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Historia mexicana

On-line version ISSN 2448-6531Print version ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.72 n.3 Ciudad de México Jan./Mar. 2023  Epub Jan 30, 2023

https://doi.org/10.24201/hm.v72i3.4210 

Reseñas

Sobre Serge Gruzinski, ¿Para qué sirve la historia?

Roberto Breña1 

1El Colegio de México

Gruzinski, Serge. ¿Para qué sirve la historia?. Madrid: Alianza Editorial, 2018. 245p. ISBN: 978-849-181-030-8.


Tres años después de haber sido publicado en francés, apareció la traducción del libro L’histoire, pour quoi faire? del célebre historiador galo Serge Gruzinski, quien no requiere de presentación alguna. Por el título, uno esperaría un texto más sobre el oficio de los historiadores, sobre los alcances de la historia, sobre sus límites, etc. Sin embargo, estamos frente a un texto que no dice prácticamente nada sobre esos temas, como el propio autor lo adelanta en el prefacio: “Este no es un libro de historiografía” (p. 37). Es en ese mismo prefacio en donde se pueden encontrar las claves para saber de qué va un libro cuyo título, me parece a mí, no refleja bien su contenido y sus intenciones. Lo que realmente le importa a Gruzinski, expresado en forma muy breve, es el paso de lo local a lo global en el mundo de hoy y las implicaciones de este paso para la enseñanza de la historia. Dicho de forma menos sucinta, este libro revisa cómo la mundialización, la revolución digital, el deterioro de la supremacía de Occidente, el despertar del islam, el retorno de China y el empuje de los países emergentes han modificado el mundo actual y cómo estos cambios deben modificar la manera en que se enseña la historia en este siglo XXI. Una manera que, desde la perspectiva del autor, tiene algunas de sus raíces y algunos de sus antecedentes en el mundo ibérico del siglo XVI (un mundo que se convierte en el tema protagónico de ¿Para qué sirve la historia? en el último tercio del libro).

La historia europeocentrista ya no tiene cabida en la academia actual y, por tanto, hay que enseñar la historia de un modo distinto, muy distinto diría el autor. Esto es lo que, sobre todo, como quedó dicho, se propone en este libro. Para lograrlo, al final del prefacio Gruzinski la emprende contra lo que podríamos denominar la “historiografía tradicional”. Para él, “los debates de los historiadores” solamente se plantean redefinir “viejos cotos reservados” y, en consecuencia, lo único que hacen es mantener las viejas rutinas académicas. Asimismo, esos debates “sólo conciernen a círculos de especialistas”. Estamos pues frente a un intento por hacer un nuevo tipo de historia que, además, pretende dejar atrás un mundo académico que se considera anquilosado, básicamente porque no ha podido mantener el paso de la globalización y el mestizaje que definen al siglo XXI.

Comienzo por afirmar que en esa academia historiográfica occidental que Gruzinski tiende a mirar de reojo a lo largo de su libro yo percibo una vitalidad notable en los tiempos que corren. Más importante para el libro que nos ocupa es que si hay una historia “de moda” en dicha academia es, justamente, la historia global. No es éste el lugar para discurrir sobre los enormes retos que enfrenta y sobre las limitaciones que ha mostrado dicha historia hasta la fecha. Empezando por esa ambición de abarcarlo todo, pero en una sola lengua (la de Shakespeare obviamente). Una empresa que me parece condenada al fracaso si lo que se pretende es llevar a cabo una historia verdaderamente global. Si además muchos de los esfuerzos “globalistas” han sido de autores individuales que casi siempre tienen el inglés como lengua materna o de adopción académica, me temo que la historia global está condenada a quedarse corta en sus pretensiones, por lo menos mientras no modifique ciertas prácticas que tienden a caracterizarla en la actualidad, más allá de sus intenciones programáticas. Regresemos al libro de Gruzinski.

