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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.71 no.4 Ciudad de México abr./jun. 2022  Epub 04-Abr-2022

https://doi.org/10.24201/hm.v71i4.4369 

Artículos

Doscientas leguas de camino y penurias. “La fea y gravísima culpa de sodomía” entre un titiritero negro y un mulatillo asistente de maroma

Two Hundred Leagues of Travel and Want: “The Grave and Grotesque Sin of Sodomy” Between a Black Puppetmaster and a Young Mulatto Acrobat’s Assistant

Úrsula Camba Ludlow


Resumen:

La sodomía fue considerada por la teología cristiana como uno de los más graves pecados de lujuria, pero como sucedía con frecuencia en la Nueva España, los acusados de cometer tan terrible falta salían bien librados. En la investigación académica persiste la extendida y equivocada creencia de que el Santo Oficio perseguía el delito de sodomía, aunque las fuentes muestran lo contrario, tal y como se verá. Mediante la denuncia de un mulatillo ante un religioso en Yanhuitlán contra un negro titiritero es posible atisbar la vida de esos seres marginales que, en la pobreza, el aislamiento y el anonimato recorrían el inmenso territorio eludiendo el control y la vigilancia de las autoridades, para intentar subsistir del oficio de maromeros. Asimismo cuestionamos la supuesta solidaridad étnica y racial entre los afrodescendientes, categoría analítica importada del mundo anglosajón que poco explica y mucho estorba la comprensión de los complejos vínculos entre los novohispanos.

Palabras clave: sodomía; negro; mulato; títeres; Inquisición; Nueva España

Abstract:

Christian theology considered sodomy to be one of the most serious manifestations of the sin of lust, but as it occurred frequently in New Spain, those accused of committing it often faced no consequences. The widespread and wrongheaded belief that the Holy Office persecuted sodomy nevertheless persists in academia, even though the sources show the contrary, as we shall see. Through the case of a mulatto minor who denounced a black puppetmaster to a priest in Yanhuitlán, it is possible to catch a glimpse of the lives of marginalized individuals who, in poverty, isolation and anonymity, traversed long distances, escaping the control and surveillance of the authorities in order to make a living from the circus arts. Here, we can also question the alleged ethnic and racial solidarity of people of African descent, an analytic category imported from the Anglo-Saxon world that does little to explain the complex relationships between New Spaniards.

Keywords: Sodomy; Black; Mulatto; Puppets; Inquisition; New Spain

Es de sobra conocido que la presencia de negros y mulatos en el pasado virreinal ha sido rastreada desde diversas perspectivas, que abarcan aspectos laborales, demográficos, sociales, lingüísticos y de género entre muchos otros que se suman a los estudios que han buscado desentrañar las complejas relaciones con el resto de los grupos sociales que conformaron el heterogéneo mosaico virreinal. En el presente análisis buscaremos enfocarnos en un tema que hasta hace algunos años se había mantenido relativamente inexplorado en la historiografía concerniente a los descendientes de africanos en Nueva España. Las relaciones sexuales entre miembros del mismo sexo y de dominación e incluso de maltrato y abuso ejercidas por dichos afrodescendientes.1 Con frecuencia tropezamos con negros y mulatos acusados de cometer el pecado nefando, ese pecado “innombrable” y teóricamente castigado con la muerte, pero, reiterado, a pesar de una aparente “invisibilidad”. En efecto, en el Nuevo Mundo encontramos negros y mulatos (tanto víctimas como perpetradores) implicados en el “crimen” de sodomía en Nueva España, Guatemala, Nueva Granada, Perú y a bordo de los barcos de la carrera de Indias.2 Esto, evidentemente, no significa que el pecado nefando fuese un delito cometido exclusivamente por los descendientes de africanos, pero nos permite acercarnos a una esfera escasamente examinada en el pasado virreinal. En el caso que nos ocupa, la intención es subrayar la relación de dominación sexual, emocional e incluso económica, ejercida con violencia por un negro sobre un niño mulato. Lo sabemos, a menudo, la historiografía en torno a los negros y sus descendientes americanos se ve teñida de prejuicios o anhelos (de forma más evidente en el caso estadounidense) en torno a una pretendida “solidaridad racial” existente entre negros y mulatos. El supuesto sentimiento de pertenencia, de “hermandad”, surgido de una situación de desigualdad basada en el color de piel.3 Así, en la actualidad, el presentismo se ha convertido para algunos en la única explicación posible y la lente para analizar y juzgar el pasado.4 Dicha corriente intenta trasladar conceptos como homofobia, racismo y discriminación a contextos históricos del Antiguo Régimen que nada tienen que ver con dichas conceptualizaciones que comienzan a prefigurarse a finales del siglo XVIII y que tomarán una mayor fuerza en el siglo XIX en torno a los discursos nacionalistas y patrióticos.5 Así, es importante destacar que las fuentes del período virreinal muestran que el vínculo entre los descendientes de africanos no fue siempre armonioso ni solidario.6 Ya en investigaciones anteriores hemos discutido estas conclusiones que eluden los matices y la complejidad de las relaciones entre los novohispanos, de manera que no ahondaremos más en ese tema.7

Por otra parte, reconstruir la vida o -menos ambiciosamente- fragmentos de la vida de un individuo en el pasado es una tarea complicada. Más aún tratándose de un hombre que vive en los márgenes de la sociedad. El documento que se analiza pertenece al ramo Inquisición. Es de sobra conocido que los fondos que más nos permiten atisbar en las profundidades e intimidades de los novohispanos son aquellos consignados por las autoridades inquisitoriales precisamente por su carácter indagatorio de las conciencias, aunque al mismo tiempo en ocasiones son registros incompletos por una serie de vicisitudes propias de la dinámica entre los novohispanos, las distancias, las inclinaciones de los propios inquisidores y la eficiencia y preparación tan heterogéneas de los diversos comisarios encargados de vigilar la pureza de la fe, desperdigados en el inmenso territorio novohispano. Los personajes que nos ocupan son un negro o mulato (se le designa de ambas maneras), de oficio titiritero o “maromero” quien en 1724 es acusado por su “asistente de maroma”, un muchacho de 13 años, de cometer el “gravísimo crimen de sodomía”. En efecto, el muchacho, Joseph Agustín Rosales, después de trashumar durante más de un año sometido a los impulsos sexuales del titiritero en cuestión, logra escapar en el pueblo de Yanhuitlán, perteneciente al obispado de Oaxaca, y refugiarse en el convento para contarle sus desgracias al prior. Como la Inquisición no perseguía el pecado de sodomía, sólo tenemos la información enviada por el comisario y la respuesta de los inquisidores de que no les concierne el delito, pero es útil para rescatar algunos retazos de vida de esos seres marginales que dejaron escasos rastros por su condición de aislamiento, pobreza y una suerte de destierro.

