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Historia mexicana

versão On-line ISSN 2448-6531versão impressa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.72 no.4 Ciudad de México Abr./Jun. 2023  Epub 08-Maio-2023

https://doi.org/10.24201/hm.v72i4.4622 

Artículos

Los religioneros contra la República Restaurada: “¡Viva la religión y mueran los protestantes!”

The Religioneros Against the Restored Republic: “Long Live Religion and Death to the Protestants!”

Ulises Íñiguez Mendoza1 

1Universidad de Guadalajara


Resumen

Se aborda en este trabajo una poco conocida rebelión de naturaleza religiosa ocurrida entre 1873 y 1876, bajo la presidencia de Sebastián Lerdo de Tejada, tras la constitucionalización y rigurosa aplicación de las Leyes de Reforma. Examinamos de manera muy sucinta los aspectos bélicos más relevantes del movimiento armado, localizado en el estado de Michoacán y en su región limítrofe con Guanajuato. Hemos tratado de establecer las conexiones entre el movimiento de los religioneros -como se les conoció en su momento, si bien ya a fines del siglo XIX les llamaron también cristeros, en una aparente anticipación a los cristeros del siglo XX- y otras rebeliones conservadoras que lo precedieron, y se revisa la ideología profesada por estos rebeldes católicos rurales, que terminarían incorporándose a la triunfante rebelión de Tuxtepec.

Palabras clave: Sebastián Lerdo de Tejada; Leyes de Reforma; religioneros; protestantes; pax porfiriana

Abstract

This article addresses a little-known religious rebellion that occurred between 1873 and 1876, during the administration of Sebastián Lerdo de Tejada, following the constitutionalization and rigorous application of the Laws of Reform. It summarizes the most important military aspects of the armed movement, which was localized in the state of Michoacán and the zone bordering on Guanajuato. It establishes the connections between the Religionero movement -as it was known at the time, although by the end of the nineteenth century they began to be called Cristeros, in an apparent anticipation of the twentieth-century Cristero rebellion- with other conservative movements that preceded it and analyzes the ideology professed by these rural Catholic rebels, who would later join the triumphant Tuxtepec Rebellion.

Keywords: Sebastián Lerdo de Tejada; Laws of Reform; Religioneros; Protestants; Pax Porfiriana

Introducción

Algunos hechos históricos parecen escapar durante largo tiempo a la atención de los historiadores, y apenas si se les menciona de manera tangencial en la literatura sobre el tema. Éste podría ser el caso de la rebelión de los religioneros,1 a quienes algunos intelectuales e historiadores de fines del siglo XIX y principios del XX llamaron ya “cristeros”.2 Por tanto, contra lo que suponíamos, el término no surgió durante la guerra religiosa de 1926 a 1929; de ahí que Álvaro Ochoa los haya llamado también, acertadamente, “protocristeros”, en los años ochenta del siglo XX.3 Estos rebeldes católicos protagonizaron una pequeña -por su extensión- guerra de tres años, ocurrida entre 1874 y 1876, localizada casi por entero en Michoacán y en algunas regiones de Guanajuato; en efecto, vistos en retrospectiva, aparentaban tener inquietantes semejanzas con los cristeros de la década de 1920: carecieron por completo de jefes o personajes reconocidos, ya fueran políticos o militares, era un movimiento predominantemente rural, no vinculado con otras rebeliones -salvo en su etapa final-, y había sido mayoritariamente apoyado por peones y rancheros. Al igual que en el origen de la futura Guerra Cristera, todo indicaba que las motivaciones para que estos católicos michoacanos se hubieran decidido a tomar las armas eran de orden religioso: las crecientes restricciones impuestas al culto por las adiciones constitucionales promulgadas por el presidente Lerdo de Tejada entre 1873 y 1874. Dos características bélicas le conferían al movimiento una especial relevancia: los miles de rebeldes en armas y su larga duración, mucho mayor que la de cualquier otro levantamiento armado durante una época pródiga en asonadas y rebeliones de muy diversa índole, como lo fue la República Restaurada.4

Las sugerentes incógnitas sobre la rebelión religionera, un movimiento armado hasta hace poco tiempo escasamente conocido y apenas estudiado, decidieron al autor de este artículo a proponerlo como tema de tesis para cursar el doctorado en Ciencias Sociales en El Colegio de Michoacán. En dicha tesis -de la cual hemos tomado el título para este trabajo-, defendida y aprobada por unanimidad en el año 2015, se planteó como objetivo general dilucidar los principales aspectos que configuraron esta rebelión rural de católicos michoacanos ocurrida hacia el último cuarto del siglo XIX, agraviados por decretos anticlericales o antirreligiosos que habían rebasado los límites de lo tolerable. E intentamos asimismo encontrar las continuidades, los paralelos y las divergencias con movimientos armados anteriores o simultáneos para comprender cabalmente el fenómeno.

El curso de la investigación nos condujo a ampliar los temas y objetivos para estudiar, de manera simultánea a la reacción armada, las respuestas de la Iglesia y de los católicos michoa canos ante esta nueva embestida del Estado liberal, y los mecanis mos de resistencia y adaptación que pusieron en práctica para mermar o anular los efectos de dichos decretos.

Aquí se sintetizan, en forma muy sucinta, sólo algunos de los aspectos principales de dicha tesis, resaltando los factores bélicos de la insurrección: orígenes y relación con otras rebeliones, rango temporal y extensión territorial, sus jefes, sus gavillas y la ideología por la que peleaban, así como el grado de peligro que constituyeron para el gobierno y el apoyo o el rechazo popular a los rebeldes; por último, las formas ambiguas en que terminó extinguiéndose la revuelta, a fines de 1876, conforme iba en ascenso la revolución de Tuxtepec.

Queda fuera del alcance de este trabajo tanto el análisis comparativo entre los cristeros del siglo XX y los religioneros del siglo XIX, como la descripción de las otras formas de resistencia católica popular al Estado liberal, durante la República Restaurada.

Los antecedentes

Podríamos rastrear los orígenes del levantamiento religionero al menos hasta la década de 1830, cuando se proclamó por vez primera, en un alzamiento estallado en 1833, en Morelia, por cierto, un lema que se volvería emblemático en las décadas siguientes: “Religión y fueros”. La definición ideológica de estas rebeliones adquiere más nitidez, y mayor capacidad armada y de convocatoria, hacia mediados del decenio de 1850, hasta llegar a las guerras de Reforma (1858-1860) e Intervención (1862-1867). Por cierto, si atendemos a los nombres de algunos destacados jefes religioneros, advertimos que varios de ellos ya se encontraban militarmente activos en los bandos conservador e imperialista desde fines de la década de 1850. Estos jefes fueron lo mismo militares profesionales o conservadores de firmes convicciones, que simples bandoleros enarbolando la bandera que más convenía a sus intereses; desde luego, y son quizá los casos más interesantes, también líderes rebeldes con raigambre y gran ascendiente regional: entre otros, Jesús González, el Ranchero, una de sus figuras clásicas en el oriente michoacano.5 Muchos de ellos encabezarían gavillas religioneras desde sus distintos lugares de origen, a partir de diciembre de 1873 o principios de 1874. Otro cabecilla conservador, exguerrillero imperialista igualmente nativo del oriente, fue José María Castañeda, a quien los documentos de archivo lo dejan ver activo y muy peligroso hacia 1870.6 Y otro más, por las mismas fechas: el célebre Socorro Reyes (nativo de Huaniqueo, al norte del estado), quien pese a convertirse cuatro años después en uno de los más afamados líderes religioneros, notorio por sus firmes convicciones católicas, en esos momentos no parecía tener una filiación ideológica precisa. En suma, pocos serían los jefes religioneros, si así podemos llamarlos, “en estado puro”, y lo mismo nos encontramos con militares procedentes de los ejércitos conservador e imperialista, como el coronel Juan de Dios Rodríguez, el jiquilpense Eulogio Cárdenas -tío abuelo, por cierto, de Lázaro Cárdenas7- y el sargento zamorano Blas Torres, que con jefes pertenecientes a facciones liberales disidentes, como fueron los casos de Abraham Castañeda e Inés Arredondo.

