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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.72 no.2 Ciudad de México oct./dic. 2022  Epub 14-Sep-2022

https://doi.org/10.24201/hm.v72i2.4140 

Reseñas

Sobre Nadine Béligand, Entre lagunas y volcanes. Una historia del Valle de Toluca (finales del siglo XV-siglo XVIII)

Sergio Eduardo Carrera Quezada1 

1El Colegio de México

Béligand, Nadine. Entre lagunas y volcanes. Una historia del Valle de Toluca (finales del siglo XV-siglo XVIII). traducción de, Guilpain, Zamora, Odile. Michoacán: El Colegio de Michoacán, Gobierno del Estado de México, Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, 2017. 2 vols, 716p. ISBN: 978-607-947-092-0.


Por décadas, el concepto de comunidad ha sido la piedra angular en la mayoría de los estudios acerca de las sociedades indígenas. Basta mencionar la profusa bibliografía dedicada al sistema de cargos o jerarquía cívico religiosa para darse cuenta de la importancia que este concepto llegó a tener en la comprensión de la organización política, económica y religiosa de los grupos indígenas en México. Incluso, la noción de la comunidad indígena ha contribuido a justificar el derecho colectivo de la posesión agraria y la propiedad social. Los antropólogos recurrieron a este concepto con el propósito de sustentar la continuidad en las formas de propiedad y gobierno indígenas, escarbando en un supuesto origen prehispánico para tender un puente con las estructuras sociales y la organización comunitaria de los grupos étnicos de la actualidad. También desde la historiografía, aunque con algunos matices, es posible rastrear los intentos por dotar de comunalidad a las sociedades originarias del Nuevo Mundo. Ejemplo de ello son las distintas interpretaciones en torno al calpulli que provocaron encendidas discusiones entre antropólogos e historiadores durante los años setenta y noventa del siglo XX, debate que todavía espera un desenlace.1

Este preámbulo contribuye a poner en contexto Entre lagunas y volcanes. Una historia del Valle de Toluca (finales del siglo XV-siglo XVIII), la más reciente obra de Nadine Béligand. Este libro se suma a la literatura especializada en la historia cultural de los pueblos de indios coloniales y, de manera muy específica, a los estudios sobre la región de Toluca y sus alrededores. Hacía algún tiempo que no salía a la luz una investigación de tan largo aliento que prestara suficiente atención a cada uno de los aspectos de la vida social de los indígenas en el convulso tránsito del periodo prehispánico al colonial. En los dos volúmenes que conforman esta publicación se abordan los cambios y continuidades en los ámbitos económicos, políticos, sociodemográficos, culturales y religiosos que experimentaron los habitantes originarios de la cuenca del río Lerma, aunque conviene enfatizar que el acento está puesto en la problemática territorial, el tema de la posesión agraria y en la organización corporativa.

Si se permite la comparación, el libro de Béligand emula a un inmenso telar que la autora tejió pacientemente por poco más tres décadas. Ella misma nos dice que el hilo conductor es mostrar la mayor cantidad de elementos y factores que intervinieron en la historia indígena, cuya compleja trama muchas veces no permite contemplar el conjunto y apreciar los detalles al mismo tiempo. Con todo, la riqueza documental es una enmarañada madeja de aspecto abigarrado, sin lógica aparente, que Béligand logra desenredar para urdir la historia del Valle de Toluca.

Preparar el lienzo sobre el que se bordaron las ideas de esta obra no pareció labor menuda, porque definir el espacio de análisis en términos geofísicos y ecológicos no siempre corresponde a las representaciones registradas en la memoria documental ni en el repertorio de la tradición oral. El estudio muestra un paisaje sobre el que se han confeccionado las relaciones sociales y que ha posibilitado la reproducción material, cultural y simbólica de sus pobladores. Más allá de sus elementos ambientales, el Valle de Toluca y la cuenca del Alto Lerma se caracterizaban como una “unidad compleja y pluricultural”, con una dinámica interna que gravitaba entre las entidades hegemónicas de la cuenca de México, por un lado, y de la meseta purépecha, por el otro. La definición de los distintos nombres que recibió la región es uno de los primeros nudos que la autora busca desatar. De este modo, nos explica que la denominación de Valle de Matlatzinco o Matalcingo derivó de las relaciones de poder y las estructuras político territoriales, es decir, del reconocimiento que los habitantes de los pueblos del valle (cuya composición etnolingüística era diversa) le tenían al personaje que gobernaba en todo este espacio y que ejercía su dominio desde Calixtlahuaca.