Entiendo que, como escribe el autor, “lo ‘local’ y lo ‘global’ están ligados” (p. 54). Sobra decir que esa relación es por demás compleja; considerando esta complejidad, no estoy seguro de que una provocadora cita de la coreógrafa Pina Bausch (pp. 40-41), una foto de Kader Attia de unos adolescentes jugando futbol en Tazoult con un arco romano como portería (p. 41), otra cita del mariscal Saint-Artaud (p. 42), un párrafo sobre la FIFA (p. 47), un apartado muy elogioso dedicado a la película Post Tenebras Lux (pp. 48-51) y, por último, un apartado sobre los “piratas” modernos del pueblo de Santarem en Brasil (pp. 51-55) conformen un preámbulo que no sólo sea una abigarrada muestra de la mundialización (de eso no hay duda), sino que nos proporcione elementos para contestar la pregunta que le preocupa a Gruzisnki y con la que termina el primer capítulo: ¿cómo dar clases de historia en el siglo XXI?

Si lo local y lo global están íntimamente ligados, convendría no sólo mostrar situaciones “glocales” muy diversas, sino quizá hilar más fino para enseñar a los lectores que con frecuencia esta ligazón puede ser bastante más tenue de lo que los historiadores globales o “globalistas” plantean con asiduidad. No basta jugar futbol ante un arco romano o la existencia de miles de DVD piratas en un pueblo de la Amazonia brasileña para probar que nuestro mundo es un mundo globalizado en un sentido tan fuerte que no hay otra manera de estudiarlo más que desde la perspectiva de la historia global. La historia, en gran medida, está y estará en los matices y en las particularidades. Por supuesto, sin cierto nivel de generalización no se puede escribir historia, pero pretender verlo todo desde la óptica global difícilmente dará cuenta de las peculiaridades que nos ayudan tanto o más que las generalizaciones y las conexiones a entender lo que ha pasado. Enfatizo estas cuatro palabras porque el intento de hacer historia del futuro o para incidir sobre el futuro (tan caro a cierta historia global) me parece una muestra más de esa ambición desmedida que percibo en cierta historia global (en ¿Para qué sirve la historia? hay varios ejemplos de esa “historia futurista”; la expresión es mía). Dicho lo anterior, es imposible no estar de acuerdo con Gruzinski cuando afirma que las poblaciones mestizas de muchas sociedades europeas actuales deben llevar a los docentes del continente a modificar su manera de enseñar la historia. Más aún ahora, como señala con razón el autor, pues estamos en tiempos de nacionalismos cada vez más excluyentes.

En lo que es imposible para mí coincidir con Gruzinski es en que si ignoramos las series de televisión y ciertas películas (el autor muestra con fruición a lo largo del libro sus preferencias cinematográficas), es imposible reflexionar sobre la escritura de la historia en un contexto mundializado (como plantea en la p. 89). Esta misma especie de embrujo respecto a la imagen lo lleva a escribir lo siguiente: “¿Se necesita todavía la historia para construir el pasado? Los flujos de imágenes que inundan el planeta todavía no han destronado lo escrito, pero hacen tambalearse el tándem que, desde hace milenios y en una parte del planeta, forman la escritura y la historia” (p. 93). Una vez más, creo que hay que matizar y no dejarse seducir por preguntas retóricas y sugerencias que pueden contener o sugerir aspectos atendibles, sin duda, pero que hay que tomar con más de un grano de sal. ¿De veras los historiadores tienen que ir con frecuencia a las salas de cine o pasar más tiempo ante las pantallas de televisión para mejorar su desempeño docente? Sin duda, la película El arca rusa, del director Aleksandr Sokurov, es una manera interesantísima de acercarse a la historia de Rusia. Sin embargo, ¿es cierto que los historiadores, al igual que Sokurov, se limitan a servirse de los testigos del pasado para “transmitir su opinión” (p. 110), o que con las libertades que el director se toma con la historia de su país “pone en duda todas nuestras certezas” (p. 111) o que posee la audacia “de la que carece el historiador profesional” (p. 112)? La cinematografía sobre temas históricos y la disciplina de la historia no pueden estar en competencia por la simple y sencilla razón de que se plantean objetivos completamente distintos (como un cinéfilo como Gruzinski sabe muy bien). Por lo mismo, sorprende que el autor cierre el capítulo 3 afirmando que la cinematografía “puede revelarse como una herramienta de producción de pasado tan sofisticada como la escritura” (p. 113). Una vez más, se echan de menos los matices.