El levantamiento estuvo acompañado por otro movimiento opositor en el terreno discursivo, el de las llamadas “representaciones”, que aparecieron en los periódicos católicos desde enero de 1875. Era terreno fértil para una revuelta de esta naturaleza, dado el arraigado conservadurismo católico entre su población y su clero, producto tanto de una tradición opositora que se remontaba a los siglos de la Colonia, como de los numerosos agravios religiosos provocados por los gobiernos liberales a partir de la revolución de Ayutla y recrudecidos al entrar en vigor las Leyes de Reforma.8 Como en otros estados del país, los embates a la propiedad comunal indígena habían dejado también una secuela de franca oposición al gobierno.

El anticlericalismo de lerdo de tejada

Entre 1867 y 1872, el periodo juarista de la República Restaurada, las tensiones entre Iglesia, Estado y población vivieron una especie de interludio: tras una primera etapa de arduo acomodamiento entre las partes, el conflicto terminó bajando de intensidad gracias a una combinación de factores, siendo quizá el principal la clara estrategia de avenimiento hacia el clero mostrada por el presidente Juárez. Manuel Olimón ha expresado con claridad cómo el periodo juarista se caracterizó “por una tensa y rígida separación Iglesia-Estado en materia jurídica, pero, de igual forma, por la práctica de una libertad religiosa que no caldeó los ambientes, sobre todo populares, en el sentido de que pudiera pensarse que se vivía en el interior de una persecución”.9 Muchas otras restricciones religiosas, presentes en la letra y el espíritu de las leyes, parecen haber sido pasadas por alto o aplicadas con el menor rigor posible. El retorno a México del arzobispo Labastida en 187110 puso de manifiesto que don Benito no tenía deseos de proseguir la pugna con la jerarquía católica y que las prioridades de su gobierno estaban en otros frentes. Desde luego, esta ponderación le acarreó recias críticas de los liberales duros.

A la muerte de Juárez el 18 de julio de 1872, con el ascenso de Sebastián Lerdo de Tejada a la presidencia -como presidente de la Suprema Corte por mandato constitucional y luego en elecciones-, tanto Michoacán como el resto del país volvieron a resentir los efectos de una renovada política anticlerical y antirre li gio sa, más rigurosa que nunca antes. Por un lado, una serie de acciones tomadas a partir de mayo de 1873: el destierro, por enésima ocasión, de los jesuitas, que habían vuelto al país -después de la última expulsión, bajo la presidencia de Comonfort- a título individual, no como orden religiosa, y así no parecían infringir la ley respectiva; en el mismo sentido, se arrestó a decenas de sacerdotes extranjeros, exiliados por igual algunos meses después (buen número de ellos se desempeñaban como profesores en seminarios).11 En especial, por la conmoción que causó, tanto en la prensa como entre los habitantes de la capital, un insólito hecho policiaco: cerca de 450 religiosas de distintas congregaciones -exreligiosas según la terminología oficial, puesto que ya no existían como tales-, que vivían en pequeños grupos en casas particulares, fueron sacadas de sus domicilios y echadas a la calle durante la noche del 20 de mayo de 1873.12

Por otro lado, una serie de decretos promulgados por el Congreso federal extremaron el rigor y la impopularidad de la legislación reformista. El 13 de mayo de 1873 un decreto prohibió toda manifestación religiosa realizada fuera de los templos; en una sociedad abrumadoramente católica la irritación fue mayúscula.13 La política de Lerdo hacia la Iglesia llegó a su culmen legislativo cuando el Congreso, por iniciativa del presidente, elevó a rango constitucional las Leyes de Reforma en septiembre de ese año; tras un largo proceso en los congresos estatales su reglamentación fue definitiva el 14 de diciembre de 1874: la Ley de Adiciones y Reformas a la Constitución de 1857, mejor conocida como “Ley Orgánica”. Finalmente, también en diciembre de ese mismo año, se decretó la extinción de la orden de las Hermanas de la Caridad, congregación que gozaba de enorme popularidad por sus labores hospitalarias y educativas.

Fue tal el repudio de la sociedad, en particular por la supresión de las Hermanas, que desde los primeros días de enero de 1875 un alud de cartas de protesta inundó literalmente la prensa católica, lamentando la insensibilidad del Congreso hacia la única orden, hay que recordarlo, exceptuada de la supresión general de congregaciones religiosas decretada por Juárez en febrero de 1863,14 y aun buena parte de la prensa liberal se mostró hostil a tal medida.15

El agravio y el repudio fueron evidentísimos entre la población, que protestó tanto por la prohibición de “lanzar cohetes” durante las fiestas patronales, como de sacar a las calles la imagen de la Virgen del lugar, o por las restricciones a los repiques de campanas. Vecinos y vecinas de incontables lugares publicaron “representaciones” colectivas en distintos periódicos católicos, empleando con frecuencia un lenguaje exacerbado contra el Congreso federal. Un ejemplo entre muchos: el de la comunidad indígena de San Felipe, jurisdicción de Zitácuaro, que en su solicitud del 28 de febrero de 1874 pretendía efectuar dos procesiones durante la Semana Santa: “sin que nuestra idea envuelva una mira de fanatismo […] íntimamente convencidos de que tal costumbre y tales actos no afectarán en nada las ideas políticas que reinan [en nuestra municipalidad], ni por ella abjuramos de nuestras creencias [solicitamos] la licencia respectiva para que se nos permita en la Semana de Dolores, sacar dos procesiones, únicos actos externos que tendrán lugar en el mencionado pueblo”.16 La solicitud fue rechazada, como tantas otras. Muchas de ellas fueron igualmente enviadas a los propios diputados, sin resultado alguno.

El lenguaje de los habitantes de Maravatío era mucho más vehemente; siempre dirigiéndose a los legisladores, los acusaban de preferir el despotismo al derecho, “[…] en lugar de la justicia habéis fundado la iniquidad […] en el asilo de la razón serena habéis hecho prevalecer el sofisma y las bastardas pasiones de partido”, colocando “el monstruo de la tiranía” en el sagrado recinto de la ley. Por si fuera poco, hacían una clara manifestación de rebeldía armada, por las mismas fechas en que varias gavillas se habían insurreccionado en algunos municipios de la comarca, y su líder principal, el Ranchero, estaba a punto de hacerlo: “[…] en cambio de la paz, tan necesaria y ardientemente deseada, nos lanzáis a los horrores de la guerra”, responsabilizando al propio Congreso de una rebelión cuyas primeras acciones ya habían ocurrido.17

Al igual que el de las vecinas firmantes de otros estados, el lenguaje furioso que las mujeres de varios pueblos michoacanos empleaban en nada desmerecía respecto del de los varones. Las católicas de Purépero se concentraban en la prensa liberal radical como “los verdaderos agitadores de la actual revolución. Si el país se ha movido en esta vez ha sido porque se ha creído atacado en sus doctrinas y prácticas religiosas […]”. Esos periódicos, órganos serviles de la masonería y perpetuos defensores del protestantismo, por odio a la religión profesada por los mexicanos, “sólo vierten hiel y veneno contra las personas y las cosas más santas; que piden la horca y los patíbulos para nuestros prelados y nuestro clero, […] con sus impiedades están exaltando más y más la revolución, que alega, como causas la irreligiosidad de las leyes”.18

El análisis estadístico de más de un centenar de representaciones -tan sólo las publicadas por La Voz de México entre enero y mayo de 1875- deja ver, además, su diversidad geográfica: procedían de Puebla, Michoacán, Veracruz, Guanajuato y el Estado de México en su gran mayoría, pero las había igualmente de Oaxaca, Zacatecas, Durango y otros estados, en mucho menor proporción. Un 44% estaban firmadas por hombres y un 56% por mujeres.19

En fin, en los municipios del oriente michoacano, varios alcaldes demandaron el envío de fuerzas armadas para contener aquellos ánimos tan caldeados, “pues toda la municipalidad ha manifestado su disgusto a la citada ley”.20

Violencia prerreligionera: antiprotestantismo y antiliberalismo

En noviembre de 1873, tres poblaciones del Estado de México, Zinacantepec, Temascaltepec y Tejupilco, y el pueblo jalisciense de Ahualulco en marzo de 1874, fueron escenarios de sangrientos motines en medio de una confusa mezcla de elementos políticos y religiosos, y una violenta combinación de antiprotestantismo y antiliberalismo, que culminaron con los asesinatos de funcionarios municipales en el primer caso, y de un pastor protestante en el segundo, por multitudes fanatizadas, muy probablemente instigadas por párrocos católicos.