Primero, la nobleza matlatzinca mantuvo estrechas relaciones con los acolhuas de Texcoco y luego con los tepanecas durante la hegemonía de Azcapotzalco. Sin embargo, a la sazón de las conquistas mexicas iniciadas por el huey tlahtoani Axayacatl, la organización sociopolítica y territorial de los matlatzincas se vio trastocada. En común acuerdo con los otros dirigentes de la Triple Alianza, los señores naturales matlatzincas fueron destituidos y en su lugar se impusieron gobernadores y cobradores de tributos (calpixques). Estas medidas se veían reflejadas en una mejor recaudación tributaria, tanto para el beneficio del imperio como para el patrimonio del huey tlahtoani de Tenochtitlan y los otros señores de la Triple Alianza. Así, en vísperas de la llegada de los españoles, los mexicas habían logrado instaurar la estructura imperial en todo el valle, al mismo tiempo que la composición sociodemográfica cambió paulatinamente debido a las migraciones de grupos nahuas procedentes de la Cuenca de México. Frente a este escenario, cabría preguntarse si los cambios estructurales fomentaron las formas colectivas de la explotación de las tierras, como lo supone la autora al referirse a los 12 pueblos de la región tributaria de Toluca, donde una fracción de este conjunto era destinada para el beneficio directo de Moctezuma.

Después de la conquista, las instituciones impuestas por los españoles en el Valle de Toluca fueron las mismas que en la mayoría de las provincias de la naciente Nueva España: encomiendas, corregimientos, monasterios y doctrinas eclesiásticas, congregaciones, formación de repúblicas de naturales, entre muchas otras que ya conocemos. Con todo, en esta provincia se presentó una situación excepcional, debido a su incorporación a los dominios del Marquesado del Valle. En las primeras décadas de vida colonial, las disputas en la esfera política giraron en torno a las atribuciones de Hernán Cortés y sus descendientes para controlar, disponer y gobernar tan amplísimo territorio, situación que contravenía las facultades de las autoridades reales y la potestad de la Corona. Incluso, desde el momento en que comenzó a distribuir las primeras encomiendas y mercedes de tierras, el Marqués del Valle tuvo una actitud que no sólo atizó la animadversión de sus adversarios, sino que además compitió con la autoridad de la Real Audiencia de México y, obviamente, con la figura del monarca y sus intereses en la Nueva España. Desde esta perspectiva, lo que estaba en disputa era el dominio eminente y el derecho a la jurisdicción en el Marquesado del Valle, de modo que la provincia de Toluca fue uno de los tantos campos de batalla donde la corona española combatió los privilegios señoriales y su perpetuidad.

Todo parece indicar que la pervivencia de las encomiendas durante todo el periodo colonial, al menos en el área central del Valle de Toluca, significó una batalla perdida para la corona en su lucha por limitar las prerrogativas señoriales. No obstante, desde muy temprano los intereses monárquicos fueron ganando terreno en otros frentes, como en el desmoronamiento de los antiguos señoríos indígenas y la subsecuente pérdida de legitimidad de los linajes nobles gobernantes, la progresiva transferencia de la organización política y territorial basada en la jurisdicción municipal y la occidentalización de las formas de acceso a la tierra. En el caso de los señoríos matlatzincas, el quebranto a la autoridad indígena se dio por partida doble. En primer lugar, bajo la sujeción de la Triple Alianza, la nobleza mexica consiguió adjudicarse tierras y terrazgueros, de modo que, al momento de la conquista española, la región matlatzinca era “un mosaico de propietarios indígenas de linaje imperial, señorial y noble”. En segundo lugar, las tierras imperiales mexicas fueron traspasadas al dominio de la corona de España, mientras que las tierras patrimoniales de Moctezuma fueron disputadas entre sus descendientes y el Marqués del Valle. En medio de la crisis demográfica a causa de las epidemias y de profundos reacomodos territoriales, mismos que eran determinados en función de la posesión de la tierra y del cobro de la renta tributaria, muchos pueblos y sus caciques buscaron la restitución de sus prerrogativas recurriendo a una legitimidad heredada desde tiempo inmemorial, es decir, a la soberanía que sus antepasados habían ejercido en épocas previas a la dominación mexica. A pesar de todo, el señorío matlatzinca nunca fue restituido, toda vez que para la administración colonial fue mucho más provechoso mantener ciertas piezas de la estructura imperial mexica para facilitar la cobranza tributaria.

