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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.72 no.4 Ciudad de México abr./jun. 2023  Epub 08-Mayo-2023

https://doi.org/10.24201/hm.v72i4.4624 

Artículos

De cuerpos y contiendas: el cadáver como reliquia, desecho y fetiche en México (siglo XIX)

The Cadaver as Relic: Waste and Fetish in Nineteenth Century Mexico

Luz del Rocío Bermúdez Hernández1 

1Universidad Autónoma de Chiapas


Resumen

Se analiza la evolución del tratamiento póstumo durante el siglo XIX en el territorio del actual México (y particularmente desde el obispado de Chiapa y Soconusco), a partir de antecedentes tanto del pasado mesoamericano, como del régimen colonial español. Fuentes bibliográficas y algunos documentos de archivo permiten examinar el concepto de “cadáver” según tres distintos aspectos: como objeto reverencial de sacralización (reliquia), como temida fuente de impureza y contaminación (desecho) y como símbolo patriótico cada vez más festivo (fetiche). ¿De qué manera intervinieron esas fases conceptuales en los procesos de conquista, colonización y formación del Estado-nación mexicano? ¿Qué papel jugó en cada una de ellas la noción de “piedad”?

Palabras clave: Chiapas; culto funerario; piedad; patriotismo; secularización

Abstract

This article analyzes the evolution of posthumous treatment of the body during the nineteenth century in the territory of what is now Mexico (particularly the bishopric of Chiapa y Soconusco) through antecedents in the Mesoamerican past and under the Spanish colonial regime. Bibliographic sources and archival documents allow for an understanding of the concept of “cadaver” through three different aspects: as a reverential object of sacralization (relic), as a feared source of impurity and contamination (waste), and as an increasingly festive patriotic symbol (fetish). In what way did these conceptual phases intervene in the processes of conquest, colonization and formation of the Mexican nation-state? What role did the notion of “piety” play in each one of them?

Keywords: Chiapas; Funerary Cult; Piety; Patriotism; Secularization

Todos, a la verdad, criticamos, afeamos y

ridiculizamos los abusos de las naciones extranjeras,

al mismo tiempo que o no conocemos los nuestros o,

si los conocemos, no nos atrevemos a desprendernos de ellos.

El Pensador Mexicano, El Periquillo Sarniento [1817]

Introducción

El culto a los muertos es rasgo universal de la especie humana. Sin importar época o geografía, sobran referencias sobre la necesidad constante que han mostrado y siguen mostrando hombres y mujeres de conmemorar a sus congéneres fenecidos. El objetivo de las siguientes líneas es resaltar vínculos históricos entre dos aspectos que deben seguirse bajo una necesaria perspectiva de larga duración: el primero es la evolución del tratamiento post mortem del cuerpo humano en México; el segundo es la implicación de dichos cambios en cuanto a procesos políticos y socioculturales de mayor trascendencia.

Revisaré aquí el manejo ideológico del cadáver, al ser éste un importante catalizador individual y social de atributos afectivos, religiosos y escatológicos. Dos precisiones son necesarias: si bien refiero el término “religiosidad” para indicar las prácticas y el cumplimiento de preceptos de la antigüedad mesoamericana (previa al siglo XVI), dicho término no debe confundirse con la expresión “religiosidad popular”, especialmente en el contexto novohispano del siglo XVIII (menos aún, con una connotación relativa reductoramente al “pueblo bajo”). La segunda precisión es que esta revisión aborda pasajes sobre la Capitanía General de Guatemala y en particular sobre el obispado de Chiapa y Soconusco, ya que éste dependió del arzobispado de México desde el siglo XVI (salvo durante el periodo de 1743 a 1833, en que fue sufragáneo del arzobispado de Guatemala).

Tres palabras y sendos conceptos de transición guían esta lectura transversal de procesos: 1) Con “reliquia” me refiero al carácter reverencial y sagrado que puede darse a los despojos humanos bajo premisas sensibles o compasivas, como induce dominantemente la noción cristiana de “piedad”. 2) Con “desecho” señalo los cambios en cuanto al cadáver como fuente de riesgos, enfermedades y contagios para la población viva, según la noción cientificista del higienismo. 3) Por último, con “fetiche” indico el proceso de desacralización y a la vez la creciente representación festiva del esqueleto y la calavera humanos con fines nacionalistas que así granjearon la antigua postración católica en aras de patriotismo.

Este rastreo triconceptual se entrecruza a la vez con tres épocas convencionales en la historia de México, llamadas comúnmente “prehispánica”, “colonial” y “nacional”. De tal modo, los cambios habidos tanto en las mentalidades como en las prácticas en torno a los muertos permiten analizar sendas pugnas político-ideológicas de dichas épocas, así como transformaciones institucionales y socioculturales derivadas de ellas. Sugiero que la manera de considerar el cadáver ha sido causa y efecto de reconfiguraciones por un lado en el sistema de creencias y, por otro, de ajustes político-espaciales operados en la organización social (véase la tabla 1)

Tabla 1 Cambios en el tratamient o post mortem en México (siglos XVI-XIX) 

Cadáver como Época Creencia en detrimento Creencia de reemplazo Concepto transicional Cambios de espacialidad
Reliquia Declive mundo mesoamericano y principios de periodo colonial (s. xvi-xvii) Bagaje cultural mesoamericano Religión católica Piedad Condena a entierros en sitios naturales sacralizados según la religiosidad mesoamericana (pluralidad de entierros)
Desecho Del periodo colonial a inicios del periodo independiente (s. xviii-xix) Piedad popular Popular reformada Higienismo Comienza censura a predominio eclesiástico en materia de defunciones. En lugar de entierros dentro o alrededor de iglesias, se promueven cementerios fuera de centros de población.
Fetiche Porfiriato y periodo posrevolucionario (s. XIX-XX) Dominio clerical sobre defunciones Secularización de la muerte Patriotismo Se consolidan “panteones” como espacios secularizados de inhumación, gestionados por municipios. Se erigen monumentos patrios en centros urbanos.

Fuente: Bermúdez H., “¡Viva la patria (chica)!”.

