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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.71 no.4 Ciudad de México abr./jun. 2022  Epub 04-Abr-2022

https://doi.org/10.24201/hm.v71i4.4370 

Artículos

Bara, Viala y Escutia: el modelo del niño héroe y el sacrificio infantil en la retórica del patriotismo

Bara, Viala and Escutia: The Model of the Niño Héroe and Child Sacrifice in Patriotic Rhetoric

Beatriz Alcubierre* 

*Universidad Autónoma del Estado de Morelos


Resumen:

Estas páginas buscan ubicar ciertas coincidencias que vinculan la mitología en torno al relato de los niños héroes de Chapultepec y su uso pedagógico por parte del Estado, especialmente el porfiriano, con relatos semejantes que tuvieron su origen en la revolución francesa y que fueron retomados con propósitos educativos en la Francia de la Tercera República. Se abordan así los casos de Joseph Bara y Agrícola Viala, para establecer una comparación en el desarrollo del culto cívico en torno a esas figuras y los niños héroes (haciendo énfasis en la figura de Juan Escutia) y la manera como fueron incluidos en los libros de texto en ambos países a finales del siglo XIX.

Palabras clave: niños héroes de Chapultepec; patriotismo; porfiriato; Juan Escutia

Abstract:

This article seeks to pin down certain parallels between the mythology of the niños héroes of Chapultepec and its pedagogical use by the state (particularly under the Porfiriato) and similar narratives that originated in the French Revolution and were taken up for educational purposes during the Third Republic. Here, we will examine the cases of Joseph Bara and Agricol Viala in order to compare the development of the civic cult around both of these figures to that of the niños héroes (particularly emphasizing Juan Escutia), as well as the ways in which they were included in the textbooks of both countries in the late 19th Century.

Keywords: Niños Héroes; Patriotism; Porfiriato; Juan Escutia

En su libro más reciente, Nocturno de la democracia mexicana, Héctor Aguilar Camín propone que “el mito de los niños héroes, un grupo de cadetes que pierden la vida peleando contra el invasor estadounidense en 1847, resume todas las aristas del victimismo nacionalista: la heroicidad del caído, el abuso del triunfador, la bondadosa inermidad de la nación, la perversa codicia extranjera, la melancolía de la derrota, el temor a la repetición del daño, la disposición a impedirlo a costo de una nueva colección de víctimas”.1

Si bien no es difícil coincidir en lo general con esta crítica a la narrativa oficialista de la historia de México, considero que en el proceso de construcción de la nación mexicana existen improntas de una cultura política específicamente republicana que van más allá de las patologías colectivas y de esa aparentemente innegable vocación victimista, que merecen ser estudiadas a profundidad. La desafortunada defensa del Castillo de Chapultepec en septiembre de 1847 ha fungido durante largos años como un lugar común para ilustrar los valores patrióticos que se buscaba inculcar a la niñez y juventud mexicanas (e indirectamente a la población adulta). Pero también es cierto que hoy en día se ha convertido en otro lugar común denunciar los “engaños” de una educación oficialista cuya credibilidad entró en declive desde la década de 1990 (de la mano de un paradigma presi dencia lis ta que imperó en nuestro país desde el periodo pos re vo lucio na rio). Recordemos, sin ir más lejos, aquel des pro por cio na do revuelo que envolvió la publicación de los entonces nuevos libros de texto, que excluyeron de sus páginas los episodios del “Pípila” y los Niños Héroes en 1992.

Así pues, no basta con denunciar la falsedad de los mitos para abrir paso a esa supuesta “verdad” que corresponde a los historiadores poner al descubierto. De hecho, habría que empezar por reconocer que “mito” no es sinónimo de “mentira”, como pretende darse a entender cuando se habla de la “verdadera historia de la batalla de Chapultepec”, o se busca reivindicar a Margarito Zuazo como “el verdadero Juan Escutia”. Antes bien, como historiadores, nuestro objetivo no es destruir un mito, sino deconstruirlo: esto es, desarmarlo para entender su construcción, sus elementos y sus funciones. Y en ese sentido, incluso para reivindicarlo: no como una “verdad histórica” (si es que semejante expresión es medianamente válida dentro de los márgenes de nuestra disciplina), sino como una alegoría que da cuenta de un sistema de representaciones colectivas y de una cultura política que hunde sus raíces conceptuales en el seno mismo del liberalismo. Una cultura política en cuya construcción intervienen por igual gobernantes y gobernados a partir de procesos comunicacionales dinámicos.

En el caso de la figura del héroe patriótico, importa sobre todo desentrañar el entramado simbólico a partir del cual estos relatos en torno a hombres, mujeres y niños supuestamente excepcionales cobraron sentido, y descubrir la matriz discursiva de la que provienen. Estas páginas buscan, pues, ubicar ciertas coincidencias que vinculan la mitología en torno al relato de los mártires de Chapultepec, y su uso pedagógico por parte del Estado, especialmente el porfiriano, con relatos semejantes que tuvieron su origen en la revolución francesa y que fueron retomados con propósitos educativos en la Francia de la Tercera República. Aclaro que no interesa demostrar que el relato de los niños héroes hubiera constituido una suerte de “copia” del imaginario revolucionario francés (no lo fue, aunque las coincidencias sean innegables). Antes bien, siguiendo a Carlo Ginzburg, trataré de ilustrar “cómo las semejanzas transculturales pueden ayudar a comprender la especificidad de los fenómenos de que proceden”.2

El modelo del niño héroe y su función pedagógica: la matriz francesa

Michel Vovelle planteaba que si bien la revolución francesa no había engendrado la figura del héroe (cuyo carácter ancestral resulta evidente), sí se configuró en ella el modelo del héroe moderno. La figura mítica del héroe hunde sus raíces en la doble tradición antigua y cristiana, sin olvidar las raíces precristianas de una mitología legendaria popular. No obstante, permeada y mediatizada a través del romanticismo, “sea por transferencia directa o diferida, y siguiendo modalidades diferentes entre un país y otro, la huella del acontecimiento fundador que fue la revolución francesa -y como continuidad la etapa imperial- ha condicionado durante mucho tiempo la imagen del héroe de los tiempos modernos”.3

Según Vovelle, el igualitarismo del movimiento sans culotte explica que la revolución francesa hubiera generado desde muy pronto sus héroes colectivos, que constituyeron la contraparte democrática del héroe-noble del antiguo régimen, encarnado en la figura del rey. Los héroes de la revolución no son los hombres vivos en el poder, sino los muertos al fragor de la sangría revolucionaria: mártires de la libertad, cuyos restos serían acogidos en el Panteón de París, convertido durante el periodo de la Convención en memorial cívico, pero también en recinto de una nueva forma de devoción secularizada.4 El nuevo paradigma del héroe será encarnado especialmente por figuras ejemplares como Marat y Lepeletier, a los que se añadieron también los “niños héroes”, especialmente dos de ellos: Joseph Bara, ejecutado por los vendeanos al negarse a entregar un par de caballos; y Agricola Viala, víctima de los contrarrevolucionarios del sur, que lo acribillaron cuando realizaba una proeza imposible a orillas del río Durance.

Insiste Vovelle, sin embargo, en aclarar que estas figuras heroicas de la modernidad no son una imposición autoritaria. Antes bien, ilustran un proceso en el que se conjuga un estímulo proveniente del grupo dirigente y la presión popular, que entroniza a los héroes colectivos (anónimos o semianónimos) en el marco de un espacio público de comunicación en el que se vinculan la clase política y la opinión pública en formación: es en esa interacción donde se genera el discurso oficial.5 Este proceso de heroización, que abarca un siglo completo, responde por un lado a un esfuerzo pedagógico -que también puede identificarse como una forma de propaganda- y por el otro a la persistencia del peso del rumor y la herencia de las costumbres religiosas. Ello es especialmente sugerente cuando hablamos de la figura del niño héroe, cuya poderosa carga simbólica (que no pocas veces cae de lleno en la alegoría) no debemos pasar por alto.

En cuanto a esto último, valga una breve digresión para echar una mirada al culto cristiano en torno al martirio infantil, que cobró fuerza en Europa durante la Baja Edad Media y se mantuvo vigente hasta bien entrado el siglo XVIII,6 lo que de alguna manera ayuda a explicar el proceso de heroización moderna como una transferencia de tradiciones muy antiguas provenientes de la religiosidad popular y adaptadas al nuevo discurso cívico. Según plantea Patricia Wasyliw, las devociones dedicadas a niños mártires son a menudo desestimadas, al percibirse como meras “curiosidades hagiográficas”. No obstante, observadas en conjunto, señalan el vigor de la creencia en una forma especial de santidad derivada de la juventud al momento de la muerte; especialmente cuando se trata de una muerte violenta.7 Si bien la mayoría de estos cultos fueron promovidos oficialmente, y a menudo se pusieron al servicio de propósitos políticos, ninguno pudo haber subsistido sin una simpatía sustancial por los niños violentados, lo que lleva a dicha autora a señalar un vínculo estrecho de éstos con las más antiguas tradiciones paganas:

Muchos niños en la sociedad medieval murieron prematuramente, algunos sin duda en forma violenta, sin haber inspirado cultos en su honor. Sin embargo, en la veneración de los niños que sí los inspiraron podemos ver la reacción social ante tal tragedia, especialmente el impulso de honrar a los muertos de una manera que en general fue condenada por los clérigos como superstición pagana. La fuerza inusual de estos cultos puede deberse a la inocencia de sus protagonistas. Pero el entusiasmo popular por la veneración de los niños muertos también puede derivar de la asociación precristiana de los niños y la muerte violenta con prácticas mágicas.8

Las jóvenes víctimas de asesinato que recibieron el tratamiento de mártires, tanto a nivel popular como oficial, representaban la inocencia de la juventud, así como el drama de una muerte injusta.9 Despojadas en parte de su raíz religiosa, dichas cualidades cobraron nuevo impulso a la luz del pensamiento ilustrado y su visión renovada de la niñez,10 por lo que el ideal del martirio infantil (que no era extraño para nadie, pues continuaba muy presente en el santoral) se afianzó en el discurso de la revolución francesa.

La folletería que comenzó a circular en Francia tras la toma de la Bastilla destaca la representación de hombres comunes en el papel de héroes (en texto e imagen), reivindicando para el pueblo la tradición del retrato heroico. En aquellos impresos aparecieron desde muy temprano figuras de adolescentes muertos al fragor de la guerra, de los que Bara y Viala son únicamente los ejemplos más notables, debido al tratamiento que ambos recibieron por parte del gobierno de la Convención (especialmente el primero de ellos). La inclusión de muchachos jóvenes en el panteón de los héroes muertos -explica Penelope Brown- “se ha entendido como autorrepresentación de los revolucionarios como héroes juveniles y románticos”.11

En las publicaciones que promovieron activamente el culto a los héroes revolucionarios, Brown observa una “tensión inevitable” entre el propósito de promover actitudes racionales y el deseo de apelar a las emociones del lector. Así, tanto los relatos como las ilustraciones que los acompañaban hacían eco del sentimentalismo característico de la literatura de cordel, destacando los aspectos más dramáticos (incluso sangrientos) del hecho relatado “para provocar el asombro y la veneración de una manera no muy diferente a la de la escritura hagiográfica tradicional”.12

Como veremos adelante, estos jóvenes héroes se convirtieron eventualmente en modelo para los niños de la Tercera República y, convertidos en figuras alegóricas, cumplieron una función eminentemente pedagógica en el ocaso del siglo XIX. Pero antes de ello encarnaban ya la autoimagen de los revolucionarios como héroes románticos. El más célebre fue Joseph Bara, cuya voluntad de oponerse a los realistas fue plasmada por el pintor Jacques-Louis David, el mismo que había retratado a Marat y a Lepeletier al momento de morir. El gesto heroico de Bara fue comunicado a inicios de diciembre de 1793 a Robespierre, quien inmediatamente lo adoptó como símbolo del patriotismo francés. “Sólo los franceses tienen héroes de 13 años”, exclamaba emocionado el caudillo al dirigirse a la Convención unas semanas después.13 Aunque no había testigos de la ejecución, o quizá precisamente por ello, se le agregaron más detalles a la anécdota -como el histriónico grito de “¡Viva la República!”-14 y la hazaña se convirtió en propaganda impulsada por el propio Robespierre para fortalecer el jacobinismo radical.

En el retrato de David (figura 1), Bara aparece moribundo, igual que Marat y Lepeletier, los primeros revolucionarios cuyas “reliquias” fueron depositadas en el Panteón de París. Este retrato, que no refleja los detalles “reales” de la muerte de Bara (es decir, que no se apega en absoluto al reporte original que recibió Robespierre por parte del general Desmarres),15 debe entenderse, más bien, como una alegoría que en muchos sentidos hace referencia al ideal rousseauniano del buen salvaje.

Fuente: https://es.wikipedia.org/wiki/Joseph_Bara#/media/Archivo:Mort_de_Barra_IMG_2266.JPG

Figura 1 Muerte de Bara, por Jacques-Louis David (Museo de la Revolución Francesa).  

Al observar esta imagen, llama la atención la distorsión del cuerpo del joven Bara, junto con la expresión de alivio en su rostro, que dan cuenta del momento preciso en que ocurre la muerte que lo libera finalmente del dolor. El personaje es representado de este modo como una figura fronteriza: próximo al fragor de la guerra, aunque sin estar inmerso en ella; con un semblante que lo muestra más dormido que muerto. Pero esa misma calidad limítrofe se expresa también en su fisonomía andrógina y pubescente (entre femenina y masculina, entre infantil y adulta). El joven aparece completamente desnudo, con los genitales ocultos entre las piernas, lo que otorga a la imagen un halo angelical, de pureza e indefensión, que raya en el misticismo. Así, mediante esta imagen redentora de perfecta belleza romántica, el sangriento régimen del terror reivindicaba su violencia exacerbada en nombre de la virtud de una patria ultrajada, estrechando así el vínculo ya mencionado con el principio del martirio infantil (ahora secularizado).16

Entre los impresos que promovieron tempranamente el cul to a los héroes revolucionarios, destaca el Recueil des actions héroïques et civiques des républicains français (Colección de acciones heroicas y cívicas de los republicanos franceses). Obra del educador y político Léonard Bourdon, este periódico constó de cinco números, publicados en nombre del Comité de Instrucción Pública de la Convención Nacional, aparentemente entre el invierno de 1793 y la primavera de 1794. Sus contenidos, compuestos en un lenguaje que buscaba ser sencillo y directo, conce dían a los protagonistas un carácter casi sobrehumano, al destacar que las historias ahí reunidas “provocan admiración, en tanto que parecen superar las fuerzas ordinarias de la naturaleza (la bravura de los republicanos franceses, el sublime entusiasmo de la libertad que eleva al hombre por encima de sí mismo)”.17 Entre los ejemplos incluidos en dichas páginas no podía faltar, desde la primera entrega, el nombre de Bara, de quien se exaltaban no solamente sus virtudes militares (sin duda cuestionables dada su corta edad y posición marginal en el ejército), sino también su piedad filial. Llama la atención, por cierto, el énfasis que en este relato se da al supuesto hecho de que la tropa hubiera presenciado distintos lances del muchacho antes de su captura. En términos narrativos, esta insistencia en su protagonismo previo a la tragedia cumple la función de establecer de entrada el arrojo como un rasgo natural de su carácter, contrarrestando de paso la ausencia de testigos oculares al momento de su muerte:

Toda la tropa contemplaba con asombro a Joseph Bara, de apenas 13 años, enfrentar todos los peligros en uniforme de húsar, acometiendo siempre a la cabeza de la caballería. Una vez vieron a este joven héroe derribar y tomar prisioneros a dos bandidos que se habían atrevido a atacarlo. Este niño generoso, acorralado por los rebeldes, prefirió perecer antes que rendirse y entregar los caballos que conducía. Murió gritando: ¡VIVA LA REPÚBLICA! Durante todo el tiempo que sirvió en las tropas republicanas, limitándose a los gastos de la más absoluta necesidad, le entregó a su madre, al frente de una familia numerosa e indigente, todo lo que podía ahorrar. La Convención Nacional otorgó a este joven héroe los honores en el Panteón Francés.18

El Recueil fue enviado en forma de libro y cartel, en tiradas impresas de hasta 150 000 ejemplares, al ejército y a todas las escuelas, donde sería lectura obligatoria.19 Es así como el destino fatal de aquel joven quedó, desde el inicio, indisolublemente ligado a la institución escolar. Pero fue el propio Robes pierre quien, frente a la Convención, en la sesión del 7 de mayo de 1794, llamó a la juventud francesa a honrar la memoria de los jóvenes héroes y sobre todo a imitar su patriotismo:

¡Que tiemblen todos los tiranos armados contra la libertad, si todavía los hay!, ¡que tiemblen el día que los franceses vengan a tu tumba para jurar imitarte! Jóvenes franceses, ¿escuchan al inmortal Bara, que desde el Panteón los llama a la gloria? ¡Vengan a esparcir flores sobre su tumba sagrada! (Los jóvenes alumnos de la Patria, que están en el seno de la asamblea, exclaman, con el entusiasmo más agudo: ¡Viva la República!) ¡Bara, niño heroico, alimentaste a tu madre y moriste por tu Patria! Bara, ya has recibido el precio de tu heroísmo: la Patria ha adoptado a tu madre. La Patria, sofocando a las facciones criminales, se alzará triunfante sobre las ruinas de vicios y tronos. ¡Oh, Bara! ¡No encontraste modelos en la antigüedad, pero encontraste entre nosotros emuladores de tu virtud!20

Y, de inmediato, en la misma arenga, Robespierre hace también referencia a la hazaña desafortunada de Viala, eclipsada frente a la narración de la muerte de Bara. Paradójicamente, pese a reclamar con lujo de dramatismo su lugar en la memoria de los franceses, el vehemente caudillo no atina a mencionar el nombre del muchacho:

¿Por qué fatalidad o ingratitud hemos dejado en el olvido a un héroe aún más joven, digno de los tributos de la posteridad? Los rebeldes de Marsella, reunidos a orillas del río Durance, se disponían a cruzarlo para matar a los patriotas débiles y desarmados de esos desafortunados países. Del lado contrario, una pequeña tropa de republicanos no concibió otro recurso que cortar los cables de los pontones que estaban en poder del enemigo. Pero emprender tal misión en presencia de los numerosos batallones que cubrían la otra orilla, poniéndose al alcance de sus rifles, parecía una maniobra quimérica aun para los más atrevidos. De repente, un niño de trece años salta sobre un hacha; vuela junto al río y golpea el cable con todas sus fuerzas. Varias descargas de mosquetería se dirigen en su contra, mientras golpea repetidamente, hasta que lo hieren de muerte. Exclama: ¡Muero, no me importa, es por la libertad! […] Niño respetable, que la Patria esté orgullosa de haberte dado el día primero. ¡Con qué orgullo Grecia y Roma habrían honrado tu memoria si hubieran producido un héroe como tú! Ciudadanos, llevemos sus cenizas al Templo de la Gloria. ¡Que la República de luto las riegue con lágrimas amargas! No, no lloremos por él. ¡Imitémoslo, venguémonos por la ruina de todos los enemigos de nuestra República!21

Salta a la vista el innegable protagonismo de Bara sobre el desdibujado Viala, lo cual podría parecer extraño si tomamos en cuenta que la hazaña del segundo obedeció a un propósito militar más específico que el airado y más bien simbólico gesto del primero. De hecho, de haber conseguido su objetivo (desprender los pontones para evitar que los enemigos cruzaran el río), es muy posible que Viala hubiera ganado mayor renombre. Dos cuestiones pueden explicar esta diferencia en el tratamiento de ambas figuras. La primera es precisamente que, por más heroico que hubiera sido, el arrojo de Viala resultó a la sazón inútil; aunque cabe decir que el fracaso militar no constituye necesariamente un impedimento para la plena celebración de la proeza (como el caso de los niños héroes de Chapultepec permite constatar). No obstante, la segunda cuestión me parece más sugerente que la primera: el hecho de que no hubiera habido testigos de la captura y ejecución de Bara del lado republicano posibilitó que la narrativa fuera haciéndose cada vez más elaborada, puesto que se le fueron añadiendo detalles imposibles de desmentir. Volveremos a esta cuestión más adelante, al referir el caso de Juan Escutia, que comparte este rasgo con Bara.

Así pues, en un eco al llamado de Robespierre para que las nuevas generaciones imitaran el heroísmo de ambos jóvenes, “el florecimiento del mito de Bara (y en menor medida el de Viala) encontró sus posibilidades de perennidad a través de la difusión de la literatura escolar: cuentos, lecciones, obras de teatro, imágenes para el alumno, o folletos y proclamaciones para el profesor”.22 Sus historias resurgieron con nueva fuerza a fines del siglo XIX, durante la Tercera República, convertidas en fábulas pedagógicas. Los manuales de historia de ese periodo renovaron su memoria como ejemplos para influir en las nuevas generaciones.

Siguiendo a Vovelle: “El gigantesco esfuerzo pedagógico de la Tercera República acompaña y arraiga una memoria tan prefa bri ca da como heredada”.23 De tal suerte, a partir de 1880 el relato de la muerte de Bara comenzó a aparecer sistemáticamente en los libros de texto de historia, coincidiendo con el momento en que los libros escolares se convertían en un instrumento directo y poderoso destinado a hacer de las escuelas un teatro de la memoria. Empleo precisamente esta expresión porque la pedagogía republicana (dentro y fuera de las aulas) recurría constantemente a la alegoría y a la puesta en escena como medios para la formación de los futuros ciudadanos.

La ley del 28 de marzo de 1882 secularizó el contenido escolar y colocó a la vanguardia el programa obligatorio de formación moral y cívica. Tal como lo expuso el ministro de Instrucción Pública, Jules Ferry, en su “Carta a los maestros”, al libro escolar se asignó el sencillo propósito de brindar una selección de “buenos ejemplos, máximas sabias e historias que ponen la moral en acción”:24

Sólo hay un método para obtener los resultados que queremos, el que la Junta de Gobernadores recomienda: pocas fórmulas, pocas abstracciones, muchos ejemplos y sobre todo ejemplos tomados de la realidad. Estas lecciones requieren un tono diferente, una mirada más personal, más íntima, más seria.25

En su contribución al Dictionnaire de pédagogie et d’instruction primaire (Diccionario de pedagogía e instrucción primaria), publicado ese mismo año, el profesor Ernest Lavisse -uno de los principales promotores de la reforma educativa- establecía la enseñanza de la historia como culminación de la instrucción moral y cívica, urgiendo a los educadores a dejar a un lado la enseñanza memorística y apelar en su lugar a la imaginación de los niños, deleitándolos con relatos e imágenes, para lograr que “su razón infantil sea más atenta y dócil”:26

Rompamos con los hábitos adquiridos y transmitidos, no enseñemos historia con la calma que corresponde a la enseñanza de la regla del participio. Ésta es la carne de nuestra carne y la sangre de nuestra sangre. Preguntémonos, si el escolar no se gana la vida con ello, ¿recordará nuestras glorias nacionales?; si no sabe que sus antepasados lucharon en mil campos de batalla por causas nobles; si no ha aprendido lo que costó en sangre y esfuerzo construir la unidad de nuestro país, y liberar del caos de nuestras viejas instituciones las sagradas leyes que nos hicieron libres; si no se convierte en ciudadano comprometido con sus deberes y en soldado que ama su bandera, el maestro habrá perdido su tiempo.27

Desde tal perspectiva, la Revolución que estaba por alcanzar su centenario fue aclamada como el momento más importante de la historia francesa. La tragedia de Bara está presente en los manuales escolares más usados durante la Tercera República.28 Entre ellos destaca la serie Histoire de France del propio Lavisse (publicada por primera vez en 1894 y con reediciones hasta la actualidad), cuya versión del relato retoma casi al pie de la letra el contenido del Recueil.29 Esto se explica claramente a partir de la mirada de Pierre Nora, quien reconoce que el célebre profesor no cambió nada del paisaje nacional tradicional; no obstante “al agrupar los hechos de los que se extrae un sentido, ha fijado las imágenes fuertes y ha colocado, de modo definitivo, el espejo en el que Francia no ha dejado de conocerse”.30

Pero más allá de las obras de historia, la anécdota también aparece en algunos manuales de lectura y sobre todo en los de moral y educación cívica, así como en muchos otros materiales de contenido nacionalista que se difundieron profusamente en el periodo.31 A ello hay que añadir que la iconografía que se produjo sobre ambos personajes a lo largo del siglo XIX (tanto en los libros de texto como en cuadros y esculturas) tiende a representarlos de forma cada vez más infantilizada. Es decir, que en muchas de estas imágenes los jóvenes héroes ya no aparecen como adolescentes, sino más claramente como niños, lo que puede observarse en detalles como la expresión del rostro, la estatura o el atuendo. Un ingenioso recurso del que se echó mano para el caso particular de Bara, por ejemplo, fue presentarlo vestido como tamborilero (figura 2), que no era precisamente su posición en el ejército; esa función por lo general era realizada por niños de entre seis y diez años.32

Fuente: https://es.wikipedia.org/wiki/Joseph_Bara#/media/Archivo:MortdeJosephBara2.jpg

Figura 2 Muerte de Joseph Bara, por Charles Moreau-Vauthier (Museo Municipal de Nérac). 

Lo anterior permite sugerir que el héroe más funcional para quienes conducían la reforma educativa de la Tercera República era aquel con quien el niño lector pudiera sentirse identificado. Por ende, la necesidad de hacer verosímil su imitación del modelo heroico lleva a elegir un héroe infantil con el cual la sustitución pudiera resultar hasta cierto punto posible (o por lo menos imaginable).33 De tal suerte que la historia y la educación cívica debían valorar el papel de los niños en la historia y considerarlos como ciudadanos en formación, sin olvidar que los héroes adultos también tuvieron infancia. Hay que decir que esta tradición había comenzado décadas antes, con el surgimiento de una literatura que desde mediados de siglo rescataba las infancias de los personajes célebres.34 Este recurso pedagógico, trasladado al caso de México, explicaría no sólo el culto a los niños héroes, como veremos a continuación, sino también el tan socorrido empleo de la imagen del niño-Juárez (cuyo análisis, sin embargo, dejaré para otra ocasión).

Los niños héroes de Chapultepec: la construcción del mito y su uso pedagógico

Pocas investigaciones han estudiado el mito de los niños héroes en profundidad, desde un punto de vista académico, buscando separar los elementos simbólicos de los escasos datos factuales disponibles. Mencionaré aquí las tres que considero más importantes, debido a su aportación historiográfica y su mirada objetiva, así como a la exhaustiva labor que cada una de ellas emprendió en busca de documentos y crónicas que permitieran un acercamiento convincente tanto a los datos fácticos como a la construcción del mito. La primera es una tesis de licenciatura en historia (inexplicablemente inédita) presentada por María Elena García y Ernesto Fritsche en 1989; la segunda es un artículo de Enrique Plasencia publicado en Historia Mexicana en 1995; finalmente, la más novedosa es la que presenta Michael Van Wagenen en algunos capítulos de su libro Remembering the Forgotten War, que vio la luz en 2012. Estos trabajos permiten apreciar con toda claridad que la incorporación de este relato a lo que se puede entender como “historia oficial” está vinculada sobre todo a la narrativa histórica correspondiente a la República Restaurada y especialmente al porfiriato.

Tras años de negación -explica Van Wagenen-, los veteranos revivieron el recuerdo de la guerra con Estados Unidos, conmemorando los aniversarios de las principales batallas. A partir de 1867, en su afán por asegurarse el favor de los grupos castrenses y aprovechar el renovado interés público en la guerra largamente olvidada, los gobernantes de México iniciaron un proceso de apropiación de estas ceremonias militares y las emplearon para promover la obediencia y el sacrificio como virtudes cívicas, poniendo la memoria al servicio de la construcción de un estado-nación moderno.35 De este modo, “fusionaron el fervor religioso y el secular para crear rituales cívicos que desafiaban el poder de la Iglesia católica”.36

Antes de ello, durante los 20 años que siguieron a la guerra con Estados Unidos, el recuerdo de los seis cadetes muertos durante la defensa de Chapultepec se había mantenido sólo en el ámbito cerrado del Colegio Militar. Éste fue promovido específicamente por los antiguos alumnos, algunos de los cuales habían participado en la célebre batalla, donde cayeron presos de los invasores. Entre ellos se contaban nada menos que Miguel Miramón y el escritor José Tomás de Cuéllar. También estaba Santiago Hernández Ayllón, quien se convertiría en caricaturista del periódico La Orquesta -desde donde ejerció la crítica política- y a quien debemos los únicos retratos de primera mano que existen de los célebres cadetes.

Elaborados en 1850, dichos retratos han servido como base para casi todas las representaciones posteriores de los niños héroes; por ejemplo, los billetes de 5 000 pesos que circularon en la década de 1980 (figura 3). Sobre estos retratos, Inmaculada Rodríguez destaca la limitada formación académica del artista, misma que se hace evidente en la monotonía de los cuadros, así como en la rigidez e inexpresividad de las figuras.37 No obstante, reconoce que aquél cumplió dignamente con el cometido de “conservar los rasgos y la memoria de sus compañeros héroes poco tiempo después de su muerte, para que sirvieran de modelo a los futuros cadetes del Colegio Militar”.38

En cuanto a la evidente homogeneidad en los rostros de los personajes, Rodríguez expresa cierto desconcierto, puesto que Santiago Hernández debió conocer personalmente a los seis muchachos retratados y por tanto debía recordar sus rasgos específicos. Para explicarlo, la autora hace eco de las consideraciones de Plasencia, quien afirma que “los niños héroes adquirieron el rostro de todos los niños de México, de ahí que en sus distintas representaciones -retratos, estatuas, estampas escolares- sean tan parecidos entre sí, para inferir que ese único rostro podía ser el de cualquier niño mexicano”.39

Fuente: https://mediateca.inah.gob.mx/islandora_74/islandora/object/fotografia%3A403486

Figura 3 La inscripción inferior detalla: “Francisco Ezcutia [nótese la imprecisión en el nombre] Alumno del Colegio Militar, murió por la patria a los 17 años de edad en la defensa de Chapultepec”. Autor: Santiago Hernández Ayllón (Museo Nacional de Historia). 

Si bien dicha interpretación resulta válida para el periodo porfiriano (e incluso para buena parte del siglo XX), conviene tomarla con cautela, puesto que tal y como está enunciada parece implicar dos supuestos erróneos: primero, que ya para 1850 el uso pedagógico de estas figuras se encontraba plenamente establecido, lo que no ocurre sino hasta las últimas décadas del siglo (como pretendo mostrar en este artículo); y segundo, que la noción de infancia abarcaba para entonces edades tan avanzadas como la de los cadetes retratados (entre 13 y 20 años).40 Me parece que la inexpresividad de los personajes se debe atribuir, simplemente, a la escasa habilidad técnica de Hernández Ayllón (que subraya la propia Rodríguez). A ello se suma el hecho arriba mencionado de que estos retratos, más bien caricaturescos, se convirtieran en la única referencia disponible para la representación posterior de los jóvenes.

Si bien es cierto que el propio director del Colegio Militar, Mariano Monterde, se refirió tempranamente a los cadetes muertos como “niños”,41 es preciso entender que este uso del término en ese momento es esencialmente retórico, e implica más un matiz de inexperiencia que un rango etario como tal, por lo que no se corresponde aún con una estrategia educativa centrada en la formación de ciudadanos. Por otra parte, hay que recordar, como el propio Placencia demuestra, que esta narrativa heroica en torno a los hechos del 13 de septiembre de 1847 se limitó en un primer momento a la propia comunidad del Colegio Militar y, por lo tanto, no estaba dirigida a la infancia en general.

Está claro, no obstante, que la representación de los cadetes se fue infantilizando paulatinamente, tal y como ocurrió con sus equivalentes franceses; pero no serían reconocidos oficialmente como niños, sino hasta entrado el periodo porfiriano, cuando la conmemoración adquirió el estatus de fiesta nacional. Resulta evidente que a fin de siglo estas figuras atravesaron por un proceso de resignificación que desde luego respondió a fines pedagógicos. Pero no hay que perder de vista que para entonces (medio siglo después de su muerte) no resultaba ya tan extraño referirse a las personas mayores de 14 años como niños, especialmente cuando se trataba de varones, como tampoco es extraño hacerlo ahora. Así, vemos que la infantilización de la que fueron objeto los cadetes muertos en Chapultepec estuvo sin duda ligada a su mitificación, pero también se vincula a otros procesos socioculturales complejos que permitieron extender considerablemente los límites de la infancia de manera evidente y públicamente aceptada.42

Ahora bien, de cinco de los jóvenes caídos (Barrera, Melgar, Montes de Oca, Suárez y Márquez) se conocen suficientes documentos y testimonios que efectivamente los sitúan en el Colegio al momento del asalto, atribuyéndoles actos de valor. No así del más famoso de ellos, Juan Escutia, a quien se adjudica el osado (pero también poco probable) gesto de arrojarse al vacío envuelto en la bandera nacional, a fin de evitar que cayera en manos de los enemigos.43 Se sabe, de hecho, que ésta fue tomada por las tropas estadounidenses (quienes izaron en el castillo su propia bandera),44 y que sería devuelta a México un siglo más tarde, en una visita del presidente Truman.45 Respecto al poco probable lance, y por si quedara alguna duda de la veracidad del relato, Van Wagenen ofrece la siguiente consideración:

¿Es posible que Escutia hubiera ejecutado su célebre salto desde las alturas de Chapultepec? Los partes de batalla norteamericanos, así como las obras de arte contemporáneas, ubican la bandera mexicana durante el asalto, ya sea ondeando sobre la entrada principal del castillo, ya sea en la torre, o en ambos sitios. Las tropas estadounidenses prestaron especial atención a la bandera, porque desempeñó un papel importante en el destino del renegado batallón de San Patricio, cuyos miembros fueron ejecutados mientras ésta descendía. Para rescatar la bandera de la entrada y saltar al precipicio, Escutia tendría que haber atravesado dos edificios, subir y bajar numerosas escaleras, correr más de cien metros a través del castillo, y luego, a pesar de sus graves heridas, saltar varios metros sobre la pared oriental. Las noticias del joven saltando desde la torre del castillo son imposibles, ya que la estructura se encuentra a unos cuarenta metros del acantilado. El hecho de que no haya documentos militares contemporáneos que mencionen esta hazaña refuerza su inverosimilitud.46

Hay que insistir, sin embargo, en que este episodio no se encuentra registrado en ningún parte de guerra, ni tampoco se menciona en ningún otro documento serio (sean libros de historia erudita, de texto o de divulgación), solamente en una muy tardía y ambigua placa a los pies del Castillo de Chapultepec.47 Por lo tanto, resulta injusto achacar su invención deliberada a la “historia oficial”, ya que todo parece indicar que la leyenda del cadete volador se fue construyendo de manera espontánea, a través de la tradición oral, y es así como ha llegado hasta nosotros (aunque ahora ya considerablemente debilitada).

Por otra parte, como bien apunta Plasencia, “es curioso que de quien menos información tenemos -Escutia-, sea quien supuestamente se arrojó envuelto en la bandera”.48 Paradójicamente, esta ausencia de información comprobable, que da a dicho personaje un carácter casi espectral, es precisamente una condición que favorece la elaboración del relato y la eventual incorporación de elementos fantásticos, como he señalado antes para el caso de Bara.

Como explican tanto García y Fritsche como Plasencia, es muy posible que la leyenda de Juan Escutia -en un principio atribuida a Agustín Melgar y después a Montes de Oca-49 hubiera ido cobrando vida propia a lo largo de las dos últimas décadas del siglo, una vez que el festejo pasó de lleno a manos del gobierno federal, cobrando mayor popularidad.50 Esto se explica (cuando menos en parte) a partir de la fusión de los testimonios del asalto a Chapultepec -respecto a lances no necesariamente protagonizados por los colegiales- con los relatos de lo acontecido días antes en Molino del Rey. Tanto Santiago Xicoténcatl en Chapultepec (a la cabeza del batallón de San Blas), como Margarito Zuazo en Molino del Rey (como parte del batallón Mina), perecieron heroicamente, defendiendo la bandera de sus respectivas unidades, aunque ninguno de ellos saltara al vacío.51

Con toda probabilidad, a esta construcción paulatina del mito, que recogía y sintetizaba distintos hechos de armas, también hubieron de contribuir los arrebatos de alegoría poética que cundieron entre los eufóricos asistentes a los aniversarios del asalto. Muestra de ello es la siguiente estrofa de José Peón Contreras que, sin especificar el nombre del protagonista, describía una faena acrobática, en tono francamente épico:

¡Y uno de ellos, al bélico conjuro

de patriótico ardor, con alma fiera

por no rendirse se arrojó del muro

envuelto en el honor de su bandera!52

Como tienen a bien aclarar García y Fritsche, aquellas manifestaciones de lirismo exaltado hacían uso del “sentido figurado”, y seguramente no pretendían dar cuenta de una acción militar en términos literales.53 Conviene tomar en consideración, además, que la tradición poético-militar se fue reforzando durante lo que quedaba del siglo, favoreciendo el desarrollo de este tipo de elegías. Como sugiere Stephen Neufeld, las expresiones poéticas que rodearon estas conmemoraciones en el periodo porfiriano adquirieron especial fuerza entre los alumnos del Colegio Militar, quienes desarrollaron una “retórica de muerte y sacrificio, de fantasmas y mártires” que buscaba dar sentido a la trágica pérdida de vidas de soldados durante la guerra.54 Dichos jóvenes contribuían entusiastamente a la publicación de una poesía militar que cada septiembre llamaba a la conmemoración de los estudiantes caídos, reconocidos como figuras ejemplares. “Sus poemas expresaban cómo México había resucitado de su oscuro pasado, redimido por el sacrificio de los cadetes. Así, por medio de la poesía, la nueva generación fantaseaba con el martirio secular.”55

En este empleo del recurso poético, muchas veces convertido en lectura pública, destaca una forma de teatralidad que evoca lo dicho páginas atrás sobre la propaganda de la Tercera República francesa. En este mismo contexto, como otro tipo de puesta en escena, se inserta el decreto del 3 de marzo de 1884, que estableció que, durante el pase de lista, los alumnos del Colegio Militar respondieran con un enérgico “¡Murió por la patria!” al escuchar los nombres de cada uno de los cadetes caídos.56

Es imposible ubicar el momento justo en que las figuras alegóricas empleadas tan a menudo por los poetas románticos comenzaron a interpretarse de manera literal. Pero es muy posible que este proceso estuviera ligado a la escenificación de la batalla, que se convirtió muy pronto en una tradición tanto en el ámbito militar como en el escolar, donde se sigue practicando hasta la fecha.57

El episodio de la defensa de Chapultepec fue adoptado por el estado porfiriano para ser dirigido ya no solamente a los alumnos del Colegio Militar (en su mayoría mayores de 14 años),58 sino a los niños en edad escolar, que cursaban la instrucción primaria, por medio de los libros de texto de historia que aparecieron en las últimas décadas del siglo XIX.

Revisando los manuales de historia de México que comenzaron a publicarse a partir de la restauración de la República, salta a la vista que, antes del periodo porfiriano, solamente Manuel Payno hiciera referencia a la participación de los cadetes en la defensa de Chapultepec. En su Compendio, publicado por primera vez en 1870, llamaba la atención sobre la fecha correcta del acontecimiento, ubicándolo entre la noche del 12 y la mañana del 13 de septiembre. Esto se debe a la constante confusión entre esta batalla y la de Molino del Rey, que ya he mencionado. Sin embargo, el autor no se refiere a los cadetes participantes como niños, ni registra sus nombres; aunque sí menciona que éstos hicieron “inútilmente prodigios de valor”.59

Ya entrado el porfiriato se perciben cambios importantes entre los autores de manuales escolares de historia. Particularmente revelador es el caso del jalisciense Luis Pérez Verdía. En la primera edición de su Compendio (1883), apenas menciona el asalto a Chapultepec en un breve párrafo, y atribuye su defensa únicamente al general Bravo “con 832 soldados y diez piezas de artillería”.60 No obstante, en la edición de 1892, corrige y amplía el relato, reconociendo como “principal defensa” de la plaza al batallón de San Blas y a los alumnos del Colegio Militar, integrando por primera vez los nombres de los cadetes muertos:

La principal defensa de esa fortaleza, la hicieron el batallón de San Blas, mandado por el Coronel D. Felipe Xicoténcatl, quien murió heroicamente con casi todos sus soldados […] y los alumnos del Colegio Militar que resistieron hasta el último en el Castillo, habiendo sucumbido el Teniente Juan de la Barrera y los soldados Fernando Montes de Oca, Agustín Melgar, Juan Escutia, Vicente Suárez y Francisco Márquez, todos menores de diez y ocho años, siendo heridos otros y caídos prisioneros con el General Monterde, director del colegio, treinta y siete jóvenes, entre quienes se hallaba D. Miguel Miramón, que tanto se distinguió años después.61

Dicha enmienda revela una transformación en el discurso escolar, que coincide de lleno con la reforma educativa impulsada por Joaquín Baranda y Justo Sierra. Resulta evidente la proximidad temporal entre esta edición corregida y la celebración del Segundo Congreso de Instrucción (de diciembre de 1890 a febrero de 1891), en el que participó el propio Pérez Verdía, y que reconoció al libro de texto como el auxiliar más fiel del maestro.62 Por otra parte, la rectificación confirma la idea de que el culto a los niños héroes se fue reforzando en la medida en que el siglo XIX tocaba a su fin, armonizando con el énfasis creciente en la educación moral y cívica, y la búsqueda de figuras ejemplares, lo que sugiere un fuerte eco de lo que ocurría al mismo tiempo en la Francia de la Tercera República.

Más allá de este claro antecedente, fue la obra posterior de Sierra la que resonó especialmente en la memoria patriótica de los mexicanos durante buena parte del siglo XX (y en cierto sentido aún lo hace). Es aquí donde el parentesco con el modelo francés se torna evidente. El método de enseñanza de la historia promovido por Lavisse y premiado en la Exposición Universal de 1889 se convirtió en una de las inspiraciones esenciales para los manuales de historia que se desarrollaron en México durante el porfiriato.63 Particularmente importante en este sentido es la Historia patria de Sierra, que en su nota preliminar reconoce la influencia del educador francés:

He seguido el plan que en obritas análogas ha adoptado con tan buen éxito M. Lavisse, que no sólo es uno de los profesores de historia más notables de nuestra época, en Francia […] sino un verdadero educador nacional en toda la fuerza de la expresión. Pero acomodándonos á los consejos de pedagogos eminentes extranjeros y nacionales, hemos sustituido los relatos de Lavisse con pequeñas biografías. Creemos haber concordado así la prescripción legal con los fines de la ciencia.64

Publicada en 1894 y estructurada en forma de cuadros episódicos, la Historia patria centra su discurso en las acciones heroicas y ejemplares, sin pasar por alto a los héroes derrotados. A este esquema se añade la redacción de un texto elocuente, salpicado de imágenes y relatos que buscan emocionar a los lectores. El primer tomo lleva una dedicatoria para los hijos de Sierra, con el texto siguiente: “El amor a la patria comprende todos los amores humanos, ese amor se siente primero y se explica luego. Este libro dedicado en vosotros a todos los niños mexicanos contiene esa explicación”.65 Dicho epígrafe marca el tono general, fiel al esquema de Lavisse, donde la educación moral y el fervor religioso, transformado en religión cívica, se encuentran profundamente entremezclados. Del niño lector se espera descubrir en el texto una lección de vida.

De tal suerte, no parece extraño que sea precisamente en la obra de Sierra donde encontramos una de las primeras relaciones de la defensa de Chapultepec destinadas a la lectura infantil (si no es que la primera), en la que los cadetes participantes fueron señalados ya no como jóvenes, sino como niños, a pesar de que todos superaban dicho rango etario.

En Chapultepec pereció en la falda del cerro el batallón de San Blas con su jefe Xicoténcatl, digno de su nombre: arriba murieron defendiéndose heroicamente, pero casi abandonados, el yucateco Juan Cano y los alumnos del Colegio Militar, Juan de la Barrera, teniente, Juan Escutia, Fernando Montes de Oca, Francisco Márquez, Agustín Melgar y Vicente Suárez. ¡Niños heroicos que dieron ejemplo á los hombres y en la memoria guardará eternamente la Patria y adorará eternamente la juventud mejicana!66

Este párrafo no niega la influencia de Lavisse y sus contemporáneos franceses. La exclamación final da cuenta de la emoción que se busca despertar en los lectores, con el propósito expreso de generar en ellos un amor a la patria que los convierta en sus más activos defensores y en promotores de la unidad nacional. Fue ese el mismo esquema que pervivió en las primeras décadas del siglo XX, gracias a la pluma de autores como Antonio García Cubas, Andrés Oscoy y Gregorio Torres Quintero. Sobre el episodio de Chapultepec, este último va más allá, al exaltar en sus protagonistas no sólo el amor a la patria, sino también su repulsión visceral al enemigo:

El Colegio Militar tuvo una parte muy importante en la defensa de la fortaleza, y los últimos disparos de aquel día fueron hechos por los alumnos. Jóvenes imberbes y muchos de ellos casi niños, sentían, no obstante, grande amor á la Patria y mucho odio al invasor; pelearon como hombres, pereciendo gloriosamente con las armas en la mano […] siendo heridos otros y quedando prisioneros los demás. ¡Gloria siempre á los alumnos del Colegio Militar! ¡Noble y heroica juventud que ofreció á la patria, á la hora del peligro, su sangre y su vida!67

Este fragmento insinúa de manera poco sutil una forma de justificación de la xenofobia, amparada en el resentimiento por el abuso sufrido bajo las intervenciones extranjeras a lo largo del siglo XIX, misma que innegablemente habrá de incorporarse al nacionalismo mexicano que se conformó de manera definitiva durante la primera mitad del siglo XX.

Conclusiones

Como he advertido en las primeras páginas de este texto, no pretendo sobredimensionar las semejanzas entre las narrativas aquí presentadas. Las coincidencias entre unas y otras son en buena medida eso: coincidencias. No obstante, revelan una serie de prácticas discursivas y de apropiaciones comunes; una manera de entender la memoria colectiva que reivindica a las proezas de personajes jóvenes y anónimos (o casi anónimos), y que se asocia directamente al pensamiento liberal. No obstante, si las semejanzas entre las historias de los niños héroes franceses y mexicanos son evidentes, también lo son sus diferencias.

De entrada, salta a la vista una distinción esencial entre el modelo francés y el mexicano: si el primero estaba orientado a preparar a los niños para la guerra por venir, el segundo buscaba prepararlos para la paz civil, tanto en el porfiriato como en el periodo posrevolucionario. Quizá sea por esa razón que el ejemplo de los niños héroes se quedó siempre en una representación simbólica del patriotismo, puesto que no se esperaba que fuera imitado a través de la inmolación, ni siquiera a través de acciones bélicas reales. Ello contrasta con el énfasis en la educación militar que predominó en la Francia de la Tercera República.

La narrativa establecida por Sierra a finales del siglo XIX continuó en cierto sentido vigente incluso en los libros de texto gratuitos que comenzaron a publicarse en 1960. Llama la atención la manera en que el libro de primer año introducía el tema del heroísmo infantil, algunas páginas antes de relatar la defensa de Chapultepec, mediante una anécdota en la que un niño salva a otro de ahogarse, dando a entender que se puede ser un héroe sin morir en el intento y sin empuñar un arma.68 Por otra parte, este libro no hace ninguna referencia al suicidio de Juan Escutia, aunque sí señala que los niños héroes “prefirieron morir a entregar su bandera”.69 En cambio, en el libro de segundo año y bajo el título de “Los niños héroes”, se introduce una narración tomada de los Episodios militares de Heriberto Frías, en la que se describe la proeza de Xicoténcatl, e incluso se ilustra con una lámina que muestra al oficial muerto, aferrado a una desgarrada bandera tricolor.70 Cabe preguntarnos cuántos niños y adultos (en una época en la que aún campeaba el analfabetismo) habrían hojeado este libro y asumido simplemente que la imagen correspondía a la supuesta hazaña suicida del famoso cadete.

Entre un caudal de materiales que contribuyeron seguramente a afianzar el mito de Escutia a lo largo del siglo XX (incluyendo una variada lista de historietas, cromos, calendarios y estampas escolares) merece mención especial el mural de Gabriel Flores García que adorna la cúpula de la escalera principal del Castillo de Chapultepec, inaugurado en 1970 (figura 4). Esta obra modernista, que juega con la perspectiva para recrear la caída vertiginosa del cadete, no comparte el clasicismo del Bara de Jacques-Louis David, pero al igual que éste busca dar cuenta, con lujo de dramatismo, del instante previo a la muerte del personaje central. Nótese, por otra parte, su semblante, que representa a todas luces a un niño y no a un joven de entre 17 y 20 años (que era la edad de Escutia).71

Fuente: https://www.alamy.es/mural-de-los-ninos-heroes-el-jalisco-pintor-gabriel-flores-garcia-pinto-su-obra-mas-importante-en-chapultepec-image61449038.html (con licencia)

Figura 4 La invasión norteamericana o Sacrificio de los niños héroes, por Gabriel Flores García (Museo Nacional de Historia). 

Formalmente, dicho mural se designa hoy como La invasión norteamericana, título que claramente busca diluir el protagonismo de la cuestionada figura de Escutia, cuyas referencias oficiales, como está visto, resultan siempre ambiguas o indirectas. Sin embargo, éste se bautizó originalmente como Sacrificio de los niños héroes. Es precisamente la noción de sacrificio (con todo y su carga religiosa) la que quisiera traer a cuento a fin de cerrar estas reflexiones. En el contexto del romanticismo, el valor del sacrificio, sobre todo cuando éste se asocia a la inocencia infantil, no implicaba necesariamente la consecución del triunfo. Como se ha repetido hasta el cansancio, parece extraño (e incluso risible) celebrar una batalla perdida, de una guerra también perdida, cuyo costo en sangre y territorios resultó, por decir lo menos, humillante. Sin embargo, la derrota no es en modo alguno obstáculo para reconocer el heroísmo que entraña la resistencia, sobre todo cuando se ha enfrentado a un enemigo colosal. Vista así, la sangre de estos jóvenes no fue derramada inútilmente, puesto que había servido para infundir el patriotismo entre todos los mexicanos.

Así pues, como el mártir cristiano asegura con su inmolación un lugar privilegiado en el paraíso eterno, el mártir cívico consigue con la suya un lugar en la memoria nacional; aunque éste goce de vida limitada. La vigencia de estas figuras heroicas marca otra diferencia importante entre el caso mexicano y el francés. Mientras que los niños franceses de la actualidad no están ya tan familiarizados con las figuras de Bara y Viala,72 la memoria de los niños héroes de Chapultepec continúa presente en México. Esto no sólo se manifiesta en monumentos, o en los nombres de calles y escuelas (lo que pervive también en el ámbito francés), sino sobre todo a través del obstinado ritual escolar, por medio de ceremonias cívicas y escenificaciones, que en México todavía perviven (basta una ojeada al buscador de youtube para comprobarlo), a pesar de que estas figuras se hayan visto sujetas a un forzado proceso de desmitificación desde hace ya varias décadas.

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1 Aguilar Camín, Nocturno de la democracia mexicana, p. 15.

2 Ginzburg, Ojazos de madera, p. 88.

3 Vovelle, “La Revolución francesa”, p. 29.

4 Vovelle, “La Revolución francesa”, pp. 21-22.

5 Vovelle, “La Revolución francesa”, p. 27.

6 Alcubierre, Niños de nadie, p. 37.

7 Wasyliw, Martyrdom, Murder, and Magic, p. 83.

8 Wasyliw, Martyrdom, Murder, and Magic, p. 83.

9 Wasyliw, Martyrdom, Murder, and Magic, p. 82.

10 Alcubierre, Niños de nadie, pp. 24-25.

11 Brown, A Critical History of French Children’s Literature, vol. 1, p. 278 (mi traducción).

12 Brown, A Critical History of French Children’s Literature, vol. 1, p. 278 (mi traducción).

13 Robespierre, Oeuvres, p. 114.

14 Weston, “Jacques-Louis David’s ‘La Mort de Joseph Bara’”, p. 241. URL: https://www.jstor.org/stable/43263499

15 Weston, “Jacques-Louis David’s ‘La Mort de Joseph Bara’”, p. 238.

16 Weston, “Jacques-Louis David’s ‘La Mort de Joseph Bara”, p. 242.

17Recueil, núm. 1, pp. 3-4 (mi traducción).

18Recueil, núm. 1, p. 21 (mi traducción).

19 Brown, A Critical History of French Children’s Literature, vol. 1, p. 281.

20 Robespierre, Oeuvres, p. 360 (mi traducción).

21 Robespierre, Oeuvres, p. 360 (mi traducción).

22 Wartelle, “Bara, Viala”, p. 366 (mi traducción).

23 Vovelle, “La Revolución Francesa”, p. 29.

24 Terral, L’école de la République, p. 34 (mi traducción).

25 Terral, L’école de la République, p. 33 (mi traducción).

26 Buisson, Dictionnaire de pédagogie et d’instruction primaire, vol. 1, pp. 1271-1272 (mi traducción).

27 Buisson, Dictionnaire de pédagogie et d’instruction primaire, vol. 1, pp. 1271-1272 (mi traducción).

28Los manuales de historia patria más populares en la época fueron los de: E. Lavisse, D. Blanchet, E. Zévort, A. Aulard, A. Debidour, J. Guiot y L.P. Mane. “Todos estos autores fueron los propagadores más eficaces del mito del niño heroico. Tuvieron en común que fueron estudiantes de la Escuela Normal Superior de 1862 a 1867, luego profesores de educación secundaria, y finalmente altos funcionarios del Ministerio de Instrucción Pública”. Wartelle, “Bara, Viala”, p. 372.

29Véase Lavisse, La nouvelle première année d’histoire de France, pp. 158-159.

30 Nora, “La Historia de Francia de Lavisse”, p. 13.

31 Wartelle, “Bara, Viala”, pp. 373-376.

32 Bardin, Dictionnaire de l’armée de terre, vol. 1, p. 127.

33 Wartelle, “Bara, Viala”, p. 381.

34Algunos ejemplos de este tipo de literatura biográfica son: Colet, Enfances célèbres; Caboche, Panthéon de la jeunesse; Carpentier, Les Enfants célèbres; Carpentier, Enfants d’Alsace et de Lorraine.

35 Van Wagenen, Remembering the Forgotten War, p. 82.

36 Van Wagenen, Remembering the Forgotten War, p. 82 (mi traducción).

37 Rodríguez, El retrato en México:1781-1867, p. 272.

38 Rodríguez, El retrato en México:1781-1867, p. 272.

39 Plasencia, “Conmemoración de la hazaña épica de los niños héroes”, p. 276; Rodríguez, El retrato en México:1781-1867, p. 272.

40A partir de los registros genealógicos, Van Wagenen señala que Escutia tenía 20 años, Barrera 19, Melgar y Montes de Oca 18, Suárez 14 y Márquez 13. Van Wagenen, Remembering the Forgotten War, p. 88 (n. 25). No obstante, como se aprecia en la figura 3, la anotación registrada en el retrato de Escutia le atribuye una edad de 17 años.

41“…los alumnos del colegio militar, Barrera, Suárez, Montes de Oca, Azcutia […], Melgar y Márquez, que siendo niños menores de edad, no pidiéndoles nada la ley, se ofrecieron en holocausto á la Patria, ocupando en las filas el lugar que dejaron los indiferentes á la desgracia común”. Monterde, Oración cívica pronunciada el 27 de septiembre de 1851, p. 9.

42A lo largo del siglo XIX tuvo un lugar un proceso complejo de redefinición de rangos etarios. Como resultado, el límite de lo que se entendía como niñez se vio, por así decirlo, duplicada, de alrededor de los 8 años a los 14, especialmente en el caso de los varones. Véase Alcubierre, Ciudadanos del futuro, pp. 25-27 y 178-180.

43Respecto a este personaje, José Manuel Villalpando presenta una hipótesis que podría explicar algunas de las inconsistencias en la historia al identificarlo, ya no como cadete, sino como parte del batallón de San Blas. Véase Villalpando, Niños héroes, pp. 80-82.

44 Roa Bárcena, Recuerdos de la invasión norteamericana, p. 473.

45 García y Fritsche, “Los niños héroes”, pp. 148-153.

46 Van Wagenen, Remembering the Forgotten War, pp. 87-88.

47Esta placa se encuentra en el lugar donde supuestamente fue hallado el cuerpo de Escutia; en ella se anota: “En este lugar murió la mañana del 13 de septiembre de 1847 en defensa de la patria contra la invasión norteamericana el cadete del Colegio Militar Juan Escutia, 13 de septiembre de 1970”.

48 Plasencia, “Conmemoración de la hazaña épica de los niños héroes”, p. 248.

49Fue Manuel Raz Guzmán, en un discurso pronunciado en 1878, el primero en vincular la bandera con uno de los cadetes, aunque atribuye el gesto heroico a Melgar, sin hacer alusión al salto al vacío. Véase García y Fritsche, “Los niños héroes”, pp. 53, 65-66. También véase Plasencia, “Conmemoración de la hazaña épica de los niños héroes”, pp. 243-244.

50Esto ocurrió durante la administración de Manuel González en 1881, cuando se inauguró el primer monumento a los combatientes de Chapultepec, en las faldas del cerro, lo que marcó la apropiación del relato por de la autoridad civil.

51Para el caso de la muerte de Xicoténcatl véase Romero Flores, Banderas históricas mexicanas, pp. 106-109. En cuanto a la hazaña de Zuazo, véase Roa Bárcena, Recuerdos de la invasión norteamericana, p. 436.

52 García y Fritsche, “Los niños héroes”, p. 56.

53 García y Fritsche, “Los niños héroes”, p. 56.

54Neufeld, “The Sly Mockeries of Military Men”, p. 69 (mi traducción).

55Neufeld, “The Sly Mockeries of Military Men”, p. 74 (mi traducción).

56 Plasencia, “Conmemoración de la hazaña épica de los niños héroes”, p. 255.

57La profusión de estas escenificaciones se evidencia en las antologías de teatro escolar, que incluyen piezas sobre los niños héroes, por lo menos hasta la década de 1980. Véase Carmona, Teatro escolar, pp. 84-89; Carranza, Fiestas escolares, pp. 79-82; María y Campos, Veintiún años de crónica teatral en México, pp. 282-283; Teatro mexicano del siglo XX, vol. 4, pp. 123 y 154; Velázquez y GuetiérrezEfemérides nacionales, pp. 164-165; Vera, Didáctica de la escenificación y la recitación, p. 293.

58El reglamento del Colegio estipulaba que sus alumnos debían tener al menos “doce años de edad, si fuese hijo de capitán ó de oficial del ejército muerto en campaña, ó inutilizado á consecuencia de heridas, y no siéndolo, de catorce á veinte años”. Heroico Colegio Militar, Reglamento, p. 20.

59 Payno, Compendio de la historia de México, p. 185.

60 Pérez Verdía, Compendio de la historia de México (1883), p. 293.

61 Pérez Verdía, Compendio de la historia de México (1892), p. 323.

62 Morales Meneses, Tendencias educativas oficiales en México, pp. 473-475.

63 Martínez Moctezuma, “Retrato de una élite”, pp. 127-128.

64 Sierra, Historia patria, p. 6.

65 Sierra, Historia patria, p. 5.

66 Sierra, Historia patria, p. 49.

67 Torres Quintero, La patria mexicana, vol. 2, pp. 121-122. El énfasis es mío.

68 Secretaría de Educación Pública, Mi libro de primer año, pp. 170-171.

69 Secretaría de Educación Pública, Mi libro de primer año, pp. 170-171 y 183.

70 Secretaría de Educación Pública, Mi libro de segundo año, pp. 176-177.

71Véase la nota 41.

72Wartelle, “Bara, Viala”, p. 365.

Recibido: 19 de Julio de 2020; Aprobado: 29 de Octubre de 2020

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