La reestructuración de la vida política local en torno a los pueblos de indios marca un hito en el relato de Béligand, cuyas puntualizaciones se enfocan en los elementos constitutivos de estos nuevos cuerpos de gobierno que albergaron tanto esquemas corporativos de los señoríos prehispánicos como del municipio hispano. Conviene recordar que el fundamento de la estructura prehispánica radicaba en la concentración del poder sociopolítico y territorial en torno a las casas señoriales (llamadas tecalli en otras regiones). Además de las funciones de gobierno, estas entidades ejercían el dominio sobre las tierras y controlaban el trabajo de los indios del común o macehuales, muchos de los cuales eran terrazgueros o mayeques que sólo podían acceder a terrenos de cultivo si labraban las tierras pertenecientes a miembros de la nobleza. Después de la conquista, la corona buscó ciertos rasgos de despotismo en la soberanía que ejercían los señores indígenas para justificar su disolución y rebajar al mínimo posible todo gesto de desigualdad entre sus vasallos indios. El embate sobre la nobleza y las casas señoriales en el Valle de Toluca fue decisivo para cimentar las bases de la comunalidad entre los pueblos que, dicho sea de paso, al ser congregados por la pertinaz diligencia de las órdenes religiosas y los funcionarios reales en el otrora Valle de Matlatzinco, recibieron el dominio de las tierras comprendidas dentro de sus territorios demarcados.

Si bien la instauración de las repúblicas de naturales se ejecutó con bastante éxito, también fue cierto que en numerosas cabeceras los miembros de los linajes nobles -ahora convertidos en caciques- inicialmente ocuparon los puestos prominentes de la jerarquía política en los pueblos de indios recién congregados. Diversas iniciativas promovidas por los religiosos y algunos ordenamientos emitidos por el poder virreinal propiciaron no sólo que los cargos en los cabildos fueran ejercidos por un número cada vez mayor de macehuales, sino que además presionaron a los caciques e indios principales para que transfiriesen parte de sus patrimonios al dominio de las repúblicas y las cofradías indígenas, a fin de fortalecer la administración corporativa de los recursos. Un ejemplo fue el pueblo de Metepec, donde la repartición de tierras respondió, según la autora, a un “principio de igualdad” que algunos indios terrazgueros utilizaron a su favor con el propósito de hacer cada vez más distantes sus relaciones de sujeción con los caciques. Sin embargo, dentro de los pueblos de indios, las diferencias entre caciques y macehuales no fueron borradas por completo, dado que los primeros lograron conservar cierto prestigio al poseer todavía tierras patrimoniales.

Los suelos del Valle de Toluca no pudieron haber sido mejores para la adaptación de nuevas especies de plantas y animales traídos por los europeos, proceso al que Alfred Crosby denominó imperialismo ecológico. Desde las primeras décadas del periodo colonial, otros actores entraron en escena: por un lado, los labradores que cultivaban trigo, cebada y haba en las fértiles y templadas tierras de la cuenca del Lerma y, por otro, los dueños de estancias de ganado que aprovecharon las extensas planicies. Los estudios agrarios nos han enseñado cuáles fueron los mecanismos, tanto legales como irregulares, que dieron origen a las haciendas en la Nueva España, así como sus variantes regionales. Entre estos procedimientos, únicamente las concesiones de mercedes, las ventas de baldíos en subasta pública y las composiciones o pagos de regularización eran reconocidos por la corona y ejecutados por sus autoridades facultadas. Pero en la provincia de Toluca la distribución de tierras a los españoles e indios por medio de la entrega de mercedes quedó en entredicho, debido a la competencia entre el Marqués del Valle y el poder virreinal por las facultades jurisdiccionales y la administración civil. Hasta mediados del siglo XVI, Cortés y sus descendientes otorgaron tierras en los dominios del marquesado, mientras que desde la Real Audiencia y por mano del virrey se despacharon títulos a los solicitantes de baldíos o realengos, es decir, espacios y bienes que eran patrimonio de la Corona y que no habían sido reclamados por los pueblos de indios, villas de españoles o por terceras personas con títulos legítimos.

