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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.71 no.4 Ciudad de México abr./jun. 2022  Epub 04-Abr-2022

https://doi.org/10.24201/hm.v71i4.4089 

Reseñas

Sobre Manuel Suárez Rivera, Dinastía de tinta y papel. Los Zúñiga Ontiveros en la cultura novohispana (1756-1825)

Olivia Moreno Gamboa* 

*Universidad Nacional Autónoma de México

Suárez Rivera, Manuel. Dinastía de tinta y papel. Los Zúñiga Ontiveros en la cultura novohispana (1756-1825). Ciudad de México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2019. 306p. ISBN: 978-607-301-746-6.


La entrada de los Zúñiga Ontiveros en el negocio del libro a mediados del setecientos abre una etapa de importantes transformaciones en la cultura impresa novohispana, sobre las cuales hoy tenemos mayor conocimiento gracias a obras recién publicadas como la que nos ocupa en estas páginas.

Hacia 1756, año en que inicia la investigación de Manuel Suárez, había en la ciudad de México cinco imprentas activas. La más antigua se encontraba en la plazuela del Empedradillo y pertenecía a los Ribera Calderón, dos familias de impresores unidas por matrimonio desde mediados del siglo XVII, como ha mostrado Ken Ward, estudioso de la “dinastía Calderón”. En la calle de San Bernardo, haciendo esquina con la plazuela del Volador, a un paso de la Real Universidad, estaba la que fundó Bernardo de Hogal en 1721. De esta oficina saldrían parte de los materiales tipográficos con los que Zúñiga Ontiveros montó la suya en marzo de 1761. En el Colegio de San Ildefonso los jesuitas pusieron imprenta en 1748, que dieron a trabajar a Manuel Antonio Valdés, otro personaje clave en esta historia porque tras la expulsión de los jesuitas pasó al taller de los Zúñiga, donde consolidó su oficio y forjó su independencia económica.

También por esos años Francisco Sánchez Pizero sacaba a luz algunos trabajos, pero no sabemos si lo hacía en prensa propia o alquilada, como fue lo usual en los dos primeros siglos de vida colonial. La oficina más joven estaba frente al convento de San Agustín y era mejor conocida como la “Imprenta de la Biblioteca Mexicana”; pertenecía al doctor Juan José de Eguiara y Eguren, catedrático de teología y prebendado de la catedral de México. Sabemos por los trabajos de Ana Cecilia Montiel que al morir Eguiara, el clérigo José de Jáuregui Barrio traspasó sus prensas y demás enseres para ampliar la oficina, muy venida a menos, que había heredado de su tía, la impresora María Rivera, en 1754. Fue de ese modo como los Jáuregui se volvieron pocos años después los principales competidores de los Zúñiga en la capital virreinal. Ambas casas tipográficas, y con ellas la del impresor y librero angelopolitano Pedro de Rosa, lograrían concentrar la producción novohispana en lo que resta del periodo virreinal.

Además de estas imprentas -cuya mención se echa de menos en la obra de Suárez-, unas siete librerías “gruesas”, ubicadas al sur de la Plaza Mayor, abastecían el creciente mercado local. Sobresalían por su extenso surtido de ediciones extranjeras las de los andaluces Agustín Dhervé (de origen flamenco) y Antonio Espinosa de los Monteros, activo todavía en los años ochenta. Para aumentar sus ganancias, estos y otros mercaderes alimentaron la venta callejera de impresos, instalando cajoncillos, mesas y simples tenderetes en portales, plazas y puentes de la ciudad de México. En un nivel intermedio entre el almacén y el puesto callejero se encontraban los cajones de libros del Parián, pequeños locales que Suárez Rivera describe con detalle en la tercera parte de su obra. En la década de 1760 abrieron librerías en ese mercado Juan Bautista de los Reyes, Gabriel Navarro, José Antonio de Paz y uno de los protagonistas de esta historia: Cristóbal Zúñiga.