Estudios sobre la muerte en México

Dado el limitado espacio disponible, trazaré aquí un brevísimo recorrido de estudios sobre la muerte y el culto post mortem en nuestro país.1 Los primeros aparecieron en la década de 1940, principalmente sobre temas artísticos e iconográficos de la época virreinal, así como posteriormente aquellos del pasado prehispánico.2 Ambas vías se nutrieron con el legado fecundo de la escuela francesa, que también arrancó a mediados del siglo XX.3

A partir de esos antecedentes, el incremento de enfoques funerarios en México fue evidente desde 1980 y se ha intensificado en el presente siglo sobre cuatro ejes principales: 1) la historia de cementerios en la capital mexicana y otras ciudades del país; 2) los procesos históricos a partir de tumbas de la época colonial y del siglo XIX; 3) las prácticas y mentalidades sobre la muerte en el contexto novohispano, así como su emblemática representación en el arte mexicano, y 4) las creencias y costumbres sobre la muerte por medio de hallazgos arqueológicos, así como observaciones etnográficas y antropológicas.4

Desde luego, el futuro de estos temas es prometedor debido al cruce diverso de interpretaciones y perspectivas, en cuyas periodizaciones se incluye cada vez más nuestro presente. Del mismo modo, al uso de fuentes históricas tanto documentales como edificadas, visuales y orales, se suman nuevas lecturas al acervo bibliográfico de tipo eclesiástico, filosófico, político y patrimonial. A la luz de estos factores, las aristas por explorar se multiplican.

En esta ocasión, busco trazar una apretada línea general sobre tres visiones que pueden rastrearse en torno al cadáver en el actual territorio mexicano, a partir de fuentes secundarias y a la luz de las investigaciones realizadas. Las concepciones del cadáver como reliquia, como desecho y como fetiche confluyeron en el siglo XIX; de ahí que sea pertinente observar aun someramente tanto los antecedentes de la antigüedad mesoamericana, como los de la llamada época colonial (sobre la cual, por cierto, existen estudios más abundantes y detallados).5

Reliquia

Lamentablemente, la información disponible sobre las costumbres funerarias mesoamericanas se concentra en las culturas del altiplano mexicano; particularmente en la civilización mexica, que estaba en plena pujanza a la llegada de los conquistadores españoles a principios del siglo XVI. Sin embargo, de acuerdo con dichas crónicas y escritos del centro de México, así como lo que ha llegado a conocerse -y sigue descubriéndose- de otras culturas mesoamericanas por medio de la arqueología y la antropología, puede decirse que una creencia mayor del culto funerario en tan vasta área geográfico-cultural fue la reintegración de la energía vital según diferentes planos cósmicos. Para tal fin, el ceremonial al cadáver humano consistió en diversos actos de veneración interconectados; dedicados primeramente a los dioses, después a las fuerzas sobrenaturales asociadas a los primeros; en seguida a los antepasados y, finalmente, al propio difunto que se conectaba así a la dimensión ultraterrena.6

Una de las primeras obras sobre las antiguas costumbres funerarias en Mesoamérica -escrita en castellano y náhuatl hacia 1560- fue la del franciscano Bernardino de Sahagún.7 Ésta se retomó desde principios del siglo XVII y a casi un siglo de la caída de México-Tenochtitlan, Juan de Torquemada volvió a referir el desarrollo y los significados del ritual mortuorio nahua. Ese otro notable franciscano declaró inicialmente que los antiguos mexicas “concertaron con otras naciones del mundo [y] en parte [fueron] conforme a la verdad católica que profesamos”, pero enseguida marcó fuertes diferencias entre el destino póstumo según la cosmovisión indígena y el imaginario católico.8 Torquemada indicó particularmente que los mexicas desconocían nociones como “purgatorio” y “resurrección”; así como que en lugar de la bóveda celeste como único destino paradisíaco y de gloria ultraterrena del catolicismo, la cosmovisión nahua concebía cuatro posibilidades post mortem a las que los individuos acudían no tanto por los actos cometidos en vida, sino principalmente por las causas específicas de muerte.9 De hecho, aunque la interpretación franciscana sí distorsionó la representación del Mictlán -el inframundo mexica-, no logró igualarlo del todo con el infierno y sus terribles condenas eternas.

Ahora bien, las evidencias arqueológicas marcan la diversidad de entierros en Mesoamérica.10 Independientemente de tratarse de entierros privilegiados o comunes, existió un contraste significativo entre el proceso natural de descomposición y desaparición del cadáver y, por otro lado, las continuas ceremonias ante la creencia de reintegración de la vida humana al gran ciclo vital. Es decir que, en aras de esta última, la población viva celebró constantes ritos de conmemoración a cada difunto y a la sucesión de éstos para nutrir una fuerza ancestral remota, anónima y acumulativa. En general, las prácticas funerarias mesoamericanas honraron a la muerte como parte esencial e indisoluble del ciclo vital. Asimismo, a través de su culto se forjaron potentes vínculos afectivos, generacionales e históricos en un amplio sentido. En tanto base de pertenencia e identidad, el recuerdo de los muertos tejió las relaciones interétnicas de las sociedades mesoamericanas hasta principios del siglo XVI.

Tal estado de cosas sufrió una profunda alteración con el arribo español. A sus respectivas llegadas, franciscanos (1524), dominicos (1526) y agustinos (1537) introdujeron en Nueva España la noción cristiana de “piedad” (del latín pietas) como el máximo amor y obediencia debido a Dios. Con dicho sentimiento se impuso una nueva jerarquía de devoción, así como un nuevo sentido de comunidad, a la vez terrenal y divino. Por la inculcación de este concepto los indios debieron postrarse primeramente ante Dios -representado por la Santísima Trinidad (particularmente la figura de Cristo)- y casi a la par ante un séquito de vírgenes, ya que el culto mariano tuvo gran arraigo para afianzar la evangelización. Siguió la devoción a santos, mártires y demás fieles reconocidos oficialmente por la Iglesia como ejemplos de fervor cristiano. Bajo supervisión eclesiástica, algunos de los nuevos católicos pudieron finalizar tal cadena de fe y afecto con el recuerdo de sus propios fallecidos, siempre y cuando éstos hubiesen sido bautizados y concluido sus días abrazando el catolicismo. La misma condición aplicó para su autorizada inclusión en las conmemoraciones litúrgicas de difuntos.