La violencia estalló primero, en noviembre de 1873, en Zinacantepec, en donde el ayuntamiento había sido destituido por negarse a rendir la protesta obligatoria de la Ley Orgánica. Se designó a nuevos funcionarios y éstos, acusados de maltratar a dos indios borrachos, fueron salvajemente asesinados “por una turba de indígenas enfurecidos que llegaron de los poblados vecinos […]”, saqueando el pueblo al grito de “¡Mueran los protestantes!”.21 Un sangriento motín similar ocurrió en Tejupilco, distrito de Temascaltepec, en donde entraron con violencia los indios de pueblos cercanos al grito de “¡Viva la religión y mueran los protestantes!”. Además de los saqueos, “el jefe político y el recaudador de impuestos fueron muertos por la turba enardecida; en medio de una ola de violencia, más motines se propagaron en los días siguientes”, hasta que los indígenas fueron forzados a volver a sus lugares de origen.22 Como castigo, en ambos sucesos decenas de indígenas fueron fusilados sumariamente.23

En las versiones oficiales se culpó a dos sacerdotes de azuzar a los indios en contra de las autoridades y de los vecinos de sectas protestantes, por lo que fueron arrestados y procesados; un indio habría acusado a uno de los sacerdotes de repicar la campana en Cuautla, y reunir a la gente afirmando “que las autoridades de Temascaltepec eran protestantes y que iban a quitar el culto católico romano […] y que el que moría por su religión iba derecho al cielo”.24 Se agudizó -previsiblemente- la guerra discursiva entre la prensa católica y la oficial; un semanario zacatecano, El Católico, exoneraba al clérigo, recalcando “la bárbara matanza” de decenas de indios ordenada por el coronel Tuñón Cañedo, jefe político de Toluca y “verdadero experto en la represión de levantamientos populares”.25 Al describir los hechos se hacía evidente el rencor antiprotestante y antiliberal, pues según el semanario “habían tenido por origen el repudio de los pueblos hacia una ley que sus conciencias reprobaban, y la total falta de respeto hacia la religión católica por parte de los protestantes […]”. Afirmaba el semanario -creemos que con razón- que el vulgo había confundido “la palabra protesta con protestantismo”, y por tanto “los pobrecitos indios de Zinacantepec” se habían cebado bárbaramente en los empleados municipales.26 En el tono del texto católico se tendía a responsabilizar a las autoridades de los hechos, y casi exculpar a los indios -y al sacerdote-, pues la sangre derramada era imputable a “la venenosa conducta de los protestantes en Toluca […] [que] ahora sin duda aplauden y celebran el chasco dentro de sus antros”.27

Ahualulco de Mercado, Jalisco, fue un pueblo pionero en el arribo de misiones protestantes; la manifiesta hostilidad de sus pobladores y de sus sacerdotes hacia los pastores recién llegados y los vecinos conversos fue recrudeciéndose en la prensa católica y luego replicada por publicaciones protestantes. El rencor de los feligreses continuó incrementándose, hasta que el 2 de marzo de 1874 asaltaron la casa de John L. Stephens, pastor angloamericano; él y su ayudante, José Islas, nativo del pueblo, murieron asesinados “por varios cientos de indios al grito de ‘¡Viva la religión!’ […]”, de manera brutal y sin que intervinieran las autoridades; se acusó al párroco de haber incitado a la muchedumbre y fue sometido a un proceso judicial que duró varios meses. La tragedia fue descrita por El Católico como “el asalto que el pueblo enfurecido dio a la casa de un extranjero protestante llamado Juan Stephens, dándole muerte porque provocaba al pueblo que ya no lo pudo sufrir”. Así, “el pueblo, oprimido y amordazado por los regímenes liberales […]”, se quitaba de encima “el peso con que lo abruman la masonería, el protestantismo y el liberalismo […]”.28 Resulta sobrecogedor leer cómo el semanario católico invertía las responsabilidades, aun reconociendo que había sido “un acto de barbarie”. El cura Reynoso, de Ahualulco, al cabo de un controvertido proceso, sería absuelto de toda responsabilidad sobre los sangrientos hechos; según la prensa católica, habría prevenido a las autoridades de que “veía un volcán haciendo erupción” por la hostilidad de los pobladores, pero aquéllas no habían actuado a tiempo.29

La rebelión religionera

Sin embargo, estos cruentos sucesos, aislados y contaminados por una confusión de términos, no deben confundirse con lo que consideramos como los verdaderos inicios del levantamiento religionero: dos motines armados sucedidos en la prefectura de Zamora en fecha por demás significativa: la noche del 12 de diciembre de 1873. Primeramente, en dos pequeñas localidades, “algunas decenas de revoltosos habían lanzado imprecaciones contra las autoridades locales, mientras daban gritos de ‘¡Viva la religión y mueran los protestantes!’ […] habían disparado algunos tiros y se dirigieron a las casas de las autoridades tratando de forzar sus puertas”, aunque serían controlados por la Guardia Nacional proveniente de Zamora, apresando al jefe y a otros presuntos cómplices. También podría considerarse como “inaugural”, unas semanas más tarde, en enero de 1874, un motín frente a la presidencia municipal de Sahuayo, en rechazo del nuevo ayuntamiento, que había asumido sus cargos tras prestar la repudiada protesta; clamaba igualmente “¡Viva la religión y mueran los protestantes!”. Un mes después, en febrero, medio centenar de sahuayenses se insurreccionaban acaudillados por un jefe ya reconocido. Con los sucesos ocurridos en Zamora y en Sahuayo se iniciaba formalmente la rebelión religionera.30

En cuanto a motivaciones ideológicas, en Michoacán quedaba bien diferenciada esta insurrección como un desafío popular a la nueva legislación de mayo y septiembre de 1873, la que obligaba a una nueva protesta constitucional. Era a estos protestantes a quienes se combatía, y no a los creyentes no católicos; no podía haber duda cuando en agosto de 1874 Socorro Reyes, con 18 hombres, asaltaba Quiroga -pueblo cercano a Uruapan- gritando “¡Viva la religión, mueran los empleados!” (es decir, quienes trabajaban para el Gobierno).

A lo largo de 1874 el levantamiento religionero -que reiteraba en varias escaramuzas el lema de guerra ya característico- no logró pasar de acciones de armas aisladas, si bien era preocupante para el gobierno su propagación a diversas regiones del estado, con excepción del sur y de la costa. Entre sus rasgos más característicos en esta fase inicial deben subrayarse su operación en partidas o guerrillas aisladas y escasas en número; una parte del Bajío y las haciendas aledañas a Morelia se constituyen como las zonas de mayor actividad rebelde y, en menor escala, la zona limítrofe entre Michoacán y Guanajuato; Socorro Reyes, Eulo gio Cárdenas e Ignacio Ochoa son los jefes cuyos nombres aparecen más reiteradamente. Otro elemento definitorio, el apoyo y la complicidad de la gente de los ranchos, se encuentra presente desde un principio en los reportes oficiales, así como la total ausencia de militares reconocidos o de personajes de la política entre los cabecillas religioneros, quienes serán “casi en su totalidad jefes de gavillas con mayor o menor prestigio como rebeldes en sus regiones de origen, pero casi nunca conocidos más allá de este entorno”.31

Se debe precisamente a Socorro Reyes la autoría del primer plan religionero, hecho público en octubre de 1874 en el pueblo de Teremendo, muy cercano a Morelia. Redactado con toda corrección, constaba de cinco artículos en los que se rechazaba la Ley Orgánica y pugnaba por una sociedad en equilibrio, “al mismo tiempo religiosa y política”; por tanto, toda tendencia en contra introduciría “el desconcierto entre la constitución política y la constitución de la sociedad”. El plan repudiaba la legislación recién promulgada por el Gobierno, causante de ese desequilibrio que tendía hacia el comunismo y la impiedad, así como a “una desmoralización escandalosa, sancionada con todas las leyes llamadas de reforma”.32 El documento, nos dice Cecilia Bautista, consideró “traidores a la patria a todos los protestantes y se estableció como única religión la católica”.33

La rebelión alcanzó su nivel más alto de intensidad bélica en 1875. Se incrementó de modo gradual desde Tacámbaro hacia la Tierra Caliente, y se definieron las prefecturas de Zamora y Jiquilpan como las más intensamente religioneras: 12 y 14 combates respectivamente, durante dicho periodo. Con ciertas intermitencias, el Bajío michoacano y el oriente -Tlalpujahua, Maravatío, Angangueo- serán los territorios en donde las partidas de rebeldes católicos formen grupos armados más numerosos (gavillas, despectivamente llamadas en los partes oficiales), capaces de actuar en forma coordinada y desplazarse bajo la protección de la población pacífica, y llevar a cabo ataques en mayor escala incluso a poblaciones como Zamora, Taretan, Apatzingán, Los Reyes y Cotija, alcanzando en ocasiones un enorme grado de devastación.