El capítulo siguiente, el 4, dedicado a la ópera, es aún menos atento a los matices que el anterior (yo diría que incluso a la realidad cotidiana de los historiadores de la mayor parte del planeta). Es aquí donde el autor plantea que gracias a la difusión de las retransmisiones, los canales de cable y los DVD, los espectadores de ópera del siglo XXI han crecido exponencialmente. Tanto, que en términos de espacios-tiempo cabe hacer la comparación con los videojuegos, las series de televisión o las películas. Y enseguida afirma: “[…] lo que ocurre en la escena lírica nos concierne tanto o más que lo que difunden otras pantallas, ya que los directores suelen ser maestros de la creación contemporánea cuyas miradas e interpretaciones no pueden dejarnos indiferentes” (p. 116, los énfasis son míos: ¿de quién estamos hablando?).

Llama la atención, por lo menos a quien esto escribe, que las aficiones más o menos exquisitas de una persona en particular (en este caso del historiador francés Serge Gruzisnki) se planteen como parámetros para el resto del mundo y para el resto de los historiadores. Sobre esta temática, me pregunto dónde están los matices y las peculiaridades (sobre todo considerando que el autor pretende darle tanta importancia a lo local en su libro). Según él, la labor de un director de ópera “se asemeja a la del historiador preocupado por la relación que debe mantener con los lectores” (p. 116). Y añade a este respecto: “Una sala de ópera no es un libro de historia, pero forma parte de los dispositivos contemporáneos que conforman nuestra relación con el tiempo” (p. 118, el énfasis es mío). “¿Ha dejado alguna vez la ópera de interferir con nuestra percepción de la Historia?” (p. 118, el énfasis es mío; la mayúscula es del original). Las modernas, modernísimas, puestas en escena de la ópera actual en las que se mezclan tiempos históricos con absoluta despreocupación y presupuesta creatividad no tienen por qué ser un estímulo para todos los historiadores, como sugiere Gruzinski (p. 123). Lo es para él, evidentemente, pero habría que ver cuántos profesores de historia en el mundo asisten a la ópera con relativa frecuencia o ven ópera en sus pantallas. Sin duda, muchos menos de los que sugiere ¿Para qué sirve la historia? En cualquier caso, ¿a cuenta de qué tantas generalizaciones basadas en experiencias y sensibilidades personales? En cuanto a los matices, ni sus luces (aunque sólo fuera para referir las enormes diferencias respecto a historiadores que no pertenecen al Occidente “más occidental”, el cual, dicho sea de paso, es el contexto geográfico del que surgieron prácticamente todas las óperas consideradas por Gruzinski en su libro).

El capítulo 4 se cierra con una apología de los videojuegos con temáticas históricas. Al respecto, el autor se da perfectamente cuenta de que juegos como Civilization eliminan los detalles históricos específicos y rezuman por los cuatro costados los presupuestos de las ideologías predominantes (“conservadoras y occidenatolocéntricas” escribe el autor; habría que agregar “machistas”). Esto no impide, sin embargo, que, según Gruzinski, “algunos educadores ven en ello el advenimiento de un nuevo modo de expresión histórica que explota las tecnologías más avanzadas y rompe con la pasividad del lector de libros de historia” (p. 127). En esta misma línea, el capítulo termina con un envite más a los historiadores: “¿Podrían los historiadores profesionales, que nunca han controlado la producción de los pasados y que se enfrentan con la competencia en todas las formas que hemos considerado, encarrilar de nuevo [sic] el videojuego por la vía de la reflexión histórica?” (p. 128). La pregunta es retórica, o eso me parece a mí. Sobre todo, por una razón muy simple: los “historiadores profesionales” no tienen control alguno sobre unos juegos a cuyos dueños la historia les importa un comino. La reflexión que aquí procede no es de naturaleza histórica, sino una reflexión mínima sobre cómo funcionan las sociedades capitalistas.