Si bien muy distintas, puede notarse cierta aproximación entre la piedad católica y la reverencia mesoamericana. Primeramente, en ambas se operan vínculos sagrados en los que los humanos tejen redes de remembranza identitaria e intergeneracional. Después, las dos infieren respectivamente la necesidad de procurar entierro y memoria a los muertos como rasgo elevado de humanidad. Sin embargo, puesto que estas semejanzas entorpecían la imposición del catolicismo, desde el siglo XVI el clero desconoció cualquier rasgo piadoso -o insinuativo de dicha virtud- en el culto mesoamericano. Por el contrario, lo condenó como obra del demonio y procuró su rechazo negándole características de compasión y benevolencia.

Para evitar cualquier ambigüedad entre los dos sistemas de creencias, los españoles destacaron precisamente las expresiones más despiadadas de la religiosidad mesoamericana; especialmente los sacrificios humanos. Sin indagar sobre sus circunstancias y fines, censuraron la crueldad y malignidad de tales rituales, amén de insistir en su dedicación a dioses “sedientos” de sangre y víctimas humanas. Tal estigmatización permitió que la Iglesia monopolizara la piedad como cualidad exclusiva e inconfundible del cristianismo. Manipulando un antagonismo catolicismo-piadoso vs. paganismo mesoamericano-impío, el clero novohispano ponderó al primero como única salvadora y “verdadera” religión, cuyo sentimiento piadoso se intensificó a través del culto de reliquias y otras conmemoraciones contrarreformistas, en particular la de los fieles difuntos que introdujeron exitosamente los jesuitas entre 1572 y 157811.

Se infiere así la “impiedad” como signo de diferenciación y sobajamiento utilizado por el sistema colonial español. Sólo tres siglos después llegaría la noción decimonónica de “barbarie” nuevo parámetro para señalar la supuesta inferioridad del Otro americano (“el indio”), con el fin de justificar la dominación y explotación de tan numerosa población.

Los entierros coloniales contribuyeron a parámetros de jerarquización y segregación cultural, económica y social. Para ello, el clero novohispano aprovechó el despliegue de poder y riqueza que por dicha vía acumuló la Iglesia en el occidente medieval desde el siglo IV d. n. E.12 Doce siglos después, a mediados del XVI, los frailes doctrineros en Nueva España también inculcaron la salvación en el más-allá como efectivo discurso para introducir el nuevo culto funerario y promover herencias a favor de la institución eclesiástica.13 Así, las órdenes religiosas promovieron las llamadas “donaciones piadosas”, que el mencionado Torquemada calificó desde principios del siglo XVII como una práctica “muy santa y pía”.14 No obstante, tal y como ocurrió en la organización señorial medieval, las donaciones piadosas del contexto virreinal americano también se desviaron hacia aspiraciones meramente terrenales. En las décadas siguientes, poderosos donantes a la Iglesia ya no sólo buscaron su salvación post mortem; también quisieron imitar la ostentosidad de exequias reales y perpetuar su propio renombre con excepcionales entierros en altares y otros lugares eclesiásticos exclusivos.15 Al final, las donaciones piadosas en la América española -como ocurrió en Europa- adquirieron un creciente sentido lucrativo que transmutó la importancia ideológica de la “piedad” en crecientes recursos económicos en manos del clero.16

Dado el peso de la Iglesia en el sistema colonial novohispano, a través suyo también se crearon estrictas jerarquías político-culturales. En todos los estratos sociales, la piedad fue un estado íntimo de conciencia que además debía ostentarse ante el conjunto social. Tal paradoja provocó no pocas confusiones entre la voluntad y la obligación de los sentimientos píos, así como entre su concientización (privada) y su exhibición (pública). Las inconsistencias se intensificaron a fines del periodo virreinal. Por ejemplo, en 1771 el IV Concilio Mexicano autorizó un catecismo cuyo primer mandamiento era respeto y obediencia a las autoridades públicas, empezando por el rey de España. Es decir que, bajo el argumento del monarca como la mayor encarnación de la piedad-virtud católica en sus dominios, los fieles debían reverenciarlo (o, en su defecto, a su representación) de manera similar a la genuflexión mostrada ante la imaginería católica.17

Por medio del acaparamiento del imaginario post mortem, la Iglesia reguló las exigencias y especulaciones del comportamiento piadoso para regir la realidad novohispana. Aun así y si bien el clero procuró encuadrar y legitimar el tratamiento y culto a los difuntos, las diversas respuestas de la población incluyeron el rechazo o la aceptación del catolicismo, así como la adaptación de éste a prácticas mesoamericanas. En la diócesis de Chiapa y Soconusco fue recurrente un deficiente proceso de evangelización, evidenciado con la incorporación de aspectos culturales indígenas al catolicismo. Preocupado por tal falta de ortodoxia, especialmente en asuntos de defunciones, entre los siglos XVII y XVIII, el obispo dominico Núñez de la Vega llegó a amenazar a los curas con que “los castigaremos si no cumplieren [la impartición de últimos sacramentos] so pena de reclusión por un mes y de que diga doce misas por el alma del difunto que falleciere por culpa de algún cura sin este socorro y santa medicina”.18

Desecho

Como ejemplo de la diversidad funeraria mesoamericana, puede citarse lo dicho por el criollo guatemalteco Francisco Antonio Fuentes y Guzmán a fines del siglo XVII, sobre los suntuosos homenajes póstumos rendidos a los antiguos señores mayas de los Cu chu ma ta nes y el Petén.19 Según su narración, dichos cuerpos fueron profusamente purificados, vestidos con joyas y plumas preciosas, así como depositados -sin embalsamar- en grandes ollas que a su vez se enterraban para formar encima un “cerrillo [de tierra] más o menos alto, según la calidad del difunto” (en los casos más notables pudo colocarse alguna estatuilla).20 Por otro lado, para el caso concreto de Chiapas, vale también mencionar el sepulcro del rey Pacal (615-683 n. E.), descubierto en 1954, dentro de la pirámide conocida como Templo de las Inscripciones de Palenque. Dicha construcción testimonia el arte funerario monumental alcanzado por tan prolífica y longeva civilización antigua.