Un día incierto, entre 1754 y 1756, este comerciante criollo alquiló uno de los 33 cajones que miraban al Real Palacio para vender devocionarios, productos típicos de esos cajones. Aunque no faltaron libros en sus apretados estantes, éstos fueron minoría frente al extenso surtido de impresos menores o efímeros, como demuestra el análisis de los inventarios realizado por Suárez. Si bien se desconocen las razones que llevaron a Cristóbal al negocio librero, hoy sabemos que él y su hermano menor, Felipe -más aficionado al dinero que a las matemáticas, como revelan sus “apuntes”-, fundaron uno de los establecimientos más prósperos del siglo dedicado a la producción y venta de impresos en Nueva España.

La trayectoria de estos dos personajes por el fascinante mundo del libro, así como la del sucesor Mariano Zúñiga, es el tema de Dinastía de tinta y papel. El notable trabajo de Manuel Suárez es fruto de siete años de investigación académica, y es también el resultado de dos décadas de renovación de los estudios históricos sobre la cultura escrita e impresa en el México colonial e independiente. En efecto, la obra hace eco de la historiografía francesa que dio lugar en los años ochenta a los cuatro volúmenes de la Histoire de l’édition française (1982-1986), dirigida por Roger Chartier y Henri-Jean Martin, obra de síntesis que, sin olvidar la naturaleza mercantil del libro, ya insistía más en sus usos sociales, en prácticas de lectura. Asimismo, el texto de Suárez Rivera hace eco de la propuesta metodológica que Robert Darnton lanzó por esos mismos años, tras haber publicado El negocio de la Ilustración. Historia editorial de la Encyclopédie, 1775-1800 (1979). Propuesta o “método” descrito como un “circuito de comunicación que va del autor al editor; de ahí al impresor, al transportista, al librero y al lector”. No por eso Darnton pretendía que el historiador asumiera en solitario el estudio de todas y cada una de las fases de ese proceso. Al insistir en la circularidad que caracteriza a los itinerarios librescos, lo invitaba, en cambio, a no perder de vista el bosque completo al momento de detenerse en la observación de un solo conjunto de árboles.

No obstante el riesgo que supone el mero intento de reconstruir el circuito completo de la comunicación escrita, Manuel Suárez lo asume en Dinastía de tinta y papel, obra en la que funde tres investigaciones sobre Felipe, Cristóbal y Mariano Zúñiga, respectivamente, dedicadas a comprender su papel como autores, editores, impresores, libreros e intermediarios de otros agentes del negocio del impreso en Nueva España. La historia que reconstruye Suárez Rivera es una historia de éxito empresarial que transcurre, paradójicamente, en una difícil coyuntura política y económica. Por lo que concierne al ámbito del libro hispano, tal coyuntura se caracterizó por un fuerte proteccionismo de la edición española, en particular madrileña, en detrimento de los demás centros tipográficos de la monarquía, incluidos México y Puebla. Parte de esta producción (reanimada por el apoyo de los Borbones a las artes del libro: grabado y fundición de tipos, fabricación de papel fino, encuadernación artística, etc., de orgullosa factura “nacional”) encontró salida en los mercados americanos. Si bien esto ocurría así desde el siglo XVI, Cristina Gómez mostró que en el último tercio del XVIII el volumen de libros españoles exportados a Nueva España se elevó considerablemente como resultado de la incorporación de Veracruz, principal puerto de abastecimiento de libros, al régimen de comercio libre (1778).

No sabemos aún cuál fue el impacto de dicha política en el ámbito colonial y cómo afectó, o benefició, a los distintos agentes del circuito del libro. Pero la lectura de Dinastía de tinta y papel permite conocer las estrategias comerciales que adoptaron los Zúñiga Ontiveros para consolidar y expandir su negocio en un contexto tan complejo. Tales estrategias estuvieron encaminadas a eliminar intermediarios para lograr mayores beneficios y a conseguir los privilegios (monopolios) de imprenta más rentables a los que un tipógrafo americano podía aspirar. En suma, a la concentración de la actividad.