El capítulo 5 se titula “¿A mundo globalizado, historia global?”. Es claro lo que el autor quiere decirnos con ese título: lo global presupone lo local, pues están indisolublemente ligados, y, por ende, no cabe ignorar a este último. Sin embargo, en dicho capítulo se establecen vínculos globales entre el mundo otomano y el americano durante el siglo XVII con base únicamente en dos libros: Repertorio de los tiempos y Tarih-i Hind-i garbi (Historia de la India occidental). El primero fue publicado en 1606 en Nueva España por Henrico Martínez. Estos dos libros le bastan a Gruzinski para escribir lo siguiente: “México se interesaba en ese mismo momento por la historia de los turcos como lo hacía Estambul por la del Nuevo Mundo” (p. 141). Para el autor, este “interés mutuo” entre el mundo otomano y el mexicano (cabe apuntar que Martínez no era novohispano, sino que había nacido en Hamburgo y había vivido muchos años en Madrid) “dejaba atisbar una geografía global de los imaginarios que hoy en día no puede dejar indiferente” (p. 144). En este mismo sentido, ¿se puede afirmar que el islam “marcó profundamente” a las sociedades indígenas con base en que bajo la tutela de los misioneros españoles los pobladores indígenas practicaron los combates fingidos entre moros y cristianos en ciertas celebraciones religiosas? (p. 143). Si es cierto que “no hay historia global sin una base local ubicada con exactitud”, como afirma el autor (p. 149), ¿no cabría tomarse más en serio lo local y no transformarlo en global al menor indicio de “globalidad”? En esa misma página, Gruzinski escribe: “Para ingresar en la historia global es preciso traspasar la puerta de lo local”. Supongo que eso va de suyo, pero el punto a debatir aquí es ese afán de cierta historia global por poner entre paréntesis lo local e interpretar a las personas, los hechos y las evidencias en clave eminentemente global.

Una cosa es hablar de globalidad, modernidad y mestizaje y otra, no equivalente, es asumir la existencia de una globalidad que modifica radicalmente la manera en que debe enseñarse ahora la historia. Por más que lo afirme al autor al final del capítulo 5, no basta la ubicuidad planetaria de los celulares, las pantallas y los DVD para justificar una enseñanza de la historia globalista y globalizadora, por decirlo así. En aras de terminar con las historias nacionales y con la historia única (la europea primero y ahora, añado yo, la estadounidense), no basta el mantra de una globalidad omnipresente. Lo global tiene grados, niveles, matices. Convertir a los celulares, las pantallas y los DVD en los artilugios que definen si estamos o no instalados en la globalidad, y con base en esa “instalación” arremeter contra los historiadores profesionales que parecen no darse cuenta de nada respecto al mundo que habitan me parece una postura simplificadora y más bien ingenua.

En cuanto Gruzisnki entra al tema del nacimiento de Europa (capítulo 6), el libro se vuelve, en mi opinión, mucho más interesante. Tiene razón el autor cuando afirma que los historiadores actuales tienden a dejar de lado las épocas “lejanas” para concentrarse en la época contemporánea, sobre todo el siglo XX. “Rememos pues a contracorriente, abogando por una historia instalada en el largo recorrido, que vaya a buscar materia de diálogo con el mundo de hoy más allá del siglo XIX y la era de las revoluciones” (p. 161). En el capítulo 6 el autor analiza varios temas que son de la mayor importancia para su manera de entender la historia de Occidente y la historiografía occidental contemporánea: el descubrimiento de América, el “giro hacia el Oeste”, la apropiación del mundo por parte de Europa y el afán secular de gran parte de la historiografía occidental por negar la enorme aportación que han hecho portugueses y españoles a la historia del mundo. “La ignorancia de la historia portuguesa y los efectos prolongados de la leyenda negra han contribuido considerablemente a arrumbar ese pasado en unos confines exóticos o poco recomendables” (p. 181). Para Gruzinski, el Renacimiento italiano no es la “referencia absoluta” de la modernidad y la revolución que trajo consigo Magallanes es tan importante como la de Copérnico. Propone, por tanto, abrir la historia europea; un planteamiento con el cual creo que coincidirán, junto conmigo, muchos de los lectores del libro que nos ocupa. Un poco más adelante, el autor defiende persuasivamente por qué es absurdo excluir a América Latina de lo que se entiende por “Occidente”, como cierta historiografía, sobre todo anglosajona, ha pretendido y pretende.