En términos generales, los entierros mesoamericanos corres pon die ron a una religiosidad multiespacial que concedió especial importancia al paisaje y a las fuerzas naturales como manifestación de divinidad; una visión que sufrió un revés desde las primeras incursiones de españoles. Antes de en buena parte del actual México, la imposición de entierros católicos en el actual estado de Chiapas inició en 1529; cuando los hombres de armas que trasladaron Villa Real a las montañas de Los Altos seguramente acataron una cédula de 1525 sobre el establecimiento de poblaciones que causaran “admiración, temor y respeto entre los indios”.21 Para lograr dicho efecto fue estratégica la estrecha proximidad entre vivos y muertos en torno a la pequeña iglesia central de la fundación, ya que con ella se disturbaron profundamente las nociones de territorialidad y sacralidad mesoamericanas. Después del enclave español, desde 1545 siguieron las congregaciones dominicas con poblaciones mayas, zoques y chiapanecas en el resto del obispado. En aquellos llamados “pueblos de indios”, los entierros se dispusieron asimismo a partir de iglesias construidas centralmente.22

Hoy en día también puede observarse que el monoteísmo católico introdujo una visión antropocéntrica en creciente ruptura e indiferencia respecto a lo que hoy llamamos “ecología”, mientras la noción individualizada -e individualizante- del “alma” y su salvación eterna fue el potente medio doctrinal que desgarró la colectividad y el anonimato de la ancestralidad mesoamericana. De tal modo, con los entierros eclesiásticos se minó la sacralidad previamente marcada con inhumaciones en lugares como cuevas, cenotes y ojos de agua, así como (para el caso de restos exhumados) dentro de casas, milpas y solares.23 Así como la censura al paganismo de algún modo desconectó el respeto inferido por el panteón mesoamericano al medio natural en cambio, el culto católico recurrió a sus propias devociones para afrontar las calamidades humanas (como ocurrió con san José como abogado de “la buena muerte” desde el siglo XVI).24

Aun así, en zonas marginales y con alta población indígena, como Chiapas, las imposiciones del catolicismo se adaptaron veladamente a las costumbres previas. De hecho, si bien la evangelización dominica que inició en la región en 1545 fue reconocida desde 1616 por el también dominico Antonio de Remesal -quien afirmó que la cristianización de los indios de Chiapa no presentó desde 1548 “ficción alguna”-, el mismo cronista también tuvo que reconocer que en las primeras quemas de objetos que los predicadores realizaron desde esos primeros años para afirmar el catolicismo, tampoco faltaron algunos indios que rescataron sigilosamente “de la misma hoguera […] algún idolillo para no menester”.25

A partir de esas contradicciones respecto a la fidelidad católica de los indios de Chiapas, hubo continuas dudas al respecto. Así ocurrió desde fines del mismo siglo XVI en la región de Ocozocuautla, ante la celebración de “bailes de animales que son sus dioses [de los indios] e los celebran en los cerros y en el propio pueblo”.26 Un siglo después, a fines del XVII y principios del XVIII, en la Audiencia de Guatemala el clero constató la “persistente idolatría” de los indios a través de un culto asociado a la muerte y a la figura del lego franciscano Pascual Bailón (beatificado en 1618 y canonizado en 1690).27 Casi simultáneamente, el franciscano Antonio Margil de Jesús indicó que los indios de Suchitepéquez (Guatemala) seguían realizando ceremonias en lugares naturales e incensaban “los huesos de sus difuntos atados en la cruz central de la iglesia”.28 Del mismo modo, entre 1682 y 1706, el ya mencionado obispo Núñez de la Vega denunció e intentó destruir en su diócesis de Chiapa y Soconusco las “supersticiones de los indios en dar culto al Demonio”; muy especialmente las realizadas en cuevas y montes en donde “estaban las ollas de los huesos de sus primitivos gentiles, a quienes hasta hoy dan culto como a santos”.29 Este prelado también fue encargado de intensificar la venta de sufragios por las almas del purgatorio como una medida para terminar con los rituales que proseguían en cuevas, montañas y ojos de agua (aunque se quejó, junto con el obispo de Guatemala, de lo difícil que resultaba vender bulas de difuntos a los indios, a pesar del “módico” precio que a ellos se ofrecía especialmente).30 La continuidad de entierros en ambientes naturales de la antigua sacralidad mesoamericana continuó en ese siglo y todavía a mediados del XIX.31

Estos sucesos muestran que la población indígena novohispana recreó a su manera el catolicismo a través de la veneración y conmemoración de difuntos. Por su clandestinidad y a la vez íntima afectividad, tales prácticas no sólo demostraron el fracaso evangelizador. Para las autoridades eclesiásticas y políticas, el culto clandestino a los muertos significó también la transmisión y perpetuación de un sistema de creencias y saberes considerados sediciosos y que, por tanto, resultaban altamente subversivos al sistema español en general. Entre estos conocimientos se encontraban métodos de datación y la reivindicación de linajes culturales que, por consiguiente, referían una historicidad alterna y más antigua que el dominio hispánico.32

Entre 1742 y 1744, el papa Benedicto XIV expidió las bulas Ex quo singulari y Omnium solicitudinum, con las cuales se esperó reglamentar el culto funerario católico del contexto extraeuropeo. En buena medida, tales bulas fueron respuesta a las controversias que suscitaba la acción jesuita por complacer la creciente demanda de honras memoriales a ancestros no cristianizados, especialmente en Asia.33 El tema también tuvo incumbencia entre las poblaciones americanas de amplia mayoría indígena, ya que incluso tras la expulsión jesuita de los dominios de la corona española, en ese mismo año de 1767, siguió exigiéndose el cumplimiento de dichas bulas que establecían las condiciones para conceder autorización excepcional de culto y memoria a fallecidos ajenos al gremio católico. En el caso de Chiapas, el cabildo eclesiástico prohibió además el uso de altares domésticos y “portátiles” en todo el obispado para evitar cualquier acto no autorizado o en lugares inapropiados para la Iglesia.34

