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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.72 no.3 Ciudad de México ene./mar. 2023  Epub 30-Ene-2023

https://doi.org/10.24201/hm.v72i3.4578 

Artículos

El reparto liberal de tierras de las “comunidades indígenas” del distrito de Tacámbaro, Michoacán, 1868-19051

The Liberal Redistribution of the Lands of “Indigenous Communities” in the District of Tacámbaro, Michoacán, 1868-1905

Antonio Escobar Ohmstede1 

1Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social


Resumen

Los procesos de individualización de la tierra fueron por diversos caminos en las entidades republicanas del México decimonónico que contaban con poblaciones indígenas. En este caso se analizará el proceso del reparto de tierras en el Distrito de Tacámbaro, Michoacán, con base en las leyes que se publicaron en dicha entidad durante el siglo XIX, las que pretendían que las “comunidades indígenas” repartieran sus bienes comunales. Proceso que se verá a través de los llamados libros de “Hijuelas”. Dividir los bienes colectivos tenía características fiscales a través de la “contribución predial”, impulsar la creación de propietarios privados y distribuir las tierras entre los propios habitantes de las comunidades. Los pueblos que compusieron el Distrito de Tacámbaro comenzaron sus repartos desde la década de los 1830 y aun en 1905 se seguía mencionando la existencia de terrenos comunes que deberían repartirse, por lo que se observaran los momentos, la legislación, los conflictos internos, el papel de las comisiones y apoderados con el fin de comprender los acontecimientos que se dieron por casi 70 años.

Palabras claves: Reparto de tierras liberal; Tacámbaro; Comunidades indígenas; legislación

Abstract

The process of individualizing the land went down many different paths in those districts of nineteenth century Mexico that had an Indigenous population. This article will analyze the process of redistributing land in Tacámbaro, Michoacán, based on the laws in force in that district in the nineteenth century, which tried to divide up the commons of “Indigenous communities.” This process can be seen through the land registry books. Dividing up collective goods had certain fiscal characteristics, through a property tax that encouraged the establishment of private property and the distribution of lands to the community’s residents. The peoples that made up the Tacámbaro District began to redistribute their lands in the 1830s and, in 1905, the existence of common lands to be divided up continued to be mentioned. This article observes different moments in time, legislation, internal conflicts and the role of land commissions and agents in order to understand these events that played out for nearly 70 years.

Keywords: Liberal Land Redistribution; Tacámbaro; Indigenous Communities; Legislation

Presentación

Observar y analizar un largo siglo XIX marcado por los cambios suscitados por el liberalismo económico, político, social o “popular”2 nos puede llevar por varios senderos, pero no debemos crear una linealidad histórica desde fines del periodo colonial hasta los efectos de la revolución mexicana de 1910, como si las ideas, acciones y formas no variaran dependiendo de los contextos, momentos, procesos y lugares. Habría que considerar y poner atención en las rupturas, las que sin duda estuvieron a la par de las continuidades, pensadas éstas como formas y maneras de adaptación por parte de los actores sociales, las cuales fueron paulatinas para considerar los derechos de propiedad en los contextos cambiantes que se dieron en México y en Michoacán específicamente.3

El papel de los diversos actores sociales, los cambios políticos, las guerras y las violencias colectivas, las transformaciones y apropiaciones de las naturalezas, así como enfrentar la desposesión de sus bienes y su casi posterior exclusión, fueron para los pueblos indígenas de Michoacán, México y en general de América Latina, procesos que tuvieron diversas raíces y caminos. Ahora tenemos claridad acerca de la diversidad, así como de las respuestas abiertas, veladas o los canales institucionales que se utilizaron, además del papel y función de los intermediarios culturales, sociales o políticos.4

En relación con Michoacán, además de considerar los momentos en que se acentuaron los impactos a corto y mediano plazo sobre los habitantes y bienes de las llamadas “comunidades indígenas”,5 debemos pensar que los espacios territoriales (fueran bosques, planicies o aquellos en competencia con otras unidades territoriales) que mantenían derechos de uso, usufructo o posesión llevaron a conflictividades que se manejaron y presentaron en diversas escalas.

La segunda mitad del siglo XIX michoacano estuvo enmarcada por la búsqueda del libre mercado, la circulación de bienes, la creación de administraciones públicas más sólidas, el cobrar “contribuciones prediales”, los procesos de individualización de la propiedad, una homogenización social en términos legales, discursivos y supuestamente de la realidad, así como por la invisibilización y la posible desaparición, casi por decreto, de las “comunidades indígenas”. Sin embargo, nos corresponde mostrar los matices que se presentan en la historia de las “comunidades indígenas” (Tacámbaro, Nocupétaro, Carácuaro, Purungueo, Acuyo) del que fue el Distrito de Tacámbaro (Michoacán) (véanse el cuadro 1 y el mapa).

Mapa Haciendas, pueblos, tenencias y congregación en el distrito de Tacámbaro, 1863-1909 

Es así que lo que presentaré, considerando un contexto legal y observando a los actores sociales, es lo relacionado al reparto de bienes comunales en el Distrito de Tacámbaro en la segunda mitad del siglo XIX y los inicios del XX. Es un estudio de caso de cómo los bienes colectivos fueron solicitados (o no) para su reparto por sectores indígenas. Aspecto que se verá a través de los libros de “Hijuelas”.6 Este fondo documental contiene las solicitudes, padrones, croquis, así como los problemas y conflictos internos, el accionar de apoderados y representantes, además del papel de las autoridades locales y las múltiples respuestas o solicitudes de informes por parte de las autoridades estatales.7 Con base en lo que se muestra en la documentación, parecería que lo que se observa es el “despojo” de los bienes8 por parte de las autoridades locales o estatales y de aquellos que se asumen como intermediarios (apoderados, representantes). También podemos percibir otro tipo de “despojos”, como los realizados por las propias comisiones repartidoras conformadas por vecinos de las localidades, que podrían ser vistos como actos en que la especulación por el cobro de las rentas se hacía presente, aspectos que se irán mencionando en el transcurso del artículo.

Debo mencionar que, por el tipo de fuente utilizada, lo que en muchos casos se nos presenta es una visión binaria, entre aquellos que deseaban el reparto de las tierras por individuos o por familias y los que esperaban una mejor conservación de lo “colectivo”, por las rentas que generaban y por la forma de utilizar los espacios productivos. Las Hijuelas nos presentan una mirada de cómo a los indígenas les interesó realizar y acceder al reparto, siendo uno de los mayores problemas manifestados por los comisionados y las autoridades gubernamentales el cómo y quiénes podían administrar, manejar y controlar los recursos comunitarios hasta que fueran repartidos. La oposición al reparto nacía por considerar que no habían sido “beneficiados” con una adecuada o suficiente extensión los adquirientes. A la par, no podemos dejar de lado que no sólo se presentan intereses internos en las “comunidades indígenas” del Distrito de Tacámbaro de los que otorgaban “su voz” a los intermediarios (apoderados, representantes), sino también de los que les interesaba manejar y administrar el reparto, los que podrían ser percibidos como las semillas de una posible “burguesía” agraria.9

A la par, los documentos nos hacen pensar en qué papel tuvieron los no indígenas, los notables de los pueblos, o considerar qué deseaban aquellos que solicitaban que los no indígenas fueran excluidos del reparto, pero sí venderles los terrenos, mientras a los indígenas se les repartieran de manera gratuita.10 Quizá lo que podemos aventurar es que en la segunda mitad del siglo XIX se presentaron identidades étnicas/políticas a través de la autoadscripción,11 discursos de interlocución, procesos de mestizaje y una mayor jerarquización interna en las comunidades.

En este artículo presentaremos las leyes más importantes elaboradas por los congresos estatales de Michoacán, con el fin de comprender de qué manera respondieron los habitantes de las llamadas “comunidades indígenas” y sus representantes, dialogando con la historiografía sobre cada uno de los momentos, lo que permitirá a la vez exponer un breve estado de la cuestión sobre el tema. A lo largo del texto se irán mostrando ciertos aspectos en relación con los repartos decimonónicos del Distrito de Tacámbaro, así como lo que implicaron algunas fases del proceso.

Un breve estado de la cuestión a partir de la legislación michoacana y un primer acercamiento al reparto en el distrito de Tacámbaro

Una preocupación constante en la historiografía mexicanista ha sido comprender de qué manera los habitantes de los pueblos indígenas de México lograron paliar, enfrentar o adecuarse a las diversas leyes liberales que afectaban la manera “comunal” en que se utilizaban los recursos naturales.12 Se ha analizado cómo la ley del 25 de junio de 1856, que tenía la intención de crear un mercado de tierras y por lo tanto cobrar los impuestos sobre el bien individualizado, fue la piedra angular que permitió argumentar las restituciones o dotaciones de tierras a los pueblos y sus individuos después de consumada la revolución de 1910. Incluso se puede considerar como un efecto de las leyes liberales, al menos en lo que se refiere a Michoacán y Jalisco, el incremento de la rancherización debido a los repartos de las tierras de las comunidades,13 aunque también deberemos tener en cuenta la existencia de ranchos y rancheros indígenas -antes y después del reparto-, al menos como se presentó en el Distrito de Tacámbaro.14

El reparto y la desamortización de bienes comunales no comenzó a mediados del siglo XIX. La historiografía ha tratado de comprender el papel de las entidades federativas, como el Estado de México, Michoacán, Jalisco, Oaxaca y Veracruz, que impulsaron divisiones de terrenos de manera casi inmediata después de la independencia política.15 Se han elaborado análisis sobre las “artificializaciones” del paisaje,16 así como estudios sobre las abundantes circulares, decretos y leyes que se dieron, en algunos casos antes de la ley federal de 1856 y en otros teniendo como sustento ideológico y jurídico a la misma ley.17 Sin duda, no podemos negar que la aparición de la ley de 1856 y su Reglamento del 30 de julio18 dieron un marco jurídico que se fue ajustando con las subsecuentes circulares y que impactó en la jurisprudencia de las entidades federales las cuales contaban con importantes núcleos de población indígena que conservaban en sus manos los terrenos heredados del periodo colonial.19

Gerardo Sánchez Díaz ha aseverado que las tierras de comunidad en Michoacán no “estuvieron sujetas a las disposiciones jurídicas emanadas de la llamada Ley Lerdo y el estudio de su desarticulación como unidades territoriales a lo largo del siglo XIX y sólo puede fundamentarse en la legislación que sobre el reparto de estos bienes se fue generando en cada estado”.20 Sin embargo, para Michoacán, hay casos en que los actores sociales apelaron a las leyes federales,21 como cuando el prefecto de Uruapan, en enero de 1872, le mencionó al Ministerio de Hacienda que se habían presentado “infinidad” de ocursos en su demarcación solicitando adjudicaciones de terrenos y fincas rústicas de las comunidades indígenas “con arreglo a la ley de junio de 1856”.22 En el caso del municipio de Tacámbaro, entre abril y agosto de 1880, los indígenas pidieron la adjudicación con base en la ley de 1856, pero aclarando que las tierras las iban a dividir ellos mismos;23 sin embargo, el Ministerio de Hacienda y la Suprema Corte de Justicia Nacional -debido al amparo solicitado por los apoderados Casimiro Tenorio y José María Castillo Bautista- los remitieron a la circular del 9 de octubre de 1856 y les negaron la autorización,24 debido a que no habían renunciado a sus “derechos”.

Durante diez meses (abril de 1880 a enero de 1881) y frente a la polarización que el reparto había originado en la comunidad ubicada en el municipio de Tacámbaro, 131 indígenas denunciaron en “común” los terrenos de la comunidad con base en la ley de junio de 1856; sin embargo, el gobierno michoacano se negó, ya que “llevaría a formar otra comunidad”. Lo que pretendían los indígenas, junto con su apoderado Casimiro Tenorio, era aprovechar la ley federal con el fin de eliminar la injerencia del grupo con el que estaban en conflicto y así lograr la adjudicación de los terrenos comunales. La estrategia no resultó, ya que debían renunciar a los derechos como poseedores, aunque los indígenas argumentaron que no eran arrendatarios sino “poseedores en común”.25 Asimismo, a principios del siglo XX, había sectores indígenas que apelaban a las leyes federales y a las estatales de manera conjunta, como cuando 26 habitantes de Carácuaro solicitaron en febrero de 1905 se llevaran a cabo los repartos de terrenos considerando desde la circular del 9 de octubre de 1856 hasta la expedida por el congreso michoacano el 14 de julio de 1902.26

Si bien la legislación podía tratar de ser utilizada a su favor por parte de los apoderados y representantes de los indígenas, quizá se podría agregar que poco se ha tomado en cuenta lo que implicaron las formas en que los habitantes de los pueblos y otros actores sociales, argumentaron y negociaron acuerdos y defendieron sus derechos sobre los recursos naturales, utilizando en ocasiones las propias leyes emanadas de los gobiernos o realizando “componendas” locales no escritas;27 por ejemplo, en el reparto de 1869 los indígenas de Tacámbaro solicitaron mantener una parte de los terrenos en común para el “culto”, lo cual no aceptaron ni el prefecto ni el gobernador. En 1885, la comisión repartidora informaba que no se consideraban dentro del reparto de los bienes las imágenes y alhajas que estaban en poder del párroco, ni el templo que se conocía como hospital, ni tampoco las 250 reses que pertenecían a la Cofradía de la Virgen porque “dudan que existan”.28

Podemos considerar que iniciar las solicitudes de reparto por parte de los indígenas, al menos en el caso del Distrito de Tacámbaro, no fue una estrategia para contrarrestar el interés de los grupos mestizos en acceder a los bienes de la comunidad, sino para mantener una forma de apropiación de los recursos que había estado latente y que implicaba derechos de uso sobre el bien de parte de cada integrante de la comunidad. Por ejemplo, los indígenas de Purungueo solicitaron en 1873 mantener su terreno comunal, con el fin de sembrar y cultivar donde fuera posible,29 lo que también nos habla de su cotidianidad y de la manera en que se desarrollaban sus siembras y asentamientos.

Sin duda, las legislaciones estatales marcaron los rumbos por los que debían repartirse e individualizarse los bienes comunales,30 considerando el conocimiento que los integrantes de los congresos y de los gobiernos tendrían sobre sus entornos inmediatos, así como quizá respondiendo a diversas manifestaciones (escritas o violentas) que tuvieron los indígenas para negociar o detener dichas medidas en sus localidades. En Michoacán se publicaron 32 decretos, circulares, reglamentos y leyes en relación con el reparto de tierras comunales entre 1827 y 1902.31 Lo que llama la atención de la insistencia del gobierno y el Congreso de Michoacán sobre las particiones es que únicamente en el decreto del 25 de diciembre de 1868 se menciona la llamada Ley Lerdo, argumentando que las autoridades debían cuidar la repartición, ya que “hay quienes piden adjudicación de aquellos [terrenos y capitales] en uso de los derechos que para solicitarlos les conceden las disposiciones relativas a la desamortización de bienes de comunidad”.32

En las circulares, decretos y leyes posteriores a la estatal de diciembre de 1851, sólo se hacía referencia a ésta y no a la federal, e incluso cuando se mencionaba la estatal era para dar un periodo perentorio al reparto sin “sujetarse a los principios establecidos por la ley de la materia”. Podríamos pensar que las autoridades de Michoacán utilizaron su soberanía frente al gobierno federal, lo que otras entidades con poblaciones indígenas no realizaron del todo, alejándose de lo que implicaba la ley federal, mas no totalmente de su espíritu. La ley estatal de 1851 estaba enfocada hacia los propios indígenas como beneficiarios del reparto, mientras que la federal de 1856 consideraba básicamente a los arrendatarios como los principales adjudicatarios.33 El objetivo de ambas era crear un mercado, una circulación de propiedad raíz y crear catastros que llevarían al cobro de impuestos.

La legislación en Michoacán y la historiografía

La historiografía con relación a Michoacán y sus “comunidades indígenas” en el siglo XIX ha producido varias decenas de páginas, tanto en términos de lo que implicaban las afectaciones económicas, políticas y sociales en espacios con un alto valor económico, como en lo tocante al proceso del reparto de los bienes comunales desde la década de 1820.34 En general se considera que la historia sobre las reparticiones de los pueblos indígenas comenzó a fines del siglo XVIII con los obispos Manuel Abad y Queipo y Antonio de San Miguel, así como por los decretos promulgados por las Cortés de Cádiz de 1812.35 Ideas que aterrizaron, con variantes y diferencias, en las propuestas de los hombres públicos independientes en Michoacán, como cuando la Diputación Provincial se negó, en 1822, a la parcelación y distribución entre los jefes de familia de Zinapécuaro, pero dio un sí al arrendamiento de las tierras de comunidad.36

Los efectos del decreto de 1827 en Tacámbaro

El decreto del 18 de enero de 1827 y el Reglamento del 15 de febrero de 1828 generaron preguntas en torno a lo que implicó para la historiografía el papel de las “comunidades indígenas” en el siglo XIX, existiendo una vertiente que considera que se usó en algunas zonas y otra que piensa que no se aplicó. Lo que deseo rescatar de ambos documentos es lo relacionado a que los bienes de comunidad eran “exclusivos” de los “descendientes de las primitivas familias”. El decreto de 1827 insistía en un reparto individual y el Reglamento de 1828 en la elaboración de padrones familiares y en que deberían ser consideradas todas las tierras, incluso aquellas que se encontraban en litigio,37 lo cual, sin duda, ocasionaría una avalancha de problemas en los juzgados y en la cotidianidad.

Un aspecto importante es que los bienes comunales no se consideraban parte de los fondos municipales y que los ayuntamientos no volverían a arrendar tierras de comunidad. La efectividad del decreto y del reglamento ha sido un punto de debate en la historiografía; sin embargo, Juan Carlos Cortés Máximo ha puesto en duda que dichas disposiciones no tuvieran ninguna aplicación, considerando que fue el mecanismo para que algunas comunidades recuperaran los terrenos que los subdelegados arrendaban, por lo que aceptaron comenzar los repartos.38 Incluso, el que varios pueblos accedieran al reparto quedó implícito, cuando la Junta Departamental solicitó el 30 de junio de 1842 que las “autoridades superiores de cada distrito” remitieran una “noticia exacta de los pueblos que hasta hoy no hayan ejecutado el repartimiento de tierras de comunidad”.39 A lo que agregaríamos que quizá no se realizó de manera inmediata debido a la inestabilidad política, administrativa y social que existía en las décadas posteriores a la implementación de los gobiernos independientes.

Para el caso del Distrito de Tacámbaro, cuando se reiniciaron los repartos a fines de la década de 1860 se mencionó constantemente que serían los bienes que no se habían fraccionado en 1836, proceso que supuestamente había iniciado en 1828 aun cuando, en enero de 1869, el prefecto Antonio Espinosa le mencionaba al gobernador que fue en 1836 cuando se realizó el reparto de la “mayoría” de los bienes que consistían en terrenos.40 Para el decenio de 1880 se justificaba que el reparto se había realizado con base en los linderos señalados en un acuerdo entre caciques y una composición de tierras del 13 de febrero de 171541 y que incluían diversos terrenos, algunos de los cuales servían de límites con el poblado de Acuitzio, al norte de la ciudad de Tacámbaro.

En el caso del municipio de Tacámbaro solamente se mencionó una vez, en 1869, la existencia de conflictos de linderos con las haciendas de San Antonio de las Huertas y de La Loma, así como con el rancho de San Vicente Apo, además de los problemas entre Acuitzio y Tacámbaro que duraron varias décadas; mientras que Nocupétaro mantenía un litigio con la hacienda de San Antonio de las Huertas y “otros colindantes” para recobrar un “terreno muy considerable usurpado”, a decir del prefecto en 1871.42

En 1836 es cuando podemos considerar que se acentuaron las diferencias en relación con los derechos sobre el recurso forestal entre Acuitzio y Tacámbaro.43 En 1900 Antonio Yépez, representante de “algunos individuos de la antigua comunidad de Tacámbaro”, solicitó una copia certificada del reparto realizado a mediados del decenio de 1830 para saber qué terrenos se habían repartido y si en dado caso ameritarían que nuevamente fueran otorgados. La razón es que, si bien se había comenzado a formar el cuaderno en 1828, se había suspendido por el juicio en contra de los agustinos por la propiedad del molino de harina y el uso de un terreno con piedra de cal; en otros casos se decía que el cuaderno se había quemado en un incendio el 28 de abril de 1878 y en otras ocasiones se mencionaba que se buscaba en el archivo del gobierno: pero así como los títulos coloniales, el cuaderno de 1836 formaba parte de la memoria histórica de los habitantes de la “comunidad” de la ciudad de Tacámbaro, considerando que era la manera de ver cuáles y de qué tipo de terrenos habían disfrutado y a quiénes les seguían perteneciendo.44

Lo dicho por Yépez se fortalecía, no sólo porque en ciertos momentos de los repartos de la segunda mitad del siglo XIX no (o sí), dependiendo del grupo que encabezaba la comisión, se consideraba a los descendientes de aquellos integrantes de la comunidad beneficiados con el primer reparto;45 incluso varios herederos solicitaban al gobierno estatal las copias de las Hijuelas de 1836 de ranchos, cuartos que estaban en el Hospital de Tacámbaro y fracciones.46 Lo que resultó de las averiguaciones sobre lo acontecido en 1836 es que los terrenos -ranchos- habían sido vendidos casi de inmediato por los beneficiarios, mientras que uno fue repartido entre los hermanos y otro fue conservado por los descendientes, además de que de los beneficiarios originarios, en 1884 sólo quedaban 15.47 Tacámbaro no fue el único poblado en el distrito, ya que se hizo una leve mención sobre Carácuaro, cuando a inicios del siglo XX se aseveraba que los terrenos habían sido repartidos en 1830,48 desafortunadamente sin más información que supuestamente se vendieron todas las tierras por parte de los que resultaron beneficiados. Es así que podemos pensar que Tacámbaro y Carácuaro se acogieron a la ley de reparto de fines de la década de 1820, aun cuando la tendencia en la documentación es que todos los beneficiados vendieron sus terrenos de manera inmediata, aun cuando la ley sólo lo permitía después de cuatro años. Quedarían pendientes las respuestas a las preguntas sobre qué sucedió con esos indígenas que vendieron: ¿trabajaban en las propiedades privadas, las vendieron por “pobreza”?, se encontraban realizando actividades en otras poblaciones y no labraban la tierra. ¿O fue una respuesta constante de la prefectura y de las autoridades municipales al gobierno, con el fin de mostrar que acataban las órdenes?

¿Y la ley de 1851 en Tacámbaro?

Otro aspecto que ha resaltado la historiografía y que está enmarcado igualmente en torno a la legislación sobre el reparto michoacano49 es lo que implicó la ley del 13 de diciembre de 1851,50 que en general será la que marcará las diversas normas en la segunda mitad del siglo XIX. Diversos autores han resaltado la ley, no solamente por su permanencia, aun cuando en 1853 la anuló Antonio López de Santa Anna y en 1855 la restableció el gobierno de Michoacán51 y un año después el gobierno nacional no la autorizó por contraponerse a la ley federal de 1856, sino porque fue la base de varios argumentos del gobierno y de los funcionarios michoacanos para solucionar las dudas que se generaban dentro de las comisiones que tenían las comunidades. Esta ley, que ha sido sintetizada en diversos textos,52 coincidía con el Reglamento de 1828 en términos de que el reparto sería por individuos, no por familias; consideraba que los indígenas eran iguales ante la ley (art. 32) y que tendrían derecho a terrenos quienes descendieran de una madre o padre indígena (art. 14). Por otra parte, se abría la puerta a indígenas de otras comunidades, siempre y cuando hubiesen cumplido con “obligaciones” y servicios en el lugar que residían por cinco años (art. 21), que en el caso de Tacámbaro se referían a cargos dentro de la estructura religiosa o como guardabosques; en el artículo 10 se nombraba un “defensor de ausentes”. Los artículos 1 y 2 definían las propiedades de las comunidades, que eran las fincas urbanas y rústicas compradas por ellas y las adquiridas por cualquier título y que se conocieran con el nombre de comunidad. Se podía enajenar el bien después de cuatro años (art. 25). Y en su “Prevención 16” se consideró dejar a cada pueblo las 600 varas de fundo legal que definió la “Real Orden del 12 de julio de 1695 midiéndose desde la Iglesia”.53 Seis años después, el 22 de diciembre de 1857, se agregaron los bienes de los hospitales y los terrenos mercedados en el periodo colonial como parte de la comunidad.54 Y el 16 de noviembre de 1887 el Congreso de Michoacán incluyó a los fundos legales de los pueblos en la “parte que no se haya ocupada con calles, plazas, panteones y edificios destinados al uso público”,55 aspecto que retomará en la ley de 1902.

El llevar a cabo de manera puntual la ley de 1851 tuvo bemoles, principalmente por las guerras internas en el país, la guerra en contra del Imperio de Maximiliano y los cambios constantes de autoridades dependiendo del bando que llegaba a ocupar las capitales de los estados, las prefecturas o los ayuntamientos y la negativa del Ministerio de Hacienda, que se observará en vez de la ley de junio de 1856. Considero que el impacto de la ley sirvió de base para el accionar de los diversos niveles de la administración gubernamental de Michoacán a partir de la década de 1860, ya que tanto la ley del 9 de diciembre de 1868 como la circular del 5 de febrero de 1875 le daban al gobierno facultades para el reparto “sin sujetarse a las formalidades que establece la ley en la materia”, por lo que la misma ley quedó en el papel, pero varios de sus postulados eran considerados en los diversos argumentos del gobierno y de las comisiones, pero sin citarla directamente.

La historiografía michoacana ha insistido en que a partir de 1868 “se aceleró el reparto” o fue el momento en que se “hicieron esfuerzos serios”.56 Una posible razón sea la presencia de los liberales a nivel estatal y nacional, que se habían fortalecido después de la Guerra de los Tres Años y la Intervención Francesa o debido a la ley del 25 de febrero de 1867 sobre el fortalecimiento de las finanzas del estado, que en síntesis llevaban a una centralización fiscal con la creación de la Tesorería de Rentas del Estado y el cobro del medio por ciento mensual por fincas rurales y un cuarto por ciento mensual por las urbanas.57 Razones que nos pueden explicar que el grueso de la documentación de las Hijuelas se haya generado a fines del decenio de 1860. Si bien la ley del 9 de diciembre de 1868 facultó al gobierno para que “promoviera el reparto”, con el fin de apoyar la ley, la Sección 3ª de la Secretaría de Gobierno del Estado elaboró la Circular 90 (25 de diciembre de 1868), dirigida a todos los prefectos, en que instaba a que se retomara el reparto, averiguando las razones de por qué no se había realizado, así como que se señalara a quienes hubieran impedido que se llevara a cabo. Ello nos lleva a pensar: ¿los apoderados y representantes estaban en la mira de las autoridades estatales? Un elemento central es que se debería eliminar cualquier obstáculo que impidiera el reparto de los bienes, por lo que era conveniente citar a todas las autoridades, así como a los indígenas, a:

[…] juntas donde se ventilen los puntos de que acaba de hacerse mérito, se cuidará de inculcar a los indígenas que el reparto no tiene otro objeto que su bienestar particular; proporcionarles los elementos indispensables para que puedan ser verdaderos ciudadanos, y ejercer los preciosos derechos anexos a tal prerrogativa; independerlos [sic] de la degradante tutela a que los tienen reducidos los que con la comunidad de sus bienes no hacen más que explotarlos en provecho propio, o hacer de sus productos un empleo indebido; y allanar el camino a ellos o sus descendientes, para que puedan representar dignamente al país al que pertenecen, y no estén siendo en su propio suelo una clase estraña [sic] a los grandes intereses de que depende la prosperidad éste.58

Sin embargo, la que podría ser la detonadora de las solicitudes de reparto, del ocultamiento, de la subasta pública de terrenos o de la simulación, fue la ley del 4 de febrero de 1868, que imponía contribuciones a los terrenos comunales que no hubieran sido divididos, quizá en consonancia con la ley del 25 de febrero de 1867.59 De esta manera, la Tesorería del estado, junto con los administradores de rentas de cada cabecera, se convertirían en los mejores escrutadores de que los repartos se hicieran, ya que con las cuentas y relaciones que entregaban los apoderados y presidentes de las comisiones se tasaba el impuesto con base en el valor que se daba a los terrenos en su conjunto y que no habían sido trasladados al dominio individual y privado. Rigurosamente, cada trimestre los administradores de rentas informaban de los atrasos que se presentaban en los pagos, exigiéndoles a los apoderados, representantes o a los presidentes de las comisiones repartidoras el pago, o si no se pondrían en subasta pública los terrenos que permitieran cubrir con los adeudos.

En varias ocasiones, los apoderados de los indígenas y las comisiones del reparto le comunicaban al gobernador que lo que reportaba la administración de rentas de Tacámbaro no era adecuado, ya que se incluían terrenos ya repartidos o porque eran de “mala calidad, carecer de agua y ser pedregosos”. Así lo hizo saber en julio de 1896 Antonio Aguilar Romero, cuando solicitó rectificar el pago trimestral, ya que los terrenos no valían los 8 000 pesos en que se habían tasado. Sin embargo, la Tesorería llevaba un registro de los terrenos entregados, vendidos y pagados a las comisiones por los honorarios.60 Los “sobrantes” de 1836 de la “comunidad de indígenas” de Tacámbaro comenzaron a repartirse entre 1869-1871, siendo 182 caballerías (7 789 ha) y 22 solares, con un valor de 33 685 pesos,61 lo cual implicaba un alto pago de contribuciones cada trimestre para los indígenas de Tacámbaro, aun cuando canalizaran parte de las rentas a cubrir lo solicitado.62 La reducción del impuesto no se dio por la negativa del gobierno michoacano de reconocer el reparto, regresando a la “masa común”, entre octubre de 1873 y febrero de 1874, casi 90 terrenos o fracciones.63 Esta acción permite considerar que la comunidad resurgió al retomar los terrenos proindiviso, aun cuando fuera para dividirlos posteriormente. Aspecto que nuevamente la categorizó como “comunidad de indígenas”, incluso considerando los diversos argumentos por los que para las autoridades alguna comunidad ya dejaba de existir formalmente, que era que se habían individualizado sus tierras comunes. Sin embargo, este aspecto de “recoger” los terrenos ya repartidos por parte de las comisiones puede suponer una forma de despojo o una forma en que a los que se les recogieran los terrenos consideraban que las comisiones eran las depositarias de los derechos sobre los bienes. En todos los libros de Hijuelas sobre Tacámbaro no se encontraron quejas por parte de aquellos que vieron que los bienes dejaron de estar bajo su posesión.

De esta manera, William Roseberry asevera que la mayor presión del “Estado” provenía de los administradores de rentas. Incluso consideró que Tzintzunzan realizó una individualización “casi completa” debido a la “presión impositiva”.64 En Tacámbaro, entre 1870 y 1900, como hemos comentado, los apoderados, los representantes e incluso los presidentes de las comisiones le solicitaron constantemente al gobernador que la administración de rentas ajustara la cuenta de sus impuestos, ya que en muchas ocasiones se seguían considerando terrenos comunales cuando ya se habían repartido. En otros momentos ofrecían los depósitos en la administración por rentas de las tierras o ranchos o por la venta de algún terreno que serviría para pagar a los comisionados y a los peritos.65 Incluso, los mismos prefectos solicitaban que se difirieran los impuestos de los trimestres, lo cual evitaría que los indígenas vendieran los terrenos para pagar la contribución, gesto que en muchos casos no correspondía a la presión de las autoridades de Morelia.66

Durante el resto del siglo XIX la ley del 4 de febrero de 1868 fue el argumento central de las prefecturas, los ayuntamientos, las administraciones de rentas, la Secretaría de Gobierno y el gobernador, ya que la ley de diciembre de 1868 se vio desplazada por la circular número 60 del 5 de febrero de 1875, la cual instaba a apresurar el reparto, exceptuar por cinco años la contribución predial y no cobrar el pago de derechos por traslación de dominio de los inmuebles que se vendieran para cubrir los gastos del reparto.67

La última ley que nos interesa mencionar es la del 14 de junio de 1902 (publicada por el gobierno el 18 de junio de 1902) y su Reglamento del 4 de julio de 1902,68 que se ha visto como “el resultado coyuntural de poco más de una década de fricciones y disputas en torno al control y explotación de los bosques comunales”,69 lo que no se descarta, pero quizá habrá que considerar que respondía a una curva de aprendizaje de la administración pública por llevar a cabo los repartos en gran parte de Michoacán.70 La historiografía que ha considerado tanto la ley como el reglamento ha resaltado que fueron parte de una “renovada actividad”, siendo los fundos legales, los ejidos, las aguas y los bosques los bienes comunes y recursos naturales que se resaltan como centrales en el reparto.71

Lo que podemos destacar de la ley, además de que los fundos legales (no así los terrenos dentro del mismo que estuviesen ocupados o adjudicados con fincas), los ejidos y los montes se repartirían, así como que serían los ayuntamientos quienes deslindarían y repartirían los fundos legales, es que su reglamento del 4 de julio consideraba terrenos repartibles los que “poseen proindiviso” los indígenas a título de parcionero de los bienes de las “extinguidas comunidades” (¿implicaba desconocer los derechos obtenidos por los anteriores repartos michoacanos?). Los terrenos se repartirían a los padres de familia o “jefes de casa”; se aclaraba que las comisiones o el ayuntamiento tendrían que separar los terrenos comunales que estuvieran “confundidos” con los ejidos o el fundo legal, y supongo que también “separar” los derechos y recuperar la memoria histórica de qué categoría tenían los terrenos; se repartirían los bienes de cofradía, siendo la primera mención específica sobre estos bienes en toda la legislación decimonónica; se aclaraba que no se repartirían los manantiales pero sí las aguas de regadío en proporción de los lotes y que los terrenos no se podrían enajenar después de cuatro años.72

Sin embargo, lo más esclarecedor y que mostraba lo que las diversas autoridades habían aprendido en casi medio siglo de impulsar los repartos en Michoacán, tanto en términos de posibles logros como ubicando a los causantes de los posibles atrasos en el reparto, fue la circular 23 del 14 de julio de 1902 de la Secretaría de Gobierno a los prefectos.73 En ella se sintetizaba la necesidad de que la propiedad raíz entrara en circulación, por lo que la nueva ley daba facilidades para el reparto de las tierras de común repartimiento (¿por qué se seguía considerando una distribución territorial colonial, tanto de parte de las autoridades como por los habitantes de los pueblos indígenas?),74 quizá consideradas dentro del denominado fundo legal e incluyendo a los ranchos y otros bienes. Aun antes de que se publicaran la ley, el reglamento y la circular de 1902, ya el presidente municipal de Carácuaro argumentaba que el fundo legal de Nocupétaro le pertenecía a su pueblo-ayuntamiento, lo cual justificaba con base en la ordenanza del 25 de mayo de 1567, la Recopilación de Indias y la ordenanza de 1695, por lo que le correspondía a él definir los procesos de división del bien. Quizá se recordaba que Nocupétaro había sido pueblo sujeto, pero la distancia entre ambas poblaciones no puede suponer que Nocupétaro estaba en el radio de lo considerado como fundo legal.75

Asimismo, la Secretaría les recordaba a los prefectos que las “extinguidas comunidades” no tenían ningún tipo de “representación”. Pero también se quejaba de la especulación al comprarse bosques y montes a bajo precio, lo que permitió la presencia de compañías madereras extranjeras y diversos intermediarios que adquirían contratos por bosques.76 Asimismo, consideraba a los apoderados de indígenas como “maliciosos”, ya que obtenían dividendos a costa de sus necesidades. Y no dejaba de lado un aspecto que aún daba cierta cohesión e identidad a los pobladores de los pueblos indígenas, que eran las colectas para gastos comunes de “carácter civil y religioso”, las que no deberían llevarse más a cabo. Incluso, acusó a los propietarios colindantes a las propiedades indígenas, quienes las invadían debido a la “indivisión”.

En síntesis, lo que nos ha mostrado la historiografía mexicanista y michoacana es que las “comunidades indígenas” lograron conservar sus terrenos por medio del ocultamiento, de ventas simuladas o de negarse por problemas internos a los repartos,77 aun con las consecuencias fiscales que recaían en los habitantes de ellas, lo que no descarta que diversos terrenos hayan sido trasladados a quienes poco a poco conformaron propiedades productivas, como los ranchos mestizos o indígenas o la expansión de las haciendas sobre terrenos, e incluso considerar que se dieron “despojos” entre los mismos indígenas y de parte de mestizos y blancos. Asimismo, los diversos momentos por los que se impulsó el reparto nos permiten pensar que los terrenos eran ocultados a los ojos de las autoridades, donde las comisiones participaban en este proceso al hacerse de “la vista gorda” con relación a muchos terrenos, aunque no podemos descartar el beneficio que obtenían los integrantes de las comisiones con las rentas y la especulación. Así lo demuestra la insistencia durante décadas por parte de las autoridades liberales michoacanas de lograr un mercado de tierras, de bosques, y sobre todo de consolidar al individuo como propietario sustentado en derechos de propiedad y como un contribuyente (“cobrar las contribuciones a los nuevos poseedores, ya que resulta que dichos poseedores ocupan y aprovechan los predios que adquirieron, sin pagar un solo centavo”),78 lo que en palabras de Juan Manuel Mendoza sería contar con un “ciudadano fiscalmente responsable”.79

Por otra parte, la historiografía nos muestra que las acciones repartidoras se dan con un mayor impulso y fuerza en aquellas zonas que llegaron a tener un alto valor económico, conforme se fue avanzando en el siglo XIX, como los terrenos y pueblos que se encontraban dentro de los distritos de Zamora, Pátzcuaro, Zinapécuaro, Morelia y Uruapan, los que enfrentaron las presiones fiscales emanadas de la legislación michoacana decimonónica, pero también se nos muestran las acciones diferenciadas en cada uno de los espacios michoacanos, lo que no nos permite generalizar el proceso de reparto sólo como de despojo.

Características del distrito de Tacámbaro

Lo que se conocerá como el Distrito de Tacámbaro en la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX (véanse el cuadro 1 y el mapa) era un espacio que contenía diversos climas que iban desde el cálido, semicálido, estepario y templado, por lo que a la ciudad de Tacámbaro se le consideró como “el balcón de tierra caliente”.80 La diversidad de climas permitió que las propiedades privadas, ranchos y comunidades indígenas cultivaran en tierras de riego y temporal productos como el maíz, trigo, frijol y caña de azúcar, y que además en sus terrenos pastaran ganados.81 La ciudad y varias de sus tenencias judiciales82 se encuentran rodeadas de oyameles, encinos y pinos debido al clima templado y subhúmedo.83 Al norte de la ciudad y casi en los actuales límites del municipio se puede dibujar un arco con bosques de pinos, encinos y otras variedades, que fue el espacio que estuvo en conflicto desde la década de 1830 con el pueblo de Acuitzio, que pertenecía en el siglo XIX al Distrito de Morelia,84 así como con Cuanajo y Tupátaro. Para 1895 al municipio de Tacámbaro se le ubicaban 91 montes con varios millones de metros cuadrados, mientras que a Carácuaro se le consideraron 92 “montecillos”.85

Debido a la diversidad de climas con los que contaba el distrito decimonónico de Tacámbaro, podríamos considerar al sur del pueblo y Distrito de Tacámbaro como una parte de lo que se ha denominado “tierra caliente”, y gracias a la existencia de afluentes superficiales (siendo los principales ríos el Tacámbaro y el Caramécuaro),86 fue un espacio ocupado para el cultivo de la caña de azúcar y su manufactura en diversas propiedades, así como por el ganado.87

Un producto importante y que fue extendiéndose con el paso de los siglos en el distrito fue la caña de azúcar y su manufactura. Posterior a las guerras insurgentes, la caña y sus productos se extendieron a Carácuaro, Turicato, Nocupétaro, así como a los distritos de Ario y Uruapan.88 La recuperación en los cultivos y las mejoras en infraestructura llevaron a que los trapiches y haciendas tuvieran una producción casi semejante a la del periodo colonial.89 La “modernización” tecnológica se acentuó en el último siglo colonial, cuando se construyeron acueductos para mover con agua los molinos, y ya en el siglo XIX, con los cambios tecnológicos, existían trapiches y molinos movidos por vapor. Sánchez Díaz ubica trapiches en las haciendas de Puruarán y Caulote en 1883,90 así como en las de Chupio y San Antonio de las Huertas,91 además de alambiques en Carácuaro.92 En 1889 había casi 3 000 trabajadores en los 30 trapiches del distrito, resaltando los 450 que vivían en la hacienda de Pedernales, mientras que las haciendas de Chupio y Buenavista tenían 200 cada una.93 A este tipo de población especializada en los trapiches habría que sumarle la que se dedicaba a las labores agrícolas. Por ejemplo, en 1869 la hacienda de Pedernales tenía 1 249 habitantes y la de Chupio unas 650 personas, aunque no queda claro si se sumaron, como totales, los trabajadores de los trapiches y los agrícolas (véase la gráfica 1). Sin embargo, para 1869 se calculaba que las haciendas en su conjunto cobijaban a 4 117 personas y las estancias que estaban cerca de Carácuaro y Acuyo a unas 1 007, siendo las propiedades privadas que se encontraban en los alrededores de Turicato las que tenían unos 2 705 habitantes en sus territorios.94

Fuente: Rodríguez, Índice alfabético, pp. 11-129.

Gráfica 1 Población en el distrito de tacámbaro, 1869 

Los datos no nos permiten indagar si a la par se registraron arrendatarios, aparceros, medieros o población volante. Por otra parte, la información vertida en el censo de 1895 no es de mucha ayuda, ya que aun cuando se trató de diferenciar entre “población mexicana” y “hablantes de tarasco”, las categorías clasificatorias se dieron por medio de actividades económicas generales, por lo que se consideraba que había 10 808 “peones de campo”, más 55 arrieros, 128 carpinteros, 73 albañiles, 613 domésticos y 19 014 “sin ocupación”, para arrojar un total de casi 40 000 habitantes en el distrito. Tanto en el caso de los peones de campo, así como en el de los 193 administradores y dependientes de campo,95 no se tiene claro si todos radicaban en las propiedades privadas o eran trabajadores temporales que vivían en las localidades pueblerinas o se consideraba a los que residían en los ranchos, aunque algunas actividades se podrían concentrar en los pueblos, como los albañiles, los carpinteros y quizá los domésticos.

No hay que dejar de mencionar que en los alrededores de la ciudad de Tacámbaro, aun con la información incompleta, se encontraban casi 10 haciendas, las que, junto con las nueve ubicadas al sur del distrito, cerca de Acuyo, y las cercanas a Puruarán y Turicato, nos arrojan un total de 27 (véanse el cuadro 1 y el mapa).96

Cuadro 1 Localidades en el distrito de Tacámbaro, 1895-1909 

Municipios Pueblo Tenencia Congregación Ranchos Haciendas Ranchos en haciendas
Tacámbaro Tacámbaro 90 Las Joyas 4
Santa Rosa 12
La Loma 5
Caracha 1
Chupio 11
Pedernales 13
Mayorazgo (a) 10
Magdalena Serraro 12
Tecario 4 Buenavista 18
Puruarán (su cabecera y la hacienda de Puruarán) 29 Caulote 26
Puruarán 37
Turicato 56 Santa Cruz 33
Cuitzian Grande 22
Cuitzian Chiquito 21
San Rafael Turicato
Guapácuaro 34
Tetenguio 8
Atijo 2
Omécuaro 3
Sanabria 12
Santa Cruz 12
Zárate 4
Ojo de Agua 5
Los Guajes 3
Paranguaro 6
Carácuaro Carácuaro 149
Acuyo 9
Nocupétaro97 Nocupétaro Nocupétaro 55 San Antonio de las Huertas 56
Guadalupe 13
Purungueo98 45 San Miguel Canario 35

Fuente: “Ley Orgánica de División Territorial del Estado y sobre gobierno económico-político del mismo, 31 de diciembre de 1901”, en Recopilación, 1903, t. XXXVI, pp. 296-371. La ley del 10 de diciembre de 1903, en Recopilación, 1905, t. XXXVII, pp. 202-282. La ley del 20 de julio de 1909, en Recopilación, 1911, t. XL, pp. 228-324. Para 1895 la referencia es: Velasco, Geografía y Estadística, p. 139.

Lo que implicó en el devenir de los tiempos el funcionamiento de las unidades productivas trajo a la par cambios en el paisaje de la zona por la infraestructura hidráulica, canales de riego,99 los tipos de cultivos y los lugares que se sembraban, a la par que la utilización de los bosques se fue incrementando en la segunda mitad del siglo XIX,100 no únicamente para hacer carbón para cocinar, maderas para construcción, sino para elaborar los durmientes que se requerían para los trayectos del ferrocarril proyectados a partir de la década de 1880 (por ejemplo, Acámbaro-Pátzcuaro).101 Estos hechos llevaron a una ocupación y artificialización (transformación de las naturalezas) por los habitantes de los pueblos y otros actores sociales.102 El delicado manejo de la naturaleza, aunque también la posible causa de la movilidad de los medieros o arrendatarios, se comprende a partir de un comentario vertido por el delegado de la Comisión Nacional Agraria en Michoacán, que a mediados del decenio de 1920 escribía: “Las tierras de la hacienda [San Antonio de las Huertas] son pastales cerriles, pues las laborables se encuentran en las faldas de los cerros y para utilizarlas las desmontan, cultivándolas dos o tres años, sucediendo que con frecuencia esas tierras se abandonan por los deslaves”.103 Sin embargo, los terrenos tenían diversas características tanto en las propiedades privadas como dentro de los pueblos, lo que implicó en sí una ocupación territorial diversa y en ocasiones dispersa, lo que en el caso de las llamadas “comunidades indígenas” pudo marcar también en dónde se realizó el reparto de tierras decimonónico.

Las haciendas no únicamente eran unidades productivas y focos de atracción poblacional, sino que varias de ellas fueron obteniendo categoría de tenencia de justicia. Así tenemos el caso de la hacienda de Puruarán, que en 1868 tenía tal categoría y sustituía a Santa Ana de los Libres, ya que además, en 1896, contaba con 842 habitantes,1104 aun cuando en 1869 se registraron un mayor número de pobladores.105 En 1904 la hacienda de San Antonio de las Huertas surgió como tenencia y se le agregaron 12 ranchos que pertenecían a la cabecera distrital.106 Si bien las haciendas fueron actores importantes en el mundo rural, para lo que implicó el reparto de tierras en el Distrito de Tacámbaro su presencia es colateral, lo que no implica que hayan ejercido un papel importante como productoras de bienes agrícolas, manufacturados, atracción de fuerza de trabajo y ocupación de tierras de sus colindantes.

¿Y qué papel desempeñaron los ranchos?

En general se ha considerado que el crecimiento de los ranchos en el occidente de México y principalmente en Michoacán, al pasar de unos 1 527 en 1877 a 4 436 en 1910, se debió al proceso de reparto de tierras comunales,107 siendo beneficiados los arrendatarios, por lo que se fue creando un tipo de “burguesía agraria”.108 Lo que podemos apreciar sobre este tipo de unidad agrícola es que en muchos casos formaban parte de las haciendas o de los terrenos de las “comunidades indígenas”. En este sentido Tzutzuqui Heredia considera que lo que se puede observar para las primeras décadas del Michoacán republicano es cómo se les reconocía a las “comunidades indígenas” un “patrimonio territorial” conformado por un fundo legal y tierras de común repartimiento (“también llamados propios, tierras, aguas, ranchos, destinados al arrendamiento entre naturales o forasteros mediante una hipoteca”),109 lo que nos permite comprender cómo es que había ranchos bajo la jurisdicción de las “comunidades indígenas” en el siglo XIX al ser parte de los bienes comunes. El concebir a los ranchos dentro de las tierras de repartimiento a fines del periodo colonial y en los inicios del republicanismo mexicano no implica que hayan desaparecido como categoría y como forma de producción y poblamiento indígena en la segunda mitad del siglo XIX. Por ejemplo, en los momentos en que se estaban tratando de llevar a cabo los diversos repartos en Tacámbaro, se mencionaba que los apoderados se habían beneficiado con los arrendamientos de los ranchos, que oscilaban entre 80 y 400 pesos anuales entre 1884 y 1887,110 dinero que les era entregado por los encargados en los ranchos que cobraban por “terrenos de repartimiento” a los indígenas asentados ahí.111

En 1824, Juan José Martínez de Lejarza registró para el Partido de Tacámbaro, en ese entonces parte del Departamento del Sur, unos 175 ranchos a los que sumaban los 36 que se encontraban cerca del “pueblito” de Purungueo; en 1792 se consideraban en el Partido de Carácuaro unos 104 ranchos.112 Para el caso de Tacámbaro se le registraron como bienes comunales diez ranchos más una hacienda (Santa Teresa), tres estancias y un solar.113

Los ranchos no únicamente fueron el germen de esa “burguesía agraria” de fines del siglo XIX, sino que fueron parte de los bienes comunales de las “comunidades indígenas”, por lo que pueden encontrarse diversas funciones a los ojos de los actores sociales. Pudieron ser espacios productivos en que se “arranchaban” familias con el fin de mantener zonas ocupadas y protegidas frente a problemas de linderos con otros pueblos o propiedades privadas,114 pero también pueden ser vistos como tierras rentadas a arrendatarios o medieros, con el fin de que el pueblo obtuviera un ingreso,115 o fueron terrenos proindiviso que recibieron la “categoría” de rancho. En este sentido, por ejemplo, está la propuesta de los indígenas de Nocupétaro, en octubre de 1872, quienes solicitaban que los terrenos que no pudieran medirse por la “fragosidad” fueran “reducidos a ranchos” y adjudicados a miembros de una o más familias dependiendo del valor de la tierra,116 lo que nos permite suponer que eran terrenos a los que se les daba el nombre de ranchos e iban a servir como una especie de colonización interna.

Por otra parte, los ranchos surgen con mayor importancia y como referentes en los diversos conflictos internos que se dieron en los repartos de la segunda mitad del siglo XIX. En agosto de 1878, el prefecto de Tacámbaro informaba al gobernador que desde fines de 1873 y principios de 1874 se habían estado “recogiendo” casi 90 fracciones de terrenos repartidos en los 42 ranchos que formaban parte de los bienes comunales o al menos los que tenían localizados.117 Cuarenta años antes, varios ranchos se habían otorgado a familias en el primer reparto, como los Anintzera, Piña, Becerra, Tavera o los Huanaco, pero en los diversos argumentos y contraargumentos se resaltaba que dentro de esas posibles unidades productivas se encontraban diversas fracciones que trabajaban los indígenas de manera individual o familiar.118 Una situación semejante se presentó en Carácuaro, cuando en 1902 el presidente municipal solicitó el reparto de 18 terrenos que eran ranchos y componían la totalidad de la jurisdicción.119 Aun a finales del decenio de 1930, un terreno que se repartió supuestamente en 1836, que se llamaba “Caramécuaro”, aparece como el rancho de Cuamácuaro, con una superficie de 888 ha y que era una propiedad proindiviso.120

En 1869, año en que se dio uno de los repartos, los ranchos alrededores de la ciudad de Tacámbaro contaban con 6 348 habitantes, mientras que en Turicato cobijaban a 10 178, en Puruarán a unas 1 530 personas y en Carácuaro fueron registradas 256 (véase la gráfica 1).121 En conjunto rebasaban a los habitantes de las haciendas que vimos anteriormente y competían con aquellos registrados en los pueblos. Este hecho quizá nos permita considerar por qué muchos de los terrenos que se querían repartir estaban categorizados como ranchos por las comisiones repartidoras.

Las “comunidades indígenas”

Raúl Arreola menciona que para el caso de la ciudad de Tacámbaro en “el siglo XVII, los límites del pueblo eran bastante raros, pues no se conoce la denominación que algunos pueblos tenían entonces”,122 quizá por considerar que la estructura territorial del pueblo no correspondía a lo que se puede percibir para las demás localidades en el periodo colonial y sobre todo porque se ha considerado como un lugar planificado por los españoles y se asevera que no fue un “asentamiento tarasco importante”.123 Sin embargo, no podemos dejar de lado lo que hemos venido comentando en relación con los ranchos como tierras de repartimiento y lo que implicó su papel en los procesos de reparto que también se verán más adelante.

En el caso de Carácuaro y Nocupétaro, a fines del siglo XIX se habla de los “fundos legales” de los pueblos,124 y se cuenta con datos que llevan a considerar que en los siglos XVII y XVIII Purungueo contaba con 48 300 ha, Carácuaro con 19 300 ha en 1757, y más de 19 000 ha alrededor del pueblo de Acuyo en 1704.125 A fines del siglo XIX los diversos apoderados que enfrentaban conflictos con Acuitzio mencionaban la existencia de composiciones de tierra en Tacámbaro de 1715, mientras que a inicios del siglo XX se comentaba que Acuyo le fueron entregados terrenos en 1719.126 Sin embargo, los datos para el siglo XIX se diluyen, ya que aun cuando se mencionen las superficies a repartir como las un poco más de 7 000 ha de Tacámbaro o los llamados fundos legales de Carácuaro, Nocupétaro, no hay claridad de lo que pudieron conservar o perder desde el periodo colonial y decimonónico.

En síntesis, desde el periodo colonial y hasta inicios del siglo XX, lo que se conocerá como el Distrito de Tacámbaro cobijaba a cinco “comunidades” (Tacámbaro, Carácuaro, Nocupétaro, Acuyo y Purungueo) que contaban con población indígena, aun cuando se ha considerado que a “fines del siglo XIX casi todos los indígenas habían desaparecido”.127 Observando los datos semejantes de 1889 y 1895, había 105 indígenas y 71 hablantes de tarasco en todo el distrito, por un total de 25 530 “hispanoamericanos”.128 Se muestra que el grueso de la población indígena se encontraba en Tacámbaro y su “comprensión” (¿ranchos?), mientras que en Puruarán y su jurisdicción se registraron tres y ninguno en los demás pueblos. Si bien en los censos estatales y federales los indígenas se invisibilizan como categoría social y las “comunidades indígenas” se extinguen por decreto, su presencia es latente y funcional, ya que les permitiría acceder al reparto al asumirse o recuperar su personalidad indígena y también pudieron quedar subsumidos en las categorías socioeconómicas como peones, albañiles, arrieros, zapateros, etcétera.

Con base en el inicio del reparto en Tacámbaro en 1868 se registró a los indígenas que asistían a las juntas, sea para nombrar a las comisiones repartidoras, a los apoderados o representantes. A partir de ese momento y en diversas fechas se consideró que los indígenas eran “300 y tantos”, pensando en los que tenían derecho al reparto;129 para 1883 se mencionan 400, posteriormente, y teniendo unos meses de margen, el número se incrementó a 500 y en 1884 se hablaba de 839 indígenas empadronados, entre jefes de familia, niños menores y una centena de “ausentes”. El proceso de autoadscripción, así como el definirse como indígena hacia el interior o el exterior de la comunidad se acentuó debido a las leyes y comisiones repartidoras que solicitaban mecanismos para saber quién descendía de padre o madre indígena, y esto quizá llevó a una revitalización de lo indígena durante la segunda mitad del siglo XIX, así como a la posibilidad de que mestizos se asumieran como indígenas e incluso de que muchos de los considerados como “ausentes” regresaran con el fin de acceder a los repartos de los bienes colectivos.

Las comunidades indígenas frente al embate de la administración pública michoacana decimonónica

Como hemos comentado, el proceso de reparto, tanto en Tacámbaro como en Carácuaro, comenzó como resultado de la ley y reglamento de 1828. Se considera que el año 1836, casi se concluyó el reparto, aun con las dificultades que se presentaron para llegar a una total y plena individualización. Durante casi tres décadas, los indígenas del municipio de Tacámbaro no se preocuparon en demasía por el resto de los terrenos proindiviso. Quizá fue una alerta la conflictividad que se acentuó con Acuitzio en 1851, cuando un juez de letras de Morelia aceptó definir linderos. Los de Acuitzio argumentaban que los terrenos boscosos eran suyos, que estaban repartidos y que incluso fueron confirmados en 1836 por el perito repartidor de Tacámbaro, quien incluso repartió 10 terrenos en los linderos a favor de sus representados.130 Las dificultades se zanjaron hasta 1894 mediante un acuerdo, no sin que se dieran arrestos mutuos, acusaciones, gastos, repartimientos y arrendamientos, así como momentos tensos en los años setenta, ochenta y noventa, justo frente a la necesidad de durmientes para el ferrocarril.

Una segunda fase del reparto de Tacámbaro se podría considerar entre 1869 y 1889, aunque con varias etapas. En 1869 se inició el reparto y finalizó en 1871, pero el gobierno no lo aprobó por las oposiciones y tensiones que llevaron a nombrar una nueva comisión que rectificaría el proceso anterior, la cual duró hasta 1876. Al encontrarse dividida en dos grupos la excomunidad, se nombraron árbitros en 1874 e interventores en 1879. A mediados de la década de 1880 se conformó una nueva comisión para arreglar el reparto que se había realizado a fines de los años sesenta. Una tercera fase se da a partir de 1894, cuando se reparten los terrenos que habían estado en litigio con Acuitzio. Y la cuarta comienza a principios del siglo XX cuando se siguen solicitando los terrenos que quedaron en la “transacción” con Acuitzio, se vuelven a inspeccionar los repartos de los sesenta y setenta e incluso se busca revisar lo realizado en 1836; es cuando surge la información de las demás comunidades del distrito ¿se pretendía revitalizar la comunidad recuperando terrenos que ya habían sido repartidos?, ¿o se perseguía recuperar terrenos en manos de no indígenas?

Con base en la legislación emanada en 1868, se volvió a presionar a los indígenas para concluir el proceso de 1836. El panorama era más que halagador a decir del prefecto, quien, en enero de 1869, mencionaba que solamente quedaba por repartir una cuarta parte de lo dividido en 1836, y que básicamente eran fracciones: el molino de trigo, el templo (hospital) que servía de iglesia parroquial (en donde se había invertido en vasos e imágenes) y uno o dos terrenos que tenían una caballería.131 Sin embargo, la realidad rebasó el optimismo del prefecto y no tomó en cuenta los motines existentes en 1869 en Tarajero, Zipiajo y Zacapu.132

La comisión comenzó a trabajar después de haber sido nombrada en una junta pública conformada por 78 hombres y 30 mujeres indígenas, como serían todas las comisiones y apoderados elegidos en la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX.133 A partir de ese momento, se comenzó a levantar un censo por familias, se pagó una inserción en el periódico para que aquellos que residían fuera pudieran reclamar sus derechos y se iba a incluir a los descendientes de aquellos que hubieran recibido terrenos en 1836. A la par, se realizaron recorridos para evaluar los terrenos, arrojando una primera cifra total de 33 685 pesos, que posteriormente se dividió entre las 390 personas que iba a ser beneficiadas, por lo que cada acción tendría un valor de 74 pesos, aunque realmente hubiera sido de 86 pesos. Posteriormente, se dio un valor a cada terreno, fracción o rancho y de esta manera, con base en el número de acciones que le tocaba a cada familia o individuo, le tocaba cierto número de varas de un terreno o fracción. La comisión dejó fuera del valor total dos sitios de ganado mayor que limitaban con Etúcuaro, tres caballerías que correspondían a los linderos con Acuitzio y seis caballerías para no “entrar en conflicto” con la hacienda de San Antonio de las Huertas.134 El proceso duró dos años, por lo que en 1870 la comisión encabezada por Miguel, Simón y José María Anintzera dio por concluido su papel, solicitando, entre enero y agosto de 1871 al gobernador, que diera el aval de que los terrenos habían sido repartidos y por lo tanto se encontraban regidos bajo la propiedad privada. Sin embargo, lo realizado por la comisión fue negado por el gobierno, no sólo por encontrarse problemas en el censo, sino porque comenzaron a llegar diversas cartas en que un grupo de indígenas se quejaba de que el reparto había sido dado entre los incondicionales de “los Anintzera” y que muchos posibles beneficiados habían sido excluidos bajo argumentos de que no eran indígenas. En enero de 1871, 148 indígenas se quejaron del “abuso de confianza” de la comisión, la que dio los mejores terrenos a sus “adictos y familias”. Agregaban que los Anintzera se habían quedado con el rancho Tiripicuche, 28 caballerías de terrenos, autoarrendado el molino, así como otros tres ranchos de los cuales recibían renta. La mayor molestia era que el reparto se había iniciado de la circunferencia hacia el poblado, o sea desde los terrenos que estaban alejados hacia el centro.135 El papel de los Anintzera iba desde su presencia como integrantes del ayuntamiento, hasta posteriormente como apoderados y miembros de las comisiones repartidoras. Su liderazgo duró varios años, hasta que un grupo contrario los enfrentó, el que contaba con el apoyo de los comerciantes y varias personas no indígenas de la ciudad de Tacámbaro.136

Frente a los hechos, el gobierno ordenó que se formara una comisión que informara sobre cómo se dio el reparto, lo que inmediatamente se realizó en febrero de 1871. La “comisión informativa” fue elegida con los votos de 103 indígenas e informó que se revisaban básicamente los terrenos de “los Anintzera y sus seguidores”. Finalmente se entregó el informe de la comisión en agosto de 1872 y, un mes después, el gobierno aceptó que se formara una comisión rectificadora; mientras tanto, la comisión informativa se quejaba de que los Anintzera no regresaban los terrenos a la “masa común” y que los arrendatarios y medieros no deseaban entregar las rentas. En el ínter, el gobernador decidió que todo lo relacionado con los terrenos de los Anintzera debería de competer a la autoridad judicial. Las noticias sobre la comisión rectificadora comienzan a darse en febrero de 1873, cuando se informa a los “beneficiados” anteriores que se “reedificaba el reparto”, por lo que quizás lo podríamos ver como un tipo de despojo. Entre octubre de 1873 y febrero de 1874 la comisión, apoyada por el juez de letras, recogió un total de 88 terrenos o fracciones que se encontraban en ranchos, aun cuando no se aclara si estaban dados en términos individuales o familiares o en ambos. De las fracciones, en 65% constaban nombres de indígenas que estaban en las listas cuando se celebraron las juntas y eran parientes y miembros de los integrantes de las comisiones; 30% de los terrenos recogidos estaban dados a mujeres y casi 90% eran terrenos fuera de la traza urbana, ya que únicamente se recogieron cuatro solares.137

Sin embargo, fue en octubre de 1876 cuando 164 indígenas de 204 se pronunciaron por una nueva comisión, la que propuso un reparto por familias, quizá siguiendo la circular núm. 60, del 5 de febrero de 1875, que exceptuaba de la “contribución predial” por cinco años si se realizaba el reparto de terrenos, consideración que no se llevaría a cabo si los terrenos pasaran a no indígenas.138 Los problemas se acentuaban en el seno de la “excomunidad”, ya que contaban con dos comisiones y dos apoderados, y cada uno tomaba decisiones que contrariaban al otro. Pero, en agosto de 1877, 220 indígenas nombraron una nueva comisión que estaría conformada con miembros de los dos grupos en pugna, que se pensaba sería la definitiva para lograr el “ansiado reparto”.139

Tacámbaro no fue el único al que en los años setenta se le registró el proceso de reparto de bienes. En un informe del 25 de septiembre de 1870 que presentó el prefecto de Tacámbaro, consideraba que los terrenos de Nocupétaro se podían dividir en dos años, dejando de lado los terrenos en litigio y sólo repartiendo lo que definió como “terrenos libres”. A la par, decía que en Purungueo y Acuyo los bienes comunes eran escasos, por lo que incluso se podían repartir sin “muchas formalidades”. Sin embargo, en agosto de 1873, aun con la reticencia de los indígenas, se avisaba al gobierno que Nocupétaro había dado por finalizado el reparto, aun cuando en marzo de 1878 aún no se autorizaba oficialmente. La oposición de un sector de indígenas se debía a que, de los 230 indígenas censados, muchos ya estaban enajenando sus acciones, aun antes de recibir los terrenos. Finalmente, en este caso en octubre de 1879 se aprobó el reparto de Nocupétaro, el cual se había iniciado en 1870,140 aunque en 1897 solicitaban los indígenas que se les repartiera el fundo. Carácuaro podía presentarse como un problema, ya que había 25 sitios que los indígenas consideraban suyos, pero aseveraba que quienes tenían dichos predios no pagaban ni censo ni pensión a los indígenas, por lo que “la propiedad de los indígenas era puramente nominal”, pero la comisión de reparto deseaba vender el fundo legal a mediados de 1872.141 El proceso de estos pueblos no se cerró totalmente, aunque queda la idea de que perdieron sus tierras, ya que, en septiembre de 1902, el presidente municipal de Carácuaro, Miguel Santiago, mencionó que una parte de los terrenos fueron repartidos en 1830 y los de Nocupétaro en la década de 1880. Que, en ambos casos, quienes fueron beneficiados los vendieron rápidamente; sin embargo, detalló que Acuyo aún contaba con su fundo legal y que de Purungueo no se “tenía noticia de que hayan sido repartidos”,142 es decir, aún quedaban dudas de la efectividad de la legislación y de las acciones liberales.

Una siguiente etapa dentro de la segunda fase del reparto correspondería a la década de 1880, cuando comenzó una adjudicación sustentada en la ley de 1875, insistiendo en que el reparto sería a partir de individuos y no por familias, y que quedarían excluidos aquellos que habían recibido terrenos en 1836. Posteriormente, a mediados de los años ochenta comenzó una nueva rectificación del tan complicado reparto de fines de los años sesenta, e incluso aún se “hallaron” terrenos que se pretendían vender para pagar a la comisión.143

La tercera fase del reparto en el distrito de Tacámbaro comienza inmediatamente después del acuerdo que se firma con Acuitzio en noviembre de 1894. Los problemas con dicha población no habían cesado desde 1836, teniendo momentos álgidos en 1851, 1870, 1878-1879, 1882-1884, 1886-1887 y 1890, cuando constantemente se apresaban hacheros, se decomisaban hachas y se daban quejas mutuas entre los prefectos de Morelia y Tacámbaro y entre los apoderados de ambos pueblos. Incluso, en 1890, Miguel Anintzera solicitaba que se hiciera el reparto de los terrenos que consideraba como propios,144 aun cuando ya en 1869 se habían repartido 176 terrenos en los límites.145 En esta ocasión el gobierno consideró que se debería realizar un reparto individual a mayores de 21 años quedando excluidos quienes hubiesen obtenido terrenos anteriormente.

Para inicios del siglo XX comienza la cuarta fase del reparto, donde aún se manifestaba la existencia de terrenos proindiviso, donde se pretendía revisar nuevamente los repartos de 1836 y 1869, y sobre todo considerar los terrenos que habían quedado pendientes en las faldas de los cerros. Incluso, el gobernador Aristeo Mercado comentó:

Se procura actualmente definir cuáles son las fracciones sobrantes de repartos anteriores y que pertenecen a la extinguida comunidad de Tacámbaro para hacer de aquéllos la repartición correspondiente. El representante de Acuyo, en el mismo Distrito, se está ocupando actualmente, con autorización del Gobierno, de arreglar con algunos particulares las indemnizaciones que deben dar porque en sus posesiones hay excedencias, que comprenden terrenos pertenecientes a la extinguida comunidad de dicho pueblo.146

Ahora, a diferencia de los repartos anteriores, no se conformaba una comisión, sino que se dejaba al apoderado, bajo la supervisión del prefecto, que realizara la adjudicación; se consideraba que serían 18 indígenas a quienes les tocarían terrenos.147 Fue en la primera década del siglo XX cuando Nocupétaro, Purungueo y Carácuaro intentaron dividir los fundos legales bajo la supervisión del ayuntamiento.148 En febrero de 1902, Librado Malagón, representante jurídico de “los parcioneros del pueblo de Purungueo”, solicitaba el reparto de “los mermados terrenos que aún existen en proindiviso” debido a que “muchos individuos […] no han omitido medios para posesionarse de nuestros terrenos y dejarnos en la miseria más lamentable”;149 quizá a este tipo de actos se refería el gobernador Aristeo Mercado. Sin embargo, desde principios de 1882, el jefe de policía de Nocupétaro ya informaba que los indígenas asumían el fundo legal como propio e incluso deseaban vender sementeras dentro del mismo, así como aprovechar de manera libre el cascalote.150 Diez años después, el gobierno de Michoacán le ordenaba al prefecto de Tacámbaro que elaborara un proyecto para dividir los terrenos libres del fundo, pero, en 1901, el presidente municipal de Carácuaro se negó, ya que consideró que el fundo legal le pertenecía a su pueblo-ayuntamiento con base en las leyes coloniales.151 Quizá recordaron la ley de 1851 en su “Prevención 16” o una comunicación del 9 de julio de 1872 del gobierno a Carácuaro donde se le puntualizaba al presidente municipal de esa época, y a la comisión repartidora, que las 600 varas deberían medirse por cada viento y que ése era el fundo legal, por lo que ninguno de los solares que quedaran dentro del mismo podían repartirse.152

Consideraciones finales

Lo que hemos podido observar en lo relacionado al Distrito de Tacámbaro es un largo proceso que duró un poco más de 70 años en que los considerados indígenas manifestaron diversos tipos de acciones, negociaciones, relaciones sociales, discursos, así como a través de sus apoderados y representantes intentaron negociar o detener en algunos momentos los repartos que se ordenaban por las leyes michoacanas. La conflictividad que originaron los repartos decimonónicos y de principios del siglo XX llevan a pensar en el tipo de relaciones sociales que construyeron aquellos que surgían como líderes en las comisiones y quizá considerar que lo que se manifiesta constantemente como un conflicto entre grupos pudo ser una estrategia con el fin de reducir la intensidad del reparto. Aspecto que no descarta el interés de algunos sectores pueblerinos, fueran o no indígenas, por lograr contar con los documentos necesarios que les permitieran tener una propiedad plena sobre los recursos colectivos, aun cuando hayan disfrutado derechos de uso y usufructo por años.

Lo que nos ha mostrado el estudio de caso es cómo también debemos poner en el tamiz del diálogo lo que podemos observar como pueblo indígena, sujeto que no se nos diluye, pero lo que se nos presenta es cómo los diversos actores sociales luchan por quién representa o quiénes son de la comunidad. Aspecto que en el transcurso del siglo XIX lleva a cambios y ajustes en las categorías sociales e incluso en qué se puede considerar como comunidad, tanto desde la perspectiva de los habitantes de la misma como lo que van percibiendo desde afuera. Este proceso de cambios de categoría lleva a considerar que los propios indígenas la sumen en sus comunicados, discurso y juntas públicas.

Con base en lo aquí relatado, no habría duda de que las Hijuelas se nos muestran como un memorial del despojo, donde los bienes comunes pasan de las manos individuales o familiares a otras manos, las que en la documentación se difuminan al mencionarse solamente como a “terceros”, lo que incluso parecería corroborarse con las solicitudes de restitución y dotación posrevolucionarias. Sin embargo, pudimos observar al menos dos visiones sobre lo que implicaron los despojos. Por más de 70 años, los habitantes de Tacámbaro, Carácuaro y Nocupétaro soportaron sobre sus hombros las leyes de reparto de tierras comunales, el pago de las contribuciones por esos terrenos y la insistencia de las autoridades para lograr la individualización de la tierra y su ingreso al mercado de tierras. A la par trataron de defender sus linderos, sobre todo aquellos que tenían un alto valor económico, como los bosques, con el fin de que no fueran utilizados por otros pueblos y comunidades. La intensidad de los diversos momentos llevó a que muchos terrenos pasaran a manos indígenas o de aquellos que habían ido asentándose en dichos pueblos y sus “comprensiones”. Llama la atención la reiteración en cada una de las fases del reparto en el Distrito de los argumentos sobre revisar y adecuar los repartos anteriores, pensando que quizá se pudieran “recuperar” terrenos en manos de opositores a los grupos o de arrendatarios mestizos e indígenas que no estaban colaborando totalmente con las autoridades comunales.

Sin embargo, el despojo tiene fisuras que no terminan de convencernos de que estamos frente a la historia de la total privatización de los bienes comunes. La larga duración del proceso repartidor de los indígenas del Distrito de Tacámbaro nos muestra que no solamente no llevaron a cabo fehacientemente el reparto, sino que incluso dieron a cuentagotas los terrenos para que fueran individualizados. El ocultamiento de terrenos no fue una labor sencilla; sin duda, los apoderados, representantes y las comisiones tuvieron un papel importante, ya que eran las voces hacia afuera y dentro de las comunidades. Ameritaría tratar de saber más en torno a estas solicitudes de “recoger” los terrenos previamente repartidos con el fin de que regresaran a la “masa común” si fue una manera de conservar su papel como comunidades no sólo hacia adentro sino hacia afuera, ya que sorprende que no se haya encontrado oposición a entregar los terrenos que les habían tocado a los beneficiados. También debemos ser cuidadosos con la tendencia de que los terrenos fueron inmediatamente vendidos por las personas a quienes les tocaron terrenos en el reparto. Si así fue, ¿por qué esos compradores no se quejaron de que los terrenos regresaran a manos de las comisiones como comunes para que fueran nuevamente repartidos? Aspectos que también deben llevar a preguntarnos cuáles son las formas de transmisión de la propiedad y hasta qué punto contar con un título o no depende de si el bien va a ser comprado o vendido con base en las normas jurídicas, sobre todo porque se perciben solicitudes de las Hijuelas varias décadas después de que supuestamente se habían entregado a quienes se les dio el terreno.

Finalmente, el texto muestra las diversas variantes, cambios y posibles continuidades con relación a cómo respondieron los actores sociales a la legislación, cómo negociaron e incluso cómo se opusieron a los repartos. Las “largas” de parte de las comisiones, argumentando diversas causas, sin duda desesperaron a los funcionarios locales, pero quizá más a aquellos que deseaban contar con títulos plenos o con derechos de propiedad justificados a través del papel de las propias comisiones. El que los actores sociales se fueran observando a través de categorías sociales y políticas diversas también llevó a una posible redefinición de los derechos colectivos de las comunidades del Distrito de Tacámbaro e incluso deberemos considerar si las relaciones sociales fueron las que marcaron quiénes eran los que conformaban las comisiones y eran elegidos como apoderados. Los exindígenas y las excomunidades siguieron funcionando, acordando y enfrentándose a los procesos internos y externos, las categorías variaban, pero quienes las ejercían, no.

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Zendejas Romero, Sergio (coord.), Estudios Michoacanos IV, Zamora, El Colegio de Michoacán, 1992. [ Links ]

1Una versión fue presentada en el congreso internacional. La Privatización de las tierras Indígenas en los Libros de Hijuelas de Michoacán, Siglos XIX y XX, 20-22 de mayo de 2021, organizado por CIESAS-Colegio de Michoacán-UMSNH-LLILAS/University of Texas at Austin. Escribí una fracción de este artículo como parte de la investigación realizada para el proyecto I+D “Reformas institucionales en Hispanoamérica, siglo XIX. Actores/agentes y publicidad en su socialización pública”, coordinado por Marta Irurozqui y financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación de España, con número de referencia PID2020-113099GB-100. Agradezco los comentarios y sugerencias de los doctores Gerardo Sánchez Díaz y Emilio Kourí, así como los cuestionamientos y propuestas de la doctora Helga Baitenmann y de los doctores Matthew Butler, Martín Sánchez Rodríguez, así como de los lectores anónimos.

2 Roseberry, “’El estricto apego a la ley’”, p. 44; Zárate, “Comunidad, reformas liberales”, p. 19.

3Véase CONGOST, “Sagrada propiedad imperfecta”, pp. 61-93 en relación con las implicaciones de los derechos y la propiedad. A Iriarte y Lana, “Concurrencia y jerarquización de derechos de apropiación”, pp. 201-231 sobre lo que implican los derechos de apropiación sobre recursos.

4 Falcón, México descalzo. Véanse los diversos trabajos en Escobar Ohmstede, Falcón y Sánchez (coords.), La desamortización civil.

5El que en términos generales en la legislación y en la mayoría de la historiografía michoacana se hable de “comunidades indígenas” y no de pueblos nos lleva a considerar que la idea de comunidad está relacionada básicamente con la tierra o los recursos naturales colectivos, a diferencia de la idea de pueblo concebido como jurisdicción. Por esto, optaremos por entrecomillar la expresión “comunidades indígenas” en este artículo.

6El fondo contiene los libros y expedientes de 216 “comunidades indígenas” que llevaron a cabo el reparto de sus bienes en la segunda mitad del siglo XIX en Michoacán. Para la zona que estamos presentando, son siete libros de Hijuelas con un total de 2 036 fojas que cubren de 1867 a 1905. El libro 4 contiene lo relacionado con los pueblos de Carácuaro, Nocupétaro, Purungueo (tenencia) y Acuyo (tenencia/congregación); los demás volúmenes se relacionan con Tacámbaro. Sobre la estructura y una descripción del fondo de Hijuelas que se encuentra en el Archivo General e Histórico del Poder Ejecutivo de Michoacán, Secretaría de Gobierno, véase Venegas, “El proceso de reparto”, pp. 117-119, y de la misma autora, “Expediente del reparto”, pp. 139-142. También Mendoza, “Cuanajo y Tupátaro”, pp. 45-46.

7 Franco, “La desamortización”, p. 109, los consideraba como “expedientes que contienen información sobre problemas de tierras cuyos trámites se hicieron ante la autoridad administrativa”, lo cual es parcialmente cierto, ya que en sí mostraban las dificultades y los procesos del reparto de las tierras de las “comunidades indígenas”, así como sus peticiones y negociaciones con las diversas instancias de gobierno.

8 Ducey, “La memoria del despojo”, p. 354, considera que hay una narrativa del “despojo” de los pueblos indígenas en las solicitudes, fueran restituciones o dotaciones, entregadas a las autoridades revolucionarias posteriores a la gesta armada de 1910, lo cual ha ejercido una gran influencia en la historiografía “profesional” subsiguiente a la Revolución.

9 Sánchez Rodríguez, “Ixtlán: la desamortización de bienes indígenas”, pp. 99-116; Boehm, “Las comunidades indígenas”, pp. 419-440; Butler, “The ‘Liberal’ Cristero”, pp. 645-671; Mendoza, “Cuanajo y Tupátaro”, pp. 15, 87-88 y 199-208.

10Idea vertida por los indígenas de Nocupétaro en 1897, en relación con los solares del “fundo legal”. AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 4.

11 Roseberry, “’El estricto apego a la ley’”, pp. 44-45, menciona los cambios en la “identificación” del indígena en los documentos oficiales, así como lo que implican las identidades y los derechos colectivos bajo las leyes liberales en Michoacán.

12Véase Pérez Montesinos, “Geografía, política”, p. 2074, n. 3, donde considera la existencia de 150 textos diversos, publicados entre 1980 y 2015.

13Para un balance historiográfico sobre lo que implican los estudios sobre los rancheros, véase Ultreras e Isaias, “Sociedades rancheras”, pp. 37-69. Asimismo, Barragán, Hoffmann, Linck y Skerrit (coords.), Rancheros, y Léonard, Una historia de vacas.

14Consúltese para el siglo XVIII a Morin, Michoacán en la Nueva España, pp. 210-214, y sobre los subregistros sobre este tipo de “organización rural” en Tacámbaro, Morin, Michoacán en la Nueva España, p. 211. En el caso de Tacámbaro se infiere la existencia de rancheros indígenas, quienes pagaban por el arrendamiento del terreno en la segunda mitad del siglo XIX.

15 González, “Instituciones indígenas”, pp. 209-313; Meyer, “La Ley Lerdo”, pp. 189-212; Fraser, “La política de desamortización”, pp. 615-652; Falcón, “Desamortización a ras del suelo”, pp. 59-85. Para Michoacán, véanse entre otros a Knowlton, “La división de las tierras”, pp. 3-25; Sánchez Díaz, “Problemas agrarios”, pp. 73-96; Arrioja, “Dos visiones en torno a un problema”, pp. 143-185. Para un cuestionamiento a la historiografía revisionista, véase Pérez Montesinos, “Geografía, política”.

16 Bohem, “Las comunidades indígenas”, pp. 419-440; Sánchez Rodríguez, “Desamortización y blanqueamiento”, pp. 317-351; Sánchez Esquivel, “Entre la desamortización y el reparto”.

17Véase, entre otros, los siguientes estados de la cuestión: Escobar Ohmstede, Falcón y Sánchez (coords.), La desamortización civil; Escobar Ohmstede y Butler (coords.), Mexico in Transition; Pérez Montesinos, “Geografía, política”; Kourí, “Sobre la propiedad comunal”.

18Véase el Reglamento en Fabila, Cinco siglos de legislación, pp. 109-115, y especialmente el artículo 11, que consideraba a las “comunidades y parcialidades de indígenas”.

19Sobre el tipo de tierras que se consideraban en los pueblos indígenas y las interpretaciones que se dieron por los juristas y hombres públicos del siglo XIX, véase Goyas, “Tierras por razón de pueblo”, pp. 67-102; Escobar Ohmstede y Martín, “Una relectura”.

20 Sánchez Díaz, “Problemas agrarios”, p. 96. Idea que se da partir de una crítica a los estudios de Franco, “La desamortización” y Meyer, “La Ley Lerdo”. Para una contrapropuesta, relacionada con Ixtlán, véase Sánchez Rodríguez, “Ixtlán: la desamortización de bienes indígenas”, pp. 91-116. Kourí coincide parcialmente con Sánchez Díaz, cuando afirma que las leyes de los estados fueron mucho más relevantes, ya que la Ley Lerdo “explica muy poco acerca de cómo y por qué los pueblos desamortizaron sus tierras (o no), y es un pobrísimo indicador de la cronología de esos repartos”. Kourí, “Sobre la propiedad comunal”, pp. 1936-1937. También remito al lector a varios de los trabajos que se encuentran en Escobar Ohmstede, Falcón y Sánchez (coords.), La desamortización civil.

21Según la Memoria presentada, pp. 413-425, en Michoacán se desamortizaron bienes de la Iglesia (cofradías, hospitales, catedral), de los ayuntamientos y un rancho de los indígenas de Pinzandaro. Véase también el efecto de la ley de 1856 en la comunidad de Ixtlán en Sánchez Rodríguez, “Ixtlán: la desamortización de bienes indígenas”, pp. 91-116.

22 Recopilación, 1887, t. XXI, pp. 25-30. El comentario se relacionaba con la adjudicación a los arrendatarios, para lo cual se le ordenó al prefecto que se ajustara a la circular del 9 de octubre de 1856, sobre declarar nulas las ventas que no se hubieran ajustado a la ley del 25 de junio de 1856. Sobre la “renuncia” que deberían hacer los arrendatarios de su derecho a la adjudicación, consúltese el reglamento del 30 de julio de 1856 en sus artículos 11 y 12 en Fabila, Cinco siglos de legislación, p. 111.

23En 1857 se registró que el ayuntamiento de Tacámbaro desamortizo 11 solares y una casa, mientras que el ayuntamiento de “Zuricato” (Turicato) desamortizó un solar. Véase Memoria presentada, pp. 420 y 422.

24AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 2, ff. 115r-119v. Véase la circular en Fabila, Cinco siglos de legislación, pp. 116-118.

25AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 2, ff. 102r-109v. En 1879 tres mujeres indígenas habían solicitado la adjudicación de un terreno en Copitaro, pero fue en mayo de 1882 que el gobierno se negó, ya que no habían renunciado a sus derechos con base en la circular del 9 de octubre de 1856.

26AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 4.

27 Falcón, “Litigios, justicia y actores colectivos”, pp. 67-108.

28AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 3, f. 131r. y AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 2.

29AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 4, ff. 218r.-218v.

30Véase, por ejemplo, para el caso de Oaxaca y Michoacán, a Arrioja, “Dos visiones en torno a un problema”, pp. 143-185.

31A partir de una revisión personal, se localizaron entre 1827 y 1851 unos 13. De 1851 a 1902 fueron 19. Las cuatro fechas marcan las leyes de reparto de terrenos “proindiviso”. Véase Recopilación, 1886-1923, 43 t.

32Recopilación, 1887, t. XIX, p. 163. Posteriormente se anexa la respuesta negativa de Sebastián Lerdo de Tejada del 19 de diciembre de 1856 a la solicitud del gobernador de mantener vigente en Michoacán la ley del 13 de diciembre de 1851. Véase Recopilación, 1887, t. XIX, pp. 164-166 y Memoria presentada, pp. 146-148.

33 Pérez Montesinos, “Geografía política”, pp. 2100-2101 y pp. 2095-2096, considera que los arrendatarios no veían con buenos ojos las leyes michoacanas. Además de marcar las diferencias entre ambas leyes que realiza Pérez Montesinos, agregaríamos que mientras el censo iba a los ayuntamientos con la ley de 1856, en el caso de los terrenos aún considerados como “comunales” la contribución, a partir de 1868, iba directamente a la Tesorería del Estado vía los administradores de rentas.

34Véanse entre otros a Knowlton, “La división de las tierras”, pp. 3-25; García Ávila, “Desintegración de las comunidades”, pp. 47-64; Sánchez Rodríguez, “Ixtlán: la desamortización de bienes indígenas”, pp. 91-116; Boehm, “Las comunidades indígenas”, pp. 419-440; Cortés, “La comunidad de Tarímbaro”, pp. 441-468 y “La desamortización”, pp. 263-301; Zárate, “Comunidad, reformas liberales”, pp. 17-52; Pérez Montesinos, “Geografía, política”, pp. 2073-2149; Venegas, “El proceso de reparto de tierras”, pp. 101-126; Franco, “La desamortización”, pp. 169-187; Roseberry, “’El estricto apego a la ley’”, pp. 43-84; Gómez, “De pueblos de indios”.

35 Arrioja, “Dos visiones en torno a un problema”, pp. 143-185; Cortés, “La desamortización”, pp. 264-265; Mondragón, “El proceso de reparto de tierras”, pp. 44-49; Franco, “La desamortización”, pp. 170-172.

36 Cortés, “Conflictividad, guerra y liberalismo”, pp. 170-171.

37Véase el decreto de 1827 en Recopilación, 1886, t. II, pp. 61-62. El Reglamento de 1828 en Recopilación, 1886, t. III, pp. 29-35. En la Recopilación, 1886, t. III, p. 10, nota, menciona que hubo decretos complementarios al decreto de 1827 en diversos momentos entre septiembre de 1827 y noviembre de 1828, sobre familias que fueran admitidas en otras comunidades, respecto a las comisiones, sobre vender terrenos para realizar el reparto y que los descendientes de padre o madre indígena podían tener derecho al repartimiento.

38 Cortés, “La desamortización”, pp. 278-282. Hubo pueblos que no aceptaron el reparto; véase Cortés, “La desamortización”, pp. 293-294 y “La comunidad de Tarímbaro”, pp. 441-468. Pérez Domínguez, “Movimientos y rebeliones indígenas”, p. 72, dialoga sobre un reparto parcial de tierras de cultivos y parcelas en 1827; Franco, “La desamortización”, p. 183, menciona un posible reparto de 1832 en “la Cañada de los Once Pueblos”; Sánchez Díaz y Pérez, Carácuaro de Morelos, pp. 97-98, consideran que debido a problemas por tierras entre Carácuaro y Nocupétaro no se aplicó la ley de 1827. Heredia, “Fuentes para la construcción histórica”, p. 69 considera que la ley de enero de 1827 “no tuvo eco entre las comunidades indígenas”. Véase también García Ávila, “Desintegración de las comunidades”, pp. 50-53.

39Mencionado en el artículo 12. La comunicación constaba de 13 artículos, véase en Recopilación, 1886, t. VIII, pp. 82-90.

40AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 3, f.131r.

41AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 7, ff. 12r.-13r.

42AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 3, f. 131r.; AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 4, f. 202r. Posiblemente fueron los terrenos que los vecinos de Nocupétaro solicitaron en abril de 1917 que les fueran restituidos, Diario Oficial. Órgano del gobierno Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, 12 de agosto de 1927, p. 5.

43Acuitzio era una zona de abastecimiento forestal para la vía férrea de Acámbaro-Pátzcuaro en la década de 1880. Pérez Talavera, “El arribo del ferrocarril”, p. 141. En 1889 Acuitzio arrendó a Domingo Narvarte los terrenos que Tacámbaro consideraba de su propiedad y por los que estaban litigando ambos pueblos desde 1850. AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 1, ff. 7r.-26v. y AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 7, ff. 10r.-11r., 70r.-72v., 86r., 91r.-92r., 99r.-100r.

44Casi de esta manera lo expresó en abril de 1885 Manuela Gutiérrez al gobernador, por intermedio del prefecto de Tacámbaro. Gutiérrez era indígena de la “excomunidad” y quería justificar el derecho al terreno que le había tocado en 1836 al haberse destruido el libro del reparto en el incendio. AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 2.

45Por ejemplo, en enero de 1894, Guadalupe Loreque, que era originario y vecino de Tacámbaro, y como heredero de su padre Plácido Loreque y en representación de María Antonia Huanaco, heredera de Juana Huanaco, le solicitó al gobernador una copia de las Hijuelas de los terrenos que les dieron en 1836. AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 1, f. 57r. En junio de 1900 Juan Melgarejo, vecino de Pátzcuaro y apoderado de la Sra. Paula Huerta y del Sr. Feliciano Moreno, indígenas de Tarímbaro, población localizada al norte de Morelia, solicitó las Hijuelas de 1836 de los terrenos que “forman los ranchos El Perico y Los Fierros”. AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 3, ff. 73r. El primer rancho colindaba con Cuanajo.

46AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 3; AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 3, f. 70r. En un informe del prefecto del 13 de mayo de 1888 se comentó que en 1836 estuvieron descontentos los indígenas por el reparto, lo que ocasionó el “destierro del repartidor” de la ciudad de Tacámbaro. AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 7.

47AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 2, f. 251v.

48AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 4, ff. 47r.-48v.

49 Arrioja, “Dos visiones en torno a un problema”, pp. 171-172; Pérez Montesinos, “Geografía, política”, p. 2095; Venegas, “El proceso de reparto de tierras”, pp. 107-108; Pérez Domínguez, “Movimientos y rebeliones indígenas”, pp. 56-57; Franco, “La desamortización”, pp. 176-179; Sánchez Esquivel, “Entre la desamortización y el reparto agrario”, pp. 77-89; Mondragón, “El proceso de reparto de tierras”, pp. 62-68.

50Recopilación, 1886, t. XI, pp. 195-205.

51 Knowlton, “La división de las tierras”, pp. 6-7; García Ávila, “Desintegración de las comunidades”, pp. 53-57; Sánchez Rodríguez, “Ixtlán: la desamortización de bienes indígenas”, p. 96, n. 12. El 28 de julio de 1857 se “promovía” el reparto de terrenos con base en los principios de la ley de 1851. Recopilación, 1887, t. XIV, p. 5.

52Principalmente García Ávila, “Desintegración de las comunidades”, pp. 53-57; Mendoza, “Cuanajo y Tupátaro”, pp. 104-109; Gómez, “De pueblos de indios”, pp. 121-131; Mondragón, “El proceso de reparto de tierras”, pp. 62-67; Sánchez Esquivel, “Entre la desamortización y el reparto agrario”, pp. 79-82; Arrioja, “Dos visiones en torno a un problema”, pp. 171-172.

53Recopilación, 1886, t. XI, pp. 195-205; Franco, “La desamortización”, pp. 176-179; García Ávila, “Desintegración de las comunidades”, pp. 53-57; Venegas, “El proceso de reparto de tierras”, pp. 107-108; Mondragón, “El proceso de reparto”, pp. 64-68. Para un análisis de lo que implicó el fundo legal, los ejidos y los bienes de comunidad en la transición del siglo XIX al XX y la posible “confusión” por los juristas, véase Escobar Ohmstede y Martín, “Una relectura”.

54Recopilación, 1887, t. XIV, p. 50.

55Recopilación, 1893, t. XXIX, p. 3.

56Knowlton, “La división de las tierras”, pp. 6-7; Venegas, “El proceso de reparto de tierras”, pp. 109-110; Pérez Montesinos, “Geografía, política”, pp. 2096-2099.

57Recopilación, 1887, t. XVIII, pp. 8-10. Se retomaban las contribuciones del 11 de diciembre de 1863. Véase Silva, “La construcción de la Hacienda”, pp. 143-144. Agradezco la llamada de atención del Dr. Martín Sánchez Rodríguez sobre este aspecto y como un antecedente de las leyes de 1868 en adelante sobre los repartos.

58Recopilación, 1887, t. XIX, pp. 158, 162-164.

59Recopilación, 1887, t. XIX, pp. 21-29, véanse principalmente los artículos 2-4. También se eximía de impuestos “prediales” durante 6 años a las comunidades que realizaran sus repartos; Knowlton, “La división de las tierras”, p. 20.

60AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 1, ff. 99r.-100r. En 1886 informaba al gobernador, que en el caso de Tacámbaro: “efectivamente se han presentado varias escrituras de ventas procedentes de terrenos repartidos”, pero que, a falta de un padrón aprobado, no se podían realizar los ajustes en las cuentas de la comunidad. AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 3, ff. 4r.-7r.

61En 1884 se menciona que los terrenos tenían un valor total de 50 756 pesos e incluía el molino de trigo. AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 7, ff. 241r.-241v.

62AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 6, ff. 7r., 63r.-63v., 66v.-218 y 218r.-220r.

63AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 5.

64Término entresacado de Roseberry, “’El estricto apego a la ley’”, p. 60. Semejante situación puede observarse en Maravatío; consúltese Sánchez Esquivel, “Entre la desamortización y el reparto”, pp. 98-115.

65En 1873 el representante de los indígenas de Nocupétaro, Fernando Bachareli, informaba que, debido a la escasez de lluvias y falta de agua, los terrenos que estaban arrendados ya no lo estaban, por lo que carecían de ingresos. AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 4.

66Así aconteció en una solicitud del 18 de junio de 1885 del prefecto de Tacámbaro. AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 2. En mayo de 1903, la administración de rentas informaba de un adeudo desde marzo de 1894, el cual no se había cubierto por parte de los indígenas. AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 4.

67Recopilación, 1887, t. XXII (primera parte), pp. 63-65.

68Recopilación, 1903, t. XXXVI, pp. 510-512 y pp. 516-532.

69 Pérez Montesinos, “Geografía, política”, p. 2124.

70Por ejemplo, en la Memoria sobre la administración presentada por el gobernador Aristeo Mercado, mencionaba, en 1904, la ley 57 del 18 de junio de 1892, con la que se había eliminado la resistencia de los “miembros de las antiguas comunidades” al reparto. Mercado, Memoria, p. 52.

71 Franco, “La desamortización”, pp. 183-187; Sánchez Díaz, “Problemas agrarios”, pp. 78-79; Venegas, “El proceso de reparto”, pp. 112-114; Pérez Montesinos, “Geografía, política”, pp. 2123-2125; Knowlton, “La división de tierras”, pp. 22-23; Sánchez Esquivel, “Entre la desamortización y el reparto”, pp. 83-86. Sin embargo, habría que leer con cuidado las palabras de Aristeo Mercado en 1904 de cómo la autoridad pública pretendía cuidar los derechos sobre los bosques. Mercado, Memoria, p. 55.

72Recopilación, 1903, t. XXXVI, pp. 516-532. Véase la justificación del gobernador Aristeo Mercado en su memoria de gobierno en Mercado, Memoria sobre la Administración Pública, pp. 52-57, que es casi semejante a la circular 23 del 14 de julio de 1902 de la Secretaría de Gobierno.

73Recopilación, 1903, t. XXXVI, pp. 532-538.

74Los indígenas de Carácuaro mencionaban en abril de 1905 que, por “tradición”, los terrenos de común repartimiento fueron poseídos por sus padres, posteriormente mal vendidos y que no se habían adjudicado con base en la circular del 9 de octubre de 1856. AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 4, f. 271r.-271v.

75AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 4, ff. 263r.-264r. José Romero comentaba a mediados del siglo XIX que ambas poblaciones se encontraban a una distancia de – de legua; Romero, Noticias para formar, p. 139.

76Véase Guzmán, “Legislación forestal”, pp. 103-116 y Pérez Talavera, La explotación de los bosques, cap. 2, en relación con la explotación de los bosques, lo que implicaba los “negocios” de las compañías madereras, el marco jurídico forestal y el caso de la meseta purépecha. Pérez Talavera, “El arribo del ferrocarril”, pp. 121-148. Pérez Montesinos, “Geografía, política”, pp. 2121-2124. Igualmente sobre la meseta purépecha, Roseberry, “ ‘El estricto apego a la ley’ ”, p. 50; Martínez, “El aserradero de Zatzio”, pp. 195-221. Para el caso de Cuanajo a Mendoza, “Cuanajo y Tupátaro”, pp. 42, 112-114. Sobre Pamatácuaro, Mijangos, “Comunidades indígenas”, pp. 199, pp. 207-209.

77En octubre de 1878 el presidente municipal de Carácuaro transcribía una comunicación del presidente de la comisión repartidora en que se solicitaba se declarara insolventes a los indígenas, lo cual llevó a que se negaran al reparto en una primera instancia. AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 4. Sobre el reparto de bienes en Carácuaro, véase Sánchez Díaz y Pérez, Carácuaro de Morelos, pp. 100-105.

78AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 2, ff. 328r.

79 Mendoza, “Cuanajo y Tupátaro”, p. 115.

80 Stanislawsky, La anatomía, p. 36; Silva, “Tacámbaro”, pp. 156-171.

81 Sánchez Díaz y Pérez, Carácuaro de Morelos, pp. 90, 95, 121-123.

82Se considera que después de la ley del 24 de enero de 1825 en torno a los ayuntamientos, de 97 instancias políticas que existían se redujeron a 67 en 1827, considerando que “parte de los eliminados fueron pueblos indígenas que quedaron reducidos a la categoría de ‘tenencias’ ”. Cortés, “Ayuntamientos michoacanos”, pp. 61 y 64. El caso que aquí nos ocupa podría relacionarse a Nocupétaro y Purungueo.

83 Arreola, Tacámbaro, pp. 17-21, 42, 47-48, 64-65 y 72.

84En 1884 se consideraba que ese semicírculo tendría una superficie de 150 caballerías de tierra, es decir, casi 6 420 ha. AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 2, f. 251v. Felipe Castro, “Los ‘indios cavilosos’ de Acuitzio”, p. 11, menciona que, desde el periodo colonial, Acuitzio tenía una “terca tradición de protesta y de disidencia que tiene pocos paralelos en la sierra michoacana”. En 1900 se registró un problema entre los comuneros y el ayuntamiento de Acuitzio por agua; véase Pérez Domínguez, “Movimientos y rebeliones indígenas”, p. 80.

85 Velasco, Geografía y estadística, p. 135 y p. 137. Varios de los nombres que se dan a los montes corresponden a algunas haciendas, así como ranchos mencionados en los repartos de Tacámbaro en la segunda mitad del siglo XIX.

86 Velasco, Geografía y Estadística, pp. 134-135; Arreola, Tacámbaro, pp. 17-21.

87En 1895 se calculaban casi 127 000 cabezas de ganado (vacuno, caballar y lanar como los principales); Velasco, Geografía y Estadística, p. 138. Sobre el ganado a fines del siglo XVIII en las haciendas San Antonio y Cuitzian, Léonard, Una historia de vacas, p. 36. Sobre estas haciendas, Sánchez Díaz y Pérez, Carácuaro de Morelos, pp. 40-47. En 1869 se ubicaban seis estancias en Carácuaro y dos en Acuyo; Rodríguez, Índice alfabético, pp. 29, 39, 67, 76, 78, 82, 98. Para mediados del siglo XIX el “recurso” de Carácuaro y Nocupétaro era la cría de ganado; véanse Romero, Noticias para formar la historia, p. 139, y Sánchez Díaz y Pérez, Carácuaro de Morelos, pp. 121-122.

88 Sánchez Díaz, “La caña de azúcar”, p. 93.

89 Arreola, Tacámbaro, p. 91; Sánchez Díaz, “La caña de azúcar”, p. 65; Martínez de Lejarza, Análisis estadístico, p. 90. Para 1770, se mencionaban ocho “haciendas de dulces”: San José Puruarán, San Blas Puruarán, Nombre de Dios, Pariacacho, Pedernales, Chupio, Etucuarillo y Turicato; véase Mazín, El gran Michoacán, pp. 119-122. Posterior a las guerras insurgentes, se contabilizaron tres haciendas y se consideraba que “han disminuido los azucares por la guerra. Las haciendas que antes beneficiaban están reducidas a siembras de trigo y maíz”. Martínez de Lejarza, Análisis estadístico, p. 91.

90A mediados de decenio de los 1920, Puruarán contaba con 27 324 ha, mientras que Caulote con 12 519, y junto con la hacienda San Rafael Turicato rodeaban al pueblo de Turicato. Diario Oficial. Órgano del Gobierno Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, 28 de noviembre de 1930, pp. 4-7 (véase el mapa). Para fines del siglo XX, Puruarán seguía produciendo azúcar y enfrentaba conflictos debido al cierre del ingenio, donde Pedernales funcionó como una alternativa manufacturera durante el conflicto, véase Paleta, “ ‘Zafra de justicia y libertad’ ”, pp. 9-58; Arreola, Tacámbaro, pp. 38-39.

91Además de la producción cañera, los propietarios de la hacienda dejaban en manos de medieros que ocupaban sus ranchos la producción de otro tipo de cultivos, los que se desarrollaban en las huertas. Véase Diario Oficial. Órgano del Gobierno Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, 12 de agosto de 1927, pp. 5-7.

92 Sánchez Díaz, “La caña de azúcar”, p. 86, n. 65, donde se detallan con base en un informe de 1883 las propiedades privadas en el Distrito de Tacámbaro que contaban con una tecnología para la producción y manufactura de la caña de azúcar.

93 Sánchez Díaz, “La caña de azúcar”, pp. 88 y 91.

94 Rodríguez, Índice alfabético, pp. 11-129.

95 Peñafiel, Censo General, pp. 40, 44, 55, 58 y 70.

96Con base en los datos localizados por las reorganizaciones territoriales que se dieron entre 1868-1909. Véase Recopilación, 1887, t. XIX, pp. 55-77; Recopilación, 1903, t. XXXVI, pp. 202-282; Recopilación, 1911, t. XL, pp. 228-243; Velasco, Geografía y Estadística, p. LVIII y p. 139.

97En 1909 es municipio.

98En 1909 aparece como tenencia del municipio Tiquicheo, Distrito de Huetamo. Recopilación, 1911, t. XL, pp. 262-264.

99Entre 1882 y 1889 la mayoría de las tierras de riego estaban en los distritos de Ario, Tacámbaro, Zamora, Apatzingán, Pátzcuaro y Maravatío; véase Pérez Domínguez, “Movimientos y rebeliones indígenas”, p. 52.

100En 1878 Leandro Arreola tenía un contrato con el prefecto para extraer madera y producir 100 cargas de tejamanil. AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 5. En 1887 la comisión de reparto fue denunciada por vender madera a Tupátaro y Cuanajo, así como durmientes a Lucas Alva. AGHPEM, SG, G, H, T, 1887, Libro 7.

101 Pérez Talavera, “El arribo del ferrocarril”, pp. 121-148, y del mismo autor, La explotación de los bosques. También Mendoza, “Cuanajo y Tupátaro”, pp. 129-135; Mijangos, “Comunidades indígenas”, pp. 199-208; Guzmán, “Legislación forestal”, pp. 103-116.

102 Boehm, “Las comunidades indígenas”, pp. 419-440; Sánchez Rodríguez, “Desamortización y blanqueamiento”, pp. 317-351; Sánchez Esquivel, “Entre la desamortización y el reparto”; Léonard, Una historia de vacas; Martínez, “El aserradero de Zatzio”, pp. 195-221.

103Véase Diario Oficial. Órgano del Gobierno Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, 12 de agosto de 1927, p. 6.

104Recopilación, 1887, t. XIX, p. 60; García, “Los poblados de hacienda”, p. 337. A mediados del siglo XIX en el curato de Nocupétaro y Carácuaro la mayoría de los 5 000 habitantes vivía en las haciendas; Romero, Noticias para formar la historia, p. 139.

105 Rodríguez, Índice alfabético, p. 94.

106Recopilación, 1905, t. XXXVII, pp. 379-381. En 1927 se le consideraba una superficie de casi 57 000 ha.

107 Estadísticas sociales, cuadro 47, p. 41.

108 Mendoza, “Cuanajo y Tupátaro”, p. 190; Butler, “The ‘Liberal’ Cristero”, pp. 645-671.

109Véase Heredia, “Fuentes para la construcción histórica”, p. 63, n. 8. Consúltese también a Cortés, “Conflictividad, guerra y liberalismo”, p. 170, donde se mencionan “ranchos de comunidad” en Zinapécuaro. Sobre el tipo de bienes de comunidad que “heredan” los pueblos indígenas del periodo colonial a la primera etapa republicana, véase Cortés, “La desamortización de la propiedad”, pp. 271-273.

110Véase AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 7.

111AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 5.

112Se le trasladaron a Tacámbaro las localidades de Carácuaro, Nocupétaro, “Acullo” y Purungueo, que habían pertenecido a Huetamo con base en las acciones de la Diputación Provincial de Michoacán. Martínez de Lejarza, Análisis estadístico, tabla núm. 3, pp. 91-93; Arreola, Tacámbaro, pp. 26, 47 y 164; Sánchez Díaz y Pérez, Carácuaro de Morelos, p. 72. Turicato fue suprimido como municipalidad y erigido como tenencia el 31 de mayo de 1881; Recopilación, 1888, t. XXV, p. 142.

113 Martínez de Lejarza, Análisis estadístico, tabla núm. 7. En el caso de Purungueo, a mediados del siglo XVIII había registrados 65 ranchos. Léonard, Una historia de vacas, p. 37.

114En la década de 1880, cuando se recrudeció el conflicto entre Acuitzio y Tacámbaro por los bosques, los rancheros y sus peones que se encontraban en terrenos previamente repartidos tomaron partido por Tacámbaro. Véase AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 7.

115 Mendoza, “Cuanajo y Tupátaro”, p. 74, considera que los arrendamientos eran el principal rubro de ingresos por conceptos de bienes de comunidad, al menos en el caso de Cuanajo.

116AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 4.

117AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 5.

118En 1870 se les entregó el rancho de la Calera a 10 individuos de la familia Huanaco. AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 5.

119AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 4.

120Era parte del municipio de Tacámbaro y se encontraba cerca de Turicato. AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 3; Diario Oficial. Órgano del Gobierno Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, 28 de noviembre de 1930, pp. 4-5.

121 Rodríguez, Índice alfabético, pp. 11-129.

122 Arreola, Tacámbaro, p. 15. Véase la nota 5 de este artículo.

123 Stanislawky, La anatomía, pp. 35-40.

124En el siglo XVII se consideraban, igual que Tacámbaro, “partido de indios” y que el beneficio todo era de “lengua Tarasca”, Obispado, 1973, pp. 133-134 y 217.

125 Léonard, Una historia de vacas, pp. 29-30; Sánchez Díaz y Pérez, Carácuaro de Morelos, pp. 50-57.

126AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 7, ff. 12r.-13r.; AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 4, ff. 47r.-48v.

127Stanislawsky, La anatomía, p. 39.

128 Memoria sobre los diversos ramos, cuadro 1; Velasco, Geografía y Estadística, p. 139. En el censo general de 1895 se registraron 36 hablantes de tarasco; véase Peñafiel, Censo General, p. 62.

129En 1873 se realizó una reunión en Tacámbaro para rectificar el reparto realizado entre 1869-1870, a la cual asistieron 135 indígenas varones, 107 indígenas mujeres y 55 poseedores no indígenas. AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 3. En 1870 se consideraba que en Carácuaro solamente existían 18 familias de indígenas y en Nocupétaro sólo se pudieron reunir 38 indígenas en 1872. AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 4, ff. 198v. y 210r.

130AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 7, ff. 10r.-17r. Se consideraba que eran 25 000 varas cuadradas con un valor de 8 000 pesos.

131AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 3, f. 131r.

132Véase Pérez Domínguez, “Movimientos y rebeliones indígenas”, p. 62.

133AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 6, f. 7r.

134AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 6, ff. 15v.-23r., 63r.-63v. y 66v.-218r.

135AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 3, ff. 161r.-165r.

136En julio de 1879 la comisión repartidora que estaba enfrentada con los Anintzera presentó como testigos en contra de Miguel Anintzera a ocho comerciantes, un empleado municipal, el escribano de la prefectura, un labrador y un jabonero, todos radicados en Tacámbaro, con el fin de confirmar que había sido separado de la comisión. AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 2. La existencia de este tipo de liderazgos o cacicazgos se presentó en varios lugares, como en Cuanajo y Pajacuarán. Véanse Boehm, “Comunidades indígenas”, pp. 419-440 y Mendoza, “Cuanajo y Tupátaro”, pp. 11-112.

137AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 5.

138Recopilación, 1887, t. XXII (parte 1ª), pp. 63-64.

139AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 5.

140AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 4. Sobre los repartos en Carácuaro y Nocupétaro, véase Sánchez Díaz y Pérez, Carácuaro de Morelos, pp. 100-105.

141AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 4, ff.198v. y 207r.-207v.

142AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 4, ff. 47r.-48v.

143AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 1, ff. 99r.-100r.; AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 4.

144AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 1, ff. 1r.-6r, 8r.-10r., 149r., 182r.

145AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 7, f. 16r.

146 Mercado, Memoria, p. 58. Agradezco al Dr. Gerardo Sánchez Díaz la llamada de atención sobre esta cita.

147AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 1, ff. 100r.-100v.

148AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 4.

149AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 4, ff. 175r.-175v.

150Era una “corteza de una leguminosa, Caesalpina cacalaco, que tiene grandes concentraciones de taninos [que era utilizado] para la tenería y la tintura de pieles, que la metrópoli [España] y las minas consumían en grandes cantidades” en los siglos XVII y XVIII; Léonard, Una historia de vacas, p. 30; Arreola, Tacámbaro, p. 108; Sánchez Díaz y Pérez, Carácuaro de Morelos, p. 79. A fines del siglo XIX en Purungueo y Nocupétaro aún se explotaba dentro del llamado “fundo legal”. En 1895 se consideraba como parte de la “producción agrícola anual”, produciéndose un poco más de 18 000 hectolitros y teniendo un valor anual de 72 600 pesos. Véase Velasco, Geografía y Estadística, p. 136.

151AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 4, ff. 263r.-264r. Véase lo que implicaba en términos jurídicos hablar de fundo legal a fines del siglo XIX en Escobar Ohmstede y Martín, “Una relectura”.

152AGHPEM, SG, G, H, T, Libro 4, f. 207v.

Siglas

AGHPEM, SG, G, H, T

Archivo General e Histórico del Poder Ejecutivo de Michoacán, Secretaría de Gobierno, Gobernación, Hijuelas, Tacámbaro, Morelia, Michoacán, México

Recibido: 26 de Julio de 2021; Aprobado: 21 de Octubre de 2021

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