Ya los primeros meses del año revelan cambios cualitativos y cuantitativos para estas guerrillas en ascenso: de estar integradas por algunas decenas pasaron a varios cientos de rebeldes; sus incursiones mantuvieron en tensión constante a las autoridades de decenas de poblaciones, y con el respaldo mayoritario ya señalado asestaron unos cuantos asaltos de gran envergadura en pueblos o ciudades de mayor jerarquía.

Se incorporaron al levantamiento otras regiones y se expandió su radio de combate a la Tierra Caliente; en la zona del lago de Pátzcuaro el gobierno perdió el control, mientras los jefes religioneros imponían préstamos forzosos a haciendas y pueblos ribereños -Erongarícuaro, Epunguio, Charahuén-, etc. Con mayor intensidad bélica, Cotija fue de las ciudades más castigadas y saqueadas durante largos ataques en los meses de febrero y mayo, por gavillas crecientes en número, y en junio por cerca de 600 hombres acaudillados “por el que se dice general Mesa”.34 El parte oficial de la primera de las incursiones religioneras en Los Reyes, en el mes de enero, a cargo de Eulogio Cárdenas, resaltaba un hecho de primordial importancia: la complicidad popular con los alzados; así lo hacía ver el capitán a cargo de la defensa: “[…] No me parece por demás manifestar a Ud. que ninguno de los vecinos y comerciantes principales se me ofreció para ayudarme en la refriega […]”.35

En abril, Zamora era objeto de la más audaz de las irrupciones hasta ese momento; las gavillas invadieron “varias calles de la población en una acción totalmente sorpresiva, robando las casas de funcionarios […]”. Más allá del resultado del ataque -la versión gubernamental le era siempre favorable-, una y otra vez se reconocía que “todos los habitantes de las haciendas y ranchos inmediatos, tienen la consigna de ocultar aun los movimientos de menor importancia de los forajidos”. Y ningún particular, ni siquiera los empleados de gobierno había querido auxiliar a las autoridades zamoranas durante el asalto.36 Quizá el combate de mayor trascendencia presentado por las tropas rebeldes durante todo el conflicto haya ocurrido en Apatzingán al mes siguiente, el 23 de mayo de 1875; excepcionalmente cruento y devastador, fue dirigido por Antonio Reza, uno de los más prominentes cabecillas de Tierra Caliente. Aunque el saldo en bajas por ambos lados fue menor -por los atacantes, diez muertos y una treintena de heridos-, al terminar la furiosa ofensiva la población estaba arrasada: reducidas a cenizas más de 50 de sus mejores fincas, desaparecidos entre las llamas todos los archivos, “el templo había resultado parcialmente incendiado, como muchas otras casas, y el comercio saqueado”.37 Como en la inmensa mayoría de las acciones de armas referidas por la prensa católica y la oficial, sus versiones eran por completo opuestas acerca de los resultados y las consecuencias de las acciones de armas: se libraba una guerra discursiva igualmente enconada.

Entre julio y diciembre de 1875 el número total de hechos de armas se incrementó de modo notable, duplicándose los combates y asaltos mayores a ciudades, lo que hablaba de una capacidad bélica creciente por parte de los alzados y también de una mayor expansión geográfica: Coalcomán, al suroeste del estado, entre el 10 y el 11 de julio, y en agosto, Cotija, durante tres días, fueron blanco de furiosas incursiones de aquellos “facinerosos, dignos representantes del retroceso y el oscurantismo”, según tachaba a los atacantes el periódico oficial.38 En esta ciudad, el comunicado señalaba, cosa excepcional, la colaboración de los vecinos con los soldados, incluso recompensándolos monetariamente. Todos los medios de destrucción posibles fueron empleados por los bandidos, sin lograr penetrar las líneas de fortificación. “Fuera de ella, quemaron, robaron, estupraron, plagiaron; cometieron en fin tales atrocidades, como no creo que se las hayan imaginado los comunistas franceses.”39

En noviembre, el ataque a Taretan hacía aún más evidente la innegable capacidad logística de los sublevados; los jefes de gavillas de Zamora, Jiquilpan y Tierra Caliente lograron reunir el mayor contingente rebelde hasta ese momento: mil cuatrocientos hombres. Y aunque “los bandidos” saquearon e incendiaron los principales comercios, la oportuna llegada de la tropa salvó a la población de una segura destrucción.

Ideología religionera: el plan de Nuevo Urecho y el Manifiesto de Tzitzio

¿Qué forma de pensamiento político, de proyecto de nación era por el que luchaban estos católicos rurales michoacanos? La ideología no estuvo en ningún momento ausente, y acompañó al movimiento armado al menos desde el plan publicado en Teremendo en octubre de 1874 por Socorro Reyes.

En enero de 1875, año de auge del levantamiento, aparece un breve plan político firmado por otro jefe, Jesús Ortega, alías el Licenciado. Éste resultaba muy elemental, cargado de errores gramaticales y conceptuales, pero muy significativo en sus propios términos: se enaltecían la libertad y la democracia, repudiando “la aristocracia cínica que revestida del manto demo crá ti co la oprime y se burla de la soberanía […]. “También rechazaba la tolerancia de cultos por ser, el pueblo mexicano, “únicamente católico”, en clara referencia a la Ley Orgánica, que no debía haber sido promulgada ya que chocaba con las creencias religiosas de toda la sociedad. Candorosamente, afirmaba el autor del plan: “no con esto quiero ser teocrático”.40

El movimiento religionero alcanzaría su más nítida definición política e ideológica dos meses después, en la pequeña localidad tierracalenteña de Nuevo Urecho. Allí, reunidos dos de los jefes rebeldes más destacados de la región, Abraham Castañeda y Antonio Reza, promulgaron el 3 de marzo de 1875 lo que se conoce como el Plan de Nuevo Urecho, que, junto con el Manifiesto de Tzitzio, publicado días después, constituyen la elaboración más acabada del ideario religionero.

En su único “Considerando”, el Plan de Nuevo Urecho afirmaba que la Constitución de 1857 había “herido el sentimiento religioso de la nación” y perseguido al catolicismo. Pero además, la misma Constitución -impuesta al pueblo violentamente- era violada por los propios gobernantes; el alzamiento en armas se justificaba entonces “como hombres, como cristianos y como ciudadanos”.

En sus 11 artículos se repudiaban “tanto la Constitución de 1857 como las reformas y adiciones recientes y sus leyes reglamentarias”, se desconocía al presidente Lerdo de Tejada y se estipulaba la elección de un presidente interino. El artículo 4°, núcleo ideológico del documento, obligaba a que el presidente interino respetara estrictamente la religión católica; al asumir su cargo, debía “nombrar sin dilación un ministro plenipotenciario ante la Santa Sede, facultado para negociar un concordato”. Según el artículo 6°, un nuevo congreso habría de “constituir a la nación bajo la forma de república representativa popular”.

La religión católica -artículo 7°- sería religión de Estado, con todos los derechos y libertades “inherentes a su naturaleza e indispensables para el ejercicio de su alta misión sobre la tierra”, en un marco de armonía e independencia entre la Iglesia y el Estado.