Estos hechos muestran que mientras la Ilustración en Europa promovía la libertad confesional y el auge del individualismo, en España y sus dominios siguió una vigilancia eclesiástica mucho más conservadora. Bajo ella culminó la expresión barroca del contexto colonial hispánico; de ahí que a fines del siglo XVIII también creciera la crítica a este estilo artístico y sociocultural, considerado excesivo y rebuscado para la mirada neoclásica. Fue entonces cuando se enfrentaron dos tipos de culto, tanto en la metrópoli como en las colonias españolas en América. Progresivamente atacado, el primer tipo fue una piedad “popular” (producto a su vez de la previa pugna -y adecuación- de elementos mesoamericanos y católicos desde el siglo XVI). En cambio, el segundo tipo, favorecido por el despotismo ilustrado, fue una virtud más interiorizada, austera y recatada. De tal modo, la piedad “razonada” o “reformada” fue el recurso con el que el despotismo borbónico intentó minimizar derroches de tiempo, gastos y dedicación; o en todo caso canalizar tales recursos en beneficio de las arcas reales.

La religiosidad española de fines del siglo XVIII se inclinó por formas que, sin dejar de ser reverenciales, debían disminuir tanto en carácter popular (potencialmente levantisco), como en ornamentación exagerada y grandilocuente (costosa). En 1765, el visitador José de Gálvez instó a una piedad austera mediante una serie de medidas de racionalización económica en los territorios americanos. Dentro de tal política de reactivación de riquezas, un objetivo central fue disminuir el indiscutible poder político y económico que ya poseía la Iglesia, especialmente las órdenes religiosas a cargo de poblaciones indígenas, tales como los dominicos en Centroamérica o, más ampliamente, la Compañía de Jesús hasta su expulsión dos años después.

Por otro lado, en 1781, el consejero real Gaspar Melchor de Jovellanos propuso el cese de entierros dentro de poblados. Según explicó dicho jansenista, tal práctica no sólo era un foco de enfermedad y contaminación para la población viva, también había llevado al olvido las “razones de piedad” de la Iglesia primitiva, así como perdido su congruencia con la utilidad pública.35 Bajo tales argumentos, el rey Carlos III emitió en 1788 una real cédula sobre la creación de “cementerios comunes” en sus vastos dominios. El monarca sustentó la medida con la sencillez y profundidad teológica de los primeros entierros de la cristiandad, aclarando que el “revivir” de aquellas formas antiguas, lejos de contravenir, afirmaba un cristianismo más auténtico en materia de decesos.

Por otro lado, la nueva espacialidad funeraria en España y sus territorios sí fue parte decisiva de la reactivación económica al centro del proyecto reformista del monarca. Por ello el regalismo español, tanto en la metrópoli como en el contexto ultramarino, fue concomitante con la secularización de cementerios, una mayor injerencia en asuntos eclesiásticos (más notoria desde la expulsión jesuita) y el repliegue de la omnipresencia de la muerte en términos urbanos y sociales. Por su parte el clero, que había alcanzado amplias posesiones en España y los dominios americanos a través de su gestión ideológica de la muerte, se opuso a la secularización -significativamente en el ámbito funerario- hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XIX.

Desde ese último tercio del siglo XVIII, el auge de la salud pública comenzó a adecuar el concepto de “piedad”, más allá de la virtud consabida, a acciones edificantes para la población viva. Ello repercutió en el declive del cuidado y el culto que hasta entonces se había conferido al cuerpo post mortem. En ese sentido, el propio Carlos III, por un lado, ordenó sus propias exequias austeras, haciendo por otro lado gala de su papel de soberano al ordenar la creación de academias de arte, hospitales, orfanatos, escuelas y otras instituciones de beneficio público. Se reveló así aún más la condición corruptible y repugnante del cadáver, señalándosele además como causa directa en la propagación de epidemias que continuaron hasta el siglo XIX. El más allá también comenzó a perder importancia, a cambio de placeres y logros deseablemente alcanzados en la vida terrenal. Muestra de dicha transición en Nueva España fue el libro La portentosa vida de la muerte, publicado en 1792 por fray Joaquín Bolaños. Ya que, si bien el michoacano quiso recordar la severidad de la muerte para alejar a los mortales del pecado, la popularidad de su obra acabó en los grabados quizá involuntariamente jocosos sobre las peripecias de “la huesuda” (como se comentará después).36

A la par de esta reorientación sociocultural, también fue ganando fuerza la rendición de honores póstumos a quienes fallecían defendiendo con amor y valentía a la patria; nueva representación de amor y entrega por la tierra de los ancestros. Dicha propuesta, fomentada por el convencionalismo francés desde 1792, fue abrazada por los incipientes nacionalismos del entre siglo XVIII-XIX; entre ellos el de México y demás países latinoamericanos independizados de España en las primeras décadas decimonónicas.

Fetiche

En el contexto colonial español hubo vertientes propias que previamente nutrieron los honores patrióticos. Desde fines del siglo XVII, los jesuitas fueron los primeros en promover dicha “muerte virtuosa”, así como el derecho a sepulturas de privilegio para aquellos cuyos actos personales hubiesen beneficiado a la colectividad.37 Enseguida, durante la disputa por la sucesión al trono español en 1700, el Vaticano reiteró que la muerte en guerra era una vía rápida para liberar el paso del alma por el Purgatorio.38 Por otro lado, desde 1737, la recién creada Real Academia Española se basó en la antigua legislación visigoda para (re)definir a la piedad como la “virtud que mueve e incita a reverenciar, acatar, servir y honrar a Dios nuestro Señor, a los Padres y a la Patria”.39 Dicha significación fue preponderante para forjar lazos comunes de identidad en los dominios de la España borbónica. De tal modo, si entre 1763 y 1780 comenzó la formación de milicias bajo el ofrecimiento de gloria celestial, para 1808, la invasión napoleónica y la imposición de José Bonaparte detonó el alistamiento espontáneo de numerosos hombres dispuestos a morir en España y América “en defensa de la religión, de Dios y de la patria [puesto que] españoles somos todos, porque todos somos hijos y vasallos del amabilísimo rey”.40