Manuel Suárez señala que la experiencia de Felipe como autor de almanaques, aunada al deseo de sacar provecho económico de sus afanes científicos, lo impulsó a comprar una imprenta para publicar sus calendarios, en lugar de recurrir a tórculos ajenos. Cristóbal secundó su proyecto y juntos inauguraron la oficina en marzo de 1761, en la calle de la Palma. El cajón de libros del Parián, abierto cinco años atrás, sirvió a los hermanos para distribuir de forma directa la producción de sus prensas, la cual, durante las dos siguientes décadas, se limitó básicamente a tres productos tipográficos: el Kalendario manual, la Guía de forasteros (novedad editorial de su imprenta) y un surtido de novenas y devocionarios a santos e imágenes locales. La exitosa venta de estos impresos populares, de la que no deja duda su frecuente reimpresión, fue la base de la fortuna de los Zúñiga. Gracias a ella pudieron renegociar con el poder virreinal la extensión de sus privilegios, promover nuevas publicaciones e invertir cada vez más en el negocio de librería.

Así, vemos cómo Felipe Zúñiga logró que el virrey Bucareli le otorgara en 1774 el privilegio de exclusividad para editar calendarios y guías, válido para toda Nueva España. Este monopolio, concedido a los Zúñiga a perpetuidad en 1792, les aseguró ganancias a futuro. Pero su monopolio, como bien apunta Suárez Rivera, afectó gravemente a la comunidad astrológica del virreinato; en Puebla, por ejemplo, se dejó de estampar almanaques, impresos típicos de sus prensas. A partir de la década de 1770 su producción se concentró en un solo taller de la ciudad de México.

Los Zúñiga también se beneficiaron del privilegio de impresión de la Gazeta de México que su hábil administrador, Manuel Antonio Valdés, consiguió para sí en 1783. Mariano Zúñiga, hijo y heredero de Felipe, no sólo hizo una pequeña fortuna con la impresión de los ejemplares del periódico oficial del gobierno virreinal; Suárez atribuye el éxito de la librería de Mariano a los anuncios que publicaba en la Gazeta de las novedades editoriales que le iban llegando de Madrid. No era la primera vez que un librero novohispano echaba mano de la publicidad; sin embargo, la efímera duración de las dos Gazetas anteriores (la de Castorena y Ursúa, y la de Sahagún y Arévalo) impidió aprovecharla al máximo, como sí lo hizo Zúñiga.

Pero, más que la publicidad, fue la cancelación definitiva del sistema de abastecimiento por convoyes y la entrada en vigor del comercio libre lo que permitió a Zúñiga consolidar en poco tiempo su librería, pues a partir de los años ochenta él y otros importadores pudieron acortar (mas no eliminar, como por momentos sugiere Suárez) la larga y costosa cadena de intermediarios que les permitía acceder al mercado del libro europeo. En lugar de recurrir a los cargadores de los consulados de México y Cádiz, Zúñiga pudo ya vincularse directamente con los libreros de Madrid para que desde esa ciudad le enviaran grandes remesas. Con estos libros, en su mayoría estampados y encuadernados en la Península, Mariano surtía su propia tienda y las de otros tratantes del virreinato. De ese modo contribuyó a distribuir en Nueva España la renovada edición ibérica; mientras tanto, su oficina continuó publicando calendarios, papeles de gobierno, devocionarios y, en los últimos años, folletos políticos.

El último Zúñiga vivió hasta 1825 para presenciar cómo el cambio de régimen político y de imprenta eliminaba sus privilegios y favorecía a una nueva generación de impresores dispuesta a jugar bajo nuevas reglas. Así, Dinastía de tinta y papel enseña las contradicciones y los límites del negocio del libro en el ámbito colonial, pero también sus posibilidades.

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