Por otro lado, se procedería a revisar las desamortizaciones de bienes eclesiásticos (medida muy similar a otras de gobiernos conservadores). Las leyes del timbre y de capitación serían derogadas, y reducida la nómina burocrática. Según el artículo 11° y último, el plan sería modificado “si así lo juzga conveniente la mayoría de la nación”.41

El Plan de Nuevo Urecho nada tenía que ver, desde luego, con planes de clara orientación liberal, como el de Coeneo (1869) y el de La Noria (1871). Era una propuesta política

[…] marcadamente conservadora y clerical, y su rotunda negación de los fundamentos liberales de la nación lo hacían excepcional. Al declarar no vigentes las adiciones y reformas constitucionales, apenas reglamentadas tres meses antes, toda la legislación reformista quedaba automáticamente derogada. Podía suponerse que la convocatoria a un nuevo Congreso sólo conduciría a una nueva Constitución, derogada la vigente de 1857.42

Un punto de interés en el texto era la total ausencia de pretensiones militaristas: no se mencionaba en absoluto el fuero castrense. Así, no era de extrañar que ningún militar de alto rango se hubiera adherido al levantamiento. Aunque lo haría más tarde un destacado coronel imperialista, Juan de Dios Rodríguez, el programa político religionero no por ello cambiaba; tampoco por la presencia de otros soldados del Imperio que desde los inicios jefaturaron gavillas rebeldes.

Apenas algunas semanas más tarde, a mediados de abril, durante otra concentración de fuerzas rebeldes en el mi núscu lo poblado de Tzitzio, que permitió la unificación del mando de tropas y el nombramiento de nuevos jefes, se refrendó el Plan de Nuevo Urecho. Se redactó asimismo un manifiesto que complementaba el ideario religionero con una ardorosa y emotiva defensa tanto de la Iglesia como del catolicismo.43 Entresacamos del Manifiesto de Tzitzio unas cuantas frases que lo ilustran a cabalidad: “Pidamos a Dios el remedio de tantos males y a las almas confianza en la presente causa”; los diputados eran “enemigos de Dios y del bienestar de la nación […] hombres sin fe, sin religión, sin piedad […]”. Los rebeldes, entonces, cumpliendo con un deber sagrado, se ponían en manos de la Providencia: “A las armas, defensores de la santa Iglesia de Dios, de nuestra religión y de nuestra Patria. Guerra a todos los enemigos de las sanas doctrinas, de las instituciones, derechos y libertades de la Iglesia Católica […]”.44

Nuevas adhesiones le daban una cohesión mayor a la causa: junto a los jefes tierracalenteños Castañeda y Reza, lo firmaban asimismo los cabecillas rebeldes del oriente: el legendario Jesús González, el Ranchero, entre los más conspicuos.45

La guerra: 1876

La guerra proseguía, y con gran ímpetu, pero ya desde los meses finales de 1875 algunos datos pronosticaban un giro en el estatus entre rebeldes y pacíficos: el apoyo popular había sido hasta esos momentos un factor clave; numerosos partes militares y noticias de prensa lo atestiguan, y los oficiales del ejército federal se quejaban continuamente de la indiferencia y el ocultamiento de información reconociendo, muy a su pesar, el partidarismo de la población en favor de los alzados. Este respaldo provenía no sólo de la así llamada “plebe”, en ranchos y haciendas, sino también de los “vecinos de representación” en varias ciudades, señaladamente Zamora. Vale la pena resaltar este dato: aunque no con las armas, un sector de la clase media de ciudades de mayor rango respaldaba a los rebeldes.

No obstante, el respaldo fue disminuyendo progresivamente desde fines de 1875 y a lo largo del año siguiente, cuando los saqueos y la criminalidad de las guerrillas religioneras se hicieron más evidentes y causaron mayores daños a las poblaciones -recuérdese la salvaje incursión en Cotija-, al tiempo que los vecinos comenzaron a participar en acciones de defensa al lado del ejército y del gobierno. Entre los ataques más devastadores todavía consumados por las tropas rebeldes debe señalarse el asalto a Tlazazalca, cercana a Zamora, el 14 de abril de 1876; cerca de 500 religioneros incendiaron todas las casas y dejaron un escenario “desolador e irritante”; no sólo el pueblo había quedado reducido a cenizas y las familias en la miseria, sino que éstas habían sido burladas sin respetar edad ni sexo. Aunque las tropas federales, que persiguieron después a los rebeldes, les habrían infligido entre 70 y 80 bajas mortales (según la misma fuente, habitualmente muy exagerada al sobreestimar los triunfos oficiales).46

La peligrosidad de la rebelión determinó al gobierno federal, entre fines de 1875 y principios de 1876, a enviar a quien era una de sus mayores figuras militares, el general Mariano Escobedo, para hacerse cargo de la campaña e implementar nuevas estrategias que contribuirían a sofocar la así llamada “revolución michoacana”.47

La estrategia básica de Escobedo fue hacer participar a los habitantes de los lugares asolados por los religioneros en su propia defensa. El Gobierno auxiliaría a aquellas poblaciones que hicieran “lo propio poniendo en pie una fuerza local o similar, como en Puruándiro, donde un entusiasta vecindario ofreció a Escobedo organizar ‘a sus expensas cincuenta hombres de caballería’, y cincuenta más a cargo de otras municipalidades”. Sólo cumplida tal condición, Escobedo ordenó que una respetable fuerza de infantes y jinetes se destinara a este lugar.48 Tanto vecinos como propietarios y hacendados, forzosamente, habrían de colaborar en esta estrategia conjunta.

En escasos tres meses, Escobedo logró combinar la acción de sus tropas con el apoyo de los vecinos y controlar militarmente la rebelión. Así, las fuerzas rebeldes comenzaron a sufrir durante 1876 un creciente proceso de disolución: aumentaron cada vez más las deserciones entre las filas de los alzados y muchos de ellos terminaron acogiéndose al indulto ofrecido por el gobierno; al mismo tiempo, iban cayendo en combate o eran capturados y fusilados numerosos cabecillas, incluidos los más célebres. Todo ello sólo pudo suceder en gran escala cuando los vecinos, motu proprio o forzados a pagar y armar sus propias defensas, comenzaron a colaborar con el gobierno.

Creemos, asimismo, que otros factores se sumaron para coadyuvar en el declive religionero: la falta de evolución militar de estas gavillas, su incapacidad bélica para retener las ciudades capturadas y controlar al menos una parte del territorio en donde operaban; por otra parte, la carencia de mayores ambiciones políticas: no encontramos tampoco la menor noticia sobre algún intento formal de darse a sí mismos un gobierno propio, en paralelo, al margen del régimen liberal. Tal ambición política de largo alcance no parece haber surgido entre los religioneros, a pesar de que, al menos en el oriente de Michoacán, el dominio rebelde fue casi total y la región quedó sustraída al control gubernamental.49 Por último, terminarían por perder igualmente el respaldo de la prensa católica, nacional y michoacana.50

Por otro lado, tampoco encontramos -exceptuando quizá uno que otro sacerdote aislado- ninguna forma de involucramiento de los rebeldes con la Iglesia, cuyos derechos y privilegios defendían y por la cual se habían lanzado a la guerra. Entre los muchos expedientes revisados no aparecen comunicados que así lo prueben o al menos sirvan como indicio, no obstante el carácter predominantemente religioso del alzamiento.51

En cambio, la célebre Instrucción pastoral de marzo de 1875, suscrita por los arzobispos de México, Michoacán y Guadalajara -aparecida apenas unos días después de la proclamación del Plan de Nuevo Urecho, cuando el levantamiento atravesaba por su mejor momento bélico-, condenaba toda manifestación de violencia armada contra el gobierno, lo cual parecía tener una clara dedicatoria. Si bien es cierto que el rechazo era, aunque tajante, demasiado amplio y genérico, sin llamar a los religioneros por su nombre: “Cerrad enteramente vuestros oídos a sugestiones de otro género, que pueden venir a veces de algunos hombres deseosos de la revolución armada. […] No olvidéis que el mal se ha de vencer con el bien, y no con otras armas […]”.52 En otros sentidos, sin duda que esta pastoral colectiva marcó un antes y un después en la historia de las relaciones entre la Iglesia católica y el Estado liberal. Previsiblemente, reprobaba con firmeza la Ley Orgánica promulgada por el Congreso y por el presidente Lerdo, al haber prohibido la enseñanza religiosa e imponer nuevas restricciones al culto y a la recolección de limosnas, y repudiaba de modo categórico la supresión de las Hermanas de la Caridad. Con igual intransigencia, dejaba en claro asimismo la segura excomunión a todos los fieles que en sus empleos públicos prestaran la protesta constitucional.