No obstante, el concepto de “patria” llevaba tiempo suscitando sentimientos peculiares en los nacidos en América. Particularmente entre los criollos, quienes, al verse en continua desventaja para acceder a las cúpulas gubernamentales, eclesiásticas y militares, comenzaron a forjar su filiación colectiva con relación a “la tierra” americana; es decir, el lugar en donde habían nacido o crecido, así como donde eventualmente morirían y serían enterrados. La potente carga afectiva y vivencial de dicho vínculo crecía junto con el rencor por el favoritismo a los “peninsulares” -los recién llegados de España-. Precoz, el sentimiento hispanoamericano de patria se tejió entre complejos de discriminación, fatalidad y mutua solidaridad desde la desventaja.41 Con dichos (re)sentimientos, el dominico chiapaneco Matías de Córdova y Ordóñez pronunció en 1797 a América como “nuestra patria” para los americanos.42

A pesar de los enconos latentes, los discursos de hermandad entre “europeos” y “americanos” persistieron en las primeras décadas del siglo XIX. Todavía en 1809, el mercedario chiapaneco Luis García pronunció una oración en memoria de los fallecidos durante la guerra contra Francia por la liberación de Fernando VII. El entonces comendador del convento en Guatemala destacó que, gracias a dicho sacrificio patriótico, la corona española había logrado “la conservación de sus leyes, la integridad de sus vírgenes, la libertad de sus hijos y la posesión pacífica de sus bienes”.43 Por lo mismo, el futuro obispo de Chiapas entre 1833-1834 (el único chiapaneco en la historia del obispado) exhortó a reconocer a aquellas almas “cristianas y fidelísimas [por] la subsistencia de nuestros templos y de nuestros cultos con que adoramos a Dios”, mostrando como muestra de agradecimiento la creación de “sagrados monumentos que recordarán a todas las generaciones españolas y americanas que a vosotros debemos tan insignes beneficios”.44

En medio de la piedad reformada y la visión higienista, el culto funerario de excepción al inicio del siglo XIX aprovechó la antigua reverencia católica y la revistió con la novedosa selectividad del heroísmo patriótico. Tal dimensión simbólica se reforzó con las luchas americanas de independencia, extendiéndose a los demás estratos de la sociedad. De hecho, la idea de “nuestra patria” americana cobró fuerza a partir de 1813, cuando al ansiado regreso de Fernando VII, éste respondió con su desconocimiento y abolición de la Constitución gaditana. El tiránico gesto del soberano reavivó los rencores contra el sistema español, definiendo tanto el curso de las independencias, como el reforzamiento de los patriotismos nacionalistas en las décadas siguientes.

La creciente identificación americana que avivó la independencia de las colonias de España contrastó con la carga emotiva de añejas pugnas locales que a la larga condicionaron las fronteras nacionales del subcontinente durante el siglo XIX.45 En México -al cual Chiapas se federó definitivamente en 1824-, la muerte heroica se convirtió en elemento central de discursos de unidad nacional, en los cuales se enalteció el ejemplo de aquellos (“vuestros padres”) que no dudaron en sacrificar su vida para conseguir el fin del dominio español.46 La muerte patriótica se ponderó como prueba máxima de amor ciudadano, así como fundamento para superar colectivamente tanto las heridas del pasado, como las divisiones del momento y los desafíos venideros.

El argumento patrio también permeó la lucha entre el Estado mexicano y la Iglesia. Dos momentos destacados ocurrieron en 1833 y 1859, cuando los gobiernos liberales lideraron la secularización del país al compás del cólera-morbo. En esos años, el tema del cese de entierros eclesiásticos dentro de poblados adquirió tintes dramáticos por el alto número de muertos a causa de sequías, malas cosechas, enfermedades y guerras civiles. Ante una muerte obviamente indiferente a las facciones políticas o el estatus social, la respuesta de los liberales fue retomar tanto las razones higienistas como las teorías utilitaristas “del mayor bien para el mayor número”.47 En cambio, la Iglesia y los grupos conservadores del joven México se opusieron a la desaparición de los antiguos cementerios eclesiásticos y, con éstos, la de sus propios fueros y privilegios.

En Chiapas, las pugnas de la lucha nacional repercutieron en viejas rencillas y enfrentamientos internos. Secundando el incipiente culto patrio nacional, el gobierno estatal de 1848 construyó “un panteoncito” a la memoria del primer gobernador liberal fallecido en batalla diez años atrás, Joaquín Miguel Gutiérrez.48 Por otro lado, dado que el territorio fue jurisdicción política de la capitanía general de Guatemala hasta 1821, los chiapanecos se vieron compelidos a probar su mexicanidad con redoblados esfuerzos. El envío de tropas en defensa de la nueva patria fue un imperativo de lealtad. Así ocurrió en Puebla en 1856, en Tehuantepec y Tabasco en 1858, y de nuevo en Puebla el 5 de mayo de 1862, cuando un contingente de 400 chiapanecos combatió en la conocida Batalla de Puebla contra la invasión francesa. Por el papel de la sección Chiapas en esa significativa victoria para el nacionalismo mexicano, sus soldados recibieron la “alta honorífica” de hacer guardia los días 8 y 9 de septiembre al cadáver del general Ignacio Zaragoza, entonces caído heroicamente en acción. Si bien aquel triunfo no impidió el establecimiento del Segundo Imperio Mexicano en los siguientes cinco años, sí ayudó a afianzar al “tan pobre y lejano Estado de Chiapas cuanto patriota y amante de la independencia y gloria de México”.49

En esos años que siguieron, Maximiliano de Habsburgo fue precisamente quien comenzó la conmemoración de la independencia como símbolo de unidad en México. Para desagrado del partido conservador que propició su llegada, el entonces emperador de México fue también quien comenzó la adecuación del sentido religioso que hasta entonces había tenido dicha conmemoración, propiciando una festividad más cívica en los espacios públicos a lo largo y ancho del país. En 1867, al final de aquel Segundo Imperio Mexicano, se definió finalmente el cambio de administración de cementerios a cargo de las autoridades municipales, de modo que en lugar de los viejos camposantos coloniales surgieron plazas, glorietas y jardines destinados a cultivar el heroísmo cívico, por medio de estatuas y cenotafios de aquellos cuyas acciones todavía hoy se nombran como paradigma patriótico del país.

