la Revolución; en esta etapa se forjó el México del siglo XX, tanto en sus aspectos sociales como en los lingüísticos” (p. 16).

El recorrido de esta revisión crítica de los diferentes usos de la lengua mexicana en las novelas lo llevan a varias conclusiones y hallazgos interesantes. Reconoce que hay un proceso de carácter “discontinuo y no ascendente, mediante el cual la lengua literaria usada en México adquirió sus tonos y léxico particulares” (p. 240) entre 1810 y 1920. Plantea que hay una conexión y tradición muy claramente liberal y abierta con respecto a la lengua que va de Lizardi a Inclán, Payno y Azuela, mientras que la obra de Gamboa se distingue por su conservadurismo hacia la lengua, más dentro del casticismo, a pesar de tener otras virtudes, como el valor del tema tratado (la prostitución) y su apropiación -recepción-, paradójicamente, popular desde el modernismo. En todo caso demuestra la versatilidad y la fecundidad lexical de un Lizardi y la riqueza creativa de un Inclán frente a la conexión más universal de Azuela en las actualizaciones y manejo creativo de una lengua popular de expresiones y vocablos. Lo anterior lo lleva a corroborar la hipótesis de José Luis Martínez en la que se demuestra a través de esas cinco novelas “la maduración de la independencia intelectual y la realización de una expresión nacional y original” (p. 243). Es así como se refiere a un proceso o sistema literario que desembocó en “la otra independencia mexicana”, la de carácter lingüístico.

Ahora bien, resulta importante matizar algunas cuestiones fundamentales del periodo que estudia el autor cuando dice que hubo una corriente dominante que se adhirió a los dictados de una norma académica y casticista, pero que también hubo autores que defendieron y partieron de una legitimidad en la que defendían la “potestad de establecer […] formas particulares de expresión” (p. 18), basados en una pronunciación propia. En efecto, aunque esta postura existió como una expresión en lo general, sobre todo de carácter ideológico,3 hay que decir que, en realidad, el problema es que no hubo una corriente de escritores liberales jóvenes con un conocimiento literario pleno, al menos durante la primera mitad del siglo XIX, que antepusiera argumentos a favor de una novedad literaria con la producción de obras de creación original de buena factura. En las primeras décadas del siglo XIX no hubo ni podía haber un debate literario de gran nivel si pensamos que la generación inmediatamente precedente, la llamada Arcadia Mexicana, se sumó a los parámetros dominantes del neoclasicismo y las poéticas canónicas.4 Claramente los jóvenes, antes que combatir la descalificación de autoridades letradas, como el Conde de la Cortina, un “purista de Madrid” (p. 24),5 o bien antes de Andrés Quintana Roo6 y de José María Heredia, o la autoridad en México de un José Zorrilla,7 optaron por el estudio y la traducción como formas de apropiación de la lengua. En este sentido considero que si bien, como dice Olea Franco, los logros literarios son notables hasta este momento, se debe problematizar más la incipiente discusión sobre una “conciencia literaria” por medio de la incorporación de otras variables que jugaron un papel específico como, por ejemplo, la de la función de la literatura en momentos de un republicanismo débil donde los valores religiosos y morales fueron determinantes para la construcción del país, o bien la del fenómeno de una conformación editorial (libros, revistas y periódicos) y de su recepción por parte de una crítica incipiente. Otra variable que tampoco se considera es la presencia de la literatura de costumbres y de viajes, a partir de mediados de siglo, que suponían valores históricos y de identidad cultural antes que literarios.

El estudio presenta algunas novedades al establecer una metodología que parte del análisis de la recepción y de la historia de la edición como ejes importantes para identificar las intenciones del autor y la participación de otros agentes y paratextos que intervienen en la producción de las novelas. Este aspecto metodológico ofrece la posibilidad de medir tanto las estrategias del autor como la eficacia literaria de los diferentes giros expresivos, neologismos y léxico mexicano a lo largo del siglo XIX. Aunque en realidad estos nuevos enfoques proceden en buena medida de ciertos cuestionamientos holísticos que se han hecho a los estudios literarios tradicionales a partir de la conformación de las letras mexicanas desde temas como los circuitos de la información, la producción del libro y la sociología de textos, éstas son herramientas disciplinarias que, en general, han ampliado el estudio del campo literario. Este fenómeno, sin duda, ha traído como consecuencia la necesidad de integrar otro tipo de producciones letradas, otros géneros, que contribuyeron a formar ese sistema literario que no necesariamente se explica por sus obras canónicas y clásicas sino por los procesos culturales de otros agentes, instituciones y sucesos culturales. De la misma manera, esta apertura permite establecer una nueva aproximación entre la historia de la novela y la conformación de una lengua literaria mexicana, así como de una mayor conciencia letrada. Estas novedades, me parece, permiten a Rafael Olea Franco, en el caso de Manuel Payno y Los bandidos de Río Frío, revisar distintas ediciones para examinar la forma como esa lengua mexicana se proyecta editorialmente a partir de ediciones en España, en una versión con digresiones y notas explicativas para los neologismos y léxico mexicano. En la edición española se introducen explicaciones del significado de palabras como “tostadas”, “chicharrón”, “carnitas”, etcétera. A partir de estas ediciones y por el hecho de que Payno escribe desde Santander, distanciado del tiempo histórico de los acon te cimien tos que narra, podemos valorar tanto el sentido nostálgico de la obra como el que “los destinatarios últimos de la novela no pertenecen a los estratos bajos de la sociedad mexicana…” (p. 130). En cuanto al estilo y el uso de la lengua literaria mexicana, Olea Franco advierte que Payno trabaja en sus descripciones y digresiones en “forma acumulativa, por círculos concéntricos que si bien no siempre exhiben un fin unitario, proporcionan una cantidad de información impresionante” (p. 131). Así mismo destaca la “excelente capacidad [de Payno] para identificar cuáles expresiones son propias del pueblo” (p. 129).