Pero su rasgo más novedoso era la moderación con que se exhortaba a los católicos a ejercer una especie de resistencia espiritual desde el interior de la familia y la pertenencia a la Iglesia. Los arzobispos abandonaban toda beligerancia, así como el lenguaje exaltado y altisonante con el que habitualmente habían combatido los embates liberales hacia la Iglesia, recomendando además a los fieles defender sus derechos religiosos dentro de los márgenes de la misma legislación reformista.53

Esta actitud episcopal de no enfrentar a un gobierno liberal ya sólidamente afincado se convertiría en política eclesiástica generalizada; no se trataba sólo del arzobispo de México, Pelagio Antonio Labastida, caracterizado por su astucia y su prudencia desde su regreso a México en 1871 (amnistiado por el presidente Juárez). Era, asimismo, en el escenario religionero, la convicción del arzobispo de Morelia, José Ignacio Árciga, cuya perspectiva de las relaciones Iglesia-Estado era diametralmente opuesta a la de su antecesor, el belicoso Clemente de Jesús Munguía.54 Y la del obispo de Zamora, José Antonio de la Peña, porque si bien sus feligreses, como lo escribió Luis González, “se mostraban cada vez más dispuestos a restaurar el orden conservador en la vida política al costo que fuese necesario”, el de las armas incluso, De la Peña nunca transigió como para apoyar a aquellos “católicos furibundos” de su obispado, en donde se encontraba uno de los epicentros de la rebelión.55

Extinción de un movimiento: hacia el porfiriato

La suma de factores mencionados hizo que, para el verano de 1876, el escenario se presentara por completo adverso a los católicos en armas: las derrotas cada vez más frecuentes -y más reales que en los triunfalistas comunicados oficiales de 1875-, las deserciones y rendiciones en cascada de numerosas partidas rebeldes en la mayor parte del territorio michoacano, las gavillas cada vez más reducidas en número y sus jefes muertos o capturados. La rebelión se encaminaba a un inexorable declive y, para fines de 1876, a su extinción; o bien, en los casos de otros jefes más astutos y oportunistas, a su asimilación e incorporación en la revuelta de Tuxtepec.56

Los rebeldes fieles a la causa se replegaron casi por completo a la Tierra Caliente y el estado de Guerrero. El desplazamiento de su centro de operaciones fue dado a conocer por el propio periódico oficial michoacano, en septiembre de 1876, a través de dos breves documentos provenientes del campo rebelde. En uno de ellos se exhortaba a los “valientes surianos católicos del Estado del ilustre Guerrero” a sumarse al plan “que ofrece garantías de bienestar a Religión del Crucificado [sic] la única que suaviza y consuela en las penalidades de esta vida con la esperanza de la recompensa eterna”, fuera de la cual no hay salvación “para ninguno de los hijos de Eva”. En esta candorosa mezcla de religión y política no faltaba el llamado a derrocar al despótico presidente Lerdo, y a castigar a los ingratos responsables de las expulsiones de los jesuitas y de las Hermanas de la Caridad.57

Como puede verse, a diferencia del Plan de Nuevo Urecho -de mayor alcance ideológico y político-, el nuevo plan quedaba mucho más constreñido a los elementos religiosos; y aunque incitaba, desde luego, al derrocamiento de Lerdo de Tejada, reflejaba más que cualquier otra cosa su fervorosa adhesión a la Iglesia y la religión católicas. Como si lo político resultara superfluo y lo hicieran a un lado, los últimos religioneros no dejaban de resultar conmovedores.58

Finalmente, por extraño que parezca, una parte no menor de las tropas religioneras aún activas se adhirió a la rebelión y al Plan de Tuxtepec. Recordemos que Porfirio Díaz se había levantado contra el presidente Lerdo desde enero de 1876, y aunque hay indicios de contactos iniciales entre religioneros y porfiristas desde el primer semestre de dicho año, las adhesiones fueron ya muy claras aproximadamente a partir del mes de julio. Así, no resultó extraño encontrarse, durante la segunda mitad de dicho año, con tropas religionero-tuxtepecanas -no hay más remedio que llamarlas así- lanzando vivas simultáneos a la religión… y a la Constitución de 1857: lema bizarro, si los hay.59

Al triunfar don Porfirio, en varias ciudades michoacanas entraron tropas combinadas de ambas rebeliones conducidas por jefes religioneros, reconocidos en sus grados por los jefes de Tuxtepec. Ni más ni menos que Morelia, el 24 de noviembre de 1876, era ocupada por una tropa porfirista “al mando del general D. Domingo Juárez, la cual se ha portado muy bien tanto en esta población como fuera de ella, desde que se lanzó a la revolución [cursivas nuestras]”. A Juárez, destacado jefe religionero de la primera hora, se le encomendaría, asimismo, ya bajo su nueva bandera, la toma de Pátzcuaro el 10 de diciembre, en donde el ahora jefe porfirista “logró capturar nada menos que al afamado general Nicolás de Régules, quien venía de acompañar al presidente derrocado [Lerdo] a los límites entre Michoacán y Guerrero”.60

No fue éste el único caso de un tránsito oportunista y exitoso, del ultraconservador movimiento religionero a la inequívocamente liberal rebelión de Tuxtepec. En plena euforia tuxtepecana, en enero de 1877, Eulogio Cárdenas entraba triunfalmente en Cotija, e Ignacio Ochoa operaba en la región de Zamora, plenamente integrados al victorioso carro porfirista. El nombramiento del general exconservador y eximperialista Felipe N. Chacón en la gubernatura michoacana -por un brevísimo periodo de tres semanas-, facilitó la incorporación de otros dos relevantes generales -ahora exreligioneros- al ejército de don Porfirio: Antonio Reza y Francisco Gutiérrez, precisamente aquellos que habían mantenido viva la flama de la rebelión católica durante su etapa final, en la Tierra Caliente michoacana y guerrerense. Por cierto, la prensa católica conservadora, nacional y moreliana, engañada durante algunas semanas con la victoria porfirista, saludaba entusiasta esta fusión entre dos facciones tan disímbolas, bajo el ingenuo supuesto de que el ascenso al poder de Díaz, así fuera a través del ya proverbial golpe de Estado, llevaría a una democratización real en las próximas elecciones -ya que así se les prometía por esas fechas-, y quizá a un giro radical de política eclesiástica.61

En los años siguientes, mientras continuaban su trayectoria en el Ejército y en el nuevo gobierno, casi todos los antiguos rebeldes morirían asesinados en circunstancias un tanto turbias; muy pocos -el zamorano Blas Torres entre ellos- lograrían transitar, con inteligencia y sin contratiempos, de la tropa a la burocracia, incluso hacia el final del régimen.

Consideraciones finales

Quizá no resulte exagerado decir que el movimiento religionero, o al menos algunos de sus jefes más notorios, participaron con éxito en el derrocamiento del presidente Lerdo, alcanzando así uno de los objetivos del Plan de Nuevo Urecho… si bien bajo una bandera totalmente distinta a la del Plan y la rebelión que habían encabezado. ¿Llegaron a creer los líderes rebeldes supervivientes en las promesas hechas por el futuro don Porfirio: respeto al sufragio y a la participación conservadora en las elecciones, o sencillamente aprovecharon la posibilidad de adherirse al caudillo triunfador y medrar -como en efecto ocurrió- bajo el nuevo régimen? A la vista de los frecuentes cambios de bandera de tantas facciones en otros momentos de nuestra historia política y militar, es la segunda opción, más pragmática, la que nos parece más probable.