En el documento convergen un oficio y una transgresión que se encuentran en los márgenes más alejados de la norma en el mundo novohispano. Por un lado, el titiritero era un personaje que con frecuencia suscitaba sospechas por ser difícilmente controlable por los funcionarios virreinales (justamente por su carácter ambulante e “inasible”). Efectivamente, quienes desempeñaban dicho oficio eran mirados con malos ojos o francamente perseguidos por las autoridades que, como sabemos, intentaban regir los comportamientos hasta en el más mínimo resquicio de la vida de los novohispanos. Así, por ejemplo, hacia la segunda mitad del siglo XVII el virrey marqués de Cruillas, molesto por el desorden provocado con semejantes distracciones, ordenaba que

Se eviten las escandalosas diberciones, y que no se admitan las Compañias vagantes de Comediantes y Titiriteros que se introdusen en ella, y en lo pribado de Casas, y Barrios causando graves desordenes con lo demas que dicha representacion contiene […] para obiar con estas precauciones las perniciosas consequencias que se representan, y que de lo contrario pudieran resultar, castigando severamente a la Persona, o Personas que dieren motibo a qualesquiera escándalo.8

En efecto, la esencia del titiritero consistía precisamente en vagar de un pueblo a otro, en parte por su condición de marginalidad, pero también por la prohibición expresa de montar su espectáculo en las poblaciones que tenían coliseo. En la ciudad de México, aquellos espectáculos callejeros que quisieran presentarse en las afueras de la capital debían dar un tercio de las ganancias al Hospital de San José de los Naturales, corporación que administraba el coliseo o corral de comedias y, por lo tanto, dueño del monopolio y control de los espectáculos en la ciudad. Asimismo, el actor ambulante o titiritero debía exhibir una licencia y no permanecer más que unos pocos días en la ciudad, orden que lo devolvía a su carácter trashumante y al cotidiano vagar, sin establecer domicilio fijo ni lazos que lo ataran a una villa o pueblo.

Los espectáculos de títeres se encuentran entre los primeros que se presentaron en la Nueva España; su actividad se menciona desde 1524, subsistiendo durante todo el periodo virrei nal. Los grupos que presentaban títeres o “máquina de muñecos” eran itinerantes y recorrían constantemente las ciudades y pueblos del virreinato. Actuaban en ferias y mercados, patios de mesones, casas particulares, plazas y calles; en general, en cualquier parte donde pudieran montar su teatrito, al que también se le llamaba “máquina real”. Algunos grupos alternaban las llamadas “comedias de muñecos” con “comedias de personas” y presentaban pantomimas y comedias profanas o de temas religiosos. Con estas últimas, y con “retablos” y “nacimientos”, se insertaban en las fiestas litúrgicas de las ciudades y pueblos que visitaban.9 Por otra parte, como los espectáculos de títeres no eran -como hoy- sólo para público infantil, en ellos a menudo se buscaba la risa ridiculizando a las autoridades civiles y -más frecuentemente- a las eclesiásticas. Por ello, Iglesia e Inquisición estaban también atentas al contenido de las comedias “de muñecos”, a lo que se decía y se cantaba en los entremeses y coplas, y hasta al vestuario portado por títeres y marionetas.10 Al lado -más bien en la periferia- de ese teatro se desarrolló en la Nueva España un colorido y pintoresco mundo: el de los grupos itinerantes y los artistas callejeros. Antonio de Robles consigna la presencia de un extranjero que se sacaba de la boca lechugas, rábanos, vino, agua de azahar y “otras cosas”.11 Entre los grupos itinerantes se distinguían las “compañías de la legua” o “volantes”, que podían ser dramáticas, de títeres, de las que, integradas por acróbatas, mimos, músicos y bailarines, se conocían como “maromas y volatines”. Es cierto, poco sabemos de las compañías itinerantes de maromas, volatines y títeres o máquinas de muñecos, pero lo que sí podemos vislumbrar son las condiciones de marginalidad en que vivían recorriendo pequeñas poblaciones y lugares por el territorio novohispano. Esto es más evidente en el caso de Miguel, que ni siquiera viaja en grupo o tiene una compañía de actores, sino que sólo son él, Agustín y sus muñecos fabricados con retazos de tela y pobres harapos. No hay registros de que los maromeros estuvieran integrados en algún gremio, lo que acentúa su condición de marginales. Con frecuencia tolerados o incluso acosados y perseguidos por las autoridades, estos hombres se ganaban la vida lejos de los grandes centros urbanos, donde evitaban presentar su espectáculo para no tener que dar una parte de sus utilidades a las autoridades, siempre vigilantes. Sabemos -el caso de las diversiones en Nueva España no es la excepción- que constantemente las leyes sobre una misma materia llegaban a traslaparse, contradecirse o incluso anularse.

En esa dinámica tan propia del mundo americano, la legislación se emitía para condenar comportamientos o prácticas en lo general, pero que con frecuencia en lo particular eran permitidos e incluso protegidos. Tomemos como ejemplo la súplica del maromero Francisco de Yrrasabal, quien hacia finales del siglo XVII se quejaba amargamente del maltrato y la coerción de los cuales era objeto por parte de los funcionarios virreinales:

[…] para poder irme a diferentes partes desta nueva Spaña a jugar la maroma como lo e hecho en esta Ciudad, y porque los Alcaldes maiores y demas Justicias con diferentes Pretestos me lo ympiden siendo como es permitido y algunas de dichas Justizias quieren compelerme a que en sus casas juegue y no en otra parte de que se me sigue notable perjuicio e yncomodidad y para que se remedie […] Pido y suplico se sirva de mandar se me despache mandamiento para que los Alcaldes maiores, y demas Justicias me dejen Vsar libremente mi oficio sin poner Embarazo ni Ympedimento alguno ni me compelan a que la juegue en sus casas, contra mi Voluntad.12

Para ejercer cualquier oficio era indispensable pertenecer a un gremio; los titiriteros y maromeros no tenían esa protección, lo cual los dejaba en la total indefensión ante los abusos de las autoridades, tal y como se queja Francisco. En contraposición a esta súplica, el mandamiento del Marqués de Cruillas en el siglo XVIII en torno a la presentación de los espectáculos intentaba constreñir las actuaciones a espacios, horarios y tiempos bien delimitados:

[…] que en el caso de que los authores de comedias, y Titeres lleguen a aquella Ciudad a executar las expresadas diberciones, ha de ser, y entenderse con la precisa calidad, y sircunstancias de que han de executarlas por el peremptorio termino de un mes, y no mas, en casa particular de dicha Ciudad destinada para este solo fin, y no en otra parte comensando las Comedias o Titeres a las quatro de la tarde, de modo que a la Oracion esten fenecidas.13

En efecto, con el afán de controlar y regular las diversiones, a esos individuos se les arroja rápidamente a los caminos y senderos para que, una vez terminado su espectáculo, se vayan lejos de las ciudades, en donde se les permite la estancia sólo por muy cortos periodos. A la condición de itinerante, se suma el “abominable pecado” cometido por Miguel de Rojas y su apariencia, pues además no queda claro si es mulato “cocho” o negro, lo que acentúa su condición “inclasificable”. En la carátula del proceso aparece como mulato “cocho”, pero el denunciante y los testigos aluden a él como “negro”. Ya sabemos que las clasificaciones raciales de las castas fueron prácticamente imposibles de organizar bajo los criterios segregacionistas pese a que los prejuicios y estereotipos enraizados en la historiografía del siglo XX y aun del XXI han intentado hacérnoslo creer.14

Estos cuatro factores que conforman tanto la calidad como la condición del acusado (negro o mulato, titiritero, itinerante y sodomita) convierten a Miguel en uno de esos individuos que en el mundo novohispano, a pesar de la legislación, el afán de control o al menos de la regulación del gobierno virreinal, viven en la marginalidad. Sujetos escurridizos, sin raíces ni terruño, errantes, sospechosos no sólo para las autoridades novohispanas sino para los historiadores que siglos después intentamos acercarnos a algunos fragmentos de su azarosa vida. Miles de vagabundos, menesterosos y delincuentes eran parte importante de la población novohispana hacia mediados del siglo XVIII.15 Una gran parte de esa población, al igual que Miguel y Agustín, amanecía sin saber si aquel día tendría algo que llevarse a la boca y con la certeza de no tener un lugar fijo para vivir o, al menos, pasar la noche.

Así, a pesar de que no podremos acceder del todo a la biografía completa tanto del acusado como de su víctima, ambos descendientes de africanos, es posible atisbar algunos momentos de esas vidas “marginales” y a la par reconstruir también la concepción de la sodomía que tenían los coetáneos (médicos, jueces, alguaciles, la víctima y el infractor, entre otros). Esto nos permitirá desentrañar fragmentos de esas vidas que sólo así son visibles: aparecen en una transgresión flagrante y francamente grave y “escandalosa” para los coetáneos dejando una tenue huella de su paso por el mundo, plasmada en una denuncia y unas testificaciones que no alcanzan a ser un proceso inquisitorial. Sabemos que la Inquisición “no conocía a los sométicos”, es decir, no procesaba a los acusados de cometer el pecado nefando, sino que correspondía exclusivamente a la justicia ordinaria, y en particular a la Sala del Crimen, seguir el proceso e imponer el castigo a los sodomitas, delito que en la legislación merecía la pena máxima, es decir la muerte en la hoguera.16 Sin embargo, los comisarios inquisitoriales que por lo general eran también los párrocos en los más lejanos rincones del virreinato recibían denuncias y tomaban declaraciones (ya por ignorancia, ya por precaución) de diversos delitos que no eran competencia del Santo Oficio y las enviaban al tribunal en la ciudad de México, aunque a menudo no lo hicieran de forma expedita, tal y como lo veremos en el caso que nos ocupa.

Tanto los interrogatorios como las declaraciones tomadas por los comisarios (o como es este caso, las autoridades eclesiásticas, pues en Yanhuitlán no había comisario inquisitorial ya que era un pequeño pueblo de indios, los cuales, como sabemos, estaban exentos de la jurisdicción del Santo Oficio en torno a “tan feo pecado”) eran archivadas, aunque no se abriera un proceso. Eran una suerte de antecedente o alerta pues el acusado con toda seguridad podría incurrir de la misma manera en pecados o faltas que sí correspondía a la Inquisición juzgar. En su defecto, la denuncia y las testificaciones quedaban registradas en caso de que años después apareciera algún otro delito susceptible de ser perseguido y castigado por el tribunal de la fe.17

Todo comenzó una mañana de febrero, cuando un mulato de 13 años, llamado Joseph Agustín Rosales, entró despavorido a la celda de Pedro de Leyva, deán de la iglesia de Yanhuitlán en Oaxaca, y le confesó “lo maltratado que lo tenía un negro llamado Miguel, y que entre los trabajos que con él padecía era el mayor el que ejecutaba con el pecado nefando”. El deán envía de inmediato al muchacho a la ciudad de Oaxaca (distante 20 leguas, es decir, unos 100 km del pueblo) para que el comisario inquisitorial don Joseph Valverde lleve a cabo el interrogatorio y “para que en toda forma haga ante vuestra señoría la denuncia, por no haber en todo este territorio comisionado del Santo Tribunal”.18 Así, el muchacho fue detenido con “prisiones”, es decir, con grilletes, remitido a Oaxaca y encerrado en la cárcel pública de dicha ciudad, procedimiento común en los casos de sodomía, ya que, en efecto, tanto si había sido un encuentro consensuado o no, los implicados eran privados de la libertad mientras se seguía el proceso. Por su parte, Miguel Rojas fue arrestado y encerrado en la cárcel pública del pueblo de Yanhuitlán.19

Ya en Oaxaca, el mulatillo fue interrogado por el comisario Valverde. Declaró ser originario de Guatemala y haber sido encomendado por su madre, Magdalena de las Rosas, una mulata muy pobre y cargada de hijas, al negro Miguel de Rojas, para que ganara algunos reales asistiéndolo en “la maroma”. Sabemos que era frecuente entregar o vender a los niños desde muy pequeños, ya fuera para remediar o paliar temporalmente una situación de pobreza o para que el niño aprendiera algún oficio que le permitiera sobrevivir. Partieron pues de dicha ciudad en agosto de 1722 y fueron a la Laguna de Términos, a Tabasco, “de donde volvió para Jalapa, y de allí tiró para el Puerto de Veracruz, de donde salió y vino hasta el Pueblo de Yanhuitlán de la Misteca, de este dicho Obispado, y que habiendo parado en dicho pueblo, encontró la oportunidad de huir de la compañía del dicho Miguel”.20

El muchacho prosiguió relatando sus infortunios asegurando que

[…] en el discurso del año y medio, que anduvo en compañía del dicho negro Miguel de Rojas, cometió este Declarante la fea y gravísima Culpa de Sodomía, y dio principio a ella estando en una Hacienda grande no morada que está delante de Guatemala, camino que va a San Salvador y lo persuadió diciéndole: que era menester cuartearlo21 (que así le daba nombre a su delito el dicho Miguel) para que aprendiese a Bolantín.22

Parece que Agustín no entiende las palabras de Miguel. Efectivamente, para el muchacho, “cuartearlo” es cometer el pecado de sodomía, cuando en realidad lo que Miguel está diciendo es que es su deber golpearlo para que aprenda el oficio de titiritero. Sabemos que los golpes son práctica frecuente y cotidiana en el mundo virreinal; los amos pueden golpear a sus criados y esclavos, los maestros a los aprendices, los profesores a sus alumnos, los hombres a sus esposas e hijos. La violencia física está permitida y, más aún, es recomendable en ciertos casos para “aprender” de los errores o faltas cometidos. Esto, siempre y cuando no devenga en sevicia, en crueldad innecesaria. De manera que, a la par de los golpes, Miguel intenta sodomizarlo y para Agustín ya no es claro qué es “cuartear” pues percibe el acto como una especie de “iniciación” en el oficio de la maroma. En efecto, en el transcurso del interrogatorio, los médicos perciben y señalan las dificultades de lenguaje que tiene Agustín para expresarse. El desolado muchacho continúa su denuncia:

[…] y que resistiéndose cuanto pudo el declarante, lo amenazó el dicho Miguel, diciéndole que si no lo obedecía lo había de ahorcar, y que le puso un mecate a la garganta, y que aunque dio gritos para que lo favoreciese la gente que estaba en dicha Hacienda, nadie lo socorrió, porque no oyeron las voces, que dio, por estar retirados en una pieza, y que viéndose en este conflicto, no se pudo defender, y condescendió con lo que pretendía el dicho Miguel: y que desde entonces, continuó este pecado frecuentemente, de manera , que lo cometía todas las noches, siendo rara la que se abstenía, por el motivo de que solía concurrir gente donde posaba el dicho Miguel, pero que no habiendo dicho inconveniente , frecuentaba su pecado y que en varias ocasiones yendo por el camino, en la parte que le pareciera oportuna, se entraba monte adentro con el declarante, a cometer dicha culpa, y que cada vez, que se ponía en este alcance, se resistía el Declarante cuanto le permitían sus fuerzas, y no valiéndole su resistencia, le daba muchos azotes, y golpes, hasta que lo vencía: Y que en diversas ocasiones, exhortó el dicho Miguel al declarante diciéndole: que mirara lo que hacía, que aunque se fuera a confesar no declarase al Padre la culpa, que cometía, que supiera que aquello no era pecado.23

Lo sabemos, la sodomía y el bestialismo figuraban entre los pecados capitales en la categoría de pecados carnales definidas por los padres de la Iglesia como las dos formas más abominables, vergonzosas, impías, execrables del pecado de lujuria; la sodomía fue considerada como un pecado contra Dios, contra uno mismo y contra el prójimo. Pese a su corta edad, Agustín lo sabe y arremete contra Miguel “la fea y gravísima culpa de sodomía”. Era también atentado contra la fe y la moral, por ser pecado de sensualidad y de razón, y pecado de error que podía conllevar un comportamiento herético,24 de ahí que la Inquisición estuviera siempre atenta a cualquier transgresión que pudiera acompañar al pecado nefando. Sabemos que el castigo máximo para los implicados en tan “gravísimo pecado” era la hoguera, al menos así lo estipulaba la legislación desde las Pragmáticas de los reyes católicos. Era frecuente también intentar acceder al tribunal inquisitorial para denunciar a un enemigo o rival en un intento por deshacerse de él, denunciar una injusticia, maltrato o golpes, e intentar escapar temporalmente al castigo (aunque a la larga el resultado fuera peor), entre una larga lista de motivaciones que impulsaban a aquellos que acudían al tribunal no necesariamente por un cargo de conciencia de tipo religioso.

Pero Agustín no se detiene ahí, sino que cuando el comisario inquiere sobre el cumplimiento de los preceptos cristianos por parte de Miguel, el mulatillo agrega que el titiritero no iba a misa (y tampoco le permitía a él asistir), que “algunas veces lo había visto rezar” pero no siempre y que sólo se había confesado en la cuaresma cuando pasaron por Tabasco y en Tuxtla. Parece difícil que pudiera ir a misa con frecuencia en su condición de itinerante y vagamundo, aunque probablemente la devoción de aquellos marginales no debió ser tan acendrada como la de aquellos que habitaban en los centros urbanos.

Tres días después del interrogatorio, el comisario Valverde ordena que el muchacho sea examinado físicamente por los médicos don Antonio de Villa y el bachiller don Blas Rincón, profesores de la facultad de Cirugía, en presencia de don Pedro González de Mier, alguacil mayor del Santo Oficio, y del notario Jerónimo Gutiérrez Angulo. Para proceder al examen, tanto los médicos como el alguacil y el notario ingresaron en una pieza secreta. Los médicos le ordenaron a Agustín que se desnudara de la cintura para abajo e hiciera un “pujo” coincidiendo ambos doctores en su diagnóstico: “[Agustín] tiene deslaceradas las membranas, que comprimen el ano y que demuestra, por las carúnculas, y costras, que tiene en la superficie, o circunferencia del sitio, que los actos sodomitas cometidos, tuvieron continuación, y uso frecuente, y que asimismo, las dichas costras, y carúnculas, denotan ser desproporcionado el miembro agente”.25

Don Blas Rincón pregunta entonces a Agustín:

[…] si en la primera vez que padeció el acto sodomítico, sintió dolor extremado, y si arrojó alguna sangre, y con ella algunas como espermas Y […] el dicho Joseph Agustín, explicándose en el modo posible a su capacidad y lenguaje, dijo: que en el acto primero que padeció, tuvo dolor intenso, continuando por muchos días, y que arrojó sangre, y una materia como esperma.26

Asimismo, el notario Jerónimo Gutiérrez da fe de “que desde la cintura hasta los muslos [Agustín] tiene esparcidas distintas cicatrices, o costras, que indican haber padecido el susodicho, azotes recios, que rompieron el cutis”. Al ser interrogado sobre dichas heridas el muchacho aseguró que Miguel se las infligió con un mecate “torcido y nudoso”. Aquí queda más claro que los golpes y la sodomía son casi simultáneos, lo que le dificulta a Agustín la distinción entre “cuartear” y sodomizar. El examen médico es contundente, “constando evidentemente de dichas diligencias los indicios claros, y vehementes presuntas, que producen parecer Reo Convicto en el Crimen de la Sodomía el dicho Miguel de Rojas”27

El titiritero Rojas era un hombre “bajo de cuerpo, doblado, y fornido de miembros, redondo de rostro, el color, es de Mulato, que tira a Negro” con una “señal pequeña debajo del párpado del ojo izquierdo”. Las señas de una persona eran fundamentales no para su clasificación en un determinado grupo ni para decidir su calidad, sino para su identificación y, en caso necesario, su búsqueda.28 Sobre las descripciones de los acusados, se encuentran expresiones como “no muy blanco”, “no muy grueso”, “un poco” o “no mucho”, “ni muy alto”.29 Es el caso de Rojas, quien a decir del religioso que lo observa es color “de mulato que tira a negro”. Aunque los inquisidores no tomaran las señas como prueba de delito alguno y fueran cautelosos u olvidadizos en torno a ellas, las descripciones en los interrogatorios inquisitoriales o en la cala y cata de los presos eran parte importante en la identificación del acusado.30 Cuando la persona era conocida en un contexto local, su descripción no se basaba únicamente en el físico sino que tomaba en cuenta formas de hablar, de vestirse y también consideraciones de tipo social (si pertenecía a un gremio, cofradía o cualquier otra corporación, linaje, etc.). Según Raffaele Moro, “la importancia que tuvo la movilidad geográfica en la vida de muchos novohispanos seguramente popularizó la utilización de señas en las interacciones cotidianas”.31 Aunque admite que dicha hipótesis aguarda la confirmación de futuras investigaciones.

Rojas está preso en la cárcel de Yanhuitlán aterrorizando al carcelero, a los jueces indios y al español Juan Joseph Torres. El titiritero, enfurecido, trata de liberarse de los grilletes con un fierro vociferando “que primero se mataría él mismo que dejárselo quitar [el fierro] y que al quitárselo que el mañana estaba con el demonio y que ahí mirara [sic] lo que haría”.32 Otra exclamación que un inquisidor puntilloso podría tomar por blasfemia. Alarmados, los hombres intentan infructuosamente quitarle el “eslabón” con el cual el negro golpea frenéticamente los grilletes.

Entre todos, logran al fin sujetarlo y tranquilizarlo un poco, con la amenaza de que sumado a los consabidos grilletes y esposas que ya lleva, lo van a amarrar. Al acercarse Juan Joseph para registrar sus pertenencias, Rojas acongojado suplica que le revisen todo menos unos calzones que se niega a soltar. Por supuesto que el ruego sólo aviva la curiosidad de Juan Joseph, quien se los arrebata para encontrar un cráneo humano envuelto en trapos. Asustado, se lo lleva de inmediato a fray Pedro de Leyva. Pero no lo encontró pues había salido a hacer sendas diligencias junto con el teniente del pueblo, que era tío de Juan Joseph.

Mientras tanto, el religioso fray Juan de Valsalobre se acerca al preso con la intención de extraer más información y evitar que se “exasperara” (como ya había sucedido con anterioridad) e informa que Rojas: “díjome más lleno de lágrimas, que no lo dejara de ver; y así lo hago, por ver si delata más y vomita más el veneno, y porque no se huya o se exaspere. Lo que yo considero (salvo mejor) más conveniente es que se llevara cuanto antes, porque de esta cárcel suelen huirse; y será por lo menos seguro; no lo afirmo, pero sé que se han ido varios presos”.33 Entre las primeras ordenanzas que se emitieron en los albores de la Nueva España, estaba la de que todo pueblo, ciudad o villa debía tener una cárcel. La de Yanhuitlán no parece muy sólida. Quizá porque los delincuentes que había albergado eran más pacíficos que el titiritero. Llama la atención que nadie parece percatarse de que quizá el inquieto preso padece de sus facultades mentales, que podría ser un “lunático” furioso o simplemente “falto de juicio” pues pasa de la rabia y las amenazas e imprecaciones al llanto con rapidez.

Por la ausencia de Pedro de Leyva con motivo de la cuaresma y “los trabajos que esta representa”, fray Juan de Valsalobre envía una carta con lo sucedido en la celda del negro al comisario Valverde en Oaxaca:

[Juan Joseph] abriendo también la bolsa para ver lo que (con)tenía con el bastón que tenía en la mano; probó a ver lo que era; y dice reparó que se movía: y estando cerca la candela; no sólo dice le parece; sino que asegura haber visto una como lagartija con el lomo prieto: y la barriga blanca: razón porque como temeroso, volvió a doblar la bolsa como estaba: y vino a su casa con más cuidado: a registrar mejor lo que antes había visto: y halló que ya no era lo de antes: sino ese cordón según y como lo verá Vuestra Señoría todo lo cuál vieron también y registraron Don Jerónimo Cisneros; y Pedro Gómez Caraballo.34

La celda era oscura o quizá era de noche ya que Juan Joseph necesitó una vela para inspeccionar mejor las pertenencias de Miguel. El hallazgo de ese supuesto bicharajo que le “pareció” ver y que era en realidad una cuerda lo aterra, pero no es inverosímil a los ojos de sus coetáneos. La creencia en los hechos sobrenaturales o los malos augurios que rodean al acusado no son exclusivos del fisgón español. Pensar que una lagartija se puede convertir en soga o un sapo en una tablilla de chocolate, que un pajarito enredado en unos hilos amansaba a los amos o que echar los maíces haría retornar al amor perdido eran prácticas consideradas como viles supersticiones, engaños del demonio que no merecían atención ni crédito alguno, salvo en caso de ser muy descarada o escandalosa, entonces el acusado debía sufrir un escarmiento principalmente de vergüenza pública o azotes. Aunque las autoridades eclesiásticas intentaran detener la proliferación de dichas creencias en los prodigios y lo sobrenatural, éstas fueran perpetuadas y compartidos por la mayoría de los novohispanos.

Es un hecho que Miguel tiene aterrorizados o al menos en un evidente estado de zozobra a carceleros y autoridades en el pequeño pueblo y su posible fuga de tan endeble encierro preocupa a todos. Por lo tanto, Miguel es enviado a la ciudad de Oaxa ca custodiado por tres hombres. El comisario Valverde faculta a don Pedro de Leyva para que designe a un notario que tome nota del interrogatorio, tanto a Juan Joseph Torres como a las tres personas que trasladaron a Miguel de Rojas del pueblo en la Mixteca a la ciudad de Oaxaca, que son un español, Salvador Figueroa, y dos mestizos, Antonio Veracruz y Manuel Hernández, probablemente arrieros pues era frecuente ante la falta de personal y de medios, que se encargara el traslado de los presos inquisitoriales a dueños de recuas o arrieros.35

Por su parte, Juan Joseph Torres refiere en esencia el mismo relato sobre el intento de liberarse de los grilletes de Miguel y su renuencia a que revisaran sus pertenencias. Por otro lado, los arrieros que lo llevaron a la ciudad de Oaxaca coinciden en su versión y más aún en la percepción de que el hombre que trasladaban nada bueno podría traer. Al salir del pueblo con Miguel encadenado y subido en una mula, se desató un remolino de polvo y las mulas que eran mansas se “inquietaron”, lo cual los atemorizó: “sospechó el dicho Salvador que era cosa del Demonio […] fue a su casa, y sacó una Nuestra Señora de los Dolores, y se la puso al cuello” para continuar su viaje debidamente protegido y regresó al lugar donde había dejado al dicho negro preso con los otros dos compañeros.” A su vez, Antonio declaró que mientras Salvador iba por la imagen de la virgen “se mantuvo en compañía del otro compañero Manuel Hernández en custodia del dicho negro Miguel de Rojas, porque no se desapareciera con la oscuridad que causo dicho remolino”. Manuel agregó que “en este tiempo hubo mucho temor y miedo, y que hizo juicio que no era nada bueno lo que llevaban”.36 Prosiguieron su viaje recelosos y suspicaces sobre la calidad del negro chaparro y jorobado de temible aspecto y peor talante que les encargaron. Mientras que Salvador no le dirige la palabra en todo el trayecto al preso, tanto Antonio como Manuel conversan con él y escuchan sus andanzas. Ambos coinciden y se muestran francamente sorprendidos de la distancia que Miguel había cubierto desde la remota Guatemala, más de 1 000 km a pie, pues “haciendo poco más de un año que había salido de su casa; y que había estado en Campeche, en la Laguna, en Tabasco, en Oaxaca y en la Puebla; y que había admirado que en tan poco tiempo hubiera andado tanta tierra, y más siendo todo a pie”.37A pesar de sus temores, llegan con bien a su destino y entregan al preso.

Llega al fin el turno de ser interrogado; Miguel de Rojas declara ser soltero, de oficio “maromero”, hijo de negro y mulata y haber nacido en Guatemala 24 o 25 años atrás. Cuando se le pregunta si alguna vez había sido encarcelado por el Santo Oficio, responde que 15 años atrás (tendría entonces 9 o 10 años si damos crédito a su declaración) fue citado por un “ministro” de la Inquisición para que declarase “con qué modo usaba la maroma” pero fue puesto en libertad al responder satisfactoriamente al interrogatorio. De esa comparecencia no existen rastros en los registros inquisitoriales quizá por ser Miguel muy niño o porque ni siquiera era un “ministro” del Santo Oficio quien lo había interrogado. Cuando se le pregunta por Agustín, señala que es un mulato zambo hijo de mulata e indio y que la mamá se lo había dado “para que anduviera con él de compañero, sin interés alguno”.38 De nuevo encontramos que las categorías de identificación “racial” no eran tan rígidas ni definidas y que se utilizan distintas designaciones para describir a una misma persona.

Miguel intenta zafarse dando a entender que no había ninguna obligación de su parte de retribuir, ni con enseñanzas ni con dinero, la entrega del niño. Sabemos también que en aquella época era frecuente entre los grupos más desfavorecidos encargar a o ceder a los hijos a cambio de una promesa de enseñarles un oficio o darles al menos el sustento, los que para algunas familias se hacía inviable.

En el interrogatorio sobre sus andanzas, el titiritero responde que hacía un año y medio había partido de Guatemala, pasado por Santo Domingo Xinaco, y desde allí a la Ermita de las Vacas, a Jalapa (Guatemala), Santa Catarina, Esquipula, San Salvador, Quetzaltepec, Galera del Río de la Paz, Excuintenango, Comitán, Tumbata, Ríos de Sumacinta, la Laguna de Términos, Tabasco, Veracruz, Xalapa y de allí a Tehuacán, para terminar en Yanhuitlán, donde finalmente fue arrestado tras la acusación de Agustín. La ruta seguida por Miguel comprende pueblos pequeños y excepcionalmente un par de ciudades, Xalapa y Veracruz (en Guatemala, El Salvador y la zona de los actuales estados de Chiapas, Veracruz, Tabasco y Oaxaca), alejados de la atenta mirada de las autoridades probablemente para eludir el pago de tributo o de derechos por el desempeño de su oficio, lo que refuerza su condición de marginal y propicia la comisión del delito de sodomía con mayor libertad y facilidad. El territorio cubierto por Miguel y su atribulada víctima es considerable, más de 200 leguas, como ya lo señalamos, tomando en cuenta que los trayectos fueron realizados enteramente a pie, tal y como el propio Miguel lo declara. No parece que el oficio de maromero alcanzara para tener una vida holgada, quizá ni siquiera para tener una mula, tal y como lo revelan también la pobreza de sus pertenencias revisadas en la cárcel de Yanhuitlán.

Al ser interrogado sobre si cometió el delito de sodomía o si sabía de alguien que lo hubiese cometido, lo negó rotundamente, y agregó sólo “que sabía de tres sométicos que habían quemado en Guatemala”. Su declaración nos confirma de nuevo que los sodomitas no eran perseguidos ni castigados por la justicia inquisitorial pues, como se sabe, la capitanía de Guatemala, así como Filipinas y una gran extensión del territorio al norte hasta Nuevo México, dependían del tribunal del Santo Oficio novohispano, cuyo quemadero estaba frente a San Hipólito en la ciudad de México.

El comisario Valverde obtiene las mismas negativas cuando le pregunta si había pensado o dicho que la sodomía no era pecado, o si había utilizado hierbas o huesos de difunto. Valverde comienza a perder la paciencia y pide al alguacil que extienda sobre un petate las pertenencias de Miguel, entre las que se encuentran “retazos de géneros de todos colores, títeres y una calavera de difunto envuelta en unos calzones viejos de raso”. Sólo entonces Miguel palidece “turbado y confuso”. Molesto, el comisario lo reprende por perjurio y ordena interrumpir la audiencia por ser casi medianoche. Miguel es enviado de nuevo a su celda y pasan cuatro días antes de que sea llamado de nuevo para ser interrogado. Tiempo suficiente para que en la zozobra y la oscuridad el titiritero pueda meditar sobre la conveniencia de confesar su delito y valorar los dudosos beneficios de mantenerse en su negativa. Efectivamente, el 14 de marzo, Miguel se arrepintió y confesó que había estado cometiendo tan “grave crimen” con Joseph Agustín desde que había salido de Guatemala, tal y como lo había denunciado el muchacho:

[…] siendo agente en ella este reo […] y que la primera vez que incurrió en ese delito había sido incitado por un mercedario de la provincia de Guatemala; que la primera vez que la cometió fue con el Padre Fray Nicolás de Prado, Religioso Sacerdote Mercedario Limosnero de la Redención de Cautivos de la Provincia de Guatemala, y la cometió en el Pueblo de Ixquizula, distante cuatro jornadas de Guatemala; en Chiquimula de la Sierra, en su Convento de la Merced de dicha Cruz, siendo por todas más de seis veces, y en ellas lo incitó dicho Padre, siendo paciente este reo; pero es cierto, que no persuadió al dicho Joseph Agustín, que no era pecado. Que las señas personales de dicho Padre, son, grueso, abultado de miembros, alto de cuerpo, colorado de rostro, su edad de sesenta años, lleno de canas, sin dientes, algo arrugado el rostro, y es carilargo, tiene un lunar negro de pelos junto a la nariz, y en la barba tiene canas.39

Los recuerdos de Miguel son vívidos y detallados, es como si describiera algo o a alguien que apenas hubiese observado o experimentado unos días atrás. La exactitud del recuerdo está enlazada no sólo con la significación de los encuentros sexuales con el mercedario (que no parece muy agraciado en su recuerdo) sino que también dan cuenta de una práctica cultural quizá muy extendida: las señas particulares eran recordadas con bastante nitidez a pesar de que en algunos casos hubieran pasado décadas desde la última vez que se había visto al ausente.40

Los sacerdotes acusados de sodomitas eran los únicos que sí eran perseguidos por el Santo Oficio en tanto atentaban contra el sacramento de la ordenación sacerdotal y por supuesto contra la castidad, de ahí que con frecuencia se suscite la confusión en la investigación académica sobre la competencia del Santo Oficio al momento de juzgar y sentenciar el pecado nefando.

Podemos inferir que la infancia y adolescencia de Miguel transcurrieron en lugares apartados de los grandes centros urbanos, en pueblos de indios, o en sitios aislados, de difícil acceso, en condiciones muy precarias, mal vestido, mal alimentado, mal cuidado. Una infancia parecida a la que pudo haber tenido Agustín, que fue entregado por su madre a Miguel, quizás para desha cerse de una boca más que alimentar, ya que, según declaró el muchacho, tenía muchas hermanas, o tal vez para que aprendiese un oficio que le permitiera sobrevivir. Aquí termina la segunda y última audiencia de Miguel ante el comisario Valverde.

Más de un año después, en julio de 1725, el sucesor de Valverde, el comisario don Enrico Angulo, asegura que en diversas ocasiones Miguel de Rojas, quien sigue preso en la cárcel en Oaxaca, le ha suplicado que pregunte en qué estado se encuentra su proceso, si el tribunal ha dictado ya una sentencia. Quizá no sabe que el proceso ni siquiera ha empezado pues ningún inquisidor ni fiscal ha solicitado su traslado a la ciudad de Mé xico. Movido a la compasión por los ruegos del titiritero, Angulo comienza a indagar qué sucedió con la denuncia, las testificaciones y la confesión del reo. Cuando se dirige a Valverde para saber el destino del expediente el interpelado asegura haberlo enviado a la ciudad de México. Angulo insiste en su averiguación y entonces “registrando el Archivo, me encontré con [las testificaciones], y en el estado imperfecto en que he hallado los autos de esta materia, los remito originales a Vuestra Excelentísima Señoría […] para que me ordene lo que deba hacer”, es decir, que nadie los había remitido al tribunal en la capital novohispana, así que Angulo los envía de inmediato. Es extraño que el comisario Valverde muestra una gran diligencia para llevar a cabo los interrogatorios y recabar las testificaciones, mismas que concluye en poco más de un mes (entre el 17 de febrero y el 14 de marzo de 1724), pero se olvida de enviarlos al Tribunal en la capital novohispana o “cree” haberlos enviado. No lo recuerda porque quizá Miguel era la novedad en el pueblo de Yanhuitlán por ser un fuereño contrahecho, andrajoso, acusado de un asqueroso pecado en contra de un chiquillo el cual, después de ser enviado a Oaxaca, queda relegado al olvido, como tantos otros marginales de su tiempo. Conocemos de sobra el irregular desempeño de muchos funcionarios inquisitoriales y más aún de los comisarios, quienes tal y como lo ha señalado Solange Al berro, en su mayoría se conformaban con cumplir medianamente con sus funciones.41

Efectivamente, Miguel pasó más de un año en la cárcel en Oaxaca, a consecuencia del “olvido” del comisario Valverde, más que para purgar una condena. Por otro lado, sabemos que la cárcel no era un castigo en sí mismo, sino el resguardo del acusado durante el proceso.42 Como los trámites, las diligencias y el juicio se retrasaban, a veces el reo era liberado después de cierto tiempo, que podía ser tan variable como dos meses, seis meses, tres años o más, trocando la pena o castigo por el tiempo de reclusión, porque como lo recoge la Recopilación de Leyes de Indias, “la cárcel se equipara a la muerte y aun al infierno”.43 El fiscal inquisitorial, don Pedro Navarro, pese a que reconoce que el delito de sodomía no es competencia del tribunal, ordena con benignidad:

Respecto de no tocar al Santo Oficio el delito de la Sodomía, y, aunque hay presunción de andar en supersticiones por la traída de la calavera, que en dicho Pueblo de Yanhuitlán y cárcel guardaba con grandísimo cuidado habiendo mucho sentimiento de que se la hubiesen hallado; ha estado preso un año con que ha compensado lo que en parte podría merecer puede Vuestra Señoría mandar a nuestro Comisario le haga cargo de dicho uso de la calavera que no puede ser el que declara sino es para embelecos y embustes le reprenda ásperamente y de ley ponderándole su gravedad, y mande se le den en la cárcel cuarenta o cincuenta azotes para que con eso se abstenga de esos embustes y conmine con otros más ásperos si reincide en dichas supersticiones, o traer cosas supersticiosas, y le ponga en libertad.44

En efecto, el único delito que preocupa al Santo Oficio y del que se acusa al titiritero Rojas es el de superstición, tal y como aparece en la carátula de la información que no llegó a proceso. Son pocos azotes si se piensa que la pena más común de azotes era entre 100 y 200. Aun así, el parecer del fiscal parece demasiado riguroso al inquisidor Francisco Garzarón (quien fue también visitador de distintos tribunales por esos años y no se caracterizó precisamente por su blandura al momento de reprender y castigar) quien confirma la reprimenda pero elimina los azotes. Sabemos que el Santo Oficio y sus ministros, al igual que otras instituciones de control virreinal, fueron perdiendo el ímpetu y el rigor que los caracterizaron en el primer siglo y medio de existencia a lo largo del siglo XVIII,45 aunque es importante destacar que, a pesar de la decadencia en los mecanismos de control inquisitoriales, el delito de sodomía nunca fue parte de su jurisdicción.46 La advertencia de no reincidir alude únicamente a las supersticiones. Nada dice de los golpes propinados al mulato Agustín y mucho menos del “gravísimo crimen de sodomía”. El juicio y condena de este último compete única y exclusivamente a la justicia criminal, pero no hay registro de que el inquisidor haya dado aviso o la orden de trasladar el expediente a dichas autoridades.

No hallamos más rastros de Miguel de Rojas, suponemos que en efecto fue liberado, pero no pudimos encontrar indicios de que la justicia civil lo hubiese procesado y castigado. De la suerte de Agustín, después del interrogatorio al que fue sujeto por el comisario Valverde y la inspección médica en Oaxaca, nada sabemos; quizá entró a servir a alguna casa o convento o simplemente se perdió en el anonimato de la muchedumbre y algo habrá aprendido del oficio, libre al fin, de los maltratos del titiritero negro que tanto lo atormentó.

Consideraciones finales

Este tipo de fuentes, pese a no ser un proceso inquisitorial completo y en forma, nos permite atisbar en torno a la vida de individuos que sólo es posible adivinar de manera fragmentaria y difusa pero que de otra forma sería imposible conocer. Hay distintas vías de análisis para ahondar en detalles que sólo la microhistoria convierte en “visibles” a los ojos del historiador. Por un lado, en el ámbito de las normas, la concepción del delito de sodomía que tenían los eclesiásticos de menor rango que los funcionarios inquisitoriales de la capital, quienes no pierden la oportunidad de tomar denuncias que atañen a los sodomitas. Pero también, en la esfera de lo afectivo o emocional, el vínculo de dominación y maltrato que en este caso sostenía Miguel de Rojas con Joseph, que de ninguna manera es excepcional en el periodo estudiado.47 Los niños huérfanos y pobres podían sobrevivir y aprender un oficio, en este caso el de titiritero, pero también quedaban sometidos a las arbitrariedades de sus amos, que con frecuencia sólo pagaban su alimentación diaria y agregaban palizas o golpes en caso de desobediencia o impericia.48

En el caso español, Bartolomé Bennassar ofrece una tipología tentativa de los sodomitas: esclavos turcos o moriscos, vagabundos que sodomizan niños “por las buenas o por las malas”, marineros y soldados, jóvenes y adolescentes, artesanos o campesinos, y por último, religiosos.49 En el caso particular de Valencia, por ejemplo, a “excepción de los religiosos, la mayor parte de los acusados [de cometer el pecado nefando] son hombres sin hogar, excluidos o parias […] sobre todo en los medios populares en la mayoría pobre de la población era muy frecuente que dos, tres o cuatro personas durmieran en el mismo lecho”.50 Es justo el caso de Miguel, un hombre al parecer sin familia, ni raíces, ni lugar fijo de residencia, que al igual que Agustín fue sodomizado por un adulto, en su caso, un religioso. Es Miguel un hombre completamente solo, situación infrecuente en un mundo en el que la sociedad corporativa aborrece la soledad e intenta por todos los medios agrupar y reunir a los individuos en conglomerados fácilmente identificables por su oficio, apariencia, prestigio social y linaje entre otras consideraciones, y por lo tanto, susceptibles a la sujeción de las leyes y al control de los comportamientos.

Asimismo, podemos adivinar el miedo en el imaginario de esos hombres, quienes al igual que Miguel de Rojas viven en pequeños pueblos apartados de los centros urbanos. Ese miedo a lo sobrenatural, a lo desconocido, a la “obra del Demonio” que padecen los arrieros que trasladan a Miguel de Rojas, los cuales quizá poco saben del delito cometido por el negro pero sí tienen la noción de su carácter amenazante e incluso peligroso, dada la reacción de las mulas, por lo regular tan mansas, y el fenómeno del remolino de polvo que a sus ojos aparece como excepcional y aterrador, una especie de mal augurio que indica de forma clara y contundente la malevolencia de Miguel.51

Para finalizar, aunque parezca redundante, es importante insistir en que la sodomía estaba teológica y jurídicamente condenada como uno de los más graves atentados contra Dios, uno mismo, el prójimo y la moral, y por ende debía ser castigado con la pena máxima: la hoguera, pero vemos que el sodomita, en este caso Miguel de Rojas, es puesto en libertad sin ningún condicionante para que no escapara ni advertencia de que debía ser remitido a la justicia civil para que se le siguiera un proceso en forma ante la autoridad competente por un delito considerado tan grave. Este conflicto entre normas y prácticas, de sobra conocido, fue una constante en la dinámica virreinal. Pese a que la legislación marcara una prohibición o castigo de forma clara e incontestable, sabemos que con frecuencia los delitos fueron perdonados o incluso ignorados por los funcionarios novohispanos.

Es quizá esa misma condición de marginalidad lo que le per mi te a Miguel escabullirse de la justicia, e incluso ser tratado con indiferencia o incluso benignidad por las autoridades inquisitoriales.

Las diferencias sociales en Nueva España no estaban dadas en términos raciales o étnicos, así como la solidaridad de las distintas corporaciones tampoco estaba determinada necesariamente por el color de la piel. No hay ninguna referencia en los interrogatorios consultados al carácter, ocupación, delito o comportamiento de los actores sociales que sea juzgado o calificado por las autoridades con base en su color de piel. Es importante recalcarlo pues con frecuencia se habla de racismo en la sociedad virreinal (en su acepción decimonónica, relacionada a conceptos de superioridad y discriminación) aunque no haya rastro alguno en las fuentes del periodo que sustente tales afirmaciones. La categoría analítica que explica las complejidades de ese mundo de forma más precisa es la calidad, que prevalece como la forma de identificación y diferenciación, como medio para formar y tejer vínculos y como lugar en la escala social. En efecto, la calidad se conformaba por consideraciones que se imbricaron de formas mucho más complejas que sólo el color de la piel, como fueron la fama, la honra, el linaje, el prestigio social, la ocupación y el caudal. Así, pobres, desarraigados, sin familia ni caudal, sin prestigio ni linaje, tanto Miguel de Rojas como Joseph, su víctima, se encuentran (y en eso los acompañan muchos de sus coetáneos marginales) en el último peldaño de la escala social.

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1A excepción del breve pero muy sugerente trabajo de Gruzinski; “Las cenizas del deseo. Homosexuales novohispanos”, que se desarrolla en torno al escandaloso proceso seguido en contra del mulato Cotita de la Encarnación, así como del trabajo pionero de Bracamonte, “Los nefandos placeres de la carne”, la investigación de Flores Melo en torno al delito de solicitación y sodomía de los religiosos, “Casos de sodomía ante la Inquisición de México”, y las recientes y notables aportaciones de Tortorici, Sins against Nature.

2 Molina, “Los sodomitas virreinales”, p. 35; Giraldo Botero, “Esclavos sodomitas en Cartagena colonial”, pp. 171-178; Gruzinski, “Las cenizas del deseo. Homosexuales novohispanos”; Camba Ludlow, “Mulatos, morenos y pardos marineros”. AGI, México, 38, N. 57; AGI, Escribanía, 1075c/Pleitos de la casa de Contratación, 5730, N. 4/Autos fiscales. Justicia, 856, N. 11. AGN, Inquisición, 435, exp. 294.

3 Bennett, Africans in Colonial Mexico.

4Aunque hay dos acepciones de presentismo, una que hace referencia a la influencia inevitable que el presente ejerce sobre el historiador al acercarse a las fuentes, la que se critica aquí es aquella que remite al “tipo de historia que juzga el pasado para legitimar y/o glorificar el presente” y, agregaríamos, para legitimar un discurso inserto en la Polítical Correctness tan en boga actualmente. Moro Abadía, “Presentismo”: Historia de un concepto”, p. 169. Tal y como lo señala Hartog, “El presentismo no explica la historia. El presentismo es un diagnóstico del momento contemporáneo […] Escribimos mucha historia pero cada vez lo vemos menos claro”; Hartog, “Ya no se puede prever el futuro”. Verbigracia, con frecuencia los llamados Queer Studies trasladan términos como homofobia y discriminación ignorando que en el pasado virreinal no es posible hablar de dichos términos que, junto con la homosexualidad, son conceptos que surgen en el siglo XIX y principios del XX, a partir de un discurso médico, psiquiátrico, asociados a estigmas como enfermedad mental, desviación sexual y perversión, que no sólo no existían en los siglos estudiados sino que nada tienen que ver con la sodomía, que no era considerada una enfermedad; no existe en la nosología de la época, sino que está categorizada dentro de la teología y la legislación como un pecado/delito. Bracamonte, “Los nefandos placeres de la carne”, p. 86.

5Desde hace varias décadas, Pilar Gonzalbo ha mostrado cómo las consideraciones que distinguían a los distintos grupos que constituían la sociedad virreinal estaban conformadas no por argumentos étnicos o raciales, sino por lo que la autora llama “calidad” y “condición”, sustentadas en el prestigio, el linaje, los medios económicos y la consideración social, entre otros. Gonzalbo, Familia y Orden Colonial, pp. 297-298; Alberro y Gonzalbo, La sociedad novohispana, pp. 23-24.

6ANX, Protoc. 1600-1608, fs. 233v. y 328v.; AGN, Bienes Nacionales, vol. 740, exp. 1, fs. 1-7, por mencionar solo algunos. Asimismo, hay que recordar que el legendario Yanga, después de los innumerables descalabros ocasionados a la corona española, logró concertar su libertad y el derecho de fundar un pueblo siempre y cuando devolviera a todos los esclavos cimarrones que intentaran refugiarse en el pueblo. Aguirre Beltrán, El negro esclavo en Nueva España, p. 185.

7 Camba Ludlow, Imaginarios ambiguos, realidades contradictorias.

8AGN, General de Parte, vol. 41, exp. 441, f. 350.

9 Ramos Smith, Expresiones artísticas callejeras.

10 Ramos Smith, Expresiones artísticas callejeras.

11 Robles, Diario, p. 4.

12AGN, General de Parte, vol. 14, exp. 164, f. 142v.

13AGN, General de Parte, vol. 41, exp. 441, f. 350. La ortografía es original.

14 Alberro y Gonzalbo, La sociedad novohispana, p. 30.

15Sobre los vagabundos, limosneros, ociosos y malentretenidos que pululaban en Nueva España hacia la primera mitad del siglo XVIII, véase Martin, “Pobres, mendigos y vagabundos en la Nueva España”, p. 109.

16Así sucedió con el mulato Cotita de la Encarnación y sus 14 cómplices que en 1658 fueron acusados de sodomitas, sacados de la cárcel de corte y condenados a morir en la hoguera en el quemadero de San Lázaro, que pertenecía a la justicia civil y no a la inquisitorial. Guijo, Diario, pp. 106-107.

17 Alberro, Inquisición y sociedad, p. 146; AGN, Inquisición, 811, exp. 14, f. 441.

18AGN, Inquisición, vol. 811, exp. 14, f. 441.

19AGN, Inquisición, vol. 811, exp. 14, f. 441.

20AGN, Inquisición, vol. 811, exp. 14, f. 442.

21García Icazbalceta señala que la “cuarta” es un látigo corto, con empuñadura de cuero, y cuartear es golpear en repetidas ocasiones con la cuarta. García Icazbalceta, Diccionario de mexicanismos.

22AGN, Inquisición, vol. 811, exp. 14, f. 442.

23AGN, Inquisición, vol. 811, exp. 14, f. 442.

24 Bennassar, Inquisición española, p. 298.

25AGN, Inquisición, vol. 811, exp. 14, f. 444.

26AGN, Inquisición, vol. 811, exp. 14, f. 444.

27AGN, Inquisición, vol. 811, exp. 14, f. 447.

28 Moro, “Las señas de los novohispanos”, p. 62.

29 Moro, “Las señas de los novohispanos”, p. 62.

30 Moro, “Las señas de los novohispanos”, p. 63.

31 Moro, “Las señas de los novohispanos”, p. 60.

32AGN, Inquisición, vol. 811, exp. 14, f. 447.

33AGN, Inquisición, vol. 811, exp. 14, f. 449.

34AGN, Inquisición, vol. 811, exp. 14, f. 449. El subrayado es mío.

35Las mulas fueron el transporte más socorrido y expedito en el mundo virreinal, no sólo para trasegar mercancías sino también personas de las más diversas calidades y procedencias. Mijares, “La mula en la vida cotidiana del siglo XVI”, p. 294. Así sucedió también con Nicolasa de San Agustín, quien acusada de hechicera a finales del siglo XVII fue trasladada de Guanajuato a la ciudad de México por la nada despreciable suma de 4 pesos que cobró el arriero Diego Torres. Camba Ludlow, Persecución y modorra, p. 123.

36AGN, Inquisición, vol. 811, exp. 14, f. 452.

37AGN, Inquisición, vol. 811, exp. 14, f. 452.

38AGN, Inquisición, vol. 811, exp. 14, f. 452.

39AGN, Inquisición, vol. 811, exp. 14, f. 452.

40 Moro, “Las señas de los novohispanos”, p. 57.

41 Alberro, Inquisición y sociedad, p. 105; Camba Ludlow, Persecución y modorra.

42 Rodríguez Sala, Cinco cárceles de la Ciudad de México, pp. 17-18.

43 Palacios, Notas a la Recopilación de Leyes de Indias, p. 411.

44AGN, Inquisición, vol. 811, exp. 14, f. 452. Las negritas son mías.

45 Torres Puga, Los últimos años de la Inquisición, pp. 227-228.

46 Camba Ludlow, Imaginarios ambiguos, realidades contradictorias, p. 136; Camba Ludlow, “El pecado nefando en los barcos de la Carrera de Indias” p. 128; Camba Ludlow, “Mulatos, morenos y pardos marineros”, pp. 35-36.

47Sabemos que en España, centenares de niños abandonados a su suerte debían repartirse entre los barcos, las guaridas de ladrones, los pícaros y los méndigos. Pérez Mallaína. Los hombres del océano, p. 38. Otros reinos de la Monarquía hispánica, como Nueva España, no fueron la excepción.

48 Pérez Mallaína, Los hombres del océano, p. 38.

49 Bennassar, Los españoles. Actitudes y mentalidad, pp. 187-188.

50 Bennassar, Inquisición española, p. 308.

51Sobre el temor y la desconfianza que los negros provocaban en los indígenas y aun en los españoles, Camba Ludlow, Imaginarios ambiguos, realidades contradictorias, pp. 60-62, 140-145.

Siglas

AGI

Archivo General de Indias, Sevilla, España.

ANX

Archivo Notarial de Xalapa, México.

AGN

Archivo General de la Nación, Ciudad de México, México.

Recibido: 18 de Febrero de 2020; Aprobado: 29 de Octubre de 2020

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