El festejo patrio se consolidó como vía de unidad e identidad nacional entre el último tercio del siglo XIX y la primera década del XX. Nutrido por el liberalismo y el republicanismo, el régimen de Porfirio Díaz adecuó, por un lado, el catolicismo anclado en la población mexicana, mientras adoptó una visión positivista y cientificista para valorar el pasado prehispánico como fundamento de nación. A través de esas diferentes posturas, el porfiriato hizo confluir esos distintos aspectos históricos, con el fin de cimentar la progresiva identificación de un país tan extenso y heterogéneo en términos geográficos, económicos y socioculturales. En aras de una originalidad mexicana por demás mítica, el culto funerario de la época cuajó el antiguo fervor religioso al cadáver con la sublimación selectiva de la memoria heroica ejemplar.

Fue entonces cuando el patriotismo mexicano comenzó la adecuación de sus vertientes cultuales antagónicas -la antigüedad mesoamericana, el catolicismo colonial y el republicanismo mexicano- bajo el simbolismo pueril del esqueleto humano hecho juguete.

En efecto, para entonces cobraron nueva vida los grabados del libro de Bolaños de 1792, realizados por Francisco Agüera Bustamante con simpáticas representaciones de la muerte en diversas situaciones terrenales; como también se intensificó la venta de dulces, marionetas, panes, máscaras y otras formas de calaveritas especialmente los días 1 y 2 de noviembre (días de difuntos).50 En 1880, dicha popularidad también circulaba por medio de los panfletos de la editorial de Antonio Vanegas Arroyo, con diseños de “calaveritas” representando a los mexicanos según distintas clases y contextos. Tales grabados costumbristas también fueron una manera de exponer y denunciar públicamente las desigualdades e inconformidades sociales que atravesaba el país. Sin embargo, ese mensaje fue encausado por la imagen de “orden y progreso” que deseaba mostrar el régimen porfirista. Como también lo hizo con la antigua solemnidad religiosa de los días de muertos, ya que el 1 de noviembre 1893 (día de Todos Santos) fue declarado el día de la fiesta del co mercio, al cual se reconocía como “motor de la vida en el mundo civilizado”.51 Desde entonces, la secularización del culto funerario en México no sólo consistió en despojarlo de sentido religioso, sino en moldearlo como veneración crecientemente festiva y comercial.

En 1910, las injusticias sociales reveladas por las calaveritas estallaron en una revolución armada que dio fin a la dictadura de Díaz. En más de una década, las muertes volvieron a multiplicarse por enfrentamientos revolucionarios, hambruna, insalubridad, movilidad forzada y otras causas de pobreza indirectamente imputables.52 Los esfuerzos posrevolucionarios de reunificación mexicana correspondieron particularmente al periodo presidencial del general Lázaro Cárdenas (1934-1940). En el caso del culto funerario, en esos años volvieron a retomarse los días de difuntos como la ocasión ideal de un festejo “muy mexicano” a la vez oficial y popular, capaz de cristalizar un renovado sentido de civismo e identidad nacional en México. De la mano de la intelectualidad mexicana de la época, las calaveritas prosiguieron como el motivo ideal para inventar un sentido de mexicanidad por su combinación de dolor y alegría; de arte y folclor; de tradición y modernidad; religiosidad y comercio.53 Las graciosas representaciones de calaveritas siguen tocando tales fibras hasta nuestros días, esperando trascienda también su crítico mensaje social todavía silenciado.54

Conclusiones

Las líneas anteriores constituyen una breve revisión, desde la historia de México, de la utilización del concepto de la muerte y aspectos del culto post mortem a favor de mecanismos coercitivos y reguladores, tanto de las prácticas como de las mentalidades que van creando estructuras y sentidos de pertenencia nacional.

Hemos observado cómo, desde el inicio de la época colonial, se negó estratégicamente cualquier semejanza entre la piedad cristiana (relativa a la inspiración y los profundos sentimientos de reverencia, amor y memoria mostrados a la divinidad y los ancestros) y la antigua reverencia funeraria mesoamericana. A partir del siglo XVI, el culto a los difuntos pasó por el filtro sacramental y de la práctica del catolicismo. Del mismo modo, los sitios de inhumación en lugares naturales -sacralizados por la antigua religiosidad mesoamericana- cambiaron por entierros autorizados -santificados, benditos y consagrados- exclusivamente por la Iglesia.

En Nueva España y la capitanía de Guatemala, como en el resto de la América española, también se exhortaron cuantiosas donaciones piadosas a cambio de exequias favorecidas en capillas, iglesias y conventos, así como entierros recubiertos con lápidas y monumentos para “obligar a hacer memoria”.55 Con el tiempo, el interés por ostentar “el lustre” (es decir, el renombre social, político y económico) por medio del culto funerario se avivó por generaciones que así defendieron también sus derechos heredados de excepcionalidad y privilegio. Sin embargo, al desvirtuarse el sentimiento de piedad, el despotismo ilustrado de la segunda mitad del siglo XVIII empezó a imponer un culto piadoso austero, con cuya base ilustrada buscó evitar desbordes populares. El reinado de Carlos III en España retomó un cristianismo “primitivo” como principal argumento para emprender reformas a favor de su proyecto centralista. La racionalización del culto piadoso fue también un signo claro contra el predominio clerical, obvio tanto en la metrópoli como principalmente en el contexto ultramarino.