Es también en el capítulo 6 donde el autor vuelve a un punto que había expresado antes en su libro: no terminaremos con el europeocentrismo historiográfico imperante con un enfoque como el de los postcolonial studies, que no hace más que remplazar el “ombliguismo” europeo por el “ombliguismo” de las excolonias, el cual pretende convertir a Europa en provincia dentro de una reivindicada historia poscolonial. La historia debe verse desde perspectivas distintas, sin duda (sobre todo después de siglos de historia imperial e imperialista), pero de ahí a negar la historia in toto hay un abismo que ningún historiador poscolonial o iberoamericano debería ignorar, so pena de caer en una historia alternativa, sin duda, pero facticia y ficticia.

Los “tiempos ibéricos”, concretamente el siglo XVI, son sin duda fundamentales para entender el mundo moderno. Es ahí donde empieza un mestizaje racial, social y cultural que sigue con nosotros. Un mestizaje que, sin embargo, como Gruzinski nos recuerda, tiene sus límites: “Al entrar en la escalada de la globalización, las élites coloniales manifiestan localmente su adhesión indefectible a modelos europeos con tanta mayor fuerza y arrogancia en la medida en que ello les permite diferenciarse de las masas indígenas o mestizas” (p. 205). Los matices, como lo deja ver esta cita, son fundamentales. En este caso, para algo tan importante como mostrar que el traído y llevado mestizaje tiene límites muy claros en un aspecto que me parece crucial para explicar cómo funcionan, se desarrollan y se perpetúan las sociedades latinoamericanas desde entonces y hasta la actualidad.

El epílogo del libro se titula “¿Qué historia enseñar?”. Es en las dos últimas páginas del mismo donde Gruzinski plantea el meollo de su respuesta. Según él, la disciplina histórica europea ha decidido ignorar tradiciones historiográficas que proporcionaban una visión distinta sobre el mestizaje. El siglo XVI fue un atisbo de lo que pudo haber sido esa disciplina o, por lo menos, de algunos temas que nunca debió haber desechado. Sin embargo, no hubo continuidad en los siglos posteriores y por eso la necesidad actual de acercarse al Nuevo Mundo con otros ojos historiográficos. Aquí estaría, según el autor, la “lección” del Nuevo Mundo. Por mi parte, creo que, más allá de que hayan existido o no antecedentes ibéricos (más bien iberoamericanos, diría Gruzinski), en la actualidad debemos aproximarnos a la historia de América Latina con una mirada diferente. Con una mirada que, para empezar, no acepte acríticamente los principios, enfoques y asertos de una historiografía, ahora sobre todo estadounidense, que parece marcar en casi todo las pautas y las modas a seguir. Cada quien, en su campo de especialización, debe presentar la batalla académico-intelectual que, me parece, con frecuencia hay que entablar con dichas pautas y dichas modas. Aquí estaría, para mí, la verdadera “lección” que puede impartir el Nuevo Mundo, pues no se trata de un puro rechazo, sino de hacer propuestas interpretativas distintas. No debemos adoptar la “visión de los vencidos” (como escribe Gruzinski en la p. 137), pues solo estaríamos remplazando un “centrismo” por otro. El resultado, sobra decirlo, sería una historia tan ideológica, parcial y homogénea como la que se pretende combatir.

Por último, no creo que para el cultivo de la historia que el autor propone debamos privilegiar a los creadores televisivos, cineastas, artistas plásticos, coreógrafos y demás escenógrafos que él tanto admira, en detrimento de esos historiadores “rutinarios” a los que alude en el último párrafo del epílogo. Tampoco me parece que dichos historiadores hagan “perder terreno continuamente” a la Historia o que sus productos puedan ser considerados “kilómetros de literatura gris”, como se puede leer ahí mismo. Imágenes como las anteriores pueden resultar llamativas para algunos, no lo dudo, pero desde mi punto de vista su efectismo difícilmente contribuye a sentar las bases o los parámetros de una nueva manera de enseñar la historia. En cualquier caso, la vida, la historia y la Historia son bastante más complejas de lo que sugiere la contraposición que se deriva de lo expresado por el autor aquí y en otras partes del texto reseñado: historia creativa versus historia rutinaria (esta última, supuestamente cultivada por la inmensa mayoría de los historiadores actuales). Creo que no es con contraposiciones simplistas como ésta que se aportan contenidos, base de cualquier enseñanza. No tanto para responder a la insondable pregunta ¿para qué sirve la historia?, sino a la que más le interesa a Gruzinski en su libro: ¿cómo enseñar la historia hoy?

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