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Historia mexicana

On-line version ISSN 2448-6531Print version ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.72 n.3 Ciudad de México Jan./Mar. 2023  Epub Jan 30, 2023

https://doi.org/10.24201/hm.v72i3.4197 

Reseñas

Sobre Ángel Israel Limón Enríquez, El Senado mexicano y las reformas a la Constitución a finales del siglo XIX

Israel Arroyo1 

1Benemérita Universidad Autónoma de Puebla

Limón Enríquez, Ángel Israel. El Senado mexicano y las reformas a la Constitución a finales del siglo XIX. México: Tirant lo Blanch, 2019. 219p. ISBN: 978-84-9190-600-1.


En 2016 un nutrido grupo de latinoamericanistas nos reunimos en LASA para conocer cómo estábamos en materia de congresos en América Latina. El panorama no fue halagüeño. Lo que había predominado en las grandes historias del continente americano -por ejemplo, Leslie Bethell y John Lynch- eran estudios sobre caudillos, golpes militares, cacicazgos, corporaciones económicas y eclesiásticas, personajes artísticos y culturales, redes familiares y empresariales. Pero casi nada sobre las asambleas o congresos como actores centrales de los diseños del cambio político en el siglo XIX (lo mismo se puede decir sobre los estudios del poder judicial). Esto tiende a cambiar gradualmente -recomiendo el dossier de la revista alemana Jarhbuch, 2019-, aunque todavía no alcanza a ser suficiente para el tamaño de lo que debemos cubrir en lo espacial y temporal del ámbito latinoamericano.

En contraste, en México no parece haberse descuidado el estudio de los congresos en la era decimonónica. Contamos, al menos, con más de 20 autores que han estudiado los congresos mexicanos. Sin embargo, la lista se reduce si el referente es el Senado de la República. El libro de Ángel Limón se suma a esta última tradición. Tan sólo por este hecho su obra merece algunas reflexiones.

El libro tiene como principal virtud estudiar el Senado por dentro; en específico mediante el funcionamiento de las “comisiones”, sin menoscabo del recuento cuantitativo de su quehacer legislativo durante la era porfiriana. Frente al lugar común o la cobertura periodística del presente, sabemos que lo que ocurre en el pleno de las asambleas no siempre explica cómo suceden las cosas, en parte por el desarrollo de los partidos políticos en donde impera la disciplina partidaria, pero sobre todo porque las iniciativas presentadas se procesan en las comisiones y los liderazgos legislativos y en las negociaciones que ocurren fuera del Congreso (en las cúpulas partidarias o con los agentes del poder ejecutivo). En el siglo XIX mexicano no hubo presencia de partidos políticos modernos hasta el final del porfiriato, aunque sí de grupos y clubes políticos que repercutieron en la composición de los congresos en sus dos cámaras. Esto lleva a la necesidad de estudiar con la misma prestancia tanto lo ocurrido en las asambleas plenarias como en las comisiones. Salvo una que otra excepción, la historiografía sobre congresos se ha detenido más en los plenos -ante todo los de orden constituyente- y no en lo acontecido en las comisiones, lo cual sienta un buen precedente en la obra reseñada.

En el texto de Limón Enríquez podemos observar qué tipo de comisiones existieron en el porfiriato, el tamaño de éstas y la mecánica concreta de su funcionamiento. Asimismo, se avanza tanto en el entendimiento de quiénes solían integrar dichas comisiones (el lector puede acceder a una especie de prosopografía legislativa) como en su rotación en las mismas. De los 50 nombres que estudia, encontró que 23 de ellos (46%) repitieron en el cargo en una o más ocasiones. Este dato permite reflexionar sobre un tema pocas veces discutido en la materia: la disyuntiva entre la experiencia legislativa y la fugacidad de la rotación por una sola vez en el cargo.

La obra también refiere el trabajo global en las comisiones del Senado mexicano durante 37 años: la dictaminación de 3 500 iniciativas de todo orden. En el terreno cuantitativo, es posible inferir un diagnóstico de lo que hoy se denomina eficiencia legislativa. No obstante, el trabajo va más allá de las cifras para abordar el ámbito cualitativo. En particular, a la Comisión de Puntos Constitucionales le tocó emitir 615 dictámenes, 26 de los cuales correspondieron al ámbito constitucional, y 10 a la desaparición de poderes y una reforma de gran calado “congelada”.

La otra gran virtud de El Senado mexicano se refiere, precisamente, a la reactivación del debate sobre el desempeño del Senado en la era porfiriana: papel moderador o de tipo colegislador. Limón Enríquez sostiene que el Senado en México tuvo un papel moderador de lo sancionado por la Cámara de Diputados. Cabe preguntarse qué lo hacía ser una u otra cosa.

La bibliografía sobre el tema indica que una cámara moderadora -generalmente se trata de la Cámara Alta en los regímenes parlamentarios como el inglés o de la representación senatorial en los regímenes federalistas o centralistas latinoamericanos- juega este papel si mantiene en sus competencias, por lo menos, tres restricciones: no tener derecho de iniciativa en las propuestas de reforma, no poder ser cámara de origen en las mociones que llegan al poder legislativo y, sobre todo, no poder modificar o reformar lo previsto en la cámara de origen. En breve, sólo puede “revisar” lo sancionado por la cámara de origen: aprueba o desecha la reforma que se le somete a su deliberación. La idea de fondo es constituir un contrapeso desde el interior del poder legislativo para evitar la precipitación y el espíritu de partido propio de los sistemas de asamblea única.