Aquí no discutiré si los términos “dotación” y “latifundio” son adecuados para describir la distribución del suelo y las características que fueron adquiriendo las propiedades agrarias productivas durante el primer siglo colonial. Prefiero llamar la atención sobre los procesos de compraventa de tierras como un fenómeno que facilitó la configuración de las haciendas españolas en el Valle de Toluca en la primera mitad del siglo XVII. A diferencia de otras regiones donde hubo una transferencia superlativa de patrimonios de los indígenas a poseedores europeos mediante escrituras de venta (como en la región Tlaxcala-Puebla o en la península de Yucatán), la mayoría de contratos efectuados en Toluca fueron consumados entre prominentes personajes españoles: descendientes de encomenderos o de negociantes de la primera generación. Conforme iban multiplicándose y expandiéndose, las haciendas representaron una amenaza latente para los pueblos de indios y las unidades poblacionales que los integraban. Como bien se señala al final del primer volumen de esta obra, el crecimiento exponencial de las haciendas provocó numerosos conflictos, debido a la confusa definición de sus linderos, su continuo avance sobre las tierras de común repartimiento de los pueblos y la invasión del ganado en las sementeras de los indios.

La cuestión que atraviesa los capítulos que corresponden al segundo volumen es la política de regularización agraria y las posturas, tanto de españoles como de indígenas, frente a las diligencias de composiciones y manifestaciones de títulos ordenadas por la corona española. En apariencia, la investigación de Béligand corrobora que en la provincia de Toluca sucedió prácticamente lo mismo que en el resto de la Nueva España: los hacendados y vecinos españoles, a quienes iban dirigidas las órdenes para regularizarse, aprovecharon la composición general efectuada en 1643 para legalizar sus tierras a cambio de un pago colectivo a la Real Hacienda. No obstante, las peculiaridades de esta región de nueva cuenta llaman particularmente la atención, como lo fue la visita en 1635 del oidor Juan Villavicencio para ejecutar las diligencias de medición de tierras. Este hecho puso de manifiesto que el Valle de Toluca fue uno de los espacios seleccionados por el poder virreinal (junto con las jurisdicciones de Izúcar y Chalco) para comenzar a implementar la política agraria. Además, se evidenció la arbitrariedad con la que actuó el oidor Villavicencio en calidad de juez de comisión, porque obligó a los indígenas a que también presentaran los títulos de sus tierras, a pesar de que en ese momento estaban eximidos de cumplir con estos requerimientos.

En el cumplimiento preciso de las órdenes de su majestad, se entiende que las acciones de Villavicencio fueron dirigidas a imponer la autoridad de la Real Audiencia en esta parte del Marquesado del Valle, enfatizando el dominio que debía tener la corona sobre los baldíos en la jurisdicción de Toluca. Sin embargo, el oidor cometió un gran abuso cuando decidió poner en remate algunas tierras de bienes de comunidad por considerarlas baldías. Esto sucedió en el pueblo de Capultitlan, donde sus habitantes se vieron forzados a competir en la subasta pública de sus propias tierras de comunidad frente a un solicitante español.

Las razones y los resultados de las composiciones de las haciendas de españoles de mediados del siglo XVII quedan suficientemente explicados en esta obra, toda vez que el tema se circunscribe a los derechos de propiedad particular. Sin embargo, el asunto se torna complejo cuando la autora aborda las composiciones en las tierras de los indígenas, debido a que en su instrumentación se superpusieron dos tipos de derechos agrarios: por un lado, el de las tierras de dominio colectivo (conocidas en la documentación como bienes de comunidad) y, por el otro, el de la jurisdicción territorial de los pueblos. En otras palabras, los funcionarios reales dieron un sentido unívoco a la territorialidad indígena, simplificando su amplia diversidad. Lo anterior nos lleva a reflexionar y preguntarnos: si el programa de composiciones inicialmente se planteó para regularizar la posesión agraria ¿por qué para las composiciones en las tierras de los indígenas la corona decidió involucrar el derecho jurisdiccional?