En el caso de Luis G. Inclán y su novela Astucia, el crítico también analiza su “lenguaje ranchero” y destaca sus alcances creativos y frescura. Advierte la forma como trabaja el habla de los personajes al reproducir, transcribir, lo que oye y no tanto trabajar la lengua culta. Algo similar ocurre con la novela de Manuel Payno, sin embargo, en Inclán, como lo recupera Mariano Azuela, hay una vitalidad y un colorido que les devuelve un potencial expresivo singular. El caso de la incorporación de neologismos es muy claro, como muestra de una eficacia verbal y economía expositiva, en los ejemplos de “funestidades”, “leoparda”, o bien en la forma de recuperar una palabra como “tompeate”, con su verbo “entompetear”, y ver sus distintos usos en otras novelas y periódicos posteriores, así como las hipótesis lanzadas por el propio autor sobre este vocablo. El novelista Inclán trabaja de “oído” e introduce vocablos, según Olea, que perduran el resto del siglo XIX. También identifica otros neologismos como “hacer títere”, “penates”, y descubre el potencial del lenguaje como forma de trascender los localismos en aras de la eficacia literaria y de expresión.

Particularmente es a Mariano Azuela a quien le dedica más espacio en su estudio, acaso por tratarse de la novela Los de abajo, que está claramente mejor documentada y porque es el texto que ofrece la identificación de una elaboración literaria y artística más robusta y moderna en su mexicanidad y en sus habilidades narrativas (estilo). Resulta muy atractiva la forma como revisa la crítica y la recepción de esta obra desde los distintos estudios que han bordado sobre la riqueza lingüística y literaria (se habla de una “función identitaria” entre la lengua y sus personajes). Resulta interesante, además, la extensa digresión que dedica su autor a las distintas acepciones y registros de la palabra “mocho” (santurrón vs rapado, pelón) a lo largo del siglo XIX, o bien de “ansina” (así), ofreciendo con ello ejemplos de la riqueza verbal de Los de abajo, un trabajo que merecería -para el autor- “un libro dedicado a ella” (p. 235). Con Azuela, el estudioso identifica sus alcances léxicos a partir de las virtudes de una confección literaria de las voces en donde no es necesaria la anotación, sino que creía que era más funcional que la obra misma proporcione las claves para la pertinente descodificación de voces abstrusas en una primer lectura (p. 208). También advierte “el extraño desplazamiento semántico que han sufrido […] ciertas voces de origen castizo” (p. 209) (“lebrón”) en México, así como el uso abundante de voces de origen prehispánico, en Lizardi y Azuela, para mostrar cómo se trata de mexicanismos diacrónicos (“titipuchal”). Concluye con unas páginas dedicadas al problema de las traducciones de dicha obra, y a las “voces propias del movimiento armado, algunas de las cuales mantienen cierta vigencia gracias a la literatura” (p. 214) (“bilimbique”, “carranclanes”, etc.), o expresiones populares vigentes como “pónganse changos”, “hacerse guaje”, “mitote”, etc.). Con toda esta variedad de ejemplos, Rafael Olea Franco logra mostrar la vigencia artística de la obra, particularmente en su riqueza lingüística (p. 236).

Finalmente, no está de más sugerir que, para la próxima edición, la elaboración de un índice onomástico sería recomendable ya que ofrecería una lectura distinta de los múltiples vocablos y expresiones que su autor ha documentado con algunas hipótesis interesantes. Por último, llama la atención que no se utilice el Corpus Diacrónico y Diatópico del Español de América (CORDIAM) de Concepción Company, una herramienta que ofrecería datos adicionales sobre la historia de algunos vocablos.

Sin duda, La lengua literaria mexicana: de la Independencia a la Revolución (1816-1920) es un estudio que pone sobre la mesa del lector la riqueza de una lengua literaria mexicana que, como diría Antonio Alatorre de la lengua española, goza de buena salud.

1Algunos estudios del español de América, y muy concretamente de los mexicanismos, son los que hicieron lexicógrafos y bibliógrafos como Joaquín García Icazbalceta y Francisco J. Santamaría, hasta los realizados por Antonio Alatorre, José Moreno de Alba, Luis Fernando Lara y Gabriel Zaid, entre otros.

2Me refiero a los trabajos del Diario de México (1805-1812) y de la Arcadia Mexicana, por ejemplo.

3Rafael Olea Franco adopta como uno de sus documentos importantes el texto de 1844 de Melchor Ocampo, Idiotismos hispano-mexicanos, en Obras completas, México, Ediciones El Caballito, 1978, t. III, pp. 81-153. Este texto es de los escasos testimonios que existen y habría que contrastarlo con la escasa crítica literaria de la época.

4En este punto de los alcances y los debates literarios se pueden consultar los trabajos de Esther Martínez Luna y de Christopher Domínguez M.

5Véase José Gómez de la Cortina, Ecsamen crítico de algunas de las piezas literarias contenidas en el libro intitulado El año nuevo, México, Imprenta de Ignacio Cumplido, 1837.

6Véase el texto de Quintana Roo reproducido en la “Sección literaria” en el periódico El Oriente (1850), una carta que envía a Anastasio de Ochoa con motivo de la aparición del libro Poesías de un mexicano en 1829; o bien las de José María Heredia a mexicanos como Castillo y Lanzas en 1826, a Francisco Ortega en 1830, a Calderón y a Pesado en Miscelánea de 1830.

7Véase José Zorrilla, México y los mexicanos, selección, prólogo y notas de Pablo Mora, México, Conaculta, 2000.

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