Estos tres rasgos no formaron parte del diseño constitucional del bicamerismo mexicano. Recuérdese que el constituyente de 1857 sancionó un poder legislativo unicameral. Y que fue hasta noviembre de 1874 que se restauró el sistema bicameral (la primera elección popular de la segunda mitad del siglo XIX ocurrió en 1875). Sin embargo, la restauración senatorial -la reforma de 1974 y sus leyes secundarias- no contempló los límites referidos más atrás. Por el contrario, el nuevo Senado tuvo la posibilidad de que sus miembros tuvieran derecho de iniciativa de la misma forma que los integrantes de la Cámara de Diputados. Además, cualquier iniciativa -independientemente de su procedencia- podía ser remitida a la representación federal para que fungiera como cámara de origen. Y fuera de las competencias exclusivas de cada cámara, se le otorgaron todos los atributos para rechazar global o parcialmente una propuesta de reforma, así como modificar o adicionar todo aquello que creyeran pertinente. En pocas palabras, el diseño constitucional de 1875 correspondió a un papel colegislador del Senado mexicano en igualdad de circunstancias que la Cámara de Diputados. Durante el porfiriato no hubo variación alguna de estos términos.

Entonces, cabe preguntarse por qué Limón Enríquez propone caracterizar al Senado mexicano de la era porfiriana como una cámara moderadora. Su moción se deriva del extraordinario trabajo empírico que realizó en el estudio. Del total de las iniciativas de reforma constitucional, las 26 ya referidas, en tan sólo una de ellas el Senado fungió como cámara de origen. Por lo tanto, la representación federal no quiso, en el terreno legislativo, ejercer su atribución como cámara de origen, lo que lo acerca a funcionar como una asamblea revisora. Faltaría analizar qué sucedió con las más de 20 reformas constitucionales ocurridas en el periodo estudiado; esto es, si el Senado mexicano ejerció o no su atribución colegisladora en cuanto a impulsar modificaciones o adiciones a dichas iniciativas (el libro reseñado no aborda esta dimensión empírica, salvo en el conato de reforma a la Suprema Corte de Justicia). Pienso, de cualquier modo, que el autor de El Senado mexicano estaría de acuerdo conmigo en postular que la cámara federal tuvo un diseño colegislador, aunque en el terreno concreto ejerció una práctica política -en este caso, parlamentaria- moderadora. En última instancia, el lector es quien tendrá la última palabra.

Quiero, finalmente, abordar el conato de reforma de la Suprema Corte de Justicia en 1893. Limón Enríquez utiliza este caso para proporcionar al lector una dimensión cualitativa del funcionamiento de ambas cámaras, pero en mi opinión también permite repensar el tema de la división de poderes en pleno porfiriato.

La obra describe el contenido y pormenores de cómo se fue procesando la reforma que buscaba independizar el poder judicial mediante la supresión de la elección popular de los magistrados de la Suprema Corte y la inamovilidad de éstos, así como eliminar la intervención del poder ejecutivo en la elección de los cargos subalternos de dicho poder. Las Comisiones de Puntos Constitucionales y la de Justicia se dividieron pero llegaron a un acuerdo: transigieron en la inamovilidad de los magistrados, aunque conservarían la elección popular como había sido diseñada desde 1857. La moción se subió al pleno, fue debatida y finalmente aprobada por 70% de los 165 diputados presentes. Cuando se remitió al Senado, simplemente la congeló. A Limón Enríquez no le cabe duda de que éste fue un acto de revisión. El Senado, mediante su silencio, hizo uso de la facultad de cámara moderadora.

El caso refuerza el argumento central de su libro y el papel moderador del Senado en la práctica política. No insisto más. Sin embargo, también abre un abanico de preguntas e interpretaciones sobre el significado político de esta decisión parlamentaria.

El funcionamiento de los poderes públicos en el régimen porfiriano fue menos vertical de lo que generalmente se asume. La iniciativa de reforma de 1893 hubiera sido un cambio de gran calado en la división de poderes e ilustra la gran autonomía que tuvo la Cámara de Diputados frente al presidente de la República. Gracias a la alianza de Díaz con el Senado no prosperó este acto de “rebeldía” legislativa. Por lo tanto, el libro de Limón Enríquez permite ponderar la división de poderes realmente existente en el régimen porfiriano. En los años noventa todavía no existía un poder omnipotente de Porfirio Díaz. Y en dado caso, lo que debemos buscar es cómo se fue construyendo la hegemonía del presidente de la República y cómo se gestó ese periodo -sobre todo la primera década del siglo XX- de gran debilidad del poder legislativo en los últimos años del gobierno de Díaz.

Asimismo, haría falta explorar con mayor profundidad el carácter dinámico de las alianzas, pérdidas y ganancias entre los poderes públicos. Se sabe, por el excelente libro de María Luna sobre El Congreso y la política mexicana, que a veces el ejecutivo entablaba alianzas con una u otra cámara. Otras más, usaba al Senado -las intervenciones federales son el ejemplo más claro, pero no el único- para lograr una reconfiguración de las fuerzas políticas locales. El Senado de la República, desde su restauración en 1875, vino a modificar la manera en que empezaron a relacionarse los poderes públicos.

Por todo esto, auguro que El Senado mexicano se convertirá en un referente ineludible para seguir repensando el funcionamiento de los temas bicamerales y la fuerza dinámica del poder legislativo frente a los otros poderes públicos y los poderes territoriales en el federalismo mexicano.

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