Desde la época colonial española se gestó asimismo un primer patriotismo que, a partir del sentimiento piadoso llevado al límite del sacrificio personal, culminó en los nacionalismos del siglo XIX. Desde entonces se siguen rindiendo homenajes póstumos a quienes literalmente entregaron su vida por la tierra de los ancestros y en pos de futuras generaciones. El cadáver, que para entonces ya se había revelado como desecho contaminante, volvió a ser vía de excepción y recompensa memorial para aquéllos contados “hijos de la Patria”, cuya valentía y espíritu libertario se instauraron como modelo a seguir en cada mexicano, en defensa apasionada y altruista de la soberanía nacional.

El culto funerario se instauró como vía continua de catarsis y unidad social, así como la emocionalidad ante la muerte se instrumentalizó a través de la religiosidad mesoamericana, la piedad católica y el patriotismo nacionalista. Para la segunda mitad del siglo XIX, el culto a los muertos se había fraguado como un pacto intergeneracional de nación y también como un emblema homogenizante de las marcadas diferencias socioculturales de los mexicanos. En un país como México, el culto a los difuntos ha sido objeto de legitimación y continuidad histórica; por tanto, su adecuación bajo nuevos imperativos no deja perder una parte esencial del fervor de antaño.56

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1Para referencias más detalladas sobre estudios funerarios en México, véase Bermúdez Hernández, “Ville des Morts”, pp. 22-24 y 336-365.

5Por sólo indicar dos ejemplos: Rubial, “Nueva España” y Mínguez, “Tumbas”.

9Los cuatro destinos ultraterrenos nahuas son: Tlalocan o lugar del dios Tláloc, cuyas abundantes aguas y vegetación son destinadas a los fallecidos por rayo, ahogados o por enfermedades “de agua” (estos cuerpos no se incineran); Tonatiuhichan o lugar del sol (Tonatiuh), a donde acuden hombres muertos en combate y mujeres fallecidas durante el parto; Mictlán, ya mencionado, lugar subterráneo al que van los fallecidos por vejez o por enfermedades comunes, y Chichihuacuauhco, un gran árbol cósmico con senos femeninos para alimentar a recién nacidos o infantes fallecidos a muy corta edad. Sahagún, Historia, pp. 260-265.

10Como muestra de esta diversidad, véase Benavides y Armijo (eds.), Prácticas.

11 Urtasun Irisarri, Cuaresma y Pascua, p. 279; Eguiarte, “Las imágenes”, p. 57. Sobre la religiosidad popular de los siglos XVII y XVIII, véase Bouza A., Religiosidad.

21Cédula al gobernador de Tierra Firme (1525), en Calvo, “Una adolescencia”, p. 103.

28AGI, Memorial, 1704; Ruz, “Del Xibalbá”, p. 10.

30AGI, Al obispo de Chiapa, 1685. Sobre la queja de los obispos para vender bulas a los indios, véase Ruz, “Del Xibalbá”, p. 10.

31 Lara, ¿Ignorancia invencible? Actos similares también fueron vigilados y denunciados en México hasta la segunda mitad del siglo XIX (y aún después). Todavía en 1861, el francés De Valois constató “el gran número de pueblos donde se celebra secretamente el culto a ídolos”, agregando que esto ocurría a pesar -“o, quizá en razón”- de los esfuerzos del clero. De Valois, Mexique, p. 408.

32En el obispado de Chiapa, Núñez de la Vega declaró destruir numerosos objetos “idolátricos”, entre ellos un cuadernillo que describió como similar al “calendario de la Iglesia”, por contener nombres de distintos antepasados a los que se rendía conmemoración. Véase Ruz, Chiapas colonial, p. 116.

33The Editors of Encyclopaedia Piña Chan, Breve estudio sobre la funeraria de Jaina, “Benedict XIV”, en 29 abril 2020 Encyclopedia (ttps://www.britannica.com/biography/Benedict-XIV-popeh. Consulta el 27 de enero de 2021).

34AGI, Cartas, 1767.

38Cabe indicar que, si bien pasó inadvertida por autoridades novohispanas, tanto eclesiásticas como políticas, esta promesa pudo activar de algún modo la creencia mesoamericana del Tonatiuhichan; es decir, el honorable destino post mortem que los antiguos nahuas destinaron a guerreros sucumbidos y sacrificados en combate, así como a mujeres fallecidas en parto (ver nota 4). Por otro lado, quien inició la estrategia católica de recompensar post mortem para animar al mayor número de hombres a la guerra fue el papa Urbano II para las primeras cruzadas, en 1095. Kantorowicz, “Pro Patria”, p. 480.

42 Bermúdez H., “¡Viva la Patria!”, p. 49. La idea de América como una patria común para las naciones latinoamericanas fue aún más sentida a fines del siglo XIX, cuando el imperialismo estadounidense se sintió como una seria amenaza para el proceso de independencia de Cuba. Véanse los distintos textos que en ese sentido escribió José Martí, tales como “Respeto de nuestra América” (1883); “Madre América” (1889), y finalmente “Nuestra América” (1891).

43Boletín AFEHC, “Oración”.

44Boletín AFEHC, “Oración”.

46Este proceder fue común en los nacionalismos de la época. En Estados Unidos, el presidente Abraham Lincoln pronunció en 1863 su célebre discurso de inauguración del famoso cementerio militar de Gettysburg, enalteciendo el honor rendido a aquellos que en ese mismo lugar habían “dado sus vidas para que la nación pudiera vivir”. Lincoln, The Gettysburg, p. 441.

47Consigna filosófica del utilitarismo, iniciada a fines del siglo XVIII por Jeremy Bentham y retomada en 1863 por John Stuart Mill.

52Algunas estimaciones oscilan entre 1.9 y 3.5 millones de personas; otras entre medio millón y más de dos millones, indicando el censo nacional de 1910 un total de 15 millones de habitantes en México. Véase McCaa, “Los millones”; México desconocido, “¿Cuántas personas?”.

Siglas

AFEHC

Asociación para el fomento de los estudios históricos en Centroamérica, Guatemala.

AGI

Archivo General de Indias, Sevilla, España

RAE

Real Academia Española, Madrid, España.

Recibido: 09 de Febrero de 2021; Aprobado: 01 de Junio de 2021

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