Sin profundizar por ahora en el discutible uso del término “fundo legal”, debemos recordar que la corona recurrió a las reales cédulas del siglo XVI que establecieron perímetros de protección a los pueblos para que, en el marco de las diligencias de composiciones realizadas a partir de 1695, los jueces medidores delimitaran un espacio de 600 varas cuadradas (101.12 hectáreas), superficie que recibió el nombre de “tierras por razón de pueblo”. Como resultado de dichas demarcaciones, muchas localidades sujetas optaron por la autonomía política y buscaron independizarse de sus cabeceras, ocasionado la fragmentación de muchos pueblos de indios y la formación de nuevos.2

Las separaciones de pueblos han sido analizadas en distintas regiones novohispanas, pero no en todos los casos se ha podido confirmar su correlación con las composiciones de tierras y la producción de códices y títulos de los pueblos. En la última parte de su investigación, Béligand logra articular estos tres aspectos para ofrecer una explicación sobre los orígenes de los documentos elaborados por los habitantes del Valle de Toluca. Aunque la autora afirma que en la década de 1690 los indios de “las comunidades” solicitaron la composición de sus tierras por voluntad propia en búsqueda de igualdad de oportunidades frente a los hacendados, lo cierto fue que la corona compelió a los naturales a cumplir con el programa de regularización agraria mediante las reales cédulas decretadas en 1692. En realidad, los indígenas no tuvieron otra opción más que someterse a la medición de sus bienes de comunidad y a la examinación de los títulos que los amparasen en su posesión. Lo que estaba en juego en la política de regularización era la legitimidad sobre el territorio y su defensa, de modo que las estrategias de los indígenas fueron variadas. Una de dichas estrategias, insiste Béligand con bastante atino, fue la elaboración ex profeso de documentación para demostrar la ocupación territorial de los pueblos desde tiempo inmemorial.

Desde el punto de vista jurídico se ha cuestionado severamente la originalidad de los documentos elaborados por manos indígenas, al igual que puesto en tela de juicio la veracidad de sus narraciones y contenidos pictográficos. Béligand toma otra ruta y opta por un análisis que explica las razones particulares de cada caso, con distinción de los códices del grupo Techialoyan de aquellos títulos primordiales que relatan las fundaciones de los pueblos. Sin duda alguna, los documentos de manufactura indígena tuvieron una clara intencionalidad jurídica, con el objeto de que fueran convincentes a los ojos de las autoridades novohispanas, tanto para la conservación de los bienes de comunidad en la encrucijada de las composiciones como para la defensa legal en pleitos territoriales con hacendados o incluso otros pueblos. Pero la esfera legalista ha oscurecido otros elementos de su contenido no menos importantes, los cuales expresan un complejo proceso de resignificación cultural con referencias a un pasado ancestral anclado en la tradición histórica del señorío matlatzinca, la apoteosis de los linajes nobles otomíes, tepanecas y mexicas, la impronta de la conquista española y los nuevos lazos que se crearon con el territorio a partir de las congregaciones y la formación de repúblicas de naturales. En suma, los títulos sirvieron para crear un imaginario sobre la comunalidad indígena, aquella que tanto anhelaron los primeros frailes y funcionarios que promovieron la instauración de las estructuras municipales.