No obstante, es factible sugerir que un militar y político tan astuto como el héroe de Tuxtepec habría de tomar en cuenta las consecuencias de una política tan agresiva hacia la Iglesia -y hacia los católicos- como la que implementó el presidente Lerdo de Tejada, al punto de haber provocado una revuelta que, si bien no se propagó territorialmente, duró cerca de tres años y representó un serio problema político y militar en los estados de Michoacán y Guanajuato. Por tanto, podemos conjeturar que la revolución michoacana pudo haber influido en la futura, bien conocida y a la larga muy eficaz estrategia de conciliación religiosa puesta en práctica por Díaz conforme su régimen se estabilizaba. En apoyo de tal presunción podemos invocar un hecho inobjetable: la de los religioneros fue la última rebelión de naturaleza religiosa estallada en el país y, salvo algunos esporádicos brotes similares a lo largo de las últimas décadas del siglo XIX, vino a representar el canto del cisne del conservadurismo armado mexicano.

Finalmente, pocas veces se menciona que ya la Iglesia y su episcopado, a escala nacional, habían decidido abandonar toda postura beligerante, instruyendo a la feligresía católica en ese sentido: no sólo el recurso armado estaba vetado, también el discurso de confrontación con el régimen liberal debía quedar atrás, sustituyéndolo por prácticas católicas más volcadas hacia la intensificación de la vida religiosa en familia, y la expansión de asociaciones laico-eclesiásticas que en las largas décadas de pax porfiriana por venir se fortalecerían de modo creciente.

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1Entre los historiadores recientes, Daniel Cosío Villegas aborda el levantamiento cristero del siglo XIX (o religionero) en su Historia Moderna de México: la República Restaurada. Vida política (1955). Con menor detalle, pero con mayor riqueza documental, ya en la primera edición de su volumen 2 de La Cristiada (Siglo Veintiuno Editores, 1974), Jean Meyer dedica a los religioneros una breve sección. En la historiografía del siglo XIX y del porfiriato las menciones a estos rebeldes católicos son muy menores: el único contemporáneo que hemos localizado, hacia 1876 (cuando la rebelión estaba todavía activa), es Manuel Payno, en la Cuarta Parte de su Compendio de la Historia de México. De mayor interés es el espacio que en 1902 les dedica Francisco G. Cosmes en su Historia general de Méjico. Continuación a la de don Niceto de Zamacois. Pero sobre todo el capítulo correspondiente del libro de Ciro B. Ceballos, liberal puro, Aurora y ocaso 1867-1906. Gobierno de Lerdo (1907), desde una perspectiva un tanto más ecuánime. El primer estudio más formal, por su abundancia archivística, se debe a José Carmen Soto Correa: Movimientos campesinos de derecha en el oriente michoacano. Comuneros, campesinos, caudillos y partidos (1867-1914), publicado en 1956. El autor de este artículo, Ulises Íñiguez Mendoza, se doctoró con la tesis del mismo nombre en El Colegio de Michoacán, en 2015. En el mismo año lo hizo Brian Stauffer, en la Universidad de Austin en Texas, con la tesis: “Victory on Earth or in Heaven: Religion, Reform, and Rebellion in Michoacán, México, 1863-1877”, publicada en 2019 por la Universidad de Nuevo México e intitulada: Victory on Earth or in Heaven: Mexico´s Religionero Rebellion.

2Debemos a Francisco G. Cosmes la primera explicación del mote de “cristeros” aplicado a los insurrectos durante la rebelión, y no con posterioridad: “[…] todos esos bandoleros llevaban por distintivo una imagen de Cristo crucificado, eran conocidos con el nombre de los cristeros”. Cosmes, Historia general de Méjico… Zamacois, pp. 694-695.

3Desde El Colegio de Michoacán, Álvaro Ochoa ha sido uno de los historiadores pioneros en el estudio de estos cristeros decimonónicos. Véase Jiquilpan-Huanimban, pp. 157-163; Ochoa Serrano y Sánchez Díaz, Michoacán. Historia breve, pp. 125-128. Y ha trabajado asimismo la vertiente musical de los corridos religioneros: “Macario Romero, apuntes”.

4 González y González, Obras 3. El siglo de las luchas, pp. 70-72. Cosío Villegas, Obras 2. Historia Moderna de México: la República Restaurada. Vida Política 2. Sobre las abundantes rebeliones campesinas e indias de los periodos juarista y lerdista: Falcón, México descalzo.

5Desde el punto de vista bélico, los antecedentes más directos de los religioneros se encuentran en estas bandas armadas; véase Iñiguez Mendoza, “¡Viva la religión y mueran los protestantes!”, pp. 115-116; sobre los precedentes ideológicos de estas rebeliones véase la tabla 1, pp. 93-94. De particular interés sobre los remanentes bélicos conservadores es el artículo de Palomo González, “Gavillas de bandoleros”.

6Ucareo y la Sierra de San Andrés constituían su hábitat como gavillero.

7La genealogía ha sido precisada por Ochoa Serrano, Afrodescendientes sobre piel canela.

9 Olimón Nolasco, “Proyecto de reforma de la Iglesia”, p. 280. Un dato contundente lo corrobora: durante el quinquenio juarista, en el que las rebeliones de políticos, militares e indígenas fueron el pan de cada día, no hubo ninguna revuelta religiosa.

10Marta Eugenia García Ugarte apunta que el arzobispo volvió del destierro gracias a la mediación de algunos amigos del propio Juárez. Un año antes, merced a la amnistía concedida por el presidente, el resto de los obispos mexicanos habían regresado al país. García Ugarte, Poder político y religioso, vol. ii, pp. 1417 y ss.

11No hubo juicios en forma para estos sacerdotes, que se llevaran a cabo ante tribunales y jueces competentes como ellos lo exigían, y en las siguientes semanas, pese a las apelaciones, fueron desterrados a La Habana. En otros estados también se buscó a los jesuitas allí residentes para proceder a su expulsión.

12AGN, Gobernación, segunda sección, 873 (2) 9, c. 41, exp. núm. 1. La prensa católica, desde luego, protestó en forma encolerizada, pero incluso varios periódicos liberales reprobaron la medida, o al menos la forma brutal en que se realizaron los cateos de los domicilios, la captura de las religiosas, las multas impuestas a sus propietarios y el desamparo momentáneo en que muchas de estas mujeres quedaron.

13 Íñiguez Mendoza, “¡Viva la religión y mueran los protestantes!”, p. 212. Vale la pena recordar que este decreto suprimía el artículo 11 de la Ley de Libertad de Cultos expedida por Juárez el 4 de diciembre de 1860, que sí permitía los actos de culto fuera de los templos, aunque supeditados a un permiso escrito de la autoridad civil.

14El texto de la ley era el siguiente: “Que la supresión de las comunidades religiosas ahora existentes, no comprende ni debe comprender a las Hermanas de la Caridad, que aparte de no hacer vida común, están consagradas al servicio de la humanidad doliente”. Juárez tomaba en cuenta además dos factores para otorgar esta excepción: la reglamentación interna de las Hermanas no era tan rigurosa como las de otras congregaciones, y en estricto sentido no constituían una orden como tal. Por otro lado, reconocía sin ambages la enorme conveniencia social de contar con el auxilio de una asociación religiosa dedicada en gran medida a prestar sus servicios en los hospitales.

15Véanse las tablas que agrupan estas cartas: Íñiguez Mendoza, “¡Viva la religión y mueran los protestantes!”, pp. 242-259. Incluso un liberal puro como Ciro B. Ceballos reconocería el dolor que tal medida había causado en gran parte de la sociedad. Ceballos, Aurora y ocaso 1867-1906, p. 269.

17El Pensamiento Católico, núm. 178 (29 ene. 1875), pp. 1-2.

18El Pensamiento Católico, núm. 183 (5 mar. 1875).

20 Soto Correa, Movimientos campesinos, p. 248. Otros expedientes revisados en el Archivo Histórico Municipal de Morelia y en el del Poder Ejecutivo de Michoacán abundan en solicitudes “pidiendo se restablezca el uso de las campanas”, o en ejemplos de infracciones y multas, sobre todo al cura del lugar por haber sacado una procesión (incluso cuando no era facultad de éste, sino de la mayordomía indígena, que solía tener esta prerrogativa).

21 Powell, El liberalismo y el campesinado, p. 149. MRP, documento 10022, carta de Jesús Fuentes a Mariano Riva Palacio, 2 de noviembre de 1873.

22 Íñiguez Mendoza, “¡Viva la religión y mueran los protestantes!”, pp. 199-200. Powell, El liberalismo y el campesinado, pp. 149-150 (periódico La Ley, de Toluca, 11, 13 y 15 de noviembre de 1873). MRP, documento 10024, carta de Jesús Fuentes a Mariano Riva Palacio, 2 de noviembre de 1873.

23El relato estremecedor de cómo se perpetró esta especie de “masacre legal” puede leerse en Falcón, México descalzo, pp. 159-166; también véase Falcón, “El Estado liberal ante las rebeliones populares. México, 1867-1876”, pp. 1021-1023.

24 Meyer, La Cristiada, vol. 2, pp. 33-34; El Progresista, núm. 260 (1o dic. 1873), pp. 3-4.

25 Falcón, México descalzo, pp. 159-161 y ss. Tuñón Cañedo ya había participado en el aplastamiento sangriento de la célebre rebelión de Chalco, dos años antes. En los sucesos de Zinacantepec, fue acusado ante el Congreso de ordenar el fusilamiento de cientos de indígenas rebeldes, pero los cargos fueron desechados.

26“Zinacantepec”, El Católico, núm. 22 (7 dic. 1873), pp. 376-378. Algunas semanas después, en enero de 1874, Ramón Camacho, obispo de Querétaro, reprobaría de modo categórico la violencia de los fieles católicos hacia los protestantes. El propio obispo deslindaba la confusión entre los empleados de gobierno que habían protestado y los creyentes no católicos: El Pájaro Verde, núm. 63 (1o ene. 1874), p. 1.

27 Íñiguez Mendoza, “¡Viva la religión y mueran los protestantes!”, pp. 202-203; “Zinacantepec”, El Católico, núm. 22 (7 dic. 1873), pp. 376-378.

28 Íñiguez Mendoza, “¡Viva la religión y mueran los protestantes!”, pp. 204-205. Archivo Histórico de Jalisco, ramo Gobernación, asunto Iglesia (1867-1911), 039/AHJ/G. 4/1873, exp. 3855. Olvera Maldonado, “Catálogo del ramo de Gobernación, asunto Iglesia (1867-1911)”. Éste y otros hechos violentos en contra de los protestantes pueden verse en González y González, Obras 3. El siglo de las luchas. El indio…, pp. 519-520; Juan Panadero, núm. 105 (5 mar. 1874).

30El Progresista, núm. 267 (25 dic. 1873), p. 2.

32Las acusaciones de comunismo eran habituales desde el bando conservador o desde el liberal, una especie de sambenito de aplicación generalizada.

34AHPEM, Movimiento de gavillas, año 1875, c. 4, exp. 70, ff. 15 y 17. Benito Mesa (o Meza), zamorano, otro de los líderes de la revuelta en la región.

35El Progresista, núm. 382 (1o feb. 1875), pp. 3-4.

36AHPEM, Movimiento de gavillas, c. 5, exp. 79, ff. 2-8. Con una dureza que más adelante sería ratificada por una legislación específica, al prefecto le instruían que, a quienes estaban obligados a dar aviso y no lo hicieran, les aplicara el reglamento sobre salteadores y plagiarios.

37 Íñiguez Mendoza, “¡Viva la religión y mueran los protestantes!”, pp. 285-286. El Progresista, núm. 416 (31 mayo 1875), pp. 3-4. AHPEM, Movimiento de gavillas, 1875, c. 4, exp. 67, f. 14.

38SEDENA, Historia, exp. XI/481.4/9211, f 48; El Progresista, núm. 436 (9 ago. 1875), pp. 2-4.

39El Progresista, núm. 441 (6 ago. 1875), pp. 3-4.

40 Íñiguez Mendoza, “¡Viva la religión y mueran los protestantes!”, p. 307. AHPEM, Movimiento de gavillas, 1875, c. 2, exp. 13, ff. 27-31.

41AHPEM, Movimiento de gavillas, año 1875, c. 3, exps. 28 y 41. El Progresista, núm. 393 (11 mar. 1875), pp. 2-3.

44AHPEM, Movimiento de gavillas, año 1875, c. 3, exp. 51, ff. 8 y ss.

46El Progresista, núm. 499 (17 abr. 1876), p. 2. De acuerdo a una carta particular, “Tlazazalca desapareció para siempre del catálogo de los pueblos”. Aun La Voz de México, periódico católico y prorreligionero, reconocía las atrocidades cometidas.

47SEDENA, Cancelados, exp. XI/III/ 1-72, Gral. Mariano Escobedo, tomo I.

48El Progresista, núm. 472 (13 ene. 1876), pp. 1-2. Íñiguez Mendoza, “¡Viva la religión y mueran los protestantes!”, pp. 359 y ss. Por las mismas fechas, “el Prefecto de Zitácuaro compraba cincuenta rifles Remington para armar a la Guardia Nacional de su pueblo, pagados de los fondos de dicha Guardia”, de tal suerte que eran los mismos ciudadanos quienes sufragaban, en buena parte, los gastos de la campaña; otro tanto ocurría en Huetamo. Íñiguez Mendoza, “¡Viva la religión y mueran los protestantes!”, pp. 362-363. El Progresista, núm. 476 (27 ene. 1876), pp. 1-2, y núm. 477 (31 ene. 1876), p. 2.

49Aquí se hace inevitable la comparación con sus homólogos de medio siglo después, los cristeros de 1926-1929, que en algunas regiones -porciones considerables de los estados de Jalisco y Zacatecas, por ejemplo- establecieron gobiernos civiles con todas las funciones de un Estado propio, sustraído por completo al gobierno al que combatían.

50 Íñiguez Mendoza, “¡Viva la religión y mueran los protestantes!”, pp. 403-407. Sobre todo, el más notable entre los periódicos católicos, La Voz de México, y de acuerdo a los artículos que El Progresista reproducía, también un periódico conservador zamorano: El Colaborador.

54Cecilia Adriana Bautista lo ha expuesto con claridad en su tesis “La reorganización de la Iglesia en el arzobispado de Michoacán, 1868-1897”, 1997.

59En junio de 1876, entre los documentos recogidos a un coronel religionero se encontró uno cuyo encabezado era éste [respetando la ortografía]: “Ejercito Salvador de la Religion y del Buen Horden y porfirista 1ª Dibicion Juares”: El Progresista, núm. 519 (26 jun. 1876), p. 1; núm. 520 (30 jun. 1876), pp. 1-2. Incluso antes, en marzo, habían entrado a Pátzcuaro tropas combinadas de religioneros y porfiristas.

60 Íñiguez Mendoza, “¡Viva la religión y mueran los protestantes!”, p. 425. Lerdista fiel, Régules había dirigido en gran parte la campaña contra los religioneros, de tal suerte que esta captura representaba, para el exreligionero general Juárez, una venganza perfecta.

61La Voz de México (3, 4, 5, 9 y 11 ene. 1877), pp. 1-2; El Pensamiento Católico (5, 15 y 19 ene. 1877), pp. 1-2. El periódico católico moreliano afirmaba que el general Porfirio Díaz, con su victoria, se había ganado un puesto “a la altura de los Guillermo Tell y de los Washington”.

Siglas

AGN

Archivo General de la Nación, sección Gobernación, segunda sección, Ciudad de México, México.

AHPEM

Archivo Histórico del Poder Ejecutivo de Michoacán, sub-serie Movimiento de gavillas, Morelia, México.

AHJ

Archivo Histórico de Jalisco, ramo Gobernación, asunto Iglesia, Guadalajara, México.

BPEJ

Biblioteca Pública del Estado de Jalisco “Juan José Arreola”, Guadalajara, México.

BMLT

Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada, Ciudad de México, México.

HUMSNH

Hemeroteca de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Morelia, México.

MRP

Archivo Mariano Riva Palacio, Biblioteca Nettie Lee Benson, Universidad de Austin, Austin, Texas.

SEDENA

Archivo Histórico de la Secretaría de la Defensa Nacional, secciones Historia y Cancelados, Gral. Mariano Escobedo, Ciudad de México.

Recibido: 10 de Diciembre de 2020; Aprobado: 01 de Junio de 2021

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