La lectura de Entre lagunas y volcanes nos convoca a una reflexión profunda sobre la construcción histórica de la imagen de los pueblos de indios basada en la comunalidad. Recordemos que la obra de Alonso de Zorita ha sido el principal soporte documental sobre el que historiadores y antropólogos se han apoyado para fundamentar la tenencia comunal de la tierra en los calpultin de la época prehispánica. Quienes han retomado este planteamiento a pie juntillas pocas veces lo han puesto en tela de juicio o cuestionado su procedencia. No obstante, algunos especialistas dedicados al análisis de registros indígenas coloniales, como Georges Baudot, Luis Reyes García, Pedro Carrasco e Hildeberto Martínez, han logrado desvelar que los memoriales de fray Francisco de las Navas y fray Andrés de Olmos fueron aprovechados por Zorita para describir la organización de los señoríos prehispánicos y proponer cambios encaminados a instaurar un nuevo modelo de sociedad indígena.3 Teniendo en consideración las posturas ideológicas y políticas de estos personajes, el libro de Nadine Béligand es un llamado a atender con sumo cuidado el uso del concepto contemporáneo de comunidad ajustado a las investigaciones históricas sobre los pueblos de indios.4 Así, quienes nos abocamos al estudio de las sociedades indígenas coloniales debemos ser conscientes del empleo de este concepto y, al mismo tiempo, tener presente que la organización comunitaria no siempre, ni en todos los casos, fue el principio rector en los calpultin prehispánicos o en los pueblos de indios de los primeros años coloniales. Como ejemplo de lo anterior, un manuscrito de 1553 redactado en náhuatl por los naturales del pueblo de Cuauhtinchan en Puebla, refiere que “Aquí en Cuauhtinchan, en Tecalco, en Tepeyac, en Tecamachalco, en Quecholac, los calpulli no poseen tierra. La manera en que está dispuesta la tierra (es que) los deshierbos no están, los cultivos no son de los calpolleque, sólo los tlahtoani tienen la tierra, en ella fungen como tlahtoani, en ellas favorecen a los maceualli, los ayudan”.5

1Sobre el concepto de comunidad véase el estudio crítico de Juan Pedro Viqueira, “La comunidad india en México en los estudios antropológicos e históricos”, en Anuario 1994, Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica, Universidad de Ciencias y Artes del Estado de Chiapas, 1995, pp. 22-58. Desde el enfoque del derecho agrario, véase Arturo Warman, “Notas para una redefinición de la comunidad agraria”, en Revista Mexicana de Sociología, vol. 47, núm. 3, julio - septiembre, 1985, pp. 5-20. Sobre las diferentes posturas de interpretación del calpulli, consultar el ensayo de Pablo Escalante Gonzalbo, “La polémica sobre la organización de las comunidades de productores”, en Nueva Antropología, XI: 38 (oct. 1990), pp. 147-162.

2Sobre el término “fundo legal”, consultar el ensayo de Felipe Castro, “Los ires y devenires del fundo legal de los pueblos indios”, en María del Pilar Martínez López-Cano (coord.), De la historia económica a la historia social y cultural. Homenaje a Gisela von Wobeser, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2015, pp. 69-104.

3Para más información, véase Juan Manuel Pérez Zevallos, “El análisis de las estructuras políticas-territoriales de los pueblos de indios a partir de las fuentes documentales”, ponencia inédita presentada en el Coloquio 500 años de historia indígena: reflexiones y debates, Ciudad de México, El Colegio de México, 26 de septiembre de 2019, https://www.youtube.com/watch?v=vsIi9nkj16Y.

4Es importante señalar que la palabra “comunidad” tuvo un significado diferente durante el periodo colonial, toda vez que era la voz para referirse a los bienes económicos de las corporaciones civiles y eclesiásticas y no a un tipo de organización social basado en el parentesco o la posesión colectiva de la tierra. Andrés Lira González, “La voz comunidad en la Recopilación de 1680”, en Francisco de Icaza Dufour (coord.), Recopilación de leyes de los reynos de las Indias. Estudios histórico-jurídicos, México, Porrúa, 1987, pp. 413-427.

5Yn nican Cuauhtinchan auh yn tecalco yn Tepeyacac Yn Tecamachalco yn Quecholac amo calpolle tlalle. Ynic mani tlalli amo memeoahicac amo intlatlatocpan yn calpolleque zan tlatoque quipiya in tlalli ypan tlahtocati Ypan quinnahnamiqui yn maceualtin quinpaleuiya.” Expediente editado por Luis Reyes García, Documentos sobre tierras y señorío de Cuauhtinchan, México, Secretaría de Educación Pública, Instituto Nacional de Antropología e Historia, Colección Científica, núm. 57, 1978